Hápax legómena
Die Blosse Vernunft
(La sola razón)1
Charles Taylor
1
¿Existe acaso un mito ilustrado? Hay, ciertamente, la opinión común que considera la Ilustración (Aufklarung, Lumiéres) como el tránsito de la oscuridad a la luz; es decir, como un movimiento absoluto y sin mitigar, que va de un ámbito del pensamiento repleto de error e ilusión a uno donde al fin la verdad estaba al alcance. A esto debe uno añadir de inmediato que la opinión contraria define al pensamiento "reaccionario": la Ilustración sería un paso en falso hacia el error, el olvido masivo de verdades saludables y necesarias acerca de la condición humana.
En torno a las controversias sobre la Modernidad, las aseveraciones más matizadas tienden a ser relegadas contra el muro, por lo que quedan las otras dos (la mítica y la reaccionaria) para resolverlo a la mala.
No puedo no traer a cuento aquella frase de Matthew Arnold que hablaba de "ejércitos ignorantes que se enfrentan a la noche"...
¿Y cuáles son aquellas aseveraciones más matizadas? Primero están, naturalmente, aquellas interpretaciones de la historia moderna que permiten una pluralidad de versiones de la Ilustración (John Pocock, Gertrude Himmelfarb).2 Sin embargo, también dichos autores incluyen interpretaciones que hallan en la Ilustración, ya en singular o en plural, importantes avances, como el descubrimiento de verdades o la estructuración de nuevas y ventajosas conceptualizaciones, si bien aparejados de ciertas pérdidas, que ocluyeron u olvidaron algunos conocimientos o virtudes que solían habitar nuestro mundo. Lo cual no desautoriza, desde luego, un juicio mayormente positivo en cuanto al cambio -o cambios- que trajo la Ilustración consigo, pero sí plantea la cuestión sobre qué podríamos hacer para recuperar lo perdido sin sacrificar lo ganado.
Un buen ejemplo de esto es lo que piensa Tocqueville de la democracia. Él considera el vasto movimiento de nivelación social inevitable y laudable, al grado de tildarlo de providencial en algún punto.3 Mas no deja de estar profundamente consciente de cuanto se había perdido del estilo de vida de la aristocracia ci-devant,4 como un cierto sentido heroico de la propia dignidad del cual la libertad y el servicio osado eran partes esenciales. Este sentido de pérdida no se reduce a nostalgia, por cierto, pues Tocqueville quiere encontrar modos de recrear algo análogo en la era democrática: el ejercicio de lo que él llama libertad política. Análogamente a la postura sobre la democracia de Tocqueville, podríamos decir que hay una manera de estar "a favor" de la Ilustración, ya sea tout court o de alguna de sus variantes, que no la considere un avance inmejorable, sino que esté consciente del costo que acarreó y que pueda poner en la agenda, por tanto, cómo resarcir algo de lo perdido.
Aquí es donde sitúo mi propia visión del asunto. Lo que quiero hacer, más que exponer esta postura, es investigar qué yace bajo la consideración de la Ilustración como un inexorable y absoluto salto avante. Éste me parece precisamente el "mito" de la Ilustración. Y vaya que tampoco puedo resistir la ironía de que el "mito" suela citarse como justo aquello de lo cual nos libró la Ilustración... Creo que vale la pena acometer esta empresa porque el mito está más extendido de lo que pudiera pensarse. Incluso pensadores sofisticados que lo rechazarían si se les presentase como una proposición general parecen apoyarse sobre él en otros contextos.
Existe, pues, una versión del mito que representa la Ilustración como la salida del ámbito de la revelación o de la religión en general, en tanto fuente de información sobre los asuntos de los hombres, hacia el ámbito donde esos asuntos se entienden en términos netamente mundanos o humanos. Por supuesto, el que existan quienes hayan dado ese salto no es lo que está a discusión. Lo cuestionable es la idea de que dicho tránsito supone un avance epistémico evidentísimo cuando dejamos atrás consideraciones de dudosa veracidad y relevancia y nos concentramos en asuntos que de hecho podemos resolver y que son claramente relevantes. Esto suele representarse como el paso que va de la revelación a la sola razón (la blosse Vernunft de Kant).5
Podemos advertir esta idea operante, por ejemplo, en el libro El Dios que no nació de Mark Lilla, si bien el autor la presenta, en algunos pasajes, como una disyuntiva que debemos de tomar antes que como una necesidad de la razón. No obstante, la misma idea de que hay una distinción clara entre el pensamiento político que utiliza consideraciones teológicas y otro donde tales consideraciones quedan proscritas es remanente de un cierto mito de la razón. Lilla quiere sostener que un golfo enorme separa al pensamiento político informado por una teología política del "pensamiento y discurso políticos exclusivamente en términos humanos".6 Los modernos, según él, han llevado a cabo "la liberalización, aislamiento y clarificación de cuestiones distintivamente políticas, más allá de especulaciones sobre un nexo divino. La política se volvió, intelectualmente hablando, su propio ámbito, el cual merece una investigación independiente y está al servicio del limitado fin de proveer paz y seguridad suficientes para [salvaguardar] la dignidad humana. Ésa fue la Gran Separación".7 Tales metáforas de separación radical implican que el pensamiento político antropocéntrico es una guía más confiable para responder una pregunta en su propio campo que las teorías informadas por una teología política.
Ejemplos más claros podemos hallarlos en pensadores políticos contemporáneos, como John Rawls y Jürgen Habermas. Con todas sus diferencias, ambos parecen reservarle un estatus especial a la razón no informada religiosamente (llamémosla "sola razón"), como si ésta pudiese resolver ciertos asuntos morales y políticos (a) de manera que pueda satisfacer legítimamente a cualquier pensador honesto y espabilado; y (b) donde conclusiones basadas en premisas religiosas serán siempre dudosas y, en última instancia, sólo convincentes para quienes ya hayan aceptado los dogmas en cuestión.
De ahí la idea, que entretuvo a Rawls algún tiempo, de la legítima petición que puede hacerse, en una democracia religiosa y filosóficamente diversa, de que todo el mundo delibere en el lenguaje de la sola razón y deje sus opiniones religiosas en el vestíbulo de la esfera pública. En justicia, hay que reconocer que ya el propio Rawls se percató de la tiránica naturaleza de semejante petición. Mas la proposición misma es absurda, a menos que sea verdadero algo así como (a) + (b). El punto de Rawls al proponer esta restricción era que todos deberían usar un lenguaje que puedan razonablemente esperar que será aceptado por sus conciudadanos. Que este requisito dé lugar a la sola razón, excluyendo el lenguaje religioso, es la sustancia de (a) y (b).
En cuanto a Habermas, su posición acerca del discurso religioso ha evolucionado considerablemente, hasta el punto de reconocer que su "potencial hace que el habla religiosa con respecto a cuestiones políticas correspondientes sea un candidato serio a aportar posibles contenidos veraces". No obstante, la distinción epistémica básica aún se sostiene para él. Así, cuando se trata del lenguaje oficial del Estado, dice, las referencias religiosas han de ser expurgadas: "En un parlamento, por ejemplo, las reglas procedimentales deben facultar al líder de la cámara para tachar las posiciones o justificaciones religiosas de las transcripciones oficiales".8
Antes de continuar, debería decir que la distinción en cuanto a la credibilidad racional del discurso religioso y no religioso supuesto por (a) + (b) se me antoja del todo carente de fundamento. Podría ser que, al final del día, la religión no esté basada sino en una ilusión, por lo cual todo lo que se derivare de ella resultaría menos creíble. Hasta no llegar a ese punto, sin embargo, no existe ninguna razón a priori para sospechar mayormente de ella. La credibilidad de tal distinción depende de considerar que algunos argumentos "mundanos" bastan para llegar a ciertas conclusiones político-morales. Cuando digo "satisfacer" lo hago en el sentido de (a), donde un enunciado debería ser legítimamente convincente para cualquier pensador honesto y espabilado. Hay, en efecto, proposiciones de esta clase, que van desde "2 + 2 = 4" hasta las conclusiones mejor fundamentadas de la ciencia natural moderna; no obstante, las creencias clave que necesitamos para establecer nuestra moralidad política básica no están incluidas entre ellas. Las filosofías mundanas más difundidas en nuestro mundo contemporáneo, el utilitarismo y el kantismo en sus distintas versiones, adolecen de varios fallos a la hora de convencer a gente honesta y espabilada. Si tomamos enunciados clave de nuestra moral política contemporánea, digamos, el derecho a la vida, no veo cómo el hecho de que seamos seres deseantes/gozantes/sufrientes o la percepción de que somos agentes racionales puedan servir como base más sólida de este derecho que el que hayamos sido creados a imagen y semejanza de Dios. Por supuesto, nuestra capacidad de sufrimiento es una de esas proposiciones incontrovertibles en el sentido de (a), mientras que nuestra condición de criaturas de Dios no lo es; mas no estoy tan seguro de lo que se sigue normativamente de la primera aseveración.
