Introducción
La obra fenomenológica de Sartre y Lévinas es vasta. Este trabajo no busca agotarla.
Se pretenden apuntar, a través de conceptos clave de su pensamiento, las principales
diferencias y semejanzas de sus análisis. La adopción del método fenomenológico por
ambos pensadores les permitió analizar un espectro de fenómenos que nos brindan un
punto de comparación propicio para apreciar las diferencias y similitudes en su adopción
del método, así como sus contribuciones a la fenomenología y a la filosofía en general.
Se abordará la vivencia de la «náusea» como punto de partida -y de encuentro-. Tanto
Lévinas como Sartre abordan esta vivencia para mostrar su relación con la experiencia
del ser. Sin embargo, aunque los escritos donde exponen sus descripciones sobre la
náusea son contemporáneos, pues ambos escribieron en los años treinta del siglo XX,
no se puede hablar propiamente de una influencia de uno sobre el otro; más bien, por
los datos biográficos que se disponen -cartas, testimonios, biografías y entrevistas,
entre los más relevantes-, se puede afirmar que dicha influencia no ha sido directa,1 sino que caracteriza algo que ambos observaron en el ambiente de la época.
El acto de salir -de evadirse- de la vivencia de la náusea es llevado a cabo a partir
del al análisis de la obra de arte. Lévinas hace una crítica a la concepción de obra
de arte que Sartre expresa en Lo imaginario, elaborando su propia concepción del arte en el artículo “La realidad y su sombra”,
que se publicara por primera vez en Les temps modernes (1948) -una revista que, en aquel momento, dirigía Sartre- con una nota preliminar:
la redacción de la revista hizo una conexión de este texto con las ideas promovidas
por su director en Lo imaginario, así como con la concepción, en boga entonces, de la literatura comprometida. Sin
embargo, no se trata de una reelaboración sin más de las ideas de Sartre. Ello lo
prueba que Lévinas había escrito sobre el problema del arte en ocasiones anteriores,
como haría también luego de publicar “La realidad y su sombra”. Hay que tener en cuenta
De la existencia al existente, publicado en 1947, y “La trascendencia de las palabras”, también publicado por primera
vez en Les temps modernes en 1949. Pero las reflexiones sobre el arte no dejan de aparecer en mayor o menor
medida en sus escritos posteriores, como Totalidad e infinito. Para el presente análisis, nos concentraremos en su artículo “La realidad y su sombra”
porque las reflexiones sobre el arte son tratadas como tema central. Asimismo, se
puede encontrar una crítica directa a la concepción sartriana de la obra de arte que
se tenía a finales de los años treinta.
La náusea sartriana y la obra de arte como evasión
Sartre comienza a escribir La náusea en 1931. Sin embargo, su obra fue rechazada varias veces antes de publicarse en abril
de 1938. En esos años, esta obra literaria era considerada un factum sobre la contingencia. Paul Nizan, Simone de Beauvoir y Sartre, daban el nombre de
factum -irónicamente- a cualquier obra que estuvieran realizando y que fuera conformada
por algún tipo de análisis, con frecuencia agresivo, que pretendiera relacionar literatura
y filosofía (Contat, 2003). Así, Sartre buscaba ligar sus ideas filosóficas con sus creaciones literarias para
lograr una mejor expresión de la realidad.
En sus inicios, La náusea no tenía ese título. Sartre se refería a ella como Melancholia, particularmente en referencia al grabado de Doré y a todo el significado que la
época clásica diera a la melancolía. Gaston Gallimard fue quien sugirió el cambio
de título a La náusea. Pero, antes de intitularse así, se llegó a llamar: Factum sur la contingence, Essai sur la solitude d’esprit, Melancholia y Les aventures extraordinaires de Antoine Roquentin (Cohen-Solal, 1999: 224).2 Sin embargo, el fenómeno que describe en la novela como «náusea» nunca varió; es
decir, el fenómeno no fue cambiado de nombre ni de descripción a lo largo de las modificaciones
que se sugirieron antes de su publicación, así como el título y el recorte de algunos
pasajes que se consideraban populistas, y de otros que iban en contra de las «buenas
costumbres» (Contat, 2003). La náusea a la que hace referencia en la novela siempre fue el fenómeno de la «náusea».
