Jean Robert es arquitecto. Nacido en Suiza en 1937, emigró a México en 1972, en donde
se hizo amigo y discípulo del filósofo, historiador y teólogo Iván Illich.
Su carrera de arquitecto comenzó en su país natal con la construcción de dos edificios
para la banca y terminó con la construcción de excusados secos en Cuernavaca, ciudad
en la que tuvo su casa el legendario Centro Intercultural de Documentación (CIDOC),
en donde Jean conoció a Illich.
Después de años sin utilizar vehículos motorizados, caminante por decisión propia,
ha publicado los libros La traición de la opulencia (La trahison de l'opulence, en colaboración con Jean-Pierre Dupuy, Paris, Presses Universitaires de France, 1976),
El tiempo que nos roban. Contra la sociedad cronófaga (Le temps qu'on nous vole. Contre la société chronophage, Paris, Seuil, 1980) y, con Majid Rahnema, El poder de los pobres (La puissance des pauvres, Actes Sud, 2008).
Se ha dedicado a estudiar y enseñar las consecuencias de la Modernidad en la identidad
subjetiva a través del análisis de los medios de transporte, la noción de "espacio"
y el urbanismo. Un concepto clave en su filosofía es el de "proporcionalidad", que
tiene raíces en el pensamiento de Illich y en las distintas fuentes filosóficas, históricas,
sociales y teológicas de las que éste abreva.
Esta conversación, que tuvo lugar en agosto de 2012 y hasta hoy es publicada, se centra
en las resonancias filosóficas de las ideas de "cuerpo" y "corporalidad" a partir
de su inserción y desarrollo en los ámbitos del urbanismo, el lenguaje, la noción
de víctima y el acontecimiento de la "Encarnación".
DIEGO: De camino a verte, me dijo Juan Manuel sobre ti: "A Jean le pasa en la vida
lo que a Pablo camino de Damasco: se ve arrojado del caballo de la arquitectura de
bancos en Suiza y, de ahí en adelante, se dedica a construir letrinas secas en América
Latina".
JEAN: Sí, sí, hay algo así, más o menos. Llegué a México porque me casé con una mexicana,
a quien Juan Manuel conoce. Cuando llegué a México, no es que cambiaran mis intereses,
pero se me abrieron posibilidades para ciertos intereses prácticos que no tenían cabida
en Suiza. Pude pasar de hacer bancos a hacer letrinas, como tú decías, lo que fue
una gran promoción. Aunque lo que tú describes en términos más bien dramáticos, no
fue dramático, sino la realización de anhelos que yo tenía desde antes.
También tengo que referir como antecedente de esa transformación que la cuestión ecológica
por vía del transporte ya me inquietaba. O, más que eso, me preocupaba ya, desde un
caluroso verano que pasé en la ciudad de Ámsterdam por los días en que ahí comenzaba
a surgir un movimiento de anarquistas -casi podría decir: de tendencia calvinista
y anarquista, pues entre ellos había teólogos. Es gente que defiende las posiciones
de la asociación libre contra los sistemas políticos impuestos desde arriba. La asociación
libre vislumbra una sociedad que se crea por asociaciones horizontales de los miembros.
El más famoso de ellos es un señor que se llamó Bart de Ligt. Anton Pannekoek es otro
muy célebre. Provocaron un movimiento que estaba previendo la automovilización de
Ámsterdam en una época donde aún había muy pocos coches en la ciudad. Sabían que el
alcalde, el burgemeester, Gijs Van Hall, estaba promoviendo la modernización de la ciudad y hacía calles y
autopistas, como, por la época, se hacían en todas las ciudades del mundo.
Este movimiento, que se llamó Provo y que tenía reclamos semejantes a los de los hippies, pero los argumentó puntual y racionalmente, convocó a jóvenes estudiantes, pero
también a artistas, a muchos artistas del famoso movimiento cobra, que antecedió al
expresionismo abstracto.1 Yo lo vi nacer en 1963, pero fue más fuerte al año siguiente. Recogía los folletos;
todavía tengo muchos. Se hizo un llamado a la población para que regalara bicicletas,
de esas bicicletas holandesas con el manubrio vertical. Este movimiento me interesó
mucho. Duró 3 ó 4 años, y luego se disolvió. Le pasó una cosa que también le pasó
luego al movimiento del '68 en París -en realidad, es un movimiento premonitorio del
'68-: eventualmente, fue manipulado y usado por grupos violentos que aprovechaban
las manifestaciones para destruir las tiendas, romper los aparadores, etc. Cuando
empezó esa violencia en Ámsterdam, el movimiento Provo se disolvió y se transformó
en un partido político. Muchos de los líderes de los primeros tiempos desaparecieron
en los consejos municipales y yo creo que fue una buena decisión porque la política
se debería de hacer a nivel municipal y ello contribuyó mucho a evitar los errores
que se cometieron en otras ciudades.
A resultas de aquello, la ciudad de Ámsterdam nunca se desfiguró. Sí se introdujeron
coches, pero no se destruyó la peatonalidad: todavía hoy es una ciudad bastante agradable
para los peatones. Neuchâtel, donde yo vivía, no es una ciudad sin coches, pero sí
es una ciudad pequeña, sin tantos coches. Luego de aquel verano, a mi vuelta, en Suiza,
y al inicio de mi carrera de arquitecto de edificios administrativos y bancos, pues...
me quedé con la nostalgia de una ciudad con menos coches. No obstante, yo veía que
en Suiza no había apertura para esas ideas, así que sólo diseñé dos bancos y luego
dije basta.
DIEGO: Jean, sé que, en México, muchos de esos intereses los cultivaste al lado de
Iván Illich, quien por aquellos días vivía y trabajaba en México y de quien fuiste
amigo y colaborador cercano. Me gustaría pedirte que nos platicaras un poco sobre
tu encuentro con Iván Illich y el CIDOC.
JEAN: Veo un poco difícil calificar la relación de Illich con sus amigos. No era un
gurú, pero sí un maestro. No lo enfatizaba. O sea, él no trataba a sus amigos como
discípulos, sino como colegas. Decía: "Aquí están mis colegas". Y al cabo de los años
nos hicimos amigos muy cercanos, pero no cabe duda de que a lo largo de tantos años
de cercanía dejó en mí la marca de un maestro. Yo creo que hay que decir que Iván
era un maestro. Él entendió varias cosas que probablemente hoy son muy evidentes,
cosas que hoy ya entraron en las crisis que él previó hace cuarenta años o más.
Antes de conocerlo, y ya estando yo en México -en Cuernavaca, con más precisión-,
recordé un artículo escrito por André Gorz donde se hablaba con admiración de Iván
Illich. Lo había leído varios años antes en una revista parisina, Le Nouvel Observateur, una revista de izquierda dirigida por Jean Daniel. Existe todavía. Por aquellos
días, uno de los periodistas más dotados era Gorz, quien también firmaba como Michel
Bosquet. Un personaje, si tú quieres, de ruptura: un austriaco de Viena que apostó
por volverse francés, escritor y filósofo francés. Estuvo en la fundación de las revistas
Les Temps Modernes y Le Nouvel Observateur. Debido a la dificultad de los franceses para pronunciar su apellido, Horst -tienden
a decir "Hortz"-, adoptó el pseudónimo de André Gorz.2 Fue uno de los primeros ecologistas de Francia. Cuando escribía artículos de tendencia
ecologista, los publicaba bajo el pseudónimo de Michel Bosquet, que también se refiere
a su apellido: quiere decir nido, o pequeño bosque. Luego lo conocí en Cuernavaca
y lo fui a visitar a Francia, donde también conocí a su esposa, Dorine, en su casa.
Por aquel entonces tenía presente un libro suyo, un tratado fundamental de filosofía
moral, Fundamentos para una moral (1977). Se lo había presentado a Sartre, y él le respondió que era impublicable:
"Tiene usted que transformar este libro en una novela autobiográfica", le dijo. Aunque,
al final, sí lo publicó, luego de haber adquirido cierta fama. Por lo pronto, siguió
el consejo de Sartre y escribió una novela: El traidor (1958). "Traidor", lo fue en el sentido cultural, en el sentido de alguien que no siguió
los lineamentos de su cultura: siendo austriaco, se volvió periodista francés, y un
excelente periodista. Así se confrontó a la necesidad de construirse a sí mismo -quizás,
exagerando un poco la diferencia entre la cultura francesa y la cultura austriaca,
me parece-. Comoquiera, fue un hombre que llegó como desprovisto de herencia a un
mundo nuevo y tuvo que crear sus principios morales. Su libro es la historia de la
creación de esos fundamentos morales.
Bueno, pues en 1969 o 1970, leí en el Nouvel Observateur un artículo de Michel Bosquet sobre un viaje que hizo a México de camino a los Estados
Unidos. Le interesaban los movimientos de California. Se acababa de publicar el libro
de Edgar Morin sobre su estancia en California, Journal de Californie (1970), y André Gorz quería hacer una investigación sobre los movimientos hippies, las
comunas de California, etc. Pero en el camino se detuvo bastante tiempo en México,
en el CIDOC, que era el instituto fundado por Iván Illich, a quien admiró mucho. Gorz
decía: "Sobre el fundador de este instituto, no encuentro los términos para describirlo.
Podría proponer: una mezcla de sacerdote neoyorkino y de futbolista boliviano".
