“La maxime que j’ai le plus observée en toute la conduite
de ma vie a été de suivre seulement le grand chemin, et de croire que la principale
finesse est de ne vouloir point du tout user de finesse”.
Descartes a Elisabeth, enero de 1646.
Cuando la Historia de la Filosofía abre las puertas de su Corte a René Descartes,
suele hacerlo mientras lo invita a un baile al que hay que asistir con máscara de
por medio. Desde Maxime Leroy hasta, cuando menos, Jean-Luc Nancy, pareciera que si
se quiere saber algo de Descartes es menester retirar de su rostro la máscara que
ostenta. De todas las máscaras atribuidas al autor de las Meditaciones, la de la religión es, quizá, la que suscita mayor interés:1 la religiosidad de Descartes es un asunto que, desde donde se lo quiera ver, resulta
tan atractivo como polémico, lo mismo al interior de los estudios cartesianos como
hacia su exterior y deviene un asunto capital, incluso allende los terrenos de la
filosofía moderna. Las razones para que esto resulte así pueden ser distintas. Pero
es claro que la concepción y la relación que guarda el cartesianismo con el cristianismo
atañe lo mismo a su epistemología que a su metafísica y a su moral. En ello estriba,
esencialmente, la manera en la que Cartesio habrá de considerar, tanto a nivel gnoseológico
como existencial, el modo en que se vinculan razón y fe, así como las consecuencias
que esa relación tiene al interior de su sistema y todo cuanto éste hereda a la tradición.
Por ello, en un momento en el que la razón parece sucumbir ante un mundo que rechaza
la fe al mismo tiempo en que es ramplonamente crédulo, es lícito volver una vez más
hasta la figura de Descartes, pues el discípulo de los jesuitas en La Flèche es, en
muchos sentidos, el pensador de gozne o de frontera en varias de las fracturas de
su tiempo conceptuales, filosóficas y antropológicas de su tiempo. De ahí que no resulte
baladí preguntarnos por qué a últimas fechas la espiritualidad de Descartes despierta
tanto interés, así como también esclarecer algunos puntos tradicionalmente controversiales
en las concepciones de fe y razón que sostiene el también autor del Discurso.
Por un lado, la afirmación que hace Descartes en la célebre “Carta a Voetius” (Ad celeberrimum virum D. Gisbertum Voetium), de marzo de 1643, según la cual la caridad es “la base y el fundamento de todas
las virtudes” (AT
VIII-B: 111),2 podría hacernos suponer que para construir una defensa de su sistema frente a quien
había impugnado su filosofía, recurre a los fundamentos de la religión cristiana (como
podemos observar en varios pasajes de la extensa carta). Por lo que entonces, al referirnos
a Descartes, tendríamos que hacerlo considerándolo como un filósofo que, al amparo
del cristianismo y en estrecha relación con éste, habría construido la totalidad de
su obra (o al menos lo que publicó en el transcurso de su vida). Pero, por otro lado,
cuando alguien con la autoridad probada de Martial Gueroult afirma en una de sus obras
esenciales sobre Descartes, tras analizar la moral del autor del Discurso, que precisamente “la moral de Descartes es la de un ateo” (Gueroult, 1953: 236), entonces ya no podemos dejar de confrontar la primera impresión que tenemos acerca
de la religiosidad del filósofo francés.
Denis Kambouchner, fino conocedor de Descartes y profesor de Historia de la Filosofía
Moderna en La Sorbona, sugiere en un profundo estudio que dedica al problema de la
fe «en» y «de» Descartes, que el problema de la religiosidad del Caballero de la Turena
bien puede plantearse mediante la forma de una antinomia: “¿Descartes fue un verdadero
cristiano o fue un libertino enmascarado?” (Kambouchner, 2008: 254). Sin embargo, podríamos ir incluso más lejos de lo que propone este gran estudioso
del pensamiento cartesiano. Una respuesta afirmativa acerca de la veracidad del cristianismo
de Descartes implicaría preguntarnos qué tipo de cristiano fue, ya que cuando se lo
ha llegado a asumir como tal, ni sus contemporáneos (sea el caso de Pascal, por ejemplo),
ni sus principales lectores anglosajones de nuestro tiempo (Watson, Shorto y Grayling,
por citar algunos) parecen estar hablando del mismo cristiano.
