De la violencia en el arte o del arte violento
On Violence in Art or About Violent Art

Natalia Stengel Peña

Universidad Anáhuac Querétaro, México

nataliastengelp@gmail.com

Recibido: 03/07/2016 • Aceptado: 29/01/2018

Resumen

Este artículo se estructura a partir de la clasificación de la violencia que realiza Žižek en subjetiva, objetiva, simbólica y sistémica, para explicitar cómo es que se utiliza la violencia en la denuncia de ésta a través del arte. Se exploran las obras de cuatro artistas, una por cada forma de violencia: Teresa Margolles, como expositora de la violencia subjetiva; Cindy Sherman, como la fotógrafa de la violencia objetiva; Hannah Wilke y su denuncia de la violencia simbólica y Mariana Abramović, quien desencadena la oculta violencia sistémica. Asimismo, se explora el papel que tiene el espectador frente al arte que requiere de su participación.

Palabras clave: arte, cuerpo, feminismo, performance, violencia.

Abstract

The feminists of the Second Wave found in art a public sphere in which they were allowed to express freely. They took advantage of this new freedom to denounce the violent situation in which women lived, and still live. Some of the first feminist artworks from the seventies, like Dinner Party (1974-1979), Rhythm 0 (1974), Intra Venus (1993) or the collective exhibition Womanhouse (1972) commonly used violence to express violence. This rose a debate about the validity of this art. Nevertheless, nowadays performance is frequently seen in museums, and it does not strive for validation anymore. This paper follows the classification of violence made by Žižek: subjective, objective, symbolic and systemic, to show how violence is used when it is itself denounced through art. It explores the artworks of four female artists, one per each type of violence: Teresa Margolles exhibits subjective violence, Cindy Sherman photographs the objective violence, Hannah Wilke denounces, while she portrays it, symbolic violence and Marina Abramović revealed the hidden systemic violence. Finally, there is an exploration of the role of the spectator regarding artworks where his/her participation is required.

Key words: art, body, feminism, performance, violence.

Introducción

Los artistas han buscado diversos medios para expresar la realidad de la manera más objetiva posible. Tal búsqueda de la objetividad derivó en la exploración de formas de arte ahora ya aceptadas: el performance, las instalaciones y el arte objeto, entre otras; formatos en los que las feministas de la segunda ola encontraron un espacio prolífico para la expresión.

Hay quienes afirman que es ahí donde mayor libertad encontraron. Incluso Kate Millett, una de las teóricas más relevantes de este movimiento, presentó una instalación para denunciar la violencia que se había manifestado en el juicio de Sylvia Likens (Phelan, 2012), en donde el tema parecía desviarse del hecho de que una adolescente de 16 años había sido asesinada y se centraba en discutir si, por promiscua, merecía el castigo. Después de la lucha por el voto, a finales del siglo XIX y principios del siglo XX, las mujeres buscaron una igualdad efectiva en las esferas públicas; en parte, sus manifestaciones quedaron plasmadas en el arte.

Al tiempo que las mujeres lograron entrar a los museos, se inició un debate respecto a la legitimidad de lo que estaban presentando. Incluso entre las feministas se discutió el quehacer artístico de las mujeres, pues en la mayoría de los casos representaba alguna forma de situación violenta (Phelan, 2012: 15-46). De los sesenta hasta el día de hoy, se mantiene esta discusión. Aún en obras no feministas surgen las preguntas: ¿estamos frente a piezas de arte o no?, ¿tiene el arte un papel político?, ¿la categoría de belleza es válida para juzgar el arte contemporáneo?

Este análisis parte de dos afirmaciones. La primera, propuesta por Baudrillard, es que la época de las liberaciones y de las luchas de las minorías ya sucedió y, oficialmente, les fueron concedidas las leyes y los mecanismos de protección a tales grupos (1991: 9-19). Lo que vivimos ahora, sigue, es la era de los trans, de forma que estamos frente a una transéstetica,1 por lo que las categorías tradicionales para juzgar el arte son insuficientes y ni siquiera se recurrirá a ellas, siguiendo lo establecido por Jameson al explicar cómo el arte contemporáneo no remite a una referencialidad siquiera (1991: 26), de forma que el debate sobre si la belleza, proporción o sublimidad son o no categorías propias del arte no será relevante en éste estudio. La segunda afirmación es el resultado de una conversación entre Carlos Arias, Maris Bustamante, Mónica Castillo, Lourdes Grobet, Magali Lara, Mónica Mayer y Lorena Wolffer (2001): el arte feminista es político y, por lo tanto, recurre a la representación, o presentación, de la violencia como un acto político de denuncia, en el que se espera un papel activo del espectador.

Dado lo anterior, este ensayo presentará cuatro obras de arte de mujeres que trabajan el tema de la violencia, clasificadas de acuerdo con la estructura propuesta por Žižek (2008) y, si bien no se trata de una defensa o una explicación de por qué habrían de ser consideradas como arte, sí pretende justificar el recurrir a la violencia para denunciar la violencia bajo el principio enunciado por el mismo autor en una conferencia dada en Cincinnati (2013), al comparar las dos películas sobre la vida de Lincoln recientemente realizadas, la de Spielberg, que se apegó lo más posible a la realidad y la cómica Lincoln contra los vampiros. De acuerdo con Žižek, la realista llega a tal nivel de crueldad que el espectador simplemente se aleja y evita identificarse con cualquiera de los bandos, sea con el del victimario o con el de la víctima, pues uno no quiere responsabilizarse de causar el dolor, pero tampoco recibirlo, mientras que la segunda es tan fantasiosa que uno puede comprender el nivel de violencia que se vivió en la guerra de secesión. Es decir, a través de las metáforas, se accede con mayor facilidad al hecho de lo que a partir de la presentación de éste. Así, es probable que alguien ajeno a la guerra del narcotráfico pueda acceder mejor a comprenderla a través de una obra de Margolles que de una nota periodística explícita.

