Las orillas del λόγος en la Grecia arcaica: poesía y filosofía

Riversides of λόγος in Archaic Greece: Poetry and Philosophy

Mauricio López Noriega

Universidad Iberoamericana, México

mauricio.lopez@ibero.mx

Recibido: 21/03/2017 • Aceptado: 31/08/2017

Resumen

La palabra es amor. Como en otras culturas, en la Grecia antigua, la primera forma de expresión de este amor fue la poesía. Semejante a las etapas de la vida humana, la épica sería la niñez y la lírica arcaica, la juventud; la palabra poética alcanzará una madurez brillante con el teatro en la época clásica. Simultáneo a la lírica, nace el segundo amor, la filosofía, cuya plenitud suele asociarse con Platón y Aristóteles. Dos formas de la palabra que funda, poesía y filosofía, nacieron de un mismo cauce: son las dos orillas del río del λόγος en la Grecia arcaica.

Palabras clave: amor; filosofía; Grecia Arcaica; lógos; poesía.

Abstract

The word is love. As in other cultures, the first form of expression of this love in Ancient Greece was Poetry. Similar to human life stages, epic may be compared to childhood; youth would constitute, then, the archaic lyric and the poetic word would have reached its brilliant maturity with drama, in the classic period. At the same time, a second love was born, Philosophy, one that reached its plenitude with Plato and Aristotle. Two forms of the word that establishes, Poetry and Philosophy, were born from the same riverbed: they both constitute the riversides of λόγος in Archaic Greece.

Key words: Archaic Greece; lógos; love; Philosophy; Poetry.

La palabra es un gran potentado que, con muy pequeño e imperceptible cuerpo, lleva a cabo obras divinas.

Gorgias, Encomio de Helena, 8

La palabra es amor. Decir es amar. Romper el silencio es buscar al otro, intentar alcanzarlo. Existen, sin duda, innumerables formas de hablar, modos múltiples de la palabra. Cuando la palabra es palabra de amor, ¿de qué palabra se trata? ¿Y de qué tipo de amor hablamos?

La primera palabra, el amor primero, según algunos testimonios de la Antigüedad, es el divino. Es creadora la palabra prístina, poiética, aquella que hace existir la realidad y configura al mundo, la creación primordial, al separar la materia de la informe masa primigenia. No es extraño, así, que numerosos mitos de creación testimonien los orígenes de la aventura humana mediante una palabra que in-forma al mundo y lo ordena al imprimir sobre las cosas su especificidad original, auténtica y llena de vida, saturada de poder. Los textos de diferentes culturas dan fe de lo anterior, por ejemplo, entre los egipcios,1 los indios,2 los mayas.3

En la tradición judeocristiana es bien conocido, en el inicio del Génesis, el fundante fiat lux:

En el principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo, y un viento de Dios aleteaba sobre las aguas. Dijo Dios: «Haya luz», y hubo luz. Vio Dios que la luz estaba bien, y apartó Dios la luz de la oscuridad; y llamó Dios a la luz «día», y a la oscuridad la llamó «noche». Y atardeció y amaneció: día primero (1, 1-5).

La narración continúa en la misma tesitura: Dios habla y nombra, ordena y, al hacerlo, crea el universo. San Juan comienza su Evangelio de forma categórica:

En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios. Al principio estaba junto a Dios. Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe. En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres (Jn 1, 1-4).

Muy breves ejemplos; intentan mostrar cómo, al inicio, en los principios, hubo palabra. No es imposible suponer que esta primera palabra divina surgiera por el amor al hombre; por ella, gracias a ella, el ser humano pudo existir, habitar y sentirse dentro del mundo. Pronto, el hombre comprendió que no sólo pertenecía a dicho mundo, sino que ocupaba un sitio privilegiado en él: “Sólo hay mundo donde hay habla (...) El habla no es un instrumento disponible, sino aquel acontecimiento que dispone la más alta posibilidad de ser hombre” (Heidegger, 1997, 133).

Es conocida la formulación: “de los animales, sólo el hombre tiene palabra” (Aristóteles, Política, 1253a 9-10). Esta condición única del hombre lo eleva sobre los demás seres, le permite el ingreso a una esfera cuasi-divina por su calidad de co-creador, característica extraordinaria cercana al «don», que es posesión y ejercicio del lenguaje articulado. El hombre, enseguida, se apropia de esta singularidad y busca generar ecos de la palabra constituyente, se apoya en ella y por ella se sabe respaldado. Se puede afirmar que, como animal que tiene palabra, alcanza a «descansar» en ella: proviene de la Autoridad y por consiguiente puede devenir autor porque confía plenamente en ella.4

