Una de las novedades más conocidas y hasta populares de la filosofía y, en fin, del
pensamiento del siglo XX es lo que podemos llamar el «giro corporal»; esto es, el
emplazamiento de la corporalidad (humana) como tema relevante de la reflexión y las
propuestas teóricas y hasta socio-culturales. Esto significó una verdadera revolución
filosófica, en la medida en que llegó a su fin el paradigma de la conciencia (del
«alma») como centro y referente privilegiado del pensamiento y, particularmente, de
la comprensión del ser humano. No obstante, si queremos que el «cuerpo» no funja simplemente
como un sustituto de la «conciencia», o bien, si no queremos quedarnos en un «corporalismo»,
esto es, en una visión ideológica, reductiva y parcial de la corporalidad, es necesario
ir de una «filosofía del cuerpo» (y de una cultura del cuerpo) a una redefinición,
siguiendo el paradigma del cuerpo, de nuestras concepciones filosófico-generales.
En principio, se trataría de formular la nueva Ontología, la nueva concepción del
ser y la existencia que puede derivarse o ser consistente con una filosofía del cuerpo;
esto es, una ontología materialista, realista, tanto del ser extra-corporal como del
ser corporal.
De tal modo, vamos a exponer a continuación los antecedentes generales del giro corporal
en la filosofía del siglo XX, en seguida nos detendremos en la tesis de la filosofía
del cuerpo como vía hacia una nueva concepción ontológica para finalmente trazar de
forma breve las directrices de una ontología realista del sujeto corpóreo.
El giro corporal
El tema del cuerpo ha estado presente de forma lateral en la historia de la filosofía
desde sus inicios;1 por ejemplo, en las concepciones naturalistas y materialistas de la filosofía antigua
y, en general, en las formaciones culturales del mundo clásico greco-romano, tal y
como Michel Foucault nos recordó hace tiempo bajo el proyecto de una ética del cuidado
de sí (del sujeto corporal) (Foucault, 1986-1987) sin presupuestos de orden trascendente o teológico-morales. Como sabemos, a
lo largo del pensamiento medieval y moderno, la concepción del cuerpo estuvo signada
por la visión religioso-cristiana en la que el cuerpo era concebido como instancia
inferior o dependiente respecto a la instancia del alma, componente divino e inmaterial del ser humano, susceptible de sobreponerse a la
muerte de su cuerpo, de ser inmortal. No obstante, junto a la persistencia de la concepción
anti-corporal en la perspectiva antropológica de la Modernidad, comenzó a delinearse
una visión de la dimensión corporal del sujeto humano junto con una concepción naturalista
y materialista del mundo. Un ejemplo paradigmático de esta manera de pensar lo encontramos
en la filosofía de Spinoza. «Nadie sabe lo que puede un cuerpo»: esta proposición
espinosista se convirtió en la consigna de una nueva visión filosófica2. Es cierto que esta visión fue combatida en su tiempo y atajada o francamente reprimida
o ignorada en los tiempos sucesivos. A fines del siglo XVIII y durante el siglo XIX,
el tema de la corporalidad reaparece de diversas formas y de maneras más o menos abiertas.
Por ejemplo, es claro el supuesto corporal en las filosofías del romanticismo o en
el materialismo de Karl Marx. Como en otros temas, es Nietzsche quien, de forma directa
y radical, se apropia de la oculta tradición que valora al cuerpo sobre el alma, proyectándola
hacia una filosofía de gran envergadura y que, entre otras cosas, delinea gran parte
del espíritu y el estilo del pensamiento y la cultura del siglo XX. Los nietzscheanos
pensamos desde el cuerpo y con el cuerpo. Es el alma la que debe estar sometida al
cuerpo, si queremos superar en definitiva el nihilismo metafísico y religioso en que
se nos ha querido encerrar por siglos.
De alguna forma, el espíritu romántico, liberador -y a veces libertino- del siglo
XIX fue ajustado en los inicios del siglo XX. El inmanentismo se tradujo en una chata
visión positivista que eliminó todos los caracteres subversivos y críticos de la filosofía
de la corporalidad al reducir el cuerpo a sus rasgos físico-biológicos; esto es, al
convertirlo en un mero ente, en un objeto natural o en una simple realidad de hecho.