De esta forma, el análisis comprende cinco partes: el anonimato de la muerte en México, nombrado por Teresa Margolles, para estudiar la violencia subjetiva; la fotografía de lo retratado en la obra de Cindy Sherman como violencia objetiva; Hannah Wilke, violentando la imagen estereotipada para acercase a la violencia simbólica; Marina Abramović y la persistencia de la violencia como escenificación de la violencia sistémica; finalmente, la última parte estará dedicada al papel del espectador.

El anonimato de la muerte en México, nombrado por Teresa Margolles

De acuerdo al Índice Global de la Paz (2015), México vive una situación de violencia extrema; de 162 países analizados, México ocupa la posición 144: la más baja de toda América. El índice se obtiene proponiendo un rango máximo de 5 y un rango mínimo de 1, con el que se califica la situación de cada país. La calificación del índice para nuestro país revela la situación aberrante que atraviesa: en criminalidad, obtuvimos cuatro de cinco, al igual que en el acceso a armas. Llegamos a cinco de cinco en homicidios y crímenes violentos y a 4.7 de cinco en muertes por conflictos extremos. Nuestra situación es la propia de un país en condiciones de guerra, como Siria. Esta medición reporta algunas de las manifestaciones de violencia subjetiva entendida como aquella realizada por un agente identificable y sólo apreciable porque existe el grado cero de violencia (Žižek, 2008: 1/5), es decir, sólo en el sentido de que existen países como Islandia, que de acuerdo al mismo índice es el menos violento, podemos detectar la situación violenta en México.

La artista Teresa Margolles llevó a cabo obras, sobre todo ready-mades asistidos e instalaciones, que retratan la situación de violencia que atraviesa nuestro país. Sus propuestas suelen ser en extremo polémicas, usualmente por lo violentas que resultan. Pero también por la relación en que están sus obras con los cuerpos. El cuerpo posee un peso cultural bastante grande, sea como un medio artístico, de expresión de lo bello e incluso, en muchas religiones, como algo sagrado, razón por la que varios ritos funerarios decoran al cuerpo, lo cosmetizan para el entierro. En una entrevista para la TVE, la artista dijo: “dentro de la morgue, el cuerpo se convierte en un cuerpo social” (T. Margolles, comunicación personal, 10 de marzo de 2014); es decir, los cuerpos que resultan de la violencia son, en sí mismos, una denuncia de lo que se vive en México.

Si el ready-made propone la utilización de objetos cotidianos para la creación artística, Margolles lleva al extremo esta técnica, al involucrar cuerpos en la mayoría de sus obras; cuerpos que acaban siendo convertidos en objetos, como Fountain de Duchamp. Mas lo interesante aquí no es que la artista sea quien objetiva los cadáveres, sino la sociedad, las familias y las instituciones. Los cuerpos que muestra son aquellos desechados, olvidados, maltratados o los que no pueden ser enterrados por falta de recursos económicos. La artista recobra la significación de los cuerpos anónimos que parecen no tener ninguna importancia: los convierte en una obra que perpetúa al muerto olvidado y, al mismo tiempo, denuncia la negligencia de la sociedad frente a las miles de muertes anónimas que tienen sitio en nuestro país. Los muertos anónimos resultan de una violencia generalizada que consume la interacción social. Son los cadáveres que resultan de una guerra contra el narcotráfico cuyo fin ya no está claro. Son los cadáveres de asesinadas, hijas del desprecio hacia las mujeres por el simple hecho de ser mujeres; situación que los convierte en significado, significante y referente de la violencia subjetiva que se vive en México.

Aunque, en la pantalla, poco se censuran los errores gubernamentales y mucho se esconde su complicidad con la multitud de muertos que habitan nuestras ciudades y noticias; aunque los muertos puedan convertirse en un hecho incómodo y aunque comunidades enteras supongan que esconder los cuerpos borrará su memoria y la tristeza de perderlos; aun cuando el número de muertos asciende a los 57 mil (Mendoza y Navarro, 2015), es imposible ocultar todos los cadáveres, limpiar toda la sangre y desaparecer a los asesinos, como también es imposible que no veamos esta violencia. Esta visibilidad le es propia a la violencia subjetiva: “La lección es que uno se debe resistir a la fascinación de la violencia subjetiva, violencia realizada por agentes sociales, individuos malévolos, aparatos disciplinarios represivos, multitudes fanáticas: la violencia subjetiva es sólo la más visible de las tres” (Žižek, 2008). 2 En la obra Vaporización, Margolles llena un cuarto de vapor, como un sauna, espacio utilizado para limpiar la piel, exfoliar los poros y del que, supuestamente, uno sale limpio. Pero el agua utilizada en la obra procede de las morgues. Es la misma con la que limpiaron los cadáveres. Carga la memoria de aquellos que no son recordados: “La sala está llena de vapor, como en noche densa de neblina. El vapor se impregna en la ropa, la piel, el pelo, las manos, los zapatos. Se queda…” (Rudolf Reust citado por Segura, 2010: 4). Lo que debía aparecer en una lápida envuelve a los espectadores que suspiran la muerte anónima mucho antes de entrar a la sala, pero sólo se vuelven conscientes cuando el vapor los obliga a suspirar por quienes nadie ha suspirado. Incorpora en el acto violento aquellos que parecen ajenos a esta realidad.

