Maquiavelo, la guerra y el «soldado ciudadano»

Machiavelli, War and the «Citizen Soldier»

Luis Felipe Jiménez J.

Universidad Autónoma de Zacatecas “Francisco García Salinas”, México

lufenez@gmail.com

Recibido: 02/11/2016 • Aceptado: 31/08/2017

Resumen

Alrededor de la obra política de Maquiavelo, se puede reconstruir su tesis sobre la guerra como uno de los instrumentos fundamentales para el ascenso al poder del príncipe nuevo, la cual también considera indispensable para la consolidación del Estado moderno; pero, sobre todo, permite observar cómo consigue garantizar la conservación del orden político mediante la creación de un cierto tipo de sujeto –el soldado-ciudadano–, con quien asegura la eficacia del Estado a través de la disciplina y la obediencia, adquiridas en su paso por la vida militar.

Palabras clave: Maquiavelo, Guerra, Estado, Soldado-Ciudadano, Filosofía Política.

Abstract

Through Machiavelli's political work, his thesis thesis on war can be reconstructed as one of the fundamental instruments for the rise to power of the new prince, which he also considers indispensable for the consolidation of the Modern State; but above all, it allows us to observe how Modern State. For Machiavelli, it manages to guarantee the preservation of the political order by creating a type of subject –the soldier-citizen– with which it ensures the effectiveness of the State through the discipline and obedience of the citizen, acquired in his passage by the militia.

Keywords : Machiavelli, War, State, Soldier-Citizen, Political Philosophy.

Maquiavelo, la guerra y el soldado-ciudadano.

El planteamiento jurídico-teológico del fundamento de la soberanía en la Edad Media se basó en el dominio de Dios sobre el mundo, la naturaleza y los hombres, con lo cual se pretendía limitar el poder de los tiranos, evitando los excesos de sus actos caprichosos o un gobierno personalista dirigido exclusivamente al beneficio de sus intereses.

A diferencia del tirano, un monarca legitima sus acciones en la medida que las orienta hacia la justicia y el bien común, aspirando a que su accionar y el orden social avancen hacia un fin trascendente, de acuerdo con los principios doctrinales y morales del cristianismo, según lo afirman lo mismo un papista como Santo Tomás (1994: 41) o un jurista favorable a los intereses del emperador, como Bartolo de Sassoferrato (1983: 197).

Alrededor de estos parámetros se movía el derecho que tenía el pueblo a rebelarse en contra de los abusos del poder hasta llegar inclusive al tiranicidio (Aquino, 1994: 55-56). Pero también deriva de ese fundamento el derecho de un Estado a declararle la guerra a otro, a invadirlo o a expandir sus límites. El fin de un gobierno es la justicia y acorde con ello, el esfuerzo del príncipe radica ante todo en la consecución del bien común, es decir: la paz y la felicidad de la comunidad (Aquino, 1994: 19).

Por el contrario, la propuesta general que aparece con la obra de Maquiavelo representa el principio de una inversión de ese sentido de valores de la política medieval. El Arte de la guerra, le da forma final a una tesis que el florentino viene explorando desde El príncipe y que madura sustancialmente en los Discursos sobre la Primera Década de Tito Livio, consistente en que la guerra y la violencia constituyen un instrumento fundamental no sólo en el ascenso al poder por parte del nuevo príncipe, sino en la constitución de las instituciones que conforman el Estado. Dicho de otro modo, la milicia o la fuerza armada es un factor determinante en la etapa de ascenso y legitimación del gobernante ante sus súbditos, pero lo sigue siendo también cuando, en los tiempos de paz, la república requiera para su conservación de la defensa de su propio pueblo.

Maquiavelo tenía la idea de que, si transformaba y cohesionaba la vida de los ciudadanos en función del Estado, podía plantear la posibilidad de una organización política que ya no rendiría cuentas a la moral cristiana, sino que legitimaría su accionar en sí mismo, en su capacidad y necesidad de conservación y expansión.

A partir de esta tesis, el gobernante ya no tendría como fin moral brindar justicia a sus súbditos, sino que, ahora, a través de una compleja máquina institucional, sus actos políticos se trazan en pos de la administración eficiente de los hombres, cuidando de mantener sus leyes y, por ende, su libertad, comprendiendo que son ellas los factores determinantes de la propia conservación del Estado.

En ese punto, la vida militar se convertiría, como en efecto se convirtió, en un medio indispensable para el mantenimiento y expansión de la organización política. Maquiavelo creía así que a través del ejemplo de los antiguos y de los hechos heroicos del presente, la sociedad se identificaría con una nueva forma de racionalidad que permea a su vez una nueva forma de vida basada en el orden disciplinar y los reglamentos que canalizan los sentimientos populares en función de la defensa de la patria.

Tal idea del secretario florentino no sólo inspiró la construcción de los ejércitos nacionales, que serían determinantes en la consolidación de los Estados modernos, sino que aseguraba la exclusión de formas alternas y larvadas de vida militar, las cuales permitían la presencia de ejércitos mercenarios o la aparición de «señores de la guerra» –los condottieri–, quienes reactivaban las formas de tiranía frecuentes en las ciudades-república italianas. Con la concentración, formación y organización del pueblo –o mejor: de una buena parte de él– en el ejército, engranado a las tareas educadora de la religión civil y a la que hace el legislador con sus buenas leyes, Maquiavelo completaba el artificio que constituía la maquinaria estatal y redefinía el concepto de bien común, comprendiendo bajo ese mismo concepto la conservación del Estado y la libertad del pueblo.

