Reseñas bibliográficas
Javier San Martín y Juan José Sánchez (eds.), 2013. Pensando en la religión. Homenaje a Manuel Fraijó
Marcela Venebra
Madrid: Editorial Trotta, 170 pp.
Universidad Nacional Autónoma de México Facultad de filosofía y letras. marvenebra@gmail.com
Todo empezó en 1975 en Tübingen, fecha y plaza de la primera conquista de Manuel Fraijó: El sentido de la historia. Introducción al pensamiento de W. Pannenberg. Ésta fue su tesis doctoral y el trabajo en el que dejó asentado uno de los temas que estaría ya siempre presente en toda su obra, el gran problema de la historia y su relación con la esperanza escatológica.
El pensamiento de Manuel Fraijó se despliega entre la fe y la razón filosófica, manteniendo claridad sobre los límites entre el dogmatismo y la filosofía. Fraijó es siempre fiel a una razón que debe rendir cuentas frente a la historia y ha sabido buscar honestamente y sin ambages el diálogo entre razón y religión, entre filosofía y teología, construyendo un vínculo de una actualidad viva frente al dogmatismo y la banalidad.
Del cristianismo le importa el mensaje inmanente del Evangelio, aquél que contribuye a la construcción de una mejor sociedad o una sociedad sostenida en la esperanza, aquí el eco de Bloch resuena en su apropiación de la teología como esperanza humanizante. La reflexión teológica pretende iluminar (como una lámpara de aceite) el precario sentido de la vida y en esto parece estar no muy distante del sentido vocacional de la filosofía. Es posible que, desde el mirador de Fraijó, sólo una razón que conserve claridad respecto a su alcance (certeza relativa de sus limitaciones) podrá rendir frutos en la meditación sobre los grandes problemas humanos, sin pervertir el sentido de la teología o la filosofía. "El pensamiento de Fraijó remueve toda indiferencia respecto de la religión" en la medida en que es de cara a la religión que se perfilan los temas más humanos: la pregunta por el sentido de la existencia individual, la finitud, la muerte, la justicia o el destino de las víctimas, el sentido humanizante de la esperanza y la necesidad de un sustento moral para una vida mejor.
Cada autor convocado atiende desde su propia trinchera estos problemas, confluyendo en una reflexión que apunta al edificio filosófico construido por el autor de Jesús y los marginados. La obra de Manuel Fraijó es así acogida como una motivación, quizás el espoleo requerido por la filosofía finisecular que poco suele confiar en sí misma o en la historia o en la teología. De alguna manera la meta del filósofo se ve cumplida en el diálogo y la reflexión seria sobre problemas tan profundamente humanos que el mayor de los pesimismos filosóficos no logra desarraigar.
Pero esto, todo esto es lo que trasparece en las más de seiscientas páginas de esta obra colectiva que mucho nos dice sobre el pensamiento de Manuel Fraijó, al tiempo que traza un vastísimo paisaje reflexivo en torno a temas filosóficos de la mayor trascendencia y si "pensar es trascender", como afirma el filósofo cordobés, ésta es una obra en la que se expone la trascendencia histórica de su propio pensamiento.
Este homenaje filosófico no es sólo una muestra de respeto y amistad sino la expresión de la urgencia, dentro de una comunidad intelectual, por plantear todas aquellas preguntas que las reflexiones de Manuel Fraijó abren en el paisaje filosófico de su tiempo.
La topografía de este paisaje, la estructura de este homenaje, se divide en cinco secciones temáticas y una introducción o reconocimiento -bajo el título de Evocaciones- a la solvencia personal y profesional de Manuel Fraijó Nieto. En esta primera sección colaboran el rector de la UNED y los decanos, compañeros y colegas con quienes ha compartido años de trabajo y colaboración. Uno de los textos más significativos de este homenaje (por su carga afectiva intensificada, además, por su reciente fallecimiento en el mes de febrero de 2013) es la carta de José Gómez Caffarena, maestro y una de las grandes influencias en la vida de Manuel Fraijó. Renovador de la metafísica y crítico ilustrado de la filosofía de la religión, Caffarena nos descubre la "fidelidad a la amistad" que profesa su alumno y amigo Manuel Fraijó. Ambos pensadores coinciden en un momento histórico que requiere la recuperación purificada del humanismo cristiano, y la confianza en que la pregunta por la verdad de las religiones es más urgente que la resolutiva de su función en la arquitectura histórica de la Modernidad.
