La violencia del hombre contra el hombre entraña una dinámica irreversible de aislamiento
y de soledad en la que el lenguaje, lejos de estar precedido por el deseo de dialogar,
deviene en monólogo e imposición de las propias ideas. Una sociedad que va configurándose
a partir de semejante dinámica estaría destinada a autodestruirse, si no fuera porque
desde su núcleo puede surgir una voluntad de vida en común cuya fuerza reside en la
convicción de que la paz es anterior a la guerra y de que el respeto al prójimo, expresado
en la acogida de su palabra, es el camino que consolida toda realidad personal y social.
La reflexión filosófica puede sumarse a este esfuerzo por la paz y por la vida en
común a partir de un discurso que permita comprender la especificidad de la violencia
y de sus límites. Es desde de esta premisa que nace el presente trabajo. No será nuestro
objetivo, sin embargo, abordar la cuestión de la violencia en general, sino profundizar
en aquella forma singular que a partir de la Modernidad se define como "resentimiento". Para tal fin, han sido particularmente esclarecedoras, por su agudeza y actualidad,
las reflexiones de Max Scheler en su ensayo de 1912 El resentimiento en la moral. Además de ofrecer una notable descripción del resentimiento, los argumentos esgrimidos
en ese trabajo permiten dimensionar el poder y la eficacia que sigue teniendo el resentimiento
en nuestra sociedad y, a la vez, permiten reconocer la exigencia de forjar una cultura
de la paz.
Superar el resentimiento no es un asunto teórico, sino eminentemente práctico. Sólo
puede darse a partir de una acción procedente de la alteridad capaz de revertir la
"sed de venganza" de la que este sentimiento se nutre; una acción cuya fuerza reside
en la voluntad de acercarse al que lo padece, de soportar con él sus sufrimientos
y de compartir un mismo horizonte de plenitud. Ahora bien, ¿de dónde puede proceder
esta fuerza, capaz de contrarrestar el dinamismo aniquilante del resentimiento tanto
de quien lo promueve como de quien lo padece? Si decimos que esta fuerza procede del
amor, surge inmediatamente la pregunta: ¿por qué amar al que debía estar a mi lado
y no lo hizo, al que me despreció, al que quiso hacerme objeto de burla y escarnio?
Esta pregunta permite entrar directamente al segundo tema de nuestro trabajo: el perdón.
La posición sobre el perdón, que se desarrollará en la parte final del trabajo, se
ha elaborado en diálogo con el teólogo Romano Guardini. La apertura al plano teológico
no es gratuita. Surge de la convicción de que el discurso filosófico es incapaz de
comprender la posibilidad última del perdón. El perdón es una posibilidad que deviene
accesible ante acciones que son, por su gravedad, humanamente imperdonables. Perdonar
lo imperdonable es algo que sólo cabría esperar de un ser que ama infinitamente; que
puede ver, más allá del daño padecido, la bondad que hay en cada ser humano y puede
ofrecer la propia vida con tal de salvarla.
La tesis de Nietzsche sobre el resentimiento
En primer lugar, remitámonos al título de la obra de Scheler: El resentimiento en la moral. En el original alemán el término "resentimiento" viene expresado con la palabra
francesa ressentiment. La elección de este término por parte del filósofo de Múnich no era casual. Hacía
alusión al mismo término en francés que Nietzsche utilizó en su libro La genealogía de la moral de 1887, indicando claramente su intención de confrontarse con éste y, más precisamente,
de cuestionar la identificación que allí se hace entre el ressentiment y la "moral del esclavo" propia de la cultura judeo-cristiana. Por ello antes de
señalar los argumentos del libro de Scheler, conviene tener en cuenta las principales
tesis sobre el resentimiento planteadas en La genealogía de la moral.
Junto con Más allá del bien y del mal de 1886, este libro, que pertenece al último período nietzscheano, apunta a una elaboración
teorética de la "voluntad de poder", en un claro distanciamiento del lenguaje lírico-simbólico
utilizado en Así habló Zaratustra o del aforístico de Humano, demasiado humano. En el prólogo, Nietzsche señala que el objetivo del libro es analizar "qué origen tienen propiamente nuestro bien y nuestro mal" a partir de la siguiente premisa:
no buscar el mal "por detrás del mundo" (2005a: 24); es decir, no ceder a la tentación metafísica y teológica de hallar el origen de
la moralidad más allá del ámbito fenoménico. Así, preguntar por el bien y el mal será
preguntar por las condiciones históricas, sociales, pero sobre todo, psicológicas
que determinaron la "invención" de juicios morales. No será, sin embargo, un estudio
genealógico general sobre la moral el que llevará a cabo Nietzsche, sino un análisis
de las condiciones que hicieron posible que sentimientos tan contrarios a la vida,
como la compasión, el sacrificio y la mortificación fueran considerados "valores en
sí". Dice Nietzsche:
Justo en ellos [en los "instintos de compasión, autonegación, autosacrificio"] veía
yo el gran peligro de la humanidad, su más sublime tentación y seducción -¿hacia dónde?,
¿hacia la nada?-, justo en ellos veía yo el comienzo del fin, la detención, la fatiga
que dirige la vista hacia atrás, la voluntad volviéndose contra la vida (Nietzsche, 2005a: 27).
