Los seres humanos habitamos
El título de este artículo, «habitar la ciudad», sería una tautología o una verdad
obvia si no fuera porque no siempre las ciudades son esos lugares donde los seres
humanos cumplen su necesidad esencial de ser habitantes del mundo. No siempre se logra
la que debería ser una vocación natural a ella, a saber: que sus moradores cuenten
con espacios adecuados que les permitan promover relaciones que sean habitables.
Una vivencia que nos haga comprender que no siempre van de la mano «el habitar» y
«los espacios de la ciudad» es la que tenemos cuando viajamos y visitamos distintos
lugares, dentro o fuera del país. En nuestros recorridos, procuramos encontramos en
sitios donde por alguna particular razón nos sentimos bien. Visitamos ciudades que
tienen algo que, de primera impresión, nos hacen sentir especialmente alegres y a
gusto. Experimentamos cierta afinidad o simpatía por su gente, sus calles, el ambiente
que se genera y tenemos la impresión de ser bienvenidos e invitados a caminarla, conocerla,
admirarla. Estas ciudades nos provocan un deseo de permanecer, de dilatar nuestra
estancia y postergar nuestra partida. Hay otras ciudades, en cambio, cuyos espacios
nos resultan distantes, fríos, ajenos, sitios que, aunque son iguales a otros que
hemos visto y visitado, físicamente, no nos atraen ni nos hacen sentir bien, sino
por el contrario nos invitan a no permanecer por mucho tiempo ahí. Tenemos la impresión
de ser ajenos y extraños a tales sitios, lo cual nos hace comprender que ocupar un
espacio físico per se, no garantiza la experiencia de habitarlo.
Inclusive, la misma ciudad en la que cada uno de nosotros vive tiene espacios y rincones
a los que recurrentemente nos acercamos y en los que nos gusta permanecer un tiempo
porque tienen algo que nos da vitalidad, nos ubica en un lugar y, en cambio, hay otros
espacios que evitamos porque nos hacen sentir o bien indiferentes porque no despiertan
nuestro interés o, quizás, incluso incómodos o inseguros. Así, no todo espacio físico
nos resulta habitable. El mero estar en una ciudad, u ocupar un espacio territorial,
no necesariamente se identifica con el habitar. De aquí que sea importante reflexionar
sobre cómo se debe «habitar la ciudad».
Para esclarecer el sentido del habitar, se pueden recordar algunas de las ideas a
que alude Heidegger en su afamada conferencia Bauen, Wohnen, Denken.1 Ahí, el filósofo de la Selva Negra distinguió la «vivienda» del «habitar». Afirma
que no todas las construcciones cumplen con la función de ser «moradas» (Heidegger, 1994: 127). Si bien, hoy día distinguimos el «habitar» y el «construir», hubo un tiempo en
que ambas realidades estaban más implicadas; incluso se asocian verbos como buri, büren -que significaban «habitar»-, con el verbo «construir»: Bauen, buan, bhu, beo. Ambos los identifica Heidegger con el verbo bin; es decir: el verbo ser. Así, según el pensador alemán, al decir «yo habito» solía decirse lo mismo que «yo
construyo», pues viene de la misma raíz, a saber: «yo soy».
Heidegger, por ello, afirma que «somos en el habitar» y que todo hombre es en la medida en que habita. De manera muy interesante, Heidegger expande la concepción
tradicional que tenemos del habitar como el vivir dentro de una casa, y afirma que
habitamos en nuestro quehacer cotidiano, en nuestra forma de trabajar, al hacer negocios,
estudiar, viajar, comer o caminar. En todos estos casos, estamos ya habitando, según
esto, porque ser y habitar se identifican. Un segundo sentido del habitar lo encuentra
el filósofo de la Selva Negra al encontrar la etimología del verbo Wohnen (habitar) en el verbo, wunian, que significa estar en paz, satisfecho, libre, de donde el segundo sentido de habitar
implica estar bajo el cuidado. Así, habitar es nuestro modo de ser hombres, en paz,
bajo cobijo y cuidado.
