Introducción
Los interesados en el pensamiento de Alasdair MacIntyre han visto aparecer en los
últimos años nuevas vetas de estudio que hasta entonces habían permanecidos ocultas
bajo el peso de su polémico tomismo. Nos referimos fundamentalmente a los trabajos
dedicados a la influencia de Marx y Aristóteles como hitos configuradores del pensamiento
del autor de Tras la virtud (Knight, 2011; Blackledge, 2005). Las razones de este redescubrimiento son variadas, pero fundamentalmente obedecen
a un intento por superar el pesimismo nostálgico del MacIntyre de las últimas décadas,
para aventurarse en lo que se ha venido a llamar el aspecto “revolucionario, más que
reaccionario” de su proyecto filosófico.
Sin embargo, salvo algunas excepciones (Breen, 2012; Knight, 2007; MacMylor, 1994), llama la atención la escasa importancia que se le ha dado en este
revisionismo a la influencia que habría ejercido Max Weber en la obra de MacIntyre. Más llamativo
aún si se considera que es el sociólogo alemán quien proporciona buena parte del aparato
conceptual con la que el pensador escocés entiende la Modernidad. El propósito de
este trabajo es estudiar esta influencia en vista de demostrar dos tesis principales.
La primera de ellas es que Max Weber es la figura más determinante en la compresión
crítica que tiene Alasdair MacIntyre de la sociedad contemporánea, tanto de sus aspiraciones
como de sus patologías. Es más, creemos que si se repara en conceptos claves con los
que MacIntyre cuestiona las trasformaciones sociales y morales a las que hemos sido
conducidos por el sistema capitalista y por el liberalismo político moderno, nos referimos
a las nociones de autoridad gerencial o individualismo burocrático, el peso específico
de Weber es mayor que el que puede ejercer Marx o Nietzsche, figuras reconocidamente
importantes en el discurso macinteryano. La segunda tesis -y probablemente la más
arriesgada- refiere a la posibilidad de que la influencia de Max Weber no sólo se
limite a la parte crítica o pars destruens, sino que también incluya la formulación constructiva del proyecto macinteryano de
rehabilitación de la virtud aristotélica. En esta línea de trabajo, nos atrevemos
a formular que hay buenas razones para suponer que conceptos capitales contenidos
en Tras la virtud, como son los de excelencia de las prácticas e impredictibilidad de los asuntos humanos,
solo pueden ser entendidos plenamente si se los considera como la respuesta alternativa
u opuesta al ideal técnico de efectividad y al ideal sociológico de control, ambos
típicamente weberianos.
Señalado lo anterior, conviene aclarar que la tesis propuesta no es evidente, puesto
que son varias las razones que permiten cuestionarla. Una de ellas se relaciona con
una lectura de MacIntyre que pareciera demostrar lo contrario a lo aseverado: Max
Weber, como Kant o Hume, está en las antípodas del proyecto de rehabilitación de la
ética y política aristotélica; y, en cuanto figura arquetípica de la Modernidad, sus
ideas condensan el fracaso del proyecto ilustrado que debe ser superado. Así, en Tras la virtud, Max Weber es el representante eximio del «emotivismo», corriente ética fuertemente
criticada por MacIntyre, y que consiste en fundar las normas morales según valoraciones
afectivas y subjetivas (MacIntyre, 2007: 30 y ss.). En escritos anteriores del filósofo escocés el asunto tampoco es muy diferente,
pues Weber representa tanto al padre de la ideología de la autoridad burocrática (MacIntyre, 1977) como uno de los responsables de la sobrevaloración del poder predictivo e ideológico
de las ciencias sociales (MacIntyre, 1979). En esta misma línea de trabajo, de oposición entre ambos autores, no han faltado
los estudiosos que han salido a defender a Max Weber contra Alasdair MacIntyre, como
es el caso de Tester (1999) o Paul de Gay (2000), quienes le reprochan al británico una lectura poco rigurosa e interesada, que intenta
encasillar al sociólogo alemán en categorías éticas ajenas a su espíritu.1
Nuestra tesis es atípica, además, en segundo lugar, porque la literatura secundaria
ha mostrado más bien que MacIntyre recoge de Max Weber aspectos ligados a la racionalidad
económica y a la figura del gerente, pero no cuestiones sustantivas referidas al proyecto
moderno y a la restitución de la idea de virtud y tradición. De hecho, eso explicaría
que Weber aparezca entre los estudiosos de MacIntyre fundamentalmente cuando se trata
sobre mercado, organización, ética de negocios o el management como práctica (Keat, 2008; Beadle, 2006; Balstad Brewer, 1997; McCann-Brownsberger, 1990; Beabout, 2013), pero no más allá.2
Para alcanzar los objetivos propuestos, se comenzará con una breve descripción de
las ideas de Max Weber referidas a la burocracia, más atendiendo a su superioridad
técnica como forma de administración que como mecanismo de dominio y control3. Posteriormente, se abordará la crítica de MacIntyre a las ideas y postura de Weber;
crítica que está presente desde sus trabajos germinales de los años ‘70 hasta su obra
madura Tras la virtud (1984, 2007). Finalmente, se intentará demostrar cómo, no obstante esta pugna, el
análisis weberiano irrumpe en la obra magna del pensador escocés para modelar los
conceptos claves con los que éste caracteriza la virtud moral.