Jean-Luc Nancy nos recuerda que, desde que los lectores de Descartes se concentraron
cada vez más en la ahora tan conocida frase “Larvatus prodeo” (Descartes, AT I: 45) de los Preámbulos, muchos de ellos se precipitaron con demasiada confianza a levantar la «máscara»
de Cartesio sin saber de dónde tomarla. Mientras tanto, otros lectores se propusieron
encontrarla, pero en ambos casos a través de un ejercicio hermenéutico aparentemente
interminable, se esforzaron por forjar a su «Descartes secreto» -no olvidemos como
ejemplo reciente de ello, el libro del matemático Amir Aczel, que publicó en 2011
bajo el título El libro secreto de Descartes, y en el que no hace más que concentrarse en los textos que la mayoría de los lectores
de este filósofo conoce como “los primeros pensamientos de Descartes”, utilizando
la frase acuñada por Gouhier. Jean-Luc Nancy subraya que en nuestro tiempo se hacen
no menos y trabajosos esfuerzos por “fingir al verdadero Descartes” (Nancy, 2007: 47). Desde aquí es desde donde podemos afirmar que acercarnos al problema del talante
espiritual de René Descartes -por lo que señalan Denis Kambouchner y Jean-Luc Nancy-
representa un peligro inminente de caer en la trampa de pretender levantar su máscara.
Es un peligro que habrá que sortear con cautela.
Denis Kambouchner señala que la oposición entre la comprensión apologética y la racionalista
del cartesianismo, que refuerza entre otros Maxime Leroy, es el dedo índice que señala
la historia misma de esta controversia, y es que a su interior cabe advertir varios
episodios, entre los que se pueden contar: las acusaciones de impiedad por parte de
los calvinistas de Utrech, el acento que jansenistas y oratorianos pusieron en la
relación de Descartes con el agustinismo, la reivindicación de un cierto cartesianismo
por parte de las Luces (d’Alambert) y los intentos de algunos autores del siglo XIX
por postular una versión espiritualista del pretendido espíritu cartesiano.3
Difícilmente podría ser otra manera. Cuando el filósofo francés aborda asuntos que
tocan la religión en sus obras más importantes (en las Meditaciones, las Objeciones y Respuestas, el Discurso del método y los Principia, por ejemplo, si nos contentamos con citar sólo las más conocidas), además de que
este punto ocupa sendas líneas de las cartas más difundidas en su Correspondencia. Es claro, pues, que el centro del pensamiento cartesiano, en lo que al asunto fundamental
de la religión se refiere, es el lugar y la función que guardan las demostraciones
de la existencia de Dios en su pensamiento. Por una parte, se aduce en ellas no más
que un artificio técnico, de mera «técnica filosófica», dice Kambouchner -como podría
ser justamente el caso de Pascal, quien con toda claridad expone esa discrepancia
con el pensamiento cartesiano en el atribuido fragmento 1001-, 4 y por otra el teatro mediante el cual Cartesio expone una auténtica experiencia intelectual
que da lugar a la meditación, intemporalmente. De un lado, entonces, se ve un acto
de conveniencia nada más en los actos de sumisión pública a la Iglesia de Roma por
parte de Descartes (Ricci, 1937: 100-101) y, de otro, se ve en ello un elemento definitorio en la constitución de su proyecto
(Kambouchner, 2008: 255).
Por ello, ante el hecho real de que no hay en toda la obra de Descartes una exposición
sistemática en materia de religión, se impone la reconstrucción de la religiosidad
de Descartes a partir de sus propios textos. Intentaré, por tanto, no atribuir al
francés un pensamiento que no esté presente en ellos, sin olvidar, no obstante, la
pregunta por el talante o trasfondo espiritual del discípulo de los jesuitas de la
Flèche, que es la pista o brújula que, para la lectura de este asunto, hemos tomado
de José Luis L. Aranguren (Aranguren, 1998: 7 s.) y que Juan Carlos Moreno Romo ha traído a los estudios cartesianos. Ya en su momento,
un muy serio y agudo especialista en Descartes como Henri Gouhier, señaló oportunamente
la importancia de tal relación.
En el autor de La pensée religieuse de Descartes podemos leer: “Todos esos detalles, se dirá -afirmaba refiriéndose al horizonte existencial
de la religiosidad cartesiana-, carecen de importancia; lo esencial no es conocer
la personalidad de Descartes, sino comprender su sistema; sólo que resulta que son
dos cosas inseparables y que lo que en el fondo está en juego aquí es la interpretación
total del cartesianismo” (Gouhier, 1924: p.11). Con todo y que Jean Laporte subrayara no mucho tiempo después de aquello, al interior
de su monumental obra Le rationalisme de Descartes, que la cuestión de la religión en los textos y la vida de Cartesio sería un asunto
necesariamente supeditado a la sinceridad de nuestro autor, declarando además la imposibilidad
de «buscar en su corazón» (Laporte, 1945: 299-300).
¿Cuál es, pues, el trasfondo espiritual, o el talante -como diría Aranguren- desde
el cual Descartes efectúa, defiende y promueve la aventura filosófica que, con la
duda metódica como punta de lanza, supone la construcción de su obra entera? La pregunta
es legítima tanto en el interés que suscitó el asunto entre sus contemporáneos -y
muy especialmente en el antagonismo de Pascal-, como por la fuerte recuperación que
desde horizontes diversos se hace en nuestros días respecto a varios elementos que
constituyen, al parecer de muchos, la médula de su más aventajado pensamiento.