El verbo «cuidar», a su vez, tiene un sentido muy importante en el pensamiento heideggeriano
pues, para él, cuidar significa dejar algo en su esencia. Por eso asocia el rasgo
fundamental del habitar con el cuidar o mirar para y afirma que habitar es un “residir cerca de las cosas” (Heidegger, 1994: 131), es un cuidado -dice- por el cielo, la tierra, los dioses y los mortales y afirma
que habitar es guardar, en verdad, a la cuaternidad en las cosas, en tanto que este
guardar es un construir. El cuidar pone bajo cobijo; el cuidado, permite apreciar
las cosas en su esencia. Cuidar es construir y habitar: “El habitar -dice Heidegger-,
es el rasgo fundamental del ser según el cual son los mortales” (Heidegger, 1994: 141). Por eso, Heidegger piensa que esta reflexión sobre el habitar puede arrojar luz
sobre el hecho de que el construir pertenece al habitar y es el modo en que recibe
de él su esencia.
Habitar se da, por ejemplo, desde el acto de cuidar y preservar una amistad y sacar
a la luz la cordialidad de las personas. Una ciudad es habitable cuando en ella se
cuida de la persona en cada una de las etapas de su vida -en su infancia, su juventud,
su vida adulta y su vejez-, pues habitar es vivir bajo el cuidado, en nuestro ser
temporal y en nuestra vida. Este es el punto de partida y la meta para hacer habitable
una ciudad. Poder responderse a preguntas como las siguientes: ¿Cómo es preciso habitar
para hacer relucir la esencia del cuidado frente a un enfermo? ¿Cómo construir como
comunidad y cómo construirnos para sacar a la luz el amor en su esencia? Pensemos
en la esencia y cuidado del comer, del compartir la comida, el agradecer, ¿cómo es
que habitamos estas realidades?
La ciudad contemporánea deja mucho qué desear sobre el tema del cuidado. Se abandona
a la persona y se privilegia un éxito material, en aras de una seguridad económica
que deja en la inseguridad a la persona, lo mismo que su entorno natural. Quien habita,
cuida, preserva la esencia, devela el sentido del ser de las cosas y vive el «amparo»,
el «arraigo» y el «encuentro», como formas de este cuidado. Quien habita, siente el
amparo, la seguridad de no sufrir daño, de preservar y mantener su esencia y destino,
de poder transitar, no únicamente de un lado a otro, sino de transitar en la vida.
Una ciudad donde hay justicia, seguridad económica, posibilidad de relaciones humanas
e incluso relaciones con la divinidad, nos hace sentir amparados. Una ciudad en donde,
debido a nuestras enfermedades, capacidades diferentes, a nuestra vejez, no nos sentimos
amparados, es una ciudad donde no habitamos de forma plena.
Lo mismo sucede con el arraigo como una forma de sentirnos pertenecientes a un lugar,
a una comunidad y a su historia, arraigo que se da en el lenguaje, por ejemplo, en
la religiosidad y en las costumbres. El arraigo permite identificarnos con lo otro
y asumirlo como propio. Consiste en poder encontrar lo íntimo en las cosas. Sentimos
arraigo por una tradición o por símbolos que identifican nuestra vida, a nuestros
antepasados y nuestra historia. De aquí que resulte dura la realidad del extranjero,
del migrante, del excluido, que no encuentra en las ciudades una forma de arraigo
y, por lo mismo, no logra llevar el habitar a su esencia.
El encuentro es una forma de habitar porque en el encuentro sale a la luz la esencia
de las cosas. No sólo consiste en entrar en diálogo con ellas, sino en la comunión.
Las culturas que no se han dejado arrastrar por la ciudad industrial mantienen todavía
espacios que favorecen el encuentro entre personas y la comunión con la vegetación,
los ríos y los animales; en cambio, en muchas de las ciudades actuales, lo que parece
ocurrir es un deliberado evitar el encuentro, aislar a las personas y evitar el contacto
y encuentro entre ellas, sea mediante calles, bordos, automóviles o simplemente por
el horario de trabajo que viven día a día y que les impide tener tiempo para comunicarse
y encontrarse. Muchas de las ciudades contemporáneas son ciudades que también nos
aíslan de la naturaleza y esconden sus ríos mediante tuberías. O talan los árboles
y se aíslan del ambiente mediante la instalación de un clima artificial porque la
ciudad no garantiza un aire limpio o porque los espacios no están diseñados para tener
una buena circulación de aire.
