Notas
Esperar contra toda esperanza
To Hope Against Every Hope
Karl Josef Romer
Obispo titular de Columnata Secretario emérito del Consejo Pontificio para la Familia.
Recibido: 24/06/2013.
Aceptado: 18/10/2013.
Resumen
Karl Josef Romer reflexiona sobre el sufrimiento humano y la muerte, y el sentido que ellas tienen en la existencia del cristiano. La esperanza contra toda des-esperanza, es decir, contra el sufrimiento y la muerte, es una esperanza que corre al acogimiento de estas categorías propias del ser humano; categorías necesarias para la trascendencia de sí, es decir, hacia el encuentro del Otro y los otros. Para Romer, que sigue al Cristo de Getsemaní, la muerte propia y la muerte de nuestra voluntad de poder es el camino de libertad y liberación, de desasimiento de sí, para entregarse a Dios.
Palabras clave: cristianismo, esperanza, desesperación, libertad, muerte.
Abstract
Karl Josef Romer addresses on the issues of human suffering and death and the meaning that they have in the existence of every Christian. To hope against every desperation, against suffering and death, is a hope that encompasses these categories, that are proper to human being. Suffering and death are the necessary horizon of human existence so that man can think and assume transcendence and the encounter with others and the Other. For Romer, who follows Gethsemane's Christ, the death of ourselves and of our will of power is the main road to freedom and to the possibility to surrender to God.
Keywords: Christianity, Death, Desperation, Freedom, Hope.
"Pienso que el amor de Cristo por los hombres es
una especie de milagro imposible sobre la tierra.
¡Es verdad que él era Dios!... ¡Nosotros no somos
dioses!... Yo, por ejemplo, puedo tener un sufrimiento
terrible, más cualquier otra persona nunca sabrá
hasta qué punto sufro, porque ella es otra y no yo".
~Iván Karamazov
§1 La acusación que no tiene juez ni sentencia1
En el citado libro, el ateo Iván se rebela contra la única gran catástrofe del universo, que es el sufrimiento sin fin, la atrocidad contra el inocente; él maldice: "la tierra está saturada con el dolor humano desde su corteza hasta el centro". Iván niega el perdón, pues el mundo no puede y nunca podrá dar perdón. Aborrece el piadoso estremecimiento del universo, cuando el cielo y la tierra se confunden en el mismo elogio... clamando: "¡Tú eres Justo, Señor!". Continúa el autor ruso dando voz al sufrimiento anónimo de millares de inocentes que perecen sin ser conocidos, sin ser oídos: "Dicen los cristianos que la madre abrazará al verdugo que lazó a su hijo a los perros, y que los tres (madre, verdugo e hijo) exclamarán: '¡Tú eres Justo, Señor!'". Dostoievski contesta: "No puedo, en absoluto, admitir tal acto... ¡No quiero que la madre abrace al verdugo que le lanzó el hijo a los perros!... ¡Ella no tiene el derecho de perdonar tal crimen!...".
El ateo Iván tiene razón. El mundo no puede perdonar. Y, aún más, no sólo por causa de la maldad del corazón que el hombre como criatura no puede perdonar. Hay más. El hombre no tiene cómo ni con qué reparar el mal practicado contra el justo y el inocente. ¿Qué daría yo a cambio de un niño de Biafra, cuya carne viva se derrite por el efecto de una bomba de Napalm? ¿A cambio de la inocencia violada, de la pobreza indefensa y explotada, de la confianza engañada e irreparablemente traicionada? ¿Quién les pagará el precio, quién sabrá reparar el daño?
¿El hombre es el único ser cuya historia está maldita, cuyo dolor no es redimido? ¿Entonces Iván tiene razón: "Pienso que el diablo no existe y que fue creado por el hombre; y éste lo hizo a su imagen y semejanza"?
