Introducción
La vida de Agustín de Hipona se caracterizó por ser intensa y compleja. En ella se
condensa toda la evolución intelectual de un pensador que adoptó diversas corrientes
de pensamiento (maniquea, escéptica, platónica, cristiana...) durante las diferentes
etapas de su vida. La misma complejidad puede verse reflejada en ciertos temas abordados
por él, en los que, precisamente por haber estado en contacto con los diversos autores
y corrientes intelectuales de la última etapa del imperio romano, no resulta sencillo
dar con su posición más madura. Uno de esos temas es el de las relaciones entre las
pasiones y la voluntad, punto sobre el que la psicología filosófica de Agustín sigue
siendo objeto de interés para la moderna antropología filosófica y los otros planteamientos
contemporáneos con los que se manifiesta compatible, debido a sus notables intuiciones
personales de tipo práctico y existencial, entre otras razones.
En este artículo quisiera examinar algunos de los pasajes más representativos de Agustín
acerca de las relaciones entre la voluntad y las emociones, con el propósito de responder
desde el propio autor hasta dónde somos responsables de aquellas acciones que ejecutamos
bajo el influjo de una pasión sumamente intensa.1 Como podrá comprenderse, todo cuanto pueda decirse sobre esta materia se encuentra
estrechamente vinculado a un problema paralelo: la determinación de la voluntariedad
o involuntariedad de dicho acto, algo sobre lo cual considero que no siempre se ha
insistido lo suficiente y que, sin embargo, resulta importante insistir porque es
a partir de esta clase de problemas menos conocidos que se puede percibir la vertiente
de Agustín más frágil y humana, la cual considero que se manifiesta, no exactamente
en sus doctrinas más desarrolladas acerca del amor, el bien o la gracia, sino en esos
aspectos menos tratados de su pensamiento, como aquel sobre el que versa este trabajo,
en el que se advierte más patentemente la debilidad de Agustín. Quizás el atractivo
del pensador africano para el hombre contemporáneo siga siendo que, a partir de sus
escritos, podemos aprender mediante qué recursos intelectuales podemos lidiar con
la tentación no solo carnal, sino, en general, en un plano ascético-moral, tal como
él mismo la experimentó en su propia carne (al igual que Pablo de Tarso o Jerónimo
de Estridón, con quienes mantiene fuerte afinidad de pensamiento e intereses temáticos).
Gran parte de su producción filosófica no siempre estuvo concentrada en un solo tratado,
sino que, más bien, está distribuida en varias de sus obras. A pesar de tratarse de
un pensador tan comentado -incluso entre filósofos no cristianos-, la mejor forma
de conocer su parecer sobre la cuestión es una aproximación crítica a su obra, más
bien que a lo que otros autores le han adjudicado. Así, por ejemplo, respecto de este
tema específico, sin duda podría habernos resultado muy útil recurrir al pensamiento
de ciertos «comentaristas» del Hiponense, como Pedro Abelardo (Collationes) en el siglo XII, Francisco Petrarca (Secretum) en el siglo XIV o Justo Lipsio (De
constantia) en el Renacimiento, quienes discuten en sus respectivas obras el influjo que ejercieron
los filósofos estoicos sobre Agustín y la lectura que habría hecho el africano de
aquellos, tratamiento que aborda en el marco de las relaciones entre voluntad y emociones.
Ello, sin duda, sería muy interesante, pues nos llevaría a un estudio más amplio del
que aquí pretendemos (principalmente, a un análisis profundo sobre la recepción del
estoicismo en Agustín y de su consiguiente rechazo y alejamiento hasta la adopción
de la Iglesia latina). No obstante lo anterior, considero importante incluir en este
trabajo la interpretación de Richard Sorabji (2000) sobre algunos pasajes, sobre los cuales se discutirá en la segunda parte de este
artículo. La razón es que, por tratarse de un intérprete actual de diversos autores
antiguos (y principalmente estoicos), sus comentarios pueden ayudarnos a comprender,
desde una perspectiva contemporánea de tales estudios, en qué medida la lectura que
hizo Agustín de la filosofía estoica fue fiel o imperfecta.
Hay que decir algo más acerca de la relevancia del tema para nuestro autor. Aunque
éste no se encuentre exclusivamente en la obra de Agustín, ni sea la suya la que mejor
lo aborda, en diversos momentos de su vida experimentó lo mismo que varios historiadores
han aprendido: que las pasiones descontroladas siguen siendo el origen psicológico
de múltiples problemas entre los individuos y las sociedades. Considero que tales
son factores suficientes para que merezca la pena este trabajo.
Finalmente, con respecto al propósito de este artículo, debo añadir que persigue,
sobre todo, un fin «exegético»: se trata de determinar cuál ha sido la lectura de
la «voluntad» que hizo Agustín en relación a las emociones, y paralelamente, determinar
en qué medida lo influyó la filosofía estoica.
Para el cumplimiento de tales objetivos, este trabajo se divide, metodológicamente,
en tres partes: i) un análisis de los pasajes más representativos de su pensamiento en la materia; ii) la crítica de Sorabji a la lectura que hizo Agustín de la filosofía estoica; y iii) un comentario final, a modo de conclusión.
Concepción agustiniana de la voluntad
Las pasiones, el amor y la voluntad
La teoría agustiniana de la voluntad se inscribe en un apartado aún más amplio de
su pensamiento, que es su teoría de las pasiones. Su descripción se presenta como
limitada en el corpus augustinianum, debido a dos razones: 1) porque Agustín no tuvo un acceso a las fuentes directas de la filosofía estoica y
2) porque el Hiponense no descendió a un estudio pormenorizado de los filósofos estoicos,
aunque mostró mayor interés por ellos que ningún otro autor cristiano. El estudio
de las pasiones estaba supeditado, en gran medida, al de la voluntad, debido a que
la voluntad es un concepto central en su filosofía del amor.
