Introducción
Hace algunos años, un grupo de académicos del medio anglosajón introdujo una colección
de propuestas destinadas a acabar con lo que concebían como una hegemonía tiránica
del naturalismo metafísico en el ámbito de las ciencias naturales. El antecedente
de esta nueva iniciativa se asocia al nombre del abogado y profesor de derecho Phillip
E. Johnson, quien ve en las explicaciones darwinistas recogidas en textos de divulgación
como The Blind Watchmaker, de Richard Dawkins, argumentos más propios de la retórica jurídica que del ámbito
científico (Dawkins, 1996). Estas observaciones lo conducen a escribir y publicar en 1991 su conocido Darwin on Trial, una obra en la que se propone llevar a juicio, en términos figurativos, las argumentaciones
esgrimidas por los darwinistas al defender sus posiciones (Johnson, 1993; 1998; 2002).
El desarrollo y madurez de lo que posteriormente se conocería como Teoría del Diseño
Inteligente (TDI) puede situarse en el segundo lustro de la década del 90, con la
publicación, en 1996, de la obra Darwin's Black Box (2006), del bioquímico, investigador y profesor de la Universidad de Lehigh, Michael
Behe. Este autor pretende superar el tono controversial y polemista que caracteriza
la obra de Johnson, para desarrollar una agenda propositiva y mucho más ambiciosa;
en lugar de arremeter simplemente contra una interpretación de la historia de la vida
en clave darwinista, el propósito declarado de Behe es el dar forma a una propuesta
teórica capaz de englobar en una síntesis más amplia los hallazgos y aportes de la
teoría sintética y de otros modelos evolutivos. En opinión de este autor, la biología
de la última centuria ha mostrado, más allá de toda duda, la existencia de lo que
denomina como "sistemas irreductiblemente complejos" (Behe, 2009: 428). Se trata de ensamblajes de componentes materiales cuya funcionalidad depende estrictamente
de su integridad estructural. Behe ilustra este concepto mediante la imagen de la
trampa de ratón; para que este artefacto desempeñe efectivamente su función de atrapar
y eliminar roedores, es necesario que todos sus elementos se encuentren presentes
y en la disposición adecuada o, de lo contrario, simplemente no hay trampa de ratón
(Behe, 2006: 195-196).
De acuerdo con Behe, los sistemas irreductiblemente complejos no son una exclusividad
del orden del fieri humano, sino que están presentes también en la naturaleza, siendo el flagelo bacteriano,
el sistema de la coagulación de organismos homeotermos, y algunas partes del sistema
inmunológico de organismos superiores sus ejemplos más notorios. En todos ellos hay
un número de componentes -esto es, una "complejidad"- cuya interrelación es un requisito
para que el conjunto desempeñe su función fisiológica; si falta uno de ellos, no hay
menor función, simplemente no la hay (Behe, 2009: 429). De ello se sigue, según Behe, que la existencia de estos sistemas no puede ser
explicada mediante los recursos de la teoría de la evolución por selección natural,
según la cual todo órgano y parte de los seres vivos se ha formado gradualmente bajo
la presión selectiva del entorno (Gould, 2004: 165-166). En efecto, en las etapas previas a su ordenación definitiva, un tal sistema en
vías de formación no serviría para nada, y la mentada selección se encargaría de desechar
todo rudimento. La alternativa de un ensamblaje simultáneo de todos los elementos
tampoco es una alternativa verosímil, dadas las probabilidades francamente desfavorables
que tal evento exige. Por ello, estos sistemas resultan "irreductibles" a las explicaciones
evolutivas tradicionales. Desde estas coordenadas, el autor concluye que sistemas
como los mencionados sólo pueden ser el producto de un diseño, entendiendo este concepto
como "el arreglo de partes con vistas a un fin" (Behe, 2006: 193).
Es importante destacar aquí dos aspectos de la hipótesis de Michael Behe. El primero
guarda relación con la identidad del diseñador de los sistemas "irreductiblemente
complejos" que el autor detecta en la naturaleza. Behe insiste en sostener que la
inferencia de diseño es un proceso lógico ordinario y común en nuestras vidas, y que
por ello, la TDI no busca introducir presupuestos metafísicos de ninguna clase en
el seno de la ciencia. Por ello, según este teórico del diseño, la naturaleza del
diseñador no formaría parte del espectro de cuestiones que puedan tratarse en la propuesta,
que como tal es científica y no filosófica.1 Pero esta aparente prudencia, sin embargo, deja el paso a posiciones ambiguas y menos
mesuradas, en las que las pretensiones de la TDI parecen bastante más ambiciosas,
llegando a sostener que la ciencia no debe tratar del problema de la identidad del
diseñador hasta que esté preparada para hacerlo.2 Como se infiere de las afirmaciones, la posibilidad de que la TDI pueda llegar a
la identificación del diseñador, a los ojos de Behe, no puede ser excluida. La segunda
arista de la postura de Behe que conviene tener en cuenta es la de su relación con
las teorías evolutivas, que describe no en términos de conflicto, sino de complementariedad.
Adelantándose a las objeciones de sus detractores, Behe sostiene que la TDI no excluye
la realidad de la evolución, ni del mecanismo neodarwinista en particular. La suya
sería una teoría más amplia, pues habría en ella lugar para las explicaciones naturalistas
tradicionales, siendo el diseño una modalidad explicativa de exclusión, esto es, una
conclusión sostenible sólo cuando las teorías evolutivas tradicionales se muestran
incapaces de reconstruir el surgimiento de un aspecto determinado de la naturaleza
(Behe, 2009: 429).