La identificación de tales "instintos" con la bondad es para Nietzsche un dato dependiente
y subordinado a un fenómeno todavía más originario: la valoración que se daban a sí
mismos "los nobles, los poderosos, los hombres de posición superior [...] en contraposición
a todo lo bajo, abyecto, vulgar y plebeyo" (2005a: 37). La experiencia de esta diferencia irreductible entre poderosos y plebeyos dio lugar
a un "pathos de la distancia" por el que los primeros se atribuían el derecho a crear valores
y darles nombre. Los valores creados inicialmente, según esta singular interpretación
nietzscheana, nada tenían que ver con los sentimientos altruistas y compasivos hacia
los demás. Se trataba de valores políticos en los que se afirmaba la superioridad
de los nobles sobre la gente vulgar. Según esta interpretación, el valor "bondad"
aludía a la fuerza del guerrero, mientras "pureza", al cuidado que se debía dispensar
al cuerpo para no contaminarse con la suciedad del bajo pueblo. La creación de estos
dos valores coincide con la distinción, al interior de la misma clase poderosa y aristocrática,
entre una casta de guerreros y una casta sacerdotal. La primera pone su seguridad
en la fuerza del cuerpo mientras que la segunda la pone en el espíritu.
Es precisamente a través del descubrimiento del espíritu que los sacerdotes llevan
a cabo la interiorización de los conflictos provocados por el encuentro de valores
de distinto signo. Este proceso de interiorización tendrá a los ojos de Nietzsche
consecuencias decisivas en la aparición del resentimiento. En ese espacio interior
se va configurando un hábito insano en la casta sacerdotal que asume como fuente de
poder algo que en realidad es fuente de debilidad: el rechazo de la actividad y los
placeres sensibles y, por otro lado, la tendencia a refugiarse en la interioridad
para, desde allí, superar a la casta guerrera a través de la intensificación del odio.
Del "hombre del resentimiento" nos dice Nietzsche que: "no es ni franco, ni ingenuo,
ni honesto y derecho consigo mismo. Su alma mira de reojo; su espíritu ama los escondrijos,
los caminos tortuosos y las puertas falsas, todo lo encubierto le atrae como su mundo,
su seguridad, su alivio" (2005a: 52).
Es la casta sacerdotal la responsable de la inversión de los valores por la cual se
afirma que los buenos son ahora los miserables, los pobres, los que sufren, los enfermos,
"únicamente para ellos existe bienaventuranza; en cambio vosotros, vosotros los nobles
y violentos, vosotros sois, por toda la eternidad, los malvados, los crueles, los
lascivos, los insaciables, los ateos, y vosotros seréis también eternamente los desventurados,
los malditos y condenados!..." (2005a: 46). Es con la casta sacerdotal, tanto judía
como cristiana, que aparece el resentimiento en la rebelión moral de los esclavos,
de la plebe, del rebaño. Afirma Nietzsche: "Los máximos odiadores de la historia universal,
también los odiadores más ricos de espíritu, han sido siempre sacerdotes" (2005a: 46). Para él, el amor y el perdón que promueven los sacerdotes entre el bajo pueblo
son la expresión enmascarada del odio y del resentimiento contra los poderosos.
Sobre la naturaleza del resentimiento
La respuesta de Scheler a esta interpretación nietzscheana sobre el amor cristiano
aparecerá con nitidez en el tercer capítulo del Resentimiento en la moral titulado "la moral cristiana y el resentimiento". Si la argumentación crítica empieza
en el tercer capítulo, es porque en los dos anteriores, inspirado como él mismo dice
en "las notables tesis" de Nietzsche sobre el resentimiento, Scheler quiere "penetrar
más hondamente en la unidad de la vivencia designada con este término" (1993: 22). Aproximémonos a la lectura que hace Scheler de la teoría nietzschena sobre el resentimiento
y a su reelaboración.
