Recibido: 13/12/2016 • Aceptado: 21/02/2018
Ramsés Leonardo Sánchez Soberano1
Dirección General de Investigación/Facultad de Ciencias Humanas y Sociales
Jefe del Doctorado en Educación
Universidad La Salle
Una de las características más llamativas del pensar de Michel Henry consiste en su confrontación con la filosofía que ha obligado al ser a manifestarse a partir de una lógica nihilista. En la filosofía de Henry podemos detectar una dirección hacia los fundamentos del pensar de Husserl y de Heidegger para entonces reconstruir sus posiciones en torno a una ontología positiva. Esta positividad es una afirmación radical de la voluntad que, después de los acontecimientos límite, se enfrenta a la situación histórico-efectiva del mundo y pone el cuerpo como el órgano donde la donación prístina del ser se ofrece pretemáticamente. Con esta afirmación radical de la vida autoafectiva Henry puede abrir la puerta a pensar una ontología que no está al abrigo de la nada para darse a la subjetividad.
One of the most striking features of Michel Henry's thought is his confrontation with the philosophy that has forced the being to manifest from a nihilistic logic. In Henry's philosophy we can detect a direction towards the foundations of Husserl and Heidegger's thoughts to reconstruct their positions around a positive ontology. This positivity is a radical affirmation of the will which, after limit experiences, confronts the historical-effective situation of the world and places the body as the organ where the pristine donation of being is pre-subjected. With this radical affirmation of the self-affective life, Henry can open the door to thinking about an ontology that is not sheltered into the nothing and it could offer to subjectivity.
La finalidad de este trabajo consiste en sostener el lado material de la manifestación en los términos propios a lo que hace posible lo que se manifiesta. El carácter material de la manifestación consiste en la afirmación radical del ser, entendido como vida que lleva en lo de sí la cualidad de autoafectarse a cada instante. El planteamiento pathético del modo de darse el ser como vida revelaría –más allá de los términos propios al nihilismo– que la coincidencia entre la materia originaria y la materia pensada –encontradas en una experiencia– llevaría en sí un supuesto injustificado y de difícil sostén para una fenomenología de la carne. En la autoafección, lo demostraremos, Henry accede a la materia existente en su apertura radical, archidonadora, donde se dona transparentemente el carácter efectivo del mundo.
Henry señala que el fenómeno que se muestra en los términos de la luz vendría directamente a ser la negación absoluta de lo que no aparece (2013). De este modo, lo que no ha sido pensado en términos de la fenomenalidad, sería estructuralmente negado. Su crítica a las filosofías fenomenistas diría que en la exterioridad todo es exterior a sí, de donde aquello que se mantiene en relación con lo exterior (y que precomprende lo sentido como cosa exterior) jamás sería alcanzado.
Lo anterior exige preguntar: ¿es posible salir de la lucha constante entre el Ser y la nada? ¿No conviene esta disputa a la perpetuación de los binomios sobre los que ha operado el pensamiento metafísico y moral? Frente a esta situación, Henry señalará que la afectividad se relaciona “pura y simplemente con el Ser” (2013: 26) pues, con la fenomenalidad que solo puede ser definida bajo su forma original y en sí misma, “es en y por la carne de su afectividad como se revela todo lo que es afectivo” (26). Esto señala que el dolor, el sufrimiento, revela “en sí mismo, en su afectividad” (26); esto es, que al revelarse a sí mismo, él mismo es su único maestro.
La meditación acerca de la autorrevelación y el de su posibilidad evita pensar el sufrimiento a través de la representación, la mediación y la exteriorización, modalidades bajo las cuales la ontología moderna nos ha hecho pensar que ha podido revelar el Ser. Señala Henry:
El grito de la pregunta acerca del sufrimiento surge del fondo de su propia interioridad. Arrojando fuera de sí el horizonte de la pregunta, el sufrimiento recurre instintivamente a la obra de la exterioridad para que, exteriorizado todo, le libere de sí mismo (2013: 27).
Según lo anterior, el sufrimiento afectivo –en concomitancia con el pathetismo de la donación– no podría poseer de antemano una esencia, esto es, una protoestructura capaz de precondicionar su donación. Al mismo tiempo, no sería posible prescribir cómo es dado el evento donador si lo que no tiene esencia en Henry es la modalidad en la que adviene a sí mismo el sufrimiento. Él se revelaría como la posibilidad originaria de la vida y por ello no podría estar condicionada a ninguna onticidad. En otras palabras, la vida no puede ser planteada en los términos de la elucidación del Ser, sino como el advenimiento constante a sí, esto es, fuera de los términos de la finitud y el éxtasis del tiempo, y dentro del horizonte de aquello que es propio a la pura autoafección. Siguiendo aquí a Nietzsche, Henry señalará que: “el sufrimiento es la Madre del Ser” (2013: 31); sin embargo, esta noción no lleva hacia una victimización perspectivista, ella viene a establecer que la época del nihilismo debe y puede ser superada por una ontología positiva y para hacerlo, ella debe ser radical.