El sufrimiento es el hombre. ¿Pero por qué él no se puede realizar? No se puede adelantar una respuesta, pues cada uno de nosotros se realiza a un cierto grado. Cada elección que yo hago, cada opción que realizo, es una limitación. Puedo optar sólo por una o algunas posibilidades. Las otras, que también me prometen la felicidad, debo dejarlas. Sé que tengo más sed de perfección, de más felicidad. En cuanto procuro un bien, el tiempo pasa, y no puedo beber más de otras tazas también deseadas. Comprendo a aquéllos -y también a los que no están de acuerdo con ellos- que, en el afán de no perder ninguna gota del cáliz de la alegría y la satisfacción, beben sin gustar, devoran la alegría sin saborear lo que hay de más en ella. Ellos, en el miedo de perder algo, no saben poseer lo que tienen. Entonces, el hombre engendra su propia frustración.
Y al final está la muerte. Podemos olvidarla por un tiempo, podemos revestirla de una apariencia menos horrenda, podemos mitigar lo absurdo. Mas la decepción será mayor. Tengo que desaparecer.
¿Y la culpa? Nadie diga que el tiempo sana las heridas. El tiempo no sana. Nunca más encontraré la mano que una vez se me extendió para ser amparada por mí. No la amparé. La dejé en su dolor, que tenía sólo una presencia capaz de ayudarle. La mía. Negué mi presencia. Estuve ahí, mas estuve "ausente". ¿Qué haré, ahora, para expiar mí culpa? ¿Expiar la culpa del prójimo? ¿Expiar la culpa de los que matan a un padre de familia, que hacen a la viuda huir desesperada, arrancando y llevando consigo a los hijos; huyendo sin destino, teniendo tras de sí la muerte, el bombardeo, y a su frente, el desamparo, el hambre, la violencia, la compañía sombría de otros millares de vidas funestas como la suya? No, el mundo no tiene respuesta para el hospital donde mi joven amigo murió, estrangulado por el cáncer; no tiene respuesta a los hijos que nacen de madres solteras, cuya felicidad fue cambiada por el desventurado deleite de quien, incapaz de amar, destruyó el amor.
¿Esperanza? ¡Este mundo no tiene esperanza! Pero, ¿por qué? Si este mundo tuviera esperanza para nosotros, entonces seríamos pequeños como las horas pasajeras de nuestro tiempo, seríamos menores que el mundo. Mas, somos mayores. Por esto el universo no nos da la respuesta.
§ 2 Sabiduría o locura: ¿vivir bien para aprender a... morir?
¿No será esta la profunda paradoja que hace a los cristianos desanimarse? Pero debe ser así. Quiero ser, quiero ser feliz. ¡Vida, comunión! Todos los pueblos, todas las culturas vacilan entre la adoración a los dioses y la frenética entrega a descubrir el mundo y sus glorias. ¿Quién tendría previsto para el final del siglo XX la moda "Jesús-pueblo-revolución"? Sin embargo, ella no es sólo más que una moda efímera. Ella desaparecerá, pero la humanidad no desaparecerá a su pregunta, la búsqueda de lo absoluto.
La persona. El hombre debe conquistar el mundo, él mismo debe crecer, se debe desarrollar. ¡El hombre debe hacerse más hombre! Pero, ¿para qué? ¿Tal vez para que mañana haya sólo naciones "desarrolladas", y los hombres "desarrollados" tengan garantizado su entierro, en un féretro de palo de rosa? Crecer, ¿para qué? Esto es lo aparente, lo absurdo: en la medida en que el hombre se hace más maduro, más libre, más capaz de darse al mundo, su yo exterior -el cuerpo- pierde su fuerza, ¡su capacidad de comunión! La mayor felicidad de este mundo tiene en sí misma una limitación; mientras me acostumbro, las categorías que me anunciaban la felicidad me revelan lo fastidioso, la insuficiencia, su índole de "provisorio", de "previo". La propia capacidad del hombre de decepcionarse con la felicidad del mundo le revela que, en el fondo, él aspira a una felicidad que trasciende esta vida y este universo.