En un auto, viaja una familia. Ni siquiera tiene que ser una familia que consuma, venda o intercambie drogas. Se puede tratar de una familia inocente, que represente el ideal institucional. Pero que, al cruzar la calle en el momento y lugar inadecuados, se convierten en otras tantas víctimas de la violencia, tan permanentemente instalada en todos los rincones del país. Ajuste de cuentas es una pieza de joyería auténticamente mexicana, artesanal, hecha a mano, con piezas obtenidas en nuestro país; pero no sacadas de una mina, sino de las calles: del pavimento que brilla gracias a los pedazos de ventanas que restan, como últimos testigos, de balaceras. Con los restos de los autos, Margolles realiza piezas de joyería que brillan, que lucen y que ostentan, al tiempo que dan voz a aquellos que mueren sin pertenecer al sistema que perpetúa la violencia.

La muerte no sólo está contenida en los cadáveres, sino en las cosas que rodean a los muertos, esas que denuncian sus causas. Si la principal causa de muerte en México siguiera siendo la diabetes, entonces las jeringas para inyectarse insulina serían un objeto significativo. Pero la realidad es que los hombres de este país mueren asesinados, muchas veces de forma accidental. En este sentido, la pieza Ajuste de cuentas resulta iluminadora: somos consumistas, acumulamos objetos que convertimos en íconos momentáneos de un estatuto social, de la moda e incluso de un gusto recatado; entre lo más preciado que podemos consumir está la joyería, cuya duración material es incierta, pero cuya actualidad es breve: diamantes que no desecharíamos, pasan de moda y pierden su utilidad.

En la Bienal de Venecia, Margolles rompió los protocolos diplomáticos tradicionales al limpiar una calle ensangrentada con la bandera mexicana, al mostrar narco-mantas bordadas y ensuciadas con desechos de balaceras. La obra se titulaba ¿De qué más podemos hablar?, pero esta podría ser la pregunta que atraviesa toda su obra: un grito desesperado por hacernos despertar, por impedir que sigamos con nuestras vidas como si nada estuviera sucediendo; desnaturaliza la violencia a la que nos hemos acostumbrado. ¿De qué más podemos hablar los mexicanos? Como resultado de ser el país más violento de América, todos o hemos perdido a alguien o conocemos a alguien que perdió algún familiar o amigo. Ya no es hipocresía no hablar de esto. Más bien, guardar silencio resulta en un cinismo adormilante. El silencio cómplice es sólo una muestra de nuestra enajenación y, a través de estas obras, aun cuando todos fuéramos insensibles, los muertos, nuestros muertos, desenajenados, nos interpelan desde sus restos y sus rastros.

En una entrevista, Margolles afirmó: “el arte tiene las implicaciones que puede tener la prensa o la arquitectura. Yo apuesto por un arte vivo y crítico” (T. Margolles, comunicación personal, 18 de febrero de 2014). La utilización de la violencia subjetiva para denunciarla responde a la creación de un arte vivo y crítico, que permite al espectador experimentar el acto. De esa forma, el desagrado y la incomodidad provocan en el espectador una reacción similar a aquella producida por las noticias sobre la guerra contra el narcotráfico para quien no está acostumbrado a ellas.

Hanna Wilke: violentando la imagen estereotipada

No se puede afirmar que toda mujer artista sea feminista o que toda obra de autoría femenina defienda los derechos de la mujer. Sin embargo, sí se puede afirmar que, de una u otra forma, toda mujer ha sufrido distintos tipos violencia. Desde luego, algunos casos son mucho más severos que otros, menos consecuentes. Pero la mujer, al pertenecer a una minoría, es hecha objeto de casos de negligencia, abandono o violencia. Kate Millet, en su libro, Sexual Politics (2000) explica que la condición de minoría no resulta del número de integrantes de un grupo, sino del número de representantes en el poder, el peso de las necesidades específicas en reglamentos y constituciones. Según Millet, mientras la relevancia social y política de un actor social sea poca o nula, entonces se hablará de una minoría que estará, pues, sometida a la violencia.

Son estas ideas las que impactaron en el pensamiento de las mujeres; sobre todo, de aquellas estudiosas, académicas y artistas de los Estados Unidos en cuya obra se puede identificar, al menos, una declaración respecto a la situación que vivían, que denunciaron y contra la que trabaron polémica: es en el cuerpo en donde se reflejan las consecuencias de la violencia. Por eso es desde el cuerpo que la denuncia se vuelve explícita.

Hannah Wilke, la artista aquí propuesta, explica la discriminación con la expresión actriz-cicatriz: “el perjuicio ha provocado guerras, mutilaciones, hostilidad y alienación; todo esto por el miedo al Otro. El odio a uno mismo es una necesidad financiera, un invento capitalista, totalitario y religioso, usado para controlar a las masas” (Phelan, 2012: 107). La artista sufrió violencia interseccional: por ser mujer, por ser judía, por ser atractiva y, finalmente, por estar enferma. Todo esto quedó marcado en su cuerpo, que exhibe, fotografía y desde el que reta al espectador.