Esto nos indica que la novela fue concebida no entorno a la «náusea», sino en relación
con aquello que la produce: la «contingencia». Las reflexiones de Sartre sobre esta
idea comenzaron en 1926, en un curso de Brunschvicg, según señala Aron (1993). Posteriormente las retoma y las expresa en una libreta de ideas (Les carnet Dupuis) que puede datarse a su periodo de profesor en La Havre (1931-1936). Ahí define a
la contingencia del siguiente modo: “Entonces una cosa puede ser sin ser por eso necesaria,
lo que no quiere decir que otras cosas sean posibles, ni tampoco imposibles, puesto
que lo posible es una categoría psicológica, no una modalidad. Eso es a lo que llamaré
«contingente»” (Œuvres romanesque. 1982: 1685). La captación de esta contingencia llegaría a ser, para Sartre, el corazón
de la experiencia de la náusea.3
El ser se devela. Se descubre por medios de acceso inmediato. Entre esos medios, Sartre
señala al aburrimiento, al tedio y a la náusea (2006: 14). En El ser y la nada, Sartre remite, para describirla, a su novela (2006: 378). El hecho de que pueda
tomarse seriamente una descripción fenomenológica en una obra literaria tiene su sustento
en el mismo método: si la descripción es apegada a la experiencia, no importa si se
da en una obra de ficción o en una filosófica.4
Para Sartre, la náusea no es conocimiento, sino conciencia noposicional de la contingencia
que soy; es decir, de mí, siendo un cuerpo. En la náusea se da una aprehensión de
sí mismo, en tanto existencia de hecho, de una contingencia absoluta (2006: 383).
La náusea revela a la conciencia su propio cuerpo. Tanto para Sartre como para Lévinas,
la conciencia no deja nunca de ser cuerpo. Esto no debe conducirnos a pensar la náusea
como una metáfora obtenida de los malestares fisiológicos, sino como el fundamento
de ellos, el fundamento mismo de lo nauseabundo.
Sartre especifica la diferencia del objeto de la náusea y la angustia, aunque no lo
detalla tanto como Lévinas: “Así, la toma existencial de nuestra facticidad es la
Náusea y la aprehensión existencial de nuestra libertad es la Angustia” (1982: 168).
Se trata, por otro lado, de vivencias que no se contraponen, ya que la náusea no contradice
a la libertad, sino que muestra una de las condiciones de posibilidad de ésta, pues
la náusea se presenta como una evidencia enceguecedora de la existencia, en donde
se revela el carácter de «estar de más» (être de trop) y el absurdo -lo que viene a ser la clave, según Sartre, tanto de la existencia
como de la náusea, en esta etapa de su pensamiento-. Además, esta experiencia no puede
explicarse, sino sólo describirse: es la experiencia de la contingencia siendo lo esencial;
de la existencia siendo la gratuidad perfecta.
Durante los años de 1929 a 1940, Sartre consideró al arte como la salida del sentimiento
de lo absurdo, de ese «estar de más» que se nos revela en la existencia. Él mismo
denominará, en sus Carnets de la drôle de guerre, esta faceta de su pensamiento como su periodo de «moral estética», en donde plantea
la salvación a través del arte (1982: 95).5 Salvación, entendida no en su sentido cristiano, sino en uno estoico: “imprimir en
su naturaleza una modificación total que la haga pasar a un estado de plusvalía existencial”
(1982: 107). Esta salvación se descubre al final de La náusea cuando aparece de repente a Roquentin la idea de poder dar una justificación a su
existencia a través de una obra de arte, al tiempo que está escuchando una canción
de jazz, “Some of these days”, interpretada por Sophie Tucker y por el compositor Shelton Brooks. Se da cuenta de
que él, Roquentin el historiador, no puede hacer música, pero puede hacer libros;
es decir, puede hacer literatura. Se le ocurre, entonces, que debe crear un libro
de aventuras, una novela. Ya no un libro de Historia, que era en lo que trabajaba,
pues advierte que un existente no puede justificar a otro existente. Hacer un libro
de Historia es hablar sobre el pasado de algo o de alguien que ha existido efectivamente,
lo cual implicaría una documentación, en lugar de una justificación de la existencia.
Por otro lado, la obra de arte le permite al artista dar razón de su ser, aunque éste
desaparezca, pues su obra permanece tras de haber muerto, ya que trata la existencia
por encima de ella. Es decir, considera que la obra de arte da una cierta permanencia
en la existencia a su autor, efectiva a través de las personas que piensan en y que
valoran al autor del arte. En La náusea se puede apreciar que Sartre hace declarar a su héroe:
Y habría personas que leerían esta novela y dirían: “Es Antoine Roquentin quien la
ha escrito, era un tipo pelirrojo que deambulaba por los cafés”, y pensarían en mi
vida como yo pienso en la de esta negra: como en algo precioso y medio legendario.