Existen, sin duda, diferentes tipos de palabra; de ellos, dos comportan una dignidad única porque su decir se yergue sobre la mera enunciación para llegar más lejos, quizá para remontarse hasta la palabra más alta; estas dos formas, al levantarse por encima del lenguaje cotidiano, vulgar, utilitario, fundan de nuevo el mundo y buscan siempre hacerlo extensivo a los demás, participarlo. Cuando la palabra persigue llegar al otro en aras de mostrar la bondad, la verdad y la belleza de la realidad, esta palabra es palabra de amor. Y estas dos formas de hablar se llaman poesía y filosofía.5

Pero, “¿a qué amor menesteroso vienen a dar satisfacción [sc. poesía y filosofía]? ¿Y cuál de las dos necesidades es la más profunda, la nacida en zonas más hondas de la vida humana? ¿Cuál es la más imprescindible?” (Zambrano, 1998: 15).

La filósofa española plantea el tema como una dicotomía irresoluble; no por fuerza es así. Lo que intentaré mostrar es que el río del lógos tiene dos orillas; su cauce precisa de ambas: no son antagónicas, sino complementarias. Eduardo Nicol las llama «sublimes»:

Si [sc. el hombre] abre la boca y dice bla, el hombre imita a Dios. Actúa como imitador cuando es fabril, productor, o sea poeta. Platón dice que todos somos poetas, que vale decir obreros. Añado que necesita palabras, para producir cualquier cosa material. Las palabras también son producto del obrero. Cuando ellas son sublimes, es decir, cuando no están al servicio de la producción fabril, ellas son palabras de poesía o de filosofía (Nicol, 1990: 10).

Como en gran parte de las culturas y los pueblos antiguos, también en Grecia todo comenzó por la palabra poética y entre sus distintas variantes, con la poesía épica, cantos que narraban cómo fueron las cosas ab initio, in illo tempore. Ramón Xirau, citando a Vico, apunta que el napolitano,

de manera muy precisa –y también muy verdadera– hacía del lenguaje poético el inicio de toda civilización: cada civilización tiene que pasar por la edad poética de los dioses para alcanzar la edad también poética de los héroes y sucumbir en la era puramente racional de los hombres (1978: 14).

Así, los helenos no fueron la excepción; se puede decir, incluso, que Homero inaugura lo que entendemos como literatura, al menos en Occidente.

Para ilustrar cómo fue el tránsito del lenguaje poético al filosófico quizá valga la pena servirse de un símil, de una analogía que ilustrara estas distintas edades. Para ello, invito a pensar el desarrollo de la palabra en la Grecia arcaica imaginando que se trata de un ser humano que pasa por distintas etapas de la vida: niñez, adolescencia, primera juventud, edad madura. No resulta preciso hablar de vejez y muerte: de muchas maneras Grecia no ha muerto y no envejeció jamás. Mediante esta licencia, la niñez griega estaría representada por Homero.6

Para el niño, lo fundamental es estar a salvo, sentir que los padres son autoridad, protección, providencia; así, puede recibir las impresiones físicas, anímicas, espirituales que la realidad le presenta. Esta realidad está impregnada por una capacidad de sorpresa asombrosamente intensa, que se expresa mediante el juego, en el cual fantasía y realidad se entremezclan al ser una actividad no definida por fines exteriores; Romano Guardini señala que

tal vez pueda decirse que el niño vive en un corto espacio de tiempo la época mítica de la humanidad (...) en que las formas del mundo más fuertemente impresionan al hombre y tienen para él una plenitud de significado que excede con mucho la de la empiria directa (2000: 449).

Homero plasma la cosmovisión del hombre griego mediante un hablar poético que expresa la realidad de la existencia en forma de cantos, de narración rítmica; Homero no explica, cuenta, canta, juega inocente a las palabras con perfecta depuración: niño prodigio. Es posible vincular la afirmación que Heidegger consigna al referirse a una carta de Hölderlin en la que éste llama a la poesía «la más inocente de todas las ocupaciones». “¿Hasta dónde es «la más inocente»? La poesía se muestra en la forma modesta del juego. Sin trabas, inventa su mundo de imágenes y queda ensimismada en el reino de lo imaginario” (Heidegger, 1997: 128). Por otro lado, es posible que nunca haya existido una niñez más «acabada» y genial que la homérica: es comienzo y arquetipo, un acto de amor que alumbró a Grecia durante siglos, su luz llega hasta nosotros todavía.