Una primera característica de las emociones2 en su relación con la voluntad es que suele llamarlas voliciones, lo cual es comprensible por el hecho de que la voluntad adquiere en Agustín dos
sentidos, uno amplio y uno más estricto. La voluntad estrictamente hablando se aplica
a la facultad de la parte superior del alma (como sucede en Aquino y gran parte de
la filosofía clásica) y, al mismo tiempo, la voluntad en sentido amplio designa a
cualquier acción de inclinarse hacia algo o de alejarnos de ello. Por eso, partiendo
de la voluntad, Agustín clasifica las emociones básicas del siguiente modo:3
¿Qué es el deseo y la alegría, sino la voluntad (voluntas) en consonancia con las cosas que queremos (volumus)? Y ¿qué es el miedo y la tristeza, sino la voluntad en disonancia con las cosas
que no queremos (nolumus)? Cuando la voluntad consiente a lo que queremos toma la forma de una inclinación
y entonces recibe el nombre de «deseo», mas cuando toma la forma de un disfrute de
lo que queremos, recibe el nombre de «alegría». De igual forma, cuando rehusamos aquello
que no queremos que nos suceda, la voluntad se llama «miedo», pero cuando rehusamos
lo que tenemos presente sin quererlo, esa voluntad se llama «tristeza» (Agustín, ciu, 14, 6: 932).
En este sentido, las pasiones estarían incluidas en la voluntad porque de algún modo
serían actos de ella en cuanto que está en poder de ella consentirlos o rechazarlos.
¿Y qué sucede con el amor? Agustín da al amor el mismo tratamiento que a la voluntad,
pues “la voluntad recta no es más que amor bueno y la voluntad perversa es el amor
malo” (ciu, 14, 7, 2: 935). Por eso, la relación entre el amor y las pasiones es análoga a la
que existe entre la voluntad y éstas, como se desprende del siguiente pasaje:
El amor que ansía tener lo que se ama es «deseo»; en cambio, cuando lo tiene ya y
disfruta de ello, tenemos la «alegría». En cambio, si el amor huye de lo que le es
adverso, es el «temor»; y si lo experimenta ya, es la «tristeza». Así, pues, estas
cosas son malas si el amor es malo, y buenas si el amor es bueno” (ciu, 14, 7, 2: 935).
Sin embargo, que las pasiones sean tratadas aquí como ciertos actos de la voluntad
no debe llevar a pensar que, para Agustín, al igual que para algunos estoicos como
Crisipo, las emociones que nos acaecen son siempre «voluntariamente elegidas». En
el terreno práctico, ello daría como resultado que nos enamoramos de quien queremos,
tememos lo que elegimos temer, nos entristecemos de lo que queremos, por mencionar
pasiones como el deseo, el temor o la tristeza.4
Ciertamente, Agustín pensaba como los estoicos que las operaciones de la dimensión
apetitiva del alma se las puede sujetar a un señorío mediante la voluntad. Sin embargo,
siguen estando sujetas a reacciones completamente espontáneas. En ocasiones, el surgimiento
de determinadas emociones, como la libido, no pueden ser totalmente controladas; pero
al mismo tiempo, ello no significa que lleven automáticamente a una persona a comportarse
de cierta manera, pues la gente puede voluntariamente consentir o rehusar la incitación
de una determinada emoción, e incluso repelerla de manera más activa que el simple
rehusarse a secundarla mentalmente.
Para explicar más precisamente la relación entre la voluntad y las pasiones, dice
Agustín lo siguiente:
Si alguien pronuncia una palabra airado, o maltrata a otro, no podría hacerlo si no
se moviera la lengua o la mano al influjo de
la voluntad, que en cierto modo manda; y esos miembros, aun sin haber ira alguna, son movidos por la misma voluntad. No
sucede esto con las partes genitales del cuerpo, que la pasión corporal ha sometido
a su derecho, por así decir, de tal manera que no pueden moverse sino bajo su influjo espontáneo o promovido desde
fuera. Esto es lo que causa vergüenza; esto es lo que, por rubor ante los ojos que miran,
procura evitar. Por eso soporta mejor el hombre una multitud de espectadores en un
arrebato injusto contra otro hombre, que la presencia de uno solo cuando se une legítimamente
con su esposa (ciu, 14, 19: 969).
¿Qué trata de poner de relieve Agustín? Que aunque pueda haber pasiones que dependen
de la voluntad de un modo casi directo (diríamos, «despótico», para usar un lenguaje
aristotélico-tomista),5 al punto de decirse que son «elegidas», lo cierto es que las emociones son estados
más complejos de lo que suponían los estoicos, pues sin duda involucran juicios de
valor por los cuales, voluntariamente, se las «consiente» o «provoca» o se las «rehúsa»
o «rechaza», pero también van acompañadas de cambios corporales en la expresión facial,
en la complexión, en los gestos, y en lo que hoy llamaría la psicología moderna «cambios
en el sistema endocrinológico», por cuanto en virtud de ellas se descargan en el torrente
sanguíneo hormonas de diversas clases.6
Dada la estrecha conexión entre cuerpo y alma, Agustín reconoce que en las emociones
cabe hablar de un fenómeno de conciencia acerca de lo que está pasando en nuestro
cuerpo.7 La voluntad seguiría conservando la capacidad de ceder al influjo de ellas o de no
secundarlas, pero aun en este caso, en virtud de lo complejo de la interacción emociones-voluntad,
las pasiones no podrían ser tratadas como un fenómeno puramente mental o judicativo,
ni como absolutamente voluntarias, en el sentido de que no basta con no pensar en
ellas o en no quererlas para no tenerlas.