La comunión. El problema se hace más radical donde no sólo consideramos nuestra sed de poseer bienes, de "ser felices", sino donde tomamos conciencia de nuestra profunda orientación hacia el otro. Este otro es nuestro hermano -aunque en nuestra experiencia, él no sea siempre una conciencia reflexiva y tematizada-. Usted sabe matemáticas, domina su lenguaje y se comunica diariamente de mil formas distintas, con múltiples gestos, expresando y comunicando al otro su ser más íntimo. Usted se revela a través de palabras y gestos. Todo esto, usted lo recibió de nosotros. Lenguaje, cultura, pensamientos, todo lo que tengo, y lo que yo. soy, lo soy gracias al prójimo. En la convivencia, otros seres humanos coincidieron en mi espíritu, y en mí continúan teniendo intercomunión con mi ser, escondido en mí, pero manifiesto en la intercomunión. Esta comunión me hace salir del crepúsculo sombrío de la animalidad. Es por el otro que, en la mutua manifestación y revelación, yo comienzo a ser quien soy. Sabiendo que el otro me descubrió, me ama, me estima, y yo me confío a él, me doy a él, sabiendo que en la estima y en el amor él quiere que yo sea, él me afirma, él me "da" el ser de mi Yo superior.
Pero también aquí, debemos decir, los hombres desaparecen. Y en contacto con ellos se enciende en nosotros como una conciencia creciente de lo eterno, de aquello que no puede y no debe dejar de ser.
La perspectiva de la fe. Lo que la fe cristiana nos dice al respecto de Dios responde a la inspiración más profunda del corazón humano. Nada me llena, nada me basta. Sólo lo absoluto, sólo Dios. Ni yo me basto. Cerrándome en mí mismo, tornando a mí el más pobre de todos los seres. Como el otro, el hermano, el amigo me libera del aislamiento letal de mi egoísmo, así Dios será la liberación total. Pero aquí está la diferencia fundamental. Podemos coexistir con el amigo, y le damos tanto cuanto de él recibimos. Soy igual al amigo. Él es limitado como yo lo soy; somos "socios" de la misma amistad bella y... limitada. Por eso, ninguna amistad nos da la última respuesta. La raíz de nuestro ser, los escondidos cimientos de nuestro yo yacen en nosotros. Y es verdad, en el amor -no en el amor heroico donde fácilmente continuaría contemplándome y admirándome de mí mismo, sino en el amor gratuito, en aquél que no "vale" la pena, en amor silencioso de fidelidad- yo tengo un presentimiento, como un anticipo, de que seré libre, plenamente liberado de mí mismo.
Pero ninguna criatura es capaz de vaciarme. El amor del prójimo me anuncia el amor mayor que un día me ha de liberar de todas mis limitaciones. Dios no será alguien al lado de tantos otros seres queridos. No, él será y es, el único absoluto, el único que no me encontrará como un "socio" más, a quien yo no puedo dar algo igual. Él será el insondable misterio, que en su vida eterna quiere constituirse como el fondo inefable de mi ser. Él me ha liberado de mí, y voy a dar-me a él mismo.
Libertad para la muerte. Por eso yo debo morir. Pues sin morir yo continuaría insistiendo en mí, poseyéndome a mí mismo cada vez y situándome al lado de Dios. Dios no sería Dios para mi vida; sería apenas como una felicidad yuxtapuesta a la mía, no sería el Absoluto. La muerte no es sólo una separación de "alma y cuerpo". Yo debo morir. Yo debo ser sacado de mí mismo. En el íntimo misterio de mi yo, me conozco, donde tengo el inefable miedo de lo abismal ante el cual se abre la última y única pregunta de mi existencia, miedo de que este abismo pueda no estar vacío, sino que un día se me revele como la presencia inmediata de aquél que es Dios. No podré huir, no me podré proteger recurriendo a los pensamientos que yo creía, por los cuales yo me he "representado" a Dios. Tendré que buscarlo, mirarlo. Y él me verá. Pero lo veré, porque él habrá comenzado a liberarme de mí mismo y a constituirse él mismo, como el íntimo misterio de mi yo.