Hesíodo simbolizaría la crisis hacia la adolescencia: el beocio no quiere ya sólo narraciones terribles o fantásticas, quiere anunciar la realidad del hombre arcaico; busca explicar el universo, su origen y jerarquía, los dioses, las fuerzas de la naturaleza. Le preocupa el diario trabajo humano, la existencia ordinaria del hombre común; cambia el estilo y el lenguaje, aunque el cauce siga siendo el hexámetro. Hesíodo ya no juega, es la primera seriedad, la palabra de amor se vuelve austera: “la envoltura que ofrecen los padres y el hogar se va relajando cada vez más. El encuentro cada vez más frecuente con cosas, personas y acontecimientos hace que el influjo del mundo exterior aumente, y obliga a una relación diferente con él” (Guardini, 2000: 451). Fränkel sostiene que el autor de Los trabajos y los días ejemplifica esta transición de forma nítida (1993: 103-105). A grandes rasgos, el primer siglo de la época arcaica, el VII, es la niñez iluminada de Homero y la transición a la individualidad adolescente de Hesíodo, quien invoca aún la autoridad de las Musas, aunque “el yo hesiódico no siempre sea un mero receptor de las melosas palabras de la Musa; en ciertos pasajes requiere de la función que implica el papel enunciador del narrador/hablante” (Calame, 1995: 74).

El río del lógos griego fluye ya con un caudal poderoso, lleno de dioses y héroes, cargado de mito y de fuerza de vida, de empuje ascendente; valga adelantar, no obstante, que esta palabra poética no es sólo bella e irracional: si bien lo fundamental estriba en un decir «inocente», creación que estalla en radiante plenitud, esta orilla no excluye a la razón de ninguna manera.7 No es tarea de la poesía «pensar» el mundo, y, sin embargo: “La poesía es instauración por la palabra y en la palabra. ¿Qué es lo que se instaura? Lo permanente. (...) La poesía es la instauración del ser con la palabra” (Heidegger, 1997: 137).

La lírica griega arcaica es la aurora del ser «yo» griego propiamente dicho; se abre al declinar el siglo VII y recorre casi ininterrumpidamente el VI. Es el paso de la adolescencia a la juventud; en palabras de Friedrich Schlegel:

En la más hermosa Edad de Oro de la lírica griega, la prosa y la elocuencia pública todavía estaban en la cuna. La música y un lenguaje poético rítmico y mítico eran el elemento natural para las efusiones de los bellos sentimientos masculinos y femeninos, y también el verdadero órgano de la alegría festiva popular y del entusiasmo público (1996: 136).

El joven ya no es sus padres, comienza a cobrar conciencia de sí en la búsqueda de un yo propio, de una identidad individual. Ha de conservar los valores que aún puede hacer suyos y romper con los paternos que no lo satisfagan; aunque el camino pueda resultar aún difuso, es dueño de una vitalidad arrolladora y de un poderoso impulso que tiende al infinito. Es

“el período en que aparecen (...) actos, a veces sorprendentes, de inteligencia, de invención, de talento artístico, de capacidad de liderazgo, de los que no hay seguridad de que vayan a tener continuidad” (Guardini, 2000: 460).

El joven no está completo todavía, falta experiencia, falta paciencia; incluso así, lo esencial es que se ha convertido en un «yo», un nuevo centro, y lo sabe.

La lírica no sólo repite los cantos antiguos, sino que produce nuevos hallazgos formales, modos desconocidos de establecer la concatenación y el ritmo de palabras hechas ideas, plasmadas en formas frescas que producen una musicalidad distinta a la que se genera en el ánimo del oyente con los hexámetros épicos.

No se desprecia el pasado, pero se privilegia la realidad presente, personal e inmediata, plena de una ignorada tonalidad de la luz. Un ejemplo sintético de todo esto lo ofrece el “fundador” Arquíloco :

No me importan los asuntos de Gyges rico en oro,
ni me apresó todavía la envidia, ni miro con celos
las obras de los dioses, ni busco la gran tiranía:
está muy lejos de mis ojos.

Y también:

¡Aquel arnés irreprochable! Alguno entre los sayos
mucho se alegra con mi escudo.
Sin querer, lo dejé
junto a una mata. ¿Qué me importa ese escudo?
¡Que se pierda!; mas yo me salvé.
Otro no inferior adquiriré de nuevo (West: frr. 19 y 5).

Hay que destacar también que, como un joven sano e inteligente, el lírico no se cierra en ese yo de forma solipsista, sino que lo proyecta a los demás, lo comunica en comunidad:

El objetivo del poeta lírico arcaico en Grecia no fue representar a su audiencia el desbordamiento espontáneo de poderosa emoción, recolectado en tranquilidad, sino proveer tanto de entretenimiento como de paradigmas de comportamiento personal, la norma y las formas de infracción, de excelencia, ἀρετή, y de insuficiencia (...) Su tarea fue, en resumen, la integración del individuo a la colectividad (Miller, 1994: 5-6).