No obstante, la fenomenología, ya desde Husserl, revela y construye una concepción
del cuerpo como componente de la dimensión subjetivo-trascendental de la conciencia
y su relación con el mundo.3 Propiamente, el giro corporal en la filosofía del siglo XX es efectuado por la filosofía
husserliana y precisado y concretado por sus diversos seguidores. Destacan aquí los
pensadores franceses Gabriel Marcel, Jean-Paul Sartre y Maurice Merleau-Ponty;4 particularmente el último, quien se propone, nada menos, elaborar lo que podemos
llamar una «filosofía de la corporalidad» en todo su sentido y toda su complejidad.
El punto decisivo y más relevante de la filosofía de Merleau-Ponty consiste en su
insistencia por comprender la corporalidad humana (lo corpóreo en general) como una
instancia original y originaria; esto es, como un modo de ser propio que se distingue
totalmente del mundo inmanente de la conciencia, pero también de toda reducción de
lo corporal a su aspecto meramente físico-material.5 El cuerpo no es sujeto ni objeto; o más bien, es sujeto y objeto a la vez, es un
sujeto-objeto. Apoyado firmemente en la perspectiva fenomenológica, Merleau-Ponty
revela como nadie los enigmas y las potencias de la vida corporal. Nos muestra cómo
el cuerpo es, más que el sustrato o el soporte, la realidad concreta, intensiva de
la existencia humana, de la conciencia, el pensamiento y hasta de la libertad. Pero
nuestro filósofo no busca permanecer en el mero nivel de la antropología o de una
filosofía de la experiencia y el conocimiento. Busca ir, a través del cuerpo, más
allá: hacia una nueva formulación ontológica, que hace de la noción de «carne» (ser
sensible) el concepto básico-general de un pensamiento del Ser.6 «Carne» significa, en principio, la generalización del ser de la corporalidad a todo
lo que existe. Pero no se trata aquí solamente de una metáfora o de privilegiar ontológicamente
un elemento de la condición humana. El punto para Merleau-Ponty es que el cuerpo es
el «ser» de la subjetividad, el «ser» del pensamiento; y es, a la vez, el modo en
que accedemos al Ser o, más bien, el modo en que nos revelamos a nosotros la preeminencia
del Ser sobre nosotros mismos (esto es: sobre nuestra conciencia puramente reflexiva,
intelectiva y cognoscente).
La filosofía del cuerpo del siglo XX encuentra su punto culminante en la rara reflexión
de Jean-Luc Nancy. «Rara» en el sentido de que el pensamiento del filósofo de Estrasburgo
es difícilmente asignable a alguna de las corrientes o posiciones en boga durante
la segunda mitad del siglo XX y lo que va del actual. Aunque aparentemente afiliado
a la filosofía heideggeriana, en realidad lo que hace Nancy es un discreto (y quizá
cortés) deslinde crítico respecto del pensador alemán y, claramente, de sus seguidores
más celosos. De forma muy esquemática, podemos caracterizar ese deslinde como un definitivo
descentramiento de la experiencia humana apuntando a una nueva comprensión ontológica,
igualmente discreta en su presentación. Sucede que Nancy practica una forma de expresión
bastante sui géneris, alejado tanto del artículo académico típico como del tratado exhaustivo y con pretensiones
de definitividad. Lo que él hace está más cerca de un cierto experimento literario-filosófico,
donde se busca estirar la expresión, la escritura, para producir efectos de extrañeza
y exterioridad. Sus posiciones filosóficas más interesantes y originales se juegan
de forma intrínseca con esas operaciones expresivas -discurso sucinto, juego con la
equivocidad de las palabras, de los instrumentos lingüísticos como las preposiciones,
las formas verbales, etc. Por ejemplo, una creación suya: el ser-a (être-à) (Nancy, 2003a: 20 y ss), que señala el carácter relacional y abierto del Ser. Todo el asunto consiste,
para Nancy, en hacer de la escritura un modo de «excripción» (excritura): un modo de salir de los límites del lenguaje o, quizá mejor, de meter en los límites
del lenguaje la experiencia misma en cuanto experiencia del Ser, de la existencia -lo que, de suyo, es exterioridad- (Nancy, 2003b: 19). Análogamente, podemos decir que Nancy estira los elementos de la filosofía de Heidegger
para llevarlos a instancias inverosímiles desde el punto de vista de la estricta ortodoxia
heideggeriana.