La dominación burocrática en Max Weber
Aunque la idea de burocracia no se inicia con Max Weber, sino que tiene una historia
que se remonta a las críticas que en Francia se dirigieron a fines del siglo XVIII
contra el aparato administrativo de oficinistas, secretarios e inspectores;4 lo cierto es que solo con el sabio alemán la sociología, la política y la filosofía
podrán descubrir en ella el signo de toda una época. Sin embargo, un primer problema
que aparece a los estudiosos de la burocracia weberiana es que este autor nunca nos
proporciona una definición de esta noción, a pesar de las varias páginas que le dedica
(Albrow, 1970: 40). El segundo inconveniente radica en que Weber parece haber desarrollado
dos cuerpos de trabajo en los que reflexiona sobre la burocracia: en uno lo hace como
sociólogo, en otra como político. Como sociólogo utiliza la categoría de “tipo ideal”
para analizar la burocracia como modelo de organización racional moderna, como político
hace referencia al desafío implícito en la burocratización y tecnificación del régimen
alemán post Bismarck (Colina & Del Pino, 2000). Para evitar zozobrar en el mar weberiano, nos centraremos fundamentalmente en los
lugares clásicos en los que se aborda esta cuestión: nos referimos a Economía y Sociedad,5 un compendio de los conceptos sociológicos fundamentales y Escritos Políticos,6 colección de ensayos en los que Weber analiza el poder (casi incontrarrestable) de
la burocracia al interior del Deutsches Reich.
En términos generales, habría que decir que la burocracia weberiana representa una
sofisticada estructura de poder y la forma de organización típicamente moderna. En
Economía y Sociedad la analiza desde la idea de dominación que,7 para efectos de este análisis, puede comprenderse como el modo de ejercer la autoridad
y traspasar el poder dentro de una institución, corporación o Estado. Para este autor
existen tres «tipos ideales» de dominación como formas legítimas de gobierno: la racional,
la tradicional y la carismática (Weber, 2012: 172: 706 y ss.). La dominación carismática descansa en la autoridad «fuera de lo común» o
«extra cotidiana» ejercida por una persona ejemplar, héroe o santo. Por su parte,
la tradicional se sostiene en un conjunto de ordenaciones avaladas por la costumbre
y la sacralidad de los «tiempos inmemoriales». Y la dominación racional, se basa en
«ordenaciones impersonales y objetivas» que han sido estatuidas por personas competentes
o designadas para ello. Dado justamente que esta dominación es sostenida por un cuadro
de funcionarios encargados de la administración, Weber señala que ella se identifica
-generalmente- con la «burocracia» (Weber, 2012: 175). Esta burocracia puede estar operando en los aparatos de gobierno, lo mismo que
en las empresas, en hospitales públicos como en clínicas privadas, en el ejército
como en una orden religiosa, pues en todos estos espacios encontramos la presencia
de funcionarios especializados, contratados para una labor específica bajo un régimen
asalariado (sin posesión de los bienes a administrar) (Weber, 2012: 176: 708).8
En los Escritos políticos la burocracia también es una forma de dominación, caracterizada por la primacía del
«funcionariado» o de la actuación administrativa cotidiana (Weber, 1991: 96-97). Pero
su contraparte fundamental no es una realidad ideal, sino más bien el dirigente político
y el Parlamento (“un parlamento que trabaje, no un parlamento conversador”), únicas
instancias capaces de limitar y guiar el exceso de poder de los funcionarios (Weber,
1991: 142).
Sin embargo, no es la mera existencia de funcionarios los que caracteriza a las burocracias
como sistema moderno de dominación. Weber señala -haciendo gala de una cultura enciclopédica- que también
encontramos administración burocrática en el funcionario egipcio, el funcionario del
imperio romano, como también en Bizancio y en China. Lo que realmente caracteriza
a las burocracias modernas es la “especialización de índole racional y técnica” de
su cuerpo administrativo (Weber, 1991: 113). Esto es lo que proporciona a esta forma
de dominio una relativa superioridad sobre otros regímenes de administración. “Se
tiene que elegir entre la burocratización y el diletantismo de la administración; y el gran instrumento de la superioridad de la administración
burocrática es éste: el saber profesional especializado (Weber, 2012: 178). En la administración burocrática el funcionario domina no en razón de su prestigio
o recursos, pues de ellos carece, sino gracias a este saber. Nuestro autor habla de
un “saber de servicio” (Weber, 2012: 179). La misma noción de “secreto profesional” está relacionada con esto que venimos
diciendo: en las burocracias aparece un saber de experto o especialista que está vedado
para los otros. Este saber es, además, objetivo, en el sentido que procede sin odio
ni preferencia (sine ira et studio es la expresión usada). Formulado en términos kantianos -como hace el mismo Weber-
esto significaría que la burocracia es ajena a cualquier patología distinta del mero
deber estricto (Weber, 2012: 179). Este actuar del funcionario “sin acepción de personas”, tratando a todos por igual,
evita fricciones y conflictos dentro de la organización (Weber 2012: 732). Pero además, esta impersonalidad de la burocracia, su atención a reglamentos analizados
de manera objetiva, hace de ella -como lo indica Weber en reiteradas ocasiones- la
forma más racional de ejercer poder.9
Con todo, el motivo fundamental que explicaría la superioridad de la administración
burocrática por sobre otras formas de organización está dada por la mecanización o
tecnificación de sus procedimientos. “La razón decisiva que explica el progreso de
la organización burocrática ha sido siempre su superioridad técnica sobre cualquier
otra organización” (Weber, 2012: 730). Entendiendo aquí técnica o mecánica como la capacidad para proceder según reglas procedimentales precisas y rigurosas,
ajenas a los factores humanos de quienes las ejecutan. En ese sentido, el mismo Weber
admite que la virtud de la burocracia está dada precisamente por su “deshumanización”
(Weber, 2012: 732). En los Escritos Políticos refiere a la organización burocrática como una maquina viviente o espíritu coagulado superior a cualquier poder, pero por ello precisamente más temible, capaz de producir
“el armazón de la servidumbre del futuro” (Weber, 1991: 115).