Bueno, pues ya estando en Cuernavaca yo me acordé de este artículo y le dije a Sylvia
"Tenemos que ir a ver este instituto". Me dijo que sí y, en la calle, pedimos un taxi.
Le preguntamos al chofer: "¿Sabe dónde está el CIDOC?". "¡Sí, cómo no!", y nos llevó.
Cuando llegamos, Iván Illich no estaba ahí. Pero encontramos a Valentina Borremans.
Ella nos mandó a las publicaciones del Centro, donde conseguí muchas que distribuían
gratuitamente. Cuando las leí se me hicieron extraordinariamente interesantes. Sylvia,
como ciudadana de un país pobre, consiguió una beca para estudiar ahí, pero yo hubiera
tenido que pagar porque venía de un país rico, Suiza. Como no tenía el dinero, era
Sylvia quien cursaba los seminarios. Vivíamos en México y pasábamos uno o dos días
a la semana en Cuernavaca. Como a las cuatro o cinco de la tarde, yo me quedaba esperando
a Sylvia en la cafetería del CIDOC, que se llamaba "La Cucaracha".
Un día, de repente llega un hombre alto, de gabán blanco, delgado, con una nariz prominente;
se sienta a la barra y pide un jugo de naranja. Mientras lo está tomando, se voltea,
me ve en la terraza entonces desierta y cae sobre mí como un águila sobre un ratón:
"¿Que hace usted aquí?". Le respondí dos frases en inglés y advirtió que mi idioma
principal era el francés. Inmediatamente me habló en francés -y, de hecho, a partir
de ahí, casi siempre hablamos en francés a lo largo de los treinta años que nos conocimos-.
Lo que pasó fue una cosa muy extraña: al poco tiempo, estábamos involucrados en una
discusión muy animada sobre la caca. Él me intentaba explicar que, debido a la presencia
de mercurio en la elaboración del papel de baño, si todo el mundo lo adoptara, habría
una gran contaminación en los ríos. Y no sé si me programó, si me influyó, si me hizo
magia..., pero diez años después, en Medellín, Colombia, donde organicé un seminario
con gente que se interesaba en las letrinas, me nombraron "el filósofo de la caca".
Ese fue mi encuentro con Iván Illich. Nunca volvimos a hablar especialmente sobre
ese tema; de hecho, no sé por qué vinimos a hablar de ello. Durante mucho tiempo,
a partir de ahí, el asunto que más tratamos fue la cuestión del transporte porque
cuando pude, finalmente, entrar a los seminarios porque encontré el modo de pagar,
él estaba preparando Energía y equidad (2006a), su libro crítico sobre la institución del servicio de transporte. Entonces,
recordando mis años en Holanda, empecé a escribir en esa dirección y seguimos conversando.
En fin, poco después de nuestro encuentro, se presentó en el CIDOC un intelectual
francés llamado Jean-Pierre Dupuy y, juntos, preparamos un libro. Por la mañana, él
trabajaba con Iván en la redacción francesa de la Némesis médica (2006b), y por la tarde él y yo preparábamos un libro que se llamó La traición de la opulencia (1976) y que se publicó en Presses Universitaires de France. Eso motivó mi viaje
a París, donde acabamos el libro. Luego, Dupuy me dijo: "Te queda mucho material.
¿Por qué no preparas un segundo libro?". Ese lo escribí solo, actuando él como editor,
esta vez para Le Seuil, en París. Tardé mucho más en escribir este libro, como cinco
años, y se llamó Le temps qu'on nous vole, contra la société chronophage (1980): El tiempo que nos roban, contra la sociedad cronófaga.
JUAN MANUEL: Aunque tú pensabas en otro título, ¿no?
JEAN: Sí. Les chronophages, Los cronófagos. Quería llamarlo así, pero me hablaron de la edición y me dijeron: "Si insiste en
ese título, la publicación se retrasa hasta mayo", así que les dije que mejor no.
DIEGO: La conversación sobre el transporte la sostuviste con Iván durante muchos años.
Me recuerdas una distinción illicheana entre la "herramienta manejable" como aquella
que se vale de la propia energía metabólica del organismo y la "herramienta manipulable",
como aquella que utiliza energía producida por máquinas. Creo que el modo en el que
un sujeto se experimenta a sí mismo y experimenta una ciudad "a pie" es significativamente
distinto respecto de cuando la experimenta a bordo de un automóvil y tú has colaborado
mucho en la comprensión de las experiencias diferentes que suponen. Refiérenos en
qué radica la diferencia de tales situaciones y cuáles son sus consecuencias.
JEAN: Me gustaría empezar por hablar de la sinestesia y la cooperación de los cinco
sentidos para la aprehensión de la realidad. La realidad se da a nosotros por los
cinco sentidos y a veces tenemos la impresión de que un sentido se cruza con el sensible
que le correspondería a otro. Por ejemplo, si pienso en que tengo que subir aquella
montaña, al verla, yo veo la distancia, pero también la siento aquí, en la pantorrilla.
Podría decir que, hasta cierto punto, la veo, pues, con la pantorrilla, ya que la
veo con los ojos pero también la siento como una premonición de cansancio en la pantorrilla.
O sea, todo el cuerpo se implica en la aprehensión de esa distancia. En el lenguaje
también se usan las sinestesias. Si te digo, por ejemplo, que veo muy bien lo que
me estás diciendo, en ese caso yo veo con los oídos.
A partir de 1828, la primera vez, y luego en los años treinta y cuarenta del siglo
xix, ocurrió lo que se llamó "la locura de los ferrocarriles". De repente, la gente
se entusiasmó con esa experiencia que, en el fondo, es una experiencia de rompimiento
de la sinestesia. Uno se sitúa en un cuartito y se sienta en un banco afelpado. Incluso,
hay cortinitas en las ventanas, que se pueden cerrar. Así, el pasajero queda casi
exiliado de su propia experiencia sensible de la velocidad y la distancia y en una
relación solamente visual con el paisaje. Aquello resultó ser una experiencia extraordinaria.
Tanto, que la gente la buscaba por sí misma, aún si no necesitaba realmente desplazarse.
Se oía a la gente decir: "Oye, tú deberías subir a un tren: nunca has visto algo así".
Uno de los primeros que lo documentó fue Victor Hugo, quien, por cierto, viajó en
carruaje a Bruselas para abordar el tren BruselasAmberes, que acababa de abrir. Aquello
fue en 1837. Inmediatamente, escribió una carta entusiasta a su hija Adèle contándole
su experiencia y recomendándosela. Lo que se advierte en la descripción que hace es
que él se percibe como inmóvil mientras que todo el mundo gira a su alrededor. Ese
es el resultado de la ruptura de sinestesia:
La velocidad es increíble. Las flores al costado del camino dejan de ser flores: se
convierten en manchas o, más aún, en tiras rojas o blancas, ya no más en puntos. Todo
se convierte en una raya; el trigo se convierte en un oleaje de cabellos amarillos;
las largas alfafas, en verdes trenzas; las ciudades, los campanarios y los árboles
danzan y se mezclan descabelladamente en el horizonte; de tiempo en tiempo, una sombra,
una figura, un espectro estático aparece y desaparece como el rayo junto a la puerta.
Un guardián de la vía, como es costumbre, le dirige un saludo marcial al convoy (Hugo, Víctor, 1985: 611).
DIEGO: ¡Claro! ¡Hay un rompimiento...!
JEAN: O sea, define la "experiencia cinética", como se llamó en la literatura. Divide
el paisaje en compartimentos que giran a velocidades distintas. Esa es la descripción
típica del primer viaje en ferrocarril, a la velocidad prodigiosa, al principio...
de veintiocho kilómetros por hora. Ya llegando a los años treinta, casi alcanzó los
cuarenta kilómetros por hora.
JUAN MANUEL: ¿No sería mayor la velocidad de algunos carruajes, por ejemplo del tílburi?
¿O la del caballo, en distancias cortas?
JEAN: Bueno, cuanto más grande, un carruaje se hace más lento por el peso del vehículo,
pero, efectivamente: en distancias cortas, un caballo puede ir a mayor velocidad.
El carruaje es más lento que el tren. Y la experiencia es distinta para el cochero
que para los tripulantes. Debe alcanzar una velocidad de veinticinco, treinta kilómetros
por hora.
Hay que comparar la experiencia cinética del tren con la experiencia de montar a caballo.
Quien va al galope es más rápido que un tren, en los años '30; pero la diferencia
es que quien monta al golope es sacudido por el caballo: le duelen las nalgas, la
espalda, las piernas: le duele todo. Su experiencia lo convence de ser un hombre móvil
desplazándose en un paisaje inmóvil. Esa experiencia se invierte a bordo del tren.
Eso es lo que impresionó a los primeros que viajaron en estos vehículos. De repente,
el paisaje comenzó a desfilar. Yo creo que lo esencial de la experiencia cinética
es precisamente esa inversión del movimiento. El tren sugiere una cosa estable, como
una casa o un cuarto. Entonces, el pasajero ve producirse el movimiento del paisaje.
JUAN MANUEL: ¿Hubiera sido otro el resultado si los trenes hubieran sido panorámicos,
como, en cierto sentido, los automóviles y como acaso lo son para los migrantes que
viajan en el lomo de "La Bestia"?
JEAN: Seguramente hubiera sido distinto, sí. Hay una diferencia porque la experiencia
cinética vivida desde un tren es lateral. Vivida desde un coche, es frontal.