El mundo moderno que lleva el nihilismo a su punto extremo testimonia de manera sobrecogedora que, a pesar de la apariencia y de las explicaciones mundanas y supuestamente científicas que hoy en día proliferan, lo que pasa en el mundo no se explica nunca a partir de él, sino solo a partir de esta vida de la que hablamos. El interés de una teodicea hoy es el de reconducirnos a esta fuente siempre presente y siempre actuante de todo lo que es, y el de invitarnos a retomar el esfuerzo de comprender nuestro propio destino a partir de ésta. (Henry, 2013: 33)
Para acceder a esta radicalización será necesario aceptar la necesidad de renovar la comprensión de la inmanencia. Esto ya había sido señalado, por un lado, desde Philosophie et Phénoménologie du corps, donde “toda certeza es una certeza patética” (2007: 87) para coadyuvar a la construcción de una nueva concepción del actuar y, a su vez, desde una reflexión sobre el cuerpo viviente, radicalmente subjetivo, opuesto al cuerpo-objeto tan presente en la tradición filosófica. El otro, que es necesario comprender, es el que se encuentra en la L’essence de la manifestation y que es una crítica a las filosofías que confinan la fenomenalidad al horizonte de visibilidad del mundo, al grado de una introspección llevada a cabo por el que mira (de allí que la doctrina de la imagen de Bergson sea fuertemente criticada). En estas obras Henry señala que ni Heidegger, ni Merleau-Ponty explican suficientemente el fundamento de «sí», el por qué del «je» y del «moi», pues ellos pondrían directamente al hombre en el mundo sin pensar cómo se liga con la vida, cómo sale de lo que le precede, le funda y genera. La crítica más directa diría que, antes de «ser-en-el-mundo»,2 el cuerpo debe estar patéticamente en una posición de unidad consigo mismo, pues todo poder (toda potencia), antes de ser intencional, es pathética (1963).
Gracias al examen de la obra fundamental y a su vez temprana de Henry, es posible pensar que la crítica a la ontología inmanentista de Heidegger también señalaría que el comienzo más original no es aquel que se hace a través de la pregunta: “¿Por qué hay ente y no más bien nada?” (Heidegger, 1987: 1)3 sino: ¿por qué el ser se revela en y como una subjetividad en la que es dado su aparecer como tal y por qué pasa su revelación por la vida subjetiva? Estas serían las bases para buscar el fundamento más radical de la filosofía, de desplegar una fenomenología de la vida, para poner en obra una meditación general de la afectividad donde la vida es pensada en su proceso de autoafección. Ella no quiere ser concebida como un simple contenido de experiencia, sino como la condición interior y primera de toda experiencia posible. De esta manera sería el poder original de revelación que está en la interioridad del hombre y que hace de él un viviente entre los vivientes, pero en una Vida invisible y pathética, que comporta sus propias leyes y en la que le es dada la potencia de determinar el destino del hombre como el paso del sufrimiento a la alegría.
Es por lo anterior que Henry puede decir que es la realidad del trabajo y del esfuerzo aquello donde todo se funda (Leclercq & A. Henry, 2009), poniendo así en situación la potencia de la subjetividad sin necesidad de abstraer su singularidad. La actividad de los individuos, su subjetividad, su sufrimiento o su inquietud, sus apetitos, todos ellos toman desde aquí la dignidad de un pensamiento. Es por lo anterior que Marx, para Henry, habría interpretado la subjetividad como aquello que encuentra su esencia en la inmanencia: haciendo que el saber de sí ya no tenga necesidad de abstraerse en el proceso dialéctico. En él, el proletariado no es una negatividad y la revolución no es entendida como un proceso de destrucción sino de transformación de sí mismo. El ser existe como individuo, la praxis como actividad y el trabajo como la realización de la potencialidad positiva de la vida que permitiría el goce de sí. Sin embargo, la economía llevaría en su esencia la ruptura de esta relación: cuando las relaciones económicas sustituyen las relaciones vivientes de los individuos y el cambio de los productos de trabajo deviene valor de cambio y, de este modo, dinero –antes de servir para el consumo– se introduce una alienación: consiste en convertir las relaciones sociales en una reificación.
Enfrentamos así una imagen del pensamiento, producida por la época capitalista, donde la alienación reserva la imposibilidad de tratar moralmente las relaciones humanas en favor de la comprensión sistemática del despliegue de la historia. Es por ello que el abandono de un momento histórico como tal sugiere pensar «cómo» son dados los acontecimientos originarios en medio de una cultura superficial, cínica, deshonesta e irresponsable. Desde 1985 con Généalogie de la Psychanalyse. Le commencement perdu, Henry sugiere que los afectos han devenido notas «inconscientes» a las que se les ha designado un lugar y un objeto facilitando su representación y ellos han llegado a su cúspide en Nietzsche y Freud. Para reconstruir este campo vuelve a Descartes y establece que en él el cogito es un aparecer para sí mismo, esto es, la posibilidad de «sentirse» en tanto que movimiento inmanente y extranjero a toda exterioridad; de esta manera, Descartes deviene un pensador de la afectividad. Sin embargo, señalará que el error de Descartes fue regresar al paradigma de la ciencia que, como modalidad cognitiva, ocultaría esta subjetividad afectiva en favor de la fenomenalidad del ver que consideraría únicamente la exterioridad fantasmagórica del Ser. Debido a esta desviación, es necesario hacer una investigación cartesiana capaz de pensar el cogito como autoafección independiente de un ver y ajeno a toda representación. Es aquí donde hace su aparición Arthur Schopenhauer. Él sería el filósofo de la inmanencia en la que se hace posible, por un lado, una inmensa crisis de la representación (en tanto que aprehensión formal) y, por el otro, una filosofía renovada de la voluntad en tanto que ámbito de compromisos ontológicos primarios, en la cual: “la voluntad sería la fuerza donde la vida no cesa de querer” (Henry, 2003: p. 163). Gracias a Schopenhauer, piensa Henry (2003), habría sido posible comenzar a poner las bases para pensar la vida como una "auto-afección original" (109). Es por ello que Nietzsche entra en escena, pero de una manera novedosa, a decir, reinterpretando su noción de voluntad y de querer. Su consideración será desde aquí meramente positiva. Lo hace entre 1984 y 1987 para señalar que la potencia irremisible de la vida y la fuerza que ella ofrece está dirigida a aquel que vive sin introspección malsana y sin ningún falso ascetismo. Esto señala la necesidad de pensar la voluntad en relación con la vida pathética cercana a plantear su crecimiento de un modo originario.