Otra figura señera en la configuración de la TDI ha sido el matemático y filósofo
William Dembski, cuyos esfuerzos se han centrado en la formalización y depuración
lógica de la inferencia de diseño, y en la refutación de los ataques que la TDI ha
recibido en el fragor de los debates que se han generado en torno a ella en la sociedad
norteamericana (Dembski, 1998a; 1998b; 2004). Tal y como su predecesor, Dembski se adhiere a la tesis de la cotidianeidad de
la inferencia de diseño, pero por ese mismo motivo, ve la necesidad de someterla a
una depuración y formalización que permita su integración en el quehacer científico.
Enfrentados a un evento -afirma este autor- debemos optar entre tres modos mutuamente
excluyentes y exhaustivos de explicación, a saber: la ley, el azar y el diseño. En
el primer caso, el evento tendrá lugar casi siempre, dadas ciertas condiciones; en
el segundo, la ocurrencia del evento quedará caracterizada por una distribución de
probabilidad; el tercero, en fin, es una conclusión de descarte, sólo sostenible una
vez eliminados los dos anteriores.3 Se trata de un procedimiento utilizado de un modo laxo o "preteórico" por diversas
disciplinas,4 pero que también puede ser formulado como un criterio riguroso, que es lo que sustenta
su conocido "filtro explicatorio", un algoritmo probabilístico muy citado entre los
adherentes de la TDI.5
Respecto de la naturaleza del diseñador, Dembski acusa un vaivén análogo al de Behe.
Ciertamente, por momentos este autor se muestra cauto, calificando a la TDI como "teológicamente
minimalista" (Dembski, 1998a: 17), en cuanto no tiene por objetivo hacer afirmaciones acerca de la naturaleza del
diseñador; esta actitud contrasta fuertemente con lo que tan sólo un par de páginas
antes escribe Dembski, cuando se refiere no ya a un diseñador, sino abierta y francamente
a Dios, y la posibilidad de conocer su interacción con el mundo mediante los métodos
de las ciencias naturales (Dembski, 1998a: 15). La conocida mención que hace del cristianismo y de la creación en el mismo texto,
junto a la crítica nada mesurada que introduce acerca de lo que concibe como un naturalismo
metafísico que contamina las teorías evolutivas, han acabado por sellar el destino
de su trabajo y de toda la TDI, que para estos efectos es tratada de modo unitario
por sus muchos detractores. Aquellos han visto en este modelo una reiteración de los
argumentos del desacreditado "creacionismo científico", cuyo propósito no confesado
sería el de presentar ciertas creencias religiosas bajo la apariencia de cientificidad,
por medio de una gama de falacias ya hace tiempo denunciadas (Pennock, 2003: 143-163; Cornish-Bowden y Cárdenas, 2007: 11-122; Forrest, 2009: 455-462; Boudry, 2010: 473-482).
El papel de Stephen Meyer en el debate en torno a la TDI
De entre quienes han asumido el desafío de responder a la batería de argumentos con
que los objetores han atacado a la teoría del diseño, los que más atención han acaparado
son Michael Behe y William Dembski, probablemente debido al papel protagónico que
ambos han tenido en la gestación de la teoría. Hay otros autores en esta corriente,
no obstante, cuyo pensamiento amerita análisis y comentario. De entre ellos, Stephen
Meyer, quizás sea la voz más autorizada de entre los teóricos del diseño en relación
al tema del estatuto epistemológico que le correspondería a la teoría en cuestión,
aspecto en el que ha desarrollado una línea de pensamiento independiente y en ocasiones
discordante de la sostenida por autores como Behe o Dembski.6 La estrategia de este autor ha discurrido a través de tres líneas fundamentales.
En primer lugar, en una crítica y rechazo a lo que, desde Popper, se conoce como "criterio
de demarcación", que consistiría en el intento epistemológico de distinguir, con base
en determinadas y estrictas condiciones, lo que es la ciencia de lo que no lo es (Popper, 1994; Schilpp, 1974). De acuerdo con Meyer, tal aproximación carecería de sustento, pues su aplicación
conduciría irremediablemente a negarle el estatus de ciencia a teorías y disciplinas
que habitual e históricamente han sido tenidas por tales. La consecuencia del descarte
de tales criterios, por otro lado, eliminaría buena parte de las críticas epistemológicas
que los objetores de la teoría del diseño han levantado contra ella. El segundo aspecto
de la reflexión de Meyer se ha centrado en la defensa de la TDI contra las abundantes
críticas específicas de que ha sido objeto la propuesta desde sus albores, mostrando
cómo todas ellas son también aplicables en los mismos términos a las teorías evolutivas
-incluyendo entre ellas a la neo-darwinista-, debido a la equivalencia epistemológica
que Meyer pretende establecer entre ambos modelos. Finalmente, el autor ha esbozado
una tipología epistemológica que, de aceptarse, dejaría un espacio al interior del
sistema de las ciencias para teorías como la que él defiende. A continuación expondremos
con algún detalle las directrices principales de la TDI, para continuar con una exposición
más detallada de estos y otros argumentos adicionales que Meyer ha elaborado en la
defensa de la validez epistemológica de la TDI. Concluiremos el artículo con una breve
valoración de las limitaciones y aciertos de la estrategia argumentativa del autor.
Ciencia y "pseudo-ciencia"
Según Meyer, ya Darwin, en las numerosas polémicas que mantuvo con quienes promovían
una interpretación literal del libro del Génesis como base para explicar el origen
del universo y los vivientes, recurrió en repetidas oportunidades a argumentos epistemológicos
para desacreditar a sus adversarios (Meyer, 1994: 69).7 Los seguidores de Darwin, afirma Meyer, habrían expandido esta estrategia, atacando
todo modelo distinto de las teorías naturalistas de evolución en base en una presunta
trasgresión de las normas de la práctica científica, que basadas en una visión positivista
y neo-positivista de ella, constituirían en conjunto lo que hoy se conoce como "criterio
de demarcación". Pero para Meyer este criterio resulta problemático en sí mismo, y
esto por variados motivos.