DIEGO: Y aún cabe añadir otra experiencia novedosa: la del viaje en automóvil, también
en relación con la del tren, la del caballo y la del carruaje.
JEAN: ¡Claro! Los campaniles de los pueblos huyen como un ejército en desbandada,
y solamente las montañas lejanas pelean para seguir a los pasajeros del automóvil.
Esa descripción la encontramos simultáneamente en varias descripciones de gente que
no sabía mutuamente de su existencia. Tenemos la famosa descripción de Proust, "Impresiones
de un viaje en automóvil" (Proust, Marcel: 2013, pp: 85-96). Proust lo escribió después
de haber vivido la experiencia cinética en un vehículo de motor. Al aproximarse a
la Iglesia de Caen, observa una cosa muy curiosa: que durante mucho tiempo la Iglesia
no parece acercarse y, después, como si un resorte estuviera jalando, aparece frente
a él la catedral. Habla, incluso, de cómo los campaniles parecen correr ante él, los
tejados, a desfilar. Proust describe su primer viaje en automóvil, rumbo a la ciudad
de Caen:
Pasaban los minutos, corríamos rápidos y, sin embargo, los tres campanarios seguían
ante nosotros como pájaros posados en la llanura, inmóviles, solo percibidos bajo
el sol. Luego, la distancia se abrió como la bruma que desvela y completa en todos
sus detalles la forma invisible un momento antes; aparecieron las torres de la Trinidad,
o tal vez solo una, ya que ocultaba tras ella la segunda. Se apartó la primera, avanzó
la segunda, y ambas se alinearon. Finalmente, un último campanario (creo que el del
San Salvador) vino a situarse, mediante un salto atrevido, frente a ellas. Ahora,
entre los numerosos campanarios, y en cuya pendiente se distinguía la luz que a esa
distancia parecía sonreír, la ciudad obedeciendo desde abajo a ese impulso, sin poder
alcanzarlos, desarrollaba a plomo y en subidas verticales la complicada pero franca
fuga de sus tejados. Le pedí al chófer que se detuviera un momento ante los campanarios
de Saint-Étienne; pero recordando lo mucho que nos había costado aproximarnos cuando
parecía que estábamos tan cerca, saqué mi relertiríamos aún, cuando el automóvil giró
y se detuvo a sus pies. Habíamos permanecido mucho tiempo alejados pese al esfuerzo
de nuestro vehículo que parecía deslizarse en vano sobre la carretera, siempre a la
misma distancia de las torres; y solo en los últimos segundos la velocidad de todo
ese tiempo totalizado parecía apreciable. Se manifestaron como gigantes en toda su
altura, arrojándose contra nosotros tan de repente que tuvimos el tiempo justo de
evitar chocar contra las puertas (Proust, Marcel, 2005: pp. 86-87).
DIEGO: Jean, nos seduce mucho tu idea de la ciudad como un ámbito peatonal. He sabido,
por cierto, que tú caminas mucho: que la mayoría de tus desplazamientos los haces
sobre tus piernas y prácticamente no usas vehículos motorizados. Incluso, por eso
dice nuestro amigo Javier Sicilia que"piensas con los pies"(Añorve, César, et al., 2007: pp. 7-14).3 Querría, pues, abordarte con una pregunta de curiosidad personal: quiero pedirte
que ahondes un poco más en esta idea del transporte y en su relación con la noción
que tanto provocó al genio griego, la "proporcionalidad". ¿Cómo se relacionan los
conceptos de proporcionalidad y de límite con tu propuesta filosófica, peripatética,
de caminar?
JEAN: Claro. Nos ayudará a dimensionar el rompimiento de la sinestesia que, hasta
antes de los motores, ofrecía a quien se desplazaba una experiencia tan distinta de
la velocidad. Para poder entender el rompimiento que representa la experiencia cinética,
había que tener percepciones de peatón; es decir, era preciso estar totalmente inmerso
en un mundo donde no había velocidad mayor que la que puedes alcanzar con tus músculos.
Naturalmente, cuando la gente se acostumbra a la velocidad, pierde esa percepción
peatonal y ya no advierte la experiencia cinética. Ahora, hasta la velocidad del despegue
de un avión parece poco impresionante: ya no se vive como una gran experiencia cinética
porque nosotros hemos perdido la base que permite experimentarla.
Esto nos conduce al tema de la proporcionalidad. Vemos que aquí se está rompiendo
la capacidad de vivir la experiencia cinética, que se ha roto una proporción entre
las percepciones y los poderes reales del cuerpo humano, de sus músculos. La experiencia
peatonal es una experiencia en donde la medida del desplazamiento es la potencia propia
del cuerpo: lo que puedo alcanzar por mi propio esfuerzo, por el esfuerzo ejercido
por mis músculos. El acostumbramiento a la velocidad mecánica rompe completamente
esa proporcionalidad entre el poder de mis músculos y mi percepción del mundo.
DIEGO: Me vienen a la mente, Jean, dos consecuencias de este rompimiento que indicas.
La primera, la acabas de señalar: dejar de vivir el mundo como aquello ante el horizonte
de mi mirada, donde se me presenta toda la realidad. El mundo ya no es un acontecer
de objetos y de tiempo, sino él mismo otro objeto, que yo puedo dominar. La segunda
tiene que ver con la constitución de mi propia subjetividad, primero y, luego, de
mi intersubjetividad. Para nosotros, que ya estamos imbuidos en la velocidad mecánica,
más bien que en la corporal, esto tiene consecuencias no sólo en nuestra relación
con el mundo sino también en nuestra relación con nuestros propios cuerpos y con otros
cuerpos humanos: la experiencia de las capacidades de nuestros cuerpos también se
modifican.
JEAN: Sí, sin duda. Tú hablas del horizonte, e Iván leía mucho, y hacía leer a sus
amigos, el libro de un filósofo alemán llamado Albrecht Koschorke, quien escribió
una Historia del horizonte (1990). El horizonte es una línea móvil porque se mueve con tu cuerpo. Permanece siempre
inalcanzable, a medias entre lo que es visible y lo que aún no lo es. Está en el momento
de paso del "aún no" a la presencia. Es la línea en la que vienen las cosas a la presencia.
Puedes hablar de una experiencia típica del desplazamiento peatonal, que podríamos
llamar la "inagotabilidad del ser". Ello porque esa modificación de la mediación entre
el "aún no" y el "ya" siempre nos reserva nuevas sorpresas, siempre nos revela nuevos
aspectos del ser en su desvelamiento, provocado por el movimiento.
No solamente por lo que pasa en la línea del horizonte, sino por todo movimiento.
Si estás aquí y te das la vuelta, constantemente descubrirás nuevos aspectos. Sin
embargo, la percepción de algunos de los aspectos que la experiencia peatonal revela
son ocultados por la reducción de la experiencia sensible a solamente un sentido,
o dos, como valedores de la experiencia del desplazamiento en el mundo. Eventualmente,
a bordo de un vehículo de motor, la reducción de los sentidos a la vista y el oído
rompe el género de complicidad con el mundo que se manifiesta al peatón. Todos los
aspectos del horizonte disponibles al peatón no pueden ya existir en un paisaje que
solamente es visto por la ventana.
Eso me lleva a otro asunto. Si quisiera ser muy estricto y proceder por pasos, aún
tendría que añadir otras premisas. Advierto que me saltaré algunos momentos de la
argumentación, pero ya querría abordar el distingo entre la autonomía y la heteronomía,
distinción que es esencial para la crítica de la tecnología propia del modo de producción
industrial. "Autonomía" viene de las palabras griegas: autón, por mí mismo y nomos, regla, ley o norma: se trata de la legislación que me doy; se le opone la "heteronomía":
la legislación que me somete a la regla de otro. Aquí observamos dos prototipos del
desplazamiento: el movimiento autónomo, que consiste en caminar, y la movilidad heterónoma
que consiste en ser transportado, desplazado como un paquete, de un punto a otro.
De nuevo viene a intervenir la noción de proporción. Illich no quería promover la
autonomía pura, como lo han propuesto ciertos grupos un poco extremistas de hace treinta
años: los autónomos. Iván sugería, más bien, una sinergia entre la autonomía y la
heteronomía. Él todavía no usaba la palabra "proporcionalidad", aunque una sinergia
sea una proporcionalidad. Otra palabra griega: sun, con, y ergon, acción, actuación: trabajo en colaboración; una colaboración, literalmente. Él sostenía
que tal sinergia tiene que ser positiva, que la muleta heterónoma nunca debe disminuir
la autonomía. Si analizamos el transporte automotor desde esta noción, observamos
que resulta en una sinergia contraproducente, o negativa, entre autonomía y heteronomía
porque el modo heterónomo acaba por paralizar el modo autónomo.
La circulación de los vehículos en las ciudades es una situación absurda en la que
el resultado total de la suma de los desplazamientos individuales realizados por cada
vehículo automotor resulta en un movimiento más lento que aquél que podrían alcanzar,
en promedio, la misma cantidad de vehículos que se mueven autónomamente, con la fuerza
de los músculos, como la bicicleta. Naturalmente, esto tiene sus matices porque hay
un sistema de clasificación de las velocidades según la clase social. Dime a qué velocidad
vas y te diré cuánto dinero tienes. En la Ciudad de México hay recorridos que ofrecen
distintas velocidades de circulación. Generalmente, son los pobres quienes hacen los
recorridos más lentos. ¿Cuál creen que sea la velocidad promedio en la Ciudad de México?
