Crimen, castigo, perdón y paz, a la luz de la tradición jurídica de Occidente

Crime, Punishment, Forgiveness and Peace, in the Light of the Western Juridical Tradition

Roberto Xavier Ochoa Gavaldón

Universidad Autónoma del Estado de Morelos, México

roberto.ochoa@uaem.mx

Recibido: 23/06/2016 • Aceptado: 31/08/2017

Resumen

Hablar de la esperanza, del perdón, de la reconciliación es tarea, en última instancia, de la mística. Demanda una interpretación anagógica. Mas Hugo de San Víctor mostró que no se puede acceder a la interpretación anagógica sino a partir del entrenamiento en la interpretación analógica que, a su vez, supone haber hecho el trayecto de la literalidad. En este trabajo, se propone que es preciso, antes de hablar sobre los horizontes de la reconciliación y el perdón, andar el doloroso camino de la literalidad en la historia de la justicia pues, ante todo, las paces o los crímenes son acontecimientos en el curso de la Historia. Así, pues, aquí se inicia el recorrido, por fuerza apenas trazado, de la particular situación en que se encuentran, en Occidente, los ciudadanos frente al Estado moderno: por la concentración del monopolio de la fuerza, expropiados de capacidades tales como la indignación ante la injusticia. Este extravío vuelve inalcanzable horizonte del perdón, si antes no se recupera el sentido humano de lo justo, pues no puede haber una paz digna sin memoria y justicia.

Palabras clave: castigo; crimen; Derecho; paz; perdón.

Abstract

Ultimately, it is a task of mystics to speak of hope, forgiveness or reconciliation. Such acts of language demand an anagogical interpretation. Nevertheless, Hugo of Saint Victor showed that there is no other access to the anagogical interpretation than the training of interpretation by analogy, which supposes having made the way through the path of literal interpretation. This paper claims that it is necessary to walk through the painful path of the literal interpretation of justice in History before speaking of the horizons of reconciliation and forgiveness, for crime or peace are, first and foremost, happenings in concrete History. Therefore, the trajectory, barely described here, begins by tracing the peculiar situation in which citizens in the West find themselves before the monopoly of the force by the Modern State, expropriated of capabilities such as the indignation before the outrageous. This loss makes the horizon of forgiveness unattainable if it makes us unable to regain the human horizon of what is fair, for there is no peace with dignity without memory and justice.

Keywords: crime; forgiveness; peace; punishment; Right.

Introducción

Si hablamos del «perdón» y de la «paz» sin ningún referente histórico concreto y preciso, corremos el riesgo de caer en la tentación de abdicar del sentido de la realidad. No me parece que las condiciones que nos rodean sean propicias para un «mensaje» que encandile. Los cadáveres amontonados en fosas clandestinas y semi-clandestinas, los cuerpos cercenados y arrojados en vía pública, las mujeres violadas y descuartizadas en ríos, parajes y desiertos, son un grito de desesperación que no nos permite, hoy por hoy, darnos un solo discurso complaciente.

Hugo de San Víctor, ese gran teólogo del siglo XII, y maestro de nuestro querido Iván Illich, invitaba a sus alumnos a construir en su mente un arca moral para que, por medio del arte de la lectura, aprendieran a orientarse en el cosmos y así cada persona pudiera hallar el lugar que en el seno de ese orden temporal le corresponde. Esta intuición influyó en los constructores góticos, quienes la tradujeron en piedra y en espacios arquitectónicos. Se trataba de una arquitectura moral de tres dimensiones, longitud, anchura y altura, que corresponden a las tres etapas de la exégesis; primero la lectura literal, después, la interpretación alegórica y, finalmente, la anagogía (Robert, 2016).

Cada uno de los pasos del que recorre el arca imaginaria en el sentido de su longitud –dice Jean Robert– es un acontecimiento histórico. En la catedral de Siena, por ejemplo, el fiel que camina hacia el altar (de Oeste a Este), posa los pies, literalmente, sobre la Historia incrustada en los mosaicos del piso.

En tanto primer movimiento de la exégesis, la paciente progresión según la longitud, en la que el sentido literal de las cosas se revela a ras de suelo, incrusta la verdad de los hechos en el arca interior de la memoria, recordando lo que, de principio a fin, se hizo, cuándo se hizo y por quién se hizo (Robert & Borremans, 2006: 31-32).

Según la propuesta moral de Hugo y sus seguidores, sólo después de este recorrido paciente por la Historia, por la literalidad en lo que se refiere al arte de la lectura, se puede pasar a la alegoría, a la comparación con otras historias similares y, sólo hasta el final, después de esos dos momentos, se vuelve posible dar el “salto mortal” a la anagogía o interpretación mística de los acontecimientos. El edificio moral, como cualquiera de los edificios, se construye de abajo hacia arriba, de lo sensible y más carnal, de lo más próximo y cercano, de lo interno e incluso sombrío, a lo más alto y luminoso.

Por eso, propongo que no nos precipitemos, como un golpe de moral, hacia las temáticas del perdón y de la paz. Reflexionemos, primero y largamente, en torno al tema de la justicia con mentalidad de historiadores y, así, durante este recorrido, tal vez podremos vislumbrar ciertos destellos capaces de iluminar otras consideraciones filosóficas que, posteriormente, nos permitirán aquilatar la profunda densidad y el enorme peso de los dos conceptos en torno a los cuales me han invitado a reflexionar.

La reflexión que se puede documentar en un texto tan corto como éste, apenas nos alcanza para un breve recorrido por el campo de la literalidad. La alegoría y la anagogía; es decir, la interpretación mística, tendrá que aguardar otra ocasión… u otra persona.

El perdón y la paz como el crimen y el castigo son, primero que nada, acontecimientos históricos que se deben tomar por tales. El primer movimiento de la exégesis, sobre el perdón y la paz, pasa necesariamente por la revelación de los hechos, de acontecimientos guardados en la memoria social. Este ejercicio es como caminar sin despegar los pies del suelo.

Nuestras acciones se encuentran condicionadas todo el tiempo por la ley, por lo que la sociedad considera justo en un determinado momento y que queda plasmado como obligación por parte del conjunto. Hoy, vivimos bajo el marco de la ley occidental y del Estado moderno. Sin la consideración de este condicionamiento histórico fundamental, nuestra reflexión sería pura especulación abstracta y abdicación del sentido de la realidad.

Es en el marco de la ley occidental y del régimen de Estado que han de surgir las respuestas a las preguntas sobre el papel del crimen y el castigo, el perdón y la paz.

Los orígenes de la tradición jurídica de Occidente

Iván Illich insiste en que tenemos que observar con atención los acontecimientos ocurridos durante los siglos XI, XII y XIII en la Europa occidental. En ellos, dice, podremos encontrar, como en un espejo, la imagen de nuestra condición actual.

Lo que ocurrió en el siglo XII –y ya desde finales del XI–, fue claramente una ruptura histórica radical. Esto es lo que muestran las mejores investigaciones históricas sobre sus últimos cinco decenios (Berman, 1996: 24). Las más importantes ciudades europeas fueron fundadas en un periodo de sólo 80 o 90 años. En sólo tres generaciones el papa llegó a ser supremo juez y legislador de la Iglesia…

Las transformaciones a las que Illich apunta, entre una decena de otros cambios fundamentales propios de aquella época, constituyen el ambiente social sobre el que se instituyó la tradición jurídica de Occidente. El derecho, reconoce Berman, normalmente se modifica con lentitud. “No obstante, todo el que investigue alguno de los sistemas jurídicos de Europa, primero en el periodo entre 1000 y 1050 y, luego, en el periodo comprendido entre 1150 y 1200, encontrará una enorme transformación” (1996: 25).

Durante el primero de esos periodos, las reglas y los procedimientos jurídicos que se aplicaban en los pueblos de Europa, prácticamente no se diferenciaban de la costumbre social y de las instituciones políticas y religiosas; estaban embebidos, arraigados en las culturas regionales propias.

Nadie había tratado de organizar las leyes e instituciones legales prevalecientes en una estructura distinta. Muy poco de la ley estaba por escrito. No había una judicatura profesional, una clase profesional de juristas ni una bibliografía jurídica profesional. La ley no estaba sistematizada conscientemente. Aún no había sido «arrancada» de la matriz social de la que formaba parte (Berman, 1996: 60).

Pero, a mediados del siglo XII, una ruptura tuvo lugar: el orden institucional se «arrancó» del tejido social vivo, un orden que se comenzó a utilizar como si fuera un instrumento por encima de la sociedad y cuyo último recurso fue, desde entonces, el empleo de la fuerza.

En lo político el impacto fue claro pues, por primera vez, pudieron sostenerse y perdurar autoridades centrales poderosas, tanto eclesiásticas como seculares, que ejercían un verdadero dominio sobre vastas localidades por medio de sus delegados, quienes, bajo el brazo, llevaban el compendio jurídico, completo y sistemático, que daba sustento pleno a sus actos de autoridad. En el otro brazo –normalmente el diestro–, llevaban la espada.

Los politólogos modernos sostienen que ese nuevo orden institucional cristalizó, al cabo de algunos siglos, en la entidad política llamada Estado, la cual, como lo reconoce Pierangelo Schiera, es la estructura organizativa formal, única y unitaria de la vida asociada moderna que tiene como objetivo concreto “la paz interna del país, la eliminación del conflicto social[y]la normalización de las relaciones de fuerza a través del ejercicio monopólico del poder” (Schiera, 1994: 566). La «estructura organizativa» aparece, así, como el medio o instrumento que se emplea con la intención de forzar a la paz.

El concepto del «monopolio legítimo de la fuerza (o de la violencia)» (Gewaltmonopol des Staates), como sabemos, se lo debemos a Max Weber, quien sintetizó el fenómeno sociológico de la centralización del poder, propio del proceso de modernización de Europa en su tránsito hacia el capitalismo. En su explicación, podemos apreciar claramente el proceso de desincrustación que hace del Estado esa estructura separada de la sociedad.

En La formación de la tradición jurídica de Occidente, Harold Berman resalta que la sociología de Weber confirma muchos de los hechos que conforman el fundamento de su propio estudio. Sin embargo, le critica que –al igual que Marx– no llegó a las conclusiones correctas derivadas de esos hechos “por culpa de su historiografía, la cual postula un brusco rompimiento en el siglo XVI entre la Edad Media y los Tiempos Modernos y entre feudalismo y capitalismo” (Berman, 1996: 578). Oscurece, en cambio, las profundas transformaciones del siglo XII. Aquí caemos en cuenta de los graves efectos que la arrogancia ilustrada de los siglos XVII y XVIII tuvo al arrojar el velo de ignorancia sobre los llamados «tiempos oscuros», o «medievales» que impidió llegar a las conclusiones realistas que todo científico se propone a investigadores de la Historia tan relevantes como Marx o Weber.

Marx y Weber, tratando de volver a poner en tierra el pensamiento, tras las espectaculares abstracciones de la Ilustración, quisieron explicar la Historia por medio de las fuerzas sociales y económicas activas bajo la superficie de los hechos políticos e ideológicos. Esto dio mucha solidez a sus argumentos, cuyos enunciados han sido un arma poderosa para luchar no sólo en contra de los entuertos intelectuales y científicos sino, más allá, en contra de las injusticias y las desigualdades sociales. Sin embargo, al asumir la visión sesgada de la historiografía ilustrada, su propio combate los limitó para darse cuenta de que el eje vertebrador entre las ideas y la materia, el dispositivo que le dio juego a toda una civilización y que concentró el poder en estructuras opresoras, no fue la lucha de clases, sino el sistema jurídico nacido de Occidente.

Weber ya intuye que detrás de la concentración del poder se encuentra la legitimación de la fuerza, pero no alcanza a observar cómo eso ocurrió realmente en el desarrollo de la civilización occidental. Describió bien los hechos, como dice Berman, pero no alcanzó a develar los hilos que los movían y que, finalmente, permiten explicar y, en su caso, desmontar su funcionamiento.

El Derecho Penal como eje vertebrador

Regresar a la materia, al análisis del funcionamiento de las fuerzas físicas de la Historia, fue un gran acierto de Marx, acierto que fue asumido por Weber. Pero, ¿cómo se relaciona, finalmente, el mundo material con el mundo simbólico entre las sociedades, que son las que nos dan forma y sentido?

La palabra que se pronuncia resulta ser el eslabón más íntimo entre la materia y la idea. En ella reside el punto de encuentro que nos articula como humanidad. La palabra, después de expresada, puede volar de nuevo hacia la disolución del tiempo o puede aterrizar en el oído de otro ser humano y, desde ahí, tomar cuerpo de nuevo a través de su comprensión.

Mas resulta que el mundo moderno se ha dado un instrumento para «asegurar» que la conexión entre lo ideal y lo material se cumpla. Ese instrumento es el derecho, tal como ha sido instituido por la civilización occidental. El derecho moderno es una arquitectura monumental con pretensiones de absoluto. No por nada, Harold Berman lo compara con la arquitectura gótica de la cual es contemporáneo (1996: 129). Una sola es la piedra angular que sostiene todo el edificio. No dejemos lugar al engaño, no dejemos que nos gobierne la mentalidad cibernética que ha construido una fantasía virtual que funciona a partir de una multiplicidad de interfaces prediseñadas. La compleja sistematicidad del derecho moderno tiene un único sustento, un único soporte que le da cabida en medio de la dureza de la realidad material: el monopolio del uso legítimo de la fuerza.

Hans Kelsen, el teórico auténtico del derecho occidental, el que lo definió en su exacta «pureza», da en el blanco. Los autores que le han seguido no han hecho más que difuminar el concepto y abonar a la confusión de alto nivel propia de los círculos académicos de nuestro tiempo. La nota que define al derecho, según Kelsen, es que se trata de un «orden coactivo», lo que implica que, ante una circunstancia de hecho considerada como socialmente dañina, “un mal debe infligirse (…) inclusive, de ser necesario, recurriendo a la fuerza física” (Kelsen, 1982: 46-47). El criterio decisivo, la base material y última del Derecho se encuentra en el uso de esa fuerza para los casos en que los sujetos opongan resistencia a lo estipulado por la ley.

No contraviene esta evidencia lo aducido por algunos sistemólogos en el sentido de que el uso de la fuerza no es el propósito del Derecho, sino que éste es solamente el último recurso, en caso de desobediencia o desacato al límite. El mismo Kelsen se desliza, por momentos, en esa tentativa cuando afirma: “que el Derecho sea un orden coactivo no significa que pertenezca a la esencia del derecho «constreñir» a la conducta obligatoria” y que sólo “corresponde llevar a cabo el acto coactivo cuando se produce la conducta prohibida[…]Justo para ese caso se ha estatuido el acto coactivo que funciona como sanción” (1982 48).

Pero esto sólo lleva más lejos la argumentación; es decir, la hace más larga, aunque sin cambiar el término último, el punto de llegada en que toca tierra toda la especulación jurídica.

Tan pronto aparece el orden coactivo estatuido por el orden jurídico como reacción ante una conducta humana determinada por ese orden, el acto coactivo adquiere el carácter de una sanción, y la conducta humana contra la cual se dirige el acto coactivo, el carácter de un comportamiento prohibido, antijurídico, de una transgresión o delito (Kelsen, 1982: 48).

Así es como llegamos a la lógica propia del Derecho penal, piedra angular de todo el Derecho occidental moderno. El Derecho emplea su último recurso, el de la fuerza, tipificando conductas prohibidas. Entonces, ante una circunstancia considerada socialmente dañina, “un mal debe infligirse”: un castigo o pena.

El mismo Kelsen reconoce que en el origen sólo hay una especie de sanción, la penal: el castigo que se aplica sobre la vida, la salud, la libertad o la propiedad del condenado. Según él, la sanción civil, que es sólo ejecución forzada o privación coactiva de la propiedad, es secundaria. Sin embargo, concluye que “la diferencia entre sanción civil y penal (…) tiene sólo un carácter relativo”. En ambos casos se “garantiza” la conducta deseada “estableciendo para el caso de una conducta contraria una medida coercitiva específica” (Kelsen, 1988: 58-59).

Con razón, Sergio García Ramírez expresa que el sistema de derecho penal “no es apenas una expresión más, entre muchas, del compromiso y el proyecto del Estado”, sino que “preside el encuentro más intenso que pudiera ocurrir entre el poder y el hombre: Leviatán investido de la autoridad y la fuerza, frente al ser humano desnudo” (García Ramírez, 2010: VIII). Sólo por la vía de la acción penal se materializa la teoría del monopolio legítimo de la fuerza.

Algunas reflexiones más recientes sobre el Derecho no dejan de depender de la piedra angular al observar que ninguna puede prescindir de ella. Pienso, por ejemplo, en Pierre Bourdieu, quien, a su vez, concibe el Derecho como “esa parte del espacio social en la que los distintos agentes pelean por el monopolio para decir qué es derecho” (Bourdieu & Teubner, 2000: 64). Esto lo lleva a concebir al Derecho como la violencia simbólica por excelencia, la cual se ejerce mediante la imposición de representaciones sociales, como el lenguaje, los conceptos, las divisiones, las descripciones categóricas, etcétera, sobre receptores que poco pueden hacer para rechazarlas. Lo que está detrás innegablemente, y finalmente sostiene toda la imposición de las representaciones, es la posibilidad del uso de la fuerza física por parte de esa entidad nuclear, a la que llamamos Estado.

Al final, como todos lo sabemos, la seguridad jurídica, así como el Estado, aspiran a la «nobleza» de la paz, esa paz occidental moderna que, como la define Kelsen en sus términos, es concebida como “la ausencia del uso físico de la fuerza” (Kelsen, 1982: 51) .

Para llegar a esa utopía, el camino que se nos ha ofrecido y se nos sigue ofreciendo es el de la instrumentalización de la fuerza física en manos de una entidad monopólica por excelencia. Se trata de la versión más perfecta y acabada de la pax romana, la cual sólo se sostiene mediante la amenaza de las armas.

Fundamentos teológicos: criminalización del pecado

La ruptura a la que se refiere Harold Berman, ocurrida entre los siglos XI y XII, a partir de que el papa Gregorio VII se arrogó facultades absolutas para nombrar al clero en todo el mundo cristiano, así como todo lo que ocurrió en torno a ella, fueron consecuencia de profundas transformaciones teológicas. El mundo cristiano, del cual emergió el Derecho occidental como eje vertebrador de esa gran civilización que, a lo largo de los siglos, se expandió por los cinco continentes, fue la arena en que se jugaron las grandes transformaciones.

Lo que Berman nos muestra es que las “instituciones, los conceptos y los valores básicos de los sistemas jurídicos occidentales” tienen su fuente en “rituales, liturgias y doctrinas religiosas de los siglos XI y XII, que reflejan nuevas actitudes hacia la muerte, el pecado, el castigo, el perdón y la salvación”, actitudes inspiradas “en nuevas suposiciones respecto a la relación de lo divino con lo humano” (Berman: p. 177).

También nos muestra que la ciencia jurídica occidental es una teología secular, que, justamente, ya “no tiene sentido porque ya no se aceptan sus presuposiciones teológicas” (Berman: 177). Si hoy, la ciencia del derecho nos aparece constantemente como una imposición carente de toda fuente de validez, concluye, es porque hemos olvidado por completo las profundas raíces teológicas que le dieron sustento.

La Iglesia del primer milenio, tanto en Oriente como en Occidente, tenía una visión esencialmente apocalíptica de la historia y del Juicio Final, por lo que, nos dice Berman, esta idea del Juicio “no inspiró instituciones jurídicas paralelas para el periodo interino que vivimos en la tierra”. El prototipo de la vida cristiana era el del retiro monástico para este mundo, con la intención de llevar vidas impecables, propias del reino celestial.

Sin embargo, en la primera parte del siglo XI la fe en el Juicio Final adquirió una nueva significación en Occidente, por el desarrollo de una creencia paralela en un juicio intermedio de las almas individuales en el momento de su muerte y en un tiempo intermedio de «purga» entre la muerte de cada cristiano y la final venida del juez divino (Berman: 181).

Juicio Final

Aún cuando el Juicio Final siguió siendo aquel tiempo en el que todas las almas resucitarían el último día para ser juzgadas para discernir si habían de ser admitidas en el reino de Dios o enviadas al sitio del castigo eterno, “el purgatorio fue concebido como una condición temporal de castigo de las almas en particular” (Berman: 181); es decir, como una especie de juicio provisional que comenzó a darle forma a una muy novedosa manera de concebir la justicia. El Juicio Final presuponía la posibilidad del castigo, pero no se refería a un castigo temporal sino eterno. Además, y esto es lo que más nos interesa hacer notar ahora, no se consideraba que se llegara a él para dar cumplimiento a un elaborado sistema de reglas y normas, algo que sí empieza a ocurrir a partir de la idea de purgatorio, que presupone sacar cuentas frente a un individuo con base en un intricado sistema de reglas y normas de comportamiento. “Los pecados individuales serán sopesados, y las penas del purgatorio serán asignadas de acuerdo a la gravedad de cada pecado”.

Es precisamente a partir de esta nueva lógica que los funcionarios de la Iglesia nombrados por el papa van a adquirir su poder tan característico, pues la creencia en el purgatorio se acompaña de la idea de que el papa, y por lo tanto el clero que él designa, tienen dominio sobre él. El tiempo que se va a pasar en el purgatorio puede reducirse por decisión clerical.

La creencia en el purgatorio fue un eslabón importante entre la teología y la jurisprudencia durante el desarrollo de la civilización cristiana occidental. Antes de la concepción del purgatorio por parte de la Iglesia, “el pecado había sido interpretado como un estado de enajenamiento”, una separación de Dios y del prójimo y, por ese hecho, “una disminución del ser personal”. Pero, a partir de la clasificación de las conductas con miras a la asignación de castigos en el purgatorio, el pecado comenzó a ser visto, “en términos jurídicos, como actos o deseos de pensamientos específicamente malos, por los que debían de pagarse diversos castigos en sufrimiento temporal, en esta vida o en la próxima” (Berman: 183).

A partir de entonces, el pecado, antecedente directo del concepto moderno de delito, fue considerado como una entidad y ya no como una relación entre el hombre y Dios. Hasta antes del siglo XI, en toda la cristiandad el pecado-delito no era concebido como realidad universal y objetiva que existiera aparte de sus manifestaciones concretas. Era estéril hablar y pensar en «el delito» sin más. Lo relevante era el delincuente, sus acciones y sus víctimas. Por su parte, el clero se constituyó en la primera estructura racional-administrativa diseñada para el cumplimiento de la justicia penal, considerada como la instancia que dispensa los castigos correspondientes para cada una de las conductas previamente tipificadas. Estos dos movimientos se corresponden; la concentración del poder en un nuevo aparato institucional con pretensiones monolíticas se alimenta de la concepción del delito como una entidad objetiva y es la condición objetiva del delito la que permite la unificación del poder que lo castiga.

No está de más insistir y ser más específicos sobre el modo en que la concepción del pecado-delito como realidad objetivable modificó por completo los principios y la lógica del derecho penal. Entre los pueblos de Europa, en el periodo anterior a fines del siglo XI, por lo general,

el delito no era concebido como ofensa dirigida contra el orden político como tal o contra la sociedad en general, sino como una ofensa dirigida contra la víctima y aquellos con quienes se identificaba: sus parientes, su comunidad territorial o su clase feudal […]Una respuesta social normal a semejante ofensa era la venganza de parte de la víctima, o de su grupo de parentesco (u otro). Al mismo tiempo, el derecho tribal, local y feudal entre los siglos VI y XI hacía gran hincapié en la penitencia, la restitución del honor y la reconciliación como alternativas a la venganza (Berman: 193).

El hecho de que el delito no fuera una entidad objetiva impedía la concepción de un Derecho penal universalizable y mantenía el predominio de una multiplicidad de normas de derecho fundadas en las costumbres locales. En ellas el delito fue siempre considerado “como ofensa contra otros, y al mismo tiempo como ofensa contra Dios, y no como ofensa contra una unidad política general, fuese el Estado o la Iglesia” (Berman: 193).

Pero, a partir del siglo XI y, sobre todo, del XII, en el Derecho penal occidental es la unidad política, el Estado, el que actúa y castiga, en sustitución del resto de los sujetos que interactuaron en los hechos. Esta es una de las secuelas fundamentales de la revolución papal, que se convirtió en el pilar fundamental de la civilización Occidental: se dejó de pensar en la llamada retribución especial del delito, es decir, en la vindicación del honor de la víctima, y se sustituyó por la retribución general, que consiste en la vindicación de la ley como justificación básica del derecho penal.

Los nuevos conceptos de pecado-delito y de castigo, a partir del siglo XI, no se justificaron ya por la búsqueda de la reconciliación como alternativa a la venganza. La justicia occidental comenzó a exigir, en cambio, que todo pecado (delito) fuera pagado con una pena de sufrimiento temporal: el castigo, que vindicará la ley particular que ha sido violada.

El Estado expropia así la más fundamental de nuestras capacidades personales: la de dar cara al mal, al crimen, en busca de la redención personal y colectiva.

Pero debiéramos revisar de nuevo toda esta historia que nos ha llevado a un callejón sin salida. Con su magistral Crimen y Castigo, desde hace ya siglo y medio, Dostoievski inició el camino para comprender el camino de la regeneración de un hombre criminal, una regeneración no instrumentalizada por la acción monopólica del Estado, sino recibida por la gracia de la interacción humana en el amor.

Algunas palabras para no concluir

¿Cómo no quedarnos encandilados por la abstracción que implican los conceptos de «perdón» y de «paz»? ¿Cómo no abdicar del sentido de la realidad? El Derecho moderno y, en particular, la piedra angular que sirve de soporte a todo el edificio, el llamado «monopolio legítimo de la fuerza», ha servido para expropiar a todos los sujetos de esas capacidades, de las virtudes aristotélicas, que en otros tiempos permitían acceder al sentido humano de lo justo. Sin esas capacidades no podemos ni siquiera imaginar lo que el perdón pueda llegar a ser.

Nuestro extravío es tan amplio y profundo precisamente porque al dejar nuestras vidas en manos del Estado hemos perdido el contacto con lo más básico: la rebelión frente a la injusticia, que aparece como sentimiento de venganza en su sentido más primario. Pero si hemos sido despojados hasta de este sentimiento más primario, personal y colectivo, ¿con qué cara podremos hablar del perdón? Si hemos sido reprimidos en la ira que hace hervir la sangre, si hemos sido socialmente castrados en nuestra potencia para perseguir a los culpables, ¿cómo podremos siquiera insinuar la doble fuerza que tendríamos que tener para ser capaces de perdonar?

Apenas ahora, me sentiría dispuesto a iniciar el camino lateral de la alegoría; es decir, el de la búsqueda de comparaciones que nos permitieran abrirnos a las alternativas históricas con las que podríamos contar.

Todavía me siento muy lejos para sentirme dispuesto a buscar un camino ascendente hacia la anagogía, en donde acaso podríamos encontrar la fuente mística del muy elevado perdón y una paz distinta a la paz de los sepulcros.

Referencias bibliográficas

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Bourdieu, P. & T. Gunther. (2000). La fuerza del Derecho. Bogotá: Siglo del Hombre, Facultad de Derecho de la Universidad de los Andes.

García Ramírez, S. (2010). La Reforma Penal Constitucional (2007-2008) ¿Democracia o autoritarismo? México: Porrúa.

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