Por una parte, el intento histórico de encontrar un conjunto de "características invariantes",
es decir, de una serie de condiciones necesarias y suficientes para distinguir la
ciencia de la "pseudo-ciencia", ha fracasado, y estrepitosamente. Más aún, la mayoría
de estos argumentos presuponen una comprensión de la actividad científica que refleja
la influencia del positivismo lógico; con el creciente rechazo al que se ha visto
enfrentada esta doctrina y sus criterios epistemológicos -escribe este autor- la cuestión
de la demarcación ha sido también objeto de disputa, no existiendo actualmente un
acuerdo respecto a su validez (Meyer, 2002b: 152-153).
Uno de los primeros intentos históricos en esta dirección, según Meyer (quien sigue
en sus trazos generales el enfoque de Larry Laudan) fue el así llamado "criterio de
la certeza" (Laudan, 1983: 11-128). Según él, la ciencia podría ser distinguida de otras actividades por el grado de
certeza de que sus resultados están revestidos. La ciencia produciría certeza, en
tanto que otros tipos de búsqueda, tales como la filosofía, conducirían tan sólo a
la opinión. Este criterio -continúa Meyer- cayó rápidamente en descrédito a medida
que científicos y filósofos se percataron de la naturaleza falible de las disciplinas
científicas y sus correspondientes teorías. Se ha objetado, en efecto, que a diferencia
de los matemáticos, los científicos rara vez proveen demostraciones estrictamente
lógicas en la forma de pruebas deductivas para justificar sus teorías, sino inferencias
inductivas y verificaciones predictivas, ninguna de las cuales lleva a la certeza,
al menos en términos estrictos y rigurosos. Y desde una perspectiva más histórica,
son variados e incluso pintorescos los episodios y anécdotas de la ciencia moderna
que han llevado a la filosofía a dudar de la superioridad de su estatus epistémico
y a considerar al conocimiento científico, al igual que todo conocimiento humano,
como sujeto a la incertidumbre y el error (Meyer, 1994: 70).
Para Meyer, estas y otras falencias del criterio de certeza llevaron las reflexiones
de filósofos y científicos del siglo XIX por otras sendas, aun cuando el objetivo
de fondo -asegurar la primacía de la ciencia moderna como la forma más elevada y válida
de conocimiento- permanecía invariable. Para demostrar la veracidad de tal aserto,
los argumentos se basaron ahora en la supuesta superioridad metodológica que la ciencia
experimental exhibía en su proceder al ser comparada con otras disciplinas. La ciencia,
según tal visión, se venía a definir por referencia a su método, que se juzgaba objetivo,
riguroso, reproducible y confiable, y que tenía por arquetipo a la física que, a través
de sus postulados, sus elegantes hipótesis matemáticamente formuladas y sus finas
y precisas verificaciones experimentales, se erigía como el modelo a seguir para toda
búsqueda racional de conocimiento que pretendiese ser considerada como científica.
Se abría con esto la posibilidad de separar aguas, distinguiendo a la ciencia del
dudoso proceder de otras disciplinas, que, por su inevitable dimensión subjetiva,
no podían sino constituir una generosa fuente de errores y una etapa cognoscitiva
humana en vías de superación.
Sin embargo, dice Meyer, los problemas con este criterio metodológico no tardaron
en aparecer. Uno de los más evidentes es la falta de un consenso general con respecto
a la naturaleza del método científico y, más aún, sobre si en realidad se puede hablar
de un método, en singular, o si, por el contrario, son varias las aproximaciones que
podrían cargar con este calificativo. Sobre este punto Meyer es especialmente crítico:
Si los científicos y filósofos no pueden ponerse de acuerdo respecto a lo que es el
método científico, ¿cómo pueden descalificar disciplinas que no lo utilicen? [...]
La existencia de una variedad de métodos científicos plantea la posibilidad de que
ninguna caracterización metodológica de la ciencia pueda bastar para capturar la diversidad
de la práctica científica. Usar un conjunto único de criterios metodológicos para
establecer el estatus científico podría por tanto resultar en la descalificación de
algunas disciplinas antes consideradas como científicas (Meyer, 2002b: 157).8
Siguiendo la objeción de Meyer, el cometido de reducir la ciencia al modo de proceder
de la física newtoniana no sólo conduciría a una evidente restricción del variado
panorama que exhibe la actividad científica, sino que incluso eliminaría de la física
vastos campos y subdisciplinas que no se ajustan al modelo clásico de la física experimental.
Para Meyer, estas y otras limitaciones del criterio metodológico habrían mostrado
su insuficiencia y la necesidad de un replanteamiento del problema.
Las nuevas propuestas de demarcación, siguiendo el así llamado giro lingüístico o
semántico, habrían venido en la segunda década del siglo XX de la mano del positivismo
lógico y algunos años más tarde con el criterio de la falsación de Sir Karl Popper
(Popper, 1998a: 474-478; 1998b: 228-239; Miller, 1995: 156-197). Con respecto al primero, Meyer repara en la ya célebre antinomia que la misma postulación
de dicho criterio conlleva, pues es en definitiva una sentencia filosófica y, como
tal, es incapaz de cumplir sus propios estándares de verificación (Meyer, 1994: 70-71).9 Y con respecto al criterio de falsación, Meyer retoma las conocidas críticas que
contra él se esbozaron durante la centuria pasada, y que han servido de impulso a
propuestas como la de Laudan y Lakatos (Meyer, 1994: 71). Se ha insistido, por cierto, en que rara vez es el núcleo teórico de una teoría
el que se ve sometido a la mentada falsación, sino más bien hipótesis auxiliares que
dejan lo esencial de la teoría o modelo intocado.