Pero, ¿dónde es expuesto este pathos? En 1987 Henry publica un ensayo de filosofía de la cultura que lleva el nombre de La Barbarie, en él intenta encontrar los orígenes de la destrucción de la cultura a partir de la ideología científica y técnica y muestra cómo la praxis humana comienza a ser abandonada por el olvido de la vida (especialmente las estructuras constitutivas de la cultura, las artes, la educación y la ética). La Barbarie es una reflexión sobre el mal basado en el resentimiento, la mala conciencia, el deseo de autodestrucción, el odio al otro, etcétera, todos ellos fundados y constituidos por la incapacidad de vivir la época del nihilismo. Así, la barbarie sería el lado autodestructivo de la época nihilista del mundo. Ella habría engullido al individuo en la imposibilidad de pensar una relación con el otro que no esté sometida a la voluntad egoísta, a la libertad constrictiva, al perspectivismo.
De esta manera, una vez que hemos acudido a los problemas fundamentales del pensar de Henry, ya podríamos comenzar a saludar los elementos que constituyen su meditación ontológica. Con ello comenzaremos a pensar la esencia de los problemas que motivaron nuestra meditación y el porqué se hace imperativo atender las consecuencias del planteamiento del Ser como pura positividad.
La influencia del nihilismo negativo en la ontología contemporánea es una evidencia, ella se mantiene en el modelo de pensar que conserva Sein und Zeit de Martin Heidegger: su obra corresponde a la idea de aniquilación como su eco. En Sein und Zeit las donaciones primordiales para el Dasein surgen de la ausencia o aniquilación del ente en cuestión, de este modo, él aparece atemáticamente en el orden de la ausencia (Bernet, 1994: pp. 25 y ss.). Las posibilidades ocultas recuperan sus fuerzas al salir del «Ab-grund» –el abismo, el sin fundamento– para entonces resolverse sobre aquellos posibles tomados anteriormente como meros hábitos administrados por la dictadura del Das Man.4 El Ser en Heidegger es indiscernible de su relación con la nada. Aún más: la pregunta originaria de la metafísica abre el Ser cuestionando su donación en el modo de la nadificación. Hemos mencionado que Heidegger pregunta en Was ist Metaphisik?: “¿por qué es el ente y no más bien la nada?” y coloca este preguntar como el cuestionar desde “la primera de todas las preguntas”. Sin embargo, debemos preguntar si es necesario lanzar esta pregunta en los términos propios a su orientación pues, si ella es la primera, la más original, la que abre radicalmente a la existencia su sentido último, entonces no habría posibilidad de pensar fuera de la inmanencia propia a la ontología fundamental.
La doctrina contemporánea de la subjetividad, obnubilada por el desplazamiento de la idea sustancialista del sujeto, ha olvidado que los sintagmas que sostienen el nihilismo han surgido de la necesidad de preparar el terreno para que la instauración de un nuevo modo de pensar sea posible. Con la «destrucción» de la historia de la ontología, Heidegger comienza el cuestionamiento de las bases de la ontología clásica, lo cual consiste en la interrogación de la unidad y linealidad de la historia de la metafísica, donde las Disputationes metaphysicae de Suárez y la Logik de Hegel coincidirían, como la determinación subjetiva de la historia. Sin embargo, ¿puede mantenerse su diagnóstico para todos los casos donde los filósofos se han acercado al Ser? Este trabajo contesta por la negativa.
Por tanto, para no recurrir a las ventajas de los diagnósticos hermenéuticos nos dejaremos conducir por la siguiente cuestión: ¿cómo pensar el acceso a un comienzo originario sin necesidad de nadificar el pasado, el estado primitivo del existir, donde aún no hay preguntas eminentemente filosóficas? Esta pregunta puede ser abordada cuando sepamos diferenciar entre el comienzo verdadero y la instalación cínica en el Ser. Ella exigiría una ontología que no haya sido originada a partir de la destrucción del pasado y que sea capaz de dar cuenta del Ser sin estar dominado por la nada. Así, frente a la apertura negativa del Ser –que mantiene su periplo en concomitancia con los goces del nihilismo, donde un yo puede disfrutar de sus secretos íntimos–, la fenomenología del cuerpo de Henry debe resolver el problema del comenzar radical, de la imposibilidad de fingir nuestras vivencias, todo ello a partir de una renovación positiva de la donación del Ser. Esta ontología positiva comienza con la asunción del tiempo como un presente sin privilegios donde ya no sería posible la diferencia entre el pasado, presente y futuro a partir de metáforas espaciales (Henry, 2001: 70). De la profundización filosófica en su meditación será de lo que nos ocupemos en lo que sigue.