Postular esta distinción es mucho más fácil si se piensa que se tiene ya un hermético argumento "secular" para fundamentar los derechos, como hace Habermas en su "discurso ético" -el cual hallo, por desgracia, poco convincente-. La distinción (a) + (b), aplicada al terreno político-moral, es uno de los frutos del mito ilustrado o, quizás debería decir, una de las formas que cobra. En las páginas subsiguientes, trataré de rastrear el origen de esta ilusión, a través de una serie de pasos que fueron, unas veces, parcialmente bien fundamentados y, otras, pasos cimentados sobre ilusiones. Yo identifico tres aquí: los dos primeros están relativamente bien rastreados, por lo que los trataré de manera un tanto escueta, y me concentraré en el tercero.
El primero (1) se origina en el fundamentacionismo cartesiano, el cual, famosamente, combina un supuesto punto de partida indubitable (las ideas singularizadas en la mente) con un método infalible (i. e., aquél que busca ideas claras y distintas), por lo que debería arrojar conclusiones a la altura de la proposición (a). Esta postura puede ser, no obstante, desarticulada en dos lugares: los puntos de partida indubitables pueden objetarse a partir de un tozudo escepticismo -como el que hallamos en Hume-, a la vez que debe señalarse que el método depende en demasía de un argumento a priori y no se apoya con suficiencia en aportaciones empíricas.
Aunque su fundamentacionismo y su física apriorística hayan sido rechazados, Descartes legó (i) la convicción sobre la importancia de encontrar un método correcto y (ii) la explicación crucial que respalda la noción de la sola razón. Él afirmó que, prescindiendo de toda autoridad externa, ya sea proveniente de la sociedad o de la tradición, ya inculcada por padres o maestros, hemos de confiar sólo en lo que pueda verificar como cierto la razón monológica. El uso propio de la razón se distingue pronunciadamente de aquello que recibimos por autoridad. En la tradición occidental, además, esta imposición supuestamente externa viene a incluir -de hecho, constituye su paradigma-la revelación religiosa. Como lo enunció el marqués de Condorcet, al exponer el progreso de la mente humana:
Fuele permitido [al Hombre] al fin proclamar decididamente este derecho, por largo tiempo soterrado, de someter todas las opiniones a su propia razón, es decir, de emplear, para alcanzar la verdad, el único instrumento que nos ha sido dado para reconocerla. Cada Hombre aprendió, con cierto orgullo, que su naturaleza no estaba absolutamente determinada a creer las palabras de otros, así como que las supersticiones de la Antigüedad, el abajamiento de la razón ante el delirio de una fe sobrenatural, desaparecerían tanto de la sociedad como de la filosofía.9
La facultad de la razón se define aquí como autónoma y autosuficiente. La razón cabal no admite, pues, "fe" en ningún sentido de la palabra. Podríamos llamar a esto el principio de la razón "autosuficiente", la historia de cuyo ascenso y emancipación es vista como la mayoría de edad de la Humanidad. Tal como sentenció Kant, no mucho después de que escribiera Condorcet, la Ilustración no es sino la emancipación de los seres humanos del tutelaje del que ellos mismos eran responsables, en una selbstbeschuldigte Unmündigkeit (incapacidad culpable), por lo que el lema de la época era precisamente sapere aude: ¡atrévete a saber!10
El primer paso crucial es, entonces, el que lleva a la razón autosuficiente. Inaugurada por Descartes, el método que propuso fue prontamente atacado, con lo cual un método rival comenzó a dominar la escena filosófica: el empirismo, célebremente definido por John Locke. Este segundo método, en efecto, se justifica ignorando la objeción radical escéptica a su punto de partida. Las ideas simples no pueden ser relegadas, pues la mente no puede evitar recibirlas y constituyen, por tanto, puntos de partida ineludibles: de nada sirve cuestionarlas sin más. Así, resulta factible elaborar un método mejor que el cartesiano, uno que rastree pacientemente las correlaciones halladas mediante la experiencia.
Aquí el empirismo se apoya en (2) la ciencia natural posterior a Galileo -o, al menos, eso intenta-. La idea central es que existe un método que ancla sus conclusiones en hechos observados que todos, salvo los escépticos radicales, aceptan que cumple con el estándar (a). Según una muy simple versión empirista, este método se constriñe a anotar y registrar las correlaciones de tales hechos y/o a ordenarlos según otras entidades, mucho más complejas y ellas mismas inobservables, que intervienen en dichas relaciones.
Semejante manera -bastante ingenua- de entender la ciencia ha sido reemplazada desde entonces por otras formas más adecuadas, que sí toman en cuenta que el tratamiento científico de un hecho observable se amolda al marco más amplio de cómo funcionan las cosas y cómo los eventos que observamos pueden ser explicados causalmente. Este panorama más amplio se tilda hoy con frecuencia de "paradigma", en la senda de la influyente obra de Thomas Kuhn, para quien algunos avances de la ciencia resultan imposibles mientras operen paradigmas inadecuados, lo mismo que ciertos adelantos sólo serán posibles cuando suceda un cambio de paradigma. Para utilizar un famoso ejemplo: en la mecánica aristotélica, el principio de que no hay movimiento sin motor (quod movetur ab alio movetur) se considera válido: cada movimiento ha de tener una causa operante presente. Esto hace imposible explicar el movimiento de proyectiles o balas de cañón, pues, ¿qué es lo que causa que continúen moviéndose una vez que abandonan la mano que los lanza o el cañón que los dispara? No había resolución posible para tales preguntas mientras el paradigma permaneciese intacto. Estos movimientos eran tenidos por anomalías de la teoría y, sólo hasta que se introdujo el paradigma de la inercia, fue posible entenderlos, así como su trayectoria y lo que finalmente los detenía.
Si seguimos tal comprensión del papel que juegan los paradigmas, obtenemos una visión de la ciencia que, basándose en elementos innegables -en el sentido de (a)- de la experiencia, intenta ofrecer explicaciones de eventos apelando a su causalidad eficiente. Aunque la ciencia así entendida sólo puede proceder concibiendo marcos explicativos desde los cuales seleccionar los eventos observados, éstos bien pueden ser discriminados por su habilidad de lidiar con los puntos de la explicación que acarreen anomalías irresolubles. La supresión de un paradigma por parte de otro se justifica, pues, debido a las anomalías que este último sí puede resolver. Nos hallamos, así, lejos del fundamentacionismo cartesiano, por más que aún conservemos un ámbito donde podamos decir que las conclusiones bien establecidas merecen el tipo de crédito que les otorga (a).
Ahora bien, (1) + (2), pero particularmente (2), han ejercido una poderosa impronta sobre la imaginación moderna. En efecto, la ciencia natural se ha convertido para muchos en el paradigma de la fructífera adquisición de conocimiento, al menos a la hora de lidiar con materias "de este mundo". De alguna manera, el ascenso de la ciencia natural postgalileana presenta un escenario que empata a la perfección con el mito ilustrado del avance inexorable: al llevar la explicación platónico-aristotélica de los fenómenos del mundo natural, donde las Formas constituyen al mundo material, hasta el ámbito de las relaciones causales eficientes dentro del universo, aconteció el Gran Salto Adelante que perdura hasta nuestros días. Ya que las Formas, al menos en su versión platónica, están más allá del mundo -y del tiempo-, esto puede ser presentado como un paso de la oscuridad a la luz, que deja atrás el sombrío reino del más allá para arrojar luz sobre el mundo que de hecho nos rodea. ¿Acaso no hemos conquistado el derecho de hablar de la superioridad epistémica de la razón del más acá sobre la creencia en el más allá? En un sentido, claro que sí, sin duda. Mas no es ésta la misma dicotomía con que lidiábamos líneas atrás, donde los términos eran la razón y la revelación, la razón y la religión. La refutación de la física aristotélica es una cosa y, otra, muy distinta, la de todas las religiones. Tan diferentes son una y otra que resulta notable cómo la impugnación de las cosmovisiones de Platón y Aristóteles fue al menos aplaudida y parcialmente llevada a cabo por pensadores cristianos de cierta inclinación. Se puede citar, por ejemplo, a Marin Mersenne, quien intercambiaba correspondencia con todos los científicos renombrados de su tiempo (mediados del siglo XVII), era particularmente cercano a Descartes y mantenía una profunda sospecha -por razones teológicas- con respecto a las teorías tardorrenacentistas sobre un universo animado. La motivación, aquí, era la misma que la postura desencantadora de los movimientos reformadores del periodo, tanto católicos como protestantes, que buscaban suprimir una serie de prácticas, condenadas en retrospectiva como "mágicas" -de ahí el término weberiano de Entzauberung, que suele traducirse como "desencanto"-.11 La base de todos estos casos estribaba en que, al atribuir tal poder a los procesos intramundanos, se negaba o se desafiaba el soberano poder de Dios.
