Introducción
Los hechos de violencia que hemos presenciado en los medios durante los últimos años
empujan a que los filósofos del mundo -donde quiera que se encuentren- reflexionen
sobre el problema.1 Es indudable que vivimos una era, si no más violenta de suyo, efectivamente, más
violenta para nosotros, por el impacto que los hechos tienen mediante las redes sociales
y las telecomunicaciones (Olivé, 2012: 148).2
Así las cosas, dediqué unos meses a reflexionar sobre este problema acuciante, presentando
una primera navegación. La hipótesis que pretendo probar en este escrito es que la
violencia no es algo connatural al hombre, una tentación que surge cuando estamos
bombardeados por tantos sucesos violentos; intento probar que, a pesar de las cifras
y del sinnúmero de hechos que registramos en torno a guerras, terrorismo y otras formas
de violencia como la violencia escolar, el ser humano no es irremediablemente violento,
que la paz es un proceso dinámico, ciertamente difícil de alcanzar, pero asequible
y probado en la historia de las civilizaciones, y que en concreto, acceder a la paz
en México no es una utopía sino una posibilidad alcanzable.
Analizar la violencia desde una perspectiva filosófica implica enfrentar un fenómeno
particular y en movimiento desde el marco teórico, fenómeno que, de suyo, sólo puede
describirse como hecho emergente por el uso de la fuerza deliberada para producir
un daño. La violencia es, por encima de todo, una experiencia, el acto concreto deliberado
de un sujeto o grupo que busca producir daño en un sujeto o comunidad, algo que se
ejerce y que otro padece, una potencia activa proporcional y recíproca que tiene que
describirse y analizarse bajo la óptica de la historia cultural si queremos comprenderla
cabalmente para contenerla. Pero el problema de la violencia se complica aún más:
los estudios de Johan Galtung (1994) han ampliado semánticamente el concepto de violencia hacia mecanismos no visibles
del ejercicio del poder, causantes de procesos de privación de las necesidades humanas
(La Parra y Tortosa, 2003: 62).
Galtung habla de una violencia "invisible" que no involucra actores específicos, sino
mecanismos estructurales de poder que producen violencia sin claridad del agente ni
del receptor; su diseño de la pirámide o triángulo de la violencia en las sociedades
prueba que la violencia es como un iceberg, un pico visible sólo parcialmente, porque
de ella se ve la menor parte de los conflictos sociales: en el triángulo social de
Galtung se dan interconectadas la violencia directa, la violencia cultural y la violencia
estructural. La pirámide oscila según la visibilidad de uno de los términos quedando
ocultos los otros; el diseño prueba que la violencia es multifactorial y pluridimensional.
Esto tiene como consecuencia metódica que el fenómeno de la violencia no se plantea
exclusivamente bajo el marco teórico; la violencia es un fenómeno multidimensional,
que implica faltas a la justicia (Saffron y Uprimny, 2010), esas faltas transforman
las relaciones de subordinación y exclusión que resultan por la violación concreta
de los seres humanos (Reyes, 2011).
Por esta razón, la metodología que sigo en el escrito acude no sólo a establecer un
marco teórico general e histórico sobre la violencia, sino que aterriza el problema
en el marco concreto de México para después apuntar a una solución filosófica. Es
así que divido mi escrito en tres partes. En la primera, reflexiono sobre la violencia
en general; en la segunda, hago un esbozo de cómo se ha entendido la violencia en
la Historia. En la tercera, abordo el caso de México a la luz teórica y práctica de
su evolución violenta esbozando en la cuarta parte un camino metódico de prevención.
Apuntes para un marco teórico del fenómeno de la violencia
El término "violencia" se define como cualidad de lo violento, acción y efecto contra
el natural modo de proceder, una aplicación del poder físico, psicológico, religioso,
moral o social para cambiar las cosas y sucesos establecidos. Tiene que ver con el
concepto de fuerza porque es una acción que se opone al orden natural, sea éste moral
o estatal; su peculiaridad consiste en que el agente (individuo o grupo) que la produce,
logra cambios y transformaciones. La violencia, en muchas ocasiones, tiene como fin
la paz. De ahí lo sugerente de su propuesta frente a tiranías consolidadas. En muchas
ocasiones, está justificada con la promesa de una utopía: el reino del bien, la igualdad,
la justicia social, la armonía. Es así que la reflexión filosófica le fue encontrando
un sentido positivo a la violencia como medio para la paz, pero siempre la paz era
el fin de la justificación de la guerra que tenía que hacerse mediante causas justas,
criterios bien establecidos al proclamarla, y un marco legal. Pero, a partir de los
movimientos anarquistas de finales del siglo XIX en los que la violencia se entendió
como la fuerza interna y espontánea de una sociedad para destruir el presente y crear
una sociedad nueva cuando el orden estaba corrupto, la violencia fue adquiriendo una
nueva entidad: ya no se trataba de la ausencia de la paz, ni de un medio para lograr
establecerla, sino que se la consideró como un bien en sí mismo: crear el caos, ejercer
una técnica y producir un arte con ella. Incluso se llegó a atribuirle categorías
estéticas porque se consideró a la violencia como algo intrínseco al ser humano: su
modo de expresión. Esta última acepción indica ya una justificación de la violencia
que solo pudo ser formulada en Occidente luego de la tesis del evolucionismo de Darwin
y la aplicación spenseriana del orden social, que permitió que se concibiera la violencia
como una evolución más en el progreso indefinido de las sociedades, fijado por una
estructura antropológica en constante alteridad, movimiento y transformación en la
que el eje estaba puesto en la lucha por la pervivencia de la especie y la selección
natural del más fuerte.
Por estas razones, autores como Reyes Mate, que recoge la tradición judía y la teoría
crítica en sus obras como por ejemplo en Memoria de occidente. Actualidad de pensadores judíos olvidados (1997), han argumentado que la violencia de las sociedades contemporáneas tiene su origen
en la racionalidad occidental misma, que en su discurso subyacen dos principios: el
principio de domino y el rechazo a la diferencia, por lo que es necesario deconstruir
ese discurso, pues de lo contrario la crítica que se desarrolla dentro de esos límites
terminará reproduciendo esa misma violencia que le es consubstancial.
El criterio homogeneizador y objetivante de la Modernidad implica a una razón que,
por un lado, excluye las diferencias y que, por otro, tiene como único criterio ontológico
la evolución progresiva de sus conceptos.3 De acuerdo con los defensores de un principio intrínseco como fundamento originario
de la violencia, pueden citarse muchos argumentos probatorios de esta evolución constante
en el ser humano: que todas las religiones tuvieron como fundamento originario la
violencia, mencionan por ejemplo, del Génesis, la expulsión del paraíso, el fratricidio de Caín a Abel, y del Nuevo Testamento, la culminación cristiana con la pasión, muerte y resurrección del Dios-Hombre.
Ciertamente, la reflexión y justificación de la violencia en sus múltiples formas
se dio desde tiempos remotos; en Grecia, las tragedias de Esquilo, Sófocles y Eurípides
son un repertorio de la violencia de dioses y hombres donde la venganza, el incesto
y la traición se plasman con toda su crudeza, pero historiadores como Jacqueline de
Romilly en su libro La Grecia Antigua contra la violencia (De Romilly, 2000) han sostenido la tesis de que la filosofía griega se caracterizó por oponer la noción
de justicia frente a la violencia del pensamiento antiguo. En este orden de ideas
surge el nombre de Eróstrato, incendiario de Éfeso que destruyó el templo de Artemisa
en 356 a.C. tan sólo para adquirir fama, dándole la modernidad el término "erostrasismo"
o de "complejo de Eróstrato" a aquéllos que destruyen en aras de la fama personal
o de ser reconocidos públicamente. Como bien sostiene Romilly en la obra citada, la
filosofía griega es el intento de reestablecer el orden y la razón -el logos- mediante las leyes y la justicia frente al caos de la violencia y la destrucción.