Por la misma razón, cuando Agustín critica el concepto estoico de apatheia (es propio del sabio no padecer)8 lo hace porque está convencido de que las pasiones pueden ser malas, pero también
buenas y, por tanto, legítimas, dependiendo de lo que la voluntad quiera hacer con
ellas.9 Dicho de otro modo, dependiendo del tipo de amor al que se las ordene, como se dice
al final del pasaje ya citado (ciu, 14, 7, 2: 935). Así, si el amor es bueno, el deseo y la alegría serán pasiones buenas;
mas si el amor es malo, el deseo y la alegría serán malas. Por eso, a los discípulos
de Jesucristo, según Agustín, les resulta bueno temer el pecado, desear la perseverancia,
entristecerse por las propias faltas, y alegrarse de las buenas obras, por mencionar
las cuatro pasiones esenciales del hombre. Tener esta clase de emociones no puede
ser indiferente sino algo positivo y cultivaras debe ser hasta meritorio (ciu, 14, 7, 2: 932). Aunque se trata de emociones influidas por la fe, son emociones
naturales, producidas a nivel sensitivo-apetitivo, pero que toman su fuerza de un
conocimiento superior de tipo intelectual.10
La voluntad y lo querido
Puesto que, en algunos pasajes (ciu 14, 6-7), Agustín llama “voliciones” a las emociones, uno podría preguntarse cómo
pueden ser actos de la voluntad si ésta es una facultad especial que pertenece a la
parte superior del alma, y las emociones en cambio son movimientos de la parte inferior
del alma.
Primero debe aclararse que Agustín no pretende afirmar que haya verdadera identidad
entre voluntad y emociones, pues ya dijimos que las emociones son solo voliciones
en un sentido amplio. Lo que quiere establecer es que aunque las emociones inicialmente
surgen como movimientos incontrolados, la voluntad puede reaccionar a ellas, consintiendo
a lo que tales movimientos invitan, o rechazándolo. Es decir, los movimientos de las
pasiones son voluntarios en la medida en que pueden en su principio ser consentidas o rehusadas internamente, aunque no se lleven a la práctica mediante una acción externa.11 A esto obedecería que la voluntad sea la “tercera capa del espíritu” y esté situada
en la parte más alta del cuerpo, es decir, “como en una torre” a efecto de poder moderarlas
(ciu, 14, 19).
La razón última de por qué es posible a la voluntad ejercer dominio sobre las emociones
-por muy fuertes que puedan resultar- radica finalmente en un asunto de tipo metafísico:
no sería justo que la materia reinara sobre el espíritu:
¿Piensas acaso que la pasión es más poderosa que la mente, a la cual le ha sido otorgado
el dominio sobre las pasiones según la ley eterna? Yo digo que absolutamente no es
así. No sería racional que las cosas menos poderosas (materia) dominaran sobre las
más poderosas (espíritu) (lib. arb., 1, 10, 20: 225).12
Pero también radica en un asunto de justicia: lo superior a la voluntad no convierte
a la voluntad en esclava de las pasiones porque no sería justo que lo superior fuera
esclavo de lo inferior. Y también por la naturaleza misma de las pasiones: lo inferior
a la voluntad no convierte a la voluntad en esclava de las pasiones porque no goza
del poder suficiente para ello, justo por ser inferior a la voluntad:
Lo que es igual o superior a la mente humana, cuando está dotada de señorío y en posesión
de la virtud, no la puede convertir en esclava de las pasiones, por razones de justicia.
Y lo que es inferior a ella, tampoco puede conseguirlo porque carece de poder suficiente
para ello [...]. Por tanto ninguna otra cosa puede convertir a la mente en cómplice
de un deseo desordenado, si la voluntad no lo quiere (lib. arb., 1, 11, 21: 227).
Los estoicos hablaron de autodominio respecto de las facultades apetitivas. Lo que
hasta cierto punto resultaría novedoso en la filosofía de Agustín es su intento por
referir todos los impulsos e inclinaciones del alma a la voluntad como un centro dinámico de la persona. Como afirma Dihle, la voluntad, para Agustín, es una capacidad relativamente independiente
con respecto a las emociones y a la razón teórica, algo muy distinto a lo que los
platónicos afirmaban, pues para éstos las operaciones de la voluntad no difieren mucho
de las que pertenecen a la parte intelectiva del alma; en este sentido, la voluntad,
para Agustín, sería tan elevada como el intelecto, pero más autónoma que éste (Dihle,
1982: 127-129).
Otro aspecto interesante de la voluntad se refiere a las distintas maneras en las
que algo puede ser querido por ella. Este asunto no está tratado en una sola obra;
pero, entre los distintos lugares donde menciona el tema, se distinguen al menos tres
sentidos de lo querido:
-
a) Todo aquello hacia lo que el ser humano se inclina, se considera como «querido».
A ello se refiere Agustín cuando dice que la vista está unida a su objeto por medio
de la atención de la voluntad.13 Según Dihle, se atribuyen también a la voluntad todas las demás operaciones de los
seres humanos en virtud de las cuales se dirigen hacia algo (Dihle, 1982: 125-126).