A partir de Fenomenología material, un texto que profundizaría las consecuencias filosóficas de La esencia de la manifestación, Henry considerará que en el Husserl de las lecciones Zur Phänomenologie des inneren Zeitbewusstseins y en el de Ideen I, los análisis de los fenómenos afectivos y pulsionales no son tratados afectiva y pulsionalmente sino a partir del modelo intencional. Esta anotación –que conduce inmediatamente a pensar la intencionalidad como una especie de desdoblamiento del mundo– exige preguntar: ¿qué tipo de impresión es pensable cuando ya no lleva de suyo un contenido noemático? A decir, ¿cómo nos acercamos a impresiones tales como sentimientos, afectos, etc., ligados al conjunto de vivencias de la esfera afectiva, pulsional o volitiva? Esto significa que ellas no están intencionalmente dispuestas y que es necesario plantearlas en el ámbito ontológico que le es cualitativamente más inmediato. Henry considerará –de acuerdo con esto– que el tratamiento intencional del sentimiento exige que éste sea transformado en un contenido intencional, haciéndole perder por completo su esencia. Es por ello que puede decir que la intencionalidad no es el último momento de la revelación del Ser y este carácter –suministrado a la intencionalidad– sería absolutamente inmanente y pathético (1990). Según esto, la fenomenología hylética está destinada a la búsqueda de la materia intencional sobre la cual se construye todo soporte ontológico real. Gracias a ello podrá abastecerse de un contenido sacado de la exterioridad. Henry cuestiona si esta intencionalidad carece efectivamente de sustrato ontológico o si él estaría tan presente en cada fase de la autoafección que ya no sería posible tematizarlo.
Henry se cuestiona por la donación de los datos de sensación, con ello tendría que olvidar el modo de darse la donación –al detectar si hay otras vías posibles– y preguntar abiertamente por la donación de la donación –lo que según su pluma no habría quedado explícito en la meditación husserliana–. Con este cuestionamiento sería posible salir de la situación donde la conciencia intencional sería una conciencia dadora de sentido. Abandonando "los breves pasajes […] consagrados en Ideas I " a la ὕλη (1990: 60), Henry considera las Lecciones de 1905 como un intento de elucidar rigurosamente "la donación de la impresión" (1990: 63). Gracias a tal situación puede plantear la donación como el medio por el cual es posible saber si la fenomenología ha alcanzado efectivamente la materia trascendental radical (1990). Así, una vez instalados aquí, se nos revela sin andamiajes el problema filosófico sobre el cual reposa la búsqueda del darse la donación, a decir, aquel que está destinado a saber cómo es posible la ontología en general. Una vez superadas las aporías de la representación y del vaciamiento del Ser (desde aquí sinónimos), debemos ser capaces de dar cuenta del "ser de la impresión y del ser de la donación" (1990: 63).
La búsqueda de una donación tal es ahora el objetivo de las meditaciones por venir. Ya como una donación separada de cualquier recubrimiento (estratos superpuestos, predicados sensibles o axiológicos que ya estarían tonalmente determinados), ya como la captación de las condiciones de darse la impresión susceptible de conducirnos a la primera donación. Sin embargo, la búsqueda de la primera donación no es una búsqueda fundadora; la primera donación no sería puesta en el presente. Henry también pertenece a la tradición de filósofos que aceptaron que los actos de conciencia de Husserl privilegian y operan en el presente para entonces introducir que el análisis de la impresión originaria es un análisis teorético; es gracias a ello que él puede anunciar, por un lado, que "es el dolor quien me instruye sobre el dolor, y no quién sabe qué conciencia intencional que lo mienta como presente" (1990: 69) y que "la realidad reside en el experimentarse a sí misma de la subjetividad y de la vida, en el auto-impresionarse de la impresión, en ese caso solo en ésta y en su donación propia puede serme dada la realidad de la impresión, la realidad de la vida" (69). Esta indicación será crucial para la profundización en nuestro objetivo, pues en ella se revela la disputa entre el cómo de la experiencia subjetiva y el cómo de la vida.5
La captación hylética, noético-noemática e intencional, opera para Henry a partir de una desontologización radical de la experiencia (cuyo carácter ontológico consiste en ser más originaria que la impresión), con ello colocaría la fenomenología en los términos propios a la analítica aristotélica y su lógica sería deudora de los términos del lógos propio al análisis que opera en el presente y designa lo que tendrá validez en la designación a través de un acto de objetivación. Esta desontologización es un vaciamiento radical en tanto que:
Esta indigencia ontológica innata a la impresión, en la medida en que esta última se da en la conciencia originaria del ahora, se expresa en el hecho de que, situada en él, se deja arrastrar con él, decayendo como él en lo «recién pasado», y después en «el recién, recién pasado» alejándose continuamente del ahora actual para hundirse en una oscuridad creciente y perderse, al término de este proceso, en lo «inconsciente» (1990: 37).6
De suerte que Henry ya había señalado cómo superar esta indigencia, esta desontologización, sin condenar la donación a la manifestación del Ser traspasada por la subjetividad y sin condenarla a las prerrogativas del presente. A esta excedencia del presente, y la asunción del Ser más allá de los poderes del sujeto, es lo que nos ha señalado el carácter de la ontología de Henry. Ella es una ‘ontología positiva’ en tanto que afirmación preegológica y pretemática del ser que ya no lleva en sí la necesidad de hacer pasar el Ser por los términos de la luz. Esta situación ha sido pensable gracias a que Henry se da a la búsqueda, allí partiendo de Husserl, de un «acto originalmente dador de la realidad», en concomitancia con un acceso ontológico tan prístino que la realidad pueda darse en sí misma y tal cual es. Su búsqueda diría entonces que la autoimpresión señala el carácter positivo de la donación del ser sin necesidad de pasar por la odisea de su desvelamiento (1990).
