La tarea de hacer metafísica para la cosmópolis
El libro de Francisco Galán, titulado Una metafísica para tiempos posmetafísicos. La propuesta de Bernard Lonergan de una
metametodología, es un excelente trabajo monográfico sobre la filosofía de Lonergan, que ha colocado
al autor, de manera definitiva, como referencia obligada entre los estudiosos de este
genial jesuita canadiense, nacido en 1904 y muerto en 1984.
El libro es más que un mera monografía sobre la filosofía de un ilustre pensador porque,
en él, su autor ejerce de filósofo al elaborar una crítica a la filosofía moderna,
marcando a la vez su lejanía y su cercanía con Kant, con Nietzsche, con Wittgenstein,
con Heidegger, con Habermas y, para ser fiel a la pedagogía del maestro, con el propio
Lonergan.
Las dos afirmaciones anteriores precisan una mayor justificación. Así que empecemos
por la primera. ¿Por qué este estudio sobre Lonergan puede ser catalogado como un
trabajo monográfico? Porque traza un arco amplio sobre tres de los grandes hitos editoriales
del pensamiento de Lonergan en relación a la filosofía primera. Si bien es verdad
que quedan fuera de la exposición temas como el de la educación, la economía y, en
algún sentido, también el de la teología, su exclusión está plenamente justificada
por las exigencias metodológicas que le vienen impuestas a una investigación sobre
lo que es primero en el orden del ser, del conocer y de los primeros principios, recordando
la metafísica de Aristóteles.
Ese arco de la filosofía primera comienza desde los artículos de Verbum publicados de 1946 a 1949, como parte del Insight (1957) y también en la maduración de una andadura intelectual que tiene un punto
climático en la publicación de Método en teología (1971), obra que, según la insistencia del propio Galán, debiera titularse simplemente
Método, porque sus indicaciones no apuntan con exclusividad a la teología, sino que abarcan,
sin mayor problema, todo el ámbito de las ciencias humanas y, desde luego, la filosofía.
En lo que tiene de monografía, este estudio conlleva la virtud de mostrar las dificultades
de una filosofía que, como la de Lonergan, se va haciendo y se va abriendo camino
en siglo XX, sin ceder a la moda de avergonzarse y renegar de la tradición aristotélico-tomista,
por una parte; y, por otra, sin caer en repeticiones gastadas y estériles, sacando
de su contexto histórico una filosofía como la escolástica que, fiel a toda auténtica
filosofía, tenía en primer lugar como destinatarios a los contemporáneos de los propios
teólogos escolásticos, y no a los escépticos racionalistas posteriores a la Ilustración.
La posibilidad de evitar ambos riesgos y ambas tentaciones, y de ser y parecer un
filósofo, un teólogo, un pensador, ajeno a la época, viene mediada por el esfuerzo
de plantarle cara a los problemas mismos que, a la altura de estos tiempos, exigen
un tratamiento adecuado a las exigencias contemporáneas.
La alusión al elenco de los problemas a los que Lonergan se enfrenta nos pone en dirección
a la segunda afirmación, que es en realidad una hipótesis de trabajo. ¿Por qué Una metafísica para tiempos posmetafísicos es también, y sobre todo, una crítica a la Modernidad? La respuesta no puede ser
ni simple ni directa, sino que requiere y precisa algunos rodeos porque la obra que
reseñamos no se contenta con exponer de manera rigurosa, exigente y sistemática, el
pensamiento de Lonergan en el marco de su propio contexto histórico, sino que, haciendo
todo esto, hace más ya que los problemas a los que nos enfrentamos en la segunda década
del siglo XXI ya no son exactamente iguales que los que acuciaban a la cultura y a
la filosofía de mediados del siglo XX.