De alguna manera el trozo biográfico que nos deja Caffarena nos permite ganar claridad sobre algunos de los aspectos fundamentales de la forma en que Manuel Fraijó asume la vocación filosófica, posición vital que se clarifica a lo largo de la entrevista que Juan José Sánchez y Javier San Martín le realizan. Entre el ser para la muerte y el ser de la esperanza, trasparece en el pensamiento de Fraijó una esperanza enlutada: "y, si vuestra pregunta se interesa por mi visión personal, os diría que mi telón de fondo es Heidegger y mi recurso para vivir mira, todo lo intensamente que las circunstancias permiten hacia Bloch" (p. 52). A lo largo del diálogo queda expuesta la consistencia intelectual que no se ha rendido ante un orden de preocupaciones últimas, tal es el caso del tema de la marginación y su visibilidad cristiana, con todas las implicaciones que conlleva en la mediación dialógica entre creencia e increencia. El rebajamiento de los optimismos banales del pensamiento ansioso por olvidar el peso o "la carga" de la fe en la creencia que debe conciliar el sufrimiento (sobre todo el sufrimiento del otro) y la idea de la infinita bondad divina. La renuencia a abandonar su postura crítica se expresa en su rechazo de las sentencias demasiado sobradas de una certeza impalpable sobre la precariedad de la vida. Entonces el tema desde el que irradia esta recuperación de la esperanza escatológica es "saber si podemos hablar razonablemente de un Dios que manda la lluvia sobre justos e injustos", como señala Adela Cortina en su propia meditación ética.
El motivo inicial del ensayo de Adela Cortina es la tercera pregunta kantiana y su eco en el trayecto de Manuel Fraijó, ocupado de continuo con el tema de la esperanza experienciada o vivida por un sujeto moral concreto. La interrogante de Kant "¿qué me cabe esperar?" -si actúo con corrección moral- se ahonda en la cuestión filosófica de la posibilidad y la razonabilidad de un Dios que permite el mal. El problema es el pensamiento capaz de dar razón de la convicción religiosa. Un cuestionamiento de tal calibre sólo podría planteárselo un filósofo humilde; la humilitas vocacional motiva que frente a los problemas más hondos, el filósofo no se arredre (no tiemble ni tema), aunque sepa siempre su propia limitación. Se trata entonces de continuar los cuestionamientos que amplían el horizonte vital de los seres humanos, independientemente de la respuesta que se tenga para ellos. Porque, tal vez, como afirma Carlos Gómez "el pensamiento que las considera en vez de procurar cancelarlas, tiene al menos la virtud de ser capaz de acoger nuestra condición" (p. 313).
La empresa infinita de una filosofía de la religión así pensada, es una opción coartada para una "razón mesológica" (p. 109), mutilada, que -según la autora de Justicia cordial- "envía al cuarto de los trastos inútiles los fenómenos que le resultan inmanejables como meros mitos irracionales". No se puede pensar la religión con una razón instrumental; el pensamiento del misterio de Dios y la voluntad de la creencia exige una "razón experiencial", una forma de racionalidad que arraiga en la historia. "La limitación de la razón a la instrumentalidad se opone a la abierta libertad de agencia" (p. 108) cuyo horizonte se abre más allá de la necesidad de bienestar. Los reduccionismos tienden a obviar los verdaderos problemas y las explicaciones del biologicismo -por ejemplo- resultan insuficientes para dar cuenta de la "evolución de la benevolencia universal" que ha rebasado ampliamente los límites de la defensa genética. Se trata en todo caso de "progreso moral", más alto cuanto más hospitalario, más abierto al otro y la diferencia.