El príncipe y las armas

Nicolás Maquiavelo, en El príncipe, hace un poderoso hincapié en el papel de la fuerza en la conducción del gobierno. Aunque hay que decirlo, en dicha obra apenas hay tres capítulos dedicados específicamente al tema militar,1 sin embargo, el planteamiento es estratégico dentro del argumento general de este escrito. Efectivamente, para el florentino “los principales fundamentos de todo Estado” están constituidos por “buenas leyes y buenas armas” (Maquiavelo, 1982: 72). De modo que “no puede haber buenas leyes donde no hay buenas armas” (Maquiavelo, 1982: 72).

Llegando a un principio general, como suele suceder en su método de análisis, concluye que el príncipe “no debe tener otro objeto ni pensamiento, ni adquirir capacidad en nada salvo en la guerra, su organización y disciplina” (Maquiavelo, 1982: 80), consejo que podríamos determinar como la cabeza de puente de aquello que pronto nos deja entrever cuál es el centro de su tesis general sobre la guerra.

En cierto sentido, lo que el florentino expresa taxativamente, es que el usurpador, el príncipe nuevo, pero también el heredero o el príncipe que es legítimo por tradición, no tiene otra base para conservar el poder que la guerra, por lo que requiere de buenas armas para que haya buenas leyes.

A esto se añade una idea constante en la obra política de Maquiavelo: la temeridad y el peligro de valerse de tropas mercenarias. Ofrece como regla absoluta que “si un príncipe basa la defensa de su Estado en mercenarios, nunca alcanzará la estabilidad o la seguridad” (Maquiavelo, 1982: 77). Le termina atribuyendo a esta costumbre de emplear mercenarios la actual ruina de Italia. Así, observa la experiencia de los ejércitos invasores, españoles y franceses (Maquiavelo, 1982: 79); pero, en especial, las tropas de César Borgia comparadas con las florentinas o con las que utilizará el papa Julio II, dirigidas y formadas principalmente por mercenarios (Maquiavelo, 1982: 78). Desde ahí deduce en qué consiste la eficacia militar de quienes utilizan tropas propias o compuestas por nativos y llega a la conclusión de que cada príncipe debe dedicarse a formar una milicia ciudadana, así como debe asumir “el mando personal y capitanear él mismo sus tropas”. Si esta apreciación no se toma en serio, el secretario florentino vaticina que “ningún principado se encuentra seguro; antes bien, se halla totalmente a merced de la fortuna, al no tener virtud que lo defienda en la adversidad” (Maquiavelo, 1982: 80).

Pero si estas reglas generales sólo parecen consejos coyunturales, es en la creación de una forma de vida militar donde Maquiavelo empieza a radicar la operatividad de este medio. El gobernante nuevo “jamás deberá apartar su pensamiento del adiestramiento militar y en época de paz se habrá de emplear en ello con más intensidad que durante la guerra” (Maquiavelo, 1982: 81). El adiestramiento les dará al príncipe y a sus tropas conocimiento del territorio, de la población y de sus hábitos. El entrenamiento militar empieza a despuntar como un principio de razón a partir del cual se organiza el gobierno. Un príncipe sabio jamás permanecerá ocioso en tiempos de paz, “sino que haciendo de ella capital se preparará para poderse valer por sí mismo en la adversidad, de forma que cuando cambie la fortuna lo encuentre en condiciones de hacerle frente” (Maquiavelo, 1982: 83).

Finaliza Maquiavelo el tema de la milicia con un capítulo aparte, pero que hila perfectamente con su objetivo principal, es decir, la conservación del poder por parte del usurpador: “jamás un príncipe nuevo desarmó a sus súbditos” (Maquiavelo, 1982: 103). Y demuestra con absoluta claridad la articulación que hay entre la consecución del poder y su consolidación. En efecto, los súbditos armados se vuelven partidarios del gobernante nuevo y, lo que es mejor, los hace leales. Si los súbditos son desarmados, se sentirán ofendidos, por lo que el príncipe tendrá que acudir a los mercenarios y su inseguridad será mayor.

Maquiavelo devela la base sobre la que se constituye la relación pueblo-gobernante: la confianza mutua. Si un gobernante nuevo necesita apoderarse de un Estado nuevo a fin de añadirlo al suyo, debe desarmar a sus nuevos súbditos, con excepción de los que le apoyaron, “pero que examinen bien las razones que han movido a sus autores a darle apoyo” (Maquiavelo, 1982: 106).

Por el contrario, el pueblo que desconfía del príncipe o, lo que es peor, lo odia, no lo salvará, “y que jamás faltan a los pueblos, una vez han tomado las armas, extranjeros que (le) presten ayuda” (Maquiavelo, 1982: 107). De manera que la eficacia de la fuerza del príncipe no depende tanto de la sustitución de sus tropas mercenarias por lugareñas, ni por un mejor armamento o mayores fortalezas, sino por la lealtad que consiga de parte del pueblo: allí estará su mayor garantía.