La notoria falla de éstos y otros criterios de demarcación han llevado a Martin Eager
a concluir: "Los argumentos de demarcación han colapsado. Los filósofos de la ciencia
no los sostienen más. Ellos pueden seguir gozando de aceptación en el mundo popular,
pero ese es un mundo diferente" (Meyer, 2002b: 159). El problema, en opinión de Meyer, es que muchos científicos forman parte, muy a
pesar de ellos, de ese mundo popular que sigue considerando la distinción de la ciencia
con base en algunos de los criterios mencionados como una tarea sencilla y obvia.10 En respuesta a estas eventuales objeciones, afirma Meyer que no es necesario adoptar
una visión relativista o antirrealista de la ciencia, sino simplemente aceptar que
los criterios, como tales, resultan una herramienta intelectual sumamente precaria
para definir y separar lo que se puede denominar ciencia de lo que no.
Las objeciones específicas a la TDI
Las críticas generales que Meyer esboza y sistematiza contra los criterios de demarcación
se tornan más agudas cuando este autor examina las objeciones específicas que, inspiradas
en dichos criterios, se han enarbolado contra la TDI. Una de ellas sería la que Michael
Ruse, un implacable detractor de la teoría del diseño, ha esgrimido una y otra vez
en sus textos y artículos: una actitud auténticamente científica debe aceptar que
el universo está regido por leyes naturales, excluyendo, al menos metodológicamente,
toda referencia a entidades o agentes no reducibles a dichas leyes. La TDI, entonces,
no podría incorporarse en el cuerpo de conocimientos y teorías científicas, toda vez
que invoca entidades no naturales en sus explicaciones (Ruse, 1982).
Las respuestas de los teóricos del diseño a esta recurrente objeción han sido variadas
y de formalidad y alcance diverso.11 La contra argumentación más interesante al criterio naturalista, sin embargo, ha
estado nuevamente a cargo de Stephen Meyer. Por una parte, este autor ha argüido que
muchas leyes naturales describen regularidades, pero no son estrictamente explicativas,
pues no dan cuenta de la razón de dicha regularidad. Un ejemplo clásico de este modo
de proceder, para Meyer, está dado por la ley universal de la gravitación que, como
el mismo Newton admitió, no explicaba sino sólo describía el movimiento gravitacional.
Nuestro autor argumenta que si sólo se admitiesen como científicamente válidas las
explicaciones basadas en leyes naturales, esta y otras leyes fundamentales de la física
-que según este teórico del diseño no explican, sino que describen matemáticamente
el fenómeno considerado- debiesen erradicarse del dominio de lo que habitualmente
se considera ciencia. Y, como irónicamente observa Meyer: "Mientras que este resultado pudiese aliviar la "envidia física" de muchos sociólogos,
no haría nada por los demarcacionistas, excepto refutar el mismo propósito de su empresa" (Meyer, 2002b: 163).12 En efecto, sería aquel un resultado altamente paradójico e indeseado para quienes
han esbozado la objeción naturalista contra el DI, sobre todo si se tiene en cuenta
que su motivación central ha sido históricamente la de asegurar que todas las disciplinas
consideradas como científicas cumplan con los estándares rigurosos de la física. La
razón para descartar la teoría del diseño como una conjetura no científica ya no descansaría
en que "no explica mediante leyes naturales", sino en que "no recurre a explicaciones
naturalistas", y aquí se suma Meyer a las objeciones que autores como Behe y Dembski
han esgrimido repetidamente respecto de lo que consideran como una crítica arbitraria
contra la teoría del diseño.13
Otras objeciones epistemológicas que se han levantado específicamente contra la TDI
han centrado su atención en el aspecto metodológico de la propuesta. Según sus críticos,
el diseño no sería observable ni verificable, lo que escaparía del esquema hipótesisexperimento-replicación
propio de la actividad científica. Esta postura se ilustra claramente en las palabras
del biólogo molecular Fred Grinnell, quien ha argumentado que la teoría del diseño
no puede ser considerada como científica, porque si algo "-no puede ser medido, o
contado, o fotografiado, no puede haber ciencia" (Grinnell, 1993). Eugenie Scott, llevando las cosas un poco más lejos, ha afirmado: "No puedes usar
explicaciones sobrenaturales porque no puedes poner una deidad omnipotente en un tubo
de ensayo. Tan pronto como los creacionistas inventen un "teómetro" quizá podamos
verificar las intervenciones milagrosas" (Scott, 1994: 30). Más allá del tono polemista y sarcástico de esta última cita, lo que aquí interesa
es la esencia de la objeción: dado que el agente diseñador no es detectable mediante
los sentidos o los instrumentos científicos, la TDI es por tanto inaccesible a la
investigación científica y a la posibilidad de una verificación de acuerdo con los
cánones metodológicos que distinguen dicha actividad de otras formas de conocimiento.
Meyer, ampliando la respuesta que Michael Behe había esbozado a dicha objeción,14 ha argumentado que la observabilidad no sólo no es aplicable a las ciencias históricas,
sino que de hecho está ausente en disciplinas tradicionalmente tenidas por científicas
-tales como la física teórica, la biología molecular, la geología, la psicología y
la biología evolutiva- en las que lo no observable se infiere a partir de lo observable.