Se establece una profunda diferencia entre géneros, entre épica y lírica. Un fragmento de Anacreonte lo muestra de forma clara (Gentili: fr. 56):

No es amigo el que, junto a la crátera llena bebiendo vino,
contiendas y guerra lacrimosa narra,
sino quien, de las Musas y de Afrodita los dones espléndidos
mezclando, rememora el gozo amable.

La conciencia individual en la lírica arcaica es el surgimiento de una forma primaria de subjetividad que comienza a germinar, sin estar todavía separada de la autoridad de los dioses,8 pero que brota ya con una historia adquirida; el matiz con el cual el «yo» principia por manifestarse como cierto reflejo de la sabiduría se transmite como una serie de ideas que están latentes en una cultura capaz ya de entenderlas y hacerlas suyas. Aunque existe todavía esta especie de «encomendamiento», en el sentido de ponerse bajo la tutela del dios, bajo la protección del imperio de lo sagrado, en la lírica el hombre sabe, quizá por vez primera, que es él mismo quien habrá de cargar con el peso de la palabra: la invocación no es sólo para dejarse «habitar» por el espíritu de la divinidad. Eric Gans subraya lo anterior:

la poesía lírica tan sólo puede parecer una extensión alegórica del ritual, una importación de la retórica de lo sagrado en el mundo profano (...) la lírica posee una conexión entre el hombre y los dioses con un potencial de resolución en reciprocidad. [Lo anterior] en el género lírico es por completo radical (1981: 34-35).

La profesora Calame coincide:

La desaparición gradual de la garantía divina, representada por la presencia de la musa, es menos dependiente de la adopción de la escritura que de las reglas de los géneros y del profundo proceso de cambio social que tomó lugar en la ciudad griega del período arcaico” (1995: 55).

Un aspecto relevante es que aparece el tema del amor, el tema del deseo, con fuerza de juventud, separado en este sentido ya del ethos comunitario. Nace la intimidad:

El deseo erótico es el tema privilegiado de la lírica entre todos porque la base orgánica que crea reviste una forma diferente en cada individuo. El deseo, como realidad cultural, es en primer lugar un fenómeno colectivo y des-individualizante, porque el objeto de deseo es siempre, de una forma u otra, designado colectivamente, aunque sólo el individuo es quien imagina y desea –lo que, precisamente, lo define como individuo–. El género lírico es, así, el lugar de nacimiento del Yo que mantiene su frágil identidad sólo al encontrar la siempre nueva forma de expresión que le hace falta (Gans, 1981: 35).9

Sin duda, Safo, la décima musa, puede ejemplificar con lucidez (Campbell: frr. 16 y 130):

Unos, que los jinetes o soldados;
otros, naves guerreras; yo en cambio
sobre la negra tierra, lo más bello:
alguien a quien amar.

Y de forma categórica:

Eros, de nuevo, el dislocante, me agita:
dulceamarga, incombatible serpiente.

Los poetas líricos conocían el papel que desarrollaban en su sociedad, su valor dentro de la dinámica de las nacientes ciudades; cuando componen Arquíloco, Safo, Anacreonte, Semónides o Píndaro, están conscientes de que el acto de representación es una operación que consiste en transformar el «texto» en mensaje del autor al público, no sólo como comunicación a nivel lingüístico, sino como transmisión de emociones, pensamientos y visiones del mundo.

El auditorio, a su vez, está suficientemente listo para comprender la pluralidad de códigos que incluyen las diferentes esferas: la atención requerida, los niveles éticos, las formas de la comunicación misma y los referentes culturales, políticos y estéticos. Resulta importante recordar que la poesía, precisamente, consigue reflejar, por medio de la experiencia personal de un solo individuo, la vivencia de una generalidad. Es su naturaleza, en ello radica su esencia específica.10

Por ello, hay que destacar que los líricos arcaicos procuraron decir lo que sentían y pensaban especialmente en función de su comunidad, fuera una mera emoción estética, un sentimiento pasional, fuera el inicio de una axiología. La conciencia, la autoconciencia del poeta lírico se configuró cumplidamente sólo mediante la genuina pertenencia a su sociedad y esta co-identidad le permitió una injerencia directa sobre el ethos común que modelará, de manera paulatina, la conciencia general del hombre griego rumbo al siglo áureo de Grecia.

El poeta, como hombre, se cumple básicamente por ser parte de la ciudad; sitio y raíz de solidaridad, la ciudad es ámbito de amor sensual y de la fraternal comunicación. (...) Dentro de la ciudad (...) el poeta pretende las alegrías del amor; disfruta del vino y la poesía como bienes comunitarios (Bonifaz N., 1988: 9).