A pesar de esta crucial faceta de nuestra historia, la confusión que agolpa encanto y religión en general se halla por demás extendida y forma parte de cuanto yace bajo la pretensión de que "la ciencia ha desmentido la religión". Así, entonces, resulta fácil ver cómo la distinción (a) + (b), que depende claramente de la ciencia natural postgalileana en oposición a la teoría de las Formas platónico-aristotélica, aplica de alguna manera a lo político y lo moral. Cabe, no obstante, dar un paso más lejos y en otra dirección, casándose con una explicación reduccionista donde los métodos de la ciencia natural basten -o lleguen a hacerlo con el tiempo- para explicar los fenómenos de la vida humana. Ésa sería, de hecho, la ruta más corta hacia esta faceta del mito ilustrado, pero ya me referiré a ello más abajo.
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Éstos son los pasos que cimentan lo que he llamado (3) la idea moderna de orden moral,12 propuesta con claridad por las teorías sobre la ley natural que surgieron en el siglo XVII, en buena medida como respuesta al desorden doméstico e internacional que acarrearon las guerras de religión. Hugo Grocio y John Locke serán, aquí, los teóricos de mayor importancia para nuestro propósito.
Grocio extrajo el orden normativo del subsuelo de una sociedad política a partir de la naturaleza de los miembros que la constituyen. Los seres humanos son agentes racionales y sociales abocados a colaborar pacíficamente en aras a un beneficio mutuo.
Desde el siglo XVII, dicha idea ha ido dominando más y más el pensamiento político y cómo imaginamos a la sociedad. Comienza con la versión de Grocio como una teoría política acerca de la esencia de la sociedad, o sea, qué es, en función de qué fin y cómo llega a ser. Sin embargo, cualquier otra teoría de este tipo ofrece, igual e ineludiblemente, una idea de orden moral, ya que nos dice siempre algo acerca de cómo hemos de vivir juntos en sociedad.
Grocio describe a la sociedad como el lugar donde los individuos se congregan para formar una entidad política sobre un trasfondo moral preexistente y en vistas a ciertos fines. El trasfondo moral supone derechos naturales, que las personas ya tienen obligaciones morales recíprocas y que los fines buscados son beneficios en común -entre los cuales la seguridad es el más importante-.
La idea subyacente de orden moral enfatiza los derechos y obligaciones que tenemos como individuos los unos para con los otros previo a, o incluso fuera de, todo vínculo político. Las obligaciones políticas se consideran la extensión o materialización de los vínculos morales más fundamentales. La autoridad política misma es legítima sólo porque goza del consenso de los individuos (el contrato original), de tal manera que un contrato así crea obligaciones vinculantes en virtud del principio preexistente que reza que las promesas han de cumplirse.
De mayor importancia para nuestras vidas hoy es la manera como esta idea de orden ha ocupado un lugar cada vez más preponderante en nuestras nociones de sociedad y sistema político, reconfigurando ambas en el proceso. En el curso de esta expansión, ha dejado de ser una teoría que anima el discurso de un puñado de expertos para convertirse en parte integral de nuestro imaginario social, es decir, la manera en que nuestros contemporáneos imaginan las sociedades que habitan y sostienen -proceso que describiré con mayor detalle después-.
Un punto crucial y por demás evidente a partir de lo precedente es que la noción de orden moral que utilizo aquí va allende algún programa dado de normas para gobernar nuestras relaciones mutuas y/o nuestra vida política. Lo que la comprensión del orden moral añade a la aprehensión y aceptación de las normas es el identificar las características factibles del mundo, la acción divina o la vida humana que hacen que unas normas sean no sólo correctas, sino viables -hasta cierto punto-. En otras palabras, esta visión de orden trae consigo una definición tanto de lo que está bien como del contexto en el que hace sentido esforzarse y esperar que se realice lo correcto, aunque sea parcialmente.
Ahora debe resultar claro que las visiones de orden moral que descienden, a través de una cadena de transformaciones, del orden inscrito en las teorías de la ley natural de Grocio y Locke son harto distintas que aquellas incrustadas en el imaginario social premoderno.
Cabe destacar aquí dos importantes clases de orden moral premoderno, de suerte que podremos ver cómo fueron gradualmente relevadas, desplazadas o marginadas por la postura grociana-lockeana durante la transición a la Modernidad política. La primera se basa en la idea de un Derecho ancestral por el que un pueblo se ha regido desde antaño y que, en un sentido, lo define como pueblo. Idea que parece haber estado ampliamente difundida entre las varias tribus indoeuropeas que, en varias oleadas, se precipitaron sobre Europa. Por demás poderosa en la Inglaterra del siglo XVII, bajo la égida de la Constitución Antigua, sirvió como una de las principales justificaciones de la rebelión contra la Corona.13
Este caso debería bastar para mostrar que tales nociones no son de suyo conservadoras, si bien deberíamos, asimismo, incluir en esta categoría el sentido de un orden normativo que parece haberse conservado a lo largo de generaciones por comunidades rurales, a partir del cual se desarrolló la idea de una "economía moral" que sirvió, a su vez, para criticar los gravámenes que imponían a dichas comunidades los terratenientes o las exacciones por parte del Estado y la Iglesia.14 Aquí, de nuevo, la idea recurrente parece ser que la distribución original, perfectamente aceptable, de las obligaciones había sido distorsionada por usurpación y debía, en consecuencia, ser revertida.
La segunda clase se organiza en torno a una noción de jerarquía social que expresa y se corresponde con la jerarquía del cosmos, estructuras que fueron, a menudo, expuestas con un lenguaje extraído del concepto platónico-aristotélico de Forma, si bien la noción base emerge también en teorías de la correspondencia donde, por ejemplo, el rey es en su reino como el león entre los animales, el águila entre las aves o así por el estilo. Desde esta perspectiva surge la idea según la cual los desórdenes humanos tienen resonancia en la naturaleza, debido a que es el mismo orden de las cosas lo que se halla amenazado. "Lamentos oídos en el aire, raros gritos de muerte" perturbaron la noche en que Duncan fue asesinado, pues el día que debía haber despuntado ya permaneció en penumbra. El martes anterior, una lechuza había matado a un halcón y los caballos de Duncan se habían desbocado durante la noche, "disputando a la obediencia, como si guerrearan con la Humanidad".15
En ambos casos, y particularmente en el segundo, nos topamos con un orden que tiende a imponerse por el devenir de los sucesos; violarlo provoca un contragolpe que trasciende el mero ámbito humano. Aparentemente, ésta era una característica bastante común de las ideas premodernas de orden moral. Anaximandro asemeja cualquier desviación del curso de la naturaleza a la injusticia y afirma que cuanto la resistiere acabará "pagando una pena y recibirá retribución por cada cosa de acuerdo con la estimación del tiempo".16 Heráclito, por su parte, habla del orden de las cosas en términos similares cuando dice que, si el sol llegare a desviarse de su curso asignado, las Furias lo sujetarían y lo devolverían a su lugar.17 Y, por supuesto, las Formas platónicas actúan de hecho a la hora de moldear los objetos y eventos en el mundo del cambio.