En atención a las limitaciones de este trabajo y dado que nos interesa la lectura
que MacIntyre hace de Weber, dejamos aquí este interesantísimo diagnóstico10 para decir algo sobre los dos rasgos claves que posibilitan la mecanización del proceso
burocrático: la eficiencia y la calculabilidad. Si bien existen autores que -no sin
razónreclaman que Weber no pone explícitamente a la eficiencia como característica
de la burocracia (Albrow, 1970: 64), esta idea pareciera resumir muy bien una de sus
características más relevante. Para Weber la burocracia es eficaz en la medida que
usa de los medios de comunicación disponibles, pero fundamentalmente porque se sostiene
en el principio de división de trabajo típicamente modernos (Weber, 2012: 730-731). Su eficiencia se basa en la utilización de funcionarios especializados que se dedican
exclusivamente a una tarea y van adiestrándose en esa limitada área de competencia.
Esto diferencia a la burocracia de otras formas de dominio sustentadas en el trabajo
de simples aficionados o personas cercanas a la autoridad. Esta capacidad también
puede apreciarse en términos de utilidad, pues maximiza beneficios a menor costo;
una organización colegial u honorífica es siempre más cara, pues su inespecificidad
los lleva a delegar sus tareas en una aparato subalterno y oficinesco, lo que termina
haciendo mucho más costosa la tarea (Weber, 2012: 731). Pero además de la eficiencia, la burocracia permite un mayor control y previsión
de resultados sobre cualquier otra forma de dominación. Esta característica la designa
Weber como calculabilidad (Berechenbarkeit), y se refiere la capacidad de ejercer control, o mejor aún, a la creencia de que
todas las cosas pueden ser dominadas utilizando el cálculo. La calculabilidad o previsibilidad
se produce gracias a que todas las tareas están racionalmente reglamentadas, o bien,
proceden de acuerdo a reglas conocidas, lo que inmuniza a las organizaciones de decisiones
discrecionales o irracionales (Weber, 2012: 732).
Conviene retener esta caracterización realizada por el pensador germano, pues MacIntyre
lanzará su crítica a los dos atributos mencionados, es decir, a la eficacia y la calculabilidad,
en la medida que ambas intentan imponerse como rasgos legitimadores de la autoridad
burocrática.11
La crítica a la ideología de la autoridad burocrática antes de Tras la virtud
Como etapa previa a la revisión de la presencia ambivalente de Max Weber en Tras la virtud, es ilustrativo atender la crítica que MacIntyre dirige directamente a la «autoridad
burocrática». Hasta donde sabemos, la primera vez que MacIntyre hace referencia a
la ideología burocrática es en un artículo de 1977, que lleva el extenso título de
“Utilitarianism and the Presuppositions of Cost-Benefit Analysis: An Essay on the
Relevance of Moral Philosophy to the Theory of Bureaucracy”. En este trabajo MacIntyre
proporciona una definición importantísima para nuestra investigación: “La burocracia
ha sido concebida, desde Weber, como un instrumento impersonal para la realización
de fines dados” (MacIntyre, 1977: 217). Esta definición no solo es relevante porque permite comprender la burocracia como
un fenómeno genérico, que resulta válido tanto para el gerente de una corporación
privada como para la autoridad de una institución gubernamental, ella es relevante
porque explica el núcleo de lo que será la crítica de MacIntyre a este tipo de dominación:
su pretendida distancia o neutralidad con respecto a los fines. Para ilustrar este
punto, el pensador escocés da cuenta del análisis costo beneficio que está presente
en la toma de decisiones del ejecutivo imbuido de una visión burocrática. El burócrata
suele actuar como si las decisiones que tomara al mando de una organización cualquiera
se limitaran a problemas económicos referidos simplemente a utilizar los escasos recursos
para maximizar las utilidades. Sin embargo, MacIntyre muestra que hay buenos argumentos
para pensar que este análisis esconde -como sucede con toda forma de utilitarismouna
serie de creencias, decisiones y compromisos previos que no son económicos, sino que
son, justamente, morales.12 Así, si pensamos, por ejemplo, en la decisión de preferir un cierto tipo de neumáticos
en una empresa automotriz o la cantidad de azúcar utilizada en un producto de la industria
alimentaria, no costará percatarse que detrás de estas decisiones técnicas existe
una profunda dependencia de cuestiones éticas o políticas. Repárese, en primer lugar,
en la cantidad de alternativas a considerar en este tipo de decisiones. Esto no puede
hacerse sólo con argumentos económicos referidos a los medios más idóneos. Si se decide
comprar o no neumáticos a países con poca regulación laboral o considerar otras fuentes
de endulzantes que pueden ser cancerígenos (los ejemplos son nuestros), no es un asunto
que pueda resolverse sólo bajo el análisis de relación costo-beneficio. Ni es una
cuestión meramente técnica, en segundo lugar, el periodo de tiempo en el que se enmarcan
estas decisiones, pues no es éticamente irrelevante pensar para los próximos cinco
años o para las generaciones futuras. Como tampoco lo es qué voces se escuchan y cuáles
se desoyen: una empresa de automóviles probablemente escuche poco a los medioambientalistas
y mucho a los accionistas, y una empresa de alimentos debe seguramente oír más a ciertos
estratos sociales y rangos etarios que a otros. Lo interesante es que MacIntyre identifica,
además, el recurso que le permite justamente al burócrata eclipsar o soslayar las
cuestiones referidas a fines. Se trata de restringir el ámbito de decisiones a aquellos
aspectos que son calculables y predecibles,13 dejando fuera todo lo demás. “Las consideraciones morales subyacentes a los análisis
de costo beneficio -son las palabras con las que cierra este trabajoresultan simplemente
suprimidas” (MacIntyre, 1977: 232).