El peso del cuerpo como objeto de violencia y motivo de tal ha sido tratado por Simone de Beauvoir, mas es Bourdieu quien explica el origen de la discriminación sexual: “La diferencia biológica entre los sexos, entre los cuerpos masculinos y femeninos y, en particular, la diferencia anatómica entre los órganos sexuales, puede parecer como la justificación natural de la diferenciación entre géneros construida socialmente” (Bourdieu, 2007: 24). Al manifestar físicamente el cuerpo sexuado que se diferencia del varón, se reduce el motivo de crítica o la justificación de superioridad sexual y, por tanto, el sentido de segregación o discriminación; es decir nada en la anatomía femenina o masculina parece tener el peso suficiente para sustentar la desigualdad entre hombres y mujeres.

La reducción del cuerpo a un objeto responde a los estándares mediante su misma «herramienta»: la propuesta del cuerpo ideal, deseado y sexualizado pertenece a la violencia simbólica en la que se funda la desigualdad entre hombres y mujeres: “Un modelo sociocultural que enfatiza el corriente estado social de la delgadez, así como otros estándares de belleza difíciles de conseguir, es omnipresente y conduce a conductas extremas a las que es imposible adaptarse, todas son imposibles de conseguir para la mujer promedio” (Thompson y Heinberg, 1995: 340). Esto justifica y amerita la respuesta artística desde el cuerpo desnudo, que no puede ser más disrruptor en un museo de lo que es en la publicidad.

A la utilización del cuerpo como «lienzo» de denuncia, también corresponde la situación socio-histórica que vivimos: llámesele hipermodernidad, sobremodernidad, transmodernidad o posmodernidad (cada una con un peso semántico distinto). La realidad es que hemos perdido los referentes que nos permitían llevar a cabo el proceso semiótico de desdoblar metáforas o de distinguir entre el ícono y la creencia. Esto permite el consumismo sobre el consumo, el desprecio de los valores sin significación por la obtención de un bien y, entre otros, la pérdida del sentido del cuerpo: “En un momento, el cuerpo fue la metáfora del alma, después se convirtió en la metáfora del sexo. Hoy en día no es para nada una metáfora” (Baudrillard, 1991: 7). Si el cuerpo no es una metáfora, puede adquirir una significación arbitraria que permita transformarlo en símbolo de cualquier cosa, o bien, puede ser resignificado como la metáfora original del alma, psique o mente. Dada nuestra sensibilidad posmoderna, no se puede afirmar el desnudo como una violencia en sí misma, sino como parte de un acto antropológico en términos comprensibles para el ser humano.

La obra de Hannah Wilke sugiere una forma más de violencia a la que se enfrenta el cuerpo: cuando se trata de un cuerpo enfermo que, entonces, no es apetecible. Es curioso, da asco o lástima, pero no deja de ser objeto. Pasa de ser motivo de placer a ser motivo de ciencia, lo que, para los términos occidentales, sugiere lo mismo, por lo menos desde lo que establece Foucault acerca de la scientia sexualis: “Su objetivo no será cómo hacer posible un placer más intenso, sino la verdad de éste, en el individuo, sobre qué es su sexo o su sexualidad: la verdad del sexo y no la intensidad del placer” (2007: 19). El cuerpo cancerígeno de Wilke es la verdad del sexo. El interés en la deformación anatómica, no desde la piedad sino desde el morbo. No se trata de una mera diferenciación sexual o de una propuesta cosmética, sino de una manifestación en contra de “instituciones y educación, educación entendida como todo lo que nos sucede a nosotras (las mujeres) desde el momento en el que entramos a este mundo de símbolos, señales y signos llenos de significados” (Jones, 2012: 35).

Para comprender plenamente la serie Intra-Venus es necesario analizar obras de Wilke antes del cáncer. Uno de sus trabajos más importantes es SOS (Starification Object Series). En ella, aparece con el torso desnudo, posando en distintas posiciones convencionales, cubierta con gomas de mascar que moldeó a partir de un estudio cultural sobre los órganos genitales femeninos. Ella es la protagonista del performance y la pieza de éste. Se muestra seductora y se objetiviza frente a la mirada masculina, igual que hacen las modelos en las páginas de las revistas. Sin embargo, al estar cubierta de chicles, complica los juicios del espectador, mientras amenaza los símbolos sexuales convencionales, de forma que la mujer atractiva se opone directamente al sistema de comercialización humana, considerando que: “El orgullo, el poder y el placer sexual amenazan los logros culturales, a menos de que puedan ser hechos de una forma que reporte beneficios económicos y sociales” (Jones, 2012: 107).

Wilke experimentó, involuntariamente, una metamorfosis. Sufrió cáncer de mama y se convirtió en otra persona que aún seducía, que aún retaba el cuerpo convencionalmente bello, pero ahora lo hacía desde la enfermedad. La muchacha guapa y seductora se transformó en un tabú. Como explicó Sontag sobre la enfermedad: “Al relacionarse con alguien que sufre una enfermedad supuestamente misteriosa es inevitablemente alguna forma de infracción; o el sentimiento de que viola al tabú” (1989: 1). Se refiere al cáncer como una obscenidad que nadie sabe manejar, que marca como insociables a los que la padecen. Se trata de un cuerpo que se consume y nos aterroriza.