En tales casos, se entiende que el orden moral no se constriña a ser un conjunto de normas, pues contiene también lo que podríamos llamar un componente "óntico", el cual identifica las características del mundo que permiten aprehender las normas. En cambio, el orden moderno devenido de Grocio y Locke no encuentra en sí mismo sus condiciones de posibilidad; al menos no en el sentido propuesto por Hesíodo o Platón ni a la manera de las reacciones cósmicas al asesinato de Duncan. Resulta tentador, entonces, pensar que el componente óntico está del todo ausente en las nociones modernas de orden moral, pero esto, como pretendo mostrar más adelante, sería un error. Existe una diferencia importante, sí, que radica en el hecho de que ahora este componente es una característica de nosotros los humanos antes que de algo referido a Dios o al cosmos, y no en la supuesta ausencia total de una dimensión óntica.
Lo peculiar de la comprensión moderna de orden se aprecia con mayor precisión si nos enfocamos en cómo las idealizaciones de la teoría sobre la ley natural difieren de aquéllas otrora dominantes. Los imaginarios premodernos, en especial del segundo tipo arriba mencionado, se estructuraban conforme a varios modos de complementariedad jerárquica. La sociedad, según se concebía entonces, estaba constituida por órdenes distintos que se necesitaban y se complementaban unos a otros. Lo cual no significaba que sus relaciones fuesen verdaderamente recíprocas, pues no estaban al mismo nivel, sino que conformaban una jerarquía donde unos poseían mayor dignidad y valía que los demás. Un ejemplo muy gastado es el orden tripartito medieval, compuesto por oratores, bellatores y laboratores (los que oran, los que combaten, los que trabajan). Como resulta evidente, cada peldaño necesitaba de los otros dos, pero tampoco cabe duda de que aquí encontramos una escala descendente en dignidad, donde unas funciones son, en esencia, superiores a otras.
Ahora bien, para este tipo de ideal, la distribución de funciones misma es parte indispensable del orden normativo. No nada más cada estrato ha de llevar a cabo su función característica en auxilio de los otros, suponiendo que participe de tales relaciones de intercambio, mientras que nosotros, hoy, mantenemos abierta la posibilidad de que las cosas se arreglen de manera un tanto distinta: v. g., un orden donde todos rezaran algo, combatieran de vez en cuando y trabajaran un poco. No, aquí la distinción jerárquica es en sí misma el orden propio de las cosas, una parte de la naturaleza o de la forma que cobra la sociedad. En las tradiciones platónica y neoplatónica, como acabo de mencionar, esta Forma ya se haya operante sobre el mundo, por lo que cualquier intento de alterarla volvería la realidad contra sí: la sociedad se desnaturalizaría en el intento. De ahí, pues, la tremenda impronta de la metáfora orgánica en las teorías antiguas. Los organismos parecen ser el lugar paradigmático donde operan las Formas, al grado de que luchan por sanar sus heridas y curar sus dolencias. Al mismo tiempo, el arreglo de las diversas funciones no es simplemente contingente; es "normal" y correcto. Que los pies estén por debajo de la cabeza es tal como deben ser las cosas.
La idea moderna de orden, en cambio, se aleja radicalmente de ello. No sólo no deja cabida para la acción de Formas platonizantes, sino que, con relación al arreglo social considera contingente cualquiera distribución de funciones en una sociedad que pudiere desarrollarse; tal división será justificada -o no- instrumentalmente; y ella misma no será medida del bien. El principio normativo básico es que, sí, los miembros de la sociedad se procuran mutuamente y se auxilian a la hora de cubrir sus necesidades (en suma, que actúan como las criaturas racionales y sociales que de hecho son). De esta manera, en efecto, se complementan, mas la diferenciación particular que se requiere para llevar esto eficazmente a cabo no implica ningún valor. Es adventicio y potencialmente modificable; en algunos casos, incluso, puede ser incluso temporal, como sucedía por principio en las polis antiguas, de manera que podamos alternarnos para mandar y ser mandados. Aunque haya otros casos, donde se requiera una especialización que tome toda la vida, no les otorgamos por ello un valor inherente y consideramos que todas las vocaciones son iguales a ojos de Dios. De una manera u otra, el orden moderno no concede estatuto ontológico alguno a la jerarquía ni a ninguna estructura particular de diferenciación.
En otras palabras, el punto base del nuevo orden normativo era el respeto mutuo y el servicio recíproco entre los individuos que conforman una sociedad. Sus estructuras reales se diseñaron en función de estos propósitos y fueron juzgadas instrumentalmente bajo esta luz. La diferencia puede quedar opacada por el hecho de que los ordenamientos antiguos también aseguraban un tipo de servicio recíproco: el clero oraba por el laicado y el laicado combatía o trabajaba por el clero. La distinción crucial, no obstante, es precisamente la división en estratos según un orden jerárquico: en el ordenamiento moderno, el punto de partida son los individuos que se deben servicio recíproco y las divisiones establecidas conforme la vía más efectiva para cubrir ese débito mutuo.
Platón, en el libro II de la República, comienza indagando sobre la insuficiencia del individuo y concluye con la necesidad de un ordenamiento de servicio recíproco. Rápidamente, sin embargo, se torna aparente que la estructura misma de este orden es el punto base, y cualquier duda se disipa cuando vemos que este orden se sostiene en analogía e interacción con el orden normativo del alma. Por contraste, en el ideal moderno, todo el asunto se reduce al respeto mutuo y el servicio recíproco, sin importar cómo se consiga.
He mencionado dos características que distinguen este ideal de otros más tempranos, modelados en ordenamientos de complementariedad jerárquica platonizantes. Aquí, la Forma no opera ya sobre la realidad ni la distribución de funciones es normativa. Para las teorías derivadas del platonismo, en cambio, el servicio recíproco que los distintos estratos se prestan entre sí cuando mantienen las relaciones correctas incluye su elevación a la condición de máxima virtud; de hecho, éste es el servicio que el orden como un todo presta a la totalidad de sus miembros. En el ideal moderno, el respeto mutuo y el servicio recíproco están dirigidos a alcanzar nuestros objetivos ordinarios (la vida, la libertad, el sustento propio y de la familia). La organización de la sociedad, dije antes, se juzga no por su forma inherente, sino instrumentalmente. Ahora podemos añadir que esta organización es instrumental en lo concerniente a las condiciones más básicas de nuestra existencia como agentes libres, más que la excelencia en la virtud -aunque bien podríamos concluir que se necesita un alto grado de virtud para cumplir atinadamente con nuestra parte-.
El servicio primario de unos para con otros era, por tanto, promover la seguridad colectiva, y lograr que nuestras vidas y propiedad permanezcan seguras bajo la Ley (para usar el lenguaje de otra época más tardía). También, claro, estaba el servicio que nos proveemos al realizar intercambios económicos. Ambos fines primordiales, la seguridad y la prosperidad, son ahora los objetivos principales de una sociedad organizada; es más, ella misma puede llegar a considerarse una suerte de intercambio benéfico entre los miembros que la constituyen. En un orden social ideal nuestros objetivos coinciden y cada uno, al alcanzar sus propias metas, impulsa a los demás.
Semejante orden ideal no era, según se pensaba, mera invención humana, sino diseñado por Dios, un orden donde todo concordaba con los fines divinos. Luego, en el siglo XVIII, el mismo modelo se proyectó sobre el cosmos, en una visión del universo como un conjunto de partes perfectamente interconectadas, donde los fines de cada criatura embonan con los de todas las demás.
Este orden establece el fin de nuestra actividad constructora, en tanto que está a nuestro alcance frustrarlo o realizarlo. Por supuesto, cuando consideramos el conjunto del todo, nos percatamos de cuánto de ese orden ya está completo, mas, al echar un vistazo sobre los asuntos humanos, vemos cuán desviado y descompuesto se halla.
Esforzarnos por restaurarlo se convierte, pues, en la norma.