JUAN MANUEL: ¿Veinte kilómetros por hora?
JEAN: No, quince. ¡Y eso que es la más veloz del país! En una ciudad de provincia,
la velocidad promedio suele ser de alrededor de doce o trece kilómetros por hora.
Naturalmente, si somos privilegiados, no nos daremos cuenta porque tendremos la suerte
de hacer recorridos más veloces, en promedio, que los de la gente pobre. Aunque no
tanto: menos de lo que nos imaginamos. En fin, podríamos decir, usando un lenguaje
más tardío de Illich, que la sinergia negativa es una ruptura entre lo que yo puedo
hacer por mí mismo y lo que necesito o deseo que otros hagan para mí; otros, generalmente, institucionales, anónimos.
A pesar de que el español no siempre es muy claro, yo creo que, de las dos preposiciones
por y para, generalmente, la palabra por indica la autonomía: trata de lo que hago por mí mismo, mientras que la palabra para señala a un tercero que interviene para entregarme lo que quiero, pero que no puedo
producir por mí mismo. Considero que la búsqueda de la sinergia positiva entre ambos
elementos, el autónomo y el heterónomo, es un proyecto político que haríamos bien
en perseguir.
JUAN MANUEL: La crítica de la velocidad que haces es una que se plantea desde la proporción
y las potencias del cuerpo humano. Insiste en la escala de la mirada humana. Pero
la velocidad no es el único umbral que rompe la modernización. También están la amenaza
de la autonomía de las comunidades humanas y la heteronomía de la producción de sus
bienes de consumo y, con ello, la correlativa pérdida de los saberes de subsistencia
y ese es otro de los temas que también te han preocupado a lo largo de la vida.
JEAN: Si entiendo bien, tú quieres llegar a la preocupación que dominó la última parte
de la vida de Iván: a una categorización de la producción industrial como un rompimiento
entre la heteronomía y la autonomía. Además, quieres añadir a esa dimensión la destrucción
de los saberes consuetudinarios, de saberes vernáculos, efectuada por la manipulación
de los aparatos de la difusión del saber, "la ciencia". Bueno, podría tratar de contestar
sin mencionar constantemente a Iván... Pero acabo de redescubrir en la introducción
a El trabajo fantasma (Illich, Iván: 2008) una especie de cronología de sus sucesivas investigaciones que, a mi juicio, vale
la pena meditar. Ahí observé el reconocimiento de que, en una primera aproximación,
a Illich lo impresionó el Club de Roma. A mí también me impactó el Club de Roma. ¿Se
acuerdan del Club de Roma?... ¿No se acuerdan? ¡Ah qué jóvenes son!
El Club de Roma es una asociación de políticos, científicos, industriales... Todos,
hombres ricos y bien acomodados en la sociedad. Se fundó en 1968, un año de turbulencias.
Recién fundado, en 1970, encargó un estudio al Massachusets Institute of Technology.
Éste lo entregó en 1972 con el título The Limits to Growth: a Report for The Club of Rome's Project on The Predicament of
Mankind (Meadows, Donella, et al., 1972). Los científicos del mit de Boston aplicaron el "método de los escenarios" para
resolver la pregunta de qué pasaría en un plazo de cincuenta años si seguíamos produciendo
tanta mercancía de obsolescencia programada como lo hacemos hoy. Uno de los resultados
que previeron fue el calentamiento global porque ya era patente que el co2 provoca
el efecto invernadero. El resultado del reporte solicitado por el Club de Roma pintó
un panorama bastante dramático, en el que se planteaban, entre otras catastróficas
consecuencias de nuestros medios de producción, la caída de la tasa poblacional y
el colapso de la producción de bienes, así como un desplome de la población mundial.
Es muy importante considerar que, antes de aquello, los jóvenes de entre veinticinco
y treinta años concebíamos la progresión histórica como una escalinata de progreso
indefinido: siempre a mejor, siempre a mejor. Cuando era estudiante, a mí me habían
dicho, por ejemplo, que cuando yo llegara a la vejez vería la construcción de hoteles
en la luna.
DIEGO: ¿Quién sabe? Aún puede ser... Ya llegamos a Marte y hoy ya está vendido el
primer viaje turístico al espacio... Aunque, es verdad. Ese es el sueño ilustrado
de la razón, del que ya nos había advertido Goya que produce monstruos...
JEAN: Sí. Para mucha gente, el Club de Roma representa el derrumbe de la ensoñación
del progreso continuo. Fue una ruptura dramática. Hubo gente que entró en crisis.
A mí me afectó. Yo ya preveía algunas de sus conclusiones, pero lo mismo me afectó.
Tanto más porque me dije: "Pues bien, después de todo tengo razón en mis actitudes
críticas". Pero el Club de Roma tiene una solución, y una que además de resolver el
predicamento de la humanidad, también resuelve su predicamento. Recuerdo que Agnelli,
miembro del Club de Roma y director de la Fiat, lo puso en términos semejantes a estos:
"Está bien: es preciso disminuir la contaminación, mas no podemos afectar el crecimiento
económico. La economía debe seguir creciendo". Promovieron, entonces, el desarrollo
de los servicios, concebidos como industrias sin chimeneas que promoverían un género
de crecimiento económico que, según esto, no contaminaría. Dos pájaros de un tiro.
JUAN MANUEL: ¡Vaya! Entonces el límite imposible de trascender para ellos fue la "santidad
de la economía", la autonomía de Mammón, el único dios verdadero.
JEAN: Así es. La primera parte, admitida por Illich, es la del análisis crítico de
los efectos que tendría el crecimiento industrial. Eso lo acepta e incluso lo propone
como línea de análisis en La convivencialidad (2008b). Pero no admite, no puede aceptar, la solución que ofrece el Club de Roma: preservar
el crecimiento económico mediante el desarrollo de los servicios. Así las cosas, aquel
mismo año, Illich dio una respuesta que lo conduciría a la segunda etapa de su pensamiento:
la crítica de los servicios. Entonces pronunció la siguiente máxima: "Más allá de
ciertos límites, la producción de servicios hará más daño a la cultura que el que
la producción de mercancías ha hecho a la naturaleza hasta ahora". Por favor, observen
que esta es una cláusula que demanda, de nuevo, proporción. No sataniza ni los servicios
ni la producción, sino que señala límites, límites que no son absolutos, pero que
exigen, otra vez, una relación positiva entre la autonomía y la heteronomía.
No podemos trasponer el concepto de contaminación a la cultura. Esa transposición
sería falaz. Pero la producción de servicios produce daños a la cultura y es importante
analizarlos. Ya no se trata de contaminación material, sino de la destrucción de la
cultura. En la base de esta crítica hay una reivindicación de cierto equilibrio que
se vería amenazado. La apuesta del Club de Roma, a juicio de Iván, conduciría al rompimiento
de un nuevo umbral: a la destrucción de la sinergia o la proporcionalidad entre lo
autónomo y lo heterónomo en las culturas. Porque la cultura es, fundamentalmente,
autonomía. Ya lo señalaba la ética: si no hay una efervescencia autónoma desde abajo,
no hay cultura. La cultura se crea y se recrea constantemente, al nivel de las calles,
en los pueblos. La constituye la belleza de las calles. Es la belleza de los barrios
en la ciudad y las relaciones de soporte mutuo entre la gente. Entonces, superado
cierto umbral, la producción de servicios destruye la cultura. Para demostrarlo, analiza
sucesivamente las tres principales instituciones de servicio de la sociedad industrial:
la escuela, el sistema de transporte y el sistema médico.
En una segunda fase de su pensamiento, la ve como una modificación del paisaje crítico.
La cultura vernácula, a su juicio, debía pasar ahora a primera línea. La economía
es el horizonte de la cultura moderna. Illich contrapuso a la economía el rescate
de los saberes de subsistencia. Una vez más: allende ciertos umbrales, la relación
entre la economía y los saberes de subsistencia resulta contraproducente. Aunque hay
un lugar para cierta economía en la sociedad, no lo hay para el dominio de la economía
sobre la sociedad, como hoy. De tal suerte, a partir de 1980, el acento de sus estudios
enfatizó la cuestión de la autonomía: la subsistencia, lo vernáculo, la promoción
de las culturas campesinas. Hemos inventado, en este sentido, las expresiones: "ámbitos
de comunidad", "comunalidad", "convivencialidad". En ello fue más lejos que Polanyi,
quien al hablar de the commons, se refería, sobre todo, a los bosques, las praderas...
DIEGO: ¿El aire no era contemplado por los commons de Polanyi?
JEAN: Aquí hay que tener prudencia. Hace unos veinte años, Gabriel Quadri propuso
la noción de global commons, cuando era un ecologista notable, antes de su campaña presidencial. Llegué a tener
algunas relaciones de colaboración con él y disputamos mucho. Yo tengo para mí que
the global commons es un oxímorón pues, si de verdad son globales, entonces ya no son comunes. Los commons sólo pueden ser locales, pertenecen al ambiente comunitario. Aún de nuevo, un asunto
de escala: por la proporción que demanda un ambiente de comunidad para ser viable.
Más bien que de los vientos planetarios, entonces, habría que referirse al microclima
del terruño para describir la escala de lo convivencial.