Existiré, porque él me amará (como ya me ama). La muerte es necesaria, en este sentido positivo: sin ella, yo siempre querría coexistir como Dios por mí mismo, no como algo asumido por Él, sino coexistir aferrado a mí mismo; y no querría abandonarme a mí mismo, a mi propia seguridad tan celosamente conquistada, abandonarme para donar-me totalmente a Él. Yo siempre sería alguien "fuera" de Dios, no liberado; sin embargo, la esperanza nos promete que seremos en Él (no apenas a un lado). (Lo que aquí se quiere decir en palabras simples ya fue expresado de un modo más filosófico con las palabras potentia oboedientialis o el donum creatum in gratia o la "Luz de la Gloria"). Por eso debo morir, para ser abandonado a Él. Quien insiste en sí mismo se cierra, se esclaviza, se torna estéril. En el amor vencemos la in-sistencia en nosotros mismos, y comenzamos a existir a través de la liberación que el amor, el servicio, la comunión con el otro nos traen. En nuestra muerte tenemos el grande y definitivo éxodo, éxodo de todas las categorías en las cuales nos queríamos beber la vida y la felicidad, las cuales, siempre -revelándose como limitadas, como incapaces de saciarnos- nos remiten a Aquello que sobresale a través de ellas, como algo que vislumbrado se anuncia. Éxodo de nosotros mismos, de nuestra propia fortaleza, en la cual amontonamos tantas riquezas que nos seducen a insistir en nosotros mismos, en lugar de existir. Sin embargo, existimos sólo en el otro y por el otro. En la muerte, por el éxodo total, por el auto-abandono radical seremos llamados a Aquél, que nos llama. Ninguno más insistirá en sí mismo (a no ser el pecador obstinado), mas ex-sistiremos en Aquél, que nos salvó y liberó. Dios será nuestra existencia. Él que, primero, en la encarnación existió de sí (Fil 2, 6-8), saliendo de sí, entregándose a nosotros. Él se nos dará, y podremos salir de nosotros. El Sí que pronunció en la encarnación (2 Cor 1, 20) se ha vuelto definitivo, cuando Él insiste en nosotros, y nosotros en Él. "Él me amó" para que yo pueda entregarme a Él (Gál 2, 20).
El problema "no puedes perdonar" es desenmascarado. Es, ante la fe cristiana, un problema falso. Dios no estará delante de nosotros, exigiendo que nos perdonemos el uno al otro. Así, Él sería uno de nosotros. Uno más. La culpa entre nosotros, que nosotros ni sabemos perdonarnos, será traspasada. No traspasada por algo más, sino por el único que es bueno, que es justo, que es feliz, el único que por sí mismo Es. El será nuestro ser, nuestra existencia. El sufrimiento y la culpa serán traspasados, porque nosotros seremos traspasados, cuando existamos no por nosotros, sino por Dios mismo.
§ 3 Esperanza contra toda (des-)esperanza
Las esperanzas y la Esperanza. Vimos que, si el hombre se limitase a las felicidades de esta vida, se cerraría como algo limitado, lo cual no corresponde a su pregunta insaciable y trascendente. Él debe descubrir y poseer los bienes de este mundo, porque sólo así crecerá y llegará a su yo superior. Sin embargo, en la medida en que toma posesión del mundo, en el que nutre tantas múltiples esperanzas en sí mismo, el hombre comienza a percibir que todo es denunciado por su carácter efímero. Él debe poseer lo que deberá ser abandonado, y debe abandonar lo que le era indispensable para auto-realizarse. ¿No es la muerte de uno de los cónyuges en un matrimonio feliz la forma más radical de esta inmensa paradoja? Todo lo que prometa realizar las tantas esperanzas de corazón humano no responderá a aquella Esperanza, que yo no "tengo", pero que yo "soy". Todo mi ser espera, no por "algo", sino por lo Absoluto.
Morir o ser exterminado. Aquí, puede llegar a ser más evidente, por lo menos en la visión cristiana, que el sufrimiento y la muerte tienen un insustituible significado. El sufrimiento es siempre una forma de anticipación de la muerte, no sólo de la muerte que (biológicamente) me será impuesta, sino que el sufrimiento puede participar de la muerte que (no será sólo un "acontecimiento" en mí, sino que) yo debo y puedo morir. ¿En qué consiste positivamente esta mi muerte?