-
b) Todas las acciones y omisiones puramente internas del alma, así como todas las percepciones
y conocimientos, se consideran como queridos. Esto se debe a que la voluntad es una
facultad que, aunque no haya iniciado las cosas mediante una actividad particular,
se puede decir que, al no impedirlas, ya está permitiendo que esas cosas sucedan;
y esto, en cierto modo, es algo querido.
-
Incluso contempla el caso del que actúa bajo coacción.14 Así, por ejemplo, si me arrancan la firma de un contrato apuntándome con una pistola
al pecho, por violenta que sea la coerción, no quita que mi firma sea un acto voluntario.
Pues el que obra como no queriendo obrar, también quiere lo que hace. Y esto también
se puede considerar como querido, al menos en parte. Volveremos sobre este tema al
hablar de las acciones mixtas.
-
c) Todos los actos de la voluntad como facultad superior se considera que son queridos;
es decir, los actos que no tienen otra causa que la voluntad misma.15
Teoría del consentimiento
Los tipos de actos de los que venimos hablando se consideran voluntarios en la medida
en que podrían ser evitados o por el contrario, aceptados mediante la voluntad, es
decir, consentidos. ¿Qué significa «consentir»? Para explicarlo, Agustín elabora una
teoría del consentimiento (s. dom. m., 1, 12, 34) a partir del análisis del acto pecaminoso y los tres momentos psicológicos
por los que atraviesa: sugestión, delectación y consentimiento.
La concupiscencia está en el origen del mal moral (lib. arb., 1, 3, 6)16 pues por ella el hombre se inclina a tener los malos deseos, que son puerta de acceso
al pecado. Aunque en el hombre hay una fuerte inclinación a dejarse llevar por la
concupiscencia, los malos deseos provocados por ella no se consideran pecados, si
tales tendencias son inmediatamente dominadas. Con esto llegamos a un principio fundamental
de la ética agustiniana: no cometemos mal en el momento de tener malos deseos, sino
en el momento de consentirlos.17
El consentimiento es, precisamente, un acto de la voluntad, y se produce cuando la
mente de una persona concibe la realización de un mal deseo, pero no pretende llegar
a la práctica de ello. Puede simplemente 1) aceptarlo, y para ello a) se recrea en ello, e incluso b)
está dispuesto a ello, o, definitivamente quiere actuar en consecuencia con ese deseo y así 2)
se decide a actuar de acuerdo con ello.
Agustín escribe que:
Son, pues, tres los momentos a través de los cuales se comete el pecado: la sugestión,
la delectación y el consentimiento. La sugestión procede de la memoria o de los sentidos
corporales, bien sea cuando vemos algo, lo oímos, lo olemos, lo gustamos o lo tocamos.
Y si, al percibir el objeto produjere placer, el placer ilícito se debe someter. Por
ejemplo, cuando estamos ayunando y a la vista de los alimentos surge el apetito, no
acontece sino la delectación; pero ahí todavía no hemos consentido y la aplacamos
con el dominio de la razón. Pero si ha llegado ya el consentimiento, se habrá consumado
ya el pecado [...] aunque no hubiese llegado a ser conocido abiertamente por los hombres
(s. dom. m., 1, 12, 34: 821).
Es decir que el deseo conduce a la acción a través de sugestión, placer y consentimiento.
La sugestión (suggestio) se refiere al pensamiento que puede despertar un mal deseo. El placer (delectatio) es el estado inicial del consentimiento. Y el consentimiento (consentio) es la decisión de actuar con base en la idea previamente aceptada.
No pasa inadvertido a Agustín el hecho de que el consentimiento efectuado varias veces
de aquello que nos agrada enciende con más fuerza el deseo de saciar dicho placer
y tiene el poder eventual de generar un hábito no imposible pero sí difícil de remover.Y
a medida que el acto producido por el hábito es la verdadera causa de dicho acto -sin
dejar de ser voluntario-, es lógico pensar que la voluntariedad va disminuyendo cada
vez más a medida que más se consiente en el mal deseo. Afortunadamente, tanto para
el ákrata (incontinente) como para el akolastés (desenfrenado)18 -por usar lenguaje aristotélico- la solución pasaría por no rehuir el combate de
las pasiones desordenadas mediante una reeducación de las representaciones procedentes
de la suggestio,19 sin descartar en un plano más religioso los recursos que pueda propiciar la propia
ascética cristiana, en la que, como sería natural pensar desde la óptica antipelagiana
de Agustín, apostar por las propias fuerzas humanas, ni es suficiente, ni garantiza
la victoria final sobre las pasiones desaforadas. Así se desprende de las siguientes
palabras:
Y si llegase a la realización, parece que se sacia y extingue la pasión. Pero si después
se repite la sugestión, se enciende todavía más la delectación, pero aún es mucho
más inferior que cuando, con la repetición de actos, se ha formado la costumbre. En
este caso es muy difícil superarla; pero si uno no abandona y no rehúye el combate
[...], superará semejante costumbre con la guía y la ayuda de Dios. Así recobrará
la paz y el orden inicial (s. dom. m., 1, 12, 34: 823).
En este análisis presentado por Agustín acerca de los malos deseos (suggestiones) se percibe todo el influjo filosófico que sobre él ejerció Orígenes (De principiis, 3, 2, 4; In Canticum canticorum, III, 236 14-18; Lawson, 1957: 256), quien se planteó asimismo el tema de los atractivos y seducciones que el mundo
puede provocar sobre el alma antes de que la voluntad pueda operar, y de cuyo consentimiento
o rechazo depende la moralidad del comportamiento posterior. Este es el tema de los
malos pensamientos como “primeros movimientos” o pre-pasiones (propatheiai), una doctrina de origen estoico.