Si el hombre resentido obra a través de una venganza imaginaria, requiere de la existencia
de otro sujeto a quien agredir o de quien poder reclamar venganza. Así queda formulado
por Nietzsche en La genealogía de la moral:
Mientras que toda moral noble nace de un triunfante "sí" dicho a sí mismo, la moral
de los esclavos dice "no", ya de antemano, a un "fuera", a un "otro", a un "no-yo";
y ese "no" es lo que constituye su acción creadora. Esta inversión de la mirada que
establece valores -este necesario dirigirse hacia fuera en lugar de volverse hacia
sí- forma parte precisamente del resentimiento (2005: 50).
Scheler coincide con este argumento, señalando de entrada que el término ressentiment se refiere a "emociones basadas en la previa aprehensión de los sentimientos ajenos"
(1993: 23) y, en ese sentido, requiere de una comparación valorativa con el otro para
poder subsistir. Ahora bien, ¿es posible concebir una vida humana sin ningún tipo
de comparación con los demás, tal como lo sugieren Nietzsche cuando habla del poderoso
y, muy cercano a éste, Georg Simmel, cuando habla del hombre noble o distinguido (Vornehm)? Scheler considera que esto es imposible salvo en aquel hombre descrito irónicamente
por Goethe que, pretendiendo originalidad y sin haber aprendido nada de nadie, es
autor de su propia ridiculez.1
Sin embargo, reconoce el filósofo bávaro que Simmel lleva la razón cuando diferencia
al hombre noble o distinguido del hombre vulgar (Gemein). En ambos pueden apreciarse dos formas diversas de "conciencia comparativa". El
noble o distinguido tiene un sentimiento inmediato e irreflexivo de su propio valor
y plenitud que permea toda su existencia y que lo sitúa en el centro del universo.2 No se trata de un sentimiento surgido a partir de una determinada capacidad o destreza
que sobresale ante la mirada impotente de otro yo, sino de un sentimiento de seguridad
fundado en el ser y la existencia misma, antes de cualquier comparación con un valor
específico del otro. En virtud de este sentimiento ingenuo del propio valor y de su
centralidad, el distinguido puede reconocer y hacer suyos los valores de los demás
con liberalidad, serenidad y sin ningún tipo de conflicto ni envidia (Scheler, 1993: 34).
El hombre vulgar, por el contrario, siente su propio valor a partir de la comparación
y durante el proceso de la comparación.3 De este modo, vive un estado permanente de zozobra, interpretándose a sí mismo en
función del valor "superior" o "inferior", "mayor" o "menor" de los demás. Es sobre
esta actividad comparativa del vulgar que surgen dos subtipos de hombre: en primer
lugar el "arribista" (Streber), aquel que vive ansioso por demostrarse a sí mismo y a los demás que es y vale más,
incluso antes de determinar cuál es el valor que es objeto de la comparación. En palabras
de Scheler: "es aquel para quien toda "cosa" es sólo una ocasión -en sí indiferente-
para poner término al opresivo sentimiento de "ser menos"" (Scheler, 1993: 36). Cuando este sentimiento se apodera de una sociedad y deviene su tipo dominante,
surge un sistema social de competencia cuya prioridad siempre está vinculado al criterio
del tener o del poseer. El segundo tipo es el del hombre resentido. A diferencia del
arribista, para el cual es posible competir y demostrar la propia superioridad, en
el resentido prima la experiencia de impotencia o la conciencia de inferioridad frente
al otro. Esta impotencia es compensada a través de una actividad psíquica por la que
se busca disminuir o rebajar interiormente el valor superior sentido o quedar ciego
ante él. Cuando esta experiencia se apodera de una sociedad se produce la obra capital
del resentimiento: la inversión de los valores y la falsificación de la jerarquía
de los valores.
Ahondemos un poco más en estos análisis en torno al resentimiento en los que tanto
Nietzsche como Scheler se muestran finos observadores de la psicología humana. Según
Scheler, la formación del resentimiento tiene como punto de partida el impulso de
venganza.4 En todo acto vengativo se presentan dos momentos decisivos: un aplacamiento o una
represión de un deseo natural de desquitarse con alguien por un daño padecido y una
postergación de este deseo para una ocasión más propicia, tal como queda expresado
en el refrán que reza: "La venganza es un platillo que se come frío". El impulso de
venganza se transforma en resentimiento cuando deja de orientarse a alguna realidad
determinada y se transforma en "sed de venganza". Esto significa que si el deseo de
venganza desaparece una vez consumado el acto vengativo, el resentimiento permanece
como un deseo insatisfecho de venganza que se alimenta sin cesar de la experiencia
de impotencia e inferioridad frente a un otro cada vez más vago e indeterminado. Mientras
más indeterminada la realidad hacia la que se dirige el impulso vengativo, mayor la
posibilidad de que ese impulso se torne resentimiento y forme una personalidad amargada
y envenenada, habituada a ocultar en su interior los sentimientos de rechazo y violencia,
y a poner, como dice otro refrán, "al mal tiempo buena cara".