Galán mismo es el filósofo de los rodeos, de las búsquedas. Antes, durante y después
de su encuentro con Lonergan, ha transitado con honestidad y responsabilidad por los
caminos de Heidegger y ha habitado su pensar con seriedad, caminos que siguen la ruta
de la superación de la metafísica, venida de Kant y de Nietzsche, aunque de formas
diferentes; y ha transitado también, con la misma seriedad, por los caminos que, desde
principios del siglo XX, hicieron del lenguaje el último reducto que le quedaba a
la filosofía, con sesudos análisis sobre la semántica y la pragmática de la lengua.
De igual manera, ha transitado por la teoría crítica, por el pensamiento de la Escuela
de Frankfurt, con especial cuidado y atención a la obra de Habermas; sin mencionar
a los griegos, especialmente a Aristóteles; y a la escolástica, particularmente Tomás
de Aquino, caminos estos últimos que marcaron sus inicios en la filosofía. Tantos
tránsitos, incluidos los realizados por ámbitos como el de la biología, la química,
la física, la relación mente-cerebro, etc., no son más que indicaciones de un espíritu
que busca, de un espíritu inquieto por la verdad filosófica de una época que rebasa
los límites de su propia finitud, pues la verdad profunda que habita un determinado
tiempo no se ofrece a sus habitantes de manera fácil y directa, por más que una vez
sacada a la luz parezca obvia, incluso para el espíritu poco perspicaz. Han sido largos
rodeos por la teología, la filosofía, la historia, las ciencias naturales, el arte,
especialmente la literatura, el teatro, la música, la pintura.
¿En dónde se encuentran las señas y los indicios de que esta obra de Galán es una
obra en la que, los límites y los alcances de la Modernidad, son señalados agudamente,
al hilo de una exposición erudita del pensamiento de Lonergan, y después de haberle
tomado el pulso de manera serena a la situación intelectual del siglo XX? La crítica
de un filósofo empieza con el reconocimiento de lo que a ese filósofo le resulta problemático,
es decir, de lo que le está impeliendo a ir siempre más allá de lo que está al uso,
más allá de lo que todos ven y tienen como obviedades que se imponen por sí mismas.
La crítica continúa con el pensador y la obra con los que el filósofo decide navegar
en medio del mar embravecido de las modas filosóficas de la época. Tener el tino para
elegir correctamente el problema o el autor, debe ser considerado ya por virtuoso;
pero si hay la suerte de que una misma elección combine los dos elementos en la misma
fórmula, la virtud tiene ya un momento superior, momento que se ve felizmente culminado,
como en el caso del libro de Galán, por el empeño y el compromiso intelectual llevado
hasta sus límites. Por eso es que esta obra, con ser un estudio sobre el pensamiento
de Lonergan es, al mismo tiempo, mucho más que eso: es el posicionamiento del autor,
después de batallar en varios frentes, sobre los límites de las filosofías modernas,
se trate de Kant, Nietzsche, Wittgenstein o Heidegger, y sobre la posibilidad de volver
teoréticamente a los fueros de la realidad de las cosas, a lo que son.
En este sentido, ateniéndonos objetivamente al libro que reseñamos, lo primero que
aparece, con toda claridad y sin ambages, desde el mismo título, es que Galán se resiste
a la posmodernidad relativista, escéptica y nihilista, esa que no quiere saber de
metafísica, que cree que lo primero es la mera facticidad; ese devenir sin sustancia
que hace imposible que alguien pueda presumir de haberse bañado una sola vez siquiera
en el mismo río. Pero se resiste también a la tesis de que la salida que le queda
a nuestro tiempo es una razón ilustrada más madura, más dueña de sí, ya mayor de edad
como diría Kant, capacitada por tanto para poner sobre la mesa los mejores argumentos
de todos los participantes, y vivir guiados por ellos.