Las pre-pasiones fueron llamadas así por los estoicos porque, para ellos, los malos
deseos no son pasiones, sino un estado anterior a ellas. Lo que desencadena una pasión no es todavía una pasión. Así que en filosofía
estoica son solo la preparación para una emoción. En cambio, Agustín interpretó dichos
movimientos como «emociones» en estado inicial, opinión mayoritaria entre los comentaristas
modernos de Agustín entre los cuales figuran O’Daly (1987: 89-90) y Knuuttila (2004: 155). Sin embargo, según Sorabji (2000: 378), sería incorrecto decir que las emociones aparecen antes del consentimiento, motivo
por el cual piensa que Agustín cometió un error al pensar así, como se verá en la
segunda parte de este trabajo.
Las acciones involuntarias
Lo más cercano a las acciones involuntarias, para Agustín, es lo que Aristóteles denomina
«acciones mixtas» en la Nicomáquea,20 es decir: acciones que ninguno elige como fin por sí mismo, aunque en ciertas circunstancias
se las puede elegir como medios necesarios para alcanzar un fin más importante. Aristóteles
menciona el caso de las mercancías que son arrojadas desde un barco a punto de naufragar
en una tormenta. Nadie quiere, por sí misma, la merma de sus mercancías; pero, ante
ciertas circunstancias, como la posibilidad de hundirse debido al exceso de peso del
barco, se hace necesario deshacerse de ellas. Así como Aristóteles piensa que son
más voluntarios que involuntarios,21 así también Agustín piensa que el que actúa forzado por las circunstancias no pierde
nunca su voluntariedad por completo, y solo en virtud de que la gente no está dispuesta
a hacer tales cosas y desearía no haber tenido que hacerlas, se consideran involuntarios.
Agustín lo explica así:
Si examinamos esto con toda sutileza, advertiremos que, aun
cuando alguno sea coaccionado a hacer alguna cosa, si la hace, aun la hace voluntariamente; más porque querría más bien hacer otra cosa, por eso se dice que obra a la fuerza,
es decir, no queriendo obrar. Pues siendo coaccionado a obrar por alguna cosa mala,
que quisiera evitar o rechazar de sí, en tanto la hace en cuanto que es forzado. Porque
si la voluntad es tan poderosa que más quiere no ejecutar esta acción que sufrir aquella
violencia, entonces indudablemente resiste a quien la coacciona y no ejecuta aquella
acción. Y por eso, si obra, no obra ciertamente con plena y
libre voluntad, aunque es cierto, sin embargo, que no obra sin la facultad de querer, pues como a la voluntad sigue la acción, no puede decirse que le falte el poder
al que obra (spir. et litt., 31, 53: 781).
Por lo tanto, más que anular nuestra libertad, los actos procedentes de una voluntad
forzada por las circunstancias, reducen la voluntariedad, pero no la suprimen por
completo. Por eso, en el momento en que los marineros están arrojando las mercancías
al mar para no naufragar, lo están queriendo. La prueba es que su voluntad le manda
a los brazos cargar con ellas y arrojarlas. De la voluntad, pues, depende el arrojarlas
o no. Agustín piensa que la voluntad decisiva de una persona se manifiesta en su conducta
final. En este sentido, todos los actos con que uno rechaza algo, se puede decir que
son queridos. En lugar de hablar de actos involuntarios, habría que hablar de actos
elegidos «de mala gana», es decir, de manera reacia.
Entre los sentidos de lo querido ya mencionados atrás, el segundo constituye otro
ejemplo de acto mixto. Está basado en la idea de que no solo los medios que conducen
a un fin pueden ser aceptados con cierta resistencia, sino que el fin mismo de la
voluntad hacia un bien superior puede ser aceptado con resistencia. Describe su propia
conversión como una experiencia en la que, al igual que el barco a punto del naufragio,
su alma se debatió internamente entre la ordenación de todos sus actos al fin que
la razón evaluaba como lo más adecuado para «sobrevivir», y aquel otro fin hacia el
que sus emociones le conducían (conf., 8). Estaba seguro que sería mejorar radicalmente su manera de vivir hacia una conversión
plena, pero, por otro lado, su voluntad continuaba dirigiendo su vida por donde sus
propios vicios arraigados le tiraban. En tal caso, ¿quería realmente el pecado? La
respuesta última es que lo quería. Pues no quería caer en él, pero tampoco hacía nada
para evitarlo y esto es, en cierto modo, ya quererlo.
El texto explica lo que sucede en el alma débil, aún sujeta al mal, del siguiente
modo:
No es absurdo decir que uno puede querer en parte y en parte no querer, sino que de
lo que se trata más bien es de una enfermedad del espíritu, porque no se levanta todo
él empujado por la verdad, sino avasallado por la costumbre. Y por eso hay como dos
voluntades, porque una de ellas no es total, no está completa, y lo que le falta a
la una lo tiene la otra (conf., 8, 9, 21: 260).
Cuando se hace el mal, ¿hasta qué punto se quiere todavía el bien? Este es el problema
antropológico que Agustín experimentó. Es como si hubiese dos voluntades en conflicto
en el alma de Agustín, quien deseaba que su voluntad quisiese vivir de otra manera,
pero lo quería ineficazmente, pues la voluntad efectiva seguía siendo la voluntad
desarreglada. La voluntad de vivir con arreglo a lo que sabía que era lo mejor ciertamente
existía, él quería vivir bien, pero como él confiesa, “lo quería de manera parcial
e imperfecta”. Su voluntad se encontraba más al nivel de un “quisiera” o un deseo,
que de un querer efectivo.
