Jaime Llorente Cardo
Instituto de Educación «C de Calatrava», España
Recibido: 15/03/2017 • Aceptado: 31/08/2017
Resumen
La «fenomenología material» de Michel Henry constituye uno de los más destacados intentos de pensar lo invisible en el contexto de la filosofía contemporánea. El presente estudio pretende mostrar las implicaciones filosóficas y teológicas que se derivan de la descripción de Henry acerca del paradójico modo de aparecer de Dios. Dios solamente se muestra en lo invisible, es decir, en la Vida absoluta inmanente y esa vida trascendental constituye la auto-revelación de Dios mismo. Una revelación que acontece más allá (o «más acá») del mundo objetivo y que, por ello, torna superflua y absurda toda hipotética demostración o prueba de la existencia de Dios al modo «metafísico» tradicional.
Palabras clave: Dios; invisible; M. Henry; revelación; vida.
Abstract:
Michel Henry’s «material phenomenology» constitutes one of the most prominent attempts of thinking the invisible in the context of contemporary philosophy. The present work seeks to show the philosophical and theological implications derived from Henry’s description concerning God’s paradoxical way of appearing. God only shows in the invisible, this means, in immanent absolute life and that transcendental life constitutes the self-revelation of God himself. A revelation that takes place beyond (or «on this side of») the objective world and that, for this reason, makes superfluous and absurd any hypothetical demonstration or proof of the existence of God in the traditional «metaphysical» way.
Keywords: God; invisible; Life; M. Henry; Revelation.
En el último periodo de su producción filosófica (1996-2002), Michel Henry, uno de los más destacados fenomenólogos del siglo XX, orienta su mirada hacia una interpretación fenomenológica del fenómeno del cristianismo y de sus implicaciones de orden ontológico y antropológico. A esta etapa conclusiva pertenecen fundamentalmente dos obras: se trata de C’est moi la Verité. Pour une philosophie du christianisme, aparecida en 1996, y de Paroles du Christ, su última obra, publicada en 2002. A ellas cabría añadir parcialmente Incarnation. Una philosophie de la chair (2000), así como algunos de los ensayos agrupados en 2004 en el cuarto volumen de Phénoménologie de la vie –subtitulado genéricamente Sur l’ethique et la religion– y en el quinto (2015), que recopila textos diversos tanto en sentido cronológico como estrictamente temático. En todas estas obras, el fenomenólogo galo propone aquello que podría ser legítimamente caracterizado como una «interpretación» o «exégesis fenomenológica de la teología», esto es: una descripción relativa al modo en el cual «se dan», «aparecen» o «se muestran» los hitos capitales que configuran lo esencial del cuerpo dogmático propio del cristianismo.
Esta dimensión «exegética» del pensamiento henryano, lejos de resultar casual o contingente, se halla estrechamente imbricada con los aspectos cruciales de su «fenomenología material» o «fenomenología de la vida», singularmente con la intuición esencial que sirve de basamento a la totalidad de su propuesta filosófica.1 Tal intuición no es otra que la relativa a la idea de la vida trascendental subjetiva entendida como un fenómeno que se afecta inmediatamente a sí mismo al margen de toda relación con el espacio luminoso abierto por el horizonte del mundo objetivo externo a él.2
De hecho, según confesión propia, Henry detecta y constata, durante su dedicación al examen del cristianismo, una extraordinaria coincidencia entre su propia fenomenología de la vida y la fenomenología de la subjetividad viviente contenida de forma implícita en el mensaje cristiano; un encuentro entre dos modos fenomenológicos de considerar lo vital que realmente y de forma sorprendente, indica Henry, «decían lo mismo».
Así pues, el pathos de la vida, en su auto-afección radicalmente inmanente, constituiría una de las dos posibles dimensiones en las cuales se «fenomenaliza» todo fenómeno posible, es decir, en las que aparece todo aquello que se da o se muestra de algún modo. La otra dimensión del aparecer de los fenómenos –considerada tradicionalmente como prioritaria y aun única– sería aquella perteneciente al modo de darse propio de los objetos que pueblan el mundo trascendente a la inmanencia subjetiva y que son aprehendidos mediante la percepción. Considerar que esta última es la única dimensión fenomenológica existente significa profesar el llamado por Henry «monismo ontológico». La fenomenología material de Henry descubre, por tanto, en paralelo a la dimensión fenomenológica de la exterioridad objetual, un ámbito «nocturno» y «acósmico» de revelación originaria: aquel representado por el fenómeno inmanente de la auto-donación de la vida en su inmediación patética, en el pathos de su carne. Una carne que se afecta antes que nada a sí misma, de espaldas al horizonte de lo mundano, y que constituye, en su inmediata afectividad, la forma primigenia de aparecer: la auténtica «esencia de la manifestación». Así pues, la «filosofía de la religión» de Henry tiende a aproximarse a una fenomenología del advenimiento de la vida invisible al ámbito de manifestación que le es propio, hasta prácticamente identificarse con ella.3
El acosmismo propio de la fenomenología de la vida henryana indica ya bien a las claras que su «objeto» prioritario de reflexión no es precisamente objeto alguno, sino la mostración y donación a sí misma de la pura subjetividad vital radicalmente inmanente. Una revelación no «objetual» sino –por emplear la terminología acuñada por Jean-Luc Marion y Claude Romano–4 puramente «acontecial» o «contecedera» (événementiel): acontecida en la esfera fenomenológica de lo invisible. Con ello, el mundo y sus contenidos intramundanos visibles resultan relegados a un plano subsidiario. Pierden pregnancia ontológica a favor de la vida que jamás se fenomenaliza en términos de objeto, de esa Vida inmanente invisible cuya auto-revelación se muestra, a ojos de Henry, como “idéntica a la revelación de Dios” (2001: 67). Veamos, pues, el modo en el que esta identidad esencial es intuida ya en la obra inaugural de la fenomenología henryana y en qué términos se elucida en ella la prioridad onto-fenomenológica de la vida invisible sobre la visibilidad mundana.