Volviendo, pues, a Illich y a su concepción de la convivencialidad, la segunda etapa
de su crítica denuncia que vivimos en un mundo de percepciones creadas e impuestas
desde afuera. El sistema industrial nos obliga a internalizar ciertas percepciones
ajenas a las potencias de nuestros sentidos mediante el uso de instrumentos que nos
enajenan de nuestra propia capacidad de percibir el mundo y a nosotros mismos. Illich
hablaba de un amigo suyo, enfermo, que fue a ver en el hospital. Le preguntó: "¿Cómo
estás, cómo te sientes?", y él le contestó: "Todavía no te puedo contestar porque
aún no he recibido los resultados de mis exámenes".
DIEGO: Importa más un estudio, una gráfica pretendidamente objetiva, que la verbalización
de las propias sensaciones. En ésta intervienen símbolos vernáculos, tradiciones e
imaginarios populares que, generalmente, nos ofrecen una manera de vivir el dolor
y de vivirnos en tanto que dolientes, mucho más rica de lo que podrá permitírnoslo
jamás la expresión abstracta de un diagrama cartesiano para el que más importa un
número que el relato que pueda hacer el paciente de su dolencia.
JUAN MANUEL: Sobre la experiencia en primera persona, se impone la perspectiva científica,
lo que puede ser útil para la medicina diagnóstica pero de poco consuelo para el enfermo.
JEAN: Precisamente. Entonces, junto a Barbara Duden, Illich decidió realizar un estudio
de la historia del cuerpo, sobre cómo éste se percibe en determinada época (Duden, Barbara: 1987). Ambos buscaron hacer un relato de las percepciones históricas del cuerpo y, mediante
ese estudio quisieron ver, a su vez, y comprender el fenómeno de la percepción de
sí mismo, de la autoconcepción del cuerpo. Esto llevó a Illich a hablar específicamente
de la historia de la mirada; no de la percepción visual como un modo de objetivar
el mundo, sino acerca de cómo se ha modificado el acto de mirar a través de la Historia.
En su estudio, Illich divide en cuatro las etapas que alcanzó a ver en la Historia
de la mirada. Éste comienza con la mirada que se proyectaba sobre los objetos como
miembro eréctil que agarra el color y lo conduce al ojo. Ésa es la perspectiva de
los griegos. Su estudio llega hasta la época actual en la que ya no existe autonomía
propiamente dicha en el ver. Por otra parte, también es interesante poner la idea
de la mirada en relación con las sensaciones auditivas. Éstas nos conducen nuevamente
a la proporción. De hecho, incluso tiene inicios de ensayos sobre las percepciones
olfativas, que se relacionan con la creación de una atmósfera, algo de lo cual todos
los sentidos participan. La música, por ejemplo, para los griegos, es proporción,
y la música tiene su equivalencia filosófica en la proporción: en los números, lo
que, a su vez, se expresa en las armonías elementales. La tetraktys pitagórica consiste en creaciones numerales que tienen un sentido filosófico: la
unidad, la díada, la tríada y la tétrada, como las estaciones del año. Este fue un
fenómeno muy estudiado por Illich. En fin, hay otra serie de estudios donde se manifiesta
su preocupación por lo autónomo, en continuidad con sus estudios sobre la escuela
y la relación entre oralidad y cultura escrita.
Cuando Illich comenzó a hablar de la cultura escrita, tuvo que abordar inmediatamente
la novedad del alfabeto. El alfabeto es único en la historia de las escrituras. Esta
singularidad acaso explique por qué la cultura griega fue la cultura de los moralistas
y filósofos. El gran descubrimiento de los griegos es el alfabeto. ¿Y por qué el alfabeto
es absolutamente único entre las escrituras? Porque es la única escritura que permite
escribir cosas sin sentido. Puedes escribir "abracadabra". Cualquier cosa que se te
ocurra, la puedes escribir. ¿Por qué? Porque el alfabeto parece fundado en un análisis
científico del aparato fónico humano.
El alfabeto no resultó por casualidad. El mercader fenicio llegaba con su nave a hacer
sus entregas en el puerto de Atenas. La gente subía al barco y se admiraba mucho.
Hasta Jenofonte habla con sorpresa del orden de la nave fenicia, tan pequeña, tan
ordenada. ¡Y te entregaban lo que habías pedido!
Tú llegabas al barco, y decías: "Oye, ¿me trajiste las quince cobijas de lana?". "Aquí
están". "¿Me trajiste mis ocho ánforas?". "Aquí están". "Oye, de las ánforas, quiero
doce". "Sí, cómo no". "Y cobijas, mándame treinta más". "Claro". "Oye, ¿qué haces?".
"Pues estoy escribiendo tu pedido". "¿Estás haciendo qué?". Los griegos habían tenido
otra escritura siglos antes: el lineal B, una escritura silábica, un silabario, pero
había desaparecido. "Oye, ¿y con eso que estás haciendo en esas tablillas de arcilla
puedes recordar lo que te pido?". "Sí, cómo no". "Oye, ¿me lo enseñas?" "Bueno...
Eso es el signo para 'b'; eso es el signo para 'k', y así". Puras consonantes. No
hay una sola vocal en la escritura fenicia.
JUAN MANUEL: Ni en el hebreo ni en el árabe...
JEAN: Sí, el hebreo también, como todas las escrituras semíticas... hasta las versiones
masoréticas, que empiezan a poner acentos. En árabe hay una tendencia semejante, pero
básicamente todo es consonántico. ¿Por qué? Porque, en los idiomas semíticos, las
palabras se constituyen mediante raíces de tres consonantes. Yo creo que es igual
en árabe que en hebreo...: "ktb" siempre tiene que ver con el libro, pero, según la
vocalización, puede ser un substantivo, puede ser una palabra genérica o puede ser
un verbo. Entonces, el ojo del lector identifica las raíces y prueba una vocalización,
es decir, tiene sentidos diversos si lo lee de forma distinta... De tal suerte, hay
un elemento de adivinanza.
DIEGO: No todo está escrito...
JEAN: Así es. Los griegos añaden cinco vocales a las consonantes fenicias e inventan
un sistema mecánico de representación gráfica de los sonidos que puede usarse para
representar casi cualquier idioma -bueno, casi: habrá sonidos de los idiomas del África
del Sur que no puedan representarse.
DIEGO: Y sonidos vocálicos que no están en las vocales griegas...
JEAN: Sí, también, pero entonces lo que pasa es que los griegos se dan cuenta, cuando
adquieren cierta destreza, lo que desde luego les toma siglos, de que pueden decir
cosas que van más allá de la estructura formularia del idioma común, porque la gente
que vive en culturas orales inventa pocas frases y más bien repite fórmulas. Por eso
se dice que los campesinos hablan en proverbios. El padre ve que su hijo tiene una
novia pero se ve con otras y le dice: "Oye, hijo, más vale pájaro en mano que ciento
volando". Es una fórmula, y la gente que aún vive en un régimen de tradición oral
posee una biblioteca de fórmulas que se aplica a cualquier situación.
El secreto de la lectura de esas escrituras primitivas, como los silabarios mediterráneos,
de los que había varios, es que la gente reconoce las fórmulas que tiene en la cabeza.
Leer es reconocer fórmulas. Pero, después del invento del alfabeto, de repente se
advierte que se pueden escribir cosas que nunca se habían dicho antes: inventar frases,
ya no repetir fórmulas. Esto es una revolución. A partir de ahí, inventan la filosofía,
la moral, etcétera. Así trascienden el lenguaje vernáculo. De ahí el tremendo predominio
de la escritura característica del alfabeto y el abecedario... terminan por dominar
completamente y ahora amenazan otras escrituras, como la gráfica de idiomas como el
japonés o el chino. Saben ustedes que los jóvenes japoneses se mandan mensajes alfabetizados
en las computadoras y que, cuando quieren escribir un texto en kanji en la computadora, lo teclean primero en letras latinas y después aplican programas
que les proponen opciones: kanji, katakana, hiragana, hacen clic, y constituyen el texto japonés a partir del texto alfabetizado. ¿Cuánto
tiempo va a durar? Hay peligro de que desaparezca y que llegue un momento en el cual
ya sólo usarán las letras latinas.
El extraordinario poder de los alfabetos justifica a los programas escolares. Viendo
esto, Illich adoptó una actitud crítica que alcanza hasta las campañas de alfabetización,
no sólo la compulsión de la escolarización obligatoria. ¿Por qué alfabetizar a la
gente a la fuerza? Está bien que la gente pueda aprender las letras del alfabeto,
que se pueden aprender en diez horas, pero otra cosa es basar toda la educación en
el alfabeto... Primero, porque eso destruye otras escrituras. Hasta los Tuareg del
desierto tienen su manera de escribir. Su idioma se llama el Tamachek y tiene sus
letras, que no son árabes ni latinas... El alfabeto tiende a destruir todo eso, todas
las escrituras del mundo, pero no solamente eso, sino que también acaba por destruir
la oralidad y, con ello, la idiosincracia y las capacidades de la mente humana, que
son capacidades mnemotécnicas sin comparación. Pienso en pueblos indígenas en México,
en un caso contemporáneo a nosotros en el que el cacique de un pueblo llama a un mensajero
y le dicta un mensaje para otro cacique, que está a varios kilómetros del suyo; habla
durante quince minutos y el muchacho mensajero va y lo repite sin olvidar nada. Hemos
perdido eso y lamentablemente hemos obviado una exploración amplia de todos los aspectos
del conflicto entre lo autónomo y lo heterónomo.