La crítica de Sorabji a la interpretación agustiniana de la tradición estoica sobre
las pasiones
Ya hemos dicho en la primera parte de este trabajo que, desde la óptica agustiniana,
que las pasiones puedan ser dominadas por la voluntad no significa que las emociones
sean siempre voluntarias, como se desprende del planteamiento estoico, desde cuya
perspectiva las pasiones no serían sino exclusivamente juicios que, equivocadamente,
realiza la inteligencia cuando, ante el temor que el sabio siente, lo juzga como un
mal o cuando ante la pasión sexual que pudiera llegar a sentir, la juzga como un bien.
En cambio, sabemos que para Agustín existen casos en los que las emociones se despiertan
de manera espontánea. Por este motivo, las pasiones comienzan antes de que la voluntad
dé su consentimiento, es decir, pueden comenzar con la delectatio y no solo a partir del consentio, como piensan los estoicos. De aquí que para Agustín, ante los malos deseos propiciados
por los sentidos o la memoria, aunque no nos llevaran finalmente al acto, son parte
de la pasión, aunque solo sea en su etapa inicial, como se manifiesta en el hecho
de que ya hay cambios en el cuerpo y en la parte irracional del alma. Naturalmente,
si consideramos que las pasiones se producen solo con el consentimiento a nivel de
la parte racional del alma, como los estoicos, o si como éstos pensamos que no existe
la distinción entre parte racional e irracional del alma, los malos deseos no serían
pasiones, sino solo pre-pasiones.
Aquí nos encontramos ante un punto de contacto entre Agustín y los estoicos: ambos
creen necesario no dejarse arrastrar por una pasión sin que haya un consentimiento
previo o sin que dicho consentimiento sea razonable.
Pero también estamos ante un punto de desacuerdo en torno a en qué momento hablamos
de una pasión. Los malos deseos, que para los estoicos son tan solo un primer movimiento,
para Agustín son una pasión pero en etapa inicial. Esto lleva a consecuencias importantes,
como el hecho de que para Agustín, si los malos deseos del corazón son ya una pasión
cabe hablar de pecado (pues aunque yo no lleve al cabo el adulterio real, el adulterio
«pensado» ya provoca un placer ilícito), no así en el caso de los estoicos, para los
cuales dichos movimientos son completamente indiferentes. Esto lleva a autores como
Sorabji a pensar que Agustín desconoció la distinción estoica entre primeros movimientos
y emociones voluntarias, algo que debemos precisar. Según Sorabji, el origen de este
«error» antropológico de Agustín consistió en que, para llegar a conocer lo que los
estoicos pensaban acerca de las pasiones, se basó en una mala paráfrasis que Aulo
Gellio habría hecho a su vez del pensamiento de Epicteto, al hacer decir a Epicteto
algo que éste no dijo exactamente, con lo cual la visión que Agustín llegó a tener
de los estoicos en cuanto al tema habría sido un tanto distorsionada.
La historia, en síntesis, es la siguiente. Gellio cuenta en sus Noctes Atticae (19, 1) que en cierta ocasión, mientras navegaba con un filósofo estoico, sucedió
que el barco fue sacudido por una terrible tempestad, ante lo cual el filósofo sintió
miedo. Pasada la tormenta, uno de los se le acercó un hombre rico procedente de Asia,
quien le preguntó por qué motivo un filósofo estoico había sentido temor y había perdido
el color. Entonces el filósofo le dio la respuesta que Aristipo de Cirene había dado
en una ocasión similar. El filósofo respondió que le pareció natural temer por su
propia alma, en lugar de estarse preocupando por el alma de un hipócrita. Y con esta
respuesta tapó la boca al rico.
Entonces Gellio mismo, no satisfecho con esa respuesta, se esperó a que el navío tocara
puerto, y le pidió que ampliara más su respuesta. Entonces el filósofo estoico le
explicó que ese miedo era justificable según lo afirmado por Epicteto en el libro
V de sus Discursos. Entonces Gellio hizo una paráfrasis de Epicteto, explicando que según éste, cuando
pasan por la mente ciertas visiones negativas sobre sucesos que causan miedo, sin
duda impresionan por necesidad el alma del sabio, sin que por ello se contagie necesariamente
su mente del mal ni apruebe tales cosas.
Gellio lo explica del siguiente modo:
La mente, incluso del sabio, por un momento, es impresionada, se encoge y palidece
(pallescere), sin que juzgue que ello es un mal, sino debido a que rápidamente se agolpan en
su mente ciertos movimientos que se anticipan a las funciones de la mente y de la
razón. En ese momento, el sabio niega su aprobación a dicha clase de visiones, es
decir, a esas imágenes de temor que aparecen en su mente. En otras palabras, no da
su consentimiento a ellas, sino que las rechaza. Tampoco ve en ellas nada que temer.
[...] Y ésta es la diferencia entre la mente del sabio y del necio. El necio piensa
que las cosas que por su mente pasan como peligrosas y causa de desesperación, realmente
son así, y aunque solo hayan empezado apenas a producirse, da su aprobación a las
mismas como si efectivamente fueran dignas de temerse. En cambio la persona sabia,
después de haber sido brevemente impresionada por ellas y de cambiarle el rostro de
color ante éstas, no las aprueba, sino que mantiene firme la opinión que siempre ha
tenido acerca de dichas visiones, que no han de temerse en lo más mínimo, y que causan
terror, provocando bajo una falsa apariencia, una alerta inútil (Noctes Atticae, 19, 1: 376).