La envidia, por otro lado, también se presenta como un impulso poderoso capaz de transformarse
en resentimiento. Surge de la impotencia ante alguien que tiene un bien que yo deseo
y de la ilusión de creer que ese alguien es la causa de que yo carezca de dicho bien.
Pero la envidia en sí no es todavía resentimiento. Esta experiencia, de un modo análogo
a la venganza, desaparece en el momento en que el bien al que aspiraba y que estaba
en manos de otro pasa a ser de mi propiedad. La envidia deviene resentimiento cuando
alguien se experimenta absolutamente impotente respecto al bien envidiado. Dice Scheler:
"La envidia que suscita el resentimiento más fuerte es, por tanto, aquella envidia
que se dirige al ser y existir de una persona extraña: la envidia existencial". Esta envidia murmura, por decirlo así, continuamente: "Puedo perdonártelo todo, menos
que seas y que seas el que eres" (Scheler, 1993: 32). En ese sentido, lo que más puede generar envidia son aquellas cosas que uno ha
recibido sin que haya mediado ninguna intención -como el haber nacido en una familia
rica, hablar un determinado idioma, etc.-, o los talentos innatos y arraigados en
la propia naturaleza, como la belleza, el carácter, la creatividad, la inteligencia,
etc., y no aquellos valores que uno podría adquirir con el propio esfuerzo.
La tendencia a rebajar y empequeñecer los valores propia del resentimiento condiciona
una cosmovisión específica que apunta a aplacar la experiencia de inferioridad generada
ante ellos.5 Se produce aquí el fenómeno de la ceguera o de la ilusión respecto de los valores que el hombre resentido quiere rebajar en su impotencia.
Ahora bien, ¿qué significa propiamente quedar ciego ante los valores o estar bajo
una ilusión de valores? La ceguera ante los valores surge, según Scheler, como consecuencia
de un engaño a la función cognoscitiva del sentimiento del valor (Wertfühlen)6 y no a una perversión de éste.7 Si la hay, tal perversión sólo puede darse a nivel apetitivo; esto es: cuando un
determinado apetito queda modificado, obteniendo placer de aquello que bajo condiciones
normales era causa de dolor o repulsión.8 En virtud de la cualidad del valor que se manifiesta a través del sentimiento valorativo,
se afirman una jerarquía de valores y una legalidad en el acto de preferir que hacen
de la moralidad un hecho objetivo e inteligible, tal como Pascal lo había anticipado
hablando de un "orden del corazón" y de una "lógica del corazón". Al hombre resentido,
los valores se le siguen presentando según la cualidad objetiva de "alto", "superior",
"bueno", etc., pero por su tendencia a rebajarlos o empequeñecerlos, no los reconoce
según el rango jerárquico intuido por el sentimiento valorativo. Lucha interiormente
por permanecer en un mundo de apariencias en donde los valores superiores quedan recubiertos
por los valores ilusorios, perdiendo la fuerza para ir más allá y percibir lo que
objetivamente son.