Ya en su primera y monumental obra, L´essence de la manifestation (1963), Henry procede a elaborar una justificación relativa a la subsidiariedad fenomenológica del mundo sensiblemente percibido con respecto a la prioridad atribuida a la inmanencia subjetiva auto-afectada de modo inmediato. Justificación parcialmente fundamentada de modo abiertamente explícito en las intuiciones aportadas por el fenómeno cristiano. La subjetividad viviente individual aparece así, contemplada desde la perspectiva abierta por el cristianismo, como instancia primera y originariamente dada, mientras que la totalidad del mundo objetivo visible se muestra como elemento derivado en relación con aquélla. Una y otra coinciden respectivamente con lo invisible por excelencia (en sentido eminente) y con lo habitualmente visible; valdría decir, con la auténtica realidad y con la mera apariencia. Lo visible y lo invisible mantienen, según Henry, una relación definida por la absoluta indiferencia recíproca. El modo de fenomenalización de lo invisible, replegado en la esfera de la pura inmanencia, y el modo de donación de lo visible a la luz del horizonte abierto por el mundo,5 constituyen, pues, estructuras del aparecer radicalmente heterogéneas y cuyo único punto de tangencia se halla representado por su desemejanza mutua. Por ello que la relación entre los dos cercos de la manifestación puede asumir cualquier carácter excepto el de una relación dialéctica merced a la cual las dos esencias ingresasen en el común género de una hipotética esencia universal capaz de subsumirlas o incluirlas a ambas. Este decisivo carácter «antidialéctico» impide estructuralmente el tránsito de lo invisible a lo visible y a la inversa. Visible e invisible permanecen, por tanto, radicalmente escindidos, separados por una cesura ontológica y fenomenológica absolutamente irreductible: cada uno en la esfera de sus respectivos modos de efectividad y mostración.
De este modo, el antagonismo entre lo invisible y lo visible no aparece en términos de conflictividad entre opuestos vinculados entre sí por una ligazón esencial (bien sea la de la oposición misma), sino “como la oposición de lo que no tiene vínculo, como una oposición en la diferencia absoluta. Tal oposición en la diferencia absoluta, es la de la indiferencia” (Henry, 2015a: 428). Lo invisible, pues, lejos de litigar con su opuesto enfrentándose a él con el fin de eliminarlo o invadir su territorio propio, permanece simplemente ajeno a la existencia misma de lo visible. Se mantiene en la morada configurada por su éter particular ignorando, al modo de los despreocupados y perezosos dioses epicúreos, cualquier referente situado allende su propio modo de fenomenalización y donación.
Si es cierto, como prescriben los cánones del pensamiento dialéctico, que se mantiene un vínculo más intenso con el archi-enemigo que con el indiferente, entonces, ciertamente, lo invisible no profesa hacia lo dado a la mirada sino una absoluta impasibilidad y una neutra indolencia. De ahí lo quimérico de toda hipotética empresa tendente a tornar susceptible de ser visto lo estructuralmente invisible. Una imposibilidad que se fundamenta en el carácter irreductiblemente heteróclito propio de las dos únicas modalidades de manifestación y que, por tanto, se impone como instancia infranqueable y concluyente. Conforme a las intuiciones tempranas de Henry, la nítida aprehensión de esta constitutiva divergencia no susceptible de ser dialécticamente superada que lo invisible mantiene con respecto a lo visiblemente dado, no surge históricamente sino a partir de la irrupción del cristianismo. A raíz de tal eclosión, tiene lugar la efectiva epifanía de una región del ser desconocida hasta ese momento y, con ella, el descubrimiento de una modalidad de revelación únicamente propia de este enclave; un modo de manifestación paradójicamente definido por la fenomenalización de lo invisible, de aquello que jamás se muestra en calidad de «fenómeno» mundano. Más bien, al contrario: todo aquello que aparece como fenómeno propiciado (iluminado) por la luz universal del mundo se sitúa ya eo ipso en un horizonte fenomenológico ajeno a esta dimensión constituida por lo invisible. Una dimensión de revelación ontológica ubicada, pues, no tanto «más allá» de la luminosidad del mundo, sino más bien, en cierto modo, «más acá» de ella.