Una respuesta a la cuestión recién planteada, o un primer atisbo de ello, al menos,
podemos encontrarlo gracias a la agudeza de Denis Kambouchner, quien señala como un
texto capital a este respecto, un fragmento de las Respuestas a las «Segundas objeciones», específicamente, en lo tocante al quinto punto (Kambouchner, 2008: 259 s.). Ahí, Descartes intenta responder cómo es posible abrazar la fe en el momento en
el que todo es obscuro y confuso, sin contravenir por ello la regla general de las
Meditaciones, que sugiere que la voluntad debe alejarse del peligro de ser inducida al error hasta
que siga las luces claras y distintas del espíritu, pues es esta una de las objeciones
más complicadas que, en relación al gozne entre razón y fe le hacen a Cartesio en
las Segundas objeciones recogidas por Mersenne (Descartes, AT, IX: 100; AT, II: 571-574).
El profesor Kambouchner señala que, lo primero que se impone en la respuesta de Descartes
es la distinción entre el objeto al que se adhiere la voluntad, y la «razón formal»
por la cual se inclina a asentir pues, si bien es cierto que la fe tiene por objeto
«cosas obscuras», la razón se tiene por la que creemos estas cosas no es siempre obscura,
sino que antes bien, la fe es -dice en las Segundas
respuestas- “más clara que toda la luz natural” (Descartes, AT, IX: 115; Al, II: 572). Estamos hablando, pues, de obscuridad en la materia que puede ser compatible
con la claridad de la razón. Por ello, un poco más delante de donde Descartes hace
esta distinción, el Caballero de la Turena señala que la claridad por la cual nuestra
voluntad se ve llamada a asentir, puede tener dos orígenes distintos, a saber: uno
es la luz natural, únicamente, y otro es la gracia divina (AT, IX: 116; Al, II: 573). ¿En qué consiste, entonces, la «razón formal» de la fe? La explicación que
de ello ofrece Descartes, todavía en las Segundas
repuestas, es significativa sobre todo por lo ortodoxa que resulta en relación con los postulados
de la Iglesia romana (o a la filosofía tomista, más específicamente). Así, en el citado
texto, Cartesio escribe que aquella «razón formal» de la fe consiste:
en una cierta luz interior con la que Dios nos ilumina de un modo sobrenatural, y
gracias a ella confiamos en que las cosas propuestas a nuestra creencia nos han sido
reveladas por Él, siendo enteramente imposible que mienta y nos engañe: lo cual es
más seguro que cualquier otra luz natural, hasta, a menudo, más evidente, a causa
de la luz de la gracia (Descartes, AT, IX: 116 / Al, II: 574).
Para Descartes está claro, entonces, que si Dios nos hace ver que Él nos revela todo
cuanto nos revela, y por ello no es un Dios tramposo o mentiroso, estamos, pues, con
la que sería necesariamente la primera verdad metafísica que, al ser trascendentalmente
cierta, precede a todas las verdades y conocimientos (Kambouchner, 2008: 261), tal como habrá de asentarlo una vez más Descartes en las Sextas
repuestas (Descartes, AT, IX: 230 / Al, II, 868).
Denis Kambouchner considera necesario subrayar que, respecto a un punto sumamente
complicado, el desarrollo cartesiano goza, no obstante, de una «gran tranquilidad»,
lo cual nos conduce a la delicada distinción que Cartesio hace en la “Carta a Hyperaspistes”,
de agosto de 1641, donde aclara que él no sostiene que por la luz de la gracia podamos
conocer los misterios de la fe (aunque tampoco niega que sea posible), puesto que
él no ha defendido que mediante la luz de la gracia nosotros creamos lo que creemos,
sino solamente que aquella nos hace conocer muy claramente que es necesario creer
(Descartes, AT, III: 426 / Al, II: 363-364). Pero, además de situarnos en la aguda diferencia que en
la citada carta establece Descartes, la tranquilidad de la que habla Kambouchner en
relación a la manera en la que el cartesianismo aborda los asuntos relacionados con
la fe también nos hace pensar en la tesis sostenida por Juan Carlos Moreno Romo en
su Vindicación del cartesianismo radical, donde señala que es la moral cartesiana el punto clave a analizar si se quiere comprender
en toda su dimensión existencial el estatuto que la fe guarda en Descartes (Moreno Romo, 2011: 157 s.).