En consonancia, estos versos de Solón (Edmonds, 4):

Mas destruir la gran ciudad, por su estulticia, los mismos
ciudadanos desean, creyendo en las riquezas;
no sólo la injusta mente de jefes de pueblo, a quien toca
sufrir muchos dolores por su soberbia grande.
Pues no saben frenar su arrogancia ni regir con mesura,
en calma, los presentes placeres del convite.

Es de lamentar que de la poesía lírica arcaica nos llegaron, desgraciadamente, sólo algunos hermosos reflejos.

El paso del siglo VI al V es un momento extraordinariamente importante; se comienzan a configurar, tal como pasarán a la historia, las ciudades griegas. Esto implicó un sinnúmero de hondos cambios. En cuanto a la poesía lírica, Marcel Detienne sostiene que “se reduce la misión del poeta a exaltar a los nobles, a alabar a los ricos propietarios”; forzando un poco las cosas, afirma incluso:

En el límite, el poeta no es más que un parásito, encargado de devolver su imagen a la élite que le sustenta: una imagen embellecida de su pasado. Sorprende el contraste con el carácter de todopoderoso que el poeta poseía en la sociedad griega desde la época micénica hasta el fin de la época arcaica (1981: 37-38).11

Es cierto, sin embargo, que el río seguía su curso y que el poeta lírico habría de desaparecer para dar paso a otra forma de hablar que comienza a surgir precisamente a finales del siglo VI:

Los poetas líricos griegos trataron desesperadamente de hacerse iguales a sus colegas épicos, y lo lograron. Pero la ingenuidad y espontaneidad de la poesía lírica perdió algo en el proceso. Al intentar sustituir las reivindicaciones de veracidad y conocimiento de los poetas épicos; al volverse sus poemas cada vez más del dominio público, dirigidos a la comunidad considerada un todo, de la cual se erigieron como una nueva clase de maestros, el Yo personal se desvaneció. Cuando todo está dicho y hecho, la historia del Yo en la lírica griega se vuelve un proceso de despersonalización (Slings, 1990: 28).

La nueva forma de la palabra supone, para continuar con la analogía, la llegada a la mayoría de edad del hombre griego; no es todavía propiamente la madurez, que se alcanzará de lleno en la época clásica, pero es ya un hombre que “se siente seguro del núcleo de su propio ser; que ha aprendido a tener consistencia en su propio yo y a responder de lo que hace. Una actitud que es al mismo tiempo libertad, responsabilidad y fidelidad. Es ahora cuando se desarrolla lo que se llama carácter” (Guardini, 2000: 471).

Nace la filosofía.

¿Qué ha sucedido para que el Λόγος, de significar palabra, exposición, pase a significar razón? Ha sucedido toda una historia, tanto de la lengua como de los hechos. (...) El pensamiento es ποίησις, creación sobre y a partir de lo que hay, y lo mismo el lenguaje generado por tal pensamiento (Alegre, 1988: 18-19).

A partir de la contemplación que algunos hombres comenzaron a realizar, primero sobre la naturaleza, el pensamiento fue modelándose paulatinamente, buscó una forma nueva, inédita, de vincularse con la realidad, con la existencia, y de describirlas y explicarlas. Surgen nuevas preguntas que las respuestas anteriores no alcanzaban a satisfacer. No hay que imaginar que la actividad de individuos aislados surgió de pronto para decir las cosas de manera distinta, sin tomar en cuenta todos los elementos que acontecían de forma simultánea; se puede pensar que

la transición de los mitos a la filosofía (...) se vincula más bien (y es su resultado) con un cambio político, social y religioso y no con un cambio puramente intelectual, realizado fuera de la cerrada sociedad tradicional (Kirk, 2008: 107).

Cambia el medio en el que el hombre vive y se desarrolla; las ciudades griegas han comenzado a formarse cada vez con mayor cohesión y participación; se busca una forma nueva de vivir en una sociedad que genera una serie de valores novedosos, se ordena mediante otros paradigmas, intenta establecer relaciones desde parámetros que sustituirán poco a poco a la organización de la sociedad arcaica. No se llegó de inmediato a lo que propiamente se denomina filosofía; un entreacto lo representaron los llamados Siete sabios y algunos escritos de contenido religioso con rasgos herméticos, que intentaron conquistar una nueva autonomía moral y dotar la vida de un sentido propio. Pero los pensadores que llegaron después de ellos compartirían un denominador común: querían «conocer»; este deseo se manifestó con fuerza en el imperativo de una nueva conciencia individual, en la convicción de la autonomía de la razón, en la indiferencia hacia la utilidad práctica y en el afán sistemático de transitar por un camino inexplorado; así, el contenido especulativo se vuelve más amplio, crece la amplitud de los fundamentos, se afina la pretensión de los conceptos y se rechaza lo meramente hipotético y vago. El nacimiento de las ciudades a finales del siglo VI da pie a nuevas reflexiones; el canal de comunicación que se inaugura se sirve de un formato nuevo para la palabra:

La filosofía es el paso del χάος al κόσμος. (...) Κόσμος es, prioritariamente, el orden de la πόλις y el orden de la cultura que esa πόλις genera. Desde el momento que la πόλις se logra, tal orden, que es humano, no divino, es perfectible. Tal κόσμος posibilita un λόγος no descriptivo narrativo, sino crítico-teórico. (...) La filosofía sería el lenguaje abstracto y omniaplicable, o aplicable a diversos campos, lenguaje surgido o potenciado por la realidad de la πόλις (Alegre, 1988: 44-45).

El filósofo, a diferencia del poeta, no se contenta con la experiencia del instante, del sentir, por más genuino que éste sea; el filósofo no se conforma con la realidad meramente dada, sino que busca explicarla, ser capaz de comprender su mundo, tanto el físico de la naturaleza mecánica, como el mundo del espíritu. A fines de la época arcaica, los primeros filósofos tuvieron la valentía de adentrarse en un ámbito desconocido, se sintieron capaces de pensar que era posible acceder al conocimiento pleno de la esencia del mundo. Tanto los filósofos jonios como los que fijaron su residencia en el sur de Italia aspiraron a decir el mundo de manera formal, correcta, precisa. En definitiva, buscaron una verdad diferente y para ello hubieron de valerse de un rigor de pensamiento y de lenguaje que no se conocía anteriormente. En definitiva, persiguieron el Ser.

El ejemplo más destacado, y uno que puede sintetizar la labor de los llamados filósofos presocráticos, desde mi humilde punto de vista, es Parménides:

La filosofía parmenídea es una filosofía del Ser (...) el filósofo que está pendiente del Ser trata de distinguir en el lenguaje lo estable de lo no-estable, lo permanente de lo que fluye, lo «verdadero» de lo «engañoso» (...) Toda la reflexión parmenídea sobre el lenguaje como instrumento de conocimiento de lo real se desarrolla en torno a un centro minúsculo, la palabrita griega ἐστί, el verbo «ser» (Detienne, 1981: 140-141).

Algunos versos del inicio del poema de Parménides lo ilustran con claridad (Fränkel: 1-5, 22-28):

Los caballos que me llevan, tan lejos como mi ánimo me empuja,
me conducían, llevándome por armoniosa senda,
al camino de la diosa que guía al sabio por todas las ciudades.
Por ese camino, era yo transportado por los discretos potros
que tiraban del carro, y las muchachas dirigían.
(...)
Amablemente me acogió la diosa, tomó mi mano
derecha entre las suyas y me dijo estas palabras:
«¡Oh joven, que en compañía de aurigas
inmortales a mi casa te han traído los caballos,
salud! No fue un destino desfavorable quien te hizo
tomar este camino (no transitado ciertamente por los hombres),
sino el derecho y la justicia».

Lo que resulta increíble es que Parménides aún se sirve del vaso poético para servir un vino nuevo, como también lo hará Empédocles; lo señaló Aristóteles: “nada común hay entre Homero y Empédocles, salvo la medida” (Política, 1447b 17-18). Otra característica común es que ambos invocan todavía a la diosa, a la Musa; es comprensible si pensamos que las dos orillas del λόγος nacieron hermanas y se fueron separando según los fines y necesidades de cada una. Pero lo que decían, aunque estuviera en verso era enteramente distinto y apuntaba a un blanco por completo diferente.

Lo que el filósofo busca captar, en último término, es la verdad, o la realidad, es decir, el ser. Con ello, la comprensión de la esencia del ser (la existencia) se convierte en el punto central de la filosofía (Kirk, 2008: 333).

Tanto el pluralismo de Empédocles como el monismo de Parménides buscan la verdad, lo que hacen es filosofía: versifican, sin duda, pero esto no es relevante. Quizá los motivos fueron funcionales, se insertan en una tradición:

Es una razón de prestigio. Lo que dicen Parménides y Empédocles es literalmente inaudito: algo nuevo, no sólo en filosofía, que apenas comienza, sino, por esto mismo, nuevo para el resto de los hombres. No hay un vocabulario consagrado, y es preciso apelar a todos los recursos de expresión para que resalte la importancia del mensaje (...) lo que se dice en verso adquiere una autoridad que no tendría el mismo mensaje en prosa (Nicol, 1990: 159).