Dicho orden, se pensaba, era evidente: se podía aprehender en la naturaleza de las cosas. Por supuesto, si acudimos a la revelación, también encontraremos formulada allí la exigencia por la cual nos regimos. Mas la sola razón nos comunica los propósitos de Dios. Los seres vivos, incluyéndonos, luchan por autopreservarse, y esto es obra de Dios:
Habiendo Dios creado al Hombre y plantado en Él, como entre los demás animales, un fuerte deseo de autopreservación, y habiendo acondicionado el mundo con cosas aptas para alimento y vestido y otras necesidades de la vida, según su designio, el Hombre deberá vivir y permanecer en la faz de la tierra por un tiempo. Y, para que tan curiosa y maravillosa pieza de artesanía no perezca de nuevo por su propia negligencia o necesidad, Dios le habló así y se dirigió a él por medio de sus sentidos y razón para que se valiese de aquellas cosas que le sirviesen para subsistir y le otorgó los medios para su preservación. Porque el deseo, el fuerte deseo de preservar su ser y vida han sido sembrados en él como principio de acción por Dios mismo; y la razón, que es la voz de Dios en él, no puede sino enseñarle y confirmarle que, persiguiendo esa natural inclinación que tiene para preservar su ser, obedece a la voluntad de su Creador.18
Estando dotados de razón, vemos que no sólo nuestras vidas, sino las de todos los seres humanos deben ser preservadas. Aunado a esto, Dios nos ha hecho seres sociables. De tal manera que "cada uno, al estar obligado a autopreservarse y no abandonar voluntariamente su puesto, debe, por la misma razón, cuando su preservación no esté en entredicho, cuidar tanto como pueda la preservación del resto de la Humanidad".19
Igualmente, Locke razona que Dios nos otorgó facultades de raciocinio y disciplina para que podamos perseguir más eficazmente el fin de autopreservarnos. De aquí se sigue que hemos de ser "industriosos y racionales".20 La ética de disciplina y mejoramiento es en sí misma un requisito del orden natural diseñado por Dios. Por lo tanto, este esquema requiere que la voluntad humana establezca un orden.
Podemos ver, en su formulación, cuánto considera Locke el servicio recíproco en términos de un intercambio redituable. La actividad "económica" (esto es, ordenado, pacífico, productivo) se ha vuelto el modelo para la conducta humana y la clave para la convivencia armónica. En contraste con las teorías de la complementariedad jerárquica, convergemos en una zona de concordia y servicio recíproco; y no hasta el grado de trascender nuestras metas y objetivos ordinarios, sino, al contrario, en el proceso de llevarlas a cabo según el designio de Dios.
Ahora bien, esta idealización desentonó profundamente al principio con la manera en que las cosas funcionaban realmente; es decir, en desavenencia con el imaginario social presente en casi todos los niveles de la sociedad. La complementariedad jerárquica era el principio por el cual funcionaba efectivamente la vida de la gente: el reino, la ciudad, la diócesis, la parroquia, el clan y la familia. Aún mantenemos un vívido sentido de esta disparidad en el caso de la familia, porque ha sido apenas en nuestra época que las viejas imágenes de complementariedad jerárquica entre varones y mujeres han sido sistemáticamente puestas en entredicho. Mas se trata de un estadio tardío dentro de una "larga marcha", un proceso en el que la idealización moderna, avanzando sobre los ejes que he mencionado arriba, ha conectado y transformado nuestro imaginario social virtualmente a todos los niveles, con consecuencias revolucionarias.
La misma naturaleza revolucionaria de las consecuencias aseguró que aquellos que recogieron primero esta teoría fallasen en constatar su aplicación en una horda de áreas que hoy nos parecen obvias. La poderosa impronta de las formas de vida basadas en la complementariedad jerárquica, en la familia, entre amo y siervo en la casa, entre el señor y el vasallo en el campo, entre la élite educada y las masas, hizo "evidente" que el nuevo principio de orden habría de aplicarse dentro de ciertos límites. Esto ni siquiera fue visto a menudo como una restricción. Lo que a nosotros nos parece una inconsistencia flagrante de parte de los whigs dieciochescos al defender su poder oligárquico en nombre del "pueblo", por mencionar un caso, era para sus líderes llano sentido común.
Más bien, ellos dependían de un concepto de "pueblo" anterior, proveniente de una noción premoderna de orden, del tipo que ya mencioné, donde un pueblo se constituye como tal por un Derecho previamente existente, "desde antaño". Este Derecho puede conferir liderazgo a algunos elementos, los cuales, naturalmente, hablan por el "pueblo". Incluso las revoluciones -o lo que consideramos tales- de la Europa tempranomoderna se llevaron a cabo siguiendo esta concepción, por ejemplo, los monarcómacos de las guerras de religión en Francia reconocían el derecho de rebelión no de las masas, sino de los "magistrados subalternos". Ésta también sirvió de base a la rebelión parlamentaria contra Carlos I en Inglaterra.
Quizá esta larga marcha apenas esté terminando hoy. O a lo mejor nosotros también somos víctimas de una restricción mental, que la posteridad denunciará como inconsistente e hipócrita. En cualquier caso, algunos tramos de esta senda son harto recientes. He mencionado ya las relaciones de género contemporáneas a este respecto, pero también deberíamos recordar que no ha mucho que segmentos enteros de nuestra supuestamente moderna sociedad quedaban fuera del imaginario social. Eugen Weber ha mostrado cuántas comunidades campesinas de Francia se transformaron apenas en el último cuarto del siglo XIX para incorporarse a la nación francesa, compuesta de 40 millones de ciudadanos individuales;21 y ha dejado en claro cuánto de su modo de vida anterior dependía de modelos complementarios de acción que distaban mucho de ser igualitarios, especialmente pero no sólo, entre los sexos: también estaba el destino de los vástagos menores, que renunciaban a su porción de herencia para mantener la propiedad familiar intacta y económicamente viable. En un mundo de indigencia e inseguridad, con la muerte siempre acechante, las reglas comunitarias y familiares proveían la única garantía de sobrevivencia. Los modos modernos de individualidad se antojaban, pues, un lujo y una peligrosa indulgencia.
Esto es fácil de olvidar porque, una vez instalados en el imaginario social moderno, éste parece el único posible, el único que hace sentido. Después de todo, ¿no somos acaso todos individuos?, ¿no nos congregamos en sociedad para beneficio mutuo?, ¿qué otro criterio hay para evaluar la vida social? Así, es muy sencillo entretener una visión distorsionada del proceso en dos aspectos. El primero tiende a leer la marcha hacia este nuevo principio de ordenamiento, y su desplazamiento de los modos tradicionales de complementariedad, como el "ascenso" del individualismo a expensas de la "comunidad"; mientras que la nueva comprensión del individuo tiene como inevitable reverso un nuevo concepto de sociabilidad, la sociedad del beneficio mutuo, cuyas funciones diferenciadas son contingentes en última instancia y cuyos miembros son fundamentalmente iguales. Esto es en lo que he venido insistiendo en estas páginas, porque suele perderse de vista con regularidad. El individuo parece primario, puesto que leemos el desplazamiento de las formas antiguas de complementariedad como la erosión de la comunidad en cuanto tal, y queda pendiente el problema de cómo inducir o forzar a los individuos a un tipo de orden social que lo haga conformarse y obedecer las reglas.
La experiencia recurrente de averías es por demás real, si bien no debería cegarnos al hecho de que la Modernidad ha visto también el ascenso de nuevos principios de sociabilidad. Las averías ocurren, como podemos observar en el caso de la Revolución Francesa, porque a la gente se le suele expulsar de sus formas antiguas, mediante guerras, revoluciones o rápidos cambios económicos, antes de que pueda poner pie sobre las nuevas estructuras, esto es, antes de conectar prácticas transformadas con principios nuevos para formar un imaginario social viable. Mas esto no demuestra que el individualismo moderno sea de suyo disolvente de las comunidades; ni que el predicamento político sea aquél definido por Hobbes: ¿cómo rescatamos a individuos atomizados del dilema del prisionero? El problema real y recurrente ha sido tratado mejor por Tocqueville o, en nuestro tiempo, François Furet.
La segunda distorsión nos resultará más familiar. El principio moderno nos parece tan evidente en sí mismo (¿no somos acaso individuos por naturaleza y esencia?) que estamos tentados por la versión "sustractiva" del ascenso de la Modernidad. Sólo necesitábamos dejar atrás los viejos horizontes para que la concepción de orden basada en el servicio recíproco quedara como la única alternativa. No requería mayor lucidez inventiva ni esfuerzo constructivo. El individualismo y el mutuo beneficio son las evidentes ideas residuales que sobran luego de deshacerse de viejas religiones y antiguas metafísicas.
Mas el caso es justamente lo contrario. Los humanos han vivido la mayor parte de la Historia de acuerdo con modos de complementariedad, combinados con mayores o menores grados de jerarquía. Han existido, en efecto, islas de igualdad, como las polis ciudadanas, pero rodeadas de un mar de jerarquías, una vez que se las contrasta contra el panorama completo -por no mencionar cuán alejadas tales sociedades estaban de nuestro moderno individualismo-. Lo que es bastante sorprendente es que el individualismo moderno haya vencido no sólo a nivel teórico, sino también penetrando y transformando el imaginario social. Ahora que dicho imaginario se ha visto involucrado con sociedades de poder sin precedentes en la historia humana, parece imposible y absurdo tratar de resistirlo, pero no debemos caer en el anacronismo de pensar que siempre ha sido el caso.