Uno de los grandes escollos críticos de la filosofía de las religiones es el del relativismo en relación con la necesidad de generar un marco ético y jurídico universal. Si el motivo de la guerra es el conflicto entre dioses que son para cada pueblo el único Dios, la guerra sólo podrá frenarse, como señala Hans Küng, a través del diálogo entre religiones; entre líderes religiosos sí, pero también entre los creyentes desde la razonabilidad de sus propias creencias.
Hans Küng promueve el proyecto de un sistema jurídico fundado en una ética mundial, arraigado pues en la voluntad y la convicción humana que se instaura en franca oposición a cualquier positivismo jurídico. Sobre una base positivista sólo pueden establecerse marcos de derecho alienantes de la ética y las leyes. Además, en el trabajo sobre esta ética habrá de evitarse que el antropocentrismo se convierta en la medida de "lo moralmente correcto". El derecho mundial ha de entenderse entonces como "el derecho de gentes y [el] derecho internacional vigentes junto con las normas de las organizaciones internacionales". En tanto, la ética mundial que le sirve de sustento es "un consenso básico sobre una serie de valores vinculantes, criterios inamovibles y actitudes básicas personales" (p. 146). Lo que hay que consensuar apela al más básico sentido de humanidad expresable a través de la regla de oro o principio de reciprocidad: no hagas a nadie lo que no quieras padecer de otros. Este principio, además, se hace patente en el curso de las civilizaciones. Las escrituras que en todas las culturas se consideran sagradas (la Torá, el Corán, los discursos de Buda, etc.) expresan el principio de reciprocidad como un mandato anterior a toda institución jurídica. La anterioridad de la ética rebasa también las fronteras religiosas, de tal modo que el proyecto de la ética mundial puede ser vindicado tanto "desde una perspectiva filosófica como teológica". Este programa tampoco es asimilable a una formación ideológica y en definitiva es incompatible con una política de dominación occidental. Al ser antecedente de toda formación jurídica -aquí Küng se hace eco de las palabras de Max Huber, presidente del Tribunal Internacional Permanente de La Haya a mediados del siglo XX-, por tanto, estatal, la ética no puede ser vindicada como estandarte de uno solo: "es desde los deberes morales desde donde cabe entender y justificar más fácilmente los derechos humanos" (p. 149). El problema de la resolución jurídica de casos concretos parece continuar abierto. Por ahora -señala con sobrio optimismo Hans Küng- se ha reconocido al menos, en el Parlamento de las Religiones, que "¡todo ser humano debe recibir un trato humano!" (p. 151). Sobre el problema de decidir lo que pueda significar "trato humano", el recurso al principio de reciprocidad parece, con humildad y contundencia, darnos la opción no idealista de un criterio que alimente el marco jurídico resolutivo de casos concretos. De cualquier manera, la reforma propuesta desde la Declaración de la ética mundial ha puesto en marcha la maquinaria jurídica de su legitimación universal.
En otro flanco del tema que atañe al carácter universal de la ética frente a la naturaleza relativa de los mundos culturales, Javier San Martín retoma algunos de los argumentos de Manuel Fraijó sobre el valor que el filósofo de las religiones otorga al relativismo religioso: "para el profesor Fraijó 'lo nuestro es el ámbito humilde de lo relativo'" y las sentencias graves, demasiado graves, atentan contra la armonía de las relaciones entre las personas. La humilitas vuelve a aparecer aquí de la mano de un relativismo que, sin embargo, oscila entre las definiciones del dogmatismo y del relativismo psicológico que se expresa en las sentencias más soberbias del lenguaje. Al final, y tras pulir los lindes del relativismo entre el dogmatismo religioso y las ciencias de la cultura, Javier San Martín propone una perspectiva dialéctica del relativismo que lo supera al tiempo que profundiza en su sentido extrayendo lo más valioso y universal del intercambio entre mundos culturales. La posición fenomenológica de Javier San Martín puede verse casi en consonancia con la de Emilio Lledó en su ensayo sobre la conciencia interna del tiempo.