Establecer la unidad entre las categorías de Ser y Existencia parece ser el cometido
de Nancy. De esta manera, nuestro filósofo realiza un movimiento donde el concepto
de existencia se libera de su mera circunscripción antropológica, típica del existencialismo
y, de alguna manera, de la ontología fundamental heideggeriana, para volver al significado
clásico (metafísico) de existencia, refiriendo a todo lo que es el caso, a todo lo
que es en el mundo.7 El existir, el tener su ser fuera de sí, el estar lanzado a una exterioridad (facticidad)
es el carácter de todo lo que existe y no sólo del existente humano. Ahora bien, en
cuanto «exterioridad» de principio, la existencia tampoco se identifica, según Nancy,
con la realidad físico-objetual, con la entidad o la materialidad -tampoco es que
se aleje mucho de ella-. Pero «existencia» subraya, sobre todo, la dimensión relacional,
espacial del Ser. De ahí que toda existencia sea a la vez co-existencia, relación abierta
con lo otro, relación infinita. Existir es «estar-fuera», es exposición, comparecencia,
ser-al-infinito.
De acuerdo con esta concepción, el «cuerpo» se aparece como la clave de la existencia
y el principio de los principios de toda ontología. Nuestro cuerpo es exterioridad,
ante todo: espacialidad sin discusión, coexistencia como destino y verdad. Es, a la
vez, nuestra manera de comunicarnos con todo lo que existe, con el infinito mismo,
que está junto a nosotros. Con el cuerpo, todo llega, todo está, todo es. Nuestro
cuerpo es ya cuerpo glorioso, cuerpo místico. Como describe Nancy:
Cuerpo cósmico: palmo a palmo, mi cuerpo toca todo. Mis nalgas a mi silla, mis dedos
al teclado, la silla y el teclado a la mesa, la mesa al piso, el piso a los cimientos,
los cimientos al magma central de la tierra y a los desplazamientos de las placas
tectónicas. Si parto en el otro sentido, por la atmósfera llego a las galaxias y finalmente
a los límites sin fronteras del universo. Cuerpo místico, sustancia universal y marioneta
tironeada por mis hilos (2007a: 21).
Podemos decir que la filosofía de Jean-Luc Nancy aparece, así, como el límite inmanente
de la línea filosófica fenomenológico-hermenéutica del siglo XX, como una vía que
apunta más allá de todo lo que se había tenido por asentado. Podemos puntualizar así
las tesis de Nancy en la siguiente relación: 1) paso de una filosofía de la existencia
antropológica a una filosofía de la co-existencia ontológica; 2) superación definitiva
del paradigma de la conciencia en pos de una ontología del cuerpo (corpus); 3) puesta en cuestión de la perspectiva «humanista» (antropocéntrica) dominante
en el pensamiento moderno hasta el siglo XX; 4) liberación de la libertad: ubicación
de la libertad en el plano de la existencia, liberándola de su reducción a, e identificación
con la dimensión de la voluntad y el querer; restablecimiento del lazo de la liberad
con la contingencia, el azar, la facticidad y la apertura de la existencia como tal,
esto es, ontologización de la libertad (Nancy, 1988: 5) superación definitiva de toda onto-teología (filosofía que reduce el «Ser» a un
«ente», generalmente «Dios») bajo una concepción del Ser (incluido lo propio “divino”)
como infinito abierto (Nancy, 2008: 2000).