El mejor antídoto contra este error es traer a la mente una vez más algunas fases de la larga y a veces conflictiva marcha mediante la cual esta teoría terminó ocupando tal cabida en nuestra imaginación. Iré haciéndolo conforme progrese mi argumento pero, a estas alturas, quiero resumir la discusión precedente y esbozar las características principales de la comprensión moderna del orden moral. Puede ser esbozarse en tres puntos, para luego añadir un cuarto:
(1) La idealización original de este orden de mutuo beneficio proviene de una teoría de los derechos y gobierno legítimo. Concibe una sociedad que empieza con los individuos y se establece por y para ellos. La sociedad política es, así, un instrumento en función de algo prepolítico.
Este individualismo significa el rechazo de una noción previamente dominante de jerarquía, según la cual un humano sólo puede ser propiamente un agente moral dentro de un conjunto social mayor, cuya misma naturaleza exhibe la complementariedad jerárquica. En su forma original, la teoría grociana-lockeana se opone a tales visiones, entre las que predominaba la aristotélica, que niega que alguien pueda ser un sujeto humano plenamente competente fuera de la sociedad.
Conforme avanza esta idea de orden y genera nuevas "reacciones", se vuelve a conectar con una antropología filosófica que define a los humanos como seres sociales, incapaces de funcionar moralmente por sí mismos. Rousseau, Hegel y Marx proveen ejemplos tempranos, y a ellos les sigue una legión de pensadores actuales. Sin embargo, aún veo en estas redacciones la idea moderna, puesto que proponen una sociedad bien ordenada que incorpore relaciones de servicio recíproco entre individuos iguales como elemento crucial. Ésta es la meta, aun para aquellos que consideran al "individuo burgués" una ficción y que tal fin sólo podría lograrse en una sociedad comunista. Aun conectado a conceptos éticos antitéticos como aquellos de los teóricos de la ley natural y, de hecho, más cercano al Aristóteles que rechazaron, el meollo de la idea moderna continúa siendo una idée force22 en nuestro mundo.
(2) En tanto instrumento, la sociedad política permite que los individuos se sirvan los unos a los otros por mutuo beneficio, tanto al proveer seguridad compartida como al promover el intercambio y fomentar la prosperidad. Toda diferenciación dentro de la sociedad se justifica aquí por su télos y ninguna diferencia, jerárquica o de cualquier otro tipo, es intrínsecamente buena. Esto quiere decir, como vimos arriba, que el servicio recíproco se centra en las necesidades de la vida corriente de los individuos, antes que en promover su nivel más elevado de virtud: apunta a garantizar las condiciones para existir como agentes libres. Aquí también las redacciones posteriores implican una revisión. Con Rousseau, por ejemplo, la libertad misma se coloca en la base de una nueva definición de virtud, pues un orden de mutuo beneficio verdadero se vuelve inseparable de otro que garantice la virtud de la autosuficiencia. Mas Rousseau y quienes le siguieron de todas maneras colocaron el énfasis central en garantizar la libertad, la igualdad y las necesidades de la vida ordinaria.
(3) La teoría comienza con los individuos, a quienes debe servir la sociedad política. Más importante aún, el servicio se define en términos de la defensa de los derechos individuales. La libertad, desde luego, es central dentro de estos derechos; su importancia se comprueba en la necesidad de que la sociedad política se asiente sobre el consenso de aquellos vinculados a ella.
Si reflexionamos acerca del contexto en que operaba esta teoría, podremos ver que el énfasis crucial sobre la libertad fue explicado de más. El ordenamiento que gira en torno al mutuo beneficio es un ideal a construir, sirve como guía para quienes deseen construir una paz estable y rehacer, entonces, a la sociedad de manera más acorde con sus normas. Los proponentes de esta teoría ya se ven como agentes que, mediante acciones desapegadas y disciplinadas, podrían reformar sus propias vidas lo mismo que el más amplio orden social. Son seres ilustrados y disciplinados, para quienes la voluntad libre es central para la comprensión que guardan de sí mismos. El énfasis en los derechos, y la primacía de la libertad que propugnan, no sólo brotan del principio de que la sociedad debería existir por mor de sus miembros; también refleja el sentido de voluntad del agente, así como aquello que su voluntad exige al mundo, es decir, la libertad.
La ética que opera aquí debería ser, entonces, definida tanto en términos de la condición del agente como en los términos que exige este orden ideal. Deberíamos pensarla más bien como una ética de libertad y mutuo beneficio, cuyos dos términos son esenciales. Por eso, el consenso juega un papel tan importante en las teorías políticas derivadas de esta ética.
En suma, podemos decir que un ordenamiento de mutuo beneficio: (1) se constituye por individuos -o, al menos, agentes morales independientes de ordenamientos jerárquicos mayores-; (2) sus beneficios incluyen, crucialmente, la vida y los medios de vida, por más que garantizarlos se relacione con la práctica de la virtud; y (3) debe garantizar la libertad. O sea, que se expresa más fácilmente en términos de derechos. Cabe aun añadir un cuarto punto: (4) estos derechos, esta libertad y este mutuo beneficio han de garantizarse para todos los participantes de la sociedad por igual. El significado exacto de igualdad puede variar, pero debe afirmarse de alguna manera si se rechaza el ordenamiento jerárquico. Éstas son, pues, las características cruciales y las constantes recurrentes de la idea moderna de orden moral, según aparecen en sus variadas "redacciones".
He pretendido mostrar que esta noción de orden ha permeado el imaginario social del Occidente moderno y, hasta cierto punto, aún más allá. En particular, nos ha dado ciertos parámetros para comprender a la sociedad en tanto economía, en tanto esfera pública, en tanto Estado creado para, y como instrumento de, el "pueblo". O lo que es más, éstas y otras categorías analíticas conectadas a esta noción han llegado a simbolizar para nosotros lo "natural"; más que correlatos de una manera peculiar de ver e imaginar a la sociedad, están inscritos en la naturaleza de la realidad social.
3
Así, pues, resulta fácilmente comprensible cómo el paso dado por Grocio haya llegado a considerase por muchos otra faceta de la Ilustración, es decir, que se lo tenga por una ganancia epistémica sin más, un salto de la oscuridad a la luz. La "oscuridad" consistiría en invocar extrañas entidades metafísicas como un Derecho ancestral que siempre ha estado allí, sin importar la incompatible legislación positiva que se haya escabullido en algún momento, o en apelar a un orden cósmico que arregla los distintos niveles del ser jerárquicamente. La "luz", en cambio, consistiría en un esclarecedor análisis de la realidad mundana, donde las sociedades no son sino conjuntos de seres humanos. En otras palabras, tal paso supone avanzar de la "Gran Cadena del Ser" hasta llegar al Leviatán de Hobbes.23 Ya que esta nueva época posee ahora un método científico con qué estudiar a la sociedad -por más que los científicos sociales no se pongan de acuerdo en cómo analizar y explicar las cosas-, podemos relegar a los dioses, las "grandes cadenas del ser" y otras antiguallas. Tomemos, por ejemplo, la introducción de Hugh Trevor-Roper a la Historia de la decadencia y colapso del Imperio Romano de Edward Gibbon. Según Trevor-Roper, Gibbon siguió a sus predecesores a la hora de proyectar su "historia filosófica", aventurándose a "tratar la historia de la Iglesia con espíritu secular, tomándola no como depositaria de la verdad -o el error-, sino como una organización humana sujeta a las mismas leyes sociales que cualquier otra sociedad".24 La oposición es clara: he allí, por un lado, a la "ciencia social" con sus "leyes" y he allí, por otro, un punto de vista o discurso alternativo que importa criterios, sin respaldo científico, en aras a discriminar entre verdad y error. Las conclusiones de las ciencias sociales suscriben aquí la proposición (a), es decir, que pueden ser legítimamente satisfactorias para cualquier pensador honesto y espabilado; mientras que el discurso contrario de verdad y error cae dentro del estricto marco de (b), a saber, que sus conclusiones serán siempre dudosas y, al final, sólo convincentes para quienes ya hayan aceptado los criterios en cuestión.