[...] Entonces, a través de ella [la novela], tal vez yo podría recordar mi vida sin
repugnancia (2004: 250).6
De ese modo, en estos años del pensamiento de Sartre, la obra de arte se presenta
como una salida a la experiencia de la contingencia que nos brinda la náusea, pero
entonces se puede preguntar para comprender mejor su apropiación del método fenomenológico:
¿qué concepción tiene de una obra de arte? La respuesta se halla en un texto de la
misma época. Se trata de Lo imaginario, uno de los textos más fenomenológicos de Sartre debido al uso explícito del método.
Se podría rescatar la teoría de Sartre acerca del objeto de la experiencia estética
-la obra de arte- de su estudio sobre la imaginación; sin embargo, Sartre no estará
del todo satisfecho con el último apartado del texto, en donde habla de la obra de
arte, porque el editor le pidió que aumentara su estudio con un apartado sobre el
arte, por un lado; y por otro, porque su concepción del arte se fue profundizando
y matizando conforme se fue desarrollando su pensamiento. Esta obra, sin embargo,
fue escrita en el periodo de La náusea. Por eso se podrían hallar en ella claves para entender las razones por las que en
ese momento concebía que el arte es un tipo de «evasión» de la náusea, de la contingencia
de la existencia.
En aquella época (1929-1940), Sartre consideraba que la obra de arte es un objeto
cuando aparece, aunque no lo hace del mismo modo en que la mesa, la taza, o el teléfono,
etcétera. Mientras se ponga la atención en el material del cual está hecha, ella no
aparece -no se da la experiencia estética- porque «se esconda», sino porque nunca
aparece a una conciencia realizante, sólo a una imaginante. Lo que es real en el objeto estético, o en la obra de arte, son las pinceladas,
las combinaciones de letras, la piedra esculpida. Lo bello, por su parte, está aislado
del universo, no se da a la percepción sensible. En ese sentido se dice que lo real
no es bello. “La belleza es un valor que únicamente podría aplicarse a lo imaginario
y que conlleva la nihilización del mundo en su estructura esencial” (Sartre, 1940: 372). Lo bello es el conjunto de los objetos irreales. El gozo estético es sólo un modo
de aprehender los objetos irreales, y lo hace a partir de su materialidad. Ahí se
da el desinterés de la visión estética (Sartre, 1940: 366).
El artista no realiza la imagen mental de su obra. Sólo la objetiva. Lo que hace es llevar a cabo una analogía
exterior que podemos -y tenemos que- aprehender para captar la obra de arte. Así,
el artista busca manifestar su imagen mental.
Para que una sensación percibida -un color, una forma, etcétera- sea la sensación
de una obra de arte, es necesario percibirla en el conjunto sintético de la obra.
La clave está en que el objeto estético -obra de arte- es constituido y aprehendido
por una conciencia imaginante que lo pone como irreal (Sartre, 1940: 367). Por ejemplo, acerca del arte dramático, Sartre precisa que “[n]o es el personaje
quien se realiza en el actor, es el actor quien se irrealiza en su personaje” (1940: 368), volviendo todo el escenario, todo el vestuario, todos
sus movimientos, el analogon que remite al personaje que representa, que no es él y que no está presente en carne y hueso.
Sartre pasa lista a las artes para hacer ver que su concepción no se limita a la pintura
o al arte dramático. Al respecto de la música, lo irreal queda manifestado en las
piezas musicales que son siempre las mismas, aunque varíen sus ejecuciones. Las sinfonías
-por ejemplo- no existen en el tiempo, aunque tengan una duración, pues puedo escuchar
la misma sinfonía interpretada por varias orquestas. La sinfonía, al ser escuchada,
está fuera de lo real. Hay un desinterés por todo lo que está alrededor de la conciencia que aprehende la sinfonía, la cual
“se da en persona, pero como ausente, como estando fuera de alcance” (Sartre, 1940: 370). En este caso, la ejecución de la sinfonía no es la sinfonía sino su analogon. Por eso, Sartre considera que la obra de arte está fuera de la existencia, de lo
real, por encima de ella.