En el título del libro hay un guiño abierto y directo al Pensamiento Postmetafísico de Habermas y a otras tradiciones del siglo XX. Algunos filósofos de prosapia heideggeriana,
apóstoles de la posmodernidad y superadores profesionales de todo tipo de pensamiento,
han ido demasiado lejos; mientras que algunos filósofos analíticos han quedado demasiado
cerca, dando vueltas como enceguecidos en torno a la semántica y la pragmática del
luminoso lenguaje. ¿Por qué? ¿Dónde está la clave para dar con el origen de estos
excesos y de estos defectos, de una filosofía en definitiva poco virtuosa porque no
ha encontrado su punto medio? La clave para entender esta situación está en haber
pasado por alto la realidad, pues el ser de las cosas se les ha ido de las manos,
tanto a quienes aprietan demasiado como a quienes no saben ceñir lo suficiente, quedándose
con la pura luminiscencia del ser.
Sin embargo, en este punto es en el que habrá que saber mantenerse inicialmente de
forma adecuada en la cresta de la ola, para no sucumbir ni a un realismo ingenuo,
que le dé la espalda sin más a aquello en lo que Descartes, Kant y Husserl tienen
razón, por una parte; pero sin ceder tampoco a un criticismo dogmático que se olvide
de Aristóteles, Santo Tomás, Duns Escoto o Suárez, por la otra.
Porque es igualmente equivocado creer que la realidad es aquello que existe fuera
del cogito, como creer que antes de conocer lo que son las cosas es necesario fijar los límites
y los alcances del conocimiento. Es ya un tópico simplificador atribuirle a la escolástica
el realismo ingenuo y a Kant el criticismo. De cualquier modo, la filosofía primera
después de Kant ha sido crítica del conocimiento, práctica que alcanza a la propia
fenomenología de la conciencia intencional de Husserl y a la misma ontología fundamental
de Heidegger.
La fe en el progreso de la razón, que la Ilustración alimentó como ninguna otra época
en occidente, tiene en la inmensa variedad de las ciencias y las tecnologías desarrolladas
en los siglos XX y XXI algunos de sus frutos más maduros. Pero desarrollándose un
área de la cultura, sea la científica, la política o la social, etc., se desarrollan
todas las demás y también, desde luego, el sentido común de la sociedad, sus prejuicios,
lo que es tenido por bueno y malo, por bello y feo, por correcto e incorrecto, por
buen gusto, etc. El desarrollo de las ciencias y del sentido común abrió nuevos riesgos
y acarreó caídas de la humanidad en abismos desconocidos. Objetivamente, sin ser catastróficos
y sin añorar pasados que nunca existieron, ¿cuáles son estos abismos?, ¿cuáles son
los tropiezos de nuestro tiempo?, ¿cuáles esas caídas en las que parece que no estamos
lejos de tocar fondo?, ¿cuáles son los riesgos y los caminos abiertos por una razón
segura de sus progresos, para sorpresa de ella misma? En primer lugar, el abismo de
la particularización de la razón y la realidad, el desarrollo casi al infinito de
sectores desconectados unos de otros, la especialización que lleva a la comunidad
de expertos a saber mucho de muy poco, la tecnificación y la pretensión de controlar,
al mismo tiempo que resolver, los ámbitos más variados de la vida humana tales como
la salud, la educación, la vida pública, y hasta el sentido mismo de la vida. En segundo
lugar, la arrogante e ingenua creencia de que para la vida humana basta y sobra con
el desarrollo de una razón sectorizada, especializada, que se ocupa de las diferentes
partes del ser y a cuyas disciplinas Aristóteles llamó filosofías segundas; y que
al mismo tiempo cree, con igual ingenuidad oculta bajo el ropaje de argumentos que
parecen racionales pero que en el fondo son más bien dogmáticos y autoritarios, que
lo que Aristóteles llamó filosofía primera porque pregunta por lo qué es el ser en
tanto ser, y que la tradición llamó metafísica, no sólo ya no era necesaria, sino
que había que hacer lo pertinente para que un mal de tal envergadura no volviera a
aparecer y las ciencias particulares pudieran seguir su camino en plena libertad.