Del cuerpo al Ser
En verdad, en el pensamiento de Nancy se encuentran presentes ya todas las tesis que
una revaloración de la ontología y una promoción del realismo ontológico ha venido
a hacer en los últimos años. Particularmente, el filósofo francés ha llevado a cabo
un movimiento que parecía imposible: salir del mundo de la conciencia y del lenguaje,
del concepto y del discurso, para volver a captar el ser, para ver nuevamente las
cosas, incluso para restablecer el ánimo del pensamiento filosófico. El procedimiento
consistió, precisamente, en apostar a una especie de fenomenología anónima de la existencia,
a una descripción de la experiencia del mundo, sin la suposición de un sujeto o una
conciencia; o mejor, bajo la suposición de que la conciencia es en verdad a tal grado
intencional que podemos entonces hablar tranquilamente de lo que existe sin tener
que agregar el fastidioso «para mí», o «para la conciencia»; hablar del «sentido del
mundo» sin agregar el pretencioso «sentido por mí» o «por el sujeto». En realidad,
es la identidad entre sentido y existencia lo que permite superar el relativismo y
subjetivismo de la Modernidad filosófica. El sentido no pertenece al yo. Es el yo
el que pertenece al sentido y, por ende, a la existencia. Lo primero es el «yo existo»
(ego sum),8 o, simplemente, «existe algo», «hay la existencia».9
El carácter de exterioridad ejemplar con el que Nancy define al cuerpo nos permite
calibrar -en el sentido de una filosofía inmanentista no cerrada ni definitiva- un
ateísmo no ingenuo y un realismo ontológico no abstracto ni dogmático. El valor ontológico
del cuerpo estriba, precisamente, en que rompe desde dentro, desde su ser propio,
el privilegio de la unidad y sustancialidad del ente en pos de una concepción del
ser como fragmentariedad y dispersión -resuena aquí la famosa y, como sea, enigmática
fórmula deleuziano-guattariana del «cuerpo sin órganos» (1974)-. Consideramos, por
nuestra parte, que esta comprensión aleja en definitiva cualquier regresión a una
visión metafísica donde, como hemos dicho, el cuerpo se convierta simplemente en un
sustituto del «alma», con sus mismas funciones y sus mismos privilegios, pero con
un nombre distinto. Sin embargo, sobre todo, permite evitar la conversión de la filosofía
del cuerpo en una ideología superficial, corporalista y dizque materialista. Esta
es la situación que se ha presentado en los últimos tiempos en la llamada sociedad
de consumo del capitalismo avanzado. Es la ideología, incluso la religión del cuerpo lo que ahora tenemos llenando todos los espacios de la vida y la cultura cotidiana.
A lo largo del siglo XX, y hasta nuestros días, ha ido ganando terreno una concepción
más bien ideológica que privilegia, prácticamente de modo absoluto, la dimensión corporal
y material de la existencia, aunque bajo un mecanismo reduccionista y, al fin, empobrecedor.
Es el inmanentismo ateo de la Modernidad asumido, en general, como una filosofía del
«no hay nada más que esto»; es decir, una ideología conformista y tendencialmente
nihilista. Es la visión meramente desesperanzada del mundo en que se basa el gran
negocio del consumismo moderno y que opera mediante una simple inversión de todo lo
que antes se tenía como secundario y que ahora pasa a ocupar el lugar primario. El
cuerpo contra el alma, la salud corporal contra la salud integral, el deporte contra
la cultura, el sexo contra el erotismo y el amor; en fin, el interés individualista
y egocéntrico contra toda idea de trascendencia, valor, sentido... No por nada, el
mundo se observa como un largo espacio de sinsentido y sin valor. El individualismo
superficial (light) de la sociedad posmoderna va unido a esa visión reduccionista, a esa ideología del
cuerpo, a esa reducción de la filosofía del cuerpo a un asunto objetivista y hasta
mercadotécnico.10 Se asume por todos que el cuerpo es el último y único baluarte de la persona. El
cuerpo es convertido, compulsiva y neuróticamente, en el único asunto y único objetivo
de la «vida». El lema merleaupontiano de «yo soy mi cuerpo» se invierte en el eslogan
publicitario de «mi cuerpo soy yo». Es la biopolítica, bien descrita por Foucault,
funcionando a todo lo que da. Es concebir el cuerpo como referente y materia de las
estrategias de dominación y control de la vida de las personas.
¿Cómo hacer para que la filosofía del cuerpo no termine agotándose en esa ideología
del cuerpo? ¿Cómo hacer para ir más allá del cuerpo sin perder lo que él nos ha permitido,
sin tener que volver a ese espiritualismo anti-corporal de la tradición, también nihilista
y aliado de estrategias de poder y dominación? Es aquí donde consideramos necesario
dar el paso de una filosofía del cuerpo a una nueva ontología, a una filosofía materialista
y realista en la que el cuerpo quede comprendido y desde donde podamos evitar las
consecuencias ideológicas y, al fin, nihilistas de un «corporalismo» sin fundamentos
claros ni sentido preciso. En fin, consideramos que la filosofía del cuerpo es una
vía adecuada para llegar a la ontología, a una afirmación del Ser más allá de toda
filosofía de la conciencia; pero, a la vez, consideramos que el cuerpo -y lo corporal
en general- solamente puede mostrar toda su relevancia y originalidad si es enfocado
desde una perspectiva ontológico-realista. Ésto es, al menos, lo que el movimiento
filosófico de los últimos años ha revelado: la necesidad de que el pensamiento vuelva
a una Ontología en su sentido esencial.