En otro costado del problema, Amelia Valcárcel señala que "aún cuando las democracias sean religiosamente indiferentes [...] arrastran el fuerte peso de la tolerancia religiosa" (p. 155), lo que exige, según la autora de La memoria y el perdón, plantearnos el problema del derecho a la diferencia más allá de la angostura de la tolerancia. La tirante relación entre universalidad e individualidad (la más aguda expresión de ese derecho a la diferencia) se mantiene viva en el debate ético contemporáneo. El renacimiento de los fundamentalismos aviva la antigua confianza en la resolutiva absoluta de la fe o la creencia y apela a la mayor densidad de la verdad religiosa frente al descompromiso humano y la falibilidad del Estado. Nuestro presente exige quizás aún más el recogimiento sobre nuestra historia, el terreno en el que consideramos que la proximidad entre culturas, el "multiculturalismo", puede verse a la base y no en confrontación con cierto grado de universalidad alcanzable.
En un vistazo histórico Amelia Valcárcel nos remonta a la ruptura del pensamiento moderno, el tiempo en el que "el cristianismo era un campo de contienda [y] el latín una lengua muerta" (p. 161). La Modernidad es ese momento en el que la religión deja de ser la principal y cristalina fuente de vinculación para la sociedad europea. Hay pues un repliegue de la religión hacia las orillas de lo civil. Las creencias religiosas son respetables siempre y cuando ninguna quiera apropiarse la potestad del Estado sobre la violencia y la imposición. "¿Qué ha aprendido Europa? Que la religión produce violencia" (p. 163). Esta sentencia está en la base de la legitimación de la superioridad política del Estado. Sin embargo el Estado también atravesó sus propios procesos de sacralización dejando así que se filtraran antiguas formas de sujeción entre los nuevos ciudadanos. Frente al fracaso del Estado para contrarrestar la violencia (antes provocada por la ira de los dioses y sus representantes en la Tierra) los fundamentalismos vindican nuevamente el derecho de las religiones como guías morales de las sociedades, "porque no hay verdad mayor que la verdad religiosa" (p. 165). La fuerza de la verdad religiosa concede así sentido a lo que traspasa los linderos de la racionalidad del Estado instituida en el derecho penal. Hay, al parecer, un inicial impulso renovador de las religiones que, sin embargo, sólo puede convertirse en reacción; después de todo, afirma Valcárcel, no es el papel del dogma transformar nada sino dar explicación a todo. De cualquier manera prevalece la incompatibilidad entre aquella concepción de la verdad religiosa como de naturaleza superior al orden civil.
Al hilo de las reflexiones a las que nos acerca Amelia Valcárcel podemos trasladarnos a la última sección de esta obra que concentra los ensayos de: Celia Amorós, elaborada reflexión sobre Kierkegaard desde el feminismo como posición investigativa, José Ignacio González Faus y Pedro Castón cuyos análisis tienden a una sociología de la religión. Fernando Quesada, en este mismo apartado, vuelve sobre el tema de los fundamentalismos occidentales de los estados militaristas, y Pedro Castón escribe sobre la influencia educativa del catolicismo en la construcción de un pensamiento sociológico sobre España. En torno a la laicidad propuesta desde una reflexión hermenéutica Tomás Domingo Moratalla se vale del modelo hermenéutico de P. Ricoeur, mientras Antonio G. Santesmasses llama la atención sobre el neoconservadurismo contemporáneo que impregna los medios de comunicación y los sistemas legislativos españoles. Las pistas de su análisis son evidencias historiográficas concretas. Otras perspectivas, también de carácter histórico, aparecen en ensayos como el de Juan A. Estrada y Xavier Alegre. En otro frente, Roberto R. Aramayo se ocupa de la clarificación de la responsabilidad moral frente al carácter privado de la culpa.