Así, entidades tan valoradas en el campo de las ciencias naturales como fuerzas, campos,
átomos, quarks, características geológicas de capas profundas de la tierra, estructuras
biológicas moleculares, y varias más deberían ser desterradas de los textos científicos
con la aplicación estricta y consecuente de este criterio. Además, sigue Meyer, el
hecho de que algo no sea observable no impide su verificación. La verificación indirecta
de una entidad no observable es posible a través de la evaluación del poder explicativo
que resulta si la mencionada entidad se toma como hipotéticamente existente.15
Volviendo este argumento contra sus autores -un recurso para el que se ha mostrado
especialmente hábil-, dice Meyer que de hecho la TDI y la teoría de evolución por
selección natural son equivalentes tanto en su observabilidad como en la posibilidad
de ser verificadas empíricamente. Con respecto al primer punto, si bien admite que
un diseño escapa a una observación directa, otro tanto ocurre con el proceso evolutivo,
que de hecho nadie ha visto en el sentido estricto de la palabra, como tampoco hay
testigos oculares de las formas de vida de transición a que dicha reconstrucción apela,
que no serían otra cosa que postulados teóricos que hacen posible le explicación evolutiva
de los hechos biológicos presentes. E igual cosa ocurre con la posibilidad de una
verificación empírica, que tanto para la teoría del diseño como para las teorías evolutivas
resulta un criterio imposible de cumplir, pues según ya se expuso, no son leyes naturales
lo que se intenta describir, sino eventos ocurridos en el pasado a partir de datos
o evidencias presentes. Toda teoría de los orígenes es por tanto una teoría histórica,
y como tal sólo puede ser verificada indirectamente, a través de la comparación de
su poder explicatorio con las teorías, modelos e hipótesis rivales. Concluye el autor:
Aquellos que insisten en el criterio de observabilidad y verificación, concebidos
en un sentido positivista, promulgan una definición de la ciencia correcta que la
teoría de la evolución manifiestamente no puede cumplir. Si se permite un estándar
de verificación menos severo, sin embargo, la razón original para rechazar el diseño
se evapora (Meyer, 2002b: 173).
Lamentablemente, Stephen Meyer no le dedica una atención abundante a otros criterios
muy socorridos por la literatura epistemológica, y que han sido empleados para arremeter
contra la TDI. Así ocurre con el problema de la falsabilidad de la hipótesis del diseño,
punto especialmente espinoso y en el que Meyer no se detiene; en efecto, el mismo
Dembski ha admitido que descartar que algo haya sido diseñado resulta un problema
lógicamente insoluble, dada la posibilidad que tienen las causas inteligentes de imitar
procesos naturales (Dembski, 2002: 35). Otro tanto puede decirse de la ausencia de mecanismos causales que algunos críticos
le han impugnado a la teoría en cuestión, y que Meyer descarta denunciando la filosofía
materialista que a su juicio subyace bajo tales ataques (Meyer, 1994: 72).
Mención aparte merece la crítica planteada a la capacidad predictiva de la TDI, argumento
estrechamente vinculado con el poder explicativo de la propuesta. Por cierto, uno
de los atributos que más poderosamente han jugado a favor de la teoría sintética es
el hecho de que sobre la base de un mecanismo simple, es posible dar cuenta, al menos
verosímilmente, de un cúmulo significativo de hechos y eventos. ¿Puede decirse lo
mismo de la TDI? Como lo mencionábamos en la introducción, Michael Behe y William
Dembski han admitido que la inferencia de diseño es una opción de exclusión, sólo
atendible una vez que se hayan descartado otras formas de explicación. Si es así,
¿no pasa a constituir el diseño, más que una teoría, una hipótesis sólo excepcionalmente
invocable? Meyer no parece reparar en la dificultad, al menos no explícitamente. No
puede decirse lo mismo, sin embargo, de la crítica a la capacidad predictiva de la
TDI; de acuerdo con el autor, por su misma textura epistemológica, las teorías de
los orígenes están confinadas a ofrecer reconstrucciones ex post facto, quedando la proyección de sus resultados en el tiempo fuera de su esfera explicativa
(Meyer, 1994: 72).16 Este punto nos conduce al meollo de la tesis de Stephen Meyer, a saber, su postulación
de la TDI como teoría científico-histórica.
La TDI como ciencia histórica
De entre los teóricos del diseño, algunos autores no dudan en catalogar a la TDI de
científica, con una argumentación basada en la crítica a los presupuestos materialistas
sobre los que descansaría la difundida opinión de que la ciencia debe versar acerca
de causas y fenómenos naturales.17 Stephen Meyer, en cambio, ha pretendido llevar la discusión más allá de los criterios
demarcacionistas clásicos, para lo cual introduce algunos criterios epistemológicos
que vale la pena comentar. Según este autor, la falla de muchos críticos y aún de
varios teóricos del diseño en precisar el tipo epistemológico que le correspondería
a la TDI residiría en una limitada comprensión de la actividad científica y de la
pluralidad de aproximaciones teóricas que bajo tal rótulo se cobijan. Esta diversidad
puede según Meyer agruparse en dos grandes categorías de ciencias, a saber, las "nomológicas"
o inductivas y las históricas. Las primeras, según Meyer, tienen por principal afán
el conocimiento de la operación o "funcionamiento normal" de la naturaleza, objetivo
que se llevaría a cabo mediante el descubrimiento, clasificación y explicitación de
leyes y propiedades naturales. En estas disciplinas se utiliza una lógica típicamente
inductiva -infiriéndose generalizaciones a partir de hechos singulares- y las explicaciones
están basadas en descripciones o teorías de fenómenos generales.