En suma, la propuesta de distinción (a) + (b) descrita aquí como (3) es paralela a la distinción hecha en nombre de la ciencia natural post-galileana (2). Obviamente, (3) se fortalece si se la respalda con (2), mas incluso esto por sí solo parece justificar la aplicación de la distinción moral (a) + (b) a los asuntos políticos y morales.
He hablado durante los últimos párrafos de proposiciones hechas en nombre de lo que usualmente llamamos ciencias sociales, pero lo he hecho vía la discusión sobre el giro grociano, el cual, entendido como un paso hacia la mundana Ilustración, creo que compone parte del trasfondo que presta credibilidad a tales proposiciones. En algún momento, salimos de la penumbra de los marcos supramundanos y pudimos ver la realidad tal como era. Podríamos pensar que Gibbon o Montesquieu pertenecen a nuestro espacio moderno ilustrado o podríamos pensar que Hobbes dio el paso decisivo, pero el avance que implica considerar a las sociedades como la forma en que las personas humanas conviven según unas reglas libres ya del trasfondo de un orden cósmico o divino es, de alguna manera, el paso clave.
En efecto, si consideramos que este paso lejos de estos elevados ordenamientos es lo que importa, no hay razón entonces para no dar a Maquiavelo el lugar de honor, pues se adelantó un siglo a Grocio, a pesar de que opera desde un marco conceptual harto distinto, deudor de la tradición del humanismo cívico que se remonta hasta los antiguos. Sin embargo, la línea que viene de Grocio, creo, resulta imprescindible para la ilusión de una moderna razón que puede tener pretensiones fuertes, de tipo (a), sobre la moralidad política. Su análisis provee el fondo específico tras buena parte de nuestra moralidad política contemporánea, ahora casi inapelable, de derechos humanos, igualdad y soberanía popular. Aun llegaría yo a argüir que la definición grociana del problema humano provee el trasfondo clave, vía Rousseau, de la teoría moral y política de Kant. Lo cual dota, a su vez, de un marco a la otra teoría moral más difundida: el utilitarismo.
He intentado dar cuenta de la faceta del mito ilustrado que sostiene que la "sola razón" puede arrojar verdades acerca de la moral y la teoría políticas que no pueden incorporar -o inclusive serían oscurecidas si se introducen- verdades putativas religiosas o metafísicas, ya sea que provengan de la "Revelación" o de cualquier otra fuente supra-mundana. La pretensión es, en otras palabras, que una distinción (a) + (b) se sostiene en el ámbito político-moral tanto como indisputablemente lo hace en el terreno de la ciencia natural. Yo he argumentado que tres pasos se combinan para tornar esto posible: (1) el principio de la razón autosuficiente; (2) el modelo de la ciencia natural; y (3) la comprensión postgrociana de la sociedad como suma de individuos, donde un orden adecuado exige que sus relaciones conduzcan al mutuo beneficio.
Mas hay dos variantes mayores, dos maneras de combinar los elementos para producir el resultado deseado. La primera, que se vale de los tres pasos, podemos llamarla versión de Condorcet. Ve la ciencia natural como el ejercicio de la razón autosuficiente y, entonces, se propone aplicar los métodos de la ciencia natural para resolver cuestiones normativas sobre la vida política y social. Esto luce, a primera vista, como un paso para nada problemático, porque ahora "sabemos" que la sociedad se compone de individuos y que una buena sociedad protege los derechos de esos individuos y establece relaciones que garanticen su mutuo beneficio. Qué relaciones efectivamente garanticen tales fines es asunto de las ciencias sociales, que también suponen un ejercicio de la razón autosuficiente tan poco problemático como el de la física.
Mas no todo el mundo puede aceptar esta precipitada asimilación del orden social o humano a la ciencia natural. La razón es que hay varios resbalones en el camino. Ya vimos cómo, en (2), que (i) el mito ilustrado se vuelve realidad gracias a la ciencia postgalileana. Bien puede ser que el marco de las Formas platónico-aristotélicas que la ciencia relegó aún tenga algo que enseñarnos sobre ontología o moral o estética. Sin embargo, liberar el campo de la explicación material de la realidad en términos de causalidad eficiente ha incrementado sustancialmente nuestro conocimiento y comprensión de la realidad, por no mencionar un magnificado control sobre ella. Decimos, no obstante, (ii) que el destronamiento de Aristóteles por Galileo dista de ser lo mismo que la ciencia haciendo a un lado a la religión. Además, (iii) no hay un curso donde (i) lleve al razonamiento sobre asuntos políticos y morales que tenga la fuerza de (a), al menos no hasta que aparezcan recuentos materialistas y reduccionistas de la vida humana suficientemente convincentes, aunque aún estamos a varios siglos -por lo menos- de que tal cosa, supuestamente, suceda.
Deberíamos aclarar que el punto (ii) sostiene tanto al paso grociano como al galileano. Por más seguido que escuchemos a nuestros contemporáneos decir que con la Modernidad nos dimos cuenta de que no existe un orden social mandado por Dios y que ahora tengamos que diseñar las leyes nosotros mismos, por mera autoridad humana, esto dista muchísimo de las conclusiones sacadas en siglos anteriores. Como mencioné arriba, la moderna ley natural fue vista como algo que fluía de la condición humana diseñada por la Providencia o bien, como mandato divino. La última postura parece haber sido la opinión de Locke o Samuel von Pufendorf; la primera, a su vez, subyace a toda la Declaración de Independencia estadounidense. Por supuesto, los mandatos de Dios no necesariamente tenían que transmitirse por la Revelación; para Locke bastaba leer la voluntad divina en la creación. Resulta obvio que falta mucho para alejarnos de los marcos religiosos.
Más aún, no podemos defender el punto (i) con respecto a las ciencias sociales como se hizo con la ciencia natural, pues éste no se fundamenta en un adelanto epistémico sin mitigar. Es verdad que algo similar puede aseverarse de algunas observaciones particulares de las ciencias sociales: la investigación de los patrones de votación a lo largo del tiempo, la incidencia de la pobreza, los reportes sobre el estado de la opinión pública... Todos estos son asuntos donde es por principio posible establecer proposiciones irrefutables, aunque haya con frecuencia disputa sobre tesis individuales. Pero las ciencias sociales que intentan explicar estos patrones no pueden contentarse con meros hallazgos particulares: éstos deben descifrarse dentro de un marco explicativo y proveer el material para responder un cierto tipo de preguntas en vez de otro. Y, aun así, una vez que se está a la altura de estos paradigmas, no hay consenso.
Si tomamos el modelo original de Grocio tal como lo reinterpretaron Hobbes y Locke, con su tendencia básicamente atomista, o si atendemos a las críticas a dicho modelo que intentaron superar los problemas del atomismo, con Montesquieu, Rousseau, Fichte, Hegel, Marx hasta Durkheim y Weber, resulta claro que nunca se ha dado -y probablemente nunca la haya- una convergencia sobre un solo paradigma. Por supuesto, uno podría protestar y decir que también las ciencias naturales han experimentado cambios de paradigma, pero no es lo mismo. En las ciencias naturales tiende a haber consenso sobre un solo paradigma, al menos por un tiempo. Que luego pueda alterarse debido a las anomalías que se encontraren, implica que la crisis, típicamente, se resuelve cuando el paradigma problemático es reemplazado por otro. En las ciencias sociales jamás ha habido una convergencia semejante y es muy difícil encontrar cambios que puedan llamarse sin ambigüedad sustituciones. El paso dado por Grocio, como antes el de Maquiavelo, generó un avance epistemológico sin mitigar, excepto a ojos de sus defensores. Pero esto es precisamente el estatuto (b) que siempre se atribuye a las ideas halladas dentro de un marco religioso. Las ciencias sociales no ofrecen un caso contrastante.
Nos acercamos ya aquí a señalar la dificultad. Las grandes teorías de las ciencias sociales se dividen según sus antropologías filosóficas, por su concepto de cómo los seres humanos se relacionan en sociedad, de acuerdo con los fines fundamentales que persiguen, siguiendo la distinción entre lo sacro y lo profano y otras cosas por el estilo. Mas éstas son también las consideraciones debajo de varios recuentos éticos y morales, así como de las virtudes de las sociedades. Las ciencias sociales no pueden establecer un razonamiento político-moral con la fuerza de (a) porque su campo se segmenta entre varias antropologías, cada una de las cuales secreta su propio entendimiento del problema humano moral-social. La cuestión sobre el punto (iii) ni siquiera se plantea.