Los Discursos y la formación del «sentimiento patrio»

Muchos estudiosos de la obra de Maquiavelo han caído en la tentación de reducir su apreciación sobre la guerra al sencillo marco de referencias que nos ofrece en El príncipe. Quizás es uno de los problemas que encubre la interpretación de algunos autores, quienes, como Foucault (2006: 284), se interesan más en demostrar a partir de los objetores de la obra más conocida y polémica que escribiera el florentino, la causa que dio origen a la teoría de la «razón de Estado» y, desde ésta, la génesis de una racionalidad política que instrumentalizó la milicia como un medio para orientar la acción del Estado hacia la administración de las personas.

Esta perspectiva pierde de vista que el Estado es un segundo nivel en la teoría de acceso y consolidación del poder en Maquiavelo. Esto es, El príncipe se limita a describir la forma y los medios como llega y se mantiene en el poder el usurpador en una primera instancia. Por ello Foucault cae en el error de creer que a Maquiavelo sólo “le interesa salvar el principado como relación de poder del príncipe con su territorio o su población” (2006: 284) y que debido a ello no hay en la propuesta del secretario florentino un arte de gobernar.

Según esta tesis, el príncipe no tendría otro fin que alcanzar el poder y conservarlo, siendo teóricos como Botero, quienes, en su afán por darle un fundamento metafísico al Estado, terminarían por darle a la propuesta de Maquiavelo una moral destinada a la conservación del Estado por sí mismo. El bien común, como ya se ha dicho, no se comprendería como en el medievo, sino como lo que le conviene al Estado por encima de los deseos del pueblo, al punto de ser el motivo por el cual se empezarían a despuntar las políticas necesarias que transformarían durante la modernidad el pueblo en población (Foucault, 2006: 276).

En términos generales esta tesis es correcta, mas no es completa en varios detalles; mas el que nos atañe obedece principalmente a que Foucault no tiene en cuenta los Discursos sobre la Primera Década de Tito Livio (1520), escrito en el que se evidencia el papel preponderante que le otorga Maquiavelo al pueblo como fundamento del Estado y no ya el príncipe en sí mismo. De modo que la identificación del pueblo con las instituciones que constituyen la república mixta que propone Maquiavelo, es la base de la virtud y la fuerza del orden político.

Sin duda, como atribuye Foucault a Giovanni Botero y a los antimaquiavelos franceses que estudia en su análisis, el Estado toma por sí mismo una condición abstracta y propia, independiente del príncipe y del pueblo (Foucault, 2006: 293 y ss.), pero pasa por alto que tienen que acudir de nuevo a un fundamento metafísico, inclusive más extremo que en el medievo, que orienta y da sentido a las acciones del gobernante. Por el contrario, el arte de gobernar en Maquiavelo, se fundamenta radicalmente desde sí mismo, de un modo más orgánico: leyes, fuerza militar, religión, las cuales giran alrededor de la relación príncipe-pueblo.

Mas si, en contraposición a lo dicho por Foucault, seguimos a un estudioso tradicional de este tema como Frederick Meinecke, es posible que encontremos un punto de vista que nos ayude a precisar cómo en el Maquiavelo de los Discursos hay una férrea intención de hacer del pueblo no sólo el sujeto del Estado, sino una consciente reticencia a negarse a ser absorbido por la propia maquinaria estatal (Meinecke, 1998: 33-34). Según el mencionado pensador alemán, si leemos El príncipe junto con los Discursos y sus demás escritos políticos como una totalidad, “se ve claramente que una idea central en la vida de Maquiavelo era la regeneración de un pueblo caído por medio de la virtù de un tirano y por medio del poder persuasivo de todos los medios dictados por la necessità” (Meinecke, 1998: 40).

En consecuencia, lo que hay que definir, antes de continuar, es aquello que los contemporáneos de Maquiavelo están comprendiendo por pueblo y veremos evidente que no lo confunden con las ideas de «masa», «multitud» o «muchedumbre», sino que ha sido conformado por sectores definidos de pequeños artesanos, pequeños comerciantes e inclusive los incipientes obreros y agricultores. En Florencia, desde el siglo XIV constituían una importante institución y durante el período de hegemonía de la república popular o democrática, entre 1494 y 1512, el Consejo del Pueblo y la Comuna, unidos en un solo cuerpo era el “alma de la ciudad” (Gilbert, 1984: 9). Por tanto, no es una masa anónima y sin dirección, sino los protagonistas de casi todos los levantamientos que ocurrieron en el seno de la república aristocrática desde la revuelta de los Ciompi (1378) hasta los tiempos de los tumultos instigados por el fraile Savonarola (1494-1498).

Dicho esto, es claro que en los Discursos la virtù política no es una exclusividad del príncipe, sino que existe en el pueblo y éste es un factor que decide hacia dónde se dirige el Estado. Para Maquiavelo sólo en la república puede asegurarse el bien público sobre los intereses privados del príncipe, hecho que hace que el Estado alcance su esplendor (Maquiavelo, 1987: II, 2). A lo que consecuentemente el florentino añade:

Sepan, pues, los príncipes, que empiezan a perder la corona en el mismo instante que empiezan a transgredir las leyes y las normas antiguas, bajo las cuales han vivido los hombres largo tiempo (Maquiavelo, 1987: III, 5).