Con todo, el análisis husserliano de la conciencia del tiempo, al hacer uso de la doctrina mereológica de la conciencia, exigiría homogeneizar los contenidos de las vivencias en los términos impuestos por la constitución. El primado de la retención en los análisis genéticos conducirían a Henry a la acusación de que Husserl trata el contenido de conciencia, la materia intencional y la impresión originaria, en los términos propios al presente subjetivo. Con ello podría decir que Husserl exige que lo real resulte de un acto subjetivo donde el Ser de la cosa real es auspiciado por la representación subjetiva. Así, Husserl condenó la evidencia y el darse verdadero a la fase del tiempo determinada como presente subjetivo (que sería finalmente la fase atendida por la conciencia que constituye el fragmento experimentado de la realidad).
De este modo, acudimos a una nueva nihilización del Ser que se lleva a cumplimiento en la crítica de Henry a los análisis husserlianos de la conciencia del tiempo de 1905. No obstante, esta crítica afecta al pensamiento filosófico en general, ya que esta determinación –en tanto que donación que se ofrece a partir de la nada– lleva como soporte una revelación donde interviene la subjetividad que toma sus licencias privilegiando el tiempo que le es propio e introduciendo la formalización analítica como la base de la meditación ontológica. De esta manera, esta lógica sería acusada de obligar al ser a renacer una y otra vez «ex nihilo» (1990: 43).
El vaciamiento del ser, la desontologización de la experiencia, de la sensación, a favor de la forma del tiempo, mostraría de la manera más inmediata el carácter nihilista otorgado a la fenomenología y cuestionaría por completo la posibilidad de una fenomenología del ser real. Esta fórmula también afectaría la temporalidad extática de Heidegger, pues:
La mirada extática no es sino una forma vacía, lo que ella da, es un lugar vacío –en el cual, por cierto, ninguna impresión es susceptible de desplegar su ser, es decir, de aparecer en su propia realidad– (1990: 47).7
De modo que, una ontología que hace uso de la nada para que, a partir de allí, sea posible deducir la donación del Ser, pondría la nada como aniquilación del ser real al convertirlo en su condición de posibilidad y necesitaría explicar cómo recupera el ser para ponerlo como contenido de la sensación tematizada. Es así que se hace fundamental pensar la impresión como el Sí pleno donde la autodonación se haría inseparable de sí. Este venir a sí mismo de la impresión revelaría la donación donadora de la donación como un continuo que no lleva de suyo ninguna necesidad de interrogación. Así, la impresión afectiva mostraría el carácter de encontrarse en el ser asumiendo a cada instante la situación de autopresentarse. En esta autoafección de la vida en su efectividad se revela la afirmación continua del ser como vida siempre cambiante y siempre la misma pues: “No somos ese polichinela que tendría un pie en el ser y otro en la nada” (1990: 54)8.
De acuerdo con lo anterior, la inversión de la fenomenología señalaría, sin mediación alguna, el carácter positivo de la donación y obligaría, al mismo tiempo, a hacer imposible el paso por cualquier modalidad nihilista en general. Así, podemos palpar el sentido de la inversión; con él Henry intenta “sustituir el aparecer del mundo en el que se nos muestran los cuerpos por el de la vida, en cuya afectividad trascendental es posible toda carne” (2000: 221). Gracias a esta modificación el abandono de la subjetividad clásica, esencialmente dicotómica, será replanteada hasta hacerla llegar a una pasividad radical donde la vida estaría en nosotros y nosotros en ella haciendo imposible la Eingetlichkeit, el eigentlich, el ἴδιος y el propius tan presentes en Heidegger (2001: 42-43, 53, 122, 130, 144, 163, 179, 187-188, 191, 193, 221, 234, 250-251, 263-264, 268-269, 279-280, 286-287, 295-296, 298, 302, 304, 306, 322-323, 325-326, 336, 338-339, 343-344, 348, 383-386, 391). Una vez debilitado el régimen de la subjetividad y el de su presentificación es posible señalar que el modo en el que la Vida Absoluta viene a sí es el archi-pathos de la Archi-carne (con anterioridad a toda fenomenalización y a todo Dasein humano), ya que ninguno de ellos puede venir constantemente a sí. De esta manera, debe quedar señalado que la carne y la venida originaria de la carne, indica que la fenomenología de la carne, remitiendo a una fenomenología de la encarnación, permite decir que el Antes-de-la-carne es el «Sí» carnal viviente. Henry lo ha dicho de este modo: “el «Antes-del-ego» y el «Antes-de-la-carne» constituyen juntos lo previo de todo viviente, confiriéndole a priori las determinaciones fenomenológicas fundamentales que hacen de él ese Sí carnal viviente” (2000: 224). Queda entonces revelado, con una transparencia innegable, la tesis que defendemos en este trabajo: la receptibilidad pasiva de la carne, aquello que Henry llama encarnación, es indiscernible del problema de la donación del Ser que aquí es planteado a través del carácter de una ontología positiva y éste se deja sentir como un «Sí» radical que se revela a sí mismo como vida. Este carácter de autoposición absolutamente pasiva ya no tiene necesidad de pasar por los términos del nihilismo ontológico, donde el yo se apodera de la revelación del Ser, de la manifestación del mundo y de la determinación de lo que es, a partir de la presentificación. Henry ha necesitado –para dar el paso de la pasividad subjetiva a la pasividad de la pasividad, ahí donde la donación ya no tiene rasgos subjetivos– identificar la vida y la donación. Es por ello que puede decir que:
Una vida que no es nada, que por sí misma no viviría, incapaz de traerse ella misma a sí, desprovista de ese poder originario y al mismo tiempo de todo poder verdadero, es una vida finita. La Vida que se trae a sí en el Primer Sí Viviente en el que se experimenta a sí misma y goza de sí, es la vida infinita de Dios. Ninguna vida finita existe como tal. Sólo vive dada a sí en la auto-donación de la Vida infinita. Por la misma razón, al ser siempre incapaz de dárselo, no tiene ningún poder. En la culpa, quien la comete padece la experiencia trágica de la impotencia que hiere de raíz su vida toda, puesto que, privada de todo poder verdadero, lo está al mismo tiempo del de hacer lo que quiere. Quiere lo que está bien y hace lo que está mal (2000: 232).