En la tercera sección de la obra se presentan algunas meditaciones más bien afincadas en la crítica francamente escéptica de la filosofía de las religiones y Fernando Savater es una de las voces más claras en lo que a la manifestación de esta postura se refiere. Se trata de un escepticismo filosófico, desde luego, distante de la banalidad posmoderna y del soberbio dogmatismo que busca absolutos. En algún punto, la afectuosa carta de Savater vuelve sobre la humildad que vocacionalmente está en la base de todo sano escepticismo, como una actitud que "termina desconfiando de la mayúscula del escepticismo mismo" (p. 285). Luego, el filósofo de San Sebastián destaca esta especie de necesidad redentora de la insignificancia que trae consigo la "megalómana" ambición de una verdad supra-humana que salve nuestra condición irremediablemente humana. El escepticismo así sostenido demanda un laicismo radical y por ello respetuoso de las creencias de cada quien; en última instancia, para Fernando Savater, no deja de ser admirable la dedicación humana a empresas "catedralicias", de la envergadura de aquéllas en las que se embarca la filosofía de la religión. Con todo y reconocer el poder "embriagador" (o enajenante) de la fe, su posición filosófica se mantiene -como lo requiere la humilitas del oficio- siempre hospitalaria y dispuesta al diálogo que es, a fin de cuentas, aquello que comparten Savater, desde su escepticismo, y Fraijó desde la pregunta por la voluntad de la creencia.
Del escepticismo -con minúsculas- de Savater, es posible transitar a las reflexiones que Javier Sádaba despliega desde un agnosticismo que encuentra su fundamento en la historia. Sobre un plano semejante pero, se diría, en posiciones opuestas se ubican las reflexiones de Díaz-Salazar sobre uno de los temas más queridos por Manuel Fraijó, y que es el de la recuperación del sentido -quizás renovado- de la religión como fermento de un mundo mejor, una aspiración quizás irrenunciable frente a todo criticismo.
Javier Muguerza -"hombre inquieto por las preguntas que se formula la filosofía de la religión"- repasa parte de la trayectoria de Manuel Fraijó dentro del paisaje de un pensamiento roturado en España por José Gómez Caffarena y Aranguren. Muguerza recuerda que el límite de la teología crítica está en la problematización de Dios o la negativa de su asunción como "un dato revelado"; su problematicidad mantiene a salvo la "alergia filosófica frente al misterio" (p. 292). Desde esta perspectiva el cristianismo despojado de su escatología es, acaso, solamente una ética, que aún no siendo poco, aliena el sentido esencial del cristianismo religioso y nos exige "la renuncia a soñar con otra vida para las víctimas de Auschwitz". La religión presta un consuelo que la ética no puede suplir. Y acaso el esfuerzo de Fraijó en consonancia con el de sus maestros, como el propio Pannenberg, no desista en la razonabilidad de este consuelo pero, en definitiva, tampoco se limita a él, y puede permanecer más cercano a lo que recoge Jacobo Muñoz del discurso de Fraijó, se trata, en todo caso, de "negar un carácter definitivo a los males que nos aquejan" (p. 328).
Aquellos problemas que más preocuparon al autor de Fragmentos de esperanza: el mal, la justicia, la libertad y su conciliación en el seno de la razón religiosa se abordan en diversos momentos de la obra.
Una interesante aproximación estética al tema de la justicia se despliega en el ensayo de José María González, quien utiliza como hilo conductor de sus reflexiones las imágenes de Durero y sus representaciones cargadas de un profundo simbolismo religioso a través de elementos como el sol, el león y una "visión llameante a la que nada ni nadie puede escapar" (p. 586).
Jesús Conill, Alfredo Fierro, y Jacinto Rivera Rosales se ocupan del tema del sentido de la vida, siendo este último quien lleva a cabo un esfuerzo por recuperar la motivación de este problema -tan cercano de la antropología filosófica- en la trayectoria de Manuel Fraijó como pensador del cristianismo. A quien filosofa sobre el sentido de la vida con los pies puestos en una cierta idea del cristianismo, el tema del mal le aparecerá siempre como un problema inaplazable, así para el filósofo como para el teólogo. Quintín Racionero, entrañable amigo de Manuel Fraijó, dedica un amplio ensayo (ahora, de manera lamentable, convertido en su primer escrito póstumo) cuyo desarrollo arraiga en el contexto de la idea leibniziana de "libertad racional". Esta lectura puede ampliarse en el repaso que Concha Roldán hace sobre el mismo tema en relación con la teodicea.