Esta reacción contra la metafísica es comprensible, puesto que la Modernidad olvidó,
tanto entre sus cultivadores como entre sus detractores, que la metafísica era una
ciencia buscada y no tanto una ciencia encontrada, terminada y definitiva, condensada
en fórmulas dogmáticas y en manuales de escuela. Así, sobre todo en las postrimerías
del siglo XX, no faltaron los oráculos sobre la muerte de la razón que piensa al ser
como un todo, es decir, sobre la filosofía primera o metafísica, y sobre la convicción
de una vida larga y definitiva para la razón científica. Se puso de moda en la sociedad
y en la cultura, sabiéndolo o sin saberlo, ser post-metafísico, es decir, ser especialista
en una área del saber y, al mismo tiempo, hacer de esta área del saber, compartida
con el grupo de expertos al que se pertenece, el mundo del sentido común para sí y
para los demás, confundiendo razón científica con sabiduría. ¿Cuáles han sido los
resultados y las consecuencias de estas modas? ¿Qué generó la creencia inadvertida
de que el desarrollo de una razón particular, en la inmensa riqueza y variedad que
produce, sería suficiente para una vida plenamente humana, y que la pregunta por el
ser, cuando se la hacía, ya estaba contestada por las diferentes ciencias y que, por
la tanto, ya no había que plantearla explícitamente? La conclusión de Galán es que
el resultado ha sido una cultura altamente diferenciada y mínimamente integrada, por
decir lo menos; profundamente desgarrada, por decir lo más. El origen de la desintegración
y desgarramiento que padecen la razón y el sentido común de nuestro tiempo está en
el cultivo de una razón particularizada, de la cual parece que aún estamos lejos de
vislumbrar la puerta de salida. ¿Dónde está la solución? No sólo en el cultivo de
una razón que se esfuerza por integrar de manera funcional los diversos sectores que
ella misma genera, sino también y sobre todo en el cultivo de una razón que piensa
la totalidad como totalidad y no como mera suma de partes. La integración funcional
es importante y necesaria, pero es insuficiente; precisa de la perspectiva metafísica
que le da a todas las funciones su justo lugar en el mundo.
Pero la razón que se encamina a pensar el ser como totalidad no puede seguir los mismos
pasos, caminos y derroteros de la razón que piensa una parte o un sector de la realidad;
ni puede tampoco contentarse por caminar sobre los caminos ya hechos para otras épocas,
por ejemplo el de Platón, Aristóteles, Santo Tomás, Kant, Hegel, etc., porque esos
caminos ya están gastados y en algunos de sus trechos incluso agotados y sin salidas.
La metafísica no está hecha, hay que hacerla; cada época debe hacer la suya, cada
generación ha de preguntarse si la metafísica explícita, esa con la que han vivido
las generaciones inmediatamente anteriores, se corresponde aún con la metafísica latente
de toda comunidad humana, o si ya se precisa el esfuerzo de una nueva explicitación.
Esta es la tesis que Galán actualiza de Lonergan a lo largo de toda esta obra: la
metafísica no es una doctrina consignada en un libro, sino una estructura de la mente
humana. Mostrar la necesidad de la metafísica es ya hacer metafísica, actualizar la
idea de que la metafísica es necesaria porque ella es una estructura de la mente humana
es ya hacer metafísica. La necesidad de esta tarea, evidenciada a mediados del siglo
pasado por los riesgos de una razón plural devenida en horizontes de anarquía, se
vuelve un imperativo en las décadas iniciales del siglo XXI en el que esa racionalidad
plural de las ciencias y las tecnologías se muestra sin los alcances necesarios para
tocar si quiera de lado y mucho menos para dar cuenta de la realidad en la profundidad
de su ser. La tarea es integrar esa racionalidad, y dicha tarea pertenece a la metafísica,
o mejor dicho, ella es la metafísica. La necesidad de esta tarea es la que actualiza
Galán en su reapropiación del pensamiento de Lonergan. En tanto que integración profunda
de la racionalidad devenida pluralidad científica, la metafísica es la concepción,
afirmación e implementación de la estructura heurística integral del ser que es proporcionado
a nuestra experiencia, comprensión y racionalidad. En la base de esta tarea están
dos tesis que animan el trabajo de integración que debe hacer la metafísica en tanto
estructura heurística. La primera tesis es en realidad la primera tarea: se trata
de apropiarnos de las actividades cognoscitivas por las que desde siempre tenemos
acceso al ser. La segunda tesis, dice que el conocer y el ser, el conocimiento y lo
conocido, el saber y la realidad, tienen una estructura isomórfica, es decir, que
al hablar sobre el conocimiento estamos ya haciendo afirmaciones sobre el ser y que
al hablar sobre el ser estamos haciendo afirmaciones sobre el conocimiento. Por lo
tanto, no hay una prioridad ni lógica, ni metafísica, ni cronológica, de un momento
sobre el otro sino, a lo más, una prioridad metodológica, que por imperativos prácticos
exige iniciar el trabajo por alguno de los puntos.