Falsificación de valores y ethos del resentimiento
Hemos hecho referencia al conflicto que precede a la aparición del resentimiento entre
el impulso vengativo y envidioso que busca el daño real del otro, y el contramovimiento
de la represión fruto del sentimiento de inferioridad e impotencia. Mientras mayor
es la impotencia, más temible la venganza y la envidia, porque tales sentimientos
dejan de dirigirse a un objeto específico para apuntar ahora a todas las direcciones
posibles a través del movimiento arraigado en la vida psíquica del hombre que hemos
caracterizado como resentimiento. Es importante destacar que la represión no sólo
aplaca determinados afectos, sino los expulsa de la esfera de la percepción interna,
de modo tal que el hombre resentido no es consciente de poseerlos. El odio, la envidia
y la venganza, a través del resentimiento, pueden quedar sumergidos en la profundidad
de la psique humana, obrando eficazmente "desde atrás", pero sin traspasar el umbral
de la percepción interna, es decir, sin convertirse en realidades intuidas por el
yo (Scheler, 2003: 38). El dinamismo represivo, por tanto, propicia un distanciamiento de estos impulsos
negativos respecto de algún motivo determinado, ampliándolos de modo predeliberativo
e involuntario, hacia una esfera cada vez más indeterminada que va de las cualidades
y acciones de la persona odiada, pasando por sus relaciones y situaciones, hasta llegar,
en algunos casos, a valores que no tienen que ver directamente con la persona odiada,
sino con ciertos "fenoménos del entorno" (Erscheinungen der Umwelt), como sucede en el caso del "odio de clase". Pero este odio genérico no es todavía la expresión máxima del resentimiento. Para
Scheler la acción del resentimiento alcanza su última posibilidad en aquel fenómeno
que Nietzsche denominaba "falsificación de la tabla de valores" (Fälschung der Werttafeln), es decir, en ese singular proceso por el cual los valores positivos se convierten
en valores negativos.9 La falsificación no se realiza en el nivel de la conciencia, sino en el camino que
va del sentimiento valorativo a la conciencia.10 En este camino, inducido previamente por una atención orientada hacia aquellos fenómenos
que pueden ofrecerse como materia para el resentimiento,11 se produce un contramovimiento, un direccionamiento que apunta a la inversión completa
de la valoración. Así, el hombre resentido subordina el sentimiento valorativo (Wertfühlen) a una dinámica habitual que obra "a espaldas" de la conciencia, rebajando o distorsionando
la cualidad objetiva de los valores.
Esta tendencia habitual le exime de emitir un juicio falso sobre cada valor intuido
en el ámbito de la percepción tanto interna como externa,12 de modo que para el hombre resentido ya no hace falta mentir. Su relación con la
realidad está sellada por una "mendacidad orgánica" y fundamental (organische Verlogenheit) (Scheler, 1993: 64) que, obrando a partir de automatismos psíquicos, concluye que todo es vano, que
hay que alejar la mirada de aquello que el sentimiento valorativo percibía como positivo
y preferido13 para reorientarla hacia fenómenos portadores de valores contrarios (la pobreza, el
dolor, la muerte, etc.), los únicos capaces de asegurar al hombre su realización.
Una vez consumada la falsificación de la tabla de valores, se produce la sublimación
del resentimiento por la que "desaparece" la inferioridad e impotencia del resentido,
para transformarse en una experiencia de triunfo y superioridad. Aquellos que antes
eran considerados dignos de envidia, de venganza y de odio, pasan a ser tras la sublimación
dignos de lástima, de compasión y de amor por participar de aquellos valores interpretados
ahora como negativos e inferiores. En la medida que la inversión de los valores va
ganando terreno en una sociedad y va imponiéndose como autoridad en el ethos dominante, los hombres resentidos empiezan a percibirse buenos, puros y superiores,
alejados de todo sentimiento negativo como la envidia y la venganza. Lo que antes,
en la moral tradicional, era considerado unánimemente como bueno, ahora resulta malo,
de modo tal que las generaciones formadas en el ethos decadente deben abstenerse de todo juicio moral, deben callar si no quieren ser objeto
de lástima y de conmiseración, o en determinados casos, de castigo y de desprecio.