La serie Intra-Venus nos muestra a una mujer siendo consumida por su propio cuerpo, sin esperanzas y, al ser su último performance, nos sentimos comprometidos a observar y a escuchar, pero nunca desde la empatía, pues no empatizamos con lo indeseable. Vemos las cicatrices y heridas que la sociedad no quiere ver, que se invisibilizan bajo la cosmética:

Al hacer esto, ella nos provee de un vehículo a través del cual respondemos al reconsiderar lo que entendemos de la enfermedad y el impacto en la identidad. La función simbólica del exoesqueleto, por tanto, implica la transfiguración de la lectura social del cuerpo a una escritura afirmativa sobre el cuerpo (Tembeck, 2009: 90).

Las poses en esta última obra no son arbitrarias. Responden a la tradicional personificación de la belleza, lo místico y lo adorado. Así obligó a los espectadores a observar el estereotipo que, lejos de aquello que lo volvía tal, se volvía repulsivo. La suya es una respuesta tan violenta como el encasillamiento de los estereotipos: “El cuerpo empieza a existir en la medida en que siente repugnancia, rechazo, deseo; sin embargo, devora lo que le asquea y explota este gusto por lo que disgusta, exponiéndose así al vértigo” (Barthes, 1986: 216). Mientras la artista lució cual modelo, era ignorada; incluso se decía que su mérito era cosmético, no artístico; fue hasta que su cuerpo dejó de representar las reglas sociales de belleza femenina que se la tomó en serio y se le consideró una artista seria (Princethal, 2010).

La violencia no es un elemento explícito en estas obras, sino implícito tanto en la obra como en la mirada provocada. Es a través de un juicio frente a lo que pensamos al verla que nos podemos volver conscientes de ejercer una violencia que es, primordialmente, simbólica.

La forma de trabajar la violencia simbólica de Wilke es un réplica de cómo se manifiesta ésta en el entorno social, como lo detecta Bourdieu: se justifica la subordinación de la mujer al hombre en una dinámica irreconocible que se reproduce en los símbolos que ambos sexos utilizan, sin notar que uno está objetivizándose mientras el otro lo objetiviza y funciona porque no se sabe ni quién es el responsable ni cuál es su origen: “Una violencia fundamental existe en esta esencial habilidad del lenguaje: a nuestro mundo se le da un vuelco parcial, pierde su inocencia balanceada, un color parcial da el tono del todo” (Žižek, 2008).3 La respuesta de la artista es a través de la reproducción del lenguaje dado por lo que parece sentenciar, como Sherman, que sólo queda ironizar lo dado para resaltar este orden violento.

Cindy Sherman, la fotografía de lo representado

La artista norteamericana Cindy Sherman es una fotógrafa que se ha dedicado a presentar imágenes que creemos identificar en referentes del cine y arte clásico, pero que, en realidad no apelan a ninguna obra original. Simplemente, los reconocemos porque personifican los estereotipos tan aceptados y poco cuestionados que los asociamos con imágenes inexistentes; lo que pone frente al espectador es la hiperrealidad:

Liberados de lo real, podemos pintar más real que lo real: hiperreal. Precisamente todo comenzó con el hiperrealismo y el pop Art, con el ensalzamiento de la vida cotidiana a la potencia irónica del realismo fotográfico. Hoy, esta escalada engloba indiferenciadamente todas las formas de arte y todos los estilos, que entran en el campo transestético de la simulación (Baudrillard, 1991: 25).

Y es que la labor de Sherman, más que representantiva, es «simulacral». A través de la cosmética y el disfraz, Sherman personifica las etiquetas atribuidas a las mujeres bajo un sistema que impone los roles de género:

las simulaciones de los cuerpos artísticos de figuras como Sherman y Koons parecen reiterar, si bien a través de la exageración paródica –y potencialmente crítica–, la oclusión del cuerpo como una forma de individualización enferma, dolorida, hedionda, incoherente y quiásmica tras la superficie corporal diestra y adolorida de la reproducción de masas (Phelan, 2012: 36).

La violencia presente en la industria cultural que crea productos mediáticos para las masas había sido anunciada por Adorno y Horkheimer en Dialéctica de la Ilustración (2007); sin embargo, al insertarse en la cotidianidad social, forma parte de lo que Žižek concibe como violencia objetiva, que no puede ser apreciada desde la misma perspectiva en la que apreciamos el acto violento:

La violencia objetiva es precisamente la violencia inherente a este estado «normal» de las cosas. La violencia objetiva es invisible dado que sostiene el estándar mismo del nivel cero en el que percibes algo como subjetivamente violento (Žižek, 2008).4

Es decir, al estar frente a ésta, o bien, frente algunas de las obras de Sherman, no es perceptible la violencia frente a nosotros porque responde a lo cotidiano, a lo establecido como normal. Por ejemplo, en su serie Film Stills, en la que reproduce personajes cinematográficos familiares no identificables, la mayoría de éstos parecen pertenecer a películas clásicas de Hollywood: mujeres atractivas haciendo labores propiamente femeninas: cocinando, caminando en la calle, alcanzando un libro, etcétera.

En primera instancia, no hay ningún acto violento; ni siquiera es que se proponga una metáfora de alguna forma de violencia contra la mujer. Sin embargo, como ella misma lo dijo:

La elección de un personaje de ese tipo tenía que ver con mi propia ambivalencia en relación con la sexualidad. ¿Cómo voy a ser una buena chica si crecí con una serie de modelos a seguir, muchos de ellos del mundo del celuloide, que eran como ese personaje? (Sherman, citada por Phelan, 2012: 151).