En este renglón, la aportación aristotélica es clave: Aristóteles consideraba al hombre
civilizado como aquél que es libre. Para él, la esclavitud se daba en la esfera del
mundo de la necesidad y argumentó en su Política que si el ciudadano era un hombre libre se debía a que tenía razón o logos: por eso
el diálogo era, para él, la base de la vida política. Pero el impecable argumento
no dejó clara la procedencia antropológica de la violencia: si ésta era un impulso
de la condición humana o una tradición cultural de sus formas de vida. Aristóteles
encontró la manera de encauzar los impulsos -las soslayadas hormé, de las que casi ningún aristotélico da cuenta- a través de la razón, estableciendo
así la justicia que Platón había formulado, pero ¿estaba la violencia entre los impulsos
naturales? En sus magnas obras Ética Nicomáquea y Metafísica, sostiene que todos los hombres buscan el bien y la verdad, pero ¿qué antecede física
y temperamentalmente en el hombre a esas inclinaciones racionales?
En el Del alma I,1,4 Aristóteles vuelve sobre este tema diciendo que todos los hombres están inclinados
al saber, pero que el alma no hace ni padece nada sin el cuerpo. ¿Se incluyen aquí
la cólera, el terror, el miedo, la osadía y el odio como afecciones físicas, instintivas
o impulsivas o son algunas de éstas del alma? Parece que la cólera, el terror y la
violencia las considera conmociones por influjo de afecciones físicas, pues dice que
esa tendencia es una característica del hombre en cuanto animal, ya que, desde la
perspectiva del ser que tiene logos, la inclinación humana es hacia el conocimiento.
Luego, ¿hay en el ser humano impulsos innatos de violencia? ¿Puede la violencia incluso
ser placentera en la inclinación genérica, común o animal de los humanos?
En la obra conocida de Aristóteles parece que no. En efecto, en Metafísica VIII dice que las sustancias naturales que se generan y corrompen están en movimiento
y siguen al fin primero o causa que las conforma, algo que amplía en Del alma II, al explicar la teleología de la forma, donde sostiene que la forma es principio
y fin de todas las operaciones (Del alma: II-1, 412a, 20; 412b, 5). Pero si analizamos la composición metafísica y antropológica de la sustancia, vemos
que la sustancia racional -como toda sustancia natural- está compuesta de dos principios:
la materia y la forma, y que la alteridad es lo que conforma la estructura natural.
Luego: si el hombre es un ser compuesto y hay una ontología de los opuestos en Aristóteles,
volvemos a plantear la pregunta, ¿hay un impulso originario hacia el desorden y al
caos, a pesar de que la forma como fin y principio de operaciones garantiza la posibilidad
del orden y la razonabilidad en los actos humanos? No está muy claro este dilema,
ni pienso que haya sido interés de los scholars introducirse en el concepto aristotélico de hormé, aunque especialistas actuales, como Martha Nussbaum en La fragilidad del Bien (2004), han abordado el problema uniendo ética y tragedia con el tema de la Thyché o fortuna, intentando dar cuenta de esta ambivalencia frente a autores como Nietzsche,
quien postuló en El origen de la tragedia la desviación aristotélica de la interpretación presocrática de dos principios constitutivos
del hombre: el caos orgiástico de Dioniso y el impulso racional del dios Apolo. De
la dicotomía nietzsceana, autores como René Girard han desencadenado toda una interpretación
violenta y sacrificial del hombre. En su obra La violencia y lo sagrado (2008), Girard rastrea posibilidades homicidas en la naturaleza humana.
El derecho romano posterior a la tradición griega abordó el tema de la violencia desde
la perspectiva de la ley: en su redacción de leyes, este derecho tomó en cuenta la
necesidad de frenarla estableciendo en las Leyes de Justiniano y de Ulpiano la definición de la violencia como la coacción que una
persona ejerce sobre otra de manera física o moral; en el derecho posclásico se dan
tres elementos del contrato en la legislación: 1. el consentimiento de las partes,
2. la capacidad que tienen para realizar el contrato, 3. el objeto valedero, sosteniendo
que había dos vicios para que se manifestara a plenitud la voluntad de las partes:
el dolo y la violencia; con esta delimitación, el derecho romano opuso el consentimiento
al engaño y la violencia.
Más tarde, san Agustín introdujo en la tradición cristiana la teoría política de causas
justas de guerra que continuaron Tomás de Aquino en el siglo XIII y la tradición tomista
del siglo XVI, con Francisco de Vitoria, Bartolomé de las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda.
Aunque con diversas interpretaciones del tema, en todos esos casos se tenía a la paz
como el fin y la guerra era la ultima ratio para lograrla.
Entre las diversas interpretaciones pacifistas que surgieron de la tradición cristiana
en el siglo XVI, destacan la de Martin Lutero y la de Bartolomé de las Casas. Opuestas
radicalmente a pesar de su pacifismo, para Lutero no había que hacer la guerra a los
turcos que invadían el Norte de Europa llegando a Viena porque la guerra era un castigo
de Dios y había que resistirlo; Bartolomé de las Casas, en cambio, consideraba que
no había que hacer la guerra a los naturales de América porque todos los hombres habían
sido creados imago Dei y en consecuencia los indios eran igualmente libres y racionales que los occidentales.
A pesar de estas diferencias, en todos los casos mencionados, la paz se interpretaba
como el fin o bien del hombre; no fue sino hasta finales del siglo XIX, que surgieron
movimientos anarquistas emancipatorios con la propuesta de la violencia como el primer
fin de la vida política.
Semejante posición fue postulada por un socialismo de corte asiático cuyo teórico
es el ruso Bakunin, quien hizo una defensa explícita de la violencia, apartándose
de la noción de paz como el fin por el que podrían justificarse acciones violentas
intermedias. Dice Bakunin en sus escritos: "Es necesario que haya anarquía, si la
revolución debe convertirse y permanecer viva, real y poderosa, es necesario que se
produzca el mayor despertar posible de todas las acciones y aspiraciones locales;
un tremendo despertar de la vida espontánea en todas partes [...] Debemos promover
la anarquía y, en medio de la voluntad popular, debemos ser los pilotos invisibles
que guíen la revolución, no mediante un poder visible de ningún tipo" (Bakunin, 2004: 231). Volveré sobre Bakunin más adelante en mi exposición, ya que esta forma de violencia
y anarquismo fue la que arraigó en México al inicio de los movimientos socialistas
obreros y campesinos de finales del siglo XIX. Pero lo que ahora me interesa recalcar
es que la violencia como la comprendemos en nuestro tiempo es un concepto que no emana
de la tradición clásica -aunque ciertamente los Estados actuales aún la siguen y utilizan
en sus usos de guerra-, sino que nos viene de una reflexión pos-darwinista aplicada
al terreno social. Tal concepto novedoso de violencia, se complicó en la segunda mitad
del siglo XX con el desarrollo de las técnicas mediales y cibernéticas que, de suyo,
son violentas si entendemos como MacLuhan que los medios mismos y no el mensaje son
lo que ha violentado la realidad actual.
La comprensión del concepto actual de la violencia me parece que tiene una raíz indudablemente
anarquista, venida de la segunda mitad del siglo XIX. En mi cátedra de Filosofía en
México, he seguido junto con mis alumnos el discurso de los hermanos Flores Magón
que se oponían a la tiranía institucionalizada del porfiriato: unidos a una tradición
cristiana fortalecida por el México colonial, ellos realizaron un híbrido con los
discursos de Bakunin, Saint Simone y la mística y martirio cristianos, dándole a la
causa un matiz milenarista de corte secular, que ya señalaron autores como Hobsbawm
en su obra Rebeldes primitivos: estudio sobre las formas arcaicas de los movimientos sociales
en los siglos XIX y XX (1968; citado por Juan Avilés Farré, 2015: 229-234). En un reciente estudio histórico titulado La daga y la dinamita, Juan Avilés Farré sigue la historia de los anarquistas y el nacimiento del terrorismo
contemporáneo, preguntándose al final de su escrito si el terrorismo con principios
altruistas -de orden político, religioso, económico o moral- consiste en el impulso
por una visión revolucionara en aras de una sociedad mejor o si acaso se trata de
criminales o suicidas natos -como en el caso de ciertos individuos de grupos islámicos
que dan su vida por la causa-, preguntándose si son fervientes creyentes leales a
su fe o psicópatas alienados que deberían estar en un manicomio. La reflexión también
abre la posibilidad de que se trate de individuos "buleados" por su entorno hasta
la saciedad, lobos solitarios que producen crímenes espectaculares aislados para posicionarse
de alguna manera en la escena del mundo. Este fue el caso de la matanza que perpetraron
dos alumnos de la escuela americana Columbine en 1999, asesinando a tiros a trece
personas, hiriendo a otras veinticuatro y después, suicidándose; está también el caso
del noruego cuyo nombre no merece citarse, que en julio del 2011 mató a setenta y
siete personas, jóvenes socialdemócratas en su mayoría, que celebraban un encuentro
anual en la Isla de Utoya.