El comienzo de la tercera parte del Discurso del método puede sonar, en primer término, a una suerte de contrapeso que para algunos podría
resultar acaso un freno al entusiasmo inicial con el que el proyecto cartesiano es
identificado al inicio de la “Meditación primera”, es decir: con el objetivo de “empezar
todo de nuevo desde los fundamentos” (Descartes, AT, IX: 13 / Al, II, 404) y que lleva a Descartes, al final de la misma, a “suspender el
juicio” (Descartes, AT, IX: 18 / Al, II, 412). La razón fundamental de este paso descansa, esencialmente, en
el hecho de que, si bien la empresa cartesiana es -a diferencia de los Ejercicios espirituales de san Ignacio-, una meditación gnoseológica, ésta no puede ignorar que se lleva
a cabo dentro de una dimensión existencial, lo cual marca una pauta diferente a las
especulaciones reflexivas que el Caballero de la Turena realiza y deja al cartesianismo
muy lejos de poder ser considerado como un procedimiento de aislamiento dubitativo
estrictamente hablando.
Por el contrario, aunque la imagen del árbol del conocimiento con la que el propio
Cartesio pretende ofrecernos un diseño de la totalidad de su filosofía, nos presenta
a la moral (junto a la medicina y la mecánica) como las principales ramas que surgen
de aquel tronco de la física que se levanta desde las raíces de la metafísica (Descartes,
AT, IX-B: 14) y la moral es considerada, por ello, como la máxima expresión de la sabiduría
en Descartes, no quiere decir, por ello, que con aquella famosa imagen, el autor de
las Meditaciones esté trasladando la moral a un plano que estaría completamente alejado de la vida
práctica. Por estar aquella ligada al problema de la certeza, tan inherente, inevitablemente,
al asunto de la sabiduría.
El mismo Cartesio, distinguiendo lo anterior, va a escribir en aquella exposición
escolar de su filosofía que pretendía que fueran los Principia, que
con el fin de evitar todo prejuicio a la verdad, suponiéndola menos cierta de lo que
es, distinguiré dos tipos de certezas. La primera es denominada moral, es decir, suficiente
para regular nuestras costumbres, o tan grande como la que tenemos acerca de las cosas
de las que no tenemos costumbre de dudar en relación con la conducta de la vida, aun
cuando sepamos que puede ser que, absolutamente hablando, sean falsas […] La otra
clase de certeza es la que tenemos cuando pensamos que no es en modo alguno posible
que la cosa sea de otra forma a como la juzgamos. Esta certeza está fundamentada sobre
un principio de la Metafísica muy asegurado y que afirma que, siendo Dios el soberano
bien y la fuente de toda verdad, puesto que él es quien nos ha creado, es cierto que
el poder o la facultad que nos ha otorgado para distinguir lo verdadero de lo falso,
no se equivoca cuando hacemos un uso correcto de la misma y nos muestra evidentemente
que una cosa es verdadera (Descartes, AT, IX-2: 323-325).
Esto quiere decir que, para Descartes, en la vida práctica el hombre sólo cuenta con
certezas morales para poder actuar, para poder determinarse. Es precisamente en las
primeras líneas de la Tercera parte del Discurso donde el filósofo francés va a señalar con mayor precisión que las certezas morales
están constituidas por opiniones prudentes, de las que no se puede prescindir hasta
tener otras mejores, por lo que, si algo hay que evitar es la precipitación (Descartes,
AT,VI: 17 / Al, I: 585). Aún hay más: el centro de la prudencia que Cartesio señala en los Principios como la regla de la certeza moral, está detalladamente presentada en esa sucinta
y no obstante profunda descripción de la moral par provisión en el Discurso. Juan Carlos Moreno Romo y Geneviève Rodis-Lewis nos animan a traducir «Moral de
provisión» y no «moral provisional», poniendo el acento en la diferencia que existe
entre «provisionnelle» y «provisoire» (Moreno Romo, 2011: 28, n.12; Rodis-Lewis, 1995: 288), pues parece ser, justamente, refugio, cobijo y sustento lo que representan para
el proyecto en su totalidad, las “tres o cuatro máximas” (Descartes, AT,VI: 22 / Al, I: 592) de las que se compone la moral expuesta tan significativamente en un momento
inmediatamente posterior a la exposición del método y justo antes del desarrollo de
la duda hiperbólica. Así lo confirma la introducción a la descripción de aquellas
máximas en donde Cartesio escribe:
Finalmente, como antes de comenzar a reconstruir la casa en la que habitamos no es
suficiente destruirla y hacer provisión de materiales y de arquitectos, o ejercitarse
uno mismo en la arquitectura, y haber trazado además cuidadosamente los planos, sino
que es necesario también haberse provisto de otra, donde uno puede vivir cómodamente
durante el tiempo de los trabajos; así, para no quedarme irresoluto en mis acciones
mientras la razón me obligase en mis juicios, y no dejar por ello de vivir lo más
feliz que pudiera, me formé una moral de provisión (Descartes, AT,VI: 22 / Al, I: 591-592).