Solamente para llegar a puerto, en el caso de que se enfrenten estas visiones rivales, las antropologías laicas o mundanas no gozan de ninguna ventaja epistémica sobre las teológicas o religiosas. La distinción putativa concreta (a) + (b) que separa a las cosmovisiones religiosas del razonamiento mundano resulta ser un espejismo.
Las dificultades obvias con la versión de Condorcet han conducido a una segunda variante, que llamaré neokantiana -aunque Rousseau y otros merezcan crédito-, la cual prescinde del paso (2) y construye una nueva versión de la razón autosuficiente que deriva su propia vía del giro grociano. Si las sociedades se conforman a partir de individuos con pretensiones que de hecho son iguales, ya que no hay un método para discriminar las más elevadas o valiosas de las otras, entonces, la sola razón parece arrojar que una norma adecuada será aquella que sirva a todos por igual. Una idea general que puede traducirse de varias maneras: las normas válidas son máximas de fuerza universal, o son normas que todos aceptaríamos bajo el velo de la ignorancia, o son aquellas que todos los afectados por ella podrían aceptar dadas las condiciones ideales de libre intercambio, o son aquellas que podríamos razonablemente pedir que otros acepten suponiendo que queremos tales normas, etcétera.
Esta segunda versión ha tirado por la borda mucho del lastre que había arrastrado la variante de Condorcet hasta el fondo de los poco profundos mares de la utilidad. Lo bastante independiente de cualquier supuesta reducción de lo humano a la ciencia natural, combina los pasos (1) y (3) para crear principios que podrían en verdad necesitar de las ciencias sociales para su aplicación, aunque pueden enunciarse por su cuenta. Pueden, no obstante, fallar con facilidad cuando se trate de despertar convicción, debido a su vasta dependencia del giro grociano. ¿Es verdad que las mayores características de una sociedad buena o justa implican la defensa de derechos, la igualdad y un arreglo en aras al mutuo beneficio? Ésta es una conclusión aún muy difícil de acomodar bajo la categoría (a), junto a las verdades de las matemáticas y las ciencias naturales. La segunda versión también resulta ser un espejismo.
Como cualquier espejismo, puede lucir bastante sólido a distancia, esto es, si uno no examina de cerca lo que lo cimenta. De hecho, pervive por la sugestiva fuerza de las narrativas que giran en torno a tres motivos, enumerados en orden ascendente, según su potencia de persuasión: (1) el fundamentacionismo cartesiano y su mozo, el racionalismo, (2) el surgimiento de la ciencia postgalileana y (3) la reconstrucción grociana de la teoría social, más el debate que desató en las ciencias sociales. Si uno se aparta lo suficiente, se entrevé que el giro grociano, mundano en comparación a las teorías de la Gran Cadena, inauguró una era de desencanto en la que los humanos se descubrieron solos, en un universo indiferente, condenados a inventarse reglas sobre la marcha. Y, entonces, la narrativa se cierra, lo que, a su vez, puede arrastrarnos hacia las deliciosas ilusiones de la razón autosuficiente (bloße Vernunft).
1 Tradujo Gabriel García Jolly desde el original inglés "Die Blosse Vernunft (Reason Alone)"; aparecido en Dilemmas and Connections, Cambridge/London: Harvard University Press, 2011, pp. 326-346. Agradecemos a la Universidad de Harvard y a Charles Taylor por la cesión de los derechos para su publicación en español en este número de la Revista de filosofía Open Insight. [N. del E.]
2 Cfr. John Pocock, Barbarism and Religion, vol. I, The Enlightenments of Edward Gibbon (Cambridge: Cambridge University Press, 1999); & Gertrude Himmelfarb, The Roads to Modernity: The British, French, and American Enlightenments (Nueva York: Knopf, 2004).
3 Vid. Alexis de Tocqueville, La democracia en América, trad. Dolores Sánchez de Aleu (Madrid: Alianza Editorial, 2002).
4 Expresión francesa de tiempos de la Revolución que se utilizaba para designar a una persona aristócrata despojada de su título nobiliario; e. g., el ci-devant de Orleáns en lugar del duque de Orleáns. [N. del T.]
5 En inglés, el autor utiliza el término "Reason alone" (la razón sola o solamente) para traducir la expresión de Immanuel Kant, blosse Vernuft que aparece en la importantísima obra La religión en los límites de la mera razón (Die Religion innerhalb der Grenzen der bloíien Vernunft), por lo que la expresión de Taylor podría traducirse como "mera razón" por su referencia kantiana según la traducción estándar de Felipe Martínez Marzoa (Madrid: Alianza, 1986). Sin embargo, viene al caso traducir "sola razón'" además de por su sentido literal, también por las reminiscencias luteranas de la sola fidei y sola Scriptura, en tanto que la expresión condensa el mito ilustrado que el artículo denuncia. Asimismo, las citas de otros autores que aparecen a lo largo del texto, salvo que se especifique lo contrario, son traducciones directas del inglés tal como aparecen en el artículo original de Taylor. [N. del T.]
6 Mark Lilla, The Stillborn God (Nueva York: Alfred A. Knopf, 2007), p. 5 [existe una versión castellana, traducida por Daniel Gascón: El Dios que no nació. Religión, política y el Occidente moderno, Debate: Barcelona, 2010].
7 Ibid., p. 162.
8 Jürgen Habermas, Zwischen Naturalismus une Religion (Fráncfort del Meno: Suhrkampf, 2005), p. 137 [Hay versión castellana: Entre naturalismo y religión, Barcelona: Paidós, 2006]. Por supuesto, Habermas lleva razón: el lenguaje oficial en las distintas democracias debe esquivar ciertas diferencias religiosas -aunque esto no debería incluir los debates al interior del pleno-, mas no porque sean específicamente religiosas, sino porque no son compartidas. Sería tan inaceptable, digamos, justificar alguna legislación mediante una cláusula "en caso de" que haga referencia a una filosofía atea como con otra que invoque la autoridad del texto bíblico.
9 Marie Jean Antoine Nicolas de Caritat, marqués de Condorcet, Esquisse d'un tableau historique des progres de l'esprit humain (París: Flamarion, 1988), p. 25 [Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, ed. Antonio Torres del Moral, Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2004]. También he aprendido considerablemente de la interesante discusión hallada en: Vincent Descombes, Le raissonement de l'ours (París: Seuil, 2007), pp. 163-178.
10 Cfr. Immanuel Kant, "¿Qué es la Ilustración?'" en Filosofía de la Historia, trad. Eugenio Ímaz (México: FCE, 1979), pp. 25-38.
11 "Disentchantment" en inglés. [N. del T.]
12 He discutido esto largamente en Modern Social Imaginaries (Durham: Duke University Press, 2004) [Imaginarios sociales modernos, trad. de Ramón Vila Vernis, Barcelona: Paidós editores, 2006.]
13 Cfr. John Pocock, The Ancient Constitution and Feudal Law (Cambridge: Cambridge University Press, 1987).
14 El término "economía moral" lo tomo de E. P. Thomson, "The Moral Economy of the English Crowd in the Eighteenth Century", en: Past and Present 50 (1971), pp. 76-136.
15 William Shakespeare, Macbeth, acto II, escena 3.
16 Citado en Louis Dupré, Passage to Modernity (Nueva Haven: Yale University Press, 1993), p. 19.
17 "El sol no rebasará sus medidas; que si las rebasare, las Erinias, pinturas de la Justicia, sabrían encontrarlo", citado en George H. Sabine, Historia de la teoría política, trad. Vicente Herrero (México: FCE, 1994), p. 46.
18 John Locke, Two Treatesis on Government, I, IX, §86.
19 Ibid., II, II, §6; cfr. también II, II, §135; y Some Thoughts concerning Education, §116.
20 Ibid. II, V, §34.
21 Cfr. Eugen Weber, Peasants into Frenchmen (Londres: Chatto & Windus, 1979), cap. XXVIII.
22 Una idea tenida por factor real de la conducta de un individuo o grupo social y que influye, por tanto, en el curso de los acontecimientos. [N. del T.]
23 Ver la discusión en Mark Lilla, Op. cit.
24 Edward Gibbon, The Decline and Fall of the Roman Empire, ed. H. R. Trevor-Roper (Nueva York: Twayne, 1963), p. X.