Del primer grupo, el de los grupos organizados en una secta u organización con motivos
políticos y religiosos, destaca el caso de las Torres gemelas en Nueva York el 11
de septiembre del 2011, del que Avilés Farré nos dice que "en contraste con las organizaciones
terroristas fuertemente estructuradas como ETA o el IRA en que los criterios de pertenencia
son nítidos y existe un centro de mando y control, las redes terroristas inspiradas
en el anarquismo y el yihadismo son más difusas" (Avilés Farré, 2013: 359). El último de estos horrores fue el de supuestos grupos islámicos contra el personal
de la editorial Charlie Hebdo en París, en donde se logró un golpe espectacular que
nos recuerda la operación de la llamada "propaganda por el hecho" que surgió en el
siglo XIX entre ciertos grupos anarquistas que comprendieron que los golpes espectaculares
posicionaban mejor, más barato y con menos muertes los principios que se querían posicionar
en la esfera y agenda internacional. El hecho se coronó meses más tarde con la hoy
tristemente famosa matanza en el teatro Bataclan de Paris, fenómeno que ha puesto
en primer lugar del mundo el tema de la violencia.
Esta nueva modalidad de la violencia, aplicada en países como México, Estados Unidos,
Francia y Alemania, tiene la característica de ser descentralizada, heterogénea, secreta,
atomizada, aislacionista y con operaciones máximamente visibles; se trata de un nuevo
modo de operar de los grupos violentos que nos empuja a reflexionar sobre las causas
más allá de la antropología de la violencia que he planteado, pues el hecho hace patente
que ya no estamos frente a meros individuos psicópatas o necesitados de dinero o espectacularidad,
pero que tampoco estamos frente a organizaciones cerradas que siguen al alto mando
mediante normas específicas de acción; en cambio, en estos movimientos se propician
situaciones complejas donde pequeños grupos asemejados a los hombres primitivos se
juntan en tribus que operan sin conocer a otras ni sus motivos, produciendo situaciones
absurdas en las que el fin es la violencia por sí misma, desencadenando efectos violentos
que se echan a andar espontáneamente, dejando que el caos tome su propio curso con
una arbitrariedad en cascada. Esta manera de operar que analizamos se distingue explícitamente
de otras formas de violencia estructural, pues parte de la tesis de Macluhan de que
la violencia está en el medio, no en el fin ni en el mensaje. Lo revolucionario aquí
está en la reorientación que se hace de la violencia con los medios cibernéticos.
Por eso hay que distinguir entre este último fenómeno terrorista y el movimiento anarquista
decimonónico. El anarquismo surge como la conciencia política de que hay una violencia
estructural ante una injusticia social radical que sólo puede resolverse con violencia.
Se trata del intento de transformación de las relaciones de subordinación que venimos
hablando al citar a Galtung, con el fin de evitar la violación persistente de los
derechos humanos. En cambio, las células terroristas actuales no buscan trastocar
el orden establecido para imponer otro, sino deconstruir toda forma de discurso para
ceder el paso a un mundo ajeno al humano, el reino de Dios. Note el lector que esto
nada tiene que ver con la práctica de religiones; se trata de células aisladas separadas
del contenido religioso de la ortodoxia tradicional. Es así que mientras que el anarquismo
respondía a las contradicciones a que llevó el proyecto liberal de la Modernidad,
el fenómeno terrorista actual carece de un proyecto político en el sentido moderno
y pone el término de la violencia en la fuerza o imperio de Dios.5
En la actualidad, diversos especialistas apuntan a la necesidad de realizar una investigación
antropológica seria del origen de la paz, la violencia y la guerra en el ser humano.
Argumentan que entre la guerra y la paz se abre un amplio abanico de posibilidades
y que es allí donde se encuentra la posibilidad de solución a los nuevos problemas
que enfrentamos. Esta nueva tendencia se denomina "filosofía de la no-violencia". Entre las investigaciones en ese sentido, destaca la publicación de la revista francesa
Diogéne que dedicó al tema el número 243-244 de 2013, abriendo su espacio a expertos de todo
el mundo. Seguiré, en esta parte de mi exposición, algunos de los escritos que ahí
se publicaron por la radicalidad de las preguntas que se hacen y por las interesantes
propuestas que ofrecen.
Leslie Sponsel abre la discusión preguntándose si es posible una sociedad que no mate.
Enfoca el problema desde la perspectiva antropológica, sosteniendo que estudios recientes
han demostrado que en ciertas tribus primitivas se observa un cambio de paradigmas
respecto a la violencia. Menciona, entre otras, a las tribus Semai de Malasia y a
los waraníes de la Amazonas ecuatoriana. Según ella, se demostró que estas comunidades
pudieron pasar, por sí mismas, de un estado violento a uno de pacifismo pleno. Los
antropólogos a cuyas investigaciones alude postulan la hipótesis de que la naturaleza
humana no es irremediablemente violenta, sino que la paz es un proceso dinámico realizable.
En sus investigaciones, señalan que de las sociedades pacifistas se pueden afirmar
las siguientes características: 1) una visión de grupo con reglas, ética, valores,
actitudes y prácticas institucionales que los distinguen de los pueblos guerreros
porque permiten un mínimo de armonía interpersonal, 2) la ausencia de violencia física
en la educación, 3) la implementación de estrategias eficaces en la resolución de
conflictos, 4) soluciones no-violentas en la comunidad, 5) determinación de evitar
la violencia con otros pueblos, 6) estrategias de socialización específicas para los
infantes, orientadas a que adopten actitudes no-violentas.
Las comunidades pacíficas destacan la formación en la auto-moderación y en la capacidad
de negociación; los niños son invitados a mantener su distancia ante los conflictos
e intervenir en su resolución; se promueven su participación en encuentros pacifistas
y el sentido del humor. Sin embargo, la razón fundamental de la naturaleza pacífica
de estos grupos dicen que está en la oposición absoluta a la violencia y en su firme
determinación de no ejercerla.
En el escrito The Natural History of Peace: A Positive View of Human (Sponsel, 1996), diversos especialistas concluyen que mientras que el conflicto es algo connatural
a los seres humanos, la violencia no lo es. Argumentan que la naturaleza humana posee
el potencial psico-biológico para ser pacífica y destrabar conflictos. Sostienen que
algunas sociedades primitivas -contrariamente a lo que expresó la idea moderna de
progreso indefinido- eran no violentas y pacíficas, probando con ello que la guerra
no es un universal natural: que la naturaleza humana posee una capacidad innata a
ser pacífica.
El punto ha sido cuestionado fuertemente por especialistas en violencia como Wilson,
Pinker y Ferguson (LeBlanc, 2006 y Ghiglieri, 1996), quienes en una línea claramente
imperialista norteamericana han defendido la guerra como una necesidad para obtener
la paz. Sus contrincantes dicen que el problema de la proliferación de la violencia
se debe al exposure que los medios le han dado. Señalan que mientras que Google y Amazon publican en
un mismo periodo 90 millones de referencias a la guerra y a la violencia, sólo refieren
en dos millones de ocasiones a la paz. Aquí quiero recordar la estrategia de propaganda por el hecho que proliferó en los atentados anarquistas del siglo XIX: muertes espectaculares,
pocas en comparación con las guerras, pero que proliferaban en la prensa, dando la
sensación de que todo en el mundo era violencia. Imagine el lector, si eso ocurría
en el siglo XIX con la prensa, lo que las redes sociales virtuales intensifican esta
propaganda.