Con el transcurrir de los años y con una confianza ascendente en el nuevo lenguaje, las orillas se fueron separando hasta formar de manera madura y sólida el fértil e inigualable cauce del río de la palabra griega.

Una orilla, la de la lírica poética, se perderá, pero abrirá paso a una forma de poesía tal vez más compleja, obra de equilibrada madurez, correspondiente a la abigarrada ciudad clásica: la tragedia. La otra orilla, la de la filosofía, crecerá armónicamente y se irá robusteciendo cada vez más, para convertirse en la herencia quizá más señera y característica del espíritu griego. No se volverían a juntar: una frente a otra permanecerán siempre, contemplándose en el amor común, en el impulso de un decir que ha permanecido a través del tiempo, en un intento de respuesta que ha intentado colmar el espíritu humano.

Poesía, filosofía. Poesía y conocimiento. ¿Por qué unir estos dos términos –poetizar, conocer?–. En esencia porque tanto la filosofía como la poesía son formas de un conocer más amplio (...) El filósofo; el poeta. Ambos se preocupan por las grandes interrogaciones de esta vida –acaso de la otra vida–” (Xirau, 1978: 16, 26).

La palabra es amor; amar es decir. En la Grecia arcaica nacieron dos formas de este amor: poesía y filosofía, palabra que se ofrece al prójimo, donación; y esta donación se realiza por amor: sólo así son libres, gratuitas, auténticas. Dos orillas hermanas:

El poeta necesita realizar su fin en los demás, en los receptores de su don. Lo mismo ocurre en la filosofía: su libertad estriba en la necesidad de dar razón. (...) También el dar razón es una obra de amor. Por el amor existe comunidad de ser entre filosofía y poesía. (...) El amor es la razón suficiente del ser de la poesía. (...) Filosofía es razón. La razón de esta razón es también razón de amor. (...) Hay reciprocidad definitoria. De un lado, de la frontera común que marca el ser y el no ser de cada una, se encuentra el amor de la palabra bella; del otro lado, el amor de la palabra verdadera (Nicol, 1990: 122-127).