En los ensayos de Reyes Mate y Victoria Camps es localizable una aproximación al tema del mal desde el campo de la justicia y la verdad, ambos autores nos dejan claro que los problemas fundamentales de la existencia humana, que son los de la filosofía, se abren también -y con anterioridad- en el pensamiento religioso. Francisco José Martínez explora la trayectoria principal de Manuel Fraijó en relación con el problema del mal desde el libro de Unamuno San Manuel Bueno, mártir.
Juan José Sánchez, por su parte, recurre a Horkheimer para pensar el mal como motivación filosófica. En este trabajo el autor vuelve sobre una de las grandes preocupaciones filosóficas de Manuel Fraijó, y es que "la 'realidad de Dios' aparece estrechamente ligada al 'drama de los seres humanos', al mal en el mundo, al sufrimiento de toda criatura, y se ve confrontada y cuestionada profundamente por él" (p. 333). Este es un problema -señala Juan José Sánchez- constante en el trabajo de Fraijó. Tan es así que "no se le podría acusar de ser blando con Dios ante esa historia de mal y sufrimiento, de tener con él una 'exasperante paciencia'". A partir de estas justas precisiones se despliega el recorrido de Horkheimer en torno al mal como problema filosófico. La felicidad propia a costa del sufrimiento ajeno es el primer motivo de reflexión y la motivación inicial del filósofo alemán para renunciar, por un lado, a la filosofía que se entrega a meditaciones supramundanas y, por otro, para asignar a la reflexión filosófica una función transformadora y purificatoria clave en la historia de la civilización europea. En todo caso, Horkheimer nos pone delante la necesidad de mantener la sensibilidad filosófica desde su antidogmatismo de cara al mantenimiento de una "solidaridad con todo lo que sufre". Es el sufrimiento lo que motiva su renovada lectura de Marx y no a la inversa. El idealismo sería una detracción ingenua y egoísta de la filosofía ante el sufrimiento, sería así un pensamiento que pretende "sobrevolar", a distancia, el pantano de la historia de los hombres, y busca refugio en "el mundo de las esencias" (p. 338), es decir, lejos del mundo histórico, de la historia de las víctimas.
Acerca de la posibilidad de dar razón filosófica a la religión, los ensayos de Diego Gracia y Andrés Torres Queiruga se centran en los cuestionamientos filosóficos básicos acerca de lo religioso haciendo ver el paralelismo esencial que teología y filosofía guardan en la "misma y única razón humana" (p. 224). Acaso este es un tema, el de tal paralelismo, que Jesús Díaz problematizará desde otra dirección crítica. En torno al logos y su apropiación teológica, Díaz desarrolla argumentos bien potentes de cara la delimitación de Europa o, mejor, del carácter de lo europeo (territorio geográfico, cultural, espiritual) a partir del cristianismo y, sobre todo, de un discurso que asume la cultura filosófica como joya de la corona vaticana. Una vindicación semejante lejos de abrir el cristianismo limita la filosofía; frente a ella, el fenomenólogo gallego se vale del concepto husserliano de Europa como cultura de la racionalidad (razón que debe dar razón de sí) en su abierta universalidad, para mostrar los aspectos críticos de "la armonía intrínseca entre Atenas y Jerusalén, entre la fe bíblica y la filosofía griega" (p. 472) que Ratzinger quiso empatar en algún momento de su pontificado. Sin duda en las páginas de este homenaje se puede oír el diálogo crítico entre las posiciones de los autores.
El lector puede hallar aquí las preguntas en las que se debate, a esta hora, el pensamiento filosófico sobre la religión, sobre la fe, sobre Dios, pero ante todo, sobre la razón -el pensamiento- de todo ello. No queda más que dejar que el propio Manuel Fraijó justifique la trascendencia de este libro: "afirmaba Goethe que el conflicto entre la fe y la increencia constituye el tema más hondo, incluso el único tema de la historia universal. Es, sin duda, un gran asunto con tal de que ambos contrincantes prometan fidelidad a la recta argumentación y a las buenas razones".