La atención con la que aquí se reflexiona sobre la obra de arte es más existencial
que estética; es decir, se busca saber qué tiene que ser la obra de arte para que
nos permita -según Sartre- escapar de la náusea. Por lo tanto, no se agotan todas
las posibilidades de la experiencia estética. Como se ha dicho, la náusea es experiencia
de la contingencia de la existencia. Uno puede pensar que se libra de ella al pasar
a un plano donde la contingencia ya no rige, pero ese plano tendría que estar por
encima de la existencia. Entonces, el objeto de arte se manifiesta como un objeto irreal que se expresa en una falta definida a la percepción sensible. No se da sólo desde
un punto de vista, como la percepción, sino que se da por completo -lo que no quiere
decir que sea perfecto-. Podría decirse que son presentados desde varios puntos de
vista a la vez; “son «presentificados» bajo un aspecto totalitario” (Sartre, 1940: 240).
Aquí, el paradigma es el objeto de la percepción, mientras que en la conciencia imaginante,
el objeto es irreal pues nunca se alcanza como se hace en la percepción; es decir:
no me dará nada nuevo de sí mismo una vez que lo presentifique. Sólo puedo volver
presente a la conciencia las características que ya he aprehendido del objeto; en
cambio, los objetos de la percepción siempre tienen la posibilidad de presentarme
algo nuevo sobre ellos, un nuevo lado, un nuevo tono, etcétera. “Poner una imagen
-que en Sartre es esencialmente un objeto irreal- es constituir un objeto al margen
de la totalidad de lo real. Entonces, es tener lo real a distancia, franquearlo, en
una palabra negarlo” (Sartre, 1940: 352). La imagen es la negación del «mundo», pero de un sólo punto de vista: de ese punto
a partir del cual se presentifica el objeto en imagen. La condición esencial de una conciencia imaginante es que ella esté-en-el-mundo,
precisamente para que tenga algo que negar y entonces producir las imágenes.
La obra de arte es un escape porque se da o se revela en la irrealidad. Así huimos
de la contingencia de la existencia.7 “Los valores del Bien suponen el estar-en-el-mundo, ellos apuntan las conductas en
lo real y en primer lugar están sometidos a la absurdidad esencial de la existencia”
(Sartre, 1940: 372). Pero como se ha dicho, lo bello -lo propio de la obra de arte- es estar “por encima
de la existencia”, lo que les da una cierta durabilidad no sujeta al tiempo de la
existencia que de otra manera no podría encontrar. Por eso, según Sartre, podemos
seguir acercándonos a las obras de la literatura de Cervantes, Shakespeare, Dante
o Dostoievski como si hubieran sido escritas ayer (Beauvoir, 2001: 208). Para realzar más la pertenencia de lo bello al ámbito de la irrealidad, Sartre
menciona el caso de la belleza de una mujer y el deseo hacia ella. Al contemplar la
belleza de la dama, el deseo por ella desaparece, ya que el deseo se realiza en la existencia, en lo que tiene de contingente y absurda (Sartre, 1940: 373), y una vez que está en ella, se olvida de la belleza para concentrarse en la satisfacción
del deseo. Pero que la belleza pertenezca exclusivamente a la irrealidad no impide
que se puedan tener experiencias estéticas a partir de objetos reales que no tengan
relación con alguna obra de arte. Así, podemos tener la experiencia estética al ver
un atardecer en lo alto de una montaña, cuando la percepción de dicho atardecer se
vuelve el analogon de sí mismo que apunta al objeto-irreal-atardecer. Sin embargo, lo irreal, y por
lo tanto también la obra de arte, depende del «estar-en-el-mundo» de la conciencia;
es decir, de la realidad, pues sólo «nihilizándola» es como pueden aparecer.
La náusea levinasiana y la obra de arte como sombra de la realidad
En la búsqueda de una nueva vía de acceso al ser, Lévinas plantea en De la evasión un análisis de la necesidad de evasión que se manifiesta en nuestro ser. En dicho
análisis, comienza a utilizar el método fenomenológico dándole un uso propositivo;
a partir de aquí se distancia del comentario crítico a Husserl -y Heidegger- para
centrarse en su propia manera de entender el método y el ser mismo. Esa apropiación
no impide que manifieste críticas a la concepción heideggeriana del ser. A reserva
de un largo proceso de maduración, ya se comienza a ver en esta temprana obra -publicada
por vez primera en 1935- los temas que Lévinas desarrollaría más tarde. Aquí encontramos
una fenomenología del placer, la vergüenza y la náusea, para descubrir la relevancia
del fenómeno de la evasión.
Este análisis de la náusea no deja de remitir a la necesidad de evasión; la náusea
es un fenómeno que Lévinas trata de aclarar para mostrar de qué manera nos remite
a la evasión. Para aprehender el fenómeno que describe Lévinas es necesario mostrar
sus conexiones de sentido con la necesidad, el placer y la vergüenza, al menos sumariamente.