La recusación que desde este «más acá» –desde este trasmundo inmanente– lanza el cristianismo sobre el mundo visible objetivamente dado, reviste, por tanto, el sentido esencial de propiciar la efectiva preeminencia de la invisibilidad de la vida auto-afectada y de sus determinaciones propias sobre el horizonte mundano.6 Un confín entendido como el medio ontológico propio de la exterioridad «objetual u «objetiva». La vida se revela, pues, de modo aparentemente paradójico, en ese primer ámbito de invisibilidad refractario a la luz bajo la cual se muestran los contenidos propios del mundo visible; «luz», por lo demás, ya presente en el significado etimológico propio de la voz griega phainoménon cuya raíz coincide, como es sabido, con la del verbo phaínō («mostrarse», «aparecer») y con la del término phôs («luz»).7
Así, al decir de Henry, el cristianismo cristaliza, en mucha mayor medida que en una descripción más o menos «fenomenológica» de esencias contrapuestas, en “la tensión íntima de una existencia que se enfrenta con el advenimiento de un reino rechazando otro” (2015a: 430). Es por ello que la divergencia y la lejanía de la vida invisible con respecto al mundo objetivo no reviste, según Henry, una significación fundamentalmente ética o axiológica, sino estrictamente ontológica: “en el cristianismo –escribe el filósofo francés– la ética siempre está subordinada al orden de las cosas” (2001: 36).8 Esta particular variante fenomenológica de «falacia naturalista» arroja, pues, un significado coincidente con la inversión del modo de valorar el estatuto ontológico adjudicado a lo visible y a lo invisible tradicionalmente asentado por la metafísica occidental.9 Así, contemplados a la luz de la distinción introducida por la «fenomenología de la vida», lo tradicionalmente considerado como «efectivo» y «real» (el mundo visible) pasa a revelarse como «irreal», mientras que la secular irrealidad otorgada a aquello que se revela en el modo de la invisibilidad (la vida inmanente) se transmuta ahora en realidad efectiva:
Lo que se revela en lo invisible y bajo la forma de éste, en identidad fenomenológica y ontológica con él, es la realidad. El mundo, por el contrario, es el medio ontológico de la irrealidad. La oposición de lo visible y lo invisible, lejos de implicar la inserción de ambos en la unidad dialéctica de un único proceso, expresa, por el contrario, como oposición de lo real y lo irreal, la heterogeneidad ontológica radical de sus esencias respectivas y encuentra en ella su fundamento (Henry, 2015a: 430).
Lo invisible y lo visible se diferencian, pues, en términos de «lo real» y «lo irreal», respectivamente, y esa es la razón por la cual pesa sobre ellos la interdicción ontológica que proscribe radicalmente el tránsito de uno a otro.10 El hallazgo de lo invisible (aquello que se fenomenaliza en términos de auto-afección en oposición al irreal medio ontológico del «mundo») como «medio ontológico de la realidad» constituye, al decir henryano, el evento crucial del cristianismo en tanto que fenomenología de la vida. La esencia del cristianismo reside, pues, en la revelación de lo invisible como modo de fenomenalidad originario.
En efecto, desde la perspectiva puesta en franquía por el cristianismo, la esencia de la realidad y de la vida, aquello que cabe considerar como lo propiamente «real», únicamente se despliega en el seno de la invisibilidad y, por tanto, jamás se muestra ni puede manifestarse en el interior del mundo, es decir, a título de «ente intramundano» entre otros. El modo de aparición propio del mundo, la epifanía de los objetos a la luz del horizonte mundano de apertura ontológica, se revela, así, incapaz de acoger y exponer esta esencia de la realidad perpetuamente replegada en el cerco de lo invisible. Lo invisible no aparece en el mundo ni puede ser hallado en él. He aquí el rasgo decisivo a la hora de calibrar el volumen de autenticidad de todo pensamiento (religioso o no) que pretenda presentarse como deudor de las intuiciones aportadas por el cristianismo. Cuanto mayor sea la cercanía de tal pensamiento a posiciones tendentes a ubicar la presencia de lo sagrado en la exterioridad propia del mundo natural visible en su totalidad o en alguna región supuestamente privilegiada de él («lugares sagrados», «transubstanciaciones» objetivas de elementos físicos, etc.), mayor será su grado de alienación y alejamiento con respecto a las auténticas intuiciones reveladas por el discurso cristiano. Es el caso de todo pensamiento próximo a la órbita del «naturalismo», el «panteísmo», el «animismo hilozoísta» en todas sus formas (incluidas las interpretaciones más o menos «teologizantes» de la «hipótesis Gaia» de Lovelock) o la invocación de lo «sacro y eterno» como sustrato ontológico indisponible más o menos inspirada en los supuestos «teológicos» subyacentes a la metafísica presocrática. A la inversa, el volumen de alejamiento con respecto a toda pretensión de reconocer lo sagrado en el ámbito de lo visible, de lo mostrado por la luminosidad cósmica, resultaría ser directamente proporcional a la intensidad con la cual el pensamiento participa de la auténtica sacralidad: aquella que, en conformidad con el descubrimiento capital del cristianismo, solamente se da y muestra en el ámbito de lo invisible, de lo «a-cósmico».11 He aquí la razón por la cual Henry declara explícita y categóricamente al entero panteón grecorromano, a ese conjunto de dioses que comparecen como seres determinados iluminados por la luz propia de la exterioridad mundana, como «no verdadero».