El cuerpo en el nuevo realismo
Nos referimos ahora a lo que se ha dado en llamar el «nuevo realismo»,11 propio de la filosofía de este siglo. Jóvenes pensadores como Quentin Meillassoux,
Markus Gabriel y Graham Harman, así como el ya no tan joven Maurizo Ferraris, han
planteado de diversas maneras la necesidad de reafirmar en el pensamiento la primacía
de lo real, de la existencia o del objeto, en contra de la primacía de la epistemología,
del acto cognoscente y de las filosofías de la subjetividad, que han dominado, en
general, toda la Modernidad (bajo el paradigma kantiano). Este cuestionamiento se
justifica particularmente frente a las desastrosas consecuencias del llamado «posmodernismo»,
es decir, la corriente de pensamiento y cultura que ha ocupado los espacios de la
moda académica en las últimas décadas y que se ha caracterizado por la promoción de
un relativismo a ultranza que, en algunos casos, justifica posturas irracionalistas
y hasta meramente nihilistas. Sin embargo, más que simplemente negar a la Posmodernidad,
el nuevo realismo se propondría guardar sus aspectos positivos y eliminar los negativos
a través de una fundamentación ontológico-racional de sus planteamientos. Esto significa
que el nuevo realismo no consiste simplemente en un regreso a la metafísica pre-crítica
ni a alguna de las formas de realismo que se han dado en la historia de la filosofía.
Se trata de una concepción claramente novedosa en la medida en que conjuga el postulado
realista -existe una realidad independiente de la conciencia- con una posición racionalista
-esa existencia puede y debe ser demostrada argumentativa y discursivamente-. Precisamente,
es el carácter racional, reflexivo o especulativo del nuevo realismo lo que lo distingue
claramente de otros intentos de pensamiento ontológico en la filosofía del siglo XX.
Filosóficamente, el problema no consiste en sostener que existe una realidad más allá
de nosotros -algo que, estrictamente, nadie puede negar-, sino en cómo se puede justificar
tal afirmación. Lo que puede observarse en diversos planteamientos ontológicos de
la filosofía del siglo XX es la carencia de tal justificación o la forma inadecuada
o inconsistente en que se ha intentado llevar a cabo -tanto en el área analítica como
en el área fenomenológico-hermenéutica-. Particularmente, esa es la limitante que
muestran las concepciones ontológicas de los autores que hemos referido antes -como
Merleau-Ponty y Jean-Luc Nancy-, así como de otros pensadores como Bergson, Heidegger
o Gilles Deleuze.
En seguida, vamos a exponer brevemente la manera en que el tema de la corporalidad
es redefinido de forma explícita o implícita en los autores del nuevo realismo, en
sus figuras más destacadas. Nuestro enfoque conlleva un doble sentido: por una parte,
tratamos de observar cómo una filosofía del cuerpo es la vía para el acceso a una
concepción ontológica y cómo, por otra parte, esta nueva concepción otorga un nuevo
valor y alcance a la filosofía del cuerpo.
Iniciamos con el planteamiento del filósofo italiano Maurizio Ferraris, quien realizó
un movimiento desde una concepción crítica de la hermenéutica hacia una perspectiva
nuevo-realista. Precisamente lo que nunca convenció al hermeneuta Ferraris -gran conocedor
de la filosofía de Gadamer y discípulo de Jacques Derrida (Ferraris, 2000)- fueron las radicalizaciones o exageraciones de esa postura; es decir, sus implicaciones
relativistas y subjetivistas, bajo el principio de que todo está mediado por significaciones
(no hay presencia desnuda) y de que el imperio de la interpretación no conoce fronteras.
Ferraris se propone ubicar las condiciones y límites de validez del pensamiento hermenéutico.
Quiere establecer hasta dónde es razonable sostener su alcance y dónde ya debemos
reconocer una esfera de realidad que debe ser postulada como anterior o más allá del
campo hermenéutico. Si buscamos, a la manera cartesiana, una fuente indubitable de
realidad, capaz de cuestionar el absolutismo hermenéutico, ¿qué encontramos? Al igual
que Merleau-Ponty y Nancy, Ferraris encuentra la evidencia de nuestro ser corporal:
¿Qué existe? Existe en el presente un cuerpo humano viviente, que es mi cuerpo, el cual nació en cierto momento del pasado y desde entonces ha existido sin
solución de continuidad, aunque no sin haber sufrido cambios; en el sentido por ejemplo,
de que en su nacimiento y por cierto lapso sucesivo, era mucho más pequeño que ahora.