A contracorriente de las filosofías dominantes del siglo XX, herederas de la modernidad
crítica, el libro afirma que lo primero es la realidad, no el cogito que la piensa. Pero se cuida de hacer esta afirmación como si Descartes y Kant no
hubieran dejado ya su impronta en la historia de la filosofía. Kant tiene razón cuando
afirma que en el sujeto están las condiciones de posibilidad del objeto; pero no tiene
toda la razón, porque la realidad y el ser de las cosas es mucho más que un objeto.
Santo Tomás, por nombrar a uno de los que son considerados como escolásticos por antonomasia,
tiene también razón cuando en su propio horizonte cristiano de la creación y la revelación
da por hecho que el ser es anterior a su ser pensado. También la investigación filosófica
tiene sus figuras del progreso; y Galán encuentra en los trabajos de Lonergan, publicados
en Verbum, elementos para sostener la tesis de que un realismo crítico es posible, y con él
una nueva metafísica.
Preocupado por su método, el filósofo dice más de lo que cree, precisamente cuando,
pensando que lo sigue, de hecho se está apartando de él. Las afirmaciones sobre la
realidad llevan aparejadas afirmaciones sobre la inteligencia, sobre el saber; y al
revés: las afirmaciones epistemológicas llevan aparejadas determinadas afirmaciones
sobre la realidad. El realismo crítico empieza por el reconocimiento de este irrecusable
hecho. En principio, no hay preeminencia de un polo sobre el otro; aunque seguidamente
tengan que hacerse distinciones y matices.
La propuesta es hacer de la metafísica una metametodología capaz de integrar en una
unidad de grado trascendente la pluralidad de métodos de la razón científica, por
un lado; y por otro, que sea una metahermenéutica capaz de integrar en esa misma unidad
de trascendencia el sentido común, más allá del falso universal que impone a una determinada
cultura, por ejemplo la occidental, el papel de la cultura verdadera. "La cosmópolis
pide una ciencia humana crítica que asuma los retos de la complejidad y se esfuerce
por ser inteligente y razonable. La cosmópolis pide un tipo de saber que quiera ser
fiel a las exigencias de la inteligencia desapegada, que quiera confiarse al patrón
intelectual de la experiencia. La cosmópolis pide una metafísica a la altura de nuestra
época" (p. 134).
Cómo es posible la metafísica como metametodología y como metahermenéutica, es lo
que el lector encontrará a lo largo de este libro de Francisco Galán que, al rigor
del argumento lógico exigente, que ya hemos señalado, le suma una dócil pluma que
se mueve con soltura y libertad natural entre los intrincados mundos de la filosofía
académica profesional tanto como en los ámbitos pedagógicos y didácticos del salón
de clase, donde el recurso a los ejemplos del mundo de la vida, de la cultura de todos
los días, se hace necesario, sin menoscabo, ni del hilo argumentativo, ni del rigor
de la exposición. Todos estos elementos hacen de este libro una obra que a la inteligencia,
le suma también madurez filosófica y madurez humana.