En un segundo artículo del año 1979, recogido en MacIntyre Reader, el filósofo escocés vuelve al tema de la burocracia, pero no desde la idea de utilidad;
su punto de partida es la autoridad burocrática como paradigma de lo que él entiende
por ideología. Nos referimos a “Social Science Methodology as the Ideology of Bureaucratic
Authority”. De acuerdo a MacIntyre, una ideología es una conceptualización de la vida
con pretensiones de ser meramente descriptiva de la realidad, pero que más bien oculta
las intenciones prácticas de un determinado grupo (MacIntyre, 1979: 59). Esta se presenta con tres características distintivas: la primera consiste en expresar
una verdad de modo parcial, no es así una teoría falsa, sino más bien una visión fragmentaria
con aspiración a ser omniabarcante de la realidad. El segundo rasgo de una ideología
está dado por el ocultamiento de los motivos o fines de quienes la sostienen. Respaldada
por criterios de objetividad aparentes o intenciones puramente epistemológicas, ella
aparece como si sus defensores carecieran de intereses pragmáticos o utilitarios. El tercer rasgo
de una ideología es su capacidad de ocultar el conflicto, la disputa y la imprevisibilidad
de las prácticas. En esa línea, es una sobre simplificación reductiva de la realidad
que recorta sólo los aspectos o variables disponibles para privilegiar el orden y
la regularidad (MacIntyre, 1979: 59-60). Este último punto es especialmente relevante aplicado a la «ideología burocrática»,
pues ella se caracteriza justamente por marginalizar el conflicto y las disputas dentro
de una organización.
La crítica a la autoridad burocrática en Tras la virtud
Tras la virtud, cuya primera edición data de 1981, dedica varios capítulos a la autoridad burocrática
de raíz weberiana. Este tema es tratado desde distintas perspectivas, las que van
entretejiéndose con los argumentos críticos que MacIntyre dirige al discurso moral
moderno. No es una tarea simple comprender este análisis en toda su profundidad, y
un lector primerizo puede soslayar todas las dimensiones del mismo. La razón que dota
de complejidad el contenido de estos capítulos del libro es triple. Por una parte,
sucede que esta riquísima obra es, de acuerdo al testimonio de su autor, el resultado
de la suma de dos propuestas distintas de investigación: la primera referida a los
fundamentos de la argumentación ética contemporánea; la segunda, a las categorías
académicas imperantes en las ciencias sociales contemporáneas (MacIntyre, 1983: 447). El problema es que la autoridad burocrática se encuentra en una especie de cruce
o intersección de estas dos aproximaciones. La segunda razón que enreda el asunto,
radica en que el mismo MacIntyre no es claro para explicar esta noción: por una parte,
la autoridad burocrática parece referirse al poder que tiene el gerente al interior
de las organizaciones burocráticas; pero en un mismo párrafo puede decir que la autoridad
gerencial (managerial authority) es aquella que encuentra su justificación en las burocracias; y que, a su vez, los
gerentes incorporan en su conducta la autoridad burocrática (bureaucratic authority) (MacIntyre, 2007: 31). En ese sentido, no resultaría relevante la distinción entre burócrata y gerente,
y pueden usarse como términos intercambiables. Por último, el asunto se complica por
una tercera razón: se trata del interés de MacIntyre por descubrir las convergencias
entre la moral y la narración, tarea que lo lleva a utilizar términos sacados de la
actuación teatral para explicar sus ideas. Así, el burócrata es un personaje (character), la autoridad burocrática un retrato (portrait), sus técnicas son simulacros histriónicos (histrionic mimicricy), y su prestigio se sustenta en una ficción (fiction).
Sin embargo, si se atiende más la crítica a la autoridad burocrática que al tratamiento
conceptual del término, el asunto se simplifica gracias a la insistencia del mismo
MacIntyre. Su propuesta está enfocada en desenmascarar al personaje del gerente o
burócrata, en su carácter de ideal moral de la cultura moderna. No son los únicos
paradigmas, también arremete contra el Rico esteta (Aesthete) y el Terapeuta (Therapist); pero mientras estos parecen mantenerse más vulnerables a las críticas hechas al
interior de la sociedad, el manager, representaría -en palabras de MacIntyre- “la figura dominante de la escena contemporánea”
(MacIntyre, 2007: 87-88). Dado que el esfuerzo de buena parte de Tras la virtud consiste en demostrar el fracaso del proyecto moderno, lo mismo que la debilidad
del discurso moral contemporáneo, el personaje del gerente constituye el blanco predilecto de su ataque.14 De alguna manera, parecería pensar MacIntyre, si se desploma este personaje distintivo
de una época, cae con él toda la obra.