Quienes defienden una naturaleza humana no-violenta han promovido movimientos de liberación
pacifistas como la Independencia de la India, gracias a Mahatma Ghandi; los derechos
afroamericanos del sur de Estados Unidos, con Martin Luther King, y el movimiento
obrero independentista de Lech Walesa, que puso en jaque al comunismo soviético mediante
estrategias específicas, bien definidas, sin necesidad de salir a las calles a protestar
violentamente. En estos casos, se trata de líderes profundamente creyentes que insistieron
en la conexión entre la paz y la no-violencia, aunque también se mencionan movimientos
seculares y laicos que optan por la noviolencia, por protestar y buscar un resultado,
como las propuestas del norteamericano Gene Sharp y de Barbara Deming.
Un caso paradigmático de esto último fue la resistencia civil contra la corrupción
financiera del 2008. El movimiento tuvo como finalidad lograr la transparencia en
materia de organización colectiva de la sociedad civil (Ackerman y Beurele, 2013). Este movimiento de resistencia me parece paradigmático de las posibilidades que
se abren para operar con estrategias no-violentas frente a la opresión: sus activistas
ubicaron las causas de la corrupción financiera en la evasión fiscal, probando las
repercusiones sociales, económicas y políticas por la falta de pagos. Además, identificaron
los medios jurídicos y reglamentarios para imponer los pagos, señalaron a los regímenes
autoritarios, convenciendo a la sociedad civil del poder que tiene el pueblo para
frenar los flujos de capitales ilícitos avalados por esos gobiernos y por la Banca
internacional. El camino de la resistencia civil fue muy largo y sólo hasta 2013,
el primer ministro de Inglaterra, David Cameron, tuvo que proponer al grupo de los
68 grandes las reformas jurídicas necesarias en el sector financiero una vez que se
probó la quiebra de diferentes grupos por el efecto dominó que produjo la voracidad
capitalista. Sin embargo, hoy se advierte un defecto en la no-violencia: que se trata
de una apuesta a largo plazo, mientras que la violencia es inmediata y promete resolver
una situación que es urgente.
El premio Nobel de economía de 1969, Thomas Schelling, sostiene que la no-violencia
debe enfocarse en la concentración de competencias, lo que quiere decir que supone
un mínimo de civilización del pueblo. Schelling sostiene que para lograr el éxito
se requiere una serie de condiciones: hacer buenas campañas con líderes adecuados,
crear unidad entre los líderes y los objetivos, mantener una disciplina no-violenta
rigurosa, garantizar que el plan operativo tenga una clara campaña de resistencia
civil hacia la victoria y que la diversidad de los grupos que forman la resistencia
civil estén comunicados entre sí; asimismo, se ha de verificar que la represión de
la autoridad o del tirano se le revierta a través de los medios y que los problemas
que se traten sean verdaderamente esenciales, evitando caer en concesiones grupales.
Para llevar a cabo esta estrategia de no-violencia, Schelling sugiere echar mano de
las redes sociales, sumar a los grandes dueños de comercios, a los periódicos, a personalidades
políticas y autoridades morales. Todos estos puntos los siguió la resistencia civil
contra la corrupción financiera de 2008 y los resultados están ya en las reformas
estructurales que lograron. En efecto, el camino aún requiere más cambios, pero el
movimiento aprendió la manera de hacerlo, se intensificó, y obtuvo ya enormes resultados.
El itinerario suena complejo y de allí la pertinencia que encuentro en las aportaciones
de los antropólogos y sociólogos con grupos étnicos primitivos en relación con la
propuesta de la no-violencia; ellos demuestran que el axioma del que parten las comunidades
para transitar al paradigma de la paz no exige una organización adelantada ni democrática
o progresista como lo propone Schelling, sino que supone la adhesión profunda de la
comunidad a un compromiso radical para evitar soluciones por la fuerza. Esta es una
buena noticia pues sumamos datos relevantes en el recorrido histórico que he presentado:
el pensamiento occidental en su vertiente griega y romana contribuyó con soluciones
racionales en torno a la violencia: la filosofía de Sócrates, Platón y Aristóteles
es un encuentro con el diálogo y la justicia para salvar el caos y la violencia; por
su parte, el derecho romano estableció leyes específicas para superar la violencia,
el daño y guardar la paz; además, es oportuno decir aquí que Aristóteles argumenta
sobre la capacidad humana de realizar acciones de calidad, accesibles a una vida virtuosa.
Asimismo, una tradición cristiana medieval postuló la paz como el fin de las relaciones
humanas, estableciendo causas justas de guerra y de autoridad legítima, dejando abierta
la posibilidad de la insurrección popular contra el tirano cuando esta era la última
ratio. Las contribuciones del anarquismo decimonónico, por otro lado, encontraron una estrategia
para derrocar al poder cuando éste ejercía una violencia estructural sobre la sociedad.
Por último, menciona nuevas estrategias de no-violencia que propician el reforzamiento
de una agenda con técnicas y procedimientos específicamente opuestos a la violencia.
Descripción del fenómeno actual de la violencia en México: dos casos actuales
Ahora nos preguntamos ¿qué es lo que hace que ciertas sociedades, como la del pueblo
polaco, logren transformaciones no-violentas y qué es lo que hace que otras sociedades,
como el caso de la nuestra, en México, recurran constantemente a la división y pleito
entre facciones: será que no obtienen resultados mediante la paz?
a) Primer caso: niños violentos en México
Comencemos por establecer el estado de la cuestión sobre la violencia con toda su
crudeza y veracidad: cito uno de los documentos que presenta Julio Scherer en el último
libro que escribió: Niños en el crimen (Scherer, 2013: 49), se trata de una serie de documentos y entrevistas que realizó
al final de su vida sobre crímenes de menores de edad mexicanos que están confinados
actualmente en la Comunidad de Tratamiento Especializado para Adolescentes (CTEA).
Tomo al azar un caso de los asesinatos que documenta Scherer:
Fortunato Martínez Hernández, tenía 14 años cuando cometió el crimen. Su víctima trabajaba
en un rastro de pollos. Había llegado temprano a su trabajo y había visto pasar las
horas en la rutina de la vida. Como a la una de la tarde, entró a un cuarto para descansar.
Allí encontró a su sobrino Fortunato, con un ánimo extrañamente alterado. El muchacho
provocó a su tío. Tras airadas recriminaciones, Fortunato asió con el puño unas tijeras
polleras que le clavó en la zona frontal. Inmediatamente después le exigió su teléfono
celular nuevo. Fue terminante: si no le entregaba el aparato, volvería a atacarlo.
Su amenaza resultó tan brutal como definitiva (Scherer, 2013: 49).
Otro documento archivado en la Unidad de Tratamiento Especializado para Adolescentes
dice que un muchacho de 17 años paga su condena por un crimen que cometió a los 14;
se atestigua que el casi niño había observado a un transeúnte que pasaba a diario
por la banqueta, el púber observó que en su pecho colgaba un crucifijo de oro con
cadenita y decidió robárselo. Para lograr su cometido, juntó a dos amigos delincuentes
a los que les pidió que arroyaran al transeúnte con su motocicleta y así él arrancarle
la joya, pero la estrategia falló, pues el transeúnte fue arrollado involuntariamente
contra un escalón que le fracturó el cráneo; al ver que por error de cálculo habían
herido seriamente al asaltado, este joven de 14 años decidió rematarlo a cuchillazos.