Desde este momento, siempre ha estado en contacto o poco separado de la superficie
de la Tierra; y desde que nació, también han existido siempre muchas cosas, de formas
y tamaños tridimensionales (Ferrais, 1999: 105).
De esa constatación, Ferraris erige la primacía ontológica, más allá de la universalidad
de la hermenéutica. Se trata, al menos en el Ferraris de los 90, de una ontología
perceptual, ligada a nuestra experiencia sensible, a la aisthesis. Este reconocimiento y esta asunción de una realidad más allá de nosotros a través
de nuestra corporalidad y sensibilidad pone cotos también a la hegemonía del saber
científico como el único discurso verdadero acerca de la realidad. Ferraris cuestiona
con cierto humor el supuesto cientificista:
La realidad en la cual se forman el concepto de realidad, de sujeto, de objeto, de
fenómeno y de noúmeno, no es la realidad de la física como Teoría del Todo, sino la
que es aportada por lo sentidos, en la cual se puede prescindir de un observador y
también se puede hablar de cosas que no se ven. Como quiera que se vea, es insensato
sostener que la ciencia no piensa; pero, dentro de ciertos límites, es lícito decir
que no siente, ya que es poco plausible pensar que en verdad se pudiera inventar un
mundo en donde la madre le dijera al niño, quien está a punto de quemarse con la estufa,
«Excitarás tus fibras C». Es fácil pensar que le dirá: «Te quemarás», o «Te harás
daño», con un lenguaje que encuentra su razón de ser (su sentido) en el mundo de los
sentidos (Ferrais, 1999: 106).
No obstante, como tiempo después reconocerá el mismo Ferraris, su descripción anterior
sólo lo puede conducir a un «realismo negativo»; es decir, a una filosofía que dice
lo que la realidad «no es», pero no lo que «es» -lo que resulta poco novedoso, pues
la filosofía «negativa» tiene una larga historia que se remonta hasta los tiempos
de los escépticos griegos y la teología negativa del Pseudo Dioniso, pasando después
por Kant, Kierkegaard, Heidegger, Bataille, Adorno, Derrida, entre muchos más-. Así,
la vía del cuerpo y la vía de lo sensible es sólo un primer paso para el acceso a
la Ontología. Después de reconocer que hay una realidad más allá de nuestro intelecto,
debemos pasar a afirmar que esa realidad existe en sí misma e independientemente de
nuestro intelecto y de nosotros, los humanos. Éste es el paso que Ferraris da en sus
últimos planteamientos filosóficos (2013).
Aunque no se refiere explícitamente a la corporalidad, ella está de alguna manera
presente en la propuesta de nuevo realismo del filósofo alemán Markus Gabriel. Su
modo de proceder para cuestionar y superar la primacía de la epistemología sobre la
ontología en la filosofía del siglo XX consiste en recordar, mediante un ejercicio
de autorreflexión pura, que el Sujeto «existe».
Precisamente, el presupuesto de toda perspectiva epistemológica consiste en sostener
que, dado que no podemos conocer las cosas mismas, entonces debemos abocarnos al conocimiento
de los modos en que conocemos las cosas; es decir, al análisis de las estructuras
del sujeto cognoscente, sean estas mentales, lingüísticas o conceptuales. Pero si
esto es verdad o pretende tener un alcance de validez, entonces la afirmación primaria
de que la cosa es inaccesible es insostenible en la medida en que debemos asumir que
ese sujeto existe como parte del mundo o que esas estructuras operan en algún lugar
y desde algún lugar.
