Una soga o el pensamiento.
Antístenes el Cínico
Este texto forma parte de una trilogía: es la continuación de Sócrates y herederos y el antecedente de Kant y herederos. Una serie de trabajos en los que se pretende mostrar el hilo argumental básico de
la historia intelectual de Occidente. En esta segunda entrega, Miguel García-Baró
comienza su invitación al estudio del pensamiento moderno con la afirmación de lo
necesaria que es la filosofía en nuestra circunstancia concreta; una cuestión vital.
La reflexión, la argumentación correcta, la crítica seria a las modas imperantes y
la consideración de todo aquello que es humano, se ansían allí donde no hay auténtica
libertad política, donde la información confunde el espíritu y le impide asirse de
verdades que le permitan dirigirse con responsabilidad radical. Sólo un espíritu socrático
permite identificar a los Gorgias y Protágoras que asedian los medios, la plaza pública
y las universidades. Porque así como "las catástrofes de los siglos modernos tienen
muchas veces demasiado que ver con los errores sofísticos" (13), quizás muchos de
los males que aquejan nuestras ciudades se deben, en cierta medida, también a la incapacidad
para identificar la corrupción del lenguaje, que es, quizá, la primera instancia de
cualquier otro tipo de corrupción. Es nuestra responsabilidad, si nuestra circunstancia
nos interpela y nos provoca, conocer la historia de las ideas que está detrás de esos
avatares. Ahora bien, si lo que se pretende es rastrear esos "errores sofísticos"
en la filosofía moderna, entonces es preciso acercarse a los autores con la exigencia
socrática de urgar, rascar, cribar lo que han dejado y que ha hecho mella en la historia
postrera. La novedad de este texto radica en la importancia que se concede al hacer
una lectura no sólo histórica de la filosofía, sino y sobre todo, un diálogo riguroso
con el pensamiento de los autores. El texto de García-Baró nos conduce con espíritu
socrático incitándonos a mirar los presupuestos que dan lugar al pensamiento moderno.
El libro está conformado por cinco capítulos: una introducción, un capítulo dedicado
a la filosofía cartesiana, otro al racionalismo que sigue a Descartes, un capítulo
sobre el empirismo clásico y uno final que dedica a algunos pensadores considerados
marginales. García-Baró inicia con una nota histórica sobre la transición Medioevo-Modernidad,
que permite ubicar contextualmente el cambio de época y las ideas que se van conformando.
Tres grandes sucesos, además de la desaparición del Imperio Romano de Oriente, determinan
la nueva época y su pensamiento. El fenómeno editorial que significó la impresión
masiva de libros; el descubrimiento de nuevas tierras, del que surgieron problemas
que tenían que ampliar la religión, el derecho y la filosofía, en donde la Escuela
de Salamanca tiene un rol determinante, y la escisión dentro de la Iglesia de Occidente:
la Reforma. Ésta, como movimiento político, más aún que como un sistema de teología,
fue muy potente. Uno de los aspectos doctrinales más relevantes dentro del movimiento
reformista es al que lacónicamente se apela con las máximas sola fide, la sola fe, y sola Scriptura, la sola Escritura. Son ellos dos principios teológicos que serán determinantes en
el rumbo cultural de Europa. Por ejemplo, algunas de las consecuencias serán la consideración
de la ciencia y la filosofía como incomunicables con la fe y la teología. Tesis como
la de la negación de la libertad del ser humano, pero la aceptación de la culpa y
de la responsabilidad o la cualidad de la obediencia a la autoridad civil.
En este cambio de época, la ciencia se convulsiona por la renovación de la geometría
y la física. La ciencia exacta de la naturaleza representa un punto de quiebre con
las ideas del Medioevo. La nueva matemática del universo físico, "comporta una distinción
entre qué cualidades de las cosas reales son subjetivas y qué otras son objetivas"
(31), una distinción que ha orientado la ontología moderna. Sólo las cualidades objetivas
son aprehensibles, porque sólo ellas pueden cuantificarse, ese es el criterio de objetivación.