DIEGO: Jean, ahí donde Illich se pronuncia en contra de la alfabetización absoluta,
adivino algo más, otro temor: un vértigo causado, acaso, por la uniformidad de lo
heterogéneo, el rechazo a la desaparición de la pluralidad de las culturas. A ese
juicio le subyace un principio metafísico: que la pluralidad es mejor que la uniformidad.
¿Esto es así?
JEAN: Sí, así es. Es muy interesante lo que dices y creo que explica, en parte, el
distanciamiento entre Iván Illich y Jean-Pierre Dupuy, después de que Dupuy se volviera
amigo y discípulo de René Girard. Girard tiene un concepto muy extremista de las culturas,
que es, en sus términos, correcto. ¿Qué es una cultura? Una serie de dispositivos
orientados a contener la violencia interna de las comunidades humanas. Inmediatamente,
Dupuy dice que "contener" tiene dos sentidos: ser continente o contenedor, y ser contención.
O sea, hay algo en la raíz de la cultura que es violento, pero la ritualización de
esa violencia contiene la violencia como contención.
JUAN MANUEL: Eso es lo que nos enseña, a ojos de René Girard, la fórmula evangélica
de que "Satán expulsa a Satán" (Mt: 12, 26). En efecto, Girard reconoce una violencia
en la fundación de las culturas: en el asesinato del padre, que Freud postuló, Girard
reconoce el primer pacto social, político, de cualquier comunidad humana y en la representación
de ese asesinato en los mitos (que lo ocultan, aunque dejan huellas que podemos rastrear)
y en la liturgia encuentra una patente evidencia de ello. Las instituciones que mantienen
la cohesión de la cultura están, pues, orientadas a utilizar la violencia para aplacarla
e impedir la "guerra de todos contra todos", contra la que pensó Hobbes la necesidad
de que el Estado tuviera el monopolio de la violencia.
JEAN: Sí, Satán expulsa a Satán y, naturalmente, Girard habla sobre el sacrificio...
Asimismo, piensa en la superación de la lógica sacrificial, uniformista, que vuelve
monótonas a todas las culturas... En ese sentido, Girard acude a las Escrituras, por
ejemplo los pasajes donde Lucas cita la profecía de Isaías sobre las consecuencias
que tendría el advenimiento del Mesías en el contexto de la prédica de Juan Bautista:
"Todo valle será rellenado, todo cerro y colina será nivelado, los caminos torcidos
serán enderezados, y allanados los caminos disparejos" (Lc: 3, 5). Para el filósofo
francés, el sacrificio de Jesús en el Gólgota constituye la superación de la lógica
sacrificial que fundó todas las culturas. En ese sentido, la relación que Girard ve
entre la revelación cristiana y la Modernidad supone el triunfo de la Cruz.
Hay algunas expresiones en Girard que Illich no podría aceptar. Iván tiene otra valoración
de la Modernidad. Iván decía que si pudiéramos ver el mapa de las culturas desde lo
alto, sería como una especie de alfombra oriental. Ahí tienes un dibujo que corresponde
a la cultura japonesa, ahí uno que corresponde a la cultura de Chiapas, más allá,
el de las culturas de la costa occidental... Lo que resulta es un mapa de enormes
diferenciaciones. Las culturas tienen todas sus códigos éticos -él no usaba la palabra
código-, sus devociones, sus sabores, sus prácticas culinarias, hasta sus artes de
amar, puedes añadir... Y la alfombra de las culturas es más diversa que cualquier
alfombra oriental. Mas la Modernidad no admite este mapa... y es como si, poco a poco,
tramas enteras de la alfombra fueran volteadas al revés, y ahí vieras la parte de
atrás de la alfombra, la trama elemental. Para la Modernidad habría que voltear al
revés el tejido cultural, haciendo aparecer esa uniformidad gris que es la exclusión
de la Modernidad...
JUAN MANUEL: Déjame ver si entiendo, Jean, el conflicto entre Dupuy e Illich. Illich
encuentra y celebra la diferencia entre las culturas, su gran variedad y la multitud
de sus diferenciaciones y ese fenómeno lo maravilla. Lo admite, y para él opera como
bueno y deseable. Por su parte, Girard observa el mismo fenómeno, pero para él es
infinitamente más monótono que para Illich. Evidentemente, no obvia las diferencias
culturales, que también lo seducen, pero, al final, él sólo ve relaciones sacrificiales.
Y todas las relaciones sacrificiales son eventualmente reductibles al modelo general
que llama "mecanismo del chivo expiatorio", precisamente por su monotonía, que ya
habían asentado los estudiosos de las culturas.
No obstante, creo que ambos, Illich y Girard, están de acuerdo en muchas más cosas
que en las que están en desacuerdo. Tú me has contado que buena parte del trabajo
de Dupuy tiene que ver con encontrar cuáles son esas simetrías. Tal vez la más evidente
sea que los dos reconocen en el acontecimiento cristiano una originalidad y una novedad
por encima de todos los demás acontecimientos históricos. Girard deriva de ahí nuestra
actitud de preocupación hacia los débiles, es decir: nuestro rechazo a permanecer
en moldes victimarios o, dicho de otra manera, la percepción de la inocencia de la
víctima sacrificial y la mañosa justificación de las potestades en el sacrificio.
Para Illich, el acontecimiento cristiano nos abre la posibilidad de un amor inédito
en ninguna otra cultura previa o posterior al cristianismo.
Así, valoran el mismo acontecimiento como central de la Historia, pero tienen opiniones
distintas sobre cuáles son las consecuencias del cristianismo para las culturas. Para
Girard, supone la superación de los esquemas sacrificiales en los que habrían estado
asfixiadas las culturas. Para Illich, deriva, sí, en esta mayor libertad del amor,
pero también en el rompimiento de las proporciones que permitían las estructuras sacrificiales
en las diversas culturas. ¿Tú lo ves así?
JEAN: Sí, absolutamente. El texto clave para la comprensión de esta posición de Illich
es In The Rivers North of The Future. No es propiamente un escrito suyo, puesto que es la trascripción de una entrevista
que le hizo David Cayley en donde habla de la novedad que representa para las culturas
la parábola del buen samaritano que, a su juicio, había sido leída erróneamente como
la postulación de un ejemplo de caridad, más bien que como la revolución que rompe
los límites que habían impuesto las culturas, al sugerir la posibilidad de la amistad
a un prójimo que nunca habría sido tenido por tal en ninguna cultura: el extranjero
y, aún peor, el miembro de un grupo enemigo. Para él, la parábola del samaritano como respuesta a la pregunta maliciosa de un
hombre de la ley que quiere encontrar pretextos para asesinar a Jesús, "¿quién es
mi prójimo?", introduce un elemento extremadamente peligroso en la cultura: la superación
de la noción griega de la filia, la amistad.
La ciudad griega era una organización cuyo fin era la promoción de la filia, la creación de dominios de florecimiento de la amistad entre gente nacida en la
misma ciudad; iguales, no, pero sí conciudadanos porque la ciudad era como el organismo
que producía a sus ciudadanos, una matriz. La ciudad tenía una consistencia casi orgánica
para los griegos, no era en absoluto una abstracción. Pero este lazo de filia se podía eventualmente extender, aunque con ciertos límites, a los metecos (metoikoi, los que comparten nuestra casa), a los otros que vivían entre ellos sin ser de los
suyos, porque habían nacido en otra ciudad, en otra matriz, como Aristóteles, quien
era un meteco (metoikos) en Atenas: no podía votar, no podía participar en las asambleas ni aspirar a patrocinar
el festival religioso anual celebrado en honor de Dionisos, en el cual ocurría el
célebre concurso teatral de Atenas, privilegios éstos de los ciudadanos atenienses.
Pero, con los más alejados, eventualmente se podían organizar relaciones de comercio,
de tráfico de objetos con ellos: eso es lo que hacían los mercaderes, que gozaban
la hospitalidad de gente lejana...
Sin embargo, la clase de hospitalidad que ofrece el samaritano al malherido judío
de la parábola, es completamente nueva. Illich nos enseña que, para entender la revolución
que este relato supone, habría que imaginarnos a dos enemigos actuales, un judío y
un palestino, por ejemplo, y sustituirlos por los personajes de la narración. Para
el judío, el samaritano es hostis, como decían los romanos, extranjero con el que puede estallar la hostilidad. Es
evidente que quien así se amista con el enemigo merece la enemistad de los suyos pues
trasciende los límites trazados a la amistad, traicionándola, límites que son impuestos
por la cultura que delimitan tanto la etnia como su ethos.