Si se entiende este punto estamos en condiciones de atender a la crítica del pensador
británico. Su estrategia se sustenta en deslegitimizar los fundamentos del gerente
o experto en burocracia, apuntando a mostrar el carácter ficticio o espurio de sus
atributos. Esto es tremendamente relevante por una razón que parece inadvertida para
los críticos de MacIntyre. El reproche a la perspectiva weberiana sobre la burocracia
no se apoya -como ha visto Tester o du Gay- en juzgar la filosofía de su contrincante
desde sus propias categorías aristotélicas o tomistas. Esas categorías aparecen más
bien en un segundo plano. Lo que hace MacIntyre es atacar al personaje del gerente
desmantelando la ideología que lo avala, demostrando sus propias incoherencias, y
enfatizando lo que ésta calla o supone como dato incuestionable.
En términos generales, MacIntyre irrumpe contra la autoridad gerencial burocrática
por la misma razón que ha criticado a Max Weber: su «emotivismo». No es un emotivismo
explícito, como el que fue sostenido por los filósofos de Cambridge de principios
de siglo,15 sino más bien la asunción tácita de sus postulados. Este «emotivismo» estaría, además,
en la raíz de la cultura moderna del siglo XX. Este es una cuestión compleja, sobre
la que no vale incursionar en este trabajo, pero MacIntyre descubre en los representantes
de la Modernidad presupuestos emotivistas en el tratamiento de los asuntos prácticos;
es decir, no tanto una teoría sobre el significado de los términos morales, como una
mentalidad que impregna el modo de abordar los asuntos humanos: políticos, económicos,
sociales y psicológicos. De modo más preciso, el emotivismo significa un relegamiento
de las cuestiones sobre los fines últimos, consideradas como asuntos de preferencias
o de valoraciones subjetivas, para detenerse sólo en la determinación y discusión
racional sobre los medios a utilizar. “Las preguntas sobre los fines son preguntas
sobre los valores, y en este punto la razón calla” (MacIntyre, 2007: 30, 43). Es difícil menospreciar los alcances de este silencio sobre los problemas éticos
de fondo, pero al menos, en principio, podemos decir que esto implica una subordinación
de lo moral frente a lo técnico, pues sólo este último aparece como objeto de atención
racional o de una racionalidad compartida públicamente. Pero, además, desde la perspectiva
contenida en Tras la virtud, una «mentalidad emotivista» conlleva -quizás sin proponérselo- a la despersonalización
de las relaciones humanas, pues las personas aparecen como recursos materiales, no
como fines en sí mismos para utilizar la terminología kantiana. A esto, MacIntyre
lo denomina la distinción entre relaciones sociales manipuladoras y no manipuladoras,
que sería borrada precisamente en el emotivismo (MacIntyre 2007: 27). Es importante retener esta crítica, pues va a ser trasladada precisamente a la
autoridad gerencial o burocrática: el problema de esta forma de ejercicio es que su
poder proviene precisamente de presentarse como un dominio técnico, fundado desde
razones plausibles y fácilmente demostrables como óptimas, inmunes a la discusión
sobre los fines intentados. Esto es algo semejante a lo que hace el terapeuta, pero
mientras éste lo hace en el ámbito de la esfera privada, aquél lo lleva al terreno
de las organizaciones y de la sociedad:
El gerente (manager) trata los fines como algo dado, como si estuviera fuera de su perspectiva; su comportamiento
es técnico, tiene que ver con la eficacia en trasformar las materias primeras en productos
acabados, el trabajo inexperto en trabajo experto, las inversiones en beneficios.
El terapeuta también trata los fines como algo dado [...] Ni el gerente ni el terapeuta,
en sus papeles de gerente y terapeuta, entran ni pueden entrar en el debate moral.
Se ven a sí mismos, y son vistos por los que los miran con los mismos ojos, como figuras
incontestables, que por sí mismas se restringen a los dominios donde el acuerdo racional
es posible, naturalmente desde sus puntos de vista sobre el reino de los hechos, el
reino de los medios, el reino de la eficacia mensurable (MacIntyre, 2007: 48-49).
Si se toma en serio esto que venimos diciendo, se está en condiciones de comprender
el entramado crítico que MacIntyre dirige a la autoridad burocrática. Su primer reproche
apunta a la pretensión de eficacia del gerente como un terreno neutral. Pero esto
no impide, si no que más bien posibilita, comprender entonces que la crítica del pensador
británico no apunta a la pericia gerencial en su capacidad performativa, el problema
más bien es que esta aparezca como una habilidad meramente técnica o axiológicamente
neutra. Para MacIntyre esto es más bien una presunción emotivista, y típicamente moderna,
que se arraiga en la espuria distinción entre hecho y valor. Una suposición sobre
la que MacIntyre lanza toda su artillería, pues armado con municiones que le ha proporcionado
la filosofía de la ciencia, el pensador anglosajón considera que no existe la neutralidad
despojada de interpretación o de valoración, y que esto no es más que un invento cultural
del empirismo de los siglos XVII y XVIII (MacIntyre, 2007: 93-94). En otras palabras, MacIntyre no duda de la capacidad ejecutiva que pueda tener
un gerente al interior de una organización, como tampoco duda de la habilidad del
terapeuta en la vida de las personas, el problema es que esta aparezca con el manto
de sacralidad que le proporciona la supuesta objetividad de la técnica:
Los propios gerentes y muchos de los que escriben sobre gerencia se conciben como
personajes moralmente neutrales, cuya formación los capacita para trazar los medios
más eficientes de obtener cualquier fin que se propongan. Si un gerente dado es eficaz
o no, para la opinión dominante es una cuestión completamente diferente de la moralidad
de los fines a que su eficacia sirve o fracasa de servir (MacIntyre, 2007: 88; 101 de la versión castellana).