Lo que no, tendrá que ser relegado al ámbito de la subjetividad, y por ello, sólo
podrá ser explicado "por la combinación entre la influencia causal de las propiedades
objetivas sobre el hombre que las siente y las condiciones subjetivas de la sensación"
(32).
En el apartado segundo, el dedicado a la metafísica cartesiana, García-Baró muestra
a partir de la exposición de las Meditaciones metafísicas, principalmente, porqué la obra del francés significó una renovación en la filosofía,
una "tercera navegación". En la tercera de sus meditaciones, Descartes aventura la
cuestión epistemológica más radical, que Baró plantea en estos términos: "¿Se puede
establecer con certeza absoluta que alguna de nuestras ideas posee realidad objetiva?",
esta cuestión es el punto más álgido de la empresa que Descartes, al decir del español,
no culminará. Para el francés los principios metafísicos son (según su propia metáfora)
las raíces del árbol del conocimiento. De ahí que, en medio de las novedades científicas
de su tiempo, fuese fundamental determinarlos.
A fin de exponer esto, García-Baró nos conduce pedagógicamente por el bosque de la
ontología de las Meditaciones " [...] el no ser, el poder ser y el ser formal o actualmente, se reparten entre ellos por completo las casillas de las clasificaciones
ontológicas más generales" (45). El "ser objeto", que es el "presentarse (objetivamente)", es la llaga en la que Descartes pone el dedo. Para el francés, es insuficiente describir
las ideas como "realidades formales", es decir, como seres actuales en tanto que pensamientos,
también hay en ellas cierta "realidad objetiva", en tanto que son "presentaciones
de algo". Es entonces cuando se presenta la dificultad que sigue: ¿cómo saber si una
idea tiene realidad objetiva? Podría decirse que hay cierta preeminencia de las ideas,
de la "realidad objetiva", sobre la "realidad formal": "¡En este sentido, el mero ser objeto es anterior a la existencia, al ser potencial y hasta a la inexistencia!, es el ser nada más en la inteligencia (esse in intellectu tantum)" (51).
Podría decirse entonces que todas las ideas que poseemos tienen este carácter hasta
que se demuestre lo contrario. Este es el inicio de la filosofía moderna: el problema
de determinar qué ideas, en tanto que presentaciones, lo son de algo que existe y
cuáles no. Así las cosas, la cuestión principalísima es: ¿se puede aceptar con certeza
absoluta que siquiera alguna de nuestras ideas posee realidad objetiva? y la segunda
cuestión, ¿qué "realidades formalmente tales" hay de verdad, más allá de las apariencias
o imágenes, más atrás de las clasificaciones estructurales de la ontología? El filósofo
español expone las líneas generales de la respuesta que el francés ofrece: para Descartes
una idea
posee auténtica realidad objetiva, y no mera pretensión fallida de tal cosa, cuando [ésta] consista realmente en la
representación de una realidad formal: cuando dependa de una realidad formalmente tal en una manera que quien viva referido
a ese objeto pase a su través hasta la realidad formal y exterior en cuestión, y llegue
a ella con alguna buena noticia no sólo de que existe sino también de cómo existe
(52).
Las ideas que son materialmente verdaderas son las que con fidelidad "representan"
una determinada realidad formal. La inteligencia, a través de un ejercicio de ordenamiento
y clarificación, posee la capacidad de distinguir cuando una idea es materialmente
verdadera de cuando no lo es, para Descartes la idea que por excelencia cumple esta
pretensión es la de "mí mismo": yo me concibo como una sustancia finita cuya naturaleza
o esencia es pensar. Así las cosas, el francés responde a la primera cuestión que
sí, y que la primera realidad objetiva salvada de la incertidumbre es la realidad
objetiva de mí mismo, sobre la que se reflejan todas las demás realidades formales.
Eso es para Descartes la reflexión: "objetivación" de mí mismo. El gran logro del
francés es haber acariciado la apodicticidad del cogito: es "absolutamente cierto que no dudo de que dudo" (53). La idea de mí mismo es es
una "idea clara y distinta".