La verdad propia del cristianismo, en oposición a la alétheia ontológica del mundo, reside, pues, en la ausencia de distinción que en ella se aprecia entre el acto de ver y aquello que es efectivamente visto mediante tal acto. La verdad no difiere aquí de lo verdadero. Al contrario de lo que sucede en referencia a la luz del mundo, aquí no se da la característica fractura o escisión entre la luz en sí misma y los elementos que son iluminados por ella o que ella hace aparecer. La luz propia de la verdad cristiana no se asemeja en absoluto a la luz del mundo objetivo, a la luminosidad del Ser en cuyo seno aparecen los entes concretos, dado que, propiamente hablando, no hay en ella «ver» alguno y, por tanto, tampoco nada susceptible de ser «visto». En la absoluta identidad entre la verdad y lo verdadero postulada por Henry, aquello que se muestra desplegando su potencia de aparición es la aparición misma. Este es el sentido subyacente a la declaración de Henry en C’est moi la verité según la cual: “Si la verdad es la manifestación captada en su pureza fenomenológica, la fenomenalidad y no el fenómeno, entonces lo que se fenomenaliza es la fenomenalidad misma” (2001: 35). Ello significa esencialmente que aquí acontece una revelación de la propia revelación. Que lo que se manifiesta en la verdad del cristianismo es la propia mostración: una auto-revelación instantáneamente dada e inmediatamente captada en virtud de un mismo acto de donación. Esta revelación inmanente y autorreferente ajena a todo aquello que difiere de su propio circuito de donación-afección, no es sino la absoluta revelación propia de Dios mismo, de la vida absoluta de Dios en nuestra vida interna invisible, dado que:
Dios es la Revelación pura que no revela nada distinto de sí. Dios se revela. La revelación de Dios es su auto-revelación (...) El cristianismo no es, en verdad, más que la teoría sorprendente y rigurosa de esta donación de la auto-revelación de Dios heredada por los hombres (Henry, 2001: 35).
Y, no obstante, como señala reiteradamente Henry, en ninguna parte del mundo objetivo nos es dado captar algo semejante a la «fenomenalización» efectiva o la auto-revelación inmediata y originaria de Dios. La donación de lo divino no se da a ver en el mundo, pero solamente en el interior de la luz irradiada por el darse del mundo es posible «ver» en general. Además, «ver» algo simpliciter implica la presencia del pliegue ya aludido entre el acto de la visión y lo visto en ella y, por tanto, la previa apertura del horizonte mundano de exterioridad en cuyo interior todo lo que se da y muestra ante la visión ha de hacerlo –por emplear nuevamente la terminología de Marion– bajo la modalidad del «fenómeno del tipo objeto».12 Todo lo anterior apunta palmariamente al hecho de que la fenomenalización de Dios –su revelación– rechaza la fenomenalidad del mundo como ajena a ella, puesto que la «visión» susceptible de ver aquélla carece de toda relación con el «ver» sensible orientado a los objetos intramundanos. Esto nos conduce directamente a la decisiva cuestión del posible acceso a la auto-revelación de Dios en la medida en que ésta aparece como invisible y, por ende, a la última etapa del pensamiento fenomenológico henryano.
En C’est moi la verité, Henry interpreta las célebres declaraciones neotestamentarias en las cuales Jesús declara «no ser de este mundo» o pertenecer a un «reino que no es de este mundo», como una revelación fenomenológica en la cual la auto-revelación absoluta de Dios (en Cristo) es tajantemente deslindada con respecto al modo de manifestación propio de los objetos del mundo. Ahora bien, si efectivamente se da tal cesura ontológica entre la fenomenalización propia de lo divino y el tipo de donación que caracteriza a lo que se muestra en el horizonte de luz abierto por el mundo, de tal modo que la primera es ajena al segundo e independiente de él, entonces la revelación de Dios jamás puede aparecer en el contexto de lo mundano. De hecho, como apunta el propio Henry en Paroles du Christ, “La extraordinaria profundidad del cristianismo ha consistido en hacernos comprender que el mundo no es más que la apariencia externa de esa doble red de relaciones [de los sujetos entre sí y con el mundo], cuya realidad se mantiene en lo invisible de nuestra vida” (2004a: 39). Esta imposibilidad fenomenológica por la cual la invisible revelación de Dios se halla excluida de la «irrealidad del mundo», redunda en una paralela dificultad perceptiva y noética que nos sale al paso a la hora de intentar el acceso efectivo a tal manifestación.