Scheler acepta la tesis de la inversión de los valores y de la sublimación del resentimiento
obrada en una sociedad, sin que ello implique poner en cuestión el carácter objetivo
de los valores.14 Lo que se puede reconocer es la existencia de diversas morales a lo largo de la historia
de la humanidad, configuradas a partir de reglas de preferencia dominantes en determinadas
épocas y pueblos (Spader, 2002: 67). Ahora bien, ¿qué decir de la identificación que hace Nietzsche de la inversión
de los valores con el judeo-cristianismo, tal como queda planteada en La genealogía de la moral?15 Aún cuando Scheler reconoce que esta interpretación del amor cristiano "es tan profunda,
tan digna de la más seria consideración, como ninguna otra de las que han sido dadas"
(Scheler, 1993: 81), la tiene por completamente falsa. La garantía de que el amor de Cristo no es fruto
de ningún resentimiento se funda en el hecho de que la independencia del acto de amor mismo no va de abajo hacia arriba, como sucedía con el eros griego, sino que procede de Dios mismo. Por ello, el espíritu del que habla el cristianismo,
no es el "espíritu" de la casta sacerdotal que plantea Nietzsche, no es esa interioridad
psíquica en la que se va configurando la experiencia envenenada del resentimiento,
sino la realidad personal divina de la que participa la interioridad humana.16 Esta trascendencia divina liberada de cualquier forma de automatismo y de impulso
ciego, posibilita una acción gratuita de naturaleza espiritual dirigida únicamente
al bien del ser amado. Se revela así una novedosa dimensión del amor que, a través
de Cristo, se hace partícipe también a todo hombre. En Cristo, el sacrificio amoroso
no es ningún principio político ni resultado de un impulso egoísta que buscaría fomentar
la vida o reprimir la hostilidad a través de lo que Nietzsche llama el "instinto gregario
de obediencia" (2005: 139), sino un movimiento que se dirige "al núcleo espiritual
del hombre, a su personalidad individual misma por la cual el hombre toma inmediata
participación en el reino de Dios" (Scheler, 1993: 97). Por ello, lejos de ser un factor homogeneizante, el amor cristiano que promueve
la igualdad de las almas ante Dios, es capaz de descubrir "la diversidad interna de
los hombres bajo su apariencia uniforme".17
En este sentido, las críticas de Nietzsche al amor cristiano podrían aplicarse con
más propiedad al "amor a la humanidad" del filantropismo moderno. Esta pretendida
ampliación del círculo del amor hacia el género humano oculta, según Scheler, un profundo
resentimiento.18 Detrás de esta pretensión, aparentemente inocente, se manifiesta el odio a Dios del
hombre moderno que podría quedar expresado así: no hay suficiente amor en el mundo
como para dárselo a un ser trascendente que no hace nada por nosotros. Desde esta
perspectiva lo que distingue al hombre del resto de seres vivos no es su carácter
único e irrepetible, sino su pertenencia indiferenciada a la Humanidad. El amor deviene
así un sentimiento laxo de interés indiferente hacia el otro que en lugar de orientarse
hacia la singularidad de una persona, nivela y homogeniza a todos los hombres en la
idea genérica de "hombre". Si esto es el amor, el perdón sería el acto por el cual
se justifican las acciones de un individuo a partir de su pertenencia a la especie
humana o del criterio estadístico por el que tales acciones se reducen a cantidades
y porcentajes. El criterio por el cual son juzgadas las acciones humanas pierde así
su carácter normativo, quedando reducido a una función descriptiva, como cuando se
dice "Después de todo, es un hombre" o "No te sientas mal: muchos lo hacen" o "Se
trata de una práctica cada vez más recurrente en nuestros días". Esto es algo que
en la actualidad ha sido muy bien descrito por Niklas Luhmann cuando habla de la "legitimación
por el procedimiento" (1983), principio a partir del cual algo adquiere estatus legal constatando simplemente
su puesta en práctica por un determinado número de individuos, sin importar su cualidad
moral.
La uniformización de los hombres "desde abajo", es decir, desde sus determinaciones
más genéricas, también entraña un resentimiento contra todo principio singularizante
de la naturaleza humana.
Dice Scheler: "Cuando los hombres son iguales, lo son por los caracteres de ínfimo
valor [...] Pero el resentimiento, que no puede ver con alegría los valores superiores,
oculta su verdadera naturaleza bajo la exigencia de la "igualdad". En realidad, lo
que quiere es la decapitación de los que poseen esos valores superiores que le indignan"
(1993: 142). Por ello tiene sentido que una sociedad que promueve una igualdad uniformizante
tienda a cuestionar los principios singularizantes como la religión, la familia, la
comunidad, las tradiciones, y a absolutizar el valor económico y el trabajo. Si todos
los hombres son iguales desde lo ínfimo, la posibilidad de distinguirse residirá,
en ese ethos, en el hecho de tener más, pero desde la perspectiva del resentimiento ese "tener
más" significará, en realidad, una forma de vengarse de aquel que les hace sentirse
menos, de "calumniar" los valores superiores que, a pesar de todos sus esfuerzos,
no dejan de ser intuidos a través de las cosas y de las personas. Afirma Scheler:
"La dicha, el poder, la belleza, el talento, la bondad, etc., se ofrecen una y otra
vez a la persona resentida. Por mucho que en su interior agite el puño contra ellas,
por mucho que quiera eliminarlas [...] esos valores existen y se imponen. El deliberado
desvío de los ojos no es siempre posible y, además, es ineficaz a la larga" (Scheler, 1993: 61).
Amor y perdón
En el último capítulo del ensayo sobre el resentimiento, Scheler da un argumento que
permite comprender por qué el amor, en su sentido auténtico, es el antídoto más eficaz
contra el resentimiento. Afirma allí que en muchas ocasiones el resentimiento nace
en personas que en su niñez se esforzaron en vano por lograr el cariño de sus padres,
o no fueron reconocidos en su singularidad en el lugar donde vivieron (1993: 116).