Para la «necesidad de evasión», el ser aparece como un aprisionador, del cual hay
que escapar. Aquí, la necesidad se manifiesta ligada al ser, pero no como «privación
de...», sino que nos anuncia la pureza del hecho de ser. En efecto, la necesidad,
en primera instancia, nos muestra nuestra aspiración a una satisfacción y, por consiguiente,
una carencia o una limitación de nuestro ser. Sin embargo, la satisfacción de la necesidad
no la destruye, pero sí puede presentar una «decepción», ya que la satisfacción que se alcanza mediante el cumplimiento de la necesidad no
se lleva a cabo como se esperaba. La necesidad vuelve a aparecer o, simplemente, hay
«un después» en la satisfacción de la necesidad. Aquello puede expresarse como una
inadecuación entre la necesidad y su satisfacción. Lo que la necesidad expresa es
la presencia de (nuestro) ser y no su deficiencia. En el fondo, se está expresando
una plenitud de ser y no una carencia. Lévinas pone énfasis en aquello de lo que se
tiene conciencia como siendo requerido para saciar la necesidad, que de alguna manera
ya está presente en la conciencia de dicha necesidad: la satisfacción se manifiesta
en el placer. De este modo, el placer no aparece como algo estático, sino como algo
que siempre se está desarrollando; nunca aparece de súbito para inmediatamente desaparecer.
En su desarrollo, el placer se presenta, también, como evasión porque busca romper
con las formas del ser. Sin embargo, es una evasión que fracasa pues el placer es
«afectividad» y a ésta no se le pueden aplicar las categorías del pensamiento ni de
la acción. Una vez que se ha «sentido» el placer de la satisfacción de la necesidad,
aquella experiencia nos puede conducir a la vergüenza de nosotros mismos por haber
sido complacidos.
En una primera descripción, Lévinas dice que la «vergüenza» es “la representación
que nos hacemos de nosotros mismo como de un ser disminuido; sin embargo, uno con
el cual nos es penoso identificarnos” (1982: 111). Nos aprehendemos como disminuidos
porque unos momentos antes de «sentir» la vergüenza estábamos complacidos por la satisfacción
de la necesidad que nos mostraba la plenitud de nuestro ser, con el que nos identificábamos
y al cual ahora tenemos que renunciar. El objeto de la vergüenza somos nosotros mismos.8 Por eso dice Lévinas que nuestro cuerpo es vergonzoso sólo cuando en él está patente
la intimidad de nuestro ser. Cuando se pierde esa intimidad manifestada, nuestro cuerpo
deja de ser vergonzoso. Pero, advierte, “entonces es nuestra intimidad, es decir,
nuestra presencia a nosotros mismo lo que es vergonzoso” (Lévinas, 1982: 114).9 En la vergüenza se nos manifiesta todo nuestro ser.
Entonces, ¿cómo la vergüenza nos conduce a la náusea? Si bien, es cierto que no siempre
que se tiene vergüenza se padece una náusea, se trata de vivencias que pueden implicarse,
según Lévinas. Pueden hacerlo porque la náusea se presenta como malestar y como una
presencia indignante de nosotros a nosotros mismos, igual que la vergüenza. “El fenómeno
de la vergüenza de sí ante sí mismo [...] no hace sino uno con la náusea” (Lévinas, 1982: 117). Para comenzar, la náusea no puede ser entendida desde la fisiología simplemente,
y menos cuando se intenta dar un enfoque fenomenológico. El fenómeno que se designa
aquí como náusea, es el fundamento de la «náusea fisiológica». En ella se pierde de
“vista todo lo que es” y la nada se manifiesta como el ser puro.
En la náusea no hay ningún intermediario entre ella y nosotros mismos; lo que hay
es un esfuerzo por salir, un esfuerzo que se convierte en desesperación cuando se
hace patente el hecho de estar pegado a sí mismo. Todo nuestro ser se nos hace patente
de golpe. Lévinas dirá que ese hecho constituye la angustia de la náusea. Mientras
que la angustia y la náusea se caracterizan ambas por la indeterminación de su objeto, se diferencian por el modo en relacionarse con lo indeterminado. La
angustia realza la diferencia ontológica, mientras que la náusea va detrás de ella,
“por debajo”.10
En la náusea, “que es una imposibilidad de ser lo que se es, se está al mismo tiempo
pegado a sí mismo, aprisionado en un círculo estrecho que sofoca, [pues ella] es la experiencia misma del ser puro” (Lévinas, 1982: 116). Se trata de una experiencia de la impotencia del ser, de la fuente de necesidad,
en la que se nos puede presentar un «no-hay-nada-más-por-hacer» que nos indica una
situación límite de la que hay que salir. De ese modo, la experiencia del ser puro es experiencia, también y al
mismo tiempo, de evasión, y “la evasión es la necesidad de salir de sí mismo, es decir,
de romper el encadenamiento más radical, más irremisible, el hecho de que el yo es
sí mismo” (Lévinas, 1982: 98). En la náusea se nos manifiesta la desnudez del ser en plenitud; nuestro ser al
mismo tiempo que lo irremisible de su presencia, nos sofoca. La náusea es la afirmación
del ser, es ineludible en cuanto experiencia; es desesperación (Lévinas, 1982: 117 y 119).