Dos cosas saltan a la vista en estos relatos, que apenas nos introducen al problema
de la violencia desde una de sus acepciones: que hay causas irracionales en torno
a la violencia y que el contraste entre el mundo de los excluidos y el de los ciudadanos
produce hechos violentos por la ostentación que les representa una vida que excede
las necesidades básicas. Pero la violencia también responde a la biografía de las
personas, quienes, a su vez, han padecido violencia intrafamiliarmente; niños que
crecieron entre el uso de drogas, que vienen de familias disfuncionales, de una vida
de mal ejemplo y exclusión. Scherer cita a dos autores que merecen que los mencione:
al premio Nobel de economía Amartya Sen que sostiene que "la pobreza solo la podemos
entender cuando la concebimos como una de las formas que niegan la libertad [...],
la pobreza no consiste en la falta de riqueza o de ingreso, sino en una incapacidad
propia para vivir" (Scherer, 2013: 8).
El otro texto mencionado por Scherer es el libro del economista mexicano David Ibarra,
La crisis inacabada, en el que acuña la expresión "hombre superfluo" -un fenómeno que crece en nuestro
país-. El término se refiere "al individuo que no tiene trabajo ni manera de obtenerlo,
al que sólo tiene necesidades, pero no la forma de satisfacerlas. Son los hombres
superfluos, los que están de más, los que son prescindibles" (Ibarra, 2013: 47).
Uno de los puntos que aparecen recurrentemente frente a acciones violentas en los
adolescentes es la indiferencia que padecen por la sociedad. Se les considera seres
humanos prescindibles porque nada aportan. Lejos de colaborar con el desarrollo nacional,
estos grupos marginados son un lastre que no deja avanzar. Los denominamos anónimamente
"niños de la calle". En Estados Unidos, homeless; "niños de las chabolas", en Brasil. Son tribus nómadas que han perdido incluso su
pertenencia al mundo de la necesidad. No están siquiera adaptados al ritmo del cosmos,
durmiendo a ciertas horas y tomando alimentos básicos. En cambio, tragan fuego, lavan
parabrisas ensuciándolos más, se drogan con inhalantes..., son violentos. Lo único
que hacemos en torno a ellos es procurar esquivar el eye contact. Lo mejor, es poner una barrera invisible: que no existan. Hablar de ellos es "de
mal gusto". A quienes lo hacen, les decimos que fomentan en el "amarillismo" y "nota
roja", poniendo un lenguaje de colores a realidades que no lo tienen.
Si, por suerte, tomamos conciencia de esto y nos detenemos a reflexionar, cabe que
nos preguntemos por qué hay violencia actualmente y por qué ha crecido el sadismo
entre estos muchachos que torturan y matan a cambio de un celular, o entre los "chavos"
que contrata el narco para matar ¡por dos mil pesos! Nos pasa algo peor: nos sentimos
empujados por los hechos mismos a justificar la violencia, y nos decimos: "¿Cómo no
iban a robar o matar estos chavales si carecían de sustento y educación mínima?".
Esta típica forma de argumentación emotiva es sumamente peligrosa. Ante los hechos,
muchas veces sin percatarnos, somos los primeros en justificar la violencia y yo diría
que, incluso, la proponemos de buena fe. Por eso es indispensable que acudamos a una
delimitación conceptual de la violencia y que la analicemos en sus múltiples manifestaciones,
conociendo el amplio abanico que se abre entre la violencia y su contrario, la paz,
para que, como académicos y universitarios, contribuyamos en la medida de lo razonable
y posible a una delimitación del problema y sus posibles soluciones.
Apenas expuse dos relatos que narran casos de violencia individual y conviene que,
antes de entrar a profundizar en la violencia de México, mencionemos un caso actual
de violencia grupal, pues es obvio que la violencia es un concepto análogo que puede
ser: la expresión espontánea y casual de un malestar o de un rencor o el efecto anímico
por una cruda después de la borrachera o de la adicción a las drogas, pero también
puede ser una respuesta psicológica ante abusos sufridos en la infancia o los maltratos
escolares o de juventud, que se radicalizan por el hambre y la carencia de satisfactores
contrastados con la posibilidad de bienestar en otros. Pero, como la violencia puede
ser tanto privada como intrafamiliar o pública y puede ejercerse sobre individuos,
grupos o bienes muebles, sobre el Estado y aún sobre la humanidad, y se ejerce de
manera verbal, miliciana, psicológica, instrumental, explícita o implícita, vale la
pena exponer un caso de violencia grupal, antes de pasar a hacer las precisiones históricas
y filosóficas que competen al país.
b) Segundo caso: "levantados" en México
En su libro Ayotzinapa, la rabia y la esperanza, Roberto González Villarreal describe el itinerario que comenzó en un municipio cercano
a Iguala, Guerrero, la noche del 26 al 27 de septiembre en el que elementos de la
policía municipal y otros hombres de negro atacaron a jóvenes, futbolistas, transeúntes,
pasajeros en camiones y taxis, matando a seis, hiriendo a más de treinta, y desapareciendo
a 43 normalistas; el itinerario y relato sigue hasta el día 22 de octubre, cuando
en el Zócalo frente a Palacio Nacional de la Ciudad de México, los manifestantes levantaron
una manta con la leyenda "Fue el Estado. Que se vayan todos".
¿Cómo pudo darse el brinco desde la impunidad de un presidente municipal perredista
hasta la magna y omniabarcante acusación de que "Fue el Estado" y la petición inaudita
de "Que se vayan todos"? La metodología del libro de González Villarreal intenta una reconstrucción del surgimiento
y las transformaciones de la protesta para proponer algunas claves de lectura para
el análisis histórico y político (González Villarreal, 2015: 17).
González Villareal propone como marco hermenéutico, para abordar una protesta con
la que claramente simpatiza,
No producir manifiestos, ni consejos, menos aún enunciados verdaderos, sino algo más
sencillo: reconstrucciones, [...] seguimientos, enlaces, claves, es decir, meras descripciones
de la espontaneidad y flujo de la protesta con el objetivo de introducirse en el movimiento
mismo. Formar parte del flujo espontáneo que surgió a partir del horror de ese día
y su grito posterior, para comprender la evolución inmanente del proceso (González Villarreal, 2015: 18).
El punto de partida de la agresión violenta, lo expone así: "en los cuatro ataques
del 26-27 de septiembre en Iguala, fueron asesinados tres estudiantes normalistas,
el chofer del equipo Los Avispones, un futbolista de quince años y una mujer del Estado
de México que viajaba en un colectivo. Se reportaron 25 heridos, entre ellos dos choferes
de taxi, y 67 estudiantes desaparecidos" (González Villarreal, 2015: 27).
El autor propone que Guerrero ha sido el estado de las desapariciones y que éstas
son una "tecnología política" desde los años setenta. Dice que en la técnica de la
desaparición, la clave no está en matar sino en borrar la existencia de la lucha y
el luchador, evitar los nombres, las indagaciones, simulando rastrear los hechos y
simulando impartir la justicia distrayendo la atención hacia otros derroteros de los
realmente acontecidos (González Villarreal, 2015: 42-47). Estas simulaciones por parte del gobierno son otra forma de violencia, menos perceptible,
pero tanto o más radical.
Descritos dos casos de violencia en México nos encontramos ya con la posibilidad de
delimitar cómo nos hemos representado en México la violencia y cuáles son las razones
de sus manifestaciones actuales.
Modernidad y filosofía de la violencia en el contexto mexicano
México tiene una tradición magnífica en el tema del pacifismo, pero también propuestas
radicales constantes en torno al tema de la violencia como única salida a la represión
psicológica, económica, social y estatal. La necesidad de rastrear estas tradiciones
está justificada por la famosa frase de Alfonso Reyes reiterada y poco aplicada: rastrear
nuestra historia porque si no sabemos de dónde venimos es difícil saber de qué somos
capaces y hacia dónde dirigirnos.