Todo esto muestra, como señala Meinecke, la presencia –no declarada expresamente por el secretario florentino– de una razón de Estado elevada a los niveles más altos de la ética que, de cierto modo, es capaz de una vital conciencia del bien de la comunidad, es decir: de la totalidad de la población y no exclusivamente del Estado como tal (Meinecke, 1998: 44), situación que obliga a reconocer la condición protagonista que tiene el pueblo en los Discursos y, por tanto, la preocupación en su cuidado, por el que debe esmerarse el príncipe y poner en función de ellas las instituciones republicanas.

De manera que es tarea del gobernante el cuidado del pueblo y, como resultado de tales cuidados, éste desarrolla y le retribuye con el sentimiento ético más alto: el sentido de sacrificio. Gracias a esa identificación entre gobernante y gobernado, mediada por una estructura política republicana, que representa y defiende la libertad ciudadana, se hace posible que el pueblo esté en disposición de hacer personal las desgracias y vergüenzas del Estado, si es la única forma de salvar la patria,

pues en las deliberaciones en que está en juego la salvación de la patria, no se debe guardar ninguna consideración a lo justo o lo injusto, lo piadoso o lo cruel, lo laudable o lo vergonzoso, sino que dejando de lado cualquier otro respeto, se ha de seguir el camino que salve la vida de la patria y mantenga la libertad (Maquiavelo, 1987: III, 41).

No hay, por tanto, ningún medio diferente –ni mejor– a la guerra externa para conservarse y expandirse. El interés y la necesidad causan la competencia entre individuos; igualmente los estados mantienen la guerra “unas veces por el acaso y otras por el deseo de lucha” (Maquiavelo, 1987, II, 9).

Uno de los fines de toda república consiste en adquirir riquezas o en hacer nuevas adquisiciones. La guerra exterior se convierte, así, en el recurso supremo de conservación y selección. El triunfo no cabe sino para el más hábil, el más vigoroso, el más fuerte. Se hace evidente que todas las cualidades exigidas en El príncipe para el gobernante ideal, ahora se ponen en manos de la república como organización social y política más compleja, gracias a las cuales debe llegarse al triunfo sobre el enemigo y, con ello, derivar en la imposición de un orden sobre todos: interna y externamente.

En este sentido, el equilibrio y las alianzas juegan un papel importante en la medida en que las circunstancias o la conveniencia lo exijan:

Rómpense las alianzas por interés o por utilidad, y desde este caso las repúblicas son desde la antigüedad más fieles que los príncipes (Maquiavelo, 1987: III, 44).

Las alianzas son sólo un ardid, una forma de audacia poco duradera. La guerra lo define todo. Si en las mutaciones internas a que está sometido todo Estado, éste se arruina por falta de consejo o de fuerza, lo más probable es que caiga en poder de otro más poderoso. De aquí que, “el fundamento de un Estado es la buena organización militar” (Maquiavelo, 1987: III, 31), observando la ineficacia de las alianzas y los tratados cuando estos van encaminados al mantenimiento del equilibrio.

El secretario florentino comprende plenamente, que el único tratado y la única alianza válida es la que se hace con el vencido. El único orden, la jerarquía impuesta por el vencedor. Sin embargo, una organización capaz de reforzarse y conservarse a sí misma interna y externamente no le es suficiente con mantener unas buenas armas. No olvidemos que Maquiavelo es ante todo un experimentado diplomático, y como lo había afirmado en El príncipe, “las armas sin ideas son ineficaces”. El alma de una república fuerte está en el reforzamiento espiritual de esas ideas, que no están radicadas exclusivamente en sus leyes o en sus armas, y mucho menos en sus instituciones despersonalizadas.

Sólo una forma de Estado que ofrezca el bienestar deseado a su pueblo, es decir: uno que, a través de sus instituciones y sus reglas de juego, reconozca que la esencia del orden político son sus ciudadanos, lleva a despertar en éste el deseo de conservar la seguridad que ofrecen sus buenas leyes y sus buenas armas. Dicho en otra forma, emerge la necesidad de la defensa del interés común, pero no como un concepto objetivo y neutro, sino como «sentimiento patrio» en el que se reconocen los diferentes sectores del pueblo, pero también sus gobernantes.

¿Pero este «sentimiento patrio» que parece surgir de las entrañas de il popolo, en el sentido que lo ha entendido Maquiavelo, bajo la experiencia política de Florencia y la historia de los antiguos romanos, no es una ilusión del florentino? ¿No han estado los miembros del pueblo en permanente conflicto con los aristócratas e inclusive con los representantes de las «artes mayores» en Florencia? ¿No es la historia de la Roma republicana una prueba en contra, al estar atravesada permanentemente por la división de clases?

Es evidente que Maquiavelo no perdió de vista en ningún momento ni la experiencia florentina ni la lucha de clases que protagonizó la antigua Roma. Por el contrario, comprende que la guerra no es solamente un problema de orden exterior, de defensa o expansión del Estado, sino que, como señala Claude Lefort (2010: 363), garantiza la adhesión del conjunto de los ciudadanos. Maquiavelo recuerda que, en la guerra, el patriciado hace concesiones a la plebe y ésta, en la medida que sabe aprovecharse de la situación, consigue reivindicaciones con las que condiciona su participación en la guerra. De este modo, la división interna se convierte en un estímulo tanto para la defensa como para la expansión del Estado y, si bien, no soluciona el conflicto interno, lo aplaza o lo difiere para otro momento o situación (Maquiavelo, 1987: I, 4).