En los primeros siglos cristianos, se perdió el chiste de la parábola. Los predicadores
presentaron la parábola del samaritano como la promoción de un amor debido a los pobres,
los extranjeros, los viajeros. Entonces, en vez de añadir un plato en la mesa para
el pobre que podía tocar a la puerta, crearon una institución de atención a los viajeros,
enfermos, peregrinos, pobres, desdichados, ya casi un servicio de hospedaje, como
el hotel, heredero de aquella institución más primitiva: el xenodocheion. En cambio, tal como fue contada por Jesús, la parábola decía que la amistad es un
acto de libertad: eres libre de escoger a tu amigo. En esta novedad, Illich ve una
invitación a la realización de la libertad del hombre, pero también encuentra en este
acontecimiento las semillas de la que llama corrupción del cristianismo y caracteriza como la compulsión, primero, de la institución eclesiástica
y luego de su réplica laica, el Estado moderno que, a través de la institucionalización
de aquella caridad que sólo podía ocurrir entre prójimos, impone una administración
de las vidas humanas que es tan inédita como el amor cristiano, que es como su sombra,
y resulta en una nueva forma de mal, como un pozo tan profundo como es alta la posibilidad
del bien que inauguró el Evangelio.
DIEGO: Claro. Pero más acá de aquello, y siguiendo tu argumento sobre el alfabeto,
te querría preguntar otra cosa. Es que intuyo que de alguna manera el cristianismo,
al concebir a Dios como lógos, concibe también una nueva oportunidad del lenguaje, en el sentido de que si el alfabeto
griego universalizaba y permitía generar abstracciones, ¿no sería posible concebir
el cristianismo como un nuevo lenguaje que permita reconocer, más bien que abstracciones,
singularidades?
JEAN: Sí, sí, tienes toda la razón...
DIEGO: Lo pregunto porque me da la impresión de que, para afirmar cosas como las que
postula Illich acerca de la positividad de la pluralidad, es necesario recurrir a un principio metafísico que quizá sea antes que eso un principio
teológico: Dios, como Logos que habla, en su hablar no universaliza, sino que singulariza.
JUAN MANUEL: Es cierto. En sede teológica, acaso este principio se pueda ver en la
vida intratrinitaria aún antes que en la actividad extratrinitaria de Dios, por la
que, como dice Diego, el Padre pronuncia su Verbo, que se encarna. En efecto, el Dios
de los cristianos, es Trinidad: es, en sí mismo, sus relaciones. Este Dios comunitario
es muy distinto tanto del Logos de Heráclito como del Ser de Parménides; también difiere
del motor inmóvil de Aristóteles y aún del Uno-Bien de Platón y de Plotino, acaso
las más egregias definiciones de Dios en el mundo griego.
JEAN: La relación es una dimensión nueva, ciertamente: es la ensarkosis Logou o encarnatio Verbi -el griego de Juan, Logos, es vertido por Jerónimo al latín como Verbum- y la originalidad del Evangelio es que el Logos ya no es un principio abstracto,
como entre los griegos, matematizable, sino que se encarna. Illich también estudió
la desencarnación del Logos a través de la historia cristiana. Una de las fases está significada, por ejemplo,
por el cambio radical, o los cambios radicales, tanto de la tecnología de la escritura,
como de la etología de la lectura, que intervinieron a partir de los siglos XII y
XIII. Antes de esa época, por lo general, no había separaciones entre las palabras
en las líneas. En ciertos manuscritos carolingios, se aprecia una separación entre
las sílabas, pero las sílabas no siempre forman palabras. Tú puedes hacer el experimento:
si escribes "Hombresneciosqueacusáis", sin separación entre las palabras, no puedes
leerlo en silencio. Empiezas a poder leerlo cuando lo lees en voz alta. Entonces el
camino de la inteligibilidad va de los ojos a la voz pasando de los oídos al entendimiento,
desde la escucha. Incluso aquí la lectura es escucha porque entiendes lo que lees
en tu voz.
JUAN MANUEL: Al mismo tiempo que, debido a los medios de la producción editorial de
la época, hay muy pocos manuscritos disponibles y, entonces, la gente se reúne para
escuchar a quien los lee.
JEAN: Exactamente. Eso es importante porque estamos todavía en el siglo XII con un
tipo de lectura que es necesariamente sonora. La lectura se oye. Si alguien lee, los
demás lo escuchan y la gente se reúne. Leer un libro, por aquellos días, era un poquito
como interpretar un instrumento. Hay una guitarra, ¿sabes interpretarla? Hay un libro,
¿lo sabes interpretar? Me dice un amigo iraní que en su lengua, el farsí, se usa la misma palabra para leer un libro que para tocar un instrumento. Ahí todavía
existe esa proximidad. Entre los siglos XII y XII, pues, se empiezan a elaborar manuscritos
en los que sistemáticamente son separadas las palabras, con lo que, poco a poco, la
lectura se va a hacer silenciosa y el libro pasa de ser un pergamino o un mueble a
un objeto portátil: ya no sería necesario leer en voz alta. Pero, en ese momento,
surgen los analfabetas: se evidencian quienes no saben leer con los ojos pues sabían
leer con los oídos. Se pierde la oportunidad de leer con los oídos.
JUAN MANUEL: Tal vez con el podcast volveremos otra vez a la escucha...
JEAN: ¿Quién sabe? En fin, junto al concepto de "analfabeta" surge una nueva diferenciación
que inmediatamente deriva en discriminaciones sociales. Por ejemplo, el trato de los
condenados letrados no sería igual al trato que recibían los condenados analfabetas.
Si, a la hora de subir al cadalso el condenado pedía una hoja y una pluma, y empezaba
a escribir, inmediatamente se detenía la ejecución. No lo podían ejecutar como si
fuera un analfabeta. Entonces, hay un proceso de la desencarnación de la palabra escrita...
Illich alcanzó a distinguir varias etapas de este proceso en la historia del segundo
milenio de la era cristiana. Por ejemplo, en algún punto, se deja de mover todo el
cuerpo cuando se lee. Finalmente, lo único que se mueve son los ojos. El recorrido
de la desencarnación de la palabra llega, pues, en nuestros días a su mayor expresión
con la emergencia del hipertexto en Internet, donde ya ha desaparecido, incluso, el
soporte material del texto. Mientras en Medio Oriente hay comunidades tanto cristianas
como judías y musulmanas en las que la lectura se acompaña de gestos rituales.
JUAN MANUEL: Como en la lectura de la Torá de los judíos: para ellos, la palabra de
Dios está viva y lo manifiestan balanceándose hacia adelante y hacia atrás mientras
pronuncian las palabras de su Escritura.
DIEGO: De ahí, también, la importancia del teatro. Se trata de un texto peculiar que
sólo adquiere vida cuando es leído en el contexto de la acción escénica: el teatral
es un texto que está hecho para ser encarnado.
JEAN: Sí, claro. Bueno, todas estas son cosas que interesaron a Illich. Pero, para
Girard, la historia del cristianismo es una revelación progresiva de la verdad sobre
el sacrificio, manifiesta en la Cruz, que cada vez más paraliza la eficacia de la
violencia sacrificial, mientras que, para Illich, la historia del cristianismo es
más bien la de la corrupción de lo mejor que se dirige hacia una disolución, una traición:
a la desencarnación del Verbo.
JUAN MANUEL: Comoquiera, querido Jean, creo que Girard estaría de acuerdo con Illich
en los temores que él albergó. Girard no sólo lee la revelación cristiana como la
superación de la sacrificialidad, sino que también admite las consecuencias nefastas
de este acontecimiento y los riesgos que entraña la explosión del aparato sacrificial.
Aunque parezca paradójico, Girard también reconoce que, gracias a la Encarnación del
Verbo, éste es el peor de los mundos posibles, al mismo tiempo que defiende que el
nuestro es el mejor de los mundos posibles. Simultáneamente, el mejor y el peor, pero
debido a distintos aspectos de la Encarnación. Creo que Illich podría haber dicho
lo mismo en el sentido de que esta desencarnación de la que nos hablas ha derivado
en el peor de los mundos posibles precisamente gracias a que puede reconocerlo a partir
del infinito bien que representa su Encarnación, por la que quienes vivimos después
de aquel acontecimiento, vivimos en la plenitud de los tiempos. De modo que también
él vivió en el mejor de los mundos posibles, en un ámbito comunitario, donde la palabra
sigue teniendo un arraigo que nos permite observar su desencarnación...
JEAN: No lo dijo exactamente en esos términos.
JUAN MANUEL: No lo dijo así, pero ¿no es ese es el marco de referencia por el que
pudo hacer una crítica tan radical como la que hizo?
JEAN: Déjame buscar en la entrevista que le da a David Cayley el sitio donde dice
que no puede imaginar un tiempo mejor para hacer lo que quiere hacer en su vida, un
tiempo en el que puede establecer ciertas amistades, de un tipo particular. Mira,
aquí está. Cayley le pregunta cómo es posible vivir en gratuidad en mundo como el
que él pinta, y le responde: "Los amigos, los amigos... gratuidad, sólo eso. Por el
puro gusto, por tu bien..." (Illich, Iván, 2005: p. 228).4 Y, más adelante:
En este mundo, no podría encontrar una situación mejor para vivir con quienes amo,
que son, precisamente, gente que percibe profundamente el hecho de que han traspasado
un umbral. Y pueden entenderme cuando hablo de gratuidad porque ya no están tan profundamente
imbuidos del espíritu instrumental o fútil. Verdaderamente creo que hoy existe una
manera de ser comprendido cuando hablas de gratuidad, y la gratuidad en su más bella
inflorescencia es alabanza, disfrute mutuo, y que lo que descubren algunas personas
descubren, como aquellas que proponen una nueva ortodoxia, es que el mensaje cristiano
es que vivimos juntos, celebrando el hecho de estar aquí y de ser quienes somos, y
que la contrición y el perdón son parte de eso que celebramos, doxológicamente (Illich, Iván, 2005: p. 229).5
DIEGO: No puede encontrar un tiempo mejor que éste en el que habitamos bajo la posibilidad
de la Ley del Espíritu: el amor...