Primeramente, en la liberación de mis límites. Esta liberación conoce fundamentalmente dos modalidades. Una positiva y la otra negativa. La negativa: implica que yo soy arrojado, arrancado de mis límites; el sufrimiento, como la muerte futura, me "desapropia" a mí mismo. La positiva: el amor. Yo me entrego, yo me transpongo para la riqueza del otro, como don gratuito y seguro para quien se me reveló como mayor, como ideal.
En el sufrimiento y en la muerte del cristiano todo depende de que yo sea o no capaz, por lo menos en mi intención y opción radical de vida, de evitar que la vida me sea arrancada. Quiero ofrecerla, entregarla. Quiero un acto de amor, de abandonarme a un ideal, a aquél que me pueda dar un sentido infinito. Morir (y sufrir) no es algo que solamente me acontezca. El cristiano muere, y muere él mismo. Ésta es la segunda forma de morir, propia de la vocación cristiana. Ella no se deja precipitar en el absurdo inescrutable, sino que se deja llamar por el misterio más real, el del amor divino.
¿Acelerar la destrucción o intensificar la libertad? Si toda maduración de la persona es un éxodo, llegar al otro libres de nosotros mismos, entonces el sufrimiento puede ser una fuerza propulsora en este proceso de maduración. Quien apenas sufre, dejándose arrancar la vida tan querida, quien apenas deja "acontecer" el sufrimiento, no es cristiano. Para ése, el sufrimiento es apenas destrucción de las esperanzas en esta vida. Pero para quien sabe, en el sufrimiento, liberarse de sí y entregarse a aquél que lo ama, el sufrimiento será menos que la aceleración de la autodestrucción, será una verdadera intensificación de nosotros mismos, de nuestra libertad para la libertad, que es Dios. No hablo directamente del sufrimiento extra-ordinario (tal vez la fidelidad en el sufrimiento cotidiano sea el verdadero heroísmo que la gracia de Dios opera en nosotros). Hablo de esta entrega cotidiana donde no me puedo justificar, aunque quisiera y tuviera el "derecho" de hacerlo, donde yo perdono sin que alguien jamás sepa de mi sufrimiento que no tiene nombre, que no tiene respuesta, que no tiene "esperanza". Hablo del grano de trigo, que muere todos los días, y -en la esperanza que Dios nos da- hace brotar al día una espiga conocida únicamente por Dios. Hablo de la alegría que Dios hace brotar en nosotros cuando otros tienen éxito y son amados. Hablo de la muerte silenciosa de tantos que nunca reciben una acción de gracias por parte de este mundo, y que generosamente construyen un futuro donde los hombres sepan amar más, y ser más. Hablo de... tu sufrimiento, de tu muerte silenciosa, cotidiana, hablo de... mi muerte.
El Abandono puede ser un don. Iván Karamazov no puede perdonar. Porque él no sabe... donar. Sólo sabe dar y donar, quien sabe recibir. En cuanto el hombre con toda su inteligencia, es la única y última medida de este mundo, él se encierra en su propia limitación. Sólo por aban-dono de nosotros mismos sabremos recibir el Don que es Dios. Y sólo libres de nosotros mismos -y totalmente libres, sólo seremos por Dios- podremos donar, no "algo", sino nuestro propio yo a quien no lo "merece". Donar-nos a él, per-donándo-le. Sólo en Dios sabremos últimamente que el amor y la donación no pueden ser "merecidos". Son gratuitos.
Donde el mundo, en todas sus esperanzas, sufre la desilusión y se entrega al dolor del desengaño, ahí la fe cristiana, viviendo este mismo dolor, muriendo esta misma muerte, comienza a esperar en aquella Esperanza que, secretamente, desde el inicio ya era la exuberancia misma de todas las esperanzas (Rahner, 1967: pp.561-580; 1968: pp.322-326); ella es la que dejaba inquieto a nuestro corazón ante todas las alegrías; donde el mundo cae en la desesperación de la muerte el cristiano cae, mas cayendo, se entrega. Sin la muerte, la gran esperanza nos es imposible.