En efecto, ¿cómo pensar de algún modo una instancia cuya mostración no acontece en el interior del mundo y que, por tanto, no se da en el dominio de ningún tipo de percepción sensible o captación intelectual, cuando el acto de «pensar» en general implica necesariamente «pensar algo», es decir, la referencia intencional a un correlato mundano al que tal pensar apunta perceptivamente? ¿En qué términos cabe concebir, pues, una revelación que, en cuanto evento, se hurta por principio a toda inicial tentativa de aprehensión mediante una simple Meinung o «mención» fenomenológica, dado que “la fenomenalidad de esta Revelación nunca se fenomenaliza en cuanto afuera de un mundo” (Henry, 2001: 37)? La respuesta de Henry a esta aporética cuestión ilustra el núcleo de su teoría fenomenológica relativa a la posible epifanía de lo invisible. Puesto que ni el pensamiento discursivo ni la apertura luminosa del horizonte del mundo que éste siempre ha de presuponer son capaces de aportar un cauce viable de acceso a la revelación de Dios, este acceso únicamente puede tener lugar de forma efectiva en el ámbito del modo de fenomenalidad propio de Dios, y no en una dimensión del aparecer a la cual el darse de lo divino es refractario por esencia. Dicho de otro modo, es preceptivo en este caso trasladarse al propio tópos ontológico y fenomenológico en cuyo interior Dios despliega efectivamente su singular modo de manifestación:
No es posible acceder a Dios, comprendido como su auto-revelación según una fenomenalidad que le es propia, más que allí donde se produce esta auto-revelación y del modo en que ella lo hace. Allí donde Dios viene originalmente a sí, en la fenomenalización de su fenomenalidad y así, como la auto-fenomenalización de esta fenomenalidad propia, ahí y sólo ahí está el acceso a Dios (Henry, 2001: 37).
Esta caracterización henryana de la única vía posible que permitiría un hipotético acceso a la revelación divina circunscribe claramente la captación de Dios a un dominio del aparecer replegado a la interioridad de la vida, esto es: a la mismidad subjetiva propia de cada viviente individual y a la más íntima ipseidad trascendental que la constituye afectivamente. Dios vive y se manifiesta no en el mundo, ni tan siquiera en el «cielo», sino tan sólo en ese «corazón» (la vida inmanente) tan frecuentemente mencionado en la Escritura y que ésta identifica con «lo secreto» y «lo escondido» en lo cual únicamente el Padre «ve». De este rasgo capital se sigue una consecuencia investida de crucial relevancia, a saber: que el acceso a la revelación de Dios no solamente no precisa en absoluto del pensamiento –racional, discursivo o conceptual–, sino que solamente acontece a condición de que tal pensamiento sea previamente neutralizado (y con él, el «monismo ontológico»: la modalidad de aparición mundana que lo acompaña necesariamente como su correlato «natural»).13 Sólo en el marco de un horizonte de fenomenalidad ajeno al instituido por la luz del mundo le es dada a la revelación de Dios la posibilidad «real» de desplegarse y consumar su efectiva epifanía, su phaínesthai.
La retirada y anulación de todo pensamiento conceptual en el mismo instante de traspasar el umbral de la auto-revelación divina, implica –repárese bien en este crucial aspecto no suficientemente elucidado por Henry– la inmediata inconsistencia y superfluidad de toda posible «prueba» o «demostración» de la existencia de Dios, al modo clásicamente asentado por la tradición metafísica occidental. No se trataría verdaderamente tanto de «demostrar» la existencia de Dios como de «mostrar» el modo y la dimensión fenomenológica en la cual Dios debería «mostrarse» en caso de existir. En fenomenología interesa, pues, en mayor medida «localizar» (casi «topológicamente») el «lugar» en el que Dios podría mostrarse o la dirección hacia la cual sería necesario orientar la mirada a la hora de asistir a su virtual aparición, que establecer –más o menos discursivamente– si procede contarlo o no entre los «fenómenos» efectivamente dados y existentes. En efecto, el fundamento sobre el cual se asienta la práctica totalidad de tales «demostraciones» (incluido el «argumento ontológico» de San Anselmo) no es sino conducir a la razón hasta la evidencia de que el «fenómeno Dios» participa del ser, forma parte de algún modo del horizonte de luz abierto por éste, a un título semejante al que lo hacen los existentes mundanos (mutatis mutandis y con todas las reservas y matizaciones que se desee). Esto equivale, como acabamos de constatar, a incurrir en el contrasentido de adscribir a Dios –tratando precisamente de conferirle algún tipo de «fenomenalidad»– un modo de fenomenalización que por esencia no le conviene y al cual, de hecho, es radicalmente opuesto:
Reclamar una prueba de la existencia de Dios supone emplazar a Dios ante el tribunal del mundo, obligarle a aparecer según ese modo de aparecer que es la luz de este mundo, el ek-stasis de la exterioridad: allí donde se muestran cosas e ideas. Se le aplica un criterio de verdad preexistente a Dios, criterio al que debe conformarse si pretende al menos la existencia o la verdad (Henry, 2001: 181).