El autor de las Meditaciones seguirá -nos anuncia en el Discurso- las costumbres del lugar en donde se halle, permaneciendo firme, eso sí, en la religión
que fue la de sus padres y en la que Dios le concedió la gracia de haberse formado,
mientras que, en la vida pública, de manera muy especial, habrá de seguir las costumbres
más moderadas, apartándose de todo extremo que pudiera exponerlo en demasía; así como
también, por otro lado, una vez tomada una decisión, actuará con firmeza, tenacidad
y sin vacilamientos; y procurará, finalmente, no pretender cambiar el rumbo del mundo
sino, antes bien, vencerse a sí mismo antes que a la fortuna (Descartes, AT,
VI: 23-28 / Al, I: 592-598).
Para el tema que aquí nos ocupa, que es el de aclarar cuál sea el talante o trasfondo
espiritual de Descartes y, por ende, de su empresa filosófica, es la primera de las
máximas la que mayor interés adquiere, puesto que al enunciar la intención de,
obedecer las leyes y costumbres de mi país, manteniendo con firmeza la religión en
la que Dios me concedió la gracia de ser instruido desde mi infancia, y gobernándome
en todo siguiendo las opiniones más moderadas y más alejadas del exceso, que fuesen
comúnmente recibidas en la práctica por los más sensatos entre aquellos con quienes
tendría que vivir (Descartes, AT,VI: 23 / Al, I: 592-593).
El discípulo de los jesuitas de la Flèche está concediendo que la Revelación, lo mismo
que la autoridad de la Iglesia, puedan ser fuente de verdad y, sobre todo, refugio
existencial, por más que fuese posible en lo sucesivo alcanzar claridad por medio
de la luz natural de la razón.
El propio Henri Gouhier ha expresado la íntima relación que Descartes tejió entre
metafísica, moral y propedéutica a la religión. Así, el profesor francés escribe en
La pensé religeuse de Descartes, que “no podemos decir que Descartes haya encontrado en la metafísica una simple
introducción a la ciencia: la cultiva en principio por ella misma y no deja de ver
en ella una introducción a la religión” (Gouhier, 1924: 181). Esto lo apuntaba Gouhier, a propósito de un intento por explicar cómo es que del
famoso árbol de la ciencia cartesiana emerge la rama dedicada a esa “moral más alta
y perfecta, que, presuponiendo un conocimiento completo de las otras ciencias, es
el último grado de la sabiduría” (Descartes, AT, IX-B: 14) y de la cual habla Cartesio en la “Carta a Picot”. Sin duda, el lugar que en
la filosofía mecanicista de Descartes tendría en realidad la moral ha sido siempre
asunto polémico, así como también ha generado disputas el modo en el que se construiría
la pretendida moral definitiva en el pensamiento cartesiano.
Antonio Marino, por ejemplo, ha subrayado que el sabio cartesiano sólo es posible
si la ciencia fisicomatemática y la moral aseguran el dominio de la pasión. Esto es
factible únicamente si la comunicación de las substancias a este respecto es tal que
el poder de la mente pueda establecer dominio sobre el cuerpo y viceversa. Así, Antonio
Marino concibe la moral cartesiana como el antecedente y la fortaleza conceptual de
la bioingeniería moral (Marino López, 2007: 203 s.). Ello supondría, entonces, que desde esta perspectiva la moral habría sido colocada
en la cumbre del proyecto cartesiano no tanto porque ésta responda a una necesidad
existencial como porque representa una posibilidad de la ciencia.
Sin embargo, aunque no compartimos con Antonio Marino el hecho de ubicar a Descartes
en ese proceso de entronización del hombre que, generando su propio modo de entender
la posibilidad de alcanzar una autarquía habría de convertirse en el señor de todo,
sí convenimos con él en que la moral, al contrario de lo que piensa Jaspers, sí ocupa
un lugar que se deriva, todo él, de los principios y la filosofía planeada por Descartes
(Jaspers, 1973: 94 s.), pues para afirmar lo que el agudo e intenso pensador alemán señala de la moral
cartesiana, habría que asumir que el todo de la filosofía de Cartesio está edificado
fuera de la existencia misma, y que no responde, entonces, a indigencia alguna, lo
cual, si hacemos caso a esa intrincada liana que une íntimamente la obra de Descartes
con su discutida biografía, está muy lejos de poder parecernos cierto.
La correspondencia con Elisabeth de Bohemia y con Cristina de Suecia dará razón, precisamente,
de que la moral cartesiana arraiga profundamente en una situación humana a la que
el autor del Discurso pretende dar cauce de forma radical. Constantemente insistirá Descartes en que el
fin último del hombre descansa en dar alcance a la perfección a través del ejercicio
del libre albedrío (Descartes, AT,
IV: 305; AT,V: 82). Por ello, no podemos afirmar que el cartesianismo vea en el hedonismo de la
Modernidad «consumada» la finalidad de su proyecto. Tampoco podríamos asentir a la
afirmación de que la moral que construye Descartes sea agregado que no responde a
una necesidad primigenia del proyecto de su pensamiento o que no emerge como respuesta
a una cierta pobreza de certidumbre en relación a los asuntos de la vida diaria -sin
llegar, no obstante, a publicar jamás un tratado dedicado a este asunto, que dejara
del todo saldada su posición al respecto-.