No me parece pertinente ni me puedo detener ahora en el recuento de la larga aportación
mexicana al pacifismo. Baste con mencionar que en el siglo XVI autores como Bartolomé
de las Casas y Alonso de la Veracruz articularon la idea de justicia y equidad en
torno al dominio español sobre los americanos argumentando desde la perspectiva antropológica,
económica y política. Esta tradición se continuó con autores de la talla de Juan de
Zapata y Sandoval en el siglo XVII, quien realizó un tratado de justicia distributiva:
Discertación sobre justicia distributiva y sobre la acepción de personas a ella opuestas (Zapata y Sandoval, 1995-1999), tratado que es una vergüenza que filósofos, juristas y políticos mexicanos desconozcan
cuando citan a John Rawls o a Carlos Marx, según el caso. La impronta emancipadora
se plasma en la prosa y poesía de sor Juana Inés de la Cruz y en el humanismo jesuita
del siglo XVIII novohispano. Pero, a finales del siglo XIX, con la represión porfirista,
los obreros mexicanos comenzaron a organizarse en movimientos socialistas que originalmente
no respondían a las propuestas de Marx, sino del socialismo asiático de Bakunin. Está
probado hoy que esa forma de socialismo, el anarquismo utopista, fue el que arraigó
en nuestro país, y me parece que al leer los hechos de violencia actuales hemos soslayado
la conexión con aquel impulso originario de nuestra tradición guerrera contemporánea.
¿Cómo entró el anarquismo a México a finales del siglo XIX y que pertinencia tiene
hoy día para el tema de la violencia?
Históricamente, la violencia representada actualmente entre los mexicanos proviene
de cánones posteriores a la modernización del país a finales del siglo XIX. Por ello
es importante mostrar el tipo de violencia que incidió en México durante la Revolución
Mexicana, ya que es ésta una de las características a tener en cuenta a la hora de
desentrañar el rostro actual con que nos la representamos. Estudios recientes, como
el libro de Avilés Farré La daga y la dinamita. Los anarquistas y el crecimiento del terrorismo (2013) y el libro de Bruce Hoffman Inside Terrorism (1999) han demostrado que el anarquismo francés de finales del XIX fue anecdótico
frente al anarquismo español de su tiempo, y que éste último, pervivió hasta la Guerra
Civil Española, en la que los republicanos abrazaron la causa. Esto no quiere decir
de ninguna manera que el lado español opuesto no fuese violento: la represión de la
autoridad española del XIX y durante la Guerra Civil del XX fue lo que popularizó
a la contraparte. Está probado que la represión e injusticia estatales es lo que crea
mártires y lo que refuerza los valores de los contrincantes.
La inseparable relación entre México y España en esas distintas décadas, así como
la larga tradición hispanoamericana en religión, formas de gobierno y cultura es una
de las razones por las que el anarquismo de Bakunin llegó al país. Bakunin fue sumamente
popular en España; él mismo envió emisarios italianos durante su estancia en Nápoles
y cuando en Francia e Inglaterra lo separaron de la Internacional Socialista priorizando
la línea de Engels y Marx, Bakunin continuó con intensidad su influencia en América
mediante la conexión ibérica y a través del anarquismo estadunidense, la otra gran
conexión de México con Bakunin. Sobra recordar aquí que México tiene como única frontera
a los Estados Unidos; al Este y al Oeste tenemos litorales marítimos y al Sur una
franja tan delgada como vulnerable, Guatemala, que se separó de México sin guerra
a finales del siglo XIX y sólo mediante unos tratados se hizo explícita una realidad
que se dio por la geografía y la pobreza ancestral.
La causa internacional soviética se infiltró a México desde Estados Unidos. El proceso
es demostrado por un estudio sin desperdicio realizado por dos investigadores SNI
en un proyecto Conacyt que surgió después de la Perestroika, proyecto en el que se
abrieron los archivos secretos del Archivo Estatal Ruso de Historia Social y Política
sobre la infiltración internacional desde Moscú a México. El estudio se titula La internacional comunista en México: los primeros tropiezos. Documentos, 1919-1922 (INERM, 2006) de Daniela Spenser y Rina Ortíz Peralta. El texto sigue también documentos
de archivos de las universidades de Harvard, Stanford, y California y prueba que,
al inicio de la Internacional Comunista, su estructura no era definitiva. Llamada
a destruir el capitalismo, tenía que ser una operación secreta y fue sumamente difícil
para ellos articular la comunicación y cohesión entre las partes. Además, el Comiterm
(Organización del Comunismo Internacional) había ya perdido sus posibilidades en Europa
con la derrota en Alemania y tuvo que adecuarse a las circunstancias, desapareciendo
secciones y oficinas y organizando un nuevo espectro de países afiliados con organismos
independientes. Entonces, crearon la Internacional Sindical Roja, la Internacional
Comunista de la Juventud, la Internacional Campesina y el Socorro Rojo Internacional.
Así se impulsó la formación del Partido Comunista Mexicano, primero, porque los rusos
pensaban en una inminente y definitiva invasión norteamericana sobre México -ya habíamos
perdido ante ellos la mitad de nuestro territorio- y luego, por la represión que sufría
este país con la dictadura porfirista. Por último, estaba también la relación que
los propios obreros mexicanos ya habían entablado con grupos extremistas anárquicos
de Estados Unidos. El encargado de llevar a cabo esta misión fue Mijail Borodin, nombrado
en 1919 para desempeñar el cargo de cónsul en México. Para lograrlo, Borodin y otros
establecieron relación con el movimiento obrero industrial de Estados Unidos, apoyando
el sindicalismo del tipo de la IWW (International Workers of the World), una organización
anárquico-sindicalista creada en Estados Unidos, en 1905, inspirada desde antes en
el pensamiento de Bakunin.
Rovira Gaspar ha documentado en su trilogía Pensamiento Filosófico Mexicano. Siglo XIX y primeros años del XX (2001), textos de Ricardo Flores Magón (Flores Magón, 2001), entre los que destacan, para la conexión que quiero establecer con los movimientos
de violencia actuales, "La Constitución ha muerto", "Vamos hacia la vida", "Regeneración", "Muera la Constitución" y "Libertad política".
Flores Magón publicó en el periódico El hijo del ahuizote y después en el periódico Regeneración. En este último, escribió en 1910 un artículo del mismo nombre, del que sólo extraigo
un párrafo para probar la conexión con el último grito de la protesta por Ayotzinapa
expresado en la manta de Palacio Nacional el 22 de octubre de este año: "Aquí estamos
como siempre en nuestro puesto de combate. El martirio nos ha hecho más fuertes y
más resueltos: estamos prontos a más grandes sacrificios. Venimos a decir al pueblo
mexicano que se acerca el día de su liberación [...] es que la Patria entera es un
volcán a punto de escupir colérico el fuego de las entrañas. No más paz" (Flores Magón, 1910: 435). El 28 de febrero de 1914 Flores Magón, coincidente con la política ausentista de
votos que hoy se propone en México, escribió:
Si peleáis por ganar el voto como dice Mirabeau: "más estúpidos que las reces", porque
siquiera esos dignos animales no elijen al carnicero que ha de degollarlos. Sabedlo
proletarios carrancistas: con vuestra actitud estáis remachando vuestras cadenas.
Ilusionados por las promesas de que os darán las tierras después del triunfo seguís
la maldita bandera del constitucionalismo; pero por el mismo hecho de apoyar la Constitución
os suicidáis, porque la Constitución es vuestro peor verdugo, la Constitución prohíbe
terminantemente que se ataque el derecho de la propiedad de los ricos (Flores Magón, 1910: 440).
Debe decirse, que en el caso del anarquismo de Flores Magón, no había otra posibilidad
de derrocar un orden establecido por más de tres décadas. Sus escritos prueban la
violencia estructural que mencionamos con antelación. La similitud anarquista decimonónica
con algunas de las manifestaciones actuales, prueba que hoy en México hay focos rojos
sobre las desigualdades sociales y la exclusión, a pesar de los avances democráticos.