Se trataría, por tanto, de un fenómeno directamente vinculado a una expectativa frustrada,
a un deseo de sentirse amado que no se cumplió. Romano Guardini, contemporáneo y amigo
de Scheler, aborda esta línea de reflexión llegando a conclusiones muy relevantes
para nuestro trabajo. El teólogo ítalogermano afirma que la vida de un recién nacido
"consiste en gran parte en un movimiento orientado a la madre (auf die Mutter hin), en un sumergirse en su ser, en un co-participar en el flujo de su vida" (Guardini, 2013: 39). Este acto de amor confiado es la "expresión de una actitud frente al ser fundado
en la profundidad última de orden metafísico y psicológico" (Guardini, 2005: 127). Se trata de una orientación originaria de la persona humana que responde al acto
de amor de Dios mismo cuando la creó y que expresa un deseo de estar con Él. Cuando
esta aspiración originaria a ser amado no tiene el correlato inmediato de realización
en la cercanía y el amor de los padres, la naturaleza del niño sufre y se rebela contra
un hecho experimentado como injusto. La intensidad de esta experiencia de abandono
sólo se puede dimensionar si se tiene en cuenta que "el estar orientado a" tiene un
carácter personal, es decir: tiene a Dios como su fin. Es precisamente aquí donde
puede hallarse la verdadera raíz del resentimiento. La indeterminación del objeto
del resentimiento al que hacíamos alusión al inicio de este trabajo se explica a partir
de la incomensurabilidad y desproporción de Dios respecto de toda realidad intramundana.
Se entiende, por tanto, que para el hombre resentido, Dios sea alguien cruel que se
complace en el sufrimiento de su creatura y que le abandona a su suerte. El odio profundo
a Dios que propicia esta imagen deviene exaltación de la propia autonomía y de la
voluntad de poder; y en su versión sublimada, caricaturización no sólo de Dios, sino
también de los que creen en Él: seres engañados que leen este mundo a la luz de otro
más pleno y más perfecto al que aspiran.
Ahora bien, una vez que el resentimiento se ha arraigado en la interioridad de la
persona, ¿cómo romper con la lógica de desconfianza y de rechazo hacia todo gesto
de amor hacia ella? ¿Cómo abrirse nuevamente a la posibilidad de ser amado si la propia
experiencia confirma que la confianza en el amor humano es una farsa? El agudo análisis
que Scheler ha llevado a cabo en torno al resentimiento no logra responder suficientemente
a esta cuestión. Si bien se profundiza en la distinción entre el ágape cristiano y el eros griego, no se ofrece ninguna vía que apunte a la superación del resentimiento a través
del amor. Podríamos incluso añadir que la noción del amor cristiano presentado en
su ensayo plantea dificultades para comprenderlo como el más eficaz antídoto frente
al resentimiento. En efecto, cuando habla del cristiano lo hace destacando algunas
características que se acercan a aquellas que el propio Scheler atribuía al hombre
distinguido cuyo perfil procedía claramente del "poderoso" nietzscheano.19 En el intento de rechazar todo vínculo entre el amor y el resentimiento, Scheler
expone una noción del ágape cristiano en la que el "abajamiento" de lo perfecto a lo imperfecto antes que responder
a la lógica de la misericordia, responde a la del poder y la fuerza. Así, por ejemplo,
se afirma que la entrega al prójimo tiene "por punto interno de partida y por fuerza
motriz de sus acciones, un poderoso sentimiento de la seguridad, firmeza, íntima salud
e invencible plenitud de la propia existencia y vida; y de todo esto surge entonces
la clara conciencia de poder dar algo del propio ser y de la propia abundancia. Aquí -continúa Scheler- el amor,
el sacrificio, el auxilio, el inclinarse hacia el más humilde y más débil, es un espontáneo
desbordamiento de las fuerzas que va acompañado de beatitud y reposo íntimo" (Scheler, 1993: 76). ¿Puede una consideración semejante del amor cristiano cuestionar y remover los
cimientos del resentimiento? ¿El poderoso sentimiento de seguridad, de firmeza, de
invencible plenitud vital que caracteriza al cristiano, no agudizaría más bien el
rechazo del hombre resentido a aquel que dice amarle?