Los párrafos anteriores nos permiten comprender que habitar es más que ocupar un espacio.
Se habita cuando se funda una morada, se establece una relación con nuestro propio
ser y se entra en relación con los otros. Por eso es fácil pensar que se habita cuando
se funda un ethos, algo que sucede sólo desde el amor o eros: habitar es un acto de amor que expresa nuestro ethos, como propone Alberto Pérez-Gómez, quien intenta reestablecer la relación entre poética
y ética en la Arquitectura en su obra Lo bello y lo justo en la Arquitectura o, como
dice en sus propias palabras:
interpretar la relación entre amor y arquitectura para localizar puntos de contacto
entre poética y ética: entre la vocación del arquitecto por la belleza, que busca
engendrar un mundo más hermoso y el imperativo ético que tiene la Arquitectura de
proveer un lugar siempre mejor para la sociedad (Pérez Gómez, 2014: 19).
Desde este sentido, podemos ampliar más nuestra noción del habitar y hablar ahora
del sentido de la Arquitectura como una forma privilegiada de encarnar y llevar a
una realidad espacial, material, los deseos espirituales del ser humano, tal como
dice el citado Pérez-Gómez:
La auténtica arquitectura responde al deseo de habitar un lugar elocuente, capaz de
proporcionar un sentido de orden que responda a nuestros sueños y dé razón de nuestro
ser mortal en función de nuestra capacidad de pensar lo eterno; es una contribución
del arquitecto a la sociedad que al enmarcar y hacer posible el habitar revela, asimismo,
como significativas las acciones humanas a través de emociones apropiadas, exponiendo
los límites de la condición humana mientras propicia nuestra identificación emocional
con el mundo cultural y natural que da lugar a nuestra conciencia: el enigma fundamental
que da sentido a nuestra existencia (Pérez-Gómez, 2014: 19).
Según este punto de vista, se podría ver la ciudad como la forma de expresar el deseo
e interés por el bien propio y el de los demás, el cuidado por nosotros mismos, por
los demás y por las cosas que nos rodean y que constituyen nuestras relaciones socio-políticas,
económicas, que se reflejan en formas arquitectónicas y urbanas. Así, siguiendo esta
línea del cuidado y el amor, podría comprenderse nuestra idea de derecho en la ciudad.
¿Qué es justo? ¿Qué debe hacerse? ¿Hay que plantearse las cercanías y lejanías de
nuestro entorno arquitectónico, como esta forma de hacer ciudad, algo que trasciende
la idea de espacio y tiempo de la física y matemática, no porque la Arquitectura prescinda
de ellas, sino porque la matemática y física son sólo los medios de los que se sirve
el arquitecto y que le permiten suscitar vivencias espaciales que no pueden ser reducidas
a los lenguajes cuantificables. Este es uno de los principios fundamentales a los
que ha llegado la fenomenología del espacio en la Arquitectura.
El espacio en la arquitectura
Al día de hoy, se cuenta con una serie abundante de reflexiones sobre la diferencia
entre el espacio físico y el espacio vivido. Así, se pueden mencionar las aportaciones
en filosofía de autores como Heidegger, Merlau-Ponty y Alfonso López Quintás, quienes,
desde la hermenéutica y la fenomenología, han contribuido a comprender de una manera
más profunda la esencia del habitar, lo mismo que dentro de la reflexión arquitectónica
se puede destacar la obra de Edward T. Hall, Juhani Pallasmaa y Jahn Gehl, entre muchos
otros. Nos dejan ver que, mientras la física mecánica ve el espacio como algo neutro,
rígido y frío, la fenomenología y la hermenéutica lo ven como algo cargado de valor,
dinámico y que genera una calidez en las relaciones humanas.