§ 4 Entre la desesperación y la temeridad: la esperanza mayor
El amor de Dios no es mayor, es diferente. En la esperanza el hombre no juzga por sí mismo, deja que un Otro juzgue, él no se da a sí mismo la respuesta, espera que la respuesta sea dada por el único capaz de responder. Cuando los hombres se aman, ambos tienen la certeza de que cada uno lleva en su amistad, un título, un motivo de amor para el otro. Ahí, cada uno puede y debe descubrir en la amistad del otro su propia amabilidad.
No es así para con Dios. En la eternidad veremos que es Dios quien nos da nuestra dignidad, nuestra amabilidad. Aquí no se trata de una diferencia de grado, sino de una diferencia absoluta, incomparable. No hay nada originalmente mío que pueda yo otorgar a la amistad con Dios; no somos simples socios de Él, y por ello, no puedo por mí mismo contribuir con algo para la felicidad de Él. Todo es don, en el sentido más absoluto. Todo es gracia.Y, si Dios me ama, es Él quien primero me hace amable para que me pueda amar (1 Jn 4, 10). Ya San Agustín encuentra este nuevo pensamiento en el Nuevo Testamento (De dono persev. 19, 49; De gratia christi 45), donde sigue con admiración a su gran maestro San Ambrosio (Coment. al Ev. de Lc. 1, 10; 7, 27; 10, 89). Es el tema fundamental de la esposa de Cristo. Así dice el Apocalipsis 19, 8: "Y le fue dado a la esposa vestirse de lino resplandeciente...". La palabra clave en el mensaje del Nuevo Testamento no es lo "sobrenatural", sino la "gratitud" (Rm 3, 24; Ap 21, 6). La fe en Dios no es un cálculo prudente mío, el amor a Él no es una dignidad mía. Sino que Dios nos llama desde la absoluta libertad, y nos ama, porque es bueno. Amando nuestra bondad Él ama lo que en el fondo de nuestro ser Él ha impreso. Nunca llegaremos a "poseer" a Dios por nuestra propia fuerza o por un título nuestro. Él siempre será el insondable misterio de amor, que gratuitamente nos ama y santifica. Así dice San Pablo (1 Cor 13, 13) que la esperanza continuará en la eternidad como la íntima disponibilidad de amor, que no da sino que recibe todo, recibe a Dios de Dios.
Jesús espera... desesperado
El motivo de nuestra esperanza es el Cristo. Él es el prototipo. Humanamente hablando, no puede aceptar que su vida sea sacrificada como una intriga desgraciada; como judío fiel, debe oponerse a ello. Nunca podrá aceptar que la voluntad del Padre se frustre, contrariado por la maldad de los que rechazan al Enviado de Dios. Para el alma humana de Jesús no hay ningún motivo -ni en el universo ni en su inteligencia humana-, por el que Él pudiera aceptar una muerte horrenda. El "No" que pronuncia en el jardín de los Olivos manifiesta la angustia del corazón humano, que debe perderlo todo, todo lo que a él le da seguridad, cálculo, confianza humana. "... aparta de mí este cáliz" (Mc 14, 36) Esta muerte tiene para Él sólo un aspecto de destrucción, de la negación de su propia misión mesiánica. Humanamente hablando, era para Jesús la noche. Contra toda esperanza (de poder eliminar lo atroz) Él se levanta delante de Aquél a quien pertenece. Abandonado de toda seguridad del mundo y de su propia alma, Él mira al futuro, donde para el hombre Jesús, esta hora, en impenetrable obscuridad, yace el misterio luminoso del amor del Padre. Jesús avanza, se afianza ahí donde Él ya no se da a sí mismo la seguridad, ahí donde sólo el Otro puede asegurarlo. "Hágase lo que tú quieres, no lo que yo quiero". Jesús deja todo en el abandono; Él entrega todo, donándo-se al inescrutable misterio del Padre. Una teología que no tome en serio el acto de que el Hijo de Dios se hace hombre, hombre débil, hombre mortal, siempre se escandalizaría con la "des-esperanza" humana de Jesús. Sin embargo, sin esta obscuridad no se entendería la totalidad de la confianza de Jesús en el Padre. El éxodo de esta muerte es total. Lucas nos da la gran interpretación divina de la primera fase del misterio pascual: "Padre, en tus manos entrego mi espíritu" (Lc 23, 46; cfr. Jn 19, 30; Mt 27, 46; Mc 15, 34).Y en esta salida de sí mismo, donde todo le es arrancado, donde todo cae y todo le es negado, Él tiene un sólo amparo: que el Padre puede recibir su sacrificio. Lo que humanamente es destrucción, non-sensus, sólo absurdidad y blasfemia (Gal 3, 13), Dios puede recibirlo y dar-le todo el sentido de su amor (Jn 3, 14ss).