Tanto en el ensayo Arrepentimiento y nuevo nacimiento (2007b) como en Esencia y formas de la simpatía (1943), Scheler aporta nuevas luces para comprender el fenómeno del resentimiento y su
posible superación. La decisión del hombre resentido de cerrarse a toda forma de amor,
al ser finalmente un rechazo a su orientación última a Dios, es causa de un profundo
sufrimiento. La culpa de este hombre, como la de todo hombre que obra mal, reside
en la lejanía con su Creador. Es precisamente esta lejanía la que lleva al hombre
a arrepentirse, a realizar aquel acto por el que puede renacer a la vida y reencontrarse
con su Creador.20 Ahora bien, ¿qué puede llevar al hombre a arrepentirse? En una bella interpretación
de la escena evangélica del hijo pródigo, afirma Scheler: "es a la vista del asombroso
espectáculo de amor paterno como brota impetuoso el arrepentimiento"(Scheler, 1943: 216). Desde la perspectiva de la revelación la comprensión de la culpa y el pecado como
lejanía, enemistad y pérdida de la comunión con Dios está en estrecha relación con
una redención entendida en términos personales, es decir, como el acto de amor por
el que Él quiere restaurar nuevamente la amistad perdida. La culpa del hombre no es
redimida a través de la reparación (sentido jurídico)21 ni a través de un acto regenerador (sentido místico), sino a través de la donación
amorosa de Dios al hombre.
En la Persona de Cristo se pone de manifiesto que Dios no se olvida del sufrimiento
del hombre. La redención obrada en Cristo halla su origen en la Comunión divina de
Amor en la que se inserta toda su existencia. Para Guardini, así como para Scheler,
el pecado debe entenderse en términos personales, es decir, como un alejarse de Dios,
un enemistarse con Él, un desviarse y un apartarse de su camino. En tal sentido, la
redención refiere al acto por el cual Dios sale al encuentro del hombre caído, se
dona a él, se reconcilia con él, recompone la relación de amistad y funda una nueva
comunidad. Las exigencias del amor implican también asumir la posibilidad de que esta
donación y entrega sean rechazadas, que el amante sea no solo ignorado sino también
atacado por el amado. Ante esta posibilidad Jesús nos muestra, como en la parábola
del hijo pródigo, que la respuesta a ella es el perdón, un perdón que halla su fuente
en el corazón del Padre en donde pudo encontrar el consuelo al dolor del abandono,
de la humillación y de la mentira. Ver a Cristo es ver el abrazo amoroso del Padre
que ama en Él a cada hombre. Desde la perspectiva de la mirada amorosa del Padre al
Hijo aparece con toda nitidez la fuerza, la belleza y las virtudes que cada persona
creada y redimida entraña. La verdad de la Encarnación expresa la grandeza del hombre;
refiere no solo al hecho de que la persona está llamada a la vida eterna, sino también
al hecho de que Él haciéndose, en cierta manera, uno de nosotros "penetra en este
ser humano, lo traspasa de luz, responde de él, lo atraviesa de dignidad" (Guardini, 1989, 137).
Si la revelación muestra que la realidad creada es intrínsecamente buena, también
muestra que la experiencia de abandono es una experiencia de indecible sufrimiento
tanto para el hombre como para Dios. Pero a diferencia del hombre resentido, Dios
no obra vengativamente.22 La redención es el intento de Dios de reconciliarse con el hombre, de renovarle su
confianza, de ofrecerle nuevamente su amistad y acercarle a su Vida. Aceptar la redención
lejos de renegar de la propia naturaleza y anhelar la realidad sobrenatural como vía
de escape, significa introducirse en un nuevo inicio existencial desde el cual la
propia realidad queda elevada a la condición filial divina. Es desde la perspectiva
del amor que el resentimiento puede hallar la posibilidad de su superación. No en
virtud de una decisión personal, sino de la fuerza del amor obrada en la Encarnación,
que expresa el deseo de Dios de "poner su morada entre nosotros" (Jn 1,14), de estar
con nosotros (Emmanuel) y de acompañar a aquel que alguna vez pudo sentirse abandonado, ofreciéndole la
posibilidad de vivir a su lado. Sólo a partir de esta fuerza que procede de Dios se
puede perdonar lo que la naturaleza humana considera imperdonable, y aceptar como
no humillante ni vergonzoso haber padecido una injusticia, por más dolorosa que sea.
Por encima de este dolor está la posibilidad de apreciar la dignidad y belleza de
la persona, en un movimiento que precede la proximidad y reconciliación con ella,
la renovación de la amistad, y el transitar juntos sobre la vía personalizante del
amor.