La división social por la que los hombres participan en la esfera pública, mientras las mujeres las mujeres son confinadas a la esfera privada, impide a la mitad de la población la posibilidad de ejercer la libertad, a favor de mantener el orden estable y «normal» del sistema. Uno de los sexos tiene que ser el productivo, mientras el otro tiene que encargarse de las labores del hogar y el cuidado de la familia:

“En nuestras sociedades predomina una división del trabajo según el género, confiriéndole un sesgo masculino a partir de la valoración de categorías liberales (autonomía, actividad pública, competencia) por encima de la esfera privada, a la que está relegada la mujer, de la solidaridad familiar, la conexión, la responsabilidad por otros dependientes, el deber de respetar las costumbres de la comunidad” (Žižek, 2008).5

En otra de sus series,Distasters, Fairy Tales and Disgust Pictures (Desastres, cuentos de hadas e imágenes desagradables), la artista nos muestra escenas tras el acto violento. No se trata de una imagen congelada de la violencia, sino la evidencia de que hubo algún tipo de violencia; justo como lo hace la postpornografía con la escena sexual. En este sentido, hay dos puntos sobre la violencia objetiva que destaca Žižek: las consecuencias del consumismo pertenecen a la violencia objetiva y la escena que sucede al acto de violencia subjetiva deja de ser considerada como tal y, por lo tanto, se espera su normalización. En Sin título nº 175, de 1987, lo único que se ve es un tiradero de objetos, un desastre de piezas rotas, brownies, vómito y, en uno de los lentes, se ve reflejada una mujer con miedo. La recreación de lo que pudo haber sucedido supera la violencia misma de lo ocurrido, mientras que el miedo es la única forma en la que puede existir la violencia objetiva.

Lo que hace Sherman es explicitar la violencia objetiva. Al sobre-representarla y ridiculizarla, visibiliza lo que parece invisible.

Marina Abramović y la persistencia de la violencia

Marina Abramović es una de las artistas más mediáticas y reconocidas de nuestros días. Su aparición en videos musicales, programas de televisión y conferencias la han vuelto una referencia global de la cultura contemporánea. Es imposible hablar del performance sin mencionar su nombre.

Marina Abramović se dedicó al performance buscando un arte que fomentara, de manera inmediata, una experiencia mental y física. Para ello, la plástica y la pintura no bastaron, así que experimentó con sonido y, finalmente, terminó mezclando diversos elementos y disciplinas en sus performances (Westcott, 2014).

El sentido del dolor y la potencialidad violenta de los humanos es lo que inspiraron una de sus series más famosas, de la que proviene la obra a la que se le dedica gran parte de esta sección: los Rythms, donde ella se entrega como objeto a los espectadores y permanece vulnerable ante ellos, sometida a lo inesperado. En esta obra, se arriesga a sentir profundamente, inclusive el dolor. Es precisamente ese dolor el que nos hace interrogarnos sobre la posibilidad de transgredir los límites morales por amor al arte. Abramović fue terriblemente criticada y acusada de masoquista. Si ella estaba convencida de que existe el deseo de causar un daño en cada uno de los seres humanos, por lo menos en la situación social en la que vivimos, Rythm 0 debió confirmarla en su convicción. (Westcott, 2010).

El performance Rythm 0 es violento, mas no por las acciones de la artista sino por las de los espectadores. Durante este performance, ella permaneció inmóvil durante 6 horas y dispuso sobre una mesa 72 objetos, que incluían: un tenedor, una botella de perfume, azúcar, un hacha, una campana, una pluma, cadenas, alfileres, tijeras, un libro, miel, un martillo, una sierra, el hueso de un cordero, un periódico, uvas, aceite de oliva, una cámara Polaroid, una rama de romero, un espejo, una rosa, labial, un collar, una pistola y una bala. El público sabía que podía hacer lo que quisiera con ella. Se anunció como un objeto y sobre la pared se leía: «En la mesa hay setenta y dos utensilios que pueden usarse sobre mí como se quiera. Yo soy el objeto». Las preguntas que motivaron esta investigación tenían que ver con qué sucede cuando un humano renuncia a su dignidad para dejar de ser un alguien y empezar a ser un algo. Hasta dónde puede llegar la violencia humana ante un vulnerable y si sólo algunos individuos son violentos o todos pueden serlo cuando se presenta una víctima.

Las primeras tres horas no sucedió nada extraordinario: la maquillaron, la hicieron verse en el espejo e incluso la besaron. Sin embargo, conforme transcurría el tiempo, la gente adquirió más confianza y se volvió más violenta: primero la desvistieron rasgando su ropa; después la cortaron, la coronaron con espinas y, al final, uno de los espectadores cargó la pistola y le apuntó a la cabeza. En ese momento, la audiencia puso un alto al performance. Pero permaneció el miedo a las capacidades humanas y se evidenció que la violencia no estaba contenida en ella, sino en aquellos que participaban en el performance.