Tal vez no pueda comprenderse con bastante nitidez en nuestra conciencia que Jesús se entregó. Él no dice: "Yo y el Padre, juntos asumiremos esta hora. Para ustedes parece difícil, pero para mí es di-ferente.Yo asumo". Todas estas cosas serían deformaciones blasfemas del mensaje evangélico. Jesús muere en el desamparo total (desamparo de sí mismo). Si hay amparo para Él, entonces es en el Padre.
Dios te dará a todos los que están contigo en la barca
La segunda parte del misterio pascual: Dios asume a Aquél que en Él estaba confiado. Jesús resucita; Él no vuelve como Lázaro volvió. Jesús, en su total auto-abandono de la muerte, se donó al Padre y el Padre lo aceptó. La Iglesia primitiva se levanta sobre la desesperación y la catástrofe total (Schlier, 1964: pp.135-145). El cambio es radical: lo que pocos días o semanas atrás parecía ser pérdida de todo, ruina de las últimas esperanzas, es motivo de júbilo sin fin: "No podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído" (Hch 4, 20). Él resucitó, Él vive, Dios lo aceptó y lo ha manifestado como Señor y Mesías (Hch 2, 36).
Donde todas las esperanzas yacían enterradas, donde el hombre sólo se podía entregar al horror de lo inevitable, la muerte, ahí surgió la vida. En la resurrección de Cristo, Dios se manifestó como la meta real del hombre. La muerte, aunque nos arranque todo de nosotros, sólo nos arrebata aquello que quería ocupar el "lugar" que es propio de Dios (Rahner). Nosotros somos de Dios, y a través de la última desapropiación, que se torna una total entrega, el abandono se torna entrega al otro como "don", donación. Exclama jubilosa la comunidad de los cristianos que tenían al pie de la Cruz y que tenían el testimonio indudable de la resurrección: "¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?". "Sean dadas las gracias a Dios, que nos ha dado la victoria por medio (de la muerte) de nuestro Señor Jesucristo" (1 Cor 15, 55-57).
El primer testimonio del Nuevo Testamento (1 Ts 4, 13) llama a los hombres que no pertenecen a Cristo, "los sin esperanza", y los cristianos son definidos por el hecho de tener, después de tantas esperanzas deficientes y pasajeras, la Esperanza que es. La carta a los Romanos sabe que aún estamos marcados por la Cruz, que aún sufrimos y gemimos (Rm 8, 18-25); sin embargo, la misma carta dice que debajo de esta vestimenta mortal de nuestra existencia ya vivimos en la fuerza de lo venidero: ya tenemos la esperanza: "El Dios de la esperanza los colme de todo gozo y paz en vuestra fe, para que abundéis más y más en la esperanza, por la virtud del Espíritu Santo" (Rm 15, 13).