Las disciplinas comprendidas en la segunda categoría, las así llamadas ciencias históricas
-entre las cuales cuenta la cosmología, la arqueología, la geología histórica, la
física y la química aplicada, los estudios del origen de la vida y la biología evolutiva-
tienen por objeto eventos o hechos particulares, para lo cual dependen primariamente,
y aún exclusivamente de la especificación de condiciones causales ocurridas en el
pasado, y no de leyes. Estas disciplinas, por lo tanto, se distinguirían por buscar
la reconstrucción de eventos pretéritos a partir de datos o hechos presentes, para
lo cual se utilizaría una lógica "abductiva" o "retrodictiva", caracterizada por una
asimetría temporal, o como dice Meyer, citando a su vez a Gould, "infiriendo la historia a partir de sus resultados" (Gould, 1986: 61). Así, en las ciencias históricas citar un evento causal pasado explica a menudo
más satisfactoriamente un fenómeno determinado que una referencia a una ley o regularidad
de la naturaleza. La razón de esto, -continúa Meyer- está en que muchos eventos particulares
vienen a la existencia a través de una serie de eventos previos que no volverán a
ocurrir regularmente. No habiendo una regularidad, mal podría haber una ley en el
sentido aquí considerado, que no es otra cosa que la expresión matemáticamente formulada
de dicha regularidad.
En las ciencias históricas, a diferencia de las nomológicas, son los eventos causales
pasados y no las leyes naturales las entidades que hacen el "trabajo explicativo primario",
y su verificación procedería de manera indirecta, a través de la comparación del poder
explicativo de teorías rivales:
los argumentos de demarcación parecen fallar -afirma Meyer-, al menos en parte porque
intentan imponer (como normativos) criterios de método que ignoran el carácter histórico
de la investigación de los orígenes. Indudablemente, cada uno de los argumentos demarcacionistas
antes enlistado falla porque obvia una característica específica de las ciencias históricas
(Meyer, 2002b: 178).
Nótese que bajo el rótulo de "investigación de los orígenes" caben en opinión de Meyer
tanto las diversas teorías de evolución naturalistas como la del DI, de acuerdo con
la equivalencia epistemológica que establece este autor entre ambas propuestas. El
rechazo, por lo tanto, de la TDI como explicación científicamente válida sobre la
base del criterio de Ruse debería conducir, según Meyer, a un simultáneo descarte
de las teorías evolutivas. Con el fin de ilustrar su argumentación, analiza Meyer
la teoría de evolución por selección natural a la luz de las mencionadas características
de lo que el denomina "ciencias históricas", mostrando el explícito interés histórico
de dicha propuesta, los razonamientos "abductivos" o "retrodictivos" que caracterizan
sus inferencias, el modo de explicación basado en eventos causales pasados y la clase
de verificación indirecta que la sostiene, fundamentada sobre todo en su poder explicativo
(Meyer, 1994: 79). Siguiendo estos lineamientos, muestra Meyer cómo cada una de las notas propias
de las ciencias históricas se cumplen a cabalidad en la TDI. Acto seguido, sugiere
Meyer que si se acepta que existe un patrón de investigación histórico, en el que
tienen cabida disciplinas tradicionalmente tenidas por científicas, entre ellas, la
biología evolutiva y la TDI, "puede haber un sentido legítimo aunque convencional
en el cual el diseño puede ser considerado científico" (Meyer, 2002b: 178).18
Basándose en esta distinción entre ciencias nomológicas e históricas, Meyer ha intentado
aplacar los temores de aquellos que ven en la aceptación de la TDI una amenaza para
la práctica científica.19 Según estos críticos, aceptar los planteamientos del DI supondría - según sus críticos-
una esterilización de las ciencias naturales, toda vez que la búsqueda de causas naturales
para los fenómenos y regularidades observables en el universo físico podría verse
reemplazada por el recurso constante al diseño. Esto explica el rechazo furibundo
que en ciertos círculos ha concitado la postulación de la TDI como una alternativa
válida a las teorías evolutivas: estos apasionados detractores ven en la mencionada
propuesta un atentado directo a la ciencia y un germen de irracionalismo que amenaza
contaminar la esencia misma de nuestra cultura.
Para Meyer, estos pronósticos negativos serían infundados, pues mientras el recurso
al diseño puede servir como una explicación legítima en las ciencias históricas, no
tendría cabida en las nomológicas o inductivas. En estas últimas, dice Meyer, la pregunta
esencial es qué hace la naturaleza normalmente, o cómo una parte de ella afecta a
otra, por lo que la respuesta debe ser necesariamente naturalista. Invocar un agente
diseñador o un mecanismo evolutivo para dar cuenta del efecto de la presión atmosférica
sobre la formación de cristales, simplemente fallaría en proveer la explicación que
la interrogante busca. Este tipo de respuestas, por tanto, no sólo violaría las reglas
propias de la investigación científica, sino las del sentido común, que siempre debe
tener en consideración el contexto y la perspectiva en que una pregunta ha sido planteada.
Pero de ahí no se sigue, argumenta Meyer, que la explicación con base en un diseño
sea inapropiada en todo dominio. Por el contrario, la postulación de la acción pasada
de un agente en las ciencias históricas es apropiada porque coincide con la búsqueda
misma que mueve a estas disciplinas.
Una prueba de esto es que la acción de agentes inteligentes es rutinariamente invocada
para dar cuenta de los orígenes de características o eventos en el mundo natural,
como de hecho sucede en las ciencias forenses, en la historia y en la arqueología.