Por lo demás, para el británico la idea de «eficacia» es, aunque intente o parezca
lo contrario, un concepto moral. Un concepto que además se utiliza -y aquí aparece
todo el dramatismo- para dirigir a los seres humanos y controlar las organizaciones
(corporaciones privadas, agencias gubernamentales, sindicatos, colegios profesionales)
de acuerdo a criterios utilitarios que subrepticiamente pasan como «racionales», cuando
en realidad solo responden a preferencias particulares de los actores que dominan
la escena. Es esta la razón por la que MacIntyre considera la noción de eficacia como
una ficción moral, semejante a los conceptos de «utilidad» o «derechos humanos», donde
es menos importante la realidad significada que su poder persuasivo.
El análisis anterior quedaría incompleto si no se atiende a la capacidad en la que
aparentemente descansaría la eficacia del gerente: poseer un conjunto de conocimientos
por medio de los cuáles puede modelar las organizaciones y las estructuras sociales.
En efecto, realizado el cuestionamiento a la noción de efectividad, MacIntyre ataca,
en segundo lugar, la autoridad epistemológica del burócrata weberiano. Para tal efecto,
analiza la pretensión del gerente o manager de contar con un control predictivo y un conocimiento exhaustivo de la conducta humana,
pretensión que se funda en una aplicación ilegítima del modelo de las ciencias experimentales
en el ámbito de las organizaciones.
De acuerdo a MacIntyre, la ilusión de que existen leyes con las que es posible modelar
el comportamiento humano, al modo cómo las leyes de la física o la química rigen la
naturaleza, no es más que “profecía disfrazada de logro real” (MacIntyre 2007: 100). El capítulo 8 de Tras la virtud titulado “The Character of Generalization in Social Science” está dedicado a enjuiciar
la figura del experto (también del científico social) que intenta aplicar un programa
mecanicista a su disciplina, sin reparar en su «falibilidad» predictiva. No es factible
en este trabajo detenerse en los ejemplos y argumentos con los que MacIntyre intenta
refutar el poder predictivo de las ciencias humanas, basta decir que estas ciencias
parecen no reconocer que siempre puede existir un contraejemplo impredecible, y que
es imposible contemplar todos los factores involucrados en una situación concreta
o los muchos accidentes imponderables. Ni siquiera una máquina o un computador pueden
asegurarnos previsibilidad, desde que este mismo aparato puede estar sujeto, a su
vez, a contingencias externas. Esto que es válido para la sociedad, no lo es menos
para las mismas organizaciones y la pretendida capacidad vaticinadora de los ingenieros
sociales. De hecho, llevado a este plano, la misma predictibilidad estaría reñida
con la eficacia, pues las organizaciones son exitosas en la medida justamente que
se adaptan a nuevas situaciones (MacIntyre 2007: 123).
No quiero decir que las actividades de los supuestos expertos no tengan efectos, que
no padezcamos tales efectos y que no los padezcamos gravemente. Sin embargo, la noción
de control social encarnada en la noción de pericia es, en realidad, una ficción.
Nuestro orden social está, en el sentido más literal, fuera de nuestro control y del
de cualquiera. Nadie está ni puede estar encargado de él. Por lo tanto, la creencia
en la pericia gerencial es, tal como yo la veo, muy parecida a la creencia en Dios
tal como la pensaron Carnap y Ayer. Es una ilusión más, típicamente moderna, la ilusión
de un poder externo a nosotros mismos y que se ejerce en nombre del interés bien entendido
(MacIntyre 2007: 124; 138-139 de la versión castellana).
Dado que la noción de experticia es solo una ficción instalada con fines retóricos,
fundada en su capacidad afectiva de persuadir y manipular para conservar el poder,
MacIntyre considera que el proyecto de Max Weber pierde todo sustento racional; y,
por ende, la autoridad del gerente o burócrata queda sin fundamento alguno de legitimidad;
y, lo señala, oculta más que ilumina, y hace depender su poder justamente de este
ocultamiento (MacIntyre 2007: 127).
El resurgimiento de Max Weber en la configuración de la ética de las virtudes
A partir de lo expuesto en los apartados anteriores, resultaría errado suponer que,
con la crítica a la ideología burocrática, MacIntyre da por superado a Max Weber.
Es cierto que desde el capítulo 9 de Tras la virtud el objetivo es presentar la «tradición clásica» de las virtudes como un intento de
marcar un nuevo punto de partida en el que pueda fundarse el discurso moral contemporáneo.
Sin embargo, si se comprende a fondo lo que el filósofo escocés hace en esta obra,
es posible darse cuenta que en su versión de la ética aristotélica de las virtudes
también encierra una contestación a la propuesta weberiana capaz de hacer frente a
los ideales de eficiencia, previsibilidad y control. Es más, creemos que mucho más
presente que las mismas categorías clásicas, está Weber en el corazón de la caracterización
que hace MacIntyre de la virtud, aunque ni siquiera él mismo sea completamente consciente
de esta deuda.
Apenas presentada las distintas concepciones de la virtud, la homérica, la aristotélica-cristiana,
y la de Benjamín Franklin y Jane Austen;16 MacIntyre se pregunta si es posible pensar, en medio de estas versiones, en una idea
unitaria y central de virtud. Su respuesta es afirmativa, pero condicionada a que
la virtud deba ser siempre comprendida a partir de tres nociones superiores: como
«práctica» (practice), conforme a un orden narrativo propio de la vida humana (narrative order of a single human life) y embebida en una «tradición de investigación moral» (tradition of moral enquiry) (MacIntyre, 2007: 217-218). ¿Cuál es la importancia de estos conceptos? Si seguimos al mismo MacIntyre, estas
nociones le van a permitir adoptar la ética de las virtudes aristotélica sin necesidad
de recurrir a la “biológica metafísica” del Estagirita, contra la que ha tratado de
zafarse en buena parte de Tras la virtud (MacIntyre, 2007: 229).