Esto nos permite comprender mejor la debilidad del argumento de Foucault que antes hemos mencionado pues, en tanto el pueblo se hace objeto de un Estado abstracto, cuyo único fin es la administración eficiente, como pura máquina sin sentimientos, su única tarea es su propia autoconservación, independiente de los deseos del pueblo que sólo es un objeto sobre el que recae la planeación burocrática; por lo tanto, susceptible de ser transformado en población. Pero, en tanto el pueblo es sujeto, es decir, a través de una institución que lo representa, que tiene en cuenta sus intereses y deseos, es el núcleo de la vida republicana, atraviesa esta estructura, e implica una necesaria identificación con sus gobernantes y su modelo de gobierno o un rechazo pleno de ellos que implicará la ruina del Estado.

De este modo, la repúblicae todavía está lejos de estar conformada por una masa organizada o numerada por la administración, sino que aún es una organización conformada por sujetos que se reconocen en los símbolos de autoridad y en las instituciones en que habita; por ciudadanos que están dispuestos a hacerse soldados e ir a la guerra, ya en su defensa, ya por ambición de nuevos territorios y riquezas; y además están dispuestos a pactar y a hacer causa común con aquellos ciudadanos a los que cotidianamente veían sólo como sus rivales, cuando no como sus opresores.

Ahora bien, del mismo modo, pero en sentido contrario, la violación de las leyes y del orden que garantizan la libertad del pueblo, especialmente por parte del gobernante o de la clase dominante, es decir, ante la imposibilidad de aplazar el conflicto interno temporalmente, puede encontrar en la guerra externa un pretexto para la rebelión popular y la destrucción del Estado. Por ello, el baremo de la república no es ni el príncipe ni el legislador, sino la situación del ciudadano y su vocación de soldado, la fuerza emotiva del sentimiento patrio que se ha acendrado en él, mediante la religión, la educación y la propaganda, lo cual le permite distraerse u olvidarse temporalmente de la división interna para concentrar sus fuerzas en un enemigo externo.

El manual del soldado-ciudadano

Maquiavelo escribió hacia el año 1520 Del arte de la guerra. Probablemente poco tiempo después de haber culminado los Discursos, por lo que a primera vista da la impresión de ser una especie de apéndice a esta obra o una reiteración a lo dicho sobre la guerra en el libro II de ese mismo escrito. Son poco conocidas las circunstancias en que fue escrita,2 pero tiene en común con los Discursos que no fue concebida con intenciones coyunturales relacionadas con su trabajo, como ocurre con El príncipe, o de encargo, como pasaría con una obra posterior, la Historia de Florencia (1520-25). En esta ocasión, dedica su libro a Lorenzo de Filippo Strozzi, poderoso patricio florentino, emparentado con los Medici, quien debía ser activo participante en las tertulias en los Orti Oricellari.3

De hecho, Del arte de la guerra se representa como un diálogo entre Fabrizio Colonna, invitado por Cosimo Rucellai, perteneciente a la familia propietaria de los jardines, y Zanobi Buondelmonti, quien, junto al anterior, encabezan la dedicatoria de los Discursos con otros dos destacados representantes del humanismo florentino, Battista della Palla y Luigi Almanni. Todos ellos quieren oír al experimentado militar, Fabrizio, explicar su postura de cómo se podrían organizar los ejércitos con más efectividad de lo que en ese momento ocurre.

Escenificado en el ambiente de los jardines, Maquiavelo se propone ahondar sobre lo dicho en los Discursos, pero presentándolo en un tono más coloquial y menos académico. Apunta a dos objetivos distintos claramente definidos, aunque muy relacionados: el primero, realizar una crítica radical a las prácticas militares contemporáneas a partir del modelo de los ejércitos de la república romana; y, segundo, eliminar la antítesis entre el hombre de guerra y el hombre de paz, encarnando en el ciudadano-soldado o en el soldado-ciudadano el punto de articulación entre la política y la fuerza militar (Pieri, 1927: 70-71).

Respecto al primer objetivo, Maquiavelo acude a la tradición romana, como lo ha hecho en otras ocasiones, pero su intención va más allá de la admiración: le interesa probar la unidad de la vida civil y la militar.

En el proemio a la obra, destaca cómo el militar no es más que un ciudadano que reviste de una especie de sacralidad a la hora de desempeñar la faceta violenta del Estado. Por ello, “no debe usar ropa común quien pretenda estar listo y dispuesto para toda violencia…” (Maquiavelo, 1988: 5). El militar es así una especie de sacerdote de la guerra, realiza un oficio sagrado, que no puede ser desempeñado de cualquier forma y que muestra en la trivialización y desprestigio a que ha llegado en su época, uno de los síntomas de la decadencia de la sociedad en que vive.

De ese modo, Fabrizio Colonna, el protagonista del diálogo, dirige la mirada hacia un modelo militar que refleje la salud de una comunidad y un Estado igualmente saludable. Si bien el modelo hubiese podido ser Esparta, prefiere Roma en tiempos de la república. Allí se premian y honran las virtudes, no se desprecia la pobreza, estiman el espíritu y las normas de la disciplina militar. No se hacen banderías o aventuras dirigidas al interés personal, aprecian menos lo particular que lo público y los ciudadanos juran morir por su patria (Maquiavelo, 1988: 13).