La existencia de estas disciplinas constituye un claro precedente, a juicio de Meyer,
para inferir la actividad causal pasada de agentes inteligentes en el contexto epistemológico
de las ciencias históricas (Meyer, 1994: 82-84). Según la tesis de Meyer, entonces, la invocación de diseño no sólo está limitada
fundamentalmente a las ciencias históricas -quedando vedado un vasto ámbito dentro
de las ciencias nomológicas-, sino que su uso también estará restringido en el campo
de las explicaciones históricas, donde la competencia con teorías rivales dará lugar
a la mejor explicación, es decir, prevalecerá la teoría, hipótesis o modelo que dé
cuenta de la mayor cantidad de datos presentes.
Apoyándose en el filtro explicatorio de Dembski, dice Meyer que si bien el DI podría
causar todo tipo de efectos, no puede ser invocado para explicar todo tipo de efectos,
sino solo aquellos eventos de baja probabilidad y especificados. Aunque otros eventos
de alta, intermedia o baja probabilidad también pudieron haber sido la consecuencia
del diseño de un agente inteligente, la posibilidad de que obedezcan a leyes naturales
o al simple azar impide inferir un diseño con certeza. Concluye por tanto Meyer:
Al menos para aquellos científicos que buscan la mejor explicación, el diseño inteligente
no puede ser invocado como una teoría del todo. Podría funcionar como una posible
teoría del todo, pero puede funcionar como la mejor explicación o la mejor teoría
de sólo algunas cosas. El diseño inteligente no requiere ser vacío o ilimitado (Meyer, 2002b: 189).
Además de las razones netamente epistemológicas que esgrime Meyer para responder las
objeciones de los críticos del diseño en relación con el efecto negativo que esta
teoría tendría en el contexto de las ciencias naturales, también existirían motivos
metafísicos y teológicos por los que estos reparos pueden ser desestimados. La mayoría
de los teístas bíblicos -según este autor- asumen que Dios actúa en el mundo al menos
de dos modos: (i) a través de las regularidades o leyes naturales que Él mantiene
y sustenta por su poder invisible; (ii) a través de acciones más dramáticas, discernibles
y discretas en puntos precisos del tiempo. Debido a que el segundo modo de actuar
divino es considerado como el más excepcional, y generalmente asociado con propósitos
particulares, nos dice Meyer que los "teístas generalmente se aproximan al estudio
de la naturaleza con un conjunto de suposiciones de base que los llevaría a descartar
la mayoría de las hipótesis de acción especial divina como poco probables, aunque
no completamente imposibles" (Meyer, 2002b: 190).
Un ejemplo que el autor nos proporciona de esta actitud consistiría en el rechazo
generalizado que en su momento produjo el postulado de Newton de una intervención
divina especial para estabilizar el movimiento orbital de los planetas Júpiter y Saturno.
Tal modo de acción fue visto por no pocos teólogos, filósofos y científicos como contrario
a la inteligencia y poder infinitos del Creador, que en lugar de hacer un universo
regular y ordenado, se veía obligado a corregir permanentemente los errores y defectos
que en él surgían. Contrariamente a los objetores del DI -que frecuentemente citan
este episodio como una prueba de que el diseño no tiene cabida en el contexto de la
ciencia empírica- sostiene Meyer que tal experiencia muestra claramente que una TDI
se vería restringida en sus alcances en el contexto de las ciencias nomológicas no
sólo por motivos epistemológicos, sino también metafísicos y teológicos.
Conclusión
Si autores como Behe y Dembski han desempeñado un papel relevante en la elaboración
misma de la TDI, no ocurre lo mismo con la reflexión en torno a la identidad de la
propuesta, tema en el cual sus argumentos han sido frecuentemente tachados -las más
de las veces con razón- de simplistas e ideologizados (Pennock, 2001: 16-19; Peterson, 2002: 7-23; Shanks, 2004; Young, 2004). Es en este ángulo de la cuestión en la que cabe catalogar los esfuerzos de Stephen
Meyer, autor perteneciente a una segunda generación de teóricos del diseño, no tan
preocupados por construir una alternativa frente al darwinismo, como sus predecesores,
sino más bien por defenderla y sostenerla como una opción intelectualmente válida
frente a la miríada de ataques de que ha sido objeto. El trabajo de este autor ha
sido frecuentemente omitido en las revisiones y artículos especializados en relación
con la TDI, lo que empobrece significativamente la discusión y análisis de los varios
pormenores que se entretejen en esta cuestión.
Para el propósito de valorar la especulación de Meyer, tanto en sus aciertos como
en lo que consideramos sus aristas más falentes, parece oportuno seguir de cerca la
esquematización antes ofrecida de su trabajo. El análisis que este autor nos proporciona
de lo que denomina genéricamente como "criterio demarcacionista" aparece como el punto
más débil de su trabajo. De un modo algo expeditivo y carente de matices, Meyer pasa
revista a una serie de problemas extremadamente complejos y repletos de cuestiones
de detalle, tomando como indubitables las conclusiones que Laudan, mucho más cauto
y prolijo, ha trabajado en una copiosa obra (Laudan, 1976; 1977; 1981; 1986; 1990; 1996). En el fragor de dicho examen, Meyer parece desdibujar todos los contornos del debate
contemporáneo en filosofía de las ciencias, sumiéndose en un convencionalismo epistemológico
por momentos superficial, que permea a las respuestas que el autor proporciona a las
objeciones epistemológicas específicas que se han levantado contra el diseño.