El performance nos lleva a hacernos una pregunta: ¿qué alimenta la violencia? Foucault (2013), como resultado de sus genealogías sobre la locura y la sexualidad, llega a la conclusión de que ambas se reducen a las (im)-posibilidades establecidas por el poder. Sin embargo, no refiere al poder como contenido por un sujeto, sino que ni siquiera es ejercido por alguien en particular; es decir, no hay un dueño del poder, sino una microfísica del poder, ejercida por instituciones y estructuras, no por personas. En este sentido, el poder no es otra cosa más que la sumisión del otro que se consigue por medio de la violencia; es decir, todas aquellas estructuras que mantienen el poder, lo obtienen mediante el ejercicio de un control violento y, por tanto, resulta utópico afirmar que nos enfrentamos a todo tipo de abuso y maltrato constantemente, en favor de mantener el «control», lo que nos lleva a normalizar los actos dañinos como parte del sistema. Así, nada impide la manifestación violenta de un individuo que se encuentra sometido, más cuando encuentra la posibilidad de subordinar al otro, de convertirlo en objeto y manipularlo y, por tanto, de integrarse a la estructura de la microfísica del poder: es el caso de algunos prisioneros de los campos de concentración, de los obreros enajenados y de los artistas que facilitan el proceso de cosificación de la obra y no la apreciación estética.

El caso de la violencia sistémica es más complicado, tanto de entender como de visualizar. Está presente en las consecuencias del sistema económico y político. Pertenece al ámbito de lo ideológico y, por lo tanto, está presente, de forma implícita, en la producción cultural y en las acciones políticas, tanto por parte de civiles como por parte del Estado. Si partimos de lo que describe Foucault en Verdad y Poder (2013: 379-392), la existencia de la violencia sistémica es el resultado lógico del organismo político que reprime aun cuando parece permitir y que se mantiene a través de una microfísica que se homogeniza en función de una violencia prevaleciente en cada acto y que, por supuesto, debe actuar con sutileza para no generar polémica alguna, pero regularizarlo todo para impedir levantamientos sociales como las manifestaciones del 68.

El performance de Abramović evidencia la violencia sistémica que vivimos al fomentar que surjan eventos relacionados con la violencia subjetiva en medio de un espacio que no supone actos disruptivos. Žižek define la violencia sistémica a partir del caso Lossky de la siguiente manera:

Mientras Lossky fue sin duda una persona sincera y benevolente, realmente preocupado por los pobres y por tratar de civilizar la vida rusa, aquella actitud se opone a la desalentadora insensibilidad que debe seguir la violencia sistémica para garantizar que sea posible aquella vida cómoda. Estamos hablando aquí de la violencia inherente al sistema: no solo la violencia física directa, sino también formas más sutiles de coerción que mantienen las relaciones de explotación y dominación (2008).6

Sin provocación alguna, los espectadores, se convierten en agentes activos que replican la violencia latente. El acto sin supervisión que se propone como el último acto antropológico, o como el último acto del sistema, es un sistema pasivo-agresivo que se sostiene en función de las acciones de los asistentes y no de la obra en sí misma.

La violencia sistémica se presenta invisible en un contexto de dominación y subjetivación del otro, justo como el performance Rythm 0, en el que la artista abre la posibilidad de manifestar la violencia que, al parecer ya estaba ahí y se manifiesta en actos subjetivos de violencia; pues es que al ser invisible se vuelve imposible de detectar, incluso reconocer si uno está inmerso; sin embargo, se vuelve visible cuando uno está en las condiciones de objetivizar al otro: Por último, pero no menos importante, la lección de la intricada relación entre violencia subjetiva y sistémica es que la violencia no es una propiedad directa de algunos actos, sino que se distribuye entre actos y sus contextos, entre actividad e inactividad (Žižek, 2008).7

Conclusiones

El arte no es redentor ni es su papel salvarnos. Ni siquiera se defiende su utilidad social. No es un medio de denuncia. El suyo no es el papel del periódico ni el del noticiero. El arte es, a fin de cuentas, una expresión de lo humano. Por lo tanto, no se le puede demandar ni un mensaje ni un formato concreto. Lo cierto es que, mientras el artista esté próximo a la violencia, expresará aquellas pulsiones que no lo dejan dormir, que no lo dejarán comer, que no lo dejarán vivir, hasta que se materialicen en obras.

Lo que sí consigue el arte es enfrentar al espectador con su realidad, positiva o negativa, utópica o sincera. En el arte encontramos un reflejo de lo que vemos, escuchamos, decimos, sentimos y olemos. Estamos frente a una comprensión humana de lo que nos rodea, lo que nos permite ver aquello que no habíamos notado, por decisión propia o por lejanía. El arte exige, y siempre lo ha hecho, que el espectador no quede inmóvil, que se trastorne. La motivación actual del artista no parece distinta de aquella que experimentaron los primeros expresionistas como resultado de la Primera Guerra Mundial, cuando Kirchner afirmó: “El arte es el grito original de la humanidad” (1979); pues, como recuerda el nombre de la obra de Margolles, ¿de qué más podrían hablar?

Ni la violencia ni el arte son exclusivos de nuestro momento histórico. Han convivido durante mucho tiempo. No se puede hablar de una inauguración del arte violento en el arte contemporáneo. Sin embargo, la sensibilidad humana ha cambiado: poco nos sorprende, todo nos aburre. Esperamos la inmediatez, lo que viene acompañado de subtítulos, lo que podemos experimentar de forma cercana. Esto justifica que el arte no pueda ser de otra manera: hemos de ver a quien sufre y no sólo una representación, hemos de participar para acercarnos, hemos de sentir la obra instantánea, hemos de vernos para reconocernos. La pérdida de referentes nos imposibilita frente a la simbolización. Requerimos el acto concreto y el objeto concreto para comprender el significado. Justo como nos describe Bauman en Vida de Consumo (2007).