Este modelo de austeridad, disciplina y obediencia completa la imagen de aquello que fue el ejército romano y que, a su vez, sirve para descubrir el estado en que se encuentran los ejércitos en la actualidad. Pero, inmediatamente, esta misma crítica permite consolidar el argumento con el que viene denunciando en El príncipe y en los Discursos la que estima la peor de las prácticas militares de su tiempo: la contratación de mercenarios y de tropas auxiliares.

Sacando partido al estilo coloquial, Maquiavelo no tiene reparo en poner en boca de Fabrizio el reconocimiento de que la guerra es un oficio del que nadie puede vivir honradamente. La guerra es un ejercicio que le corresponde en exclusiva a

una república o a un reino. Ninguno de ellos consintió a un súbdito o a un ciudadano ejercerlo por su cuenta, ni nunca un hombre de bien lo convirtió en un medio de vida (Maquiavelo, 1988: 15-16).

Maquiavelo entiende la reforma militar como un hecho de Estado y se la encomienda a un poder central suficientemente fuerte para realizarla, el cual, a su vez, si desea mantener esa fortaleza, ha de disponer de un ejército propio entrenado y dirigido en forma adecuada, con lo que evidencia la finalidad que quiere combatir hasta su raíz, la causa a la que atribuye todos los males del ejército actual: los mercenarios.

El mercenario no quiere la paz, “y de no querer la paz provienen los engaños que los jefes militares urden contra quienes los contratan, para que la guerra dure”; y si llega la paz, “sucede frecuentemente que los jefes, privados de sueldo y medios de vida, enarbolen descaradamente la bandera de ventura y saquean sin piedad una provincia” (Maquiavelo, 1988: 16). Tanto el mercenario como el militar permanented, no conocen otra forma de vida. Por ello constituyen la figura del soldado de oficio, no del soldado-ciudadano: sólo saben luchar y, cuando la paz llega, su solución es echarse al monte hasta que la justicia se ve obligada a eliminarlos (Maquiavelo, 1988: 16).

Este problema, del que se ha ocupado con amplitud Maquiavelo en sus obras anteriores, tiene ahora un desarrollo que se concreta en una propuesta de reforma militar acorde con su idea de república.

Una nación bien organizada reducirá la práctica militar durante la paz a simple ejercicio, se valdrá de ella en la guerra, por necesidad y para su gloria, pero exclusivamente bajo la dirección del gobierno (Maquiavelo, 1988: 19).

De acuerdo a ello, el mayor peligro para el Estado, sea monarquía o república, va más allá de la contratación de mercenarios. En general, “los militares de oficio constituyen el mayor peligro de corrupción para el rey, y se convertirán en los peores agentes de la tiranía” (Maquiavelo, 1988: 20). Por eso los romanos, mientras fueron prudentes y rectos, “no permitieron que los ciudadanos se dedicasen exclusivamente a las armas” (Maquiavelo, 1988: 20). Sobre esta base radica el criterio de reclutamiento y la columna vertebral de un ejército: la composición de una infantería formada por hombres que tengan otro oficio diferente al de las armas, que se contraten voluntariamente y por fidelidad al Estado, y que “cuando llegue la paz, regresen aún más contentos a sus casas” (Maquiavelo, 1988: 21).

El eje de la guerra lo constituyen “los hombres, las armas, el dinero y el pan”, sentenciará Maquiavelo como una de las reglas rectoras que deben caracterizar al ejercicio militar (Maquiavelo, 1988: 193). Sobre los hombres, se comprende que el secretario florentino se está refiriendo a que los monarcas o las repúblicas se deben dotar de fuerzas propias, y para forjarlas, debe armar a los súbditos o a los ciudadanos. Mas esta consigna que aparece tanto en El príncipe como en los Discursos, aquí se hace más precisa: consiste en reclutar al pueblo, extraerlo del campo y de los oficios de la ciudad, conformar una amalgama que rompe la división campo-ciudad y se concreta en un cuerpo único de milicianos que se organiza en la infantería.

Maquiavelo había intentado llevar esta idea de las milicias nacionales a la práctica, cuando se le permitió organizarlas en Florencia bajo la autoridad del gonfaloniero Piero Soderini,4 la cual tuvo como prueba de fuego la defensa de Prato contra los españoles, en 1512. Fue un fracaso estruendoso del que Del arte de la guerra parece ser un intento de Maquiavelo por reivindicar en el papel lo que fue una amarga experiencia.

Hay que decir, también, que desde el principio había sido vista con desconfianza por sus contemporáneos, entre ellos su colega y amigo, Francesco Guicciardini, de quien podemos destacar una de las objeciones que, según él, se le hicieron a ese proyecto, como era que “de seguro algún día el gonfaloniero utilizaría estas milicias para sofocar la libertad y para eliminar a los ciudadanos que le fueran hostiles” (Guicciardini, 2006: 401). En efecto, esta crítica ponía al descubierto sin duda la intención de Maquiavelo, darle primacía a la infantería y, desde la mezcla social que la compone, hacer del pueblo la fuerza armada del gonfaloniero. En ese momento histórico, esa debía ser la meta de la milicia: la de servir de apoyo al cumplimiento del fin de la república popular que representaba Soderini, en contra de los intereses de la aristocracia y de las «artes mayores», razón por la cual los críticos provenientes de aquellos sectores de las élites, no veían más que una amenaza a su hegemonía política y militar basada en la fragmentación de feudos y la contratación, para su defensa, de militares de oficio o mercenarios.