En esta mixtura ilegítima radica la esencial indigencia propia de toda prueba «metafísico-racional» de la existencia divina. Así, de la desatinada pretensión tendente a injertar a Dios en el terreno de una fenomenicidad que en absoluto le corresponde (mediante la «demostración»), se derivan inmediatamente dos contrasentidos fundamentales. Por un lado, ello implica la asunción tácita del hecho de que Dios es ajeno a toda revelación o, al menos, de que tal revelación se encuentra aquejada de una insuficiencia radical. Esa indigencia por parte de la revelación es el acicate que provoca la demanda y necesidad de un tipo de «revelación» exterior a Dios mismo (la «prueba»); una revelación inevitablemente radicada ya en el terreno de la evidencia intelectual exigida por el pensamiento racional-discursivo y, por tanto, en el inapropiado ámbito del aparecer del mundo. «Inapropiado», puesto que la fenomenicidad divina nunca se presta al contrasentido de plegarse a las exigencias de la evidencia racional ni resulta permeable a ser «tematizada» en general, esto es, a ser considerada en términos de «objeto» (como tal, determinado) de reflexión.14 Por otro, la segunda incoherencia tiene que ver precisamente con este modo de imponer ilegítimamente a Dios, es decir, a la vida absoluta que jamás se fenomenaliza fuera de sí misma, el horizonte de mostración marcado por la visibilidad propia de la exterioridad del mundo, rechazándola además en caso de rehusar amoldarse a este esquema predeterminado. Pero la subordinación de Dios a ese modo de donación extraño a su esencial modo de manifestarse pretendida incluso por aquellas filosofías supuestamente alejadas del clásico racionalismo reductivo y pacato, actúa, al decir de Henry, “como si Dios no se revelase por sí mismo, como si su esencia no consistiese en una auto-revelación original y absoluta, precisamente la de la Vida”, y simultáneamente con total “ignorancia de ese modo original de fenomenalización que es la auto-revelación de la Vida y que constituye la esencia de Dios” (2001: 182). Este desconocimiento conduce a secundar irreflexivamente las directrices marcadas por el razonable sensus communis a la hora de encarar la específica (nada «común») fenomenicidad de lo divino y, por ende, al acto de someter a Dios “al único modo de manifestación que se conoce y que es la verdad del mundo” (2001: 182).
Ahora bien, si realmente, como se apuntó con anterioridad, Dios se revela solamente «allí donde se produce esta auto-revelación y del modo en que ella lo hace», y ese «allí» no es, como acabamos de constatar, el horizonte fenoménico del mundo, ¿dónde acaece propiamente una auto-revelación de este tipo? La respuesta de Henry nos es ya conocida: “En la vida, como su esencia” (2001: 38), dado que la esencia de la vida no consiste sino en auto-revelarse. No se trata de que la vida trascendental cuente con una «esencia» propia previa que en un segundo momento «posterior» se revelase de modo accidental, fortuito o «voluntario», sino que el propio acto de su auto-revelación qua tale constituye ya la genuina y única esencia de la vida. Dios se fenomenaliza y auto-revela, pues, exclusivamente en esa paradójica oscuridad nocturna donde habita la vida inmanente replegada sobre sí, es decir, en la más profunda invisibilidad.15 A esta invisibilidad de lo viviente se le opone como su némesis la noción de «Ser»: un concepto propio de la filosofía griega al cual resulta absurdo –a la luz de lo dicho hasta el momento– remitir o retrotraer la esencia de Dios. Ello porque el concepto de «Ser», tal como fue teorizado por la ontología antigua, remite en su fundamento fenomenológico más profundo al modo de aparecer de los entes (intra)mundanos, a la luz que ilumina la totalidad de los elementos presentes en el mundo –rasgo que invalida de raíz su posible carácter procedente a la hora de elucidar la verdad propia del cristianismo y la fenomenicidad propia de Dios mismo–.16 De esta forma, a la hora de aproximarse fenomenológicamente a la Vida absoluta –es decir, a Dios– resulta preceptivo abandonar el concepto de «Ser» en el mismo umbral de la indagación conducente a elucidarla. Todo intento de mantenerlo o, incluso, de hacer girar el acercamiento a lo divino en torno a él, supone incurrir en una impostura filosófica a la vez que en la idolatría religiosa implicada por la reificación de Dios,17 convertido aquí en un «ente»: summum ens, sed ens.18
No obstante, dicho sea de paso, esta improcedencia es justamente la que ha sido sistemática y secularmente preterida por la metafísica, la teología y la «onto-teo-logía» occidentales, las cuales han conculcado sin cautela alguna el crucial veto que prohíbe la construcción de un híbrido bastardo resultante de la mezcla entre el Ser que fenomenaliza los elementos del mundo y la vida invisible absoluta a la que llamamos «Dios». «Vida» ajena al horizonte mundano. El resultado arrojado por esta mixtura impropia es conocido, en el marco de la historia del pensamiento occidental, como theologia naturalis (o rationalis). En este sentido, la «fenomenología del cristianismo» de Henry cuenta entre sus más relevantes méritos el actuar como antídoto efectivo contra toda pretendida revivificación de la «teología natural» en cualquiera de sus posibles formas. Y ello porque, oigámoslo una vez más: “No hay ningún acceso a Dios en el mundo (toda «prueba» de la existencia de Dios, toda teología racional, queda aquí puesta entre paréntesis), sino sólo en la vida” (2001: 191).19