Los autores citados han puesto de manifiesto que, si bien todos los seres humanos
percibimos el espacio y éste nos estimula a responder con ciertas conductas, el habitar
se da en tanto vivimos el espacio de forma libre y creativa, lo cual implica por un
lado que no «ocupamos» el espacio como si éste fuera un receptáculo donde colocar
las cosas, sino que «hacemos» el espacio, pues, en el ejercicio diario de habitarlo.
Lo «conquistamos» y «fundamos» de acuerdo con nuestros intereses y vivencias que nos
lleva a darle distintas jerarquías y marcar las pautas de lo que queremos mantener
cerca y lejos, según nuestras intenciones y de las vivencias que establecemos con
otras personas y objetos con quienes convivimos, como sucede, por ejemplo, con quien
llega a vivir a una nueva ciudad y, existencialmente, se ubica y se orienta con respecto
a su nuevo lugar de trabajo, los comedores y tiendas cercanos, el lugar de oración
o meditación al que asistirá, los lugares que le parecen más seguros, etcétera.
Este «ubicarse con respecto a» es lo que muestra que no ocupamos el espacio, sino
que lo vivimos de forma libre y creativa de acuerdo con los acentos que le damos.
Quien habita no trata con «cosas» en el espacio, sino que hace «lugares» -también
llamados «sitios»-, que marcan una jerarquía y que subordinan un espacio respecto
a otro como, por ejemplo, cuando se erige una universidad. Ésta se vuelve un hito
arquitectónico, en torno al cual se podrán hacer nuevos sitios como cafeterías, papelerías,
comedores, librerías, y en ellos, todo tipo de actividades que están en relación con
este sitio principal que es el que abre espacio a una «plaza», dice Heidegger (1994: 135); por otro lado, el habitar de forma libre y creativa implica que lo seres humanos
convivimos de diferente manera, según los signos y símbolos con que «leemos» y «vivimos»
nuestro llamado «espacio vital», lo cual se vive de forma tanto personal como cultural.
Por ejemplo, cuando, en un país, el contacto físico es muestra de amistad y en otro
es signo de abuso a la integridad del otro. O mirar al otro a los ojos: es, en algunas
culturas, signo de atención y en otras lo es de desafío, etcétera.
Así, nuestra forma de expresión corporal habla de nuestra forma de habitar según las
culturas y regiones. Lo encontramos cuando vemos la diversidad de formas en que se
expresa en la arquitectura el derecho a la propiedad privada, que aunque es un derecho
en distintos países, la forma de delimitar una propiedad, sin embargo, es diferente
según el país en que nos encontremos, de acuerdo con la forma de expresar esta privacidad:
así, hay países que mediante un anuncio, o una línea mantiene distante a la gente,
mientras que en otros casos es necesario erigir bardas, pues ambos son códigos culturales.
De la misma manera, la amistad, la inclusión o la sociabilidad se expresan de diferente
manera según las culturas. Así, por ejemplo, la germana se expresa eminentemente mediante
el contacto visual; en los países latinos, el contacto es más bien físico; en las
culturas árabes, también se trata de una proximidad olfativa.
Nuestra ubicación de cosas en el espacio y nuestro lenguaje corporal marcan proximidad,
distancia, intimidad, publicidad, importancia, nulidad. Manifiestan lo prohibido y
lo permisible. Es decir, hablan de lo que interesa a la conciencia y la forma como
ésta vive. De tal manera, se puede concluir que las ciudades y sus espacios (públicos
o privados) responden a la vivencia de los espacios por parte de sus ciudadanos. Nuestra
edificación de ciudades, más importante aún, devela la forma en la que, intencionalmente,
la conciencia de las personas se manifiesta a los demás en el mundo.
Por eso la arquitectura es un campo fértil para la reflexión filosófica y, en este
sentido, la filosofía puede contribuir mucho a la reflexión del urbanismo y la filosofía
y, quizás, dentro de ésta, la fenomenología y la hermenéutica tienen mucho que aportar
en este terreno. Sobre todo, en los aspectos de cómo interpretar el uso de los espacios,
o cómo organizar espacialmente la vida de los habitantes. Por eso se afirmaba, líneas
arriba, que las ciudades no sólo aportan subsistencia material, sino que deberían
estar orientadas a generar un sentido de vida en sus habitantes, puntos donde la filosofía,
la teología y la psicología tienen mucho que aportar en la reflexión del urbanismo.