¿Será que, no es aquí donde debemos descubrir el profundo sentido de la palabra del apóstol San Pablo: "La aspiración de la carne es la muerte, mientras que la aspiración del espíritu es la vida y la paz" (Rm 8, 6)? Carne es todo lo que se cierra en sí, en su egoísmo mortal, en las esperanzas que hay de perecer en la muerte. Espíritu es todo lo que se abre, en el servicio, en el amor, en la fe y en la expectativa que Cristo ya nos abrió. Así dice Juan en el Evangelio: "El que se guarda, perece; el que se entrega, se conserva para la vida eterna" (Jn 12, 24-25).
Concluimos esta reflexión con tres observaciones finales: -Ninguno vive para sí, y ninguno muere para sí. Esta ley cristiana está inscrita en nuestra existencia, y en nuestra muerte (Rm 14, 7-9). Porque quien vive para sí ya ha muerto, encerrándose a sí mismo en sus propias esperanzas, efímeras y mortales; sin embargo, quien espera más allá de la esperanza y aún en contra de las esperanzas pasajeras, se abandona no en la desesperación (el desesperado no se abandona, sino que se cierra en sí mismo), sino en la entrega del amor.
-Quien sufre, quien prevé que de la muerte no se ha de salvar nadie por sí, sabe que su esperanza en Cristo se encuentra incluida en la solidaridad del sufrimiento, con tanta ilusión y des-ilusión por sus hermanos. Y es así que en la esperanza de Cristo, entrega su vida por los hermanos, abandonando-se, donando-se a los otros; éste sabe en Cristo que de una u otra manera vale también para su propia vida aquello que fue dicho a Pablo: "No perecerá ninguno de ustedes, sino solamente la barca... no temas, Pablo... Dios te ha dado a todos los que están contigo en la barca" (Hch 27, 22ss): "Dios en su gran misericordia nos hace renacer por la resurrección de Cristo... para una esperanza viva... estar siempre dispuestos a responder... a todo aquello que a ustedes les cuestione a razón de su esperanza" (1Pe 1, 3; 3, 15).
-Esta esperanza afirma todo lo que es verdaderamente humano con la afirmación divina y eterna; sin embargo, ella no se contenta con ninguna liberación, apenas para encerrar al hombre en una nueva esclavitud. Esta esperanza nos mantiene en un real compromiso, en distancia crítica, sabiendo que es el hombre mismo el que debe buscar la solución de sus problemas; pero el mayor problema que hay es el hombre mismo, y éste no tiene "solución", sino que será salvado en la libertad de Dios.
Referencias bibliográficas
Agustin de Hipona. De dono pereseverantia en Obras completas (vol.Vl). Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos.
Agustín de Hipona. De gratia christe et de peccato originali en Obras completas (vol.Vl). Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos.
Ambrosio de Milán. Expositio evangelii secundum Lucam en Obras de San Ambrosio (vol.I). Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos.
Rahner, Karl. 1967. Zur Theologie der Hoffnung en Schriften IX. Einsiedln: Benziger, pp.561-580.
Rahner, Karl. 1968. Selbstverwirklichung und Annahme des Kreuzes en Schriften VIII. Einsiedln: Benziger, pp.322-326.
Romer, Karl Josef. 1975. "Esperar contra toda esperanza" en A. Vargas-Machuca, A. Teología y Mundo contemporáneo. Homenaje a K. Rahner. Madrid, Ed. Cristiandad, pp. 565-575.
Schlier. H. 1964. Über die Hoffnung, en Besinnung auf das Neue Testament. Freiburg, pp.135-145.
Vargas-Machuca, A (ed.) 1975. Teología y Mundo contemporáneo. Homenaje a K. Rahner. Madrid, Ed. Cristiandad.
1 Este artículo tuvo su origen en una conferencia pronunciada en la Universidad Pontificia Comillas de Madrid el 31 de mayo de 1974. El texto original: "Esperar contra toda esperanza'; en portugués, apareció en el colectivo a cargo de A. Vargas-Machuca: Teología y mundo contemporáneo. Homenaje a Karl Rhaner, publicado en 1974 en Madrid por Ediciones Cristiandad. Reproducimos aquí la traducción al español a cargo de José Eduardo Rincón Sánchez.