JUAN MANUEL: ¡Pero tampoco uno peor! ¡Y por el mismo motivo! Y es que ese amor puede
corromperse y, entonces, se corrompe lo mejor. En otro momento de esta misma conversación,
uno de gran patetismo, Illich le confiesa a Cayley, desde la que debió ser una vulnerabilidad
no menor, su perplejidad por el "misterio de la inquidad" que él llama con la misma
expresión de la Segunda carta a los Tesalonisenses (2, 7). Ahí, Pablo nos dice que,
misteriosamente, el mal opera actualmente, entretanto, mientras que aguarda a ser
depuesto. O sea que será depuesto y que no es definitivo ni omnipotente, que es la
sombra del bien. No es, como Dios, eterno. Pero ¡es un misterio tremendo! No es menos
misterioso que escuchar en el Evangelio a Jesús reconocer que el príncipe de este
mundo, por ahora, ¡es el nada menos que el padre de la mentira!, el acusador, quien
divide: el maligno. Y que es el autor del mundo quien le concede semejante potestad...
Creo que, como señala Cayley en ese sitio de la entrevista, Illich tenía que vérselas
con la omnisciencia de Dios previendo las posibilidades de que su bien preciado, su
propio hijo, vendría a inaugurar para nosotros, junto al bien del amor que realizaría
hitos inéditos, también inauguraría honduras en el impensables para cualquier cultura
precedente, un mal que sería el oscuro espejo del bien. Esto dice Illich:
El mysterium inquitatis es un misterio porque sólo puede ser asido a través de la Revelación de Dios en Cristo.
[...] Diré que esta cuestión puede ser mirada bajo una nueva luz si asumimos [...]
que no estamos frente a un mal cualquiera, sino frente al hecho de que la corrupción
de lo mejor ocurre cuando el Evangelio se institucionaliza y el amor se transforma
en demanda de servicios. Las primeras generaciones de cristianos reconocieron que
un tipo misterioso de (¿cómo llamarlo?) perversión, inhumanidad, negación, se había
vuelto posible. Su idea del mysterium iniquitatis me ofrece la clave para entender el mal que enfrento ahora y no consigo nombrar cabalmente.
Al menos yo, como hombre de fe, debo llamarlo una traición misteriosa, o la perversión
de la inédita libertad traída por el Evangelio.
Lo que estoy planteando aquí, en desorden, a tropezones y hablando libre e improvisadamente,
es algo que he evitado decir por treinta años. Permíteme intentar decirlo ahora de
una forma que otros puedan escucharlo: en la medida que te permitas concebir este
mal que tú ves como un mal de nueva cuña, un mal de una especie misteriosa, mayor
y más intensa es la tentación (...no puedo evitar decirlo, no iré más allá sin decirlo...)
de maldecir la Encarnación de Dios (Illich, Iván, 2005: p. 61).
No puedo leer esto sin que me recorra el cuerpo un escalofrío. Ni puedo, tampoco,
leer tales palabras con la torpeza de creer que blasfema. Creo que se trata de otra
cosa: de una conciencia extrema de los fueros del mal. Por eso creo que hay que decir
que las palabras que nos leyó Jean, donde Iván reconoce la posibilidad del amor incluso
frente a la pregunta de un Cayley probablemente abatido al concluir el catálogo de
las brujas cazadas por este moderno cazador de brujas que fue Iván, pertenecen a la
misma conversación. Illich se permitió trascender el ámbito de lo ético y gozar él
mismo las mieles del amor más allá de las fronteras que le impuso su propia cultura.
Quienes lo conocieron me lo han pintado, si no como un optimista (¿y qué estupidez
sería el optimismo?), como un hombre alegre hasta el final, un hombre de esperanza,
que se dejó provocar por el ámbito comunitario de la cultura para establecer relaciones
de amistad con gente tan distante a su matriz como... Cuernavaca.
JEAN: O el Japón... Era amigo íntimo de Yoshiro Tamanoi, un científico japonés. Tanto
así que, cuando murió en Okinawa, encargó en su testamento que Illich esparciera sus
cenizas en el mar. Y al Japón fue Iván, a cumplir su última voluntad. Pocos años después
vino su hija en peregrinación a Cuernavaca a visitar al amigo de su papá. Cuando la
llevé a la Catedral, corrigió algunas de las cosas que los frescos cuentan sobre la
crucifixión de san Felipe de Jesús.
JUAN MANUEL: Su mirada sobre las instituciones modernas es pesimista en el sentido
de que reconoce y señala la inercia contraproducente a la que llegan a dar cabida.
Y, efectivamente, mira todo el tiempo al tiempo que resta, al eschaton, y piensa en cosas como catástrofes nucleares... Pero estimo que no creía que esa
fuera la última palabra. Recuerdo que me dijiste alguna vez que, entre otras, refería
la risa como una cura...
JEAN: Sí. Me recordaste los primeros tiempos en que empecé a verlo con regularidad.
Camino adonde estuvo el CIDOC hay un monumento de Ávila Camacho, donde vivía, en una
casa móvil, un personaje extraño. Hablaba alemán y solíamos conversar. Se llama Christian
von Hatzfeldt. Un día que iba a ver a Iván, llegué y lo encontré con este joven. Iván
le decía: "Mira, Christian, las cosas son tremendas, pero ¡yo soy tan feliz aquí...!".
JUAN MANUEL: Jean, adivino que responderás que no, pero quiero preguntártelo de todos
modos: ¿Illich era un desesperado?
JEAN: Decididamente, no. Illich tenía siempre una disponibilidad a abrirse a los otros
y al mundo. Tenía un gran amor a lo que hoy es y mañana ya no. Una de las cosas que
decía era que había que celebrar nuestras bendiciones. Era esa una forma de hablar
sin mencionar ningún concepto ligado a la escasez, pues se había dado cuenta de que
el molde económico había invadido todo, de tal forma que casi ya no podías decir una
frase que no la implicara.
JUAN MANUEL: ¿Y cuál es tu balance sobre todo esto? Ya hemos platicado mucho sobre
doctrinas afines a ti por la relación de amistad que tienes con quienes las sostienen,
Dupuy e Illich. ¿Y Jean, qué piensa de esto? ¿Para Jean es el acontecimiento cristiano
tan significativo como para ellos? ¿Efectivamente nos deja tanta miseria y tanta dicha?
JEAN: Mira: a veces, yo vivo con premoniciones de grandes peligros, de que todo puede
acabar muy mal. Aunque, por otro lado, también veo elementos de esperanza. Observo
una suerte de despertar. En México, por ejemplo, se puede citar el Movimiento por
la Paz con Justicia y Dignidad, el revuelo que causó el Movimiento Yo Soy 132, o a
esas comunidades que tienen el valor de declararse autónomas. También observo un advenimiento
de la conciencia entre la gente de la ciudad de que lo vernáculo es importante, de
que las culturas indígenas son importantes.
Hay gente que dice que vivimos en una época post-cristiana, que el cristianismo se
esfumó. Illich decía más bien que vivimos en una época hipercristiana. Esa cristianización
aguda del mundo moderno es en gran parte una institucionalización. Como decía Chesterton,
ya en 1910: "El mundo está lleno de antiguas virtudes cristianas vueltas locas". Y,
hasta cierto punto, la Modernidad es una idea cristiana vuelta loca. Illich era un
eclesiólogo, un historiador de la Iglesia o mejor dicho de la instituciones eclesiales.
Para él era casi inevitable ver en las instituciones modernas un reflejo de las ideas
cristianas. Por ejemplo, no puede dejar de relacionar la obligatoriedad de la escuela
con la obligación de asistir a la misa dominical.
Vaya, tal vez parezca un poquito absurdo, pero no muy lejos están, ciertamente, las
estaciones de gasolina en una carretera de los albergues medievales dispuestos para
los peregrinos por el Camino de Santiago. Es una corrupción porque el servicio, la
diaconía griega, era una puesta a la disposición del otro, un don de sí mismo al otro.
Bueno, pues, el servicio se institucionaliza y termina convirtiéndose en negocio,
pero en su autenticidad primordial, el acto de servicio era un don de sí mismo.
JUAN MANUEL: ¿Conoces a las Patronas? Lo que describes se parece más a lo de las Patronas.
Preparan comida todos los días y se la arrojan a los que van montando la Bestia, a
los inmigrantes, como una ayuda para llegar a su destino. Y son las Patronas porque
en esa comunidad viven prácticamente puras mujeres: los hombres viven en Estados Unidos,
también de inmigrantes. Entonces, el de esas santas mujeres es un don de sí porque
viven muy pobremente, tienen recursos muy limitados.
JEAN: ¡Ah! No, no las conocía. Pues sí, a eso se parece lo del Evangelio. Cuando el
sistema social empieza a colapsar, se buscan organizaciones probadas del pasado. No
quiero decir que hayan de reproducirse tal cual, pero creo que pueden inspirar el
nacimiento de otras nuevas formas de vida comunitaria... La política de cercanía,
la política que se hace en esas comunidades donde todos se conocen, como en las comunidades
indígenas, es una inspiración para el presente: el don de sí.