En “La realidad y su sombra”, Lévinas va a desarrollar las ideas que ya ha expresado
en obras anteriores -como en De la existencia al existente, en su apartado sobre “El exotismo” y “Existencia sin existente”-. En su artículo,
parte del dogma admitido en el arte acerca de la función expresiva de éste: el arte
tiene que poder decir lo inefable, poder ir más allá de la percepción vulgar. Su expresión se basa en un concomimiento que le permitiría
al arte ponerse más allá de lo real pues con el poema, la pintura, la música, expresa
lo que el lenguaje común no puede. La crítica profesional del arte comparte el dogma
y, si hay crítica, es porque el espectador no se basta con el goce estético, sino
que tiene que hablar(lo); es decir, busca expresar su experiencia estética.
Lévinas propone otra manera de interpretar al arte fuera de esta función expresiva
que se le atribuye en su tiempo. Así, señala que la primera característica que hallamos
en la obra de arte es la de su «acabamiento» y, por ese acabamiento, el arte permanece
suelto, descomprometido (dégagé). Esto, en oposición al compromiso (engagé) que el arte puede -y debe- adquirir, en especial la literatura.11 Lévinas explica que, tal vez, el fenómeno que se vive en esos años en los cuales
el arte se consideraba como dador de conocimiento -el dogma anterior- puede proceder
del hecho de abordar la experiencia estética en la literatura donde la materia prima son las palabras, donde el conocimiento se expresa
y transmite más fácilmente. En ese sentido, Lévinas defiende la existencia del crítico,
pues si el arte originalmente está fuera del mundo, no es ni lenguaje ni conocimiento.
Entonces, el trabajo del crítico queda justificado, pues él expresa como conocimiento
algo que no hace la obra de arte.
Por el otro lado, la obra de arte se acaba sin importar las interrupciones materiales
o sociales. Aunque el acabamiento del arte sea de ese modo, no tiene que conducirnos
a la justificación del arte por sí mismo, únicamente, sin nada que lo ligue a la realidad
que lo ve nacer: “expresión falsa, en la medida en que sitúa al artista por encima de la realidad y no le reconoce algún maestro; inmoral en la medida en que libera
al artista de sus deberes de hombre y le asegura una pretensiosa y fácil nobleza”
(Lévinas, 1994: 109). En esta clara -pero no tácita- alusión a Sartre y su moral de salvación por el
arte, al situar a éste por encima de la existencia, la crítica no se refiere al sitio
del arte, sino a la consideración del arte como superior, de donde se concluye apresuradamente
una justificación para no hacer algo por la existencia en la que estamos sumergidos.
Más adelante, y concediendo esa posición del arte -no sin que varíe un poco-, Lévinas
desprenderá otras conclusiones diferentes a las de la salvación y el desinterés.
Entonces, podemos preguntar de qué naturaleza es este estar «suelto», «descomprometido»
(dégagement), por parte del arte. Lévinas lo pondrá como un «por debajo» (en deçà), en vez de un «más allá» (au-delà) de la realidad, pues considera que el ir más allá se realiza con la comprensión,
con las ideas, y la función del arte no es comprender. El arte es obscuridad de lo
real y ahí reside el tipo de su acabamiento. La obscuridad12 del arte no es reductible a categorías del conocimiento. Este acontecimiento del
obscurecimiento de la realidad se puede describir por medio del arte como un movimiento
contrario a la creación religiosa y que, de cierta manera, “consiste en sustituir
el objeto con su imagen” (Lévinas, 1994: 110; también 2013: 73), imagen que no es algún tipo de concepto, pues el concepto es el objeto aprehendido,
inteligible que ya remite al conocimiento, y la imagen -de la que forma parte la obra
de arte- más bien remite a un desinterés. Dicho desinterés se considera una ceguera
en relación a los conceptos y una neutralización de la posibilidad de actuar (Lévinas, 1994: 110; también 2013: 74). En este sentido, el desinterés deja a un lado la libertad y, especialmente, su
carácter de avasallamiento, al no permitirle comprometerse con algo. Pero “sería más
justo hablar de interés que de desinterés, a propósito de la imagen. Ella es interesante,
sin ningún espíritu de utilidad, en el sentido de «que convence»” (Lévinas, 1994: 112).