De ahí la vehemencia con que el florentino argumenta en favor de la infantería por encima de la caballería y de la invención bélica más reciente, la artillería. En efecto, después de demostrar con datos históricos y la descripción de hechos ocurridos en la actualidad, la superioridad militar de la infantería sobre la caballería, reconoce que ésta última es, sin embargo, necesaria. La caballería la conformarían las élites, toda vez que, para pertenecer a ellas, hay que ser como mínimo dueño de un caballo y, siguiendo la tradición romana y la alemana, Maquiavelo considera que son imprescindibles pues, además, llevan a sus ayudantes que cuidan las monturas, con lo cual se aumenta el número de soldados a costa de los nobles. Es decir, para aquellos que pueden pagarse un caballo y su manutención, la guerra es una inversión económica y su lealtad y su interés en participar radica en el beneficio que puedan obtener con el éxito de la guerra. Pero, para garantizar su disciplina, también deben entrenar con los batallones y familiarizarse con ellos, de modo que los caballeros, que son minoría, se unen a una infantería popular y mayoritaria (Maquiavelo, 1988: 78-79). Así, si la infantería integra lo urbano con lo rural, la unión de infantería y caballería, aplaza temporalmente la lucha entre las clases sociales y conserva la unidad nacional.

Pero la instrucción de la infantería lleva otros fines más allá de los marciales: el reclutamiento voluntario u obligatorio de los miembros de la infantería, su organización en batallones, la disciplina militar y el constante entrenamiento endurece a estos hombres, los hace fuertes, veloces y diestros, pero también aprenden a formar, a obedecer las señales, toques y voces de mando, a mantener la disciplina aun en situaciones de peligro, de retirada o avanzada (Maquiavelo, 1988: 56). La vida militar conforma todo un proceso de instrucción que fortalece al ciudadano que retorna a la paz. El soldado volverá a su hogar después de la guerra, sencillo, austero y capaz de afrontar con valor las dificultades de la vida civil.

La constitución de ese modelo de ciudadano es probablemente la razón por la cual se hace comprensible el desprecio que Maquiavelo manifiesta respecto a la artillería, opinión que ha sido atacada por los especialistas y que parece una terquedad del florentino (Chabod, 1984: 227; Carrera, 1988: 28), pero que obedece a una clara intención de enaltecer el valor de la infantería.

Valiéndose de las fallas técnicas que aún poseía el nuevo artilugio, Fabrizio describe una situación en la que tanto la artillería de su ejército como la del enemigo disparan y fallan, lo que hace que los infantes de apoyo y la caballería se lancen al ataque con más furia. Antes de que puedan disparar por segunda vez, infantería y caballería ya han ocupado el lugar de la artillería enemiga, aprovechando que éstos –los enemigos– han tenido que avanzar para defenderla (Maquiavelo, 1988: 91). Esto lo lleva a concluir, quizá con exageración, que el valor y la disciplina, infundido por la instrucción militar y el deseo de victoria están por encima de cualquier tecnología militar.

Estos elementos «intangibles» que destaca Maquiavelo, constituyen al ejército como fuerza del Estado, que es mucho más que una fuerza pues, como lo ha previsto el secretario florentino, en la república se transforman en una institución social y política que influye en el espíritu de los soldados-ciudadanos, llevándolos a obedecer y aceptar sus designios.

De ahí que el tercer y cuarto elemento de la regla mencionada antes, es decir, el dinero y el pan, no son problema. Dicha regla Fabrizio la completaba señalando que los factores indispensables son los hombres y las armas, “porque con los hombres y las armas se obtiene dinero y pan, pero con dinero y pan no se consiguen hombres y armas” (Maquiavelo, 1988: 193).

En efecto, en El príncipe y en el libro II de los Discursos, el secretario florentino ya había denunciado el interés que tienen quienes creen en el poder del dinero: lo hacen para desarmar al pueblo a fin de saquearlo mejor (Maquiavelo, 1982: 75; 1987: II, 10). No sólo nos recuerda a los mercenarios, sino a la política deliberada de los nobles italianos. El dinero no garantiza el afecto de los súbditos y por ello con dinero y pan no se consiguen hombres y armas, sino que, por el contrario, es con buenos hombres y armas que se consigue dinero y pan. En consecuencia, como nuestro soldado-ciudadano no es un soldado de oficio, deberá recibir premios y recompensas en dinero, pero sólo durante la guerra; en tiempos de paz no debe tener paga.

Tampoco debe dejársele acceder a su arbitrio al botín. Éste constituye el objetivo material del guerrero; sin embargo, debe ser administrado por el Estado, tal como lo hacían los romanos. El dinero, entre ellos, pasaba directamente al erario público y luego las autoridades lo repartían como les pareciese más conveniente.

Con este orden no sólo se garantiza la distribución, sino también el reconocimiento de la autoridad central así como el enriquecimiento del Estado por encima de los individuos. Por otra parte, el soldado, durante la guerra, debe aprender a ahorrar, entregando la tercera parte de sus haberes al abanderado del batallón. Así, el soldado sabiendo que sus bienes están en bandera, primero, se ve obligado a defenderla hasta la muerte y, segundo, garantiza un retorno a la paz con un rédito suficiente para reincorporarse a su oficio. Ese debe ser el fin del soldado-ciudadano: querer volver a ser ciudadano, desear recobrar la paz civil.