Sin embargo, aun cuando pudiera resultar cierta esta aseveración, resulta insuficiente
debido a que no alcanza a explicar positivamente cuál es el contexto de descubrimiento
en que surgen estas ideas. Nuestra tesis es que estas tres nociones claves reaparecen
como contrapunto al mismo discurso weberiano, y solo frente a éste, aparece la verdadera
armonía. Los argumentos que se presentan a continuación ordenan cada una de las ideas
que se relacionan con la ideología burocrática o gerencial, en vista de descubrir
si se sostiene o no la propuesta de esta investigación.
En primer lugar, la virtud se entiende en relación con una «práctica». Con este último
término MacIntyre engloba una serie de actividades realizadas de modo sistemático
y de manera colaborativa: actividades lúdicas, investigaciones científicas o la conformación
de una comunidad. Estas prácticas se constituyen desde dos tipos de bienes: los bienes
internos propios de la misma actividad, y los bienes externos o bienes contingentes.
Los primeros aparecen sólo para quienes se comprometen con la actividad en cuestión,
mientras que los segundos pueden obtenerse desde otras actividades. El ejemplo del
juego de ajedrez como práctica que proporciona el mismo MacIntyre se ha vuelto clásico:
el niño que juega ajedrez por los premios no ha alcanzado aún los bienes propios de
esta actividad (agudeza analítica, imaginación estratégica e intensidad competitiva);
están reservados a quienes se han comprometidos con los valores intrínsecos del juego.
Es cierto que el niño puede ser tan exitoso trabajando por los dulces que haciéndolo
por el mero gusto de jugar; sin embargo, sólo alcanzará la excelencia de la actividad
identificándose y participando en los bienes inherentes al juego que practica, sin
hacer de éste un simple instrumento para obtener algún tipo de recompensa.
¿Cuál es la relación de una práctica con la virtud? La virtud es esa cualidad sobresaliente
cuya posesión y ejercicio nos permite alcanzar los bienes propios de las prácticas.17 Así, la virtud del que interpreta un instrumento musical o investiga la cura de una
rara enfermedad, es justamente esa cualidad que le permite a un sujeto la excelencia de la interpretación o la investigación de manera excelente. En verdad que un músico y un científico pueden estar movidos por la fama o la fortuna,
pero estas son bienes externos a las prácticas que podrían obtenerse de otra manera.
Bienes como el prestigio (prestige), el rango (status) y el dinero (money); son conseguidos de forma oblicua, es decir, no como parte de la práctica, sino
más bien como resultado de la deformación de ésta. No cabe duda que presentado así,
el concepto de «práctica» está asociada con una distinción de cuño aristotélico entre
bienes que se eligen por sí mismos y bienes utilitarios, lo mismo que con la noción
de praxis como acción inmanente; sin embargo, esto no es todo. Es especialmente relevante comprender la naturaleza
de las prácticas en oposición con dos conceptos claves: las prácticas se distinguen
de las meras habilidades técnicas y las prácticas se contraponen a las instituciones.
Un texto del mismo MacIntyre ilustra bien este punto:
Por supuesto, las prácticas no sólo deben ser contrastadas con un conjunto de habilidades
técnicas. Las prácticas no deben confundirse con las instituciones. El ajedrez, la
física y la medicina son prácticas; los clubes de ajedrez, los laboratorios, las universidades
y los hospitales son instituciones. Las instituciones están característica y necesariamente
comprometidas con lo que he llamado bienes externos. Ellas están envueltas en conseguir
dinero y otros bienes materiales; se estructuran en términos de poder y estatus, y
distribuyen dinero, poder y estatus como recompensas. No podrían actuar de otro modo,
puesto que deben sostenerse a sí mismas y sostener también las prácticas de las que
son soportes. Ninguna práctica puede sobrevivir largo tiempo si no es sostenida por
instituciones. De hecho, es tan íntima es la relación entre prácticas e instituciones
-y en consecuencia de los bienes externos con los bienes internos a la práctica en
cuestiónque instituciones y prácticas forman típicamente un orden causal único, en
donde los ideales y la creatividad de la práctica son siempre vulnerables a la codicia
de la institución, donde la atención cooperativa al bien común de la práctica es siempre
vulnerable a la competitividad de la institución. En este contexto, la función esencial
de las virtudes está clara. Sin ellas, sin la justicia, el valor y la veracidad, las
prácticas no podrían resistir al poder corruptor de las instituciones (MacIntyre, 2007: 226; 241 de la versión castellana).
Es decir, las prácticas no aparecen solo en relación con Aristóteles, sino que aparecen
como «formas de resistencia» a las estructuras administrativas de dominio.18 Es cierto que una práctica requiere también establecerse al interior de una institución,
pero de alguna manera lo que tenemos en las prácticas son espacios en lo que puede
primar la creatividad y el valor, mientras las instituciones representan estructuras
de competencia y control. Esto que venimos exponiendo será refrendado por una distinción
que MacIntyre realiza en Whose Justice? Which Rationality. Mientras las prácticas se relacionan con los bienes de la excelencia, las instituciones
se vinculan con bienes de eficacia (MacIntyre, 2001: 45). Es decir, si queremos descubrir un primer contrincante de la idea weberiana de
la eficiencia de las organizaciones burocráticas, la hemos encontrado: se trata de
la excelencia de las prácticas. Las prácticas aparecen como espacios protegidos frente
a la «colonización» mecanicista de los sistemas burocráticos, por usar una expresión
habermasiana.19 En efecto, solo las prácticas se constituyen como espacios no contaminados por la
efectividad de una racionalidad instrumental, marcada por el dinero y el poder; pues
ellas se configuran, muy por el contrario, como instancias colaborativas destinadas
a desarrollar sus fines propios. De este modo, se podría decir que las prácticas posibilitan,
en definitiva, superar la racionalidad instrumental de los medios para dar paso a
una racionalidad de fines no subjetiva o no manipuladora.