Y es de este modo que somos lanzados a una experiencia radical de la inmanencia que ya no aceptaría el nombre de trascendental, en tanto que relación entre el Ser y el sujeto, antes bien, ella se vería impelida por la vida. Dada esta situación, nos es revelada otra inmanencia –aquella que ya no busca lo que es en la exterioridad– capaz de no violentar aquella que tiene por contenido: en ella el viviente estaría privado de ser una existencia «libre como el viento», donde su libertad se vería potenciada por el «sentimiento de tener una vida propia, libre, independiente». Con ello Henry puede pensar un ethos incapaz de poner el sentido fenomenológico y ético de la intersubjetividad al servicio de las perspectivas y de las legitimaciones jurídicas.
Con la identificación entre la Vida Absoluta y la encarnación, Henry plantea el sufrimiento como la donación de la vida. Con ello recurre a la identificación cristiana de la Verdad con la vida –en tanto que donación del verbo como carne– y se opone a la donación del ser por la vía de la negatividad. Es por ello que puede preguntar –más allá de la lógica del ego y de la apropiación, donde la nada se ofrece como un pretexto novedoso para comenzar de nuevo– que: “¿cuál es la realidad fenomenológica de este «anonadamiento»? Si no tenemos ninguna, ¿es algo más que un flatus vocis la proposición que lo formula?” (2000: 236). ¿Es esta pregunta la desacreditación de la pregunta ontológica heideggeriana? No, no es posible dejar esta cuestión sin un intento de respuesta. La autoafirmación pathética de la vida –entendida como la carne que se abraza a sí misma en cada fase de su vida– implica la idea de un «Sí» en tanto que máxima positividad en el autoencuentro: “Dado que la auto-donación de la Vida Absoluta en la que está dado a sí se cumple efectivamente en él, todo Sí resulta ser al mismo tiempo un Sí real” (Henry, 2000: 238). Con lo anterior Henry pensaría que la pasividad más originaria sería aquella que está planteada en términos de vida antes que de Ser, pues para alcanzar este último tenemos que asumir distinciones previas como los binomios: ser-nada, ente-ser, singularidad-universalidad. De modo que la Vida Absoluta ya no tendría que darse a la aventura de ganar sus propios derechos ante el Ser: ella sería la afirmación más radical de toda ontología. En otras palabras, la pasividad más pasiva y más original sería el olvido más originario en el que:
Si la vida escapa a toda memoria aún cuando aquella no nos abandona jamás es porque una memoria sin memoria nos ha unido a ella desde siempre y para siempre. Ella siempre ha cumplido su obra, siempre, y ya nos ha colocado en nuestra condición de vivientes. Esta memoria inmemorial de la vida, que es la única que puede unirnos a la Vida es la vida misma en su pathos: es nuestra carne (2000: 224).
Gracias a esta descripción nos ha sido posible sostener que la carne se revela como el Sí radicalmente concreto al que es necesario distinguir de los términos del nihilismo. Esto es, fuera de todo preguntar binómico. Veremos en lo siguiente que la llamada trilogía del cristianismo también opera bajo el carácter de la ontología tal como la hemos descrito y que esta situación nos ayudará a pensar, finalmente, en la importancia del problema del ser en su positividad.
Frente a la teoría del conocimiento, que comienza pensando la subjetividad a partir de un ego tematizante, surge inmediatamente la exigencia de garantizar la realidad y la veracidad de lo trascendente. Esta es la base sobre la cual opera la filosofía trascendental y el por qué de su actualidad: debe asegurar la existencia de un ser que no esté fundado en la subjetividad. El éxito de Sein und Zeit, más allá de la inminente promesa que sugiere, la de entregar el mundo como posibilidad al Dasein resuelto, tiene a su base el convencimiento de que finalmente lo trascendente estaba garantizado gracias a la diferencia ontológica y al carácter del Dasein como ser en el mundo. Al poner el Ser como lo que trasciende todo ente, la teoría del conocimiento debía tomar un segundo lugar; ella fue desplazada a conformar una ciencia regional. Sin embargo, esta grandilocuencia del Ser sobre el ente debía pagar un precio: ya no podría sino pensar los acontecimientos mundanos a partir de su donación inmanente haciendo que la ontología acaezca en su propia univocidad y que aquello que puede acontecer en el Ser sea correspondiente a la inherencia de una sola voz para todos los entes. Más allá de la ontología fundamental ya nada sería susceptible de pedir Ser, todo acontecimiento estaría supeditado a sus prerrogativas. Al descubrir el Ser de su ocultamiento mundano, al sorprender la impropiedad con el tiempo de los seres que mueren, con la salida del anonimato de las razones y cubrimientos culturales, el Dasein descubre que habita temporalmente el Ser y su existir se ve mordido por la nada. Desde allí comienza la angustia y con ello la donación de la esencia del Ser, a decir, el tiempo ha sido pensado bajo la estructura del horizonte del Ser.