Sin embargo, aquí lo imaginario se presenta también como irreal al ponerse fuera de
la realidad y neutralizarla, al ponerla entre paréntesis o entre comillas. La imagen
no es un símbolo ni un signo ni una palabra. Se distingue de ellas por el modo en
el que se asemeja a su objeto. La semejanza es la relación entre la cosa y su imagen,
sin que se esté poniendo algo diferente tanto a la cosa como a la imagen en esa relación.
En esta concepción de la realidad, ella no sólo es lo que es, sino que también es
su sombra, su imagen, su doble. Para comprender esto, Lévinas hace referencia a la
«alegoría», donde está presente la semejanza «imagen-realidad», ya que ella se presenta
como “un comercio ambiguo con la realidad donde ésta no se refiere a ella misma, sino
a su reflejo, a su sombra. La alegoría representa, por consecuencia, aquello que en
el objeto mismo lo duplica. La imagen, se puede decir, es la alegoría del ser” (Lévinas, 1994: 116).
Otra de las características de la imagen consiste en ser conciencia de la ausencia
de un objeto, lo que no neutraliza el acto de poner el objeto, sino que altera su
ser. Esto se aprecia a partir de la fenomenología del cuadro -modelo que Lévinas considera
más adecuado para comprender el arte- y no la de la imagen, pues contemplar una imagen
es contemplar un cuadro (Lévinas, 1994: 116). Al contemplar el cuadro, percibimos elementos, tales como la tela, los colores,
el marco, etcétera, que nos remiten a la ausencia del objeto que se representa en
el cuadro. Eso no quiere decir que dichos elementos materiales nos hacen presente
el objeto estético, sino que ellos, a través de su presencia, nos hacen patente la
ausencia de dicho objeto.
La imagen tiene un carácter de «ídolo» que manifiesta mejor su particularidad, a diferencia
del símbolo y del signo, siendo este carácter lo que nos remite a la irrealidad de
la imagen. En efecto, si se dice que la imagen es ídolo, se habla entonces de un tiempo
propio determinado de la imagen. Para explicar esto, Lévinas hará un análisis fenomenológico
de la estatua: “La estatua realiza la paradoja de un instante que dura sin porvenir.
El instante no es realmente su duración” (Lévinas, 1994: 119). De este modo, Lévinas habla de una duración casi-eterna, en donde se le quita al
presente su carácter de evanescencia, se queda fijo, pero indicando el porvenir. El
instante de la estatua -su «presente sin porvenir»- se manifiesta en relación con
la duración y no con la eternidad. La vida de la obra no puede ir más allá del instante,
sino que permanece en un entretiempo.
En el instante de la estatua se puede cumplir la simultaneidad de la necesidad y la
libertad -que Lévinas llama lo trágico- cuando fija el poder de la libertad en impotencia (Lévinas, 1994: 120-121). Así, la obra de arte manifiesta la caída en el «destino», del tipo que se encuentra
en los personajes de novela sumergidos en algo que inevitablemente les va a suceder porque ya está escrito, aunque de alguna manera aún pueden sentir su libertad, haciendo que comulguen, precisamente, tanto la idea de necesidad con
la de libertad.
La muerte puede interrumpir la duración del instante al cortarlo; pero cuando el instante
dura para siempre, la muerte pierde su poder ante él. Dicho poder se lo arrebata el
objeto estético:
El arte cumple precisamente esta duración en el intervalo, en esta esfera que el ser
tiene el poder de atravesar, pero donde su sombra se inmoviliza. La duración eterna
del intervalo donde se inmoviliza la estatua difiere radicalmente de la eternidad
del concepto -ella es el entretiempo, jamás terminado, que todavía dura- algo de inhumano y monstruoso (Lévinas, 1994: 124).