Octave Hamelin supo condensar esta reflexión que aquí planteamos, al afirmar que,
en Descartes, “el placer, siendo signo y efecto de la perfección, debe estimarse por
su causa” (Hamelin, 1949: 379). El gran especialista subraya en Le système de Descartes que, en el centro de lo que se considera «la moral definitiva» contenida en las cartas
a Elisabeth, persiste lo que el autor de las Meditaciones expuso en la moral de provisión, “pues aunque el género humano hubiera dado término
a la tarea de la ciencia, siempre subsistiría para el individuo el deber de asimilársela”
(Hamelin, 1949: 378). El propio Hamelin se pregunta si la ausencia de un tratado dedicado a la moral
en la filosofía cartesiana se debe a que aquella no representaba un interés real para
Cartesio, para responder que no: a su juicio, la verdad sobre el asunto es más simple,
pues “Descartes tuvo el sentimiento pleno -dice el profesor francés- de que la última
de las ciencias, aunque la más urgente, era también la más compleja: no se ocupó de
ella porque no disponía del tiempo suficiente para elaborar su física y, menos aún,
para terminar su mecánica y su medicina, que eran las primeras aplicaciones de la
física” (Hamelin, 1949: 378).
El mismo autor del Discurso nos da una razón más para no componer un tratado sobre moral, pese a reconocer en
la “Carta a Chanut del 1 de noviembre de 1646” que, de haberlo hecho, su obra le habría
agradado aún más a la Reina de Suecia pues, dada la situación de censura que lo rodeaba
y la reciente “Querella de Utrech”, por ejemplo,
sería una imprudencia hacerlo -le dice en esa misma carta a Chanut-. Los Señores Regentes
están tan en contra mío a causa de los inocentes principios de Física que han visto
que, si después de eso tratara de la Moral, no me dejarían en paz. Si un P. Bourdin
creyó encontrar motivo suficiente para acusarme de escepticismo, por mi afán de refutar
a los escépticos, y si un Ministro se ha puesto a persuadir a la gente de que yo era
ateo sin alegar más razón que mi intento de demostrar la existencia de Dios, ¿qué
no dirían si yo tratara de examinar cuál es el valor justo de las cosas que pueden
desearse o temerse, cuál será el estado del alma después de la muerte, hasta qué punto
debe amarse la vida y cómo debemos ser para que no nos intimide la idea de perderla?
En vano tendría yo las razones más conformes a la Religión y las más útiles posibles
al bien del Estado; insistirían en hacerme creer que son contrarias tanto a una como
a otro. Por eso, creo yo que lo mejor que puedo hacer de hoy en adelante es abstenerme
de escribir libros y no comunicar mis pensamientos sino a aquellos con los que pueda
conversar en privado (Descartes, AT, IV: 536 s.).
Aunque podría parecer mezquina la razón que da Descartes para abstenerse de abordar
los asuntos concernientes a la moral, sin embargo como bien se ocupa de subrayar en
la citada misiva a Chanut, supone que el solo intento le generaría conflicto, entre
otras cosas, por hacer coincidir con el orden de la Revelación, el todo de sus reflexiones
al respecto; y es quizá esa misma la razón por la cual la llamada «moral definitiva»
quede solamente expresada en su correspondencia con Elisabeth y Cristina y que, como
hemos visto, guarde en lo general la misma forma que la «moral provisoria» - como
prefiere llamar Hamelin a la exposición de la tercera parte del Discurso. Pues en tanto que era creyente, a Descartes parece no resultarle un enfado sino,
por el contrario, un gusto, abandonar a la religión la dirección de la vida, muy lejos,
entonces, de Spinoza, por ejemplo, ese primer gran moralista moderno sin confesión
aparente, quien, a fuer de tallar conceptos se hizo un por qué geométrico que respondiera
esas vicisitudes diarias que tiene la vida (Hamelin, 1949: 383), aunque esta postura se encuentra también muy lejos de Pascal, para quien la meditación
sobre la muerte, el dolor y la indigencia humana, la pequeñez de nuestra naturaleza
y el abismal infinito en medio del cual se encuentra el hombre impedían tener tranquilidad
ninguna en ese aspecto, hasta llevarle a escribir a manera de summa sobre aquel sentimiento, que:
Todo este mundo visible no es más que un trazo imperceptible en el amplio seno de
la naturaleza. No hay idea que se le aproxime. En vano hinchamos nuestras concepciones,
más allá de los espacios imaginables; sólo engendramos átomos, en comparación con
la realidad de las cosas. Es una esfera cuyo centro está en todas partes, cuya circunferencia
no está en ninguna. En fin, es la mayor señal de la omnipotencia de Dios, que nuestra
imaginación se pierda en ese pensamiento (Pensamientos: 199-72a).