En la pregunta que interroga por el Ser hay un nuevo comienzo: el comienzo del Dasein ante el padecimiento del final, ante el anuncio de su aniquilamiento. Es por ello que debe apropiarse del Ser para cuidarse de este removimiento (2001: 121, 191-200, 197, 199, 206, 249, 274-280, 301-334, 316-323, 334, 350 y 374). La nada abre así el sentido originario de la pregunta que interroga por el Ser; pero, hemos señalado, ¿puede ser ésta la primera de todas las preguntas? ¿En ella se volvería a comenzar, a olvidar, lo que se ha hecho en el pasado –en tanto que tiempo originario de nuestro ser–? ¿Ella alcanzaría la cúspide de una situación en la que soy totalmente perdonado? Si la pregunta que interroga por el Ser deja de ser una pregunta metafísica, para acercarse al Dasein en términos existenciales, esta pregunta acepta los cuestionamientos que hemos señalado. Ella toma la apariencia de estar lejos de abarcar todos los eventos pues, una vez que hemos retornado a la pregunta, ¿no vemos que en ella hay una indigencia de acontecimientos, ya que su exotismo se presenta una única vez y, al llegar la resolución, ella sería solo el recuerdo del sufrimiento, el miedo y la angustia por sí? Es necesario realizar una transformación en la esencia del sujeto –unívoco y contemporáneo a sí– para poder avanzar más allá de este preguntar.
La fenomenología del cristianismo de Henry lleva en sí la aceptación de la afirmación del ser como carne y este carácter positivo señala la faceta más comprometida del pensamiento henryneano con la acción humana. Ella comienza con la fenomenología de una intersubjetividad pathética, preintencional y prelingüística, como la primera esfera de una ética capaz de pensar la relación con el otro con la misma profundidad que la relación con Dios. Esta relación entre la fenomenología y la teología coincide con aquella entre la Vida absoluta y la Vida divina. Lo hace como la unidad que se encuentra en el corazón de un misterio que supera todo acto posicional filosófico: es el misterio del Ser alrededor del cual giran las religiones y, fundamentalmente, el cristianismo. Para Henry el cristianismo habría sido la religión que ha radicalizado que el Sí (Soi) trascendental viviente que somos no pueda ser comprendido sino a partir del proceso inmanente de la vida gracias al cual sería posible llevar la fenomenología hacia su último cumplimiento. Este cumplimiento señalaría el origen no originado del aparecer del aparecer, esto es, el sentido último del aparecer como tal. Esto habría sido destacado por Henry en noviembre de 1947 en su Diario:
He comprendido con profundidad que el sufrimiento es la condición de la felicidad –o lo que viene a ser lo mismo que la felicidad absoluta está incluida en el sufrimiento, lo verdadero, aquello que también es absoluto– porque es Dios el que sufre, es un yo-Dios quien sufre. Dios, es pues el fondo de la subjetividad, es lo que hace la subjetividad del sujeto (2010: 24).
De modo que la introducción de Dios en el pensar diría, al menos, lo siguiente: 1) que el acontecimiento de la donación de Cristo al mundo señala que el sufrimiento pasa enteramente por la carne y que en su encarnación se revela su sentido como redención; 2) que la estructura de la carne haría posible la fenomenología de la intersubjetividad pathética en tanto que origen fundamental de la donación individual del mundo, y 3) que el mal es pensado como el poder hacer individual sobre la carne de Cristo –que desde aquí es entendida como la unidad trascendental de la humanidad–. Estas tesis sostienen la reflexión de la trilogía del cristianismo, ella empieza en 1996 con C’est Moi la Vérité. Pour une philosophie du christianisme, continúa en 2000 con Incarnation. Une philosophie de la chair y el libro póstumo, de 2002, Paroles du Christ. En estas obras encontramos una lectura fenomenológica del problema de la revelación bíblica pensada para mostrar el carácter no-griego del pensar cristiano (eminentemente desarrollado en el problema del sentido de la invisibilidad y del misterio de la encarnación). Al meditar sobre la Vida absoluta, sobre Dios, Henry radicaliza el Prólogo al Evangelio de Juan: de donde resulta la primeridad de la carne respecto a un lógos originario que ya no se deja atrapar por la razón en tanto que puro pathos. En Incarnation se analiza el estatuto subjetivo de todo viviente en su proceso de conducción hacia la Vida donde cada viviente puede pretender el estatuto trascendental de «hijo de Dios». La encarnación cristiana, como modo de dar el mundo sin ningún rasgo moral, señalaría la relación humana con la humanidad de Cristo. Estos análisis recuperan las bases de los primeros ensayos y lo hacen profundizando en los problemas de la angustia, la intersubjetividad y la relación amorosa y erótica.