Ciertamente en este siglo hemos avanzado en la capacidad de participar cívica y políticamente,
revirtiendo el mal, la corrupción y la injusticia, a diferencia de lo que sucedía
con el Porfiriato. Nuestra Constitución actual garantiza reestablecer la paz y dar
cauce a los problemas de la violencia. Es decir, permite la exigencia en la rendición
de cuentas. Pero la conexión es pertinente porque refleja la manera de concebir y
de operar cierta forma de violencia en los mexicanos en la que se une una mística
casi religiosa -la violencia se convierte en un deber operativo para quienes practican
la justicia social en defensa del pueblo oprimido-, tónica que fue campo fértil en
la solución marxista de los años cuarenta del siglo XX cuando protagonistas como Vicente
Lombrado Toledano relacionaron la militancia socialista con la responsabilidad moral.
Venido de la formación humanista de su maestro Antonio Caso, Lombardo hizo del socialismo
una mística para la emancipación del país (Krauze, 1976). Por esta razón, líderes como Andrés Manuel López Obrador han tenido un discurso
político que alude a una mística libertaria que propone soluciones violentas frente
a los abusos del poder.
Pero la representación de la violencia en México no sólo nos viene dada por movimientos
políticos disidentes frente al aparato estatal. Otras manifestaciones relevantes son
las expresiones violentas de niños y adolescentes, la base de la pirámide del país.
El fenómeno escolar del acoso denominado bullying ha hecho que la SEP proponga la no-violencia como la agenda prioritaria de los niveles
escolares bajo y medio. El fenómeno es una forma de expresión de la violencia vivida
y reprimida en la vida pública y privada del país. En este ámbito, los medios de comunicación
tienen un papel protagónico. Los medios actuales han entrado al llamado por Habermas
"mundo de la vida y de la espontaneidad" y es a través de ellos que los niños aprenden
a representarse la violencia. Siguiendo a MacLuhan, hemos dicho que los medios masivos
de comunicación son de suyo violentos, pero además, por la globalización se está dando
una asimilación y un mimetismo de los procesos violentos "en un escenario en donde
las cuestiones centrales de la cultura contemporánea se instalan entre la memoria
del sufrimiento y los medios comerciales, el trauma es comercializado en la misma
medida que la diversión, incluso ni siquiera para tan distintos consumidores" (Ruíz,
2014: 56).
El exposure a las diversas formas de violencia del mundo globalizado por los medios de comunicación,
aunada a la superposición de las formas de violencia que México vive al interior,
por un modelo liberal que no acaba de dar solución, ha dado resultados aún más complejos
en la representación de la violencia. En los últimos años, ha habido importantes esfuerzos
de académicos mexicanos que esbozan propuestas de no-violencia como solución (Martínez y Rosado, 2013).
Algunos pensadores sugieren una educación en la belleza, diciendo que previene la
tendencia al caos y la fuerza. Elsa Cross, por ejemplo, ha llamado la atención sobre
este punto (Cross, 2013: 7984). Otros llaman la atención sobre los problemas de justicia que anteceden al fenómeno
violento (Turiel, 2013: 61-78). Pero, en mi opinión, quien mejor acierta al apuntar un camino en la solución del
problema es Raymundo Morado con el tema "Lógica y compromiso moral" (2013: 114-132). En esa misma tónica quiero terminar mi argumentación sobre la violencia adentrándome
en un tópico filosófico que señala un marco teórico para el esclarecimiento de las
superposiciones de la violencia que hoy configuran a los mexicanos.
Permítame el lector, sin embargo, hacer antes una aclaración en torno al tema de la
reconciliación: como la violencia tiene que ver con la prudencia ética -prudencia
como virtud moral y política, ya que el uso de la fuerza implica trastocar su equilibrio-,
algunos proponen como antídoto de la violencia el camino de la reconciliación. Ciertamente,
frente al problema de la violencia, la restitución y el perdón implican pasos específicos,
señaló desde 2005 la ONU, por ejemplo, en el caso de La reparación integral de desplazamientos; pero, en este terreno, los mexicanos hemos de evitar la tentación de aportar soluciones
del tipo de una reconciliación moral o religiosa en el país. Es indudable que los
creyentes han de perdonar, pero la superación de la violencia se logra mediante una
tarea educativa, cívica, jurídica y política.
En un reciente artículo de la revista ISTMO, Julia Borbolla propone la empatía como
una estrategia de comprensión del otro para evitar la violencia (Borbolla, 2015: 57).
Quizás esto sirva, pero la solución al problema de la violencia en México está en
la participación activa de los ciudadanos y en establecer un marco jurídico y político
que haga valer ya el Estado de derecho. En este punto me declaro francamente liberal
de corte republicano: lo que nos falta a los mexicanos es participar más y registrar
nuestra memoria histórica habitual. Sólo exigiendo transparencia y rendición de cuentas
podremos solventar el escollo, pero para lograrlo, conviene recordar que la paciencia
se levanta como la gran virtud política: hemos de construir y participar evitando
las soluciones simplistas a las que la pasión nos empuja frente a la injusticia y
represión que presenciamos.
En este punto, el investigador de la UNAM Orlando Ruedas recuerda la pertinencia de
volver a la obra de Paul Ricœur Caminos del reconocimiento, que en su tercer tratado propone el "reconocimiento mutuo" como una vía de reconciliación,
partiendo de los conceptos aristotélicos de "amistad" y ágape. De acuerdo con Ruedas,
el argumento de Ricœur es que en los hombres cabe una suerte de "don recíproco ceremonial",
en el que quien recibe el don ha de replicar a su primero. En vez de que el replicante
forme con el primero un contra-don o haga una retribución de su antecedente, el segundo
ha de mantener la misma espontaneidad y generosidad que el primero, permitiendo construir
una base de relaciones de mutualidad entre individuos que permita superar las relaciones
signadas por el mercantilismo moderno, construyendo con esto sociedades no-violentas.
Pero más allá de estas contribuciones, pertinentes, pienso que la aportación filosófica
al problema de México está en una sugerencia metodológica que me propongo esbozar
a manera de conclusión.
Hacia una cultura filosófica de la paz en México: apuntes y esbozos de un camino de
la no-violencia.
Ghandi decía que el advenimiento de la no-violencia era la clave y que sólo cambiando
la estructura injusta de un régimen podría darse paso a la reconciliación (Sharp y Jahanbegloo, 2013). Lo que no está claro después de Ghandi es si los líderes políticos autócratas cambiarán
sus tácticas al ver las experiencias del pasado. Porque hay una línea muy fina entre
la no-violencia y la defensa propia o autodefensa. En opinión del especialista Ramin
Jahanbegloo, la cultura democrática no es la única que permite el combate no-violento.
Menciona que ha habido una cultura de la paz aún en gobiernos autoritarios, que la
clave está en que las sociedades no imiten modelos ni soluciones extranjeras contra
la violencia, sino que éstas estén arraigadas en las propias tradiciones y en su Historia.
Sostiene que si esto se lleva a cabo así, la lucha por la no-violencia hará que la
acción misma del pueblo y la sociedad civil que la despliega logre un aprendizaje
pacifista de resultado exponencial.
Se trata, nos dicen esos especialistas, de lograr hacer una "guerra civilizada" (Sharp, 1995: 243), guerra que se define como "un régimen de resistencia en contra de regímenes no
democráticos en situaciones de injusticia y opresión" (1995: 244). La propuesta se inserta en una teoría de la acción en la que el poder desplegado
se auto refuerza, haciendo que crezca la posibilidad de ejercerlo, ello siempre y
cuando se logre la cohesión entre los gobernados. Esta cohesión parte del adecuado
planteamiento del principio o convicción que une al pueblo.
En los Tópicos, Aristóteles sentencia que la construcción de las convicciones y tradiciones de los
pueblos se hace por razonamientos de cosas plausibles, aquéllas que parecen bien a
todos, o a la mayoría, o a los más sabios [...] y a los más conocidos y reputados
(Tópicos, I-I, 100b). Propone la dialéctica como el método clave para la solución de los conflictos y
de la violencia, porque la práctica de argumentar sobre las cosas generales sirve
para aprender a dialogar -recordemos que el diálogo es la puerta del quehacer inclusivo
de la democracia- además de que la dialéctica, dice, permite inventariar las opiniones
de la mayoría, encontrar lo común a ellas, enseñándonos a discutir desde el parecer
de los otros, ayudándolos a enunciar bien sus propuestas y peticiones. Los razonamientos
dialécticos -continúa Aristóteles- nos enseñan a plantear los primeros principios
o cuestiones primordiales propias de cada conocimiento.