Lo anterior deja ver, también, que la vivencia de los espacios ciudadanos a los que
hemos hecho mención, son también el resultado de nuestras decisiones políticas, sociales
y culturales como comunidad; que han determinado los límites y permisos a los que
tenemos derecho los ciudadanos. Hablan de las relaciones interpersonales que constituyen
la vida política y que se ponen de manifiesto en formas arquitectónicas que expresan
para una comunidad lo público y lo privado, lo permitido y lo prohibido, razón por
la cual la ciudad y el uso de sus espacios son un reflejo más real de la vida de la
«polis» y del amor que nos tenemos como habitantes. Mucho más, acaso, que lo que podrían
decir el derecho y la legislación política de una ciudad. Una expresa cómo vivimos
de facto el derecho a la ciudad; la otra, cómo deberíamos vivirlo.
Piénsese tan sólo que la vida en las plazas y calles de varias ciudades europeas es
resultado y reflejo de la madurez política a la que ha llegado la convivencia de esa
sociedad, que permite a los peatones salir a las calles con seguridad, emplear un
transporte público de calidad, vivir fuera con la tranquilidad del acceso la seguridad
social. No basta con diseñar espacios para garantizar una vida pública; si no hubiera
armonía entre la madurez de una ciudadanía y su legislación para garantizar la sana
convivencia entre sus habitantes. De ahí, la importancia de recordar la frase heideggeriana
“el habitar precede al construir”. Por esto vale la pena insistir que la ciudad nos
habla de la vida y madurez política, como afirma Pallasmaa: “El espacio propio expresa
la personalidad al mundo exterior, pero, no menos importante, ese espacio personal
refuerza la imagen que el habitante tiene de sí mismo y materializa su orden del mundo”
(Pallasmaa, Habitar: 22).
En la ciudad se expresan cosmovisiones que se plasman en estilos arquitectónicos,
disposiciones jurídicas y políticas que delimitan dónde se colocan las cosas y por
qué. Hace referencia a la forma en que habitamos, a cómo nos organizamos y queremos
vivir. Por eso, las ciudades hablan. Hablan de nuestra forma de entendernos, de nuestra
forma de socializar y expresar nuestros deseos y de la forma de vivir con los demás:
de convivir. La ciudad es el macrocosmos de nuestra propia vida interior y es esta
forma de habitar la que determina distintas formas de construir, como afirma Heidegger:
“Construir no es solo medio y camino para el habitar. El construir es, en sí mismo,
ya el habitar” (Heidegger, 1994: 128). Esta forma de expresarse no es unívoca y clara como podría pensarse. Hacer ciudad
implica una forma de marcar simbólicamente los espacios, la forma de vernos, de escucharnos,
de acercarnos los unos a los otros. Es diferente según culturas y regiones. La ciudad
es nuestra conciencia hecha espacio. Es una de las mejores formas de ver cómo nos
entendemos y cómo somos, cómo entendemos la comunidad, la protección, la hospitalidad,
la diversión, la ayuda. Así, pues, la ciudad no solo es un lugar donde nos reunimos
para hacer cosas, sino que en ella queda expresa la forma o manera como la hacemos:
“las auténticas construcciones marcan el habitar llevándolo a su esencia y dan casa
a esta esencia” (Heidegger, 1994, p.140), y cuando no sucede esto, tenemos que repensar el habitar pues, quizás, aprendiendo
a habitar podamos hacer ciudadanía.
Habitar como forma de hacer ciudad y ciudadanía
Con lo expuesto anteriormente, se puede esbozar una idea de cómo habitar la ciudad.
En muchas de las ciudades actuales no se puede hablar de que habitamos una ciudad.
Más bien, la ciudad nos contiene como si fuera un recipiente donde se colocaran personas
y servicios. Habitar la ciudad ocure cuando vivimos el espacio de forma libre y creativa,
como se expresó líneas más arriba. Se da cuando manifestamos nuestro ethos como una forma