Si bien es posible decir que la idea de un Dios pathético en Henry trasciende el cristianismo –ya que no abandonó jamás su filiación con Nietzsche y en más de una ocasión aparece Dionisos como la zozobra entre el goce y el sufrimiento–, los análisis dedicados al pensar cristiano sugieren una preocupación más profunda que aquellos dirigidos a Nietzsche. En él se vislumbra una preocupación por el problema de la humanidad de lo humano donde su dignidad ya no estaría sometida al cumplimiento voluntario de los Derechos Humanos, a la legalidad o a las Instituciones que comercian con los contratos sociales y humanos. La encarnación señala la positividad de la situación en la que el ser se presenta en su desnudez radical:
El hombre que no sabe nada, nada que no sea la experiencia de todos los sufrimientos en su carne herida, el «pobre», el «pequeño», ese probablemente sabe mucho más que un espíritu omnisciente emplazado al término del desarrollo ideal de la ciencia, para quien, según una ilusión generalizada en el pasado siglo, «tanto el futuro como el pasado estarían presentes ante sus ojos» (Henry, 2001: 12).
De modo que el sufrimiento presenta el mundo en su carácter último. En la qualitas originaria de la mundanidad queda señalado que el asesinato al inocente, que aquellos que son vulnerados por el uso hermenéutico de la religión, los asesinados por la deslocalización de las empresas, por las deudas obtenidas por el político durante las campañas o por la amplitud del poder a través de la ilegalidad (por el narco, la extorsión, la violencia generalizada, etcétera), no es un simple problema que deba quedar relegado a la ignorancia y la vida ingenua –siempre negadas por el presente del filósofo–; que no se empieza a pensar una vez que se han resquebrajado los fundamentos de la moral. Señala que una humanidad nacida en la lucha, que ha empeñado su ser en la política, no puede sino alimentar una doctrina de venganza, aniquilamiento, extorsión y poder. Esto dice que su afianzamiento es posibilitado por la dialéctica interna a un sistema totalitario donde la afirmación de sí se tornaría imposible. Esta autoafirmación es para Henry la posibilidad de arrancar de la voz que habla por los pueblos, lógos totalitario, la sensación inmanente de un cuerpo que está radicalmente expuesto, situación totalmente contraria a la totalidad. Ella ya no sería dialéctica, no necesitaría comenzar por la nihilidad, sería pura positividad pues, de acuerdo con todo comienzo nihilista, incluso como una parte de un momento interno a la negación, lo Mismo se afirmaría negando. El padecimiento cotidiano del mal supone la tensión que pende del aplazamiento del combate y de la muerte, pero un cuerpo que ha experimentado el acontecimiento del miedo y el horror por la inmersión en la obsolescencia y la política, tal como lo habría mostrado la carne de Cristo, obliga a pensar que hay que resistir a este dolor, que hay que superar ese momento para poder pensar en la felicidad como advenimiento posible. Es así que la autodonación señala su carácter absoluto, ella no puede dar lo que radicalmente le hace sufrir.
La fenomenalidad de la prueba de Dios, no debe ser pensada a través de la prueba de la luz del mundo. Esto significa que sacar la vida del lenguaje ontológico, ¿no exigiría una ontología que ya no necesitaría de los términos de la luz del mundo donde la exposición del ser estaría condenada a la temporalidad mundana? ¿No nos permitiría este desfondamiento de la ontología fundamental la necesidad de una ontología más radical, capaz de elevar en sí la afirmación del ser sin ningún privilegio? ¿No es así que estaríamos ante la llegada de una ontología radicalmente positiva? Esta ontología debe ser buscada en el "Sí que habita todas las vivencias y en el que decimos que se superponen lo que afecta y lo afectado" (2013: 46). Es un sí que "engendra cada vez un Sí particular –este Sí que yo soy–" (46), esto es, "en el auto-engendramiento de la vida en cuanto su autoafección, se engendra un Sí como tal, singular y netamente mío" (46).
La relación entre la fenomenología del cristianismo y la llamada ontología positiva (material, también podemos asumir), debía ser buscada en la materialidad de la carne y con ello detenernos antes de llegar a la necesidad de pensar la donación de Dios, ya que la verdad que revela el camino de la Archi-revelación es pathética y tiene ese carácter porque ella misma es la Vida (autodonación que se prueba a sí misma sin distancia alguna). Finalmente, la fenomenología de la carne, del cuerpo subjetivo según los textos de Henry, pondría en el centro de la discusión problemas tales como el hambre, el cansancio, el horror a no tener un hogar, el verdadero afuera del que no tiene casa. Esos problemas serían arrebatados de la legalidad del Derecho para ser pensados en términos ontológicos. El ser humano acontece como la carne ligada trascendentalmente a toda carnalidad. Con ello, permitir el mal, como advertía Platón, el padre de los filósofos, consiste en volverse parte de él. Así, el mal que es permitido en la carne, el dolor infligido en el cuerpo, la tortura, el asesinato –a un solo hombre, a unos cuantos, a cientos de ellos–, nos pone en relación directa con el sentido de la carne para el cristianismo. Es por ello que la realidad del cuerpo de Cristo es la condición de la identificación del hombre con Dios, el verbo hecho carne acontece mundanamente como lo que habita, lo que se da a sí mismo a la intemperie pues, según el Evangelio de San Juan, la declaración abisal que plantea el devenir hombre de Dios como hacerse carne, también señala que solo así, como carne, Cristo "habitó entre nosotros".
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