Referencias bibliográficas

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  1. Según la teología menfita del antiguo Egipto, el relato de la creación quedó inscrito en la piedra Shabaka (Museo Británico, EA 498); en ella, Ptah aparece como dios supremo; él da origen a las cosas al ordenar a la lengua que las nombre, creando por medio de la palabra. Ptah crea a Atum, a los nueve dioses de la enéada heliopolitana, a la tierra, los animales y el hombre. Por ello, se dice que Ptah es quien creó todo y dio la existencia a los dioses. Su poder es superior al de cualquier otro dios (Bodine, 2009: 16-20). ↩︎
  2. Según el Mandukya Upanishad, el Om es el sonido primordial, del cual deriva el universo entero; es el sonido de lo absoluto, del todo y de la nada, de lo que fue, de lo que es y de lo que será. Incluso, de lo que está aún más allá del tiempo. Es Atmán en su manifestación verbal, vibración de la energía primaria, símbolo sonoro, Om. Sonido es vibración; vibración, energía y creación (Olivelle, 1998: 288-289). ↩︎
  3. Cuenta el Popol Vuh que, cuando se acabó la formación de las esquinas del cielo entero, todo ”estaba en suspenso, en silencio, todo en calma; no había nada“. Entonces vino [Uk’ux Kaj], pues, “aquí su palabra / llegó con Tepew / Q’ukumatz, y hablaron entre sí, meditaron, juntaron sus palabras: entonces se aclaró / entonces lo pensaron entre sí, bajo esta claridad / entonces se aclaró lo que iba a ser el hombre (...) «¡Entonces que nazca el hombre formado / el hombre creado!» Dijeron, pues. / Entonces, pues, se formó la tierra gracias a ellos / solamente su palabra fue su nacimiento / para que naciera la tierra. «¡Tierra!» Dijeron. / Al instante nació… Así nació el resto de lo creado” (Popol Vuh: folios 1R., 1V. y 2R.). ↩︎
  4. En distintas épocas es posible percibir un movimiento de confianza/desconfianza con respecto a la palabra. En cuanto al período de la Grecia arcaica en particular, Hermann Fränkel señala que hubo un hiato entre las primeras décadas del siglo VI [todas las fechas son antes de Cristo] y el año 530: “La poesía misma había contribuido a su propia desaparición. Desde hacía tiempo, se había dirigido a la vida personal del poeta y a su mundo inmediato (...) esta orientación condujo una devaluación de la literatura y a la dependencia inmediata de la vida (...) Las necesidades propias de las épocas duras conducen a una desconfianza en las meras palabras, y, en consecuencia, a una actitud inamistosa con la literatura” (1993: 232). Hoy resulta quizá más evidente: “uno de los rasgos más característicos de nuestra época es la desconfianza frente a la palabra. Y es preciso reconocer que esa desconfianza aparece como justificada. El mundo moderno ha abusado de tal manera de la palabra, que ésta ya no suscita confianza. A fuerza de haber sido engañados, los hombres de hoy se han hecho recelosos” (Danièlou, 1965: 22). ↩︎
  5. Sin duda existe otra forma del amor a la palabra, que no por ser menos «decir» es menos amor: la filología. En este sentido, recomiendo Tapia Zúñiga, 1995: 19-40 y 2001: 256-283. ↩︎
  6. Sigo la cronología tradicional, en la cual Homero precede a Hesíodo; sin embargo, no es desconocido que tal vez hayan sido contemporáneos. Más todavía, podría resultar que Hesíodo antecediera a Homero e inclusive que la largamente estudiada cuestión homérica sufriera un ajuste importante: según recientes investigaciones arqueológicas, topográficas e históricas, el padre de la poesía quizá hubiera habitado en la región de Cilicia, en la península de Anatolia, hijo de madre griega y padre mesopotamio, un escriba al servicio de los asirios que de forma individual y directamente hubiera escrito en tablillas de arcilla o papiros la Ilíada y la Odisea, hacia el año 660; tal vez la guerra de Troya haya acontecido en Karatepe, Turquía, cerca de Siria, y no en la Hisarlik de Schliemann (Schrott, 2008; Tapia Zúñiga, 2015: 97-115). ↩︎
  7. “La concepción homérica de Odiseo es la de un hombre capaz de filosofar en la mayor parte de sus vías al menos, es un hombre que no se distingue tanto por la ‘astucia’ como por su capacidad de analizar circunstancias complejas con el resultado de elecciones racionales. (...) Hesíodo empleó un género útil de racionalidad cuando clasificó y sintetizó cuentos procedentes de diferentes regiones y con énfasis diferentes. Hizo incluso mucho más que eso (...) una comprensiva visión del mundo (su organización y principio de operación, así como la participación del hombre en las mismas), que deja de ser filosófica sólo porque se expresa en el lenguaje simbólico de los mitos” (Kirk, 2008: 106-107). ↩︎
  8. Para Marcel Detienne, el poeta lírico es un «maestro de Verdad»; sin él, el guerrero, el atleta que triunfa, el rey, nada son, porque el hombre olvida. “Serán los maestros de la Alabanza, los sirvientes de las Musas, los que decidirán el valor de un guerrero, ellos son los que concederán o negarán la «Memoria». (...) Por la potencia de su palabra, el poeta hace de un simple mortal ‘el igual a un rey’; le confiere el Ser, la Realidad (...) El poeta es capaz de ver la Alétheia, es un «maestro de Verdad»” (1981: 31-35). ↩︎
  9. Señala Bruno Gentili que el hombre debe ser concebido como un campo abierto de fuerzas, no como una entidad compacta y cerrada: “en la lírica arcaica (...) se trata de una postura mental o, como se le ha definido, de una psicología de la performance poética que mira a hacer público lo personal y subjetivo para hacerlo inmediatamente perceptible e instituir así una relación de emocionalidad con el auditorio” (1996: 91). ↩︎
  10. Johannes Pfeiffer lo expresa con lucidez: “En la medida en que al leer vibramos con esa esencia humana iluminada y poetizada, vivimos la verdad; en la medida en que vibramos con ella única y exclusivamente a través de la sentida percepción de la forma verbal, vivimos la concordancia entre verdad y belleza. (...) Tal es la virtud de la poesía: revelar el ser de la Existencia no como algo pensado en general, sino como algo que se ha vivido una única vez; no como una cosa en la que se medita abstractamente, sino como ser concretamente contemplado. Y esto es lo que nos da la poesía: iluminación del ser y poetización imaginativa del ser en el seno del lenguaje plasmador” (2001: 105, 116-117). ↩︎
  11. No ofrece ejemplos de «parásitos», y hace bien porque casi podría entenderse, cuando habla de Píndaro y Baquílides, que a ellos se refiere, lo cual sería un enorme error. Píndaro, por ejemplo, era absolutamente consciente de su papel como cantor de triunfos, pero bien sabía que en el futuro sería su nombre el que habría de permanecer, no el de atletas y gobernantes, como en efecto sucedió. Lo mismo arroja una lectura atenta de Anacreonte quien, si bien estuvo al servicio de los tiranos, encontró la forma de sostener una serie de valores no subordinados al poder (López Noriega, 2008: 49-68). ↩︎