De esta forma, el arte introduce en el ser la muerte del instante al cumplir la duración
eterna en el entretiempo: “La idea de sombra o de reflejo [...] -de un doblez esencial
de la realidad por su imagen, de una ambigüedad «por debajo»- se extiende a la luz
misma, al pensamiento, a la vida interior” (Lévinas, 1994: 117). Lévinas considera que hablar de la sombra de la realidad no refiere una metáfora
toda vez que se aclare el sentido de ese «por debajo» (en deçà). Uno puede acercarse a la sombra del ser a través de la fisura entre el ser y la
esencia. En el arte se prefiere el acabamiento de la sombra de la realidad, en lugar
del acabamiento pendiente de ella. Será precisamente en eso que Lévinas señale el
desinterés del arte, pero es un desinterés que manifiesta una irresponsabilidad antes
que una contemplación estética, pues esta falta de compromiso sólo manifiesta una
dimensión de evasión del mundo que ve nacer al arte y que de cierta manera le exige
al hombre una respuesta, una acción, un compromiso (Lévinas, 1994: 126). El arte no es comprometido por ser arte simplemente. Por eso, la crítica se vuelve
esencial para el arte, ya que no le permite escapar de su responsabilidad, pues lo
trata como otro producto humano en dimensiones humanes: técnica, estilo, trabajo,
influencias, en resumen, lo trata en sus contingencias.
Conclusión
Los fenómenos que abordan tanto Sartre como Lévinas tienen puntos de coincidencia
más allá de tratar el mismo fenómeno: la náusea, la obra de arte, la vergüenza, la
evasión, la imagen. Los análisis que hacen son complementarios al mostrar lo que el
otro no muestra, al enfatizar aspectos que el otro deja pasar por alto.
Lévinas considera que la náusea es la experiencia del ser puro, desnudo; Sartre, por
su parte, considera que es la experiencia de la contingencia de la existencia, de
mi existencia. Si bien no describen de la misma manera dicha experiencia, sí tienen
la misma intuición: la náusea como experiencia de la existencia pura, de la existencia desnuda que nos provoca una intención de huida, de evasión, porque
no se puede soportar el peso de la desnudez de la existencia.
La náusea resulta, también, la experiencia de una conciencia que existe un cuerpo,
un cuerpo que bien puede ser cualquiera -grande, gordo, pequeño, débil-, pero que,
al final, debe ser uno. Sartre se referirá a eso como la «necesidad de nuestra contingencia».
El énfasis que pone Sartre en la náusea está signado por su reflexión sobre la contingencia
de nuestra existencia -siempre como cuerpo-, al tiempo que Lévinas coloca el acento
en su necesidad. La náusea nos revela así el hecho de una contingencia que no puede
dejar de ser contingencia, sólo dejar de ser. Es a través del querer evitar ese hecho
de dejar de ser que uno trata de salir de la contingencia para quedarse en la necesidad.
Así, el arte comienza a ser parte de estas reflexiones y análisis.
El arte, que los dos pensadores consideran como irrealidad -Sartre por «encima» de
la existencia, Lévinas «por debajo»-, nos brinda la «salida» de la contingencia que
somos, para instalarnos en la eternidad. El autor de la obra de arte perdura en su
creación porque logra atrapar el instante y quedar ligado a él. Tanto Sartre como
Lévinas se refieren en este punto a que la conciencia busca la permanencia en el cambio.
Lo que los diferencia es el modo mediante el que aprehenden esa permanencia. Sartre
pone el énfasis en la permanencia como acabamiento, como prolongación del hecho de
ser, en la irrealidad de la imagen que está desprendida, libre, descomprometida (dégagé) y que, por eso, no muere; mientras tanto, Lévinas enfatiza el otro aspecto: el lado
del que partimos huyendo. Se tiene la necesidad de evadirse porque no se soporta la existencia.
Ambos hablan del mismo fenómeno, pero en extremos diferentes. La razón por la que
el arte nos brinda la salida perfecta de la fatalidad de la existencia -ya sea como destino (Lévinas) o como contingencia (Sartre)- es
que tiene un acabamiento del que la realidad carece y que, además, nunca podrá tener.
Asimismo, nos encontramos con la misma intuición en ambos análisis acerca del desinterés
que caracteriza al arte, que si bien pareciera que apunta en direcciones opuestas,
se trata de dos puntos de una misma línea. Tanto Sartre como Lévinas, al hablar de
desinterés, hacen referencia a una consideración no utilitaria del objeto artístico:
cuando Sartre se refiere al desinterés que hay en la contemplación estética, hace
referencia al objeto de la experiencia que se tiene en el arte, no como es considerado
en sus remisiones a los útiles, a los cuales tiene alcance -cuando contemplo una estatua
no considero los fines para los cuales puede ser utilizada-. El desinterés en el arte,
según Sartre, no se refiere a la no-acción como compromiso, sino como uso.13 A esto mismo se refiere Lévinas cuando habla de interés.