En efecto, la falta de precisión y fineza en su análisis lo conduce a afirmar, en
uno de sus giros más controversiales, una suerte de paridad entre la TDI y las teorías
evolutivas en términos de su estatuto epistemológico. Más allá de las similitudes
que entre las teorías evolutivas y la TDI puedan a juicio de Meyer establecerse, resta
en nuestra opinión una diferencia evidente: mientras las primeras emplean en sus interpretaciones
una perspectiva -una ratio formalis objectiut objectum, según la terminología clásica-20 finalmente referida a hechos empíricamente constatables, la TDI recurre en sus reconstrucciones
a un tipo de explicación denominada "diseño". En principio no habría inconveniente
en ello, siempre y cuando la noción de "diseño" hubiese sido reformulada y adaptada
para constituir un léxico apropiado al contexto epistemológico de que tratamos, y
con ella se hiciese referencia a un determinado proceso natural, esto es, empíricamente
constatable en el presente. Pero esto es justamente lo que no ocurre en la TDI. La
interpretación histórica que los teóricos del diseño proponen para explicar la aparición
de determinados aspectos del universo físico descansa finalmente en la falla de otras
alternativas, en particular, de la darwinista. No se postula una reconstrucción del
pasado cuya plausibilidad sea susceptible de constatación directa o indirecta en el
presente, sino que se recurre al "diseño" ahí donde otras alternativas parecen fracasar,
y, en ese sentido, constituye un modo negativo de explicación, o si se quiere, una
opción de descarte.21 Creemos que justificar tal proceder, como estos autores lo hacen, sobre la base de
que así procedemos en nuestra vida diaria constituye un recurso de valor retórico,
pero no científico ni menos aún filosófico.
La vertiente más sugerente (aunque no del todo original)22 de la intervención de Stephen Meyer en el debate epistemológico suscitado a raíz
de la aparición de la TDI radica en la distinción que avanza entre lo que denomina
como ciencias nomológicas o inductivas y las históricas o retrodictivas. Se trata,
ciertamente, de un intento serio por trascender el mero proselitismo e iniciar un
examen detenido de la propuesta del diseño y de la identidad que le compete en el
mapa de los saberes. Este mérito, lamentablemente, se ve opacado por las insuficiencias
y parcialidades de la caracterización que Meyer hace de las ciencias, especialmente
de las históricas, que son las que aquí nos atañen más directamente. Si bien las notas
que él menciona como distintivas de tal disciplina son a nuestro juicio acertadas
si se toma la aproximación histórica genéricamente, fallan no obstante en precisar
la especificidad que corresponde a las disciplinas que pretende perfilar. En estos
saberes la motivación histórica tiene por objeto un tipo peculiar de eventos pasados,
los referidos al ens mobile, seres sometidos al devenir, y la función explicativa recae asimismo sobre lo que
hemos denominado "procesos naturales". Al omitir estas especificidades metodológicas,
Meyer no termina de establecer adecuadamente este tipo epistemológico, y eso quizá
lo lleva a concluir, incorrectamente, que la TDI tiene plena cabida en tal dominio
del saber. En apoyo de nuestra postura, recalcamos que han sido los mismos teóricos
del diseño -entre ellos Meyer- quienes han admitido que su planteamiento no observa
el naturalismo metodológico que sí se ve en las diversas variantes de teorías evolutivas
gradualistas; probablemente esta sea la razón de los enconados debates y polémicas
que los defensores de una y otra postura han sostenido, y que en cambio no se observan,
-al menos no con ese antagonismo acérrimo- entre los adherentes a la teoría de la
evolución por selección natural y los que optan por el modelo de evolución por equilibrio
puntuado de Gould. Hay entre estos últimos un acuerdo tácito acerca del tipo de reconstrucciones
históricas válidas en este ámbito epistemológico. Este acuerdo no descansa necesariamente
en un materialismo metafísico compartido (aunque per accidens pudiese ser así), sino en un naturalismo metodológico explícita o implícitamente
aceptado, aun cuando discrepen en los contenidos mismos de las interpretaciones que
cada alternativa postulará para dar cuenta del origen y devenir de los vivientes.
Ambos son modelos históricos, o como preferimos designarlos, histórico-naturales,23 y podrán rivalizar legítimamente en cuanto a lo que Meyer denomina sus respectivos
"poderes explicativos".
Tampoco nos parecen afortunadas las afirmaciones de Meyer respecto al control que
la teología y la metafísica llevarían a cabo sobre la hipótesis del diseño. Si metafísicos
y teólogos deben pronunciarse respecto a los contenidos de una determinada teoría
que pretende ser tenida por científica, ¿qué mejor prueba de que tal propuesta ha
traspasado las fronteras de sus dominios? No vemos motivo para que la metafísica y
la teología se inmiscuyan en temas de la competencia de la ciencia natural, salvo
que la propuesta misma, o las extrapolaciones que de ella se hagan, toquen asuntos
que justifiquen una aclaración fundamental y explícita. Un excelente ejemplo de esta
situación nos lo brinda el mismo Meyer, al citar el rechazo que la hipótesis newtoniana
acerca de una corrección divina de la órbita de Saturno concitó entre científicos,
filósofos y teólogos de la época (Meyer, 2002b: 191-192). Si bien la intención del teórico del diseño es ilustrar cómo las concepciones teológicas
y filosóficas podrían contener el recurso indiscriminado a la apelación a un diseño
en el contexto de las ciencias naturales, pensamos, por el contrario, que el caso
histórico traído a colación es más bien un ejemplo del que debiéramos obtener enseñanzas
muy distintas. No vemos en dicha situación, como Meyer pretende, un uso específicamente
ilegítimo del recurso a un agente inteligente, sino más bien el arquetipo de una trasgresión
epistemológica, que ha conducido a un científico (y uno de los más geniales de la
historia, por cierto) a invocar tipos de explicación que no tienen cabida en la disciplina
que cultiva. Si este error, oportunamente detectado y enmendado, puede disculparse
en Newton en consideración de su situación histórica, creemos que hoy, a más de tres
siglos de tales sucesos, ya contamos con la experiencia necesaria como para evitar
traspiés semejantes.