De esta manera, todo acto cognoscitivo presupone ya la existencia del sujeto y de
algo más, un lugar o un espacio donde el sujeto aparece. La supuestamente dudosa o
inalcanzable «existencia» se encuentra anticipada y presupuesta en nuestros actos
cognoscitivos más elementales. Siguiendo la ruta de la filosofía de Schelling, Markus
Gabriel asume que, efectivamente, esa existencia anticipada no puede ser el «objeto»
de un saber, pues, naturalmente, en ese momento deja de tener el carácter de un «presupuesto»
para adquirir el rango de una «posición» (de algo «puesto»), objetiva y discursivamente
definida (Gabriel, 2010: 2016). El punto es que en el momento que un presupuesto se vuelve objeto de saber surge
un nuevo presupuesto que, a su vez, se aparecerá como no aclarado o no adquirido por
el conocimiento. El proceso no se detiene. Dada nuestra insuperable finitud como sujetos
cognoscentes, nunca podremos asegurarnos un lugar libre de presupuestos; por ende,
nunca podemos poner en duda de forma definitiva que «existe» algo previamente a nosotros
y más allá de nosotros.
Ciertamente, Markus Gabriel no atribuye una función destacada a la condición corporal
del sujeto humano, pero su tesis básica, «el sujeto existe», lo entiende como es parte del mundo; por ende, asume que todo lo que él es y hace
-su vida corporal incluida- pasa a formar parte de la realidad de lo que existe. De
esta manera, Gabriel propone la original tesis de que lo que existe no son entes aislados,
sino entes dentro de un campo de sentido (las sillas, en el campo de sentido de los
muebles; La última cena, en el de la pintura renacentista; el unicornio en la zoología fantástica, etc.).
Podemos decir, por nuestra parte, que nuestro cuerpo existe, también, dentro de un
campo de sentido (el de mi existencia concreta o el de los entes animados, etc.) y
no puede ser postulado, como hacía la fenomenología, como un ser privilegiado o especial
y no puede serlo como, en general, no puede serlo el «sujeto», porque suponer un sujeto
único y centralizado supondría aceptar correlativamente que existe un mundo-objeto
único, el mismo para todos los seres. Ahora bien, según la audaz proposición de Gabriel,
«el mundo no existe». Existen todos y muchos más de los entes que podemos mencionar:
existen las botellas de tequila, la sonrisa sin gato del gato de Cheshire, las pesadillas,
los mosquitos, las sirenas, los unicornios, pero no existe el mundo; es decir, no
existe la totalidad de todas las cosas: pues si todo lo que existe, existe en algún
lugar, ¿dónde existiría el todo? No existe un contenedor universal de la existencia.
Dados sus antecedentes en la fenomenología, es el filósofo norteamericano Graham Harman
quien mejor puede ayudarnos a observar el tema del cuerpo desde la filosofía del nuevo
realismo. Él postula lo que llama una «ontología orientada a objetos»; esto es, una
filosofía que, al contrario de toda la filosofía moderna centrada en el «acceso» del
sujeto al objeto, se propone comprender la pluralidad indefinida de objetos que conforman
la realidad existente. En contra de la primacía casi total de la epistemología en
el pensamiento moderno, ya en la línea del positivismo y el cientifismo, ya en la
línea de la hermenéutica y la Posmodernidad, Harman rescata, al igual que el resto
de los autores del nuevo realismo, la primacía de la ontología. Así, lo que propone
para resolver el secular conflicto entre epistemología y ontología es concebir a la
epistemología, a todo el proceso epistemológico, como parte de la ontología, como
momento o aspecto de la realidad misma del objeto. De esta manera, en lugar de la
dualidad sujeto-objeto (siempre cosmológicamente antropocéntrica) propone la dualidad
en todo objeto entre su cara real (objeto real) y su cara sensual (objeto sensual).
El «objeto real» es el que existe en sí mismo, de forma autónoma e independientemente
de cualquier otra cosa, sea objeto o sujeto. Por su parte, el «objeto sensual» es
el que existe de forma relacional. Tiene que ver, ciertamente, con el modo en el que
el objeto se presenta al sujeto o aparece a la conciencia: es el «objeto intencional»
de la fenomenología. Pero también, y todavía más, con la manera en la que el objeto
se aparece a otros objetos. Asumiendo la distinción husserliana entre objetos y cualidades,
y distinguiendo además entre «cualidades reales» y «cualidades sensuales» como dos
distintas funciones, Harman ofrece una definición del objeto como una realidad cuádruple
(la cuaternidad heideggeriana del Ser) que incluye objeto real, cualidades reales,
objeto sensual y cualidades sensuales (Harman, 2011; 2015; 2016; “Introducción” de Ramírez, 2016b).