Evocando, llegados a este punto, la distinción henryana entre «palabra del Ser» (o «del mundo») y «palabra de la Vida» (o «de Dios»), puede afirmarse que toda tentativa de prueba o demostración lógico-racional de la esencia divina supone realmente una confusión ilegítima y errónea entre la fenomenalidad del mundo –o del Ser– y el modo de ser y manifestarse propio de Dios: un modo de aparecer refractario por esencia a esa luz del «Ser» que ilumina la práctica totalidad de los intentos de demostrar su existencia. «Ser» y «luz» se muestran en este contexto como términos equivalentes, del mismo modo en que lo hacen «Dios» y «Vida». Así, de forma análoga a como el Ser heideggeriano «no es», sino que «se da» (es gibt) o «acontece» (ereignet) como «evento» (Ereignis), la vida, apunta Henry, tampoco «es», sino que “adviene y no cesa de advenir” (2001: 68). Solamente es concebible decir que «la Vida es» –o que «Dios es»– cuando se habla en el registro de la desatinada «palabra del mundo», esto es, en el «lenguaje del Ser» que es asimismo «el lenguaje de los hombres», no aquel que permite mentar la Vida invisible en la cual Dios «adviene». Es por ello que:
La palabra «ser» pertenece al lenguaje de los hombres, que es justamente el lenguaje del mundo. Y ello porque (...) todo lenguaje permite ver tanto la cosa de la que habla como lo que dice de ella. Tal permitir ver depende del mundo y de su Verdad propia (...). Por el contrario, cuando ese lenguaje está referido explícitamente a Dios hasta el punto de convertirse en su propia Palabra, entonces esta palabra se da infaliblemente como Palabra de la Vida y como Palabra de Vida –de ninguna manera como «palabra del Ser»– (Henry, 2001: 39).20
Estos dos tipos de lenguaje se corresponden con otros tantos modos de revelación: el del mundo, que hace manifiestas las cosas en la exterioridad del «afuera» iluminado por el Ser, y el de la vida, la cual efectúa la revelación en la que lo que se revela es ella misma al margen de este «afuera» mundano. Este último modo de revelación arroja la paradójica consecuencia de que, desde una perspectiva fenomenológica, no resulta posible vivir en el mundo, puesto que ello implicaría que la vida invisible se manifestase en un ámbito de fenomenicidad ajeno y extraño absolutamente a ella: el de la exterioridad que el Ser torna visible. Es de este, prima facie, sorprendente modo como, según Henry, “Vivir sólo es posible fuera del mundo, allí donde reina otra Verdad, otro modo de revelar. Este modo de revelar es el de la Vida” (2001:40).
Que vivir «fuera» del mundo signifique, no evadirse de la realidad, sino precisamente morar en la auténtica realidad representada por la Vida, invalida de raíz la habitual reconvención dirigida al cristianismo según la cual la esencia de éste residiría en la voluntad de huir de la realidad, de abandonar el mundo «real» en dirección a un evanescente «más allá» ajeno a la vida humana concreta y efectiva.
Muy al contrario, apunta Henry, “Si la realidad reside en la Vida y sólo en ella, ese reproche se disuelve hasta convertirse finalmente en un sinsentido” (2001: 41). En efecto, al decir del fenomenólogo galo, no es pertinente afirmar que el cristianismo ha trazado una cesura ontológica entre dos reinos (el de lo visible y el de lo invisible) desgarrando así –como postulaba el joven Hegel– la vida humana de forma dramática e inapropiada.21 En realidad, la tesis capital del cristianismo estriba en reconocer una única realidad: aquella encarnada en la vida invisible. Una invisibilidad que, lejos de remitir a «más allá» o reino ultramundano alguno, refiere en verdad al «más acá» subjetivo e inmanente localizado en nuestra pura afectividad vital auto-afectada en su carne sentiente y patética. No se trata, pues, de una confrontación entre dos modos de mostración de lo real, entre lo visible y lo invisible, dado que el cristianismo únicamente reconoce como verdaderamente «real» a la vida invisible. Nada, por tanto, se contrapone a ella antagónicamente: ella ejemplifica la única realidad. Toda vida es, pues:
Invisible, no en el sentido de ese lugar imaginario y vacío llamado Cielo. Invisible en el sentido de lo que –como el hambre, el frío, el sufrimiento, el placer, la angustia, el enojo, el dolor, la ebriedad– se experimenta a sí mismo invenciblemente, fuera del mundo, independientemente de todo ver. Y que, experimentándose a sí mismo en su abrazo invencible, es incontestable. Es viviente y, así, «real», aun cuando no haya nada más, aun cuando no haya ningún mundo (Henry, 2001: 274).