Al final de esta larga paráfrasis de Gellio, éste comenta como conclusión lo siguiente:
El filósofo Epicteto enseñó y predicó estas doctrinas estoicas. Pensé que debían ser
registradas aquí, para que no vayamos a pensar que es signo de cobardía o necedad,
si cuando llegan a suceder las cosas que aquí he mencionado, sentimos algo de temor
(pavescere)...y para que cuando se presenten brevemente esos primeros movimientos, pensemos
que estamos cediendo a una natural debilidad, en lugar de que juzguemos las cosas
tal como las vemos (Noctes Atticae, 19, 1: 377).
Según Sorabji, la interpretación que hace Gellio de las palabras de Epicteto es inaceptable,
ya que al describir la mente del sabio, en vez de decir que palideció (pallescere), cambió al final una letra en el verbo, diciendo que sintió temor (pavescere). En suma, no es lo mismo decir que empezó a sentir miedo a decir que sintió un miedo
real.
Así que Sorabji critica el comentario de Gellio afirmando que en su historia debió
aclarar que el sabio sintió nerviosismo, pero que nunca le acompañó el miedo como
tal, por lo que la ausencia de esta distinción entre ambos estados de ánimo influyó
después en Agustín, razón por la cual el Hiponense también compartió la misma opinión
que Gellio sobre el sabio y su visión de la filosofía estoica. Pues cuando Agustín
describe la reacción del estoico ante la tormenta (ciu 9, 4, 2), no afirmó que empezó a sentir miedo, sino que definitivamente sintió miedo.
Así, el hecho de que Agustín haya afirmado que el sabio puede llegar a encogerse de
tristeza, y que además haya hablado definitivamente de la existencia de pasiones en
el estoico, son un signo -según Sorabji- de que Agustín fue ciego (2000: 382) a la distinción entre «primeros movimientos» y «emociones propiamente
queridas».22
Respecto a la tesis del profesor estadounidense, considero que aunque Agustín no haya
hablado explícitamente de «pre-pasiones», distinguiéndolas de pasiones como tales,
ello no significa que no haya logrado diferenciar entre lo que representan unas y
otras. Como bien apunta Knuuttila, un comentarista finlandés del santo, las «pre-pasiones»
no son manifestaciones completamente irrelevantes desde el punto de vista antropológico
para Agustín:
Sorabji afirma que Agustín fue ciego a la distinción estoica entre primeros movimientos
involuntarios y emociones queridas. Pienso que en vez de haber sido ciego a dicha
distinción, Agustín la empleó pero con ciertas reservas. Lo que Agustín consideraba
corregible en la teoría estoica era la idea de que los primeros movimientos eran en
cierto modo algo tan insignificante que podrían ser considerados como «inocentes»
y por eso no deberían ser considerados sólo etapas iniciales de una emoción. Desde
la perspectiva de Agustín ello sería engañoso e impediría a las personas reconocer
que en las emociones humanas reina cierto desorden procedente de un primer pecado
de origen heredado de la primera pareja humana (2000: 172).
Desde esta perspectiva, Agustín tuvo que verse obligado a elegir entre una visión
intelectualista de las emociones, como la estoica, en la que cada emoción es un acto
de la voluntad, o bien elegir una visión más aristotélica en la que se puede tener
una emoción independientemente de lo que la razón juzgue acerca de ella como algo
bueno o malo. Y Agustín optó con toda libertad por la segunda visión.
Los estoicos no reconocieron como Aristóteles que en el alma hay niveles, y que la
parte racional, que controla o permite las acciones que surgen de una emoción es diferente
de aquella parte irracional como el concupiscible e irascible. Por tanto, en este
esquema aristotélico que Agustín compartía, las emociones no son vistas como algo
que necesite el permiso de la razón para darse, pues aunque la voluntad no quiera
el miedo, ya se está efectuando en la parte irracional un movimiento emotivo (incluso
orgánico) que bien puede considerarse pasión aunque después no vaya a ser consentido
por la voluntad. Las pasiones no desaparecen «automáticamente» solo por dejar de pensar
en ellas, ni aparecen tan solo por querer sentirlas.
Como afirmamos al comienzo de este trabajo, las pasiones no son para Agustín voluntariamente
elegidas. Se puede hacer un esfuerzo serio por controlarlas, pero como es obvio, cuando
menos se espera, pueden surgir. Y algo igualmente para Agustín es que sería un signo
de arrogancia apelar a las propias fuerzas para conseguir dicho autodominio, algo
en lo que coinciden estoicos con pelagianos. Basar la eficacia en el manejo de las
emociones exclusivamente en una serie de terapias de validez racional y humana puede
interpretarse como signo de autosuficiencia por Agustín quien reconoce como Aristóteles
que la felicidad es un “don de los dioses”.23
Comentarios finales
1) Hablando de la actitud de Agustín hacia la tradición estoica en general, el Hiponense
suponía como los estoicos que a las emociones se las puede sujetar a un señorío racional
por parte de la voluntad y, al igual que los mismos, pensaba que se trata de movimientos
de cuyo surgimiento no somos responsables, sino que su responsabilidad dependerá de
lo que la voluntad haga enseguida con ellas, es decir, de si el hombre las consiente
o rechaza voluntariamente.24
Las emociones, para Agustín, son propiamente actos de la voluntad y no corresponden
a la parte corpórea del hombre, ya que todo mal deseo se origina en la mente y no
en el cuerpo, como suponía el maniqueísmo. Con ello se demuestra el influjo, y quizás,
la fascinación que el estoicismo ejerció sobre Agustín, principalmente durante su
juventud. Porque Agustín concuerda con éstos en que no se puede actuar moral ni responsablemente
movido por una determinada pasión sin antes mediar un consentimiento por parte de
la voluntad. Por tanto, si las pasiones nos movieran a hacer algo sin consentirlo,
se trataría de una acción no libre ni responsable.