Desde esta concepción del objeto podemos, finalmente, ensayar lo que sería una perspectiva
neorrealista sobre el cuerpo. Como un «objeto» más del mundo, el cuerpo posee también
dos caras, el cuerpo como objeto real y el cuerpo como objeto sensual, cada uno con
sus respectivas cualidades. Como objeto real, el cuerpo («mi cuerpo», fenomenológicamente
hablando)12 posee un ser propio, último e inaccesible para la propia conciencia, y al que sólo
accedemos a través de la manera en que las cualidades sensuales del cuerpo (sus sensaciones,
sus partes, sus acciones) expresan sus cualidades reales (ocultas en el fondo carnal
de mi ser). Como objeto sensual, mi cuerpo es un ser de relación (un «ser-del-mundo»,
decía Merleau-Ponty), constituido como una unidad abierta gracias a la existencia
práctico-vital del sujeto concreto. El «cuerpo sensual» se conecta, en el plano de
la sensualidad (sensibilidad, percepción, sensación), con todos los objetos sensuales
del mundo, aunque tal conexión no rompe la inaccesibilidad del resto de los objetos
en tanto que objeto reales. Ciertamente, las cualidades sensuales tienen alguna relación
con las cualidades reales de los objetos, nos dan noticia (alusión) de que hay algo
más allá de lo que vemos o tocamos, un ser real del objeto que ninguna inspección,
sensible o teórica, podrá captar y agotar jamás. Pero esto mismo vale para el cuerpo,
para nuestro cuerpo. Y aquí está, quizá, el aporte más relevante que podemos extraer
del realismo ontológico de Harman: el propio cuerpo, el sujeto humano en general,
en su realidad existencial-concreta, queda liberado también del «correlacionismo»
moderno,13 que no sólo afirma que no existe objeto sin sujeto, sino también que no existe sujeto
sin objeto (y mundo), por ende, que el sujeto no tiene «ser». Por ende, dice que sólo
puede ser asumido como una subjetividad sin lugar y, al fin, sin verdad. Por el contrario,
desde el nuevo realismo, hay un ser real de nuestro cuerpo que ningún relacionismo
agota, que ninguna toma de conciencia alcanza de forma total; ese ser real de nuestro
cuerpo, de nuestro ser entero, recupera para nuestra existencia un carácter de misterio
y profundidad que la clarividencia moderna, tanto científica como fenomenológica,
le había ido anulando.14 En tanto que objeto real y sensual a la vez, nuestro cuerpo puede mantener, así,
en el marco general de una ontología del objeto, toda su capacidad, toda su potencia
y toda su verdad.
Conclusión
La filosofía del cuerpo del siglo XX fue un punto de transición hacia una nueva filosofía,
hacia una nueva ontología. Ciertamente, y es una consecuencia que debemos asumir,
el realismo ontológico de la nueva filosofía del siglo XXI ha tenido que poner en
cuestión el carácter todavía privilegiado o centralizado que tenía el cuerpo humano
en las diversas teorizaciones sobre él, tanto en la fenomenología como en el posmodernismo
y en disciplinas como la antropología, la psicología, etc., e incluso en las prácticas
sociales y culturales de alcance popular. No obstante, la crítica hacia los reductos
subjetivistas, antropocéntricos e ideológicos que subsistían en la filosofía del cuerpo
no debe ser óbice para mantener el interés en el valor y el ser de la corporalidad
en general y de nuestra corporalidad en particular. En realidad, se trataría de reformular,
desde el marco general de una ontología realista, el ser del cuerpo y el carácter
de un pensamiento y una práctica de la corporalidad, de un pensamiento del cuerpo,
pero también desde el cuerpo y más allá del cuerpo.
Como es natural, la filosofía del cuerpo se ha encontrado asociada en muchas ocasiones
(por ejemplo en Merleau-Ponty) a los temas de la estética: el “cuerpo” es el sujeto-objeto
estético por excelencia. Los planteamientos que hemos hecho discurrido aquí tendrán
su consagración más precisa en un reposicionamiento general de la Estética en cuanto
vía privilegiada para una ontología de corte realista. De una cualidad meramente «subjetivo-corporal»
lo «bello» deberá redefinirse como una cualidad ontológica, quizá como la cualidad
ontológica por excelencia. A la vez, el arte podrá ser repensado como una vía de acceso
a lo real, más originaria y más radical que la vía científica o que otras vías. Pero
esa historia deberá ser contada en otra ocasión.