Note el lector cómo el diálogo político y la construcción democrática en aras de la
equidad requieren ser planteados en la polis a partir de cosas plausibles. Es claro que la gente no tiene por qué saber ni comprender
los tecnicismos dialécticos que aquí enuncio, aunque sí tiene que ser capaz de articular
sus razonamientos y articular las propuestas que pretende. Los ciudadanos que participan
activamente deben saber encuadrar las críticas que hacen a la autoridad, saber argumentar
para llevarla a rendir cuentas y entender qué es lo que pueden exigirle. Así como
la resistencia civil logró llevar las reformas fiscales y financieras al marco jurídico
adecuado en el 2008, después de la caída del poder financiero internacional, el pueblo
de México tiene que ser capaz de ubicar sus críticas en el marco específico que corresponde.
No basta con decir que el presidente es ladrón o que el gobierno robó cuando detuvo
el presupuesto nacional por un año, aunque esto sea factible. Si así fue, es preciso
demostrarlo uniendo fuerzas con los distintos grupos políticos, encontrando el beneficio
común por el que habría que hacerlo: es allí donde, como mexicanos, fallamos y hemos
de encontrar la manera de darle seguimiento a tal interés. La ganancia es esencial
en el ámbito de la tarea dialógica que se opone a la violencia y por eso Aristóteles
la propone diciendo: "en efecto, al ser adecuada para examinar cualquier cosa, la
dialéctica abre camino a los principios de todos los métodos" (Tópicos I-2 , 101b, 1-4).
Como sabemos, generalmente se relaciona el pensamiento político de Aristóteles con
la Retórica, pues allí está su teoría de la comunicación y la persuasión; pero ahora quiero centrame
en la obra que venimos comentando, Tópicos, convencida que para la no-violencia se requiere un previo marco metódico de comprensión
de las premisas y factores que se involucran en el conflicto. Para el caso de la violencia,
el filósofo requiere ser también un observador de observaciones: es decir, alguien
que observa las leyes, y las interpretaciones que una cultura ha ido haciendo sobre
su propia historia. De ahí que el tema de la violencia implique también la historia
cultural, ya que la violencia está situada siempre. Pero el trabajo posterior a esas
observaciones de segundo nivel requiere una adecuada argumentación dialéctica, como
se establece en los Tópicos.
El ejercicio dialéctico es menos complicado de lo que parece. Su método permite hacernos
cargo de a cuántas y a cuáles cosas refieren los enunciados, las frases, las proposiciones
que hacemos; a qué refieren las cosas que argumentamos en la vida política ya que
éstas expresan nuestros pareceres y pensamientos. Aristóteles recuerda que nuestros
pensamientos reflejan los problemas que encontramos y que el saber formularlos es
la puerta de la convivencia. También señala que esa tarea debe realizarse teniendo
en cuenta las tradiciones y convicciones de la comunidad. Es así que la inclusión
de las tradiciones propias es una tarea cívica y política que no podemos aplazar sustituyendo
o imitando otros modelos extranjeros, los que sólo nos sirven como formas vacías,
pues al fin y al cabo son experiencias ajenas que deben asimilarse bajo la propia
cultura y usos.
Cuando en el libro I de la Política Aristóteles hace una exposición crítica de las constituciones más perfectas, resalta
la necesidad de que en la propia ciudad se tengan cosas comunes y otras propias. Esta
diversidad no compete exclusivamente al terreno de la propiedad física (si es que
conviene poseer en común la tierra, la casa, las esposas o a los hijos), sino que
se amplía a las funciones, oficios y gustos. Aristóteles previene de la tentación
de hacer de la ciudad lo más unitaria posible; en su criterio, la ciudad es cierta
pluralidad y unificarla sería convertirla en una casa o individuo (Política, II-2, 1261a, 2). Por el contrario, la ciudad es la sede de las diferencias, ella está compuesta
por una pluralidad de hombres que difieren de modo específico. Los mexicanos tenemos
enorme dificultad para comprender las diferencias entre los grupos. Nuestra tradición
fundacional novohispana, permeada de valores religiosos mendicantes, nos empuja a
pretender criterios unificadores descendentes en la vida de la ciudad. Ello, aunado
a la imposición decimonónica del liberalismo extranjero, nos hace caer frecuentemente
en dogmatismos ideológicos. Tenemos que convencernos de que la idea de semejanza se
opone a la esencia de la vida ciudadana. En ella impera sólo un criterio de igualdad
en la reciprocidad, es decir, de equidad entre la diversidad (Política 1261a, 30-40; EN, V-8, 1132b 33 y ss; EE, VII-10, 1243b 29 y ss.). Aristóteles argumenta que si la ciudad se caracteriza por
la autosuficiencia, se debe preferir lo menos a lo más unitario. Educar en las diferencias
es uno de los puntos claves en la prevención contra la violencia: sólo una mentalidad
que valore lo distinto es capaz de dialogar y de construir. Ahora bien, este problema
de la no-inclusión o del rechazo a las diferencias se encuentra no sólo en la sociedad
civil mexicana, sino especialmente en las formas autoritarias del gobierno que los
mexicanos extendemos a todos los niveles en los que ejercemos la autoridad. Esta mentalidad
cerrada se complica todavía más cuando el Estado simula apertura democrática para
en el fondo propiciar más inercias impuestas.
La única prevención que tenemos frente a esta forma de violencia soslayada es convencernos
de que la participación civil democrática no violenta es el primer engranaje de la
articulación nacional: los gobernantes están a nuestro servicio y podemos llamarlos
a rendir cuentas; este llamado "segundo poder" o participación civil -porque primero
es el poder del Estado que nos representa y al que hemos elegido- es la garantía de
que el desarrollo nacional depende de nosotros; pero, para lograrlo, hemos de participar
activa, política y jurídicamente.
Como ciudadanos, los mexicanos hemos ido acumulando un valioso capital simbólico en
el ámbito político a partir del año 2000. Como estudiantes y académicos universitarios,
nos preguntarnos cómo descifrar esta realidad conflictiva intentando responder en
qué nos toca contribuir. Quisiera acabar señalando la insustituible tarea del universitario,
delimitando la esencia de su función porque es en el espacio académico y universitario
donde considero que se puede esclarecer de mejor manera la solución al problema de
la violencia.
Considero que la universidad es el espacio privilegiado en el que los estudiantes
se reúnen en una esfera desinteresada: carecen de sueldo, de un contrato profesional
remunerado, se encuentran en proceso de transformación y el eje de sus labores está
en la investigación universal y plural sobre las realidades que han elegido profundizar.
El universitario carece aún de relaciones interesadas -no pertenece a una institución,
no está en nómina, aún no depende de él abastecer a otros del mundo de la necesidad-,
su situación lo ubica en el ámbito de la libertad pura y su contribución fundamental
está en señalar el marco metódico y argumentativo de las discusiones y problemas de
su entorno. Parece poco y en realidad es mucho: no sólo logra articular frases como
"Yo soy 132", sino que, a través de las redes sociales, propone, critica y cuestiona.
El universitario es quien aprende e investiga, el que reflexiona e invita a comprometerse
sin tener que responder a interés específico alguno.
Que no se vaya el estudiante a más, antes de ubicar las sentencias y los argumentos
en el marco adecuado que competen pues, como hemos argumentado siguiendo los Tópicos de Aristóteles, es tarea prioritaria encuadrar los problemas, avanzar haciendo precisiones
metodológicas. La universidad, en consecuencia, es el espacio privilegiado para recordar
a la comunidad, la inaplazable tarea de enraizar las propuestas a partir de las propias
tradiciones, de recordarle que la apertura a lo distinto ha de tomar en cuenta las
convicciones de la sociedad civil; es decir: es en la tarea universitaria, en donde
puede encuadrarse el marco metódico para destrabar la discusión sobre la violencia.