2) Tampoco debe dudarse del aporte de la filosofía estoica al pensamiento agustiniano
en el aspecto terapéutico que esta filosofía puede aportar cuando se recurre a ella
para lograr evitar una emoción intensa que debería rechazarse (o incluso cuando uno
ha sucumbido a cualquier clase de tentación y se requiere hacer todo lo posible para
no volver a caer en ella o para alejarse de un vicio ya arraigado). Así, por ejemplo,
la idea estoica de «desprendimiento», entendido en su mejor sentido como alejamiento
mental respecto de lo que no edifica la personalidad del hombre sabio, o de renuncia
absoluta ante lo atractivo como un primer medio para recuperar posteriormente de modo
gradual el autodominio, son compatibles con la ascética cristiana, aunque ello siempre
gozará de eficacia limitada por seguir siendo un saber de tipo puramente humano en
Agustín, que deja fuera a Dios, en función del cual ya dijimos que depende finalmente
la felicidad.
3) Sin embargo, es un hecho que existen diferencias perceptibles entre Agustín y los
estoicos. Aunque para ambos las pasiones son vistas como algo negativo cuando se constituyen
guía de la acción, con todo, pertenece al ideal estoico la necesidad de alcanzar la
liberación completa de las pasiones, lo cual incluye dejar fuera también el «amor
a Dios», algo impensable para Agustín, ya que esta clase de amor está por encima de
cualquier otro ideal filosófico de vida. Esto es una diferencia sustancial y no solo
verbal entre Agustín y el estoicismo25.
Esto supone la confirmación de que en Agustín hubo sin duda una madurez intelectual
en sus afirmaciones. Así, mientras que en sus primeros escritos sostuvo como los estoicos
que la virtud y la felicidad son algo que depende exclusivamente del alma alcanzarlas,
la opinión que prevaleció al final de su vida es que sería demasiada arrogancia decir
que la virtud es condición suficiente para la felicidad, pues también está en función
de Dios obtenerla.26 Así, para Agustín, la felicidad requiere finalmente de la inmortalidad,27 pues solo después de esta vida podremos alcanzar la virtud perfecta.
4) Por esto último, a medida que uno profundiza más en los textos de Agustín, se advierten
mayores discrepancias que analogías respecto a los estoicos, principalmente en cuanto
a dos puntos importantes:
-
a) Mientras que los estoicos juzgaban en general a las pasiones como desfavorables,
para Agustín los males de la vida humana son inevitables en múltiples ocasiones, por
lo que constituyen el terreno propicio para experimentar cotidianamente las cuatro
pasiones básicas (deseo y alegría, miedo y tristeza), de modo que aquel que pretendiera
vivir la vida al margen de dichas pasiones será desgraciado, porque ha perdido el
sentimiento humano aunque siga creyendo que es feliz.28
-
Aunque Agustín reconoce que algunos estoicos aceptan la posibilidad de experimentar
pasiones como la misericordia, sin duda está pensando en ellos cuando critica a aquellos
filósofos que prohíben que experimentemos el dolor ante la muerte de un ser querido
o un amigo. En este último caso, por ejemplo, dado que dicho sufrimiento es consecuencia
natural de una genuina amistad, la gente que prohíbe la tristeza estaría implícitamente
prohibiendo la amistad. Lo mismo aplica ante la muerte de un ser querido, cuya aflicción
es bueno sentir, y el que la prohíbe también debería prohibir amar. Y así, las pasiones
siguen siendo de gran valor moral en la visión agustiniana.
-
b) Agustín también se distancia de los estoicos en cuanto a su visión acerca de los
malos deseos, a los que conciben como simples pre-pasiones. Estas pre-pasiones, que
para los estoicos son solo primeros movimientos, para Agustín se presentan como sugestiones, pero adquieren un papel más relevante: son el signo de que algo en nosotros no está
bien, de que hay tendencias descarriadas en nuestra propia naturaleza humana que ameritan
poner atención a ellas desde los comienzos. Por eso al considerarlas pasiones en etapa inicial no les resta importancia, sino al contrario, les da la importancia
que merecen: no son tan decisivas como el consentimiento del mal, pero tampoco hay
que subestimarlas.
5) Un aspecto último a tener en cuenta es que al afirmarse con Agustín que las emociones
no son absolutamente elegibles en cuanto a su origen, pues mantienen aspectos espontáneos
y sólo parcialmente controlables, uno se acerca a las mismas conclusiones de la psicología
aristotélica, no sólo por el hecho de que para el Estagirita no siempre se ejerce
dominio despótico sobre las pasiones más intensas, sino también porque en ambos autores,
cuando libremente se consiente un mal deseo, el dominio de la voluntad sobre las pasiones
va disminuyendo a medida que crece la fuerza del hábito, si bien es cierto que nunca
desaparecería la voluntariedad por completo, ni por tanto la posibilidad de una eventual
rehabilitación ante el vicio, por intensas y frecuentes que hayan sido las caídas.