De esta forma, lo invisible “lejos de designar el lugar vacío de un cielo ilusorio, es el punto sobre el que se edifica todo poder concebible y, así, toda efectividad tributaria de un poder (...) Las objeciones que reprochan al cristianismo su huida de la realidad no pueden sino ignorar la esencia de ésta” (Henry, 2001: 278). Henry circunscribe la autoría de ese conocido reproche al ámbito del pensamiento de Hegel (al Abraham de El espíritu del cristianismo y su destino y al «alma bella» de la Fenomenología del espíritu) y a «sus sub-productos como el marxismo», así como a «buena parte de los lugares comunes del pensamiento moderno», pero a nuestro juicio su respuesta a él resulta aplicable con aún más justificación y pertinencia a los términos en los cuales cristaliza la célebre crítica de Nietzsche hacia el cristianismo. En efecto, desde la óptica nietzscheana la desvalorización del ente mundano en devenir (es decir, de «la verdad del mundo» visible), su consideración como «irreal», delata un éthos decadente y reactivo: hostil a la vida en la medida en que a esa «irrealidad» del mundo opone la «verdadera realidad» de algún trasmundo ajeno a la existencia concreta del individuo. Ahora bien, cuando los fenómenos visibles del mundo son considerados como «inesenciales», no en virtud de la invocación de un trasmundo «esencial» situado allende la realidad y la vida concretas, sino merced a la apelación a un particular trasmundo inmanente identificado con la Vida misma en su más acendrada expresión, entonces la idea conforme a la cual toda desestimación del mundo sensible a favor de alguna realidad no-visible supone un síntoma de vida descendente o de «resentimiento contra la vida» deviene absurda. Es justamente la Vida la que se contrapone aquí al conjunto de los fenómenos sensibles mundanos: ella constituye ese peculiar trasmundo del «más acá» que Nietzsche quisiera identificar con el asidero buscado por los décadents a la hora de calumniar y denigrar esa misma vida. Así pues, contemplado bajo esta luz, Dios (la vida invisible absoluta) no aparece en absoluto como una «objeción contra la vida», sino, muy al contrario, como «Palabra de Vida» y en modo alguno como «palabra del Ser». Es a esta última palabra –la palabra de la «verdad del mundo»– a la que, en última instancia, parece atender exclusivamente el pensar de Nietzsche, como ya se derivaba de la interpretación heideggeriana al respecto.
De este modo, tanto Nietzsche como, sobre todo, el propio Heidegger soslayan o directamente ignoran todo modo de revelación diferente al propio de la «verdad del mundo» gracias a la cual éste accede a la claridad de su manifestación, a su luz ontológica original. Con ello, resulta preterida asimismo la dimensión fenomenológica constitutivamente propia de la Vida dada a sí misma en su auto-revelación; una auto-revelación idéntica a la revelación de Dios mismo.
Nos encontramos, llegados a este punto, en disposición de explicitar ya con claridad en qué consiste la esencia de Dios (qué o quién es Dios) y cómo se lleva a cabo su efectiva revelación. Dios no es sino la vida fenomenológica absoluta. La vida es siempre más que el viviente que la porta o en quien se manifiesta y esto es válido incluso para el viviente par excellence, dado que “la esencia de la vida y la de Dios no son más que una sola y misma esencia” (Henry, 2001: 63). Así pues, Dios se identifica cumplidamente con la propia vida absoluta cuya nota distintiva radica en la capacidad para engendrarse a sí misma en su propio y específico modo de manifestación, lo cual implica, a su vez, que toda relación del viviente particular con la Vida universal acontece y se despliega en el interior del propio Dios. Además, puesto que el desarrollo merced al cual la Vida se genera a sí misma coincide absolutamente con el proceso de su auto-revelación, el modo en el que tal revelación se muestra y aparece (se «fenomenaliza» en la ipseidad viviente individual) constituye ya realmente la revelación de Dios mismo. La auto-donación de la vida en el ego trascendental únicamente es posible, pues, gracias a la previa donación a sí misma de la Vida absoluta. De ahí el hecho de que Dios «vea en lo secreto» y cuente con la facultad de poder escrutar los más remotos y ocultos pliegues del espíritu humano:
Si la auto-donación de la Vida absoluta es la auto-revelación de Dios mismo, entonces está implicada en la vida del yo trascendental que sólo se auto-revela en la auto-revelación de esa Vida absoluta –de Dios mismo–. Toda vida se cumple desde entonces «ante Dios». Dios es como un Ojo omni-vidente que ve lo que pasa en cada vida singular y ello, una vez más, porque la auto-revelación de ésta lleva en sí la auto-revelación de Dios (Henry, 2001: 202).
Actualmente, observa Henry, ya sólo las antiguas creencias religiosas, no la ciencia ni la filosofía, están en disposición de mostrar al hombre aquello que él mismo es: un Yo singular viviente.
La filosofía henryana de la religión se deja condensar en un reducido número de tesis fundamentales que contienen su contribución a fijar correctamente las coordenadas en las cuales es necesario incardinar el fenómeno de lo divino o, lo que es lo mismo, de la Vida absoluta invisible.22 Tales tesis serían las siguientes:
«Cercano, pero difícil de captar es el dios», poetiza Hölderlin. Tal vez la identidad postulada por Henry entre la auto-revelación de Dios y la revelación de la vida trascendental individual represente un paso decisivo a la hora de aproximarnos fenomenológicamente a aquello donde ya nos hallamos desde siempre. A lo que nos constituye en cuanto vivientes y que solamente perdemos de vista extraviando nuestra mirada en el espacio del mundo objetivo porque se encuentra demasiado próximo a nosotros como para ser contemplado con suficiente nitidez.
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