El consumismo, la comercialización, la publicidad y la esclavitud frente al mercado están presentes en todos lados: todo tiene un precio y, por lo tanto, todo puede ser comprado. Demandamos que cada rincón esté estetizado; hemos atribuido las cualidades clásicas del arte al diseño del mundo. No es curioso, por lo tanto, que el street art que incomodaba, que se escapaba de la legalidad, hoy se reduzca a embellecimiento urbano y responda más a la cosmética que a la necesidad social. El arte sujeto al mercado se vuelve una mercancía. Por eso, propuestas artísticas que ocurren en el instante y de las que no queda más que evidencia la fotográfica y el recuerdo, retan al mercado y escapan de definiciones monetarias. Por mucho que se reinvente, sólo logra vender la evidencia de la obra, mas no la obra (Lipovetsky, 2015).

El arte no es un sujeto, no es un objeto. Es una idea que se traduce en sensibilidad, en movimiento mental. El arte que trabaja la violencia no está proponiendo una solución. Sólo está ahí, esperando al espectador, quien sí es un sujeto y, por tanto, sí puede influir en el panorama que alimenta la violencia. Es desde el espectador que las lágrimas, el dolor y la ofensa contenida en las galerías de arte que se han de proponer soluciones. Si al ver arte violento no nos gusta lo que vemos es porque no nos gusta quienes somos. El arte hoy busca una identificación con los otros y, por tanto, una reacción en cadena (Arias, Bustamante, Castilos et.al., 2001).

El papel del espectador ya no es la mera contemplación. Ahora es participe de la obra y, como tal, entra en otra dinámica para comprender lo que tienen enfrente. En la tesis Entre fronteras e inmigraciones: Labra, Polidori y Ross, Lucía Molatore explica, entre otras cosas, dos argumentos fundamentales para este artículo. Al hablar de la obra ¡Visite Ciudad Juárez!, de Ambra Polidori, señala cómo deja al espectador sin posibilidades de no participar. Se trata de una serie de postales similares a las postales turísticas en las que las imágenes corresponden a ropa o cadáveres de las mujeres que murieron a causa de los feminicidios. Si, pasando frente a éstas, el espectador no las toma, entonces se convierte en una especie de cómplice de los que no hacen nada frente al feminicidio; si se lleva la postal y la guarda en un cajón, es cómplice de quienes ocultan este crimen; si la, envía se vuelve un divulgador de la noticia y, así, no hay réplica que permita al espectador ser ajeno a la obra (99-115).

El segundo argumento tiene que ver con la reacción de aquel que observa el arte. Aunque la apuesta es que uno podrá asimilar mejor la violencia por medio del arte, lo cierto es que, como sucede con cualquier otro tipo de arte (sea clásico o de las vanguardias), la visita al museo no puede esperar a que la obra se resuelva por sí misma: “Y finalmente, en el museo, el visitante sin coordenadas antropológicas solamente conseguirá un recorrido por un no-lugar, con lo que sería incapaz de vincular los recuerdos producidos en un diálogo genuino con el artista” (Molatore, 2017: 166). Sin embargo, existe la posibilidad de que las obras expuestas en este artículo se conviertan en el referente inicial de la situación de violencia que denuncian.

Finalmente, se le exige responsabilidad al espectador. Sin embargo, son el museógrafo y los curadores quienes podrían garantizar el efecto de la experiencia.

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  1. Baudrillard explica la emergencia de la transéstetica como resultado del estado del arte en el que todo coexiste, cultura y anticultura, de forma que: “El arte se halla en la misma situación: en la fase de una circulación superrápida y de un intercambio imposible. Las obras ya no se intercambian, ni entre sí ni en valor referencial. Ya no tienen la complicidad secreta que constituye la fuerza de una cultura. Ya no las leemos, sólo las descodificamos de acuerdo con unos criterios cada vez más contradictorios” (Baudrillard, 2007: 21). ↩︎
  2. The lesson is thus that one should resist the fascination of subjective violence, of violence enacted by social agents, evil individuals, disciplined repressive apparatuses, fanatical crowds: subjetive violence is just the most visible of the three”. Esta y las demás traducciones son de la autora. ↩︎
  3. “A fundamental violence exists in this «essencing» ability of language: our world is given a partial twist, it loses its balanced innocence, one partial colour gives the tone of the whole”. ↩︎
  4. objective violence is precisely the violence inherent to this «normal» state of things. Objective violence is invisible since it sustains the very zero-level standard against which we perceive something subjectively violent” (2008). ↩︎
  5. in our societies, a gender division of labour still predominates which confers a male twist on basic liberal categories (autonomy, public activity, competition), and relegates women to the private sphere of family solidarity, connection, responsibility for dependent others, the duty to respect the customs of one’s community” (Žižek, 2008). Para la cultura capitalista occidental, la autonomía y la libertad individual es más importante que la solidaridad colectiva. ↩︎
  6. While Lossky was without a doubt a sincere and benevolent person, really caring for the poor and trying to civilise Russian life, such an attitude betrays a breathtaking insensitivity to the systemic violence that had to go on in order for such a comfortable life to be posible. We’re talking here of the violence inherent to the system: not only direct physical violence, but also the more subtle forms of coercion that sustain relations of domination and exploitation (2008). ↩︎
  7. Last but not least, the lesson of the intricate relationship between subjective and systemic violence is that violence is not a direct property of some acts, but is distributed between acts and their contexts, between activity and inactivity”. ↩︎