En muchos sentidos, en este pasaje suena ya la desesperación desde la que escriben
Kierkegaard, Jaspers e, incluso, Karl Barth, quienes indefectiblemente se asemejan
en ello por completo a Lutero, a cuyo talante, como hemos visto en otra parte, se
parece tanto el de Pascal. Borges ha sabido resumir con altísima precisión el sentimiento
religioso pascaliano al decir que el autor de los Pensamientos
aborrecía el universo y hubiera querido adorar a Dios, pero Dios, para él, era menos
real que el aborrecido universo. Deploró que no hablara el firmamento, comparó nuestra
vida con la de náufragos en una isla desierta. Sintió el peso incesante del mundo
físico, sintió vértigo, miedo y soledad (2000: 162).
En este pasaje no resulta difícil encontrar un «sentimiento trágico de la vida» -para
usar la expresión unamuniana- nacido de un pathos muy lejano a la tranquilidad con la que Descartes afronta situaciones del mismo orden,
tal como apuntaba en su estudio sobre el problema de la fe en Descartes, el profesor
Denis Kambouchner (2008: 262), aunque la que más suele reclamar a Descartes no desesperar en el tránsito de la
duda metódica y en todo ese ejercicio gnoseológico que relatan las Meditaciones es, precisamente, la tradición luterana en la que se inscriben Sören Kierkegaard,
Karl Jaspers y Karl Barth, donde incluso habría que apuntar al «católico de talante
protestante» que, a decir de José Luis L. Aranguren, sería Pascal. El gran filósofo
de la existencia que fuera Karl Jaspers es contundente en su reproche al señalar que
“Esa duda -refiriéndose a la duda metódica- no es la desesperación por medio de cuya
crisis puede nacer la certeza de una verdad sobre la cual asiento mi vida” (Jaspers, 1973: 25). En efecto, el autor de La fe filosófica tiene razón: no es la desesperación el punto de partida ni mucho menos el puerto
adonde ancla la aventura cartesiana.
La situación que circunda a la puesta en marcha de la duda dentro de las Meditaciones mismas, está en franca tensión con la actitud escéptica que Richard Popkin ha sabido
exponer con oportuna claridad (Popkin, 1983: 259 s.), y es por ello que este momento fundamental de la aventura cartesiana, por un lado,
pero también de la Modernidad completa, por otro, las preocupaciones de orden puramente
espiritual o religiosas en el sentido más existencial del término, quedan abrazadas
al interior de la primera de las máximas de las «moral de provisión», en la que Descartes
entrega por entero a “la religión en la que Dios le ha hecho la gracia de ser instruido
desde su infancia” (Descartes, AT, VI: 23 / Al, I: 592) la ocasión de aclararle la densa serie de problemas que en orden de lo existencial
pudiera acarrear el poner en marcha el procedimiento de la duda hiperbólica. Se trata,
pues, de una duda que no duda de la fe, en el sentido en que hemos querido exponerla
desde los textos cartesianos más arriba expuestos. La duda metódica de Cartesio no
es en efecto el abandono al abismo espiritual al que invita por ejemplo Lutero, quien,
por donde queramos buscar, es el genio tutelar de las acusaciones al cartesianismo
que hemos glosado aquí. Por el contrario, e incluso pese a Kierkegaard, Descartes
prefiere distinguir entre teoría dubitante y praxis no dubitante, lo que al talante
luterano del gran pensador danés no le parece consecuente.5
Aunque en Descartes no podría ser de otra manera, en tanto que el caballero francés
insiste constantemente en la confianza (confidimus) que creer en Dios otorga. En efecto, la confianza es una noción recurrente no sólo
en las Respuestas
a las «Segundas Objeciones», sino, sobre todo, en lo que puede ser una suerte de adenda a aquellas, y que es
la “Carta a Hyperaspistes de agosto de 1641” (Descartes, AT,
III: 426 / Al, II: 363), ya que aplica lo mismo a la Revelación que a la necesidad de creer, según
sea el texto de que se trate, como subraya Denis Kambouchner (Kambouchner, 2008: 263), pues si es justamente esa confianza lo que la tradición de talante luterano le reprocha
a Descartes en tanto que aquella supone un antídoto contra la desesperación -“tan
cercana ella misma de la Gloria” (Lutero, 1988: 115), como dice Lutero-, entonces estamos también frente a una situación o trasfondo espiritual
muy distinto en un caso y otro. Es precisamente la identificación de éste lo que nos
permite comprender en «otra» dimensión, o en «toda» su dimensión, una posición filosófica
determinada. Como escribe Aranguren: “Con la filosofía, con la buena filosofía, acontece
[…] que reposa sobre un talante determinado y, a la vez, termina suscitándolo” (Aranguren, 1998: 14). El talante en el que reposa el cartesianismo y que al mismo tiempo suscita la lectura
de Descartes es un ethos más propiamente católico. “No hay, pues, un único estado de ánimo apto para el conocimiento
-subraya el propio Aranguren-, pero sí hay una jerarquía de estados de ánimo y, en
lo alto de ella, están (buen talante): la esperanza, la confianza, la fe, la paz”
(1998, 16).