Conclusión

En último análisis, Del arte de la guerra, como toda la tesis de Maquiavelo sobre este problema, no tiene como objeto una exaltación a ultranza de la vida militar de la Antigüedad, ni de la guerra en general, pero sí una comparación crítica del pasado con el presente. En realidad se trata de dibujar la figura, inspirada en la Roma republicana, del soldado-ciudadano moderno, el cual constituirá el núcleo de la «máquina» estatal, capaz de estar acorde con sus órdenes jerárquicas, sus reglamentos y su disciplina, aunque también es un individuo capaz aún de deliberar, rebelarse y organizarse en la misma medida cuando la ley y la libertad son violadas por la clase dominante o los gobernantes.

Ahora bien, sería, por ello, muy fácil caer en la tentación de ver la inmensa concordancia de esta propuesta con la tesis de Clausewitz (Clausewitz, 1999: 49), quien asume la guerra como una forma de hacer política; o con la exigencia de Weber, de que “la violencia legítima le corresponde al Estado” (Weber, 1995: 171). No obstante, en ambos enunciados, que parecen llevar a su máxima expresión la idea de Maquiavelo de centralizar la vida militar y de hacer de la guerra un factor determinante del Estado junto con la religión y las leyes, surge un interrogante en sentido opuesto: ¿el Estado moderno se descompone de la misma manera que se construyó?

Es decir, ¿qué pasa cuando la política no consigue centralizar y ordenar la dirección de la guerra? ¿Qué le ocurre al Estado cuando los ejércitos privados y los señores de la guerra empiezan a pulular sin ningún control y parece que sobrepasan la autoridad política –y en ocasiones, la capacidad militar– del ejército nacional? ¿Estamos ante un síntoma grave de descomposición institucional o de aparición de un nuevo fenómeno en el escenario político? Y, en caso contrario, ¿cuándo los ejércitos nacionales, de oficio, anquilosados, sin más espacios que conquistar ni amenazas de qué defender a su nación, no se convierten en fuente de corrupción, como señalaba el secretario florentino? Entonces, cuando estos síntomas se presentan, la perspectiva del hombre contemporáneo parece ubicarse en las antípodas del Estado pensado por Maquiavelo y, en consecuencia, nuestra atención debe dirigirse a observar en qué medida y cómo la máquina de guerra está en condiciones de devorar al propio Estado, de suplantar la ley y la religión civil –la ideología–, y de ser ella quien dirija la política.

Si este parece ser el camino de la anarquía, desde otro extremo, la reivindicación idílica de la vida militar como sustento de la vida civil, según la descripción hecha por Maquiavelo, no deja de ser también inquietante.

Muchos comentaristas modernos, entre ellos Gramsci y Althusser, vieron con optimismo en este soldado-ciudadano el preludio del ciudadano de la república jacobina (Gramsci, 1975: 37-38; Althusser, 2004:115), mientras que otros, quizá más prudentes, como Renaudet (1965: 338 y ss.), llamaron la atención sobre los peligros de esta propuesta: la sumisión del individuo al Estado, la exigencia de renuncia y abdicación por parte del ciudadano y el soldado, confundiendo la ética del gobierno con una supuesta ética del pueblo. En ese caso, la interpretación de Foucault que criticamos anteriormente (2006: 284), ahora sí cobraría pleno sentido: la sumisión del individuo a la razón del Estado, la incapacidad del soldado-ciudadano de retornar a la esfera civil y preferir la obediencia en la guerra a la libertad en la paz, o la renuncia a su autonomía, es el primer paso en el proceso de transformación del pueblo en objeto de administración.

Referencias bibliográficas

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Weber, M. (1995). El político y el científico. F. Rubio Llorente, trad. Barcelona: Editorial Altaya.

  1. Del capítulo XII al XIV, aunque cabe incluir el capítulo XX, intitulado: Si las fortalezas y otras muchas cosas que los príncipes realizan cada día son útiles o inútiles. ↩︎
  2. Junto con El príncipe es la obra más reeditada y comentada de Maquiavelo, y además tuvo la suerte de ser con el Decenal y la Mandrágora, las únicas obras que se publicaron en vida del autor. ↩︎
  3. Los jardines Oriecellari, pertenecían a la familia Rucellai, de la cual “Oricellari” es una variante de este apellido. En su palacio tuvo sede originalmente la Academia platónica, la cual se debió trasladar a la villa di Careggi, después de la caída de los Medici en 1498. Durante este período fue sede de reunión de humanistas y políticos como Jacopo Nardi y el papa León X (Giovanni di Medici), pero en 1513 será presa de sospecha por considerar que allí se planeó la conjura encabezada por Pietro Paolo Boscoli y Agostino Capponi, en la que supuestamente participó Maquiavelo; y en 1521, el cardenal Giulio de Medici ordena su cierre, después de una nueva conjura en la que colaboran la mayoría de los miembros del diálogo Del arte de la guerra: Zanobi Buondelmonti, quien logra huir a Francia, mientras Luigi Almanni y Battista della Palla fueron ajusticiados (1522). ↩︎
  4. Gonfaloniero o confaloniero, es una traducción algo inexacta del italiano antiguo, que se refería al hombre que lleva el estandarte y que desde el Quatrrocento se desplazó al máximo cargo ejecutivo de la Signoria, el Gonfaloniere di Giustizia. ↩︎