A esta primera consideración, se agrega una segunda, que apunta a comprender las virtudes
no sólo en términos de prácticas, sino que en relación con aquellas cualidades que
permiten sostener la unidad de la vida humana (MacIntyre, 2007: 254). En vista de superar la Modernidad fragmentada que parcializa la vida en ámbitos
(ocio-trabajo, individual-corporativo), así como las filosofías que tienden a pensar
atomísticamente la acción humana separada de un contexto interpretativo; MacIntyre
recurre a la idea de historia narrativa (narrative history) para caracterizar la vida de los sujetos. De esta manera, la narración se convierte
en la forma privilegiada para entender nuestras acciones y la de los demás20. Sobre la base de lo expuesto, dos características aparecen como propias de toda
narración vivida: su carácter teleológico y la no predictibilidad de los acontecimientos.21 La vida tiene un fin o meta que da sentido a las acciones propias del ser humano,
haciéndolas inteligibles; pero, a su vez, esta misma vida está plena de elementos
que no pueden ser previstos, con limitaciones y posibilidades cerradas. Ahora bien,
si se considera con atención estos aspectos, vuelve a aparecer Max Weber como el interlocutor
antagónico de las tesis macinteryanas. En primer lugar, porque la narratividad aparece
para hacer frente a una idea cara de Max Weber: la Modernidad nos ha llevado a vivir
en distintas esferas en las que cada una (económica, políticas, artísticas) posee
sus propios valores, los que chocan unos con otros22. Pero, además, en segundo lugar, la oposición resulta manifiesta si comprendemos
que mientras el burócrata actúa en término de cuentas perfectamente calculables, MacIntyre ha decidido destacar mediante el concepto de
narratividad el carácter no disponible de la vida (más cuento que cuentas), con una riqueza de posibilidades y unicidad que no se deja atrapar
por formas alienantes de control ni abordar en su totalidad por conocimientos genéricos.
El último de los conceptos que aparece ligado a la virtud es el de «tradición». Las
virtudes se desarrollan dentro de contextos históricos particulares o embebidas en
determinadas “tradiciones” (MacIntyre 2007: 258). Pero MacIntyre no entiende la tradición simplemente como la herencia de un pasado
que permanece como lo estable en el cambio. Para MacIntyre éste es el modo burkeano
o conservador de comprender la tradición. La tradición es más bien el espacio desde
el cual una comunidad de participantes desarrolla una discusión a través del tiempo.
Ejemplo de tradiciones son la tradición aristotélica y la galileana en el ámbito de
la investigación física; la liberal y la marxista en el ámbito de la política; o la
tradición judía y cristiana en la religión.23 Lo característico de una tradición -si está en etapa de crecimiento o consolidación-
es que ésta entre en conflicto con su oponente rivalizando por quién tiene una mejor
explicación o una respuesta más rica. “Las tradiciones, cuando están vivas, incorporan
continuamente el conflicto” (MacIntyre, 2007: 257).24 En caso contrario, lo que tenemos es un apaciguamiento intencionado o una tradición
decadente en vías de extinguirse o desaparecer. Esto es precisamente lo que hace a
la tradición lo opuesto a la ideología burocrática, pues esta última se había caracterizado
-tal como se había señalado con anterioridadjustamente por su capacidad de ocultar
el conflicto y eliminar las discusiones. Mientras el símil de la tradición es el organismo
vivo, el de la burocracia es la máquina bien aceitada para evitar fricciones.
Sin embargo, llegado a este punto, conviene también recordar a Weber. La oposición
original entre burocracia y tradición no es de MacIntyre, sino que proviene de los
análisis del sociólogo alemán, pues él había contrapuesto la forma de dominio burocrática,
impersonal, técnica, a la dominación tradicional, lo mismo que a la autoridad carismática.
Es cierto que Max Weber no está pensando en la tradición como ha hecho MacIntyre.
Weber tiene en mente otra realidad muy distinta, sus investigaciones refieren a la
autoridad representada por el “patriarcalismo” y “feudalismo” como contrapartida de
la organización de “relaciones objetivas, de negocio” (Weber, 2012: 843).25 Sin embargo, es posible reconocer que este rechazo de MacIntyre a la autoridad burocrática
desde la idea de «tradición», encierra una paradoja: el rechazo a la posición de Weber
termina retornando hacia él. Paradoja que, en todo caso, reconoce el filósofo escocés,
pues en su artículo “Social Science Methodology as the Ideology of Bureaucratic Authority”,
había admitido que es Max Weber el primero en introducir el concepto de burocracia
para contrastarlo con la tradición (MacIntyre 1998, 59-60). Y es que a MacIntyre parece
pasarle -en definitiva- lo que él mismo había advertido para otros: “muchos sociólogos
que creen haber repudiado el análisis de Weber lo reproducen en realidad” (MacIntyre 2007: 31, 44).