La confianza es lo que sostiene, desde la «moral provisoria», la empresa cartesiana.
Sólo se alcanza la confianza, antípoda de la desesperación, en un ethos espiritual que, alejado del «talante protestante» se halla sereno ante el irresoluble misterio de la salvación postrera -significativamente
distanciado de las posibilidades de la razón, la gracia, que también tiene lugar en
la carne, muy específicamente en la libre voluntad humana-, no está angustiado a ese
respecto, tal como acontece en el «talante católico», en el que la comunidad es el
auxilio y los sacramentos, muestra viva de que la gracia tiene lugar en y gracias
a la naturaleza de la que surge la tan mencionada «confianza», que también deja lugar
a la razón, y no solamente a la fe. Como hacía notar Descartes en 1648, en un fragmento
de las Observaciones sobre el Programa de Regius:
deben ser distinguidas tres clases de cuestiones: unas son creídas en virtud de la
fe, como los misterios de la Encarnación, de la Trinidad y semejantes; las segundas,
por el contrario, aunque conciernen a la fe, también pueden ser examinadas mediante
la razón; los teólogos ortodoxos suelen enumerar entre éstas las relacionadas con
la existencia de Dios y la distinción del cuerpo del alma. Finalmente, se da un tercer
tipo de cuestiones que se relacionan únicamente con la razón humana, y de ninguna
forma con la fe, como por ejemplo el problema de la cuadratura del círculo, la posibilidad
de obtener oro por medio del arte químico y otras semejantes (Descartes, AT,VIII-B: 353).
Cabe señalar, entonces, que llevar a la razón a su máxima tensión en consonancia con
las fuerzas del espíritu y mantener, no obstante, la tranquilidad que en ello se manifiesta,
es posible en el cartesianismo gracias a lo que, a propósito de todo esto, se manifiesta:
el catolicismo de Descartes que es, en sentido existencial, el trasfondo espiritual
sobre el que descansa la gran aventura de la «luz natural de la razón» expuesta fundamentalmente
en las Meditaciones, pero que, acompañada de aquella serenidad, va cruzando a galope el todo del sistema
de Cartesio; un talante espiritual que se revela tanto más claro cuanto más férreos
son los ataques que, desde el protestantismo, reciben la confianza y la serenidad
con la que Descartes afronta los desafíos de la razón. Más aún careciendo de toda
claridad, no se trata, desde luego, solamente de creer. Como expone el Caballero de
la Turena en las Segundas Respuestas:
me atrevo a afirmar sin rodeos que un infiel desprovisto de toda gracia sobrenatural,
y del todo ignorante de que han sido reveladas por Dios las cosas en que creemos «nosotros
los cristianos», si, con todo, atraído por algún falso razonamiento, se inclinase
a creer esas mismas cosas -que para él serían obscuras-, no por ello dejaría de ser
infiel, sino que más bien pecaría al no usar de su razón como es debido (Descartes,
AT, IX: 16 / Al, II, 574).
Tales son las condiciones del talante católico de René Descartes, quien, al concentrar
en torno a su figura y justo en los albores de la Modernidad, buena parte de los clásicos
problemas que suscitan las relaciones entre fe y razón, conduce también, como consecuencia,
al hecho de que meditar sobre las dimensiones espirituales de la filosofía triunfante
en la Modernidad «realizada» y en los enfrentamientos que se libran a propósito de
la persona y la filosofía de quien quizá fuera en último gran filósofo de la frontera
que separa al talante protestante del católico, no sea, pues, una cuestión baladí,
sino que, por el contrario, sea un asunto que recobra especial importancia cuanto
más nos aclara el panorama de la filosofía contemporánea. Si Pascal, en los Pensamientos, reprocha a Descartes el utilizar en demasía la razón (Pensamientos: 553-76) y, específicamente, en relación con asuntos en los que solo debería intervenir
la fe, con mayor razón aun es que resulta imprescindible discutir cómo es posible
entonces que tenga lugar aquello en el pensamiento de Cartesio y de qué modo ocurre
que el tan traído y tan llevado “padre de la Modernidad” ofrece respuesta a ello.