García Baró asevera que asentir a la "verdad material" de la idea de mí mismo es concebir
el conocimiento "como un proceso causal en el que la idea es lo pasivo y el mundo
es el agente" (67), en donde una idea tendría verdad material cuando su causa sea
una realidad formal y "de tal modo que el objeto que esta realidad causa en mi idea
sea una imagen suficientemente adecuada, suficientemente parecida, a su causa exterior"
(68). Esta manera de entender el conocimiento es un tipo de "representacionismo realista
causal", en el que "se admite que la realidad objetiva de la idea es un reflejo inmanente,
consciente, mental, de la realidad formal que causa la idea" (68). Fundamentalmente,
de esta manera aunque con algunos matices o variaciones, se entenderá el conocimiento
a partir de Descartes.
Llevando el asunto más lejos, García-Baró plantea esta pregunta: ¿qué hace que no
dude de la idea de mí mismo y, por el contrario, sí lo haga de la idea de cualquier
otra cosa? Si es que "basta pensar una causa capaz de hacer el mismo efecto en mí
que el que admito que puede hacer una realidad menos poderosa, para empezar a dudar
de a qué realidad representa la idea que tengo" (68). Es preciso abstenerse de creer
la verdad material de la idea que se explique según lo hace Descartes. Si no, habría
que asumir las dificultades epistemológicas del representacionismo, habría que "extender
a la mismísima idea de la problematicidad, o aceptar que hay explicaciones causales,
realistas y representacionistas que escapan a todo problema epistemológico" (69).
Ambas soluciones son, sin embargo, impracticables. La primera porque ello conduce
a negar mi propia existencia y la segunda porque "si he de ser yo la realidad formal
que causa la realidad objetiva de mi idea, entonces Dios o la evolución (u otra causa)
pueden reemplazarme siempre que quieran y causar lo mismo que ahora admito"(69).
Si se acepta que es clara y distinta la idea de mí mismo se suscribe cierto representacionismo
y con ello "el privilegio epistemológico de la reflexión sobre mí mismo queda abolido
por principio"(69). El filósofo español continúa: "Sigue habiendo en esta presunta
idea clara y distinta una sustancia con su esencia y un modo complicadísimo, a favor
del cual sólo puedo decir "que parece que todo él es objeto", que todo él está ante
la idea y que no deja lados ocultos" (69). Desde la lectura de García-Baró "el yo
no puede objetivarse en ninguna idea que lo represente plena ni posiblemente ante
sí mismo ni ante nadie" (70), y esto se expresa en las propias Meditaciones "sé que soy, pero no sé qué soy"(VP, 24/AT IX, 19). Husserl llama a esto "apodicticidad
de la evidencia" pero es un caso de inadecuación: "no sé qué sector preciso de mí
mismo es el rescatado en la evidencia apodíctica"(71). Hay otra dificultad para considerar
la idea de mí mismo como clara y distinta: que ella no se piensa sino en contraste
con la idea de Dios. La idea de mí mismo, como ser finito, es una negación de la idea
de Dios, un ser infinito. García-Baró concluye este capítulo afirmando que la explicación-descripción
que Husserl hace permite dilucidar la naturaleza de la certeza apodíctica más allá
del representacionismo causal y que, debido a la relación que hace entre ideas y juicios,
Descartes no prescinde de la explicación causal. Por ello no pudo hacer la única posible
descripción del cogito.
A este capítulo sigue el titulado Racionalismo clásico. En él se expone cómo es que el problema del conocimiento de las sustancias, de qué
son las ideas innatas y qué son los inteligibles, problemas que derivaron de la filosofía
cartesiana, fueron abordados por Malebranche y Espinosa, el primero con lo que ha
venido a llamarse "ocasionalismo", el segundo con el panteísmo. Se expone que en la Ética Espinosa hace una radicalización con plena consecuencia del racionalismo cartesiano,
al grado de tomar en toda su literalidad la definición de sustancia: "lo que existe
en sí y se concibe por sí". Se pone de relieve que Espinosa no fue sólo un metafísico,
sino que, apremiado por las circunstancias de su tiempo, se dio a la tarea de redactar
el Tratado Teológico-Político en el que afirmaba "que la libertad de filosofar va indisolublemente unida con la
paz del Estado y con la piedad" (96). En su libro, harto polémico en su momento de
publicación, Espinosa tiene la pretensión de hacer armonizar la Biblia con el conocimiento
racional de Dios, en el momento de las álgidas guerras de religión. La novedad hermenéutica
que representa es principalmente, que en él hay una particular consideración de la
"imaginación supersticiosa". Pues al decir del sefardí, "[...] el medio más potente
para dominar a las muchedumbres ignorantes y aterrorizadas es la superstición controlada,
sobre todo si este control se ejerce desde una sola autoridad y llena la vida social
de una red de instituciones rodeadas de sagrada solemnidad, de divinas palabras, de
misteriosos gestos y ropajes, de prestigio y lujo a la vez que de severidad" (107).
Un síntoma sugerente de su época y de las consecuencias de la Reforma.
El capítulo Empirismo clásico es una ojeada a las aportaciones filosóficas de Francis Bacon, Tomás Moro, Thomas
Hobbes, John Locke, George Berkeley y David Hume. Del autor del Leviatán se expone la relación entre sus posturas políticas y su epistemología, de carácter
empirista: detrás del radical absolutismo del Soberano hay también un convencionalismo
y nominalismo. Frente a este pensador está el verdadero fundador del liberalismo:
el inglés Locke, en la obra principal de éste último se pretende demostrar la imposibilidad
de los principios innatos, de lo que en el texto que reseñamos encontramos una síntesis.
George Berkeley, dice Baró es "el más profundo pensador entre los empiristas británicos
clásicos" (166). Es de quién Hume obtiene toda su propuesta teórica. García-Baró presenta
una caracterización de la epistemología berkeliana y muestra cómo es que Hume la prolonga,
exponiendo las premisas epistemológicas de las cuales parten y mostrando las implicaciones
de un empirismo consecuente.
En el último apartado se pone la mirada en pensadores casi siempre marginados de la
historia de la filosofía. Se sugiere que es Blaise Pascal uno de los que anuncia tempranamente
en la Modernidad que el uso unilateral de la razón es necedad y que impide el conocimiento
de nosotros mismos. Se esboza también la determinante influencia, directa o indirecta,
de las obras de Rousseau, Voltaire, Montesquieu y Vico en el pensamiento posterior.
En la del primero convergen la exaltación del individuo en la naturaleza y también
los gérmenes del pensamiento colectivista del siglo XIX. La de Voltaire y su círculo
se perciben en la legislación del Estado laico napoleónico, de sus sucesivas repúblicas
francesas y con ello de todas las constituciones en las que se percibe el eco francés,
la de México, por ejemplo. Muy semejante pero mucho más perdurable, pone de relieve
García-Baró, es la influencia de Montesquieu, sobre todo con aquello que exige la
distinción entre el poder judicial, legislativo y ejecutivo como elemento fundamental
de un Estado de derecho. Como Pascal, pero en Italia, Giambattista Vico fue la otra
voz que se alzó para no hacer sucumbir la compresión de la realidad al tratamiento
matemático, el filósofo napolitano fue un defensor del sentido común allí donde se
tuvo que defender: las ciencias humanas.
Descartes y herederos es una introducción a los tópicos más importantes de la filosofía moderna, en el
que intenta poner de relieve el alcance de cada propuesta teórica, en particular la
de lo llama la tercera navegación de la filosofía, representada por la cuestión principal de la metafísica cartesiana.
El texto es una aportación singular porque nos permite notar los supuestos del pensamiento
moderno y las consecuencias que implican, en las principales obras de los pensadores
modernos. Este texto es una aliciente para acercarse con talante socrático a la historia
de la ideas, las virtudes del texto nos permiten iniciar un diálogo más serio con
la filosofía de este período y por eso mismo nos aventura a preguntar con más sinceridad
por la verdad.