Hoy, los derechos humanos (en adelante «DDHH») constituyen uno de los temas y tópicos
más recurrentes, debatidos y mencionados en esferas tan diferentes como heterogéneas
que van desde el ámbito estrictamente académico hasta las cuestiones jurídico-políticas
de orden mundial. Ahora, es innegable, asimismo, que la «cuestión de los DDHH» no
siempre viene de la mano de la claridad conceptual que uno esperaría y, en muchos
casos, la misma se encuentra entremezclada espuriamente con cuestiones políticas,
ideológicas y económicas. Dicho status quo hace más urgente que nunca las siguientes preguntas: ¿Qué son los DDHH? ¿Son derechos
naturales, positivos o de otra índole misteriosa? ¿Cuál es su origen histórico? ¿Cuál
es su estatuto jurídico-ontológico, si es que, en general, puede decirse que lo tienen?
¿Son instituciones meramente positivas, fruto de acuerdos jurídicos, o son derechos
inherentes al hombre, que transcienden los límites de toda facticidad? Y quizás, la
pregunta más importante sea: ¿podemos dar un fundamento (filosófico, fenomenológico)
a los DDHH, más allá del mero acto positivo del legislador?
Actualmente, la filosofía del derecho, al menos en sus líneas más «populares», parece
conducirnos por un derrotero que lleva indefectiblemente a una suerte de «relativismo»1 anti- o post-fundacionalista. En este marco, nos encontramos con posiciones muy heterogéneas
que van desde un iuspositivismo radical, hasta cierto relativismo propio de las llamadas
-de un modo tan apresurado como, irónicamente, acrítico- escuelas «críticas» de base
postmoderna, postestructuralista, deconstruccionista, etc. Así, en particular, en
el marco de estas posiciones autodenominadas «críticas», una constante parece ser
la laxitud filosófica con la que se promueve un ejercicio superador de la «razón occidental»,
una reducción de la misma a una intertextualidad infinita e indefinida, o bien una
proliferación vacua -valga la redundancia- de significantes vacíos. Esta explícita
negación al problema del fundamento -en general a cualquier instancia de fundamentación-,
conlleva por implicación inclusiva una incapacidad de dar cuenta de los DDHH.
De este modo, nos encontramos con un profundo contraste entre el rechazo explícito
a todo intento «fundante» y la enorme actualidad político-jurídica de los DDHH. En
efecto, es hoy un lugar común la referencia constante a los mismos: abogamos por los
DDHH de las minorías étnicas, de las víctimas de genocidios, de los perseguidos políticos;
exigimos juicios de lesa humanidad por violaciones de los DDHH; incluso aún, los DDHH
se multiplican y se vuelven cada vez más complejos. Hoy se habla incluso de DDHH de
«cuarta generación». Pedimos, así, derechos a las diferencias de género, al multiculturalismo,
a la libre manifestación de creencias, credos y religiones, al aborto, pero también
derechos sociales, como el derecho a la vivienda, a la alimentación, a la seguridad
social, a la asistencia médica universal, e incluso al medio ambiente, etc.
No es difícil constatar que, por lo general, en la vida práctica subyace a todas estas
manifestaciones la convicción tácita de que estos derechos, más allá de cualquier
ordenamiento jurídico positivo, están garantizados por nuestra misma condición de
ser hombres, es decir, por la dignidad humana misma, que no puede ser doblegada ni
contradicha por ninguna ley positiva. Pero, por otro lado, nos acosan, casi sin darnos
cuenta, las sombras de los fantasmas de nuestra época «post-fundacionalista» que mencionamos
arriba. Entonces, ¿podemos hablar de los derechos «humanos», del «hombre» o de la
«humanidad», y negar al mismo tiempo las ideas «humano», «hombre», «humanidad»? ¿Se
puede exigir juicios de lesa humanidad por crímenes políticos y al mismo tiempo adscribir
a una posición relativista, que niega la idea de libertad, de responsabilidad, de
naturaleza, y de derechos y obligaciones? Las preguntas se podrían multiplicar al
infinito. En cualquier caso, uno de los rasgos más notorios de nuestra época parece
ser esta patente y flagrante contradicción performativa entre nuestros discursos teóricos
y nuestras demandas en la esfera práctica.
El artículo tiene como meta presentar una reflexión fenomenológica de los DDHH. Es
menester aclarar en este contexto que el mismo no pretende ser una exégesis de la
fenomenología de Edmund Husserl. En tal sentido, toda apropiación de conceptos de
Husserl se realiza con la explícita intención de desarrollar libremente algunas ideas
y, por ello, no siempre se respeta el sentido dado por el
padre de la fenomenología a dichos conceptos. La intención es meramente reflexionar libre y fenomenológicamente sobre temas que
Husserl nunca analizó, como los DDHH, reflexión que dista de agotarse en el presente
artículo; de este modo, el presente pretende ser sólo un puntapié inicial en lo que
respecta a reflexiones fenomenológicas en torno a las temáticas aquí analizadas.
Primero, ofreceremos una breve caracterización jurídico-conceptual del concepto de
«derecho», siguiendo la dogmática de Carlos Nino; la finalidad de dicha incursión
será mostrar que los DDHH no se pueden justificar desde la ciencia jurídica. Segundo,
presentaremos un intento de aproximación fenomenológica al problema de los DDHH que
se realizará en diferentes dimensiones que van de la esfera de constitución genética-intersubjetiva
de la propia subjetividad, a la dimensión histórica, trans-generacional. Así, mostraremos:
en primer lugar, cómo se puede entender el «ser hombre» del otro, a partir de la diferenciación
entre lo empático y lo moral; en segundo lugar, cómo los derechos más fundamentales,
a saber, la libertad y la afirmación de mi vida, se constituyen en un sentido genético
básico a partir de la relación subjetiva-intersubjetiva, y cómo dicha constitución
surge en directa correlación con el reconocimiento del otro y de sus derechos, en
el sentido experiencial más elemental del término; en tercer lugar, cómo, desde una
perspectiva fenomenológica transgenética o intergeneracional, se puede describir y,
así, explicar el origen histórico de los DDHH en tanto «proto-fundación (Urstiftung) de sentido», que instituye legitimidad y validez, sobre la base de la misma facticidad
en tanto acontece en la historia. Presentaremos la propuesta fenomenológica como una
alternativa a la dicotomía clásica entre iusnaturalismo e iuspositivismo.
Enfoque jurídico-conceptual del concepto de derecho
El concepto de DDHH es compuesto: se compone de los conceptos de «derecho» y de «humano».
Como hemos visto, éstos presentan serios inconvenientes conceptuales, en tanto que
no es difícil constatar que la concepción de «derecho» y de «humano» ha cambiado considerablemente
a lo largo de la historia (nomos, ius y law no significaban lo mismo, respectivamente, para un griego del siglo V a.C., un romano
del siglo I d.C. o un inglés del siglo XVII), pero aún si restringimos la mirada a
nuestra época, nos encontramos también con una suerte de Babel conceptual, sobre todo
si, además de las perspectivas filosóficas, consideramos las concepciones ético-jurídicas,
políticas, las manifestaciones populares (reclamos por los DDHH), etc.
En lo que sigue presentaremos a modo preliminar un análisis jurídico-conceptual del
concepto de derecho. Tomaremos como apoyo el análisis conceptual presentado por C.S.
Nino, no para analizar su teoría -no podemos entrar aquí en este tema- sino para tomar
un punto de partida conceptual, mostrar las inevitables limitaciones inherentes a
una caracterización jurídica de los DDHH, y pasar luego a presentar una interpretación
fenomenológica de los mismos.
En un conocido y canónico manual de derecho, C. S. Nino señaló la gran ambigüedad
que envuelve al concepto de «derecho» (Nino, 1973).2 Dicha ambigüedad no es mera sinonimia casual -como sería el caso de «banco»-, sino
una sinonimia constitutiva puesto que el término «derecho» se utiliza con diferentes
significados, pero relacionados entre sí. Así cuando decimos: “El derecho argentino no prevé la pena capital”, “Tengo derecho a vestirme como quiera” o “El derecho es una las disciplinas teóricas más antiguas”, nos estamos refiriendo a tres significados
diferentes. En el primer caso, hablamos de «derecho objetivo» en tanto ordenamiento
o sistema de normas (conjunto de leyes, decretos, costumbres, sentencias, etc.); en
el segundo caso, de “derecho subjetivo”, refiriéndonos a las facultades, atribuciones, permisos, posibilidades, etc. que
tiene un sujeto (individual, jurídico o colectivo); en el tercer caso, la referencia
es a la ciencia jurídica que tiene por objeto el estudio del derecho (Nino 1980: 14).
Indudablemente, son los derechos en sentido subjetivo los que nos interesan en primer
lugar, y el «derecho objetivo» en un sentido derivado, en tanto objetivación y materialización
de un derecho subjetivo.
Nino sostiene que el «derecho subjetivo» se suele calificar en tanto libertad, permiso,
licencia, atribución, privilegio, facultad, poder, posibilidad, garantía, etc. (Nino
1980: 195) y distingue seis tipos diferentes de derechos subjetivos: 1) como lo «no prohibido», es decir, cuando no hay ninguna norma que establezca una
sanción para una acción determinada, por ejemplo «Tengo derecho a caminar libremente
por las calles de mi ciudad»; 2) en tanto «autorización», es decir, cuando se refiere a la existencia de normas que
permiten o autorizan ciertos comportamientos, por ejemplo: “En mi trabajo tengo derecho
a 30 días de vacaciones al año”; 3) en tanto correlato de
una obligación activa, como, por ejemplo, al decir “Tengo derecho a exigir a mi deudor que me pague”, se
trata de un derecho que se da en el marco de una «(co)-relación jurídica», es decir,
su correlato es el deber o la obligación de otra persona (en este caso, de pagarme
la deuda); 4) en tanto «correlato de una obligación pasiva», un caso similar al anterior, aunque
aquí el correlato no es una obligación de hacer, sino de no hacer, como por ejemplo:
“Tengo derecho a descansar sin que me molesten”; 5) el «derecho procesal» es el derecho a recurrir a tribunales: “Tengo derecho a iniciar
un juicio por calumnias contra mi persona”; 6) el «derecho político» es un caso complejo en tanto presupone un estado que garantiza
ciertas facultades a los ciudadanos, como por ejemplo: “El pueblo tiene derecho a
elegir a sus gobernantes” o “La libertad de prensa es un derecho de la sociedad” (Nino
1980: 198-207; Nino 1984, 25 y ss.).
Conforme a la clasificación ofrecida por Nino, podríamos decir prima facie que los DDHH serían en primer lugar derechos subjetivos, que serían potencialmente
objetivables y pasarían así a formar parte del derecho objetivo, en la medida en que
un ordenamiento jurídico legisle sobre los mismos y les otorgue fuerza de ley. Ahora,
cuando decimos, por ejemplo: “Soy libre para decidir y disponer de mi vida” o “Tengo
derecho a vivir y a que se respete mi vida”, o bien “Tengo derecho a ser tratado como
un igual más allá de mi raza, credo, sexo, etc.”, vemos que la clasificación jurídica
de Nino es insuficiente para categorizar estos derechos, en tanto éstos son presupuestos
por la clasificación. En otras palabras, la clasificación realizada por Nino de los
derechos subjetivos se limita a conceptualizar y clasificar derechos subjetivos en
el marco del derecho positivo. Todas las facultades enumeradas arriba, si bien son
sin dudas subjetivas, se sustentan en la existencia de un derecho positivo objetivo
y no son anteriores a éste. De este modo, podemos ver que los derechos subjetivos
enumerados no alcanzan para definir los DDHH. Quizás éstos se podrían considerar a
la luz de los derechos políticos (6); sin duda, los derechos políticos son garantías
en un sentido general -es decir, «del pueblo»- que tienen (o deberían tener) una validación
jurídica. Pero su ser «políticos», los vincula ipso facto a una organización y decisiones políticas determinadas, siendo por ende un resultado
de las mismas. En tal sentido, recaeríamos en una concepción muy estrecha, i.e. solo política, y marcadamente positivista de los DDHH, en tanto serían decisiones
políticas las que darían validez y legitimidad a los mismos.
Debe quedarnos claro que los DDHH, en tanto derechos fundamentales que se dan por
el «mero hecho o naturaleza de ser hombre», trascienden la clasificación estrictamente
técnico-jurídica de Nino (e incluso la clasificación política de los mismos), llevándonos
a cuestiones filosóficas en torno a la (eventual) naturaleza de estos derechos que,
en principio, están «más allá» de cualquier derecho positivo. En la misma obra analizada,
Nino sostiene que se trata de derechos «morales», pues no son jurídicos sino anteriores
a éstos.3 Ahora, si entendemos por moral el uso o ethos propio de una determinada comunidad, dicha caracterización se relativizaría contextual
e históricamente, impidiéndonos eo ipso hablar de DDHH. Por ende, si por DDHH nos referimos a aquellos derechos ínsitos a
la misma naturaleza de lo humano, vemos que éstos no son en su misma naturaleza ni
derechos jurídicos ni derechos meramente morales.4 La pregunta es, entonces, en el marco de este complejo enjambre de derechos subjetivos,
objetivos, políticos, naturales, positivos, etc., ¿de qué tipo de derecho estamos
hablando cuando nos referimos a los DDHH?
En función de lo que acabamos de exponer, podemos al menos concluir que los DDHH:
i) son «subjetivos», en tanto aquél que lo ostenta es un sujeto; ii) en tanto tales, son «individuales» y sólo en un sentido derivado, secundario, «colectivos»;
iii) son «básicos» y «fundamentales», en la medida en que subyacen a cualquier ordenamiento
jurídico, y, por ende, son anteriores o independientes a cualquier sistema jurídico
o moral. Probablemente, la mayoría de las posiciones (aún los iuspositivistas más
radicales) podrían coincidir en los puntos i) y ii). Es quizás el punto iii) el que
presenta más inconvenientes, en tanto excede el orden jurídico positivo y demanda
una justificación de otra índole.
Pensar los DDHH desde una perspectiva filosófico-fenomenológica 5
La pregunta es ahora: la fenomenología ¿tiene algo que decir o aportar en este contexto?
Nuestra propuesta será presentar un análisis fenomenológico descriptivo del modo de
«ser básico y fundamental» de los DDHH, tal y como planteamos arriba. Nuestro recorrido
será así el siguiente: primero, explicitar fenomenológicamente el sentido propio de
ser «humano» a partir de la diferenciación entre la dimensión empática y la dimensión
moral; segundo, mostrar que la génesis de mi propia subjetividad en su relación con
los otros (mi primera intersubjetividad) nos hace patentes mis derechos en el sentido
más elemental, así como el sentido de los derechos del otro en tanto mis límites;
tercero, presentaremos una interpretación de las diferentes instituciones históricas
de los DDHH en términos de instituciones de sentido (Urstiftungen), que objetivan, en un sentido transgenético e intergeneracional, las formas básicas
de constitución de la subjetividad; veremos cómo dichas objetivaciones son acontecimiento
histórico-fácticos y, en tanto tales, contingentes, pero que constituyen objetividades
con validez eidética-universal.
Reconocimiento empático y reconocimiento moral del «otro humano»
Sin duda, el concepto de «humano» es de una extrema complejidad, aún mayor que el
de derecho, en tanto él mismo, en su uso cotidiano y pre-temático, presupone una superposición
de concepciones filosóficas, científicas, religiosas, morales y aún jurídicas. Definir
qué es lo humano equivale a definir qué es el hombre, cuestión antropológica que ha
sido abordada históricamente desde las más diversas perspectivas. Podemos decir que
«lo humano» se refiere a todo ser animal que conforma la especie, definida biológicamente,
como homo sapiens, perteneciente a la familia de los homínidos. Se trata de animales superiores (en
su desarrollo fisiológico) que se definen por poseer un determinado cuerpo con ciertas
características morfológicas, tener inteligencia (actual o potencialmente), y que
se comunican a través de un lenguaje. Pero éste es solo un modo posible de definir
lo humano que acarrea con la pesada carga semántico-conceptual de un discurso científico
específico, que bien podría ser otro, como por ejemplo el de una ciencia social.
Por ello mismo, nuestra propuesta fenomenológica consiste en efectuar una suerte de
epoché que deje entre paréntesis dichas concepciones científicas (y sus conceptos concomitantes)
y nos conduzcan al modo en que se nos muestra lo humano del otro en nuestra experiencia
concreta. O quizás aún de un modo más radical, ¿cómo se nos muestra el otro humano?
¿Cómo aparece (un) otro en nuestro campo de experiencia? Mostrar fenomenológicamente
dicho «aparece» presupone el arduo ejercicio de dejar de lado toda pre-comprensión
o pre-suposición que se superponga -en muchos casos sin darnos cuenta- a nuestro experimentar
fáctico, concreto. ¿Qué es lo que podemos «ver»? En primer lugar, que hay una base
dada por la intuición sensible: la percepción externa del cuerpo de (un) otro, distinto
pero similar a mí, en tanto cuerpo viviente (Leib).6 En segundo lugar, sobre la base de dicho acto perceptivo directo se ejecuta al mismo tiempo7 un acto empático. Para Husserl, el concepto de empatía remite a la experiencia de un otro en tanto
otro humano: se trata así de una «apercepción analogizante», a partir de la cual captamos
a otro en tanto un “análogo de mi interioridad (Analogon meiner
Innerlichkeit)” (Husserl, Hua XIV: 5), al cual de un modo espontáneo y básico -i.e. no inferencial- le atribuyo sensaciones,
libertad de movimiento, conciencia de sí (en sentido elemental), un punto de vista,
desde su lugar en tanto punto cero, etc.
Dejando de lado la letra de Husserl en sentido estricto,8 podemos decir que la empatía es el modo más básico de «ver» al otro en tanto otro
humano. En tal sentido, podemos hablar de «reconocimiento empático» de un otro similar
(en su diferencia) a mí; en otras palabras: sabemos qué o quién es otro, es decir,
otro ser humano. Dicho acto empático debe diferenciarse claramente del «reconocimiento
moral» del otro, en tanto éste, en primer lugar, presupone a aquél, y, en segundo
lugar, presupone además una base moral de aceptación del otro en tanto sujeto ético,
concepto que a su vez puede implicar el merecer respeto, la igualdad de trato, etc.
Nuestra propuesta fenomenológica consiste en sostener que aun cuando no se da siempre
un reconocimiento moral del otro, siempre se da un reconocimiento empático del otro,
i.e. siempre sabemos cuándo hay enfrente otro (humano, es decir, como yo), ya que de lo contrario ni siquiera
podríamos darnos cuenta de que estamos en presencia de otro (hombre).
Por supuesto, se podría pensar en objeciones basadas en ejemplos históricos e incluso
actuales que prima facie refutarían dicha evidencia fenomenológica, como por ejemplo en los conocidos casos
de discriminación racial en donde «el otro» (el bárbaro, el negro, el indio, el judío,
etc.) no es reconocido en tanto hombre. De todos modos, si miramos detenidamente con
la lupa fenomenológica, vemos que en cada uno de estos casos, lo que constatamos es
una fractura entre el reconocimiento empático y el reconocimiento moral. Es decir, en los casos
mencionados arriba, vemos que no reconocemos «moralmente» al otro como «uno de nosotros».
Por su parte, el reconocimiento empático es un acto mucho más elemental que no presupone
dicha esfera axiológica de valoración ética, vemos así que hay un reconocimiento del
otro en tanto «otro (hombre)», aún ante el desconocimiento radical de éste en tanto
un «igual moral». Incluso si pensamos los casos de negación más extremos del otro,
como por ejemplo, cuando los colonizadores europeos se encontraron con tribus aborígenes
americanas, por más etnocéntrico y denigrante que hubiese sido el modo de «ver» a
este «otro», en ningún caso podemos decir que no se lo vio como «otro humano».
¿Qué significa esto? Que si nos atenemos a un nivel estrictamente fenomenológico-descriptivo,
ni las diferencias de color de piel, ni las diferencias lingüísticas (aun cuando estas
sean casi inconmensurables), ni las diferencias de comportamiento o de vestimenta (por más
primitivas y precarias que éstas sean) pueden (o pudieron, en su momento histórico)
llevar a creer que se trata (o se trataba) de un animal. Ninguno de los navegantes
de las tres carabelas en su sano juicio pudo haber pensado que los aborígenes taínos
(habitantes precolombinos de las Bahamas y Antillas) eran animales en el mismo
sentido que pudiese haberlo sido un papagayo o incluso un primate. En ningún caso, en un
sentido básico de nuestra experiencia empática de los otros, confundimos a un «otro»
con un chimpancé o con un perro; éstas son formas de experiencia empática básicas
propias de nuestro mundo de la vida. Por supuesto, ya en un sentido moral sí podemos (y de hecho se puede constatar esto a lo largo de la historia) «ver al
otro» no en tanto otro, sino en tanto animal, primitivo, bárbaro, etc. Así, no debemos
confundir la «dimensión empática» con la «dimensión moral». Ningún nazi trató a un
judío como lo hubiese hecho con un caballo o un perro. El mero hecho de haber interactuado,
hablado con ellos, de haberles prohibido primero ciertos derechos, luego haberlos
proscripto y encerrado, para finalmente deportarlos y exterminarlos, habla de una
dimensión de empatía diferente a la que podemos llegar a tener con un animal no humano;
a nadie se le ocurriría prohibirle a un perro el derecho de participación política
o exterminarlo por motivos raciales.9 En cualquier caso, se puede exterminar a un animal (o una especie animal), pero el
sentido y la significación es completamente distinta. Más allá del cariño y afecto
que podamos tener con una mascota, aun cuando de hecho podamos tener por ésta mucho
más aprecio y apego que con la gran mayoría de los ‘humanos’ (algo que de hecho suele suceder), sabemos en cualquier caso que no es un humano. La diferencia entre
el «reconocimiento» y el «aprecio o apego» patentiza la diferencia fenomenológica
fundamental entre la dimensión empática y la dimensión moral. En tal sentido, reconocer
empáticamente al otro en tanto «otro humano», no significa tenerle ni aprecio ni cariño,
ni siquiera que lo reconozca en tanto sujeto moral; incluso puedo odiarlo y querer
matarlo (algo que sucede a menudo en nuestros días), pero en cualquier caso, simplemente
sé que el otro es un «otro humano».10
En síntesis, podemos decir que «lo humano» es todo aquello que remite a un «otro humano»
en la medida en que podemos reconocerlo, captarlo intuitiva y empáticamente en tanto
tal, más allá de cualquier tipo de valoración moral.
La constitución genética de la conciencia de mis derechos y límites básicos desde
una perspectiva fenomenológica: mi libertad y mi vida y la libertad y la vida del
otro
Nuestra meta ahora es mostrar, descriptivamente, el modo en que la constitución genética
de mi subjetividad es asimismo una constitución de mis derechos básicos; en este marco,
no debemos olvidarnos que no estamos refiriéndonos a derechos en sentido jurídicos,
sino al sentido más elemental de derechos en sentido subjetivo, que se constituyen
genéticamente desde mi más temprana edad en relación con los otros. De este modo,
cuando en adelante hablemos de «derechos» debemos entender esto en un sentido genético
elemental, pre-jurídico, en tanto aquello que reclamo y exijo (con pretensión de «derecho»)
desde el desarrollo mismo de mi pre-conciencia en su relación intersubjetiva hasta
las formas más complejas de conciencia y de autoconciencia de mi subjetividad. Ahora,
¿cuáles son estos derechos básicos?
Para Husserl, la subjetividad -en un sentido más estrecho el yo- se constituye en
sentido genético a partir de un pre-yo (Vor-Ich), aún no plenamente consciente de su ser yo. Dicha constitución de mi yo se da en
directa correlación intersubjetiva con otros yoes ya constituidos (padres, tíos, maestros,
etc.), de otros pre-yoes en vías de constitución (hermanos, compañeros de escuela,
etc.) e incluso de animales no humanos (los perros, por ejemplo, nos ayudan a constituir
el mundo). El niño en tanto pre-yo, se encuentra en un mundo que aún no es tal, sino
que es un pre-mundo, que empieza a conocer, a significar y luego a nombrar. Dicho
conocimiento del mundo está ligado a dos cuestiones: el (re)conocimiento de mi propio
cuerpo viviente (Leib) y la relación con otros cuerpos vivientes, que son todos los otros que entran en
mi horizonte intersubjetivo (por lo general, los primeros suelen ser los padres y,
eventualmente, los hermanos). Mi cuerpo viviente y mi mundo están íntimamente relacionados.
Mi cuerpo es antes que nada corporalidad viviente (Leiblichkeit), i.e. un conjunto de cinestesias, de movimientos a partir de los cuales puedo comenzar
a constituir el mundo que me rodea (Umwelt). Mi desarrollo más temprano consiste así en los movimientos de mi cuerpo en el marco
de una esfera espacial potencialmente abierta; la constitución de mi «subjetividad
cinestésica» coincide así con mi «primera libertad», que es precisamente la de adquirir
conciencia de mi libertad de movimientos, de extender la mano, tomar cosas, sentir
su sabor cuando la coloco en mi boca, sentir un ruido y alejarme o acercarme a éste,
ver un color llamativo y querer tocarlo; es a partir de dichas sensaciones que reciben
mis órganos sensoriales y de la posibilidad de movimiento en un sentido básico, que
llego a la conciencia elemental de un «yo puedo» (ich kann), que en tanto poder potencialmente abierto constituye un yo quiero, que mueve mi
cuerpo, aprende a utilizarlo, y adquiere así conciencia de su vida y de su libertad.
La libertad en sentido primigenio se trata de una «capacidad» (Vermögen), un «yo puedo» (ich kann) (Husserl, MatVIII: 90).
En otras palabras, la constitución más básica de mi libertad es a partir del movimiento
de mi cuerpo, y de la conciencia que adquiero gradualmente de ser yo ese cuerpo que
se constituye desde los comienzos mismos de la proto-génesis de mi yo. En este contexto,
aprendo (a partir de accidentes, golpes, lastimaduras, etc.) que mi cuerpo y, en el
límite, mi vida, implican un cuidado de mí mismo que pasa a ser un componente central
en la formación de mi subjetividad. El cuidado de mi corporalidad (Leiblichkeit) se impone genéticamente como un modo de ser básico del pre-yo en formación, que
aprende a ser un yo en la medida en que cuida su cuerpo, i.e. lo aleja y lo protege de aquello que lo daña. En tal sentido, el yo consciente o
pre-consciente de su cuerpo viviente le exige al otro un respeto por su cuerpo, que
se suma a la exigencia de la libertad de movimientos.
Pero en este marco, se puede evidenciar asimismo que la relación intersubjetiva es
un componente constituyente esencial en el desarrollo de mi subjetividad. Los otros
están ahí, e interactúan aceptando o bien poniendo límites a mi libertad primigenia
y son, también, aquellos que pueden amarme pero, también, quienes pueden lastimar
mi cuerpo y, en el límite, mi vida. Pero, cualquiera que sea el caso, siempre hay
otro allí, delante de mí, en el proceso de constitución de mi subjetividad en relación
directa o potencialmente directa con mi yo. Es imposible pensar en una subjetividad
que se constituye genéticamente sin otros que estén ahí, ayudándome a crecer y a formarme,
a facilitarme el aprendizaje de mi movimiento corporal (los padres que enseñan a un
hijo a caminar), a aprender un lenguaje, y a proteger y cuidar mi cuerpo. Por supuesto,
es innegable que hay casos en los cuales dicho acompañar de los otros se da en un
contexto de hostilidad; en efecto, la relación primigenia con los otros puede ser
de amor, pero también de indiferencia e incluso de odio. Un ejemplo de estos casos
es el maltrato infantil; sin dudas, en estos casos el desarrollo subjetivo adquiere
otro cariz (que aquí no podemos abordar). Pero estos casos extremos no hacen otra
cosa que confirmar la evidencia fenomenológica de que el desarrollo de mi subjetividad
está estructuralmente ligado a mi relación intersubjetiva con los otros. Es incluso
en dichos contextos intersubjetivos adversos en donde se hace más patente la constitución
de la conciencia de la necesidad de salvaguardar aquello que me es más preciado, mi
cuerpo, mi vida, y mi libertad.
Entonces, el otro siempre está allí, sea para ayudarme, para castigarme o dañarme,
o simplemente para ser indiferente a mi presencia. Cada uno de estos posicionamientos
del otro condiciona y co-constituye mi propia subjetividad; y cada uno de los modos
de relación del otro (amor, hostilidad, indiferencia, aprecio, etc.) generan una reacción
de mi parte (cariño, miedo, odio, indiferencia, necesidad de protección, etc.). Es
precisamente en esta primigenia interacción intersubjetiva donde se constituye en
sentido básico mi capacidad de defender(me) (en el límite, de defender mi vida) y
de defender mi libertad, i.e. el libre desarrollo de mis posibilidades y potencialidades
subjetivas.
Ahora, si nos detenemos en esta descripción, podemos constatar que la relación con
los otros abre no sólo una dimensión «centrípeta» que lleva al cuidado de mí mismo,
sino que a su vez su vez abre una dimensión «centrífuga», i.e. mi experiencia es también
un salir al encuentro del otro, que me implica además un modo de tratar al otro. Es
decir, el otro no es sólo mi primer límite en sentido negativo, sino también en sentido
positivo, en tanto el otro también exige, en el marco de sus posibilidades y potencialidades,
un respeto por su libertad y por su propio cuerpo y, en el límite, por su vida.
Los primeros otros (mis padres, hermanos, amigos, primeros maestros), no son sólo
nuestra primera red de contención, que nos enseñan a cuidar lo más preciado que tenemos
(mi vida y mi libertad), sino que también se me imponen como límites, en primer lugar
a mi libertad. Los padres que retan al niño, los hermanos y amigos que dicen no a
mi libertad «omnipotente», el maestro que le imparte una orden al niño. Lo importante
a destacar en este contexto es la idea de «límite» que me impone el otro. La conciencia
de mi límite se constituye de un modo concomitante a la conciencia del límite que
impone el otro, ahí, delante de mi subjetividad. Es así que la interacción intersubjetiva
se constituye a su vez en el aparecer de un otro que defiende su libertad y su cuerpo
(su vida), imponiéndome el respeto a su libertad y a su cuerpo (vida); dicha conciencia
del respeto del otro se adquiere gradualmente a partir de la interrelación con los
otros.
Así, en un sentido básico, elemental, vemos que en la constitución de mi subjetividad
el otro aparece como un límite: en «sentido negativo», en tanto mero condicionamiento
de mi libertad, pero también en «sentido positivo», en tanto exigencia, demanda de
respeto por su vida y su libertad. Es a lo largo de la formación de mi subjetividad
que aprendo a exigir y ejercer mis «derechos básicos» en correlación con una comunidad de «yoes», que a su vez me exigen
un respeto de sus «derechos básicos». Fenomenológicamente, podemos decir que este reconocimiento de
los derechos del otro, es la primera conciencia de una «ley» en sentido básico, que
me exige respetar al otro en tanto otro. De este modo, mis derechos (en sentido pre-jurídico)
a mi libertad y a mi vida (en general, al cuidado de sí), se constituyen intersubjetivamente
a partir de la correlación que estos implican de respetar los mismos derechos del
otro.
¿Podemos decir que dicha «descripción fenomenológica» abre una «dimensión prescriptiva
o normativa»? Esta pregunta oculta una trampa, que es la presuposición de una dicotomía
indeclinable entre el orden del «ser» y el orden del «deber ser»; dicho presupuesto,
debería, en virtud de nuestra exigencia metodológica originaria, quedar entre paréntesis,
para circunscribirnos a «ver» solo aquello que aparece en nuestra experiencia. La
descripción presentada aquí no se basó ni en la postulación de un orden ontológico
del ser, ni en la consecuente derivación de un orden deontológico del deber ser; en
cualquier caso, dichas afirmaciones «metafísicas» presuponen lo dado en mi experiencia,
que no es del orden del ser, ni del orden del deber ser, sino que es anterior a éstos.
En conformidad con el método fenomenológico propuesto, cualquier afirmación con tenor
«metafísico» debe sostenerse sobre la base de la dimensión descriptiva de mi experiencia.
En efecto, es solo a partir de ésta que encuentro ciertos rasgos «eidéticos», es decir,
estructuras universales (de mi subjetividad, del otro, de la intersubjetividad en
general, de la comunidad, de las demás comunidades, de las diversas generaciones de
comunidades en una historia común, etc.) que se muestran a modo de leyes no en sentido
«normativo», sino en sentido «descriptivo»,11 como caracteres eidéticos que veo a partir de mi propia facticidad experiencial.
Nos encontramos aquí en un marco estrictamente descriptivo, que nos muestra que nuestra
propia subjetividad demanda derechos propios e impone el respeto a derechos ajenos, a partir de la conciencia de mi libertad y de mi vida, y el respeto por el otro,
constituyendo de este modo la base de la conciencia de derechos básicos fundamentales
(en cualquier caso, pre-jurídicos e incluso pre-morales). Dicha descripción nos permite
(simplemente) mostrar de qué modo somos conscientes de lo que es un derecho con anterioridad
genética a todo ordenamiento jurídico. Que en base a dicha exigencia que encontramos
a partir de nuestra misma facticidad, se imponga a su vez un orden normativo positivo
(sea moral o jurídico), implica en cualquier caso una objetivación, pero que sobreviene sobre la instancia fundante de aquellas leyes que aparecen en
la descripción mi experiencia.
La Urstiftung de los DDHH en tanto fundación de sentido en la historia de la humanidad
Ahora, ¿cómo llegamos entonces a los derechos humanos y cómo podemos relacionarlo
con lo anterior? Como dijimos, la descripción realizada nos permite ver que nuestra
experiencia nos presenta ciertos rasgos eidéticos constitutivos de mi subjetividad
y de las demás subjetividades en sus diferentes relaciones intersubjetivas y trans-subjetivas:
estos «derechos humanos básicos» son como vimos el derecho a la vida (y su cuidado)
y a la libertad (en el sentido más elemental del término). Estos derechos elementales
pueden objetivarse, al instituirse en la historia, a partir de un reconocimiento de
los mismos. En efecto, dicho reconocimiento (no en tanto meros derechos positivos,
sino en tanto derechos de todo hombre), se dio en la historia en un nivel trans-subjetivo
o intergeneracional (es decir, que se extiende a la humanidad excediendo el marco
de interacción de mi intersubjetividad actual o potencial directa), a partir de ciertos
acontecimientos en los que se institucionalizaron los derechos humanos a través de
declaraciones históricas, en particular en la Declaración de Independencia de los
EE.UU., en la Declaración de los derechos del hombre en la Revolución Francesa, en
la Declaración Universal de los DDHH, etc. La declaración de los derechos del hombre
en tanto tal no hacen otra cosa que reflejar, objetivar y universalizar aquello inherente
a la experiencia de cada subjetividad en su relación intersubjetiva.
La definición de «libertad» dada en la Declaración Francesa de los
Derechos del Hombre de 1789 sostiene que: “La libertad consiste en el poder de hacer todo aquello que
no dañe a otros; así, el ejercicio del derecho natural de todo ser humano tiene como
límites solo aquellos que aseguran a otros miembros de la sociedad el uso de estos
mismos derechos” (Art. 4). Se puede observar que la caracterización es profundamente
«descriptiva» en tanto muestra en qué consiste la libertad y cuál es el límite a la
misma. Más que un mero acuerdo positivo de partes (en sentido jurídico), se muestra
como un reconocimiento intersubjetivo y trans-subjetivo de aquello que, con una mirada
atenta, cada hombre puede encontrar en su misma experiencia y que, por ende, no es
un constructo metafísico artificial o el resultado de un mero pacto de partes. En
otras palabras, se trata de reconocer aquello que ya todos sabemos (por nuestra propia
constitución) porque es el modo a partir del cual llegamos a ser lo que somos.
En función de lo dicho, podemos ver que las diversas declaraciones históricas de los
DDHH, que mencionamos arriba, pueden entenderse a partir del concepto husserliano
de «proto-fundación» (Urstiftung),12i.e. de una institución de sentido que acontece en el marco de la facticidad histórica,
pero que constituye una fuente de validez y de legitimidad que desborda, en reconocimiento
universal, el marco mismo de la facticidad que es su fuente. Ahora, la conjugación
entre facticidad y validez universal nos coloca ante un modo diferente de ver los
DDHH que no encuadra en el marco del clásico debate entre iuspositivismo e iusnaturalismo.
En un sentido fenomenológico, los DDHH no son ni derechos naturales ni derechos positivos.
No son naturales porque, primero, no corresponden a una naturaleza ontológica o metafísica
supra-empírica que esté más allá de la facticidad; segundo, no son algo que se pueda
descubrir o postular de un modo puramente racional, a priori; tercero, porque su historia es fáctica, y en tanto tal contingente, es decir: su
reconocimiento e institución, bien podría no haberse dado nunca.13 No son positivos, pues no son el resultado de una mera convención o acuerdo que solo
se impone en virtud de autoridad instituyente (aun cuando ésta pueda alegar una cierta
base moral); por el contrario, son derechos cum fundamento in re, es decir, son algo que no solo puedo encontrar en mi experiencia, sino que, a partir
de remisiones intencionales intersubjetivas y trans-subjetivas, aparecen en toda subjetividad
que indague en su propia experiencia. Sobre esta base las respectivas Urstiftungen históricas instituyen una validez y legitimidad de alcance universal.
La Urstiftung es historia, i.e., no es nada antes de la institución misma, solo pura potencialidad en mayor o menor
medida realizable. Ésta «funda» o «instituye» algo nuevo en la historia (en nuestro
caso, los DDHH), que une y obliga (verbindet) a las generaciones por venir en la medida en que estos sentidos se proyectan (fortleben) en formas de sedimentaciones y de nuevas confirmaciones (Nachstiftungen) que ratifican ese sentido originario y lo hacen sobrevivir para las futuras generaciones
(Husserl, Hua VI: 72). Es precisamente el carácter histórico, temporal, instituido el que hace patente
el lado fáctico de los DDHH; como ya dijimos, la proto-fundación de los DDHH pudo
no haberse dado nunca, y esto habla de su contingencia estructural en tanto institución
de la humanidad. No hay aquí marco alguno para una lectura dialéctica (hegeliana o
marxista) de la historia, que, desde una perspectiva fenomenológica, no sería otra
cosa que una construcción metafísica impuesta al acontecer mismo de la experiencia.
La contingencia de la proto-fundación rechaza toda idea de necesidad intrínseca a
la historia; por supuesto, hay hechos históricos e intelectuales que coadyuvaron a
la declaración de los DDHH, pero son solo eso, i.e., hechos históricos concretos, únicos y absolutamente contingentes en su fragilidad
histórica. Pudo no haber nacido Locke, o incluso, pudo haber fracasado la Revolución
Francesa o la Independencia de los EE.UU., con lo cual se hace patente su fragilidad,
así como el inmenso valor de que algo así haya ocurrido. ¿Debemos entonces defender
y sostener dicha validez instituida en estos acontecimientos históricos?
El «deber» que aquí está en juego no es algo que remita a una dimensión deontológica
o una instancia prescriptiva. El «deber» del que hablamos aquí nos remite, en su sentido
más básico, a la institución objetivada de aquello que es lo más humano, que aparece en mi más
íntima esfera subjetiva, en su necesaria correlación intersubjetiva con el otro; como vimos, esto es el derecho a mi vida y a mi libertad y, en tanto intersubjetiva,
el derecho del otro, en el límite, podríamos decir de todos los otros, o bien, de
modo abstracto, de la humanidad. Así, el «deber» planteado aquí, no tiene otra intención
que hacernos recordar que más allá de cualquier discurso teórico, en la raíz misma
de nuestra facticidad concreta, somos humanos y en tanto tales tenemos derechos fundamentales
(anteriores al derecho mismo, subjetivo u objetivo, como se ha planteado en el capítulo
dedicado a Nino), que se dan al mismo tiempo con la patencia de un límite que impone
el otro, cuyo rostro, como diría Levinas, se me muestra antes de toda sospecha, de
toda duda, de todo discurso, como límite que exige su derecho a vivir y ser libre.
La facticidad misma de nuestra subjetividad en su relación experiencial con el otro
nos coloca siempre «más acá» de toda metafísica, de toda ontología o de una axiología,
pero también «más acá» de toda duda, de todo escepticismo y de todo nihilismo, que,
en última instancia, siempre parte de evidencias primarias que ya tenemos en nuestra
vida concreta; nuestra libertad y nuestra vida (los bienes más preciados que tenemos)
y nuestro respeto del otro (hombre) no necesitan ser legitimados exógenamente a partir
de discursos teóricos prescriptivos y abstractos, sino que son evidencias básicas
del mundo de la vida, que, como se dijo, se muestran temáticamente a partir de una
atenta descripción fenomenológica.
Las Urstiftungen de los DDHH que heredamos trans-generacionalmente desde el
siglo XVIII en adelante, son instituciones que, como se dijo, nunca están (ni
estarán) exentas del peligro sea ya de no ser respetadas, ignoradas, o directamente
negadas; es así esta contingencia fáctica la que nos coloca ante una infinita
responsabilidad, que no sólo es pre-jurídica, sino que también es pre-moral, en
tanto consiste meramente en un «responder» a mi propia historia, a la historia
del
otro y, en el límite, a la historia de la humanidad. En tal sentido,
«responsabilidad» no quiere decir aquí otra cosa que re-conocer, y, en tanto tal,
«responder» a las «proto-fundaciones» originarias, a partir de «pos-fundaciones»
(Nachstiftungen), o bien de «nuevas-fundaciones»
(Neustiftungen) o refundaciones. En síntesis, podemos decir que
el reconocimiento fenomenológico de los DDHH no es otra cosa que un mirar a los
derechos más fundamentales a partir de su misma fuente de legitimidad, que nos
hace
patente que los DDHH humanos no son en primer lugar un mandato de orden
prescriptivo, sino la conciencia de derecho de uno mismo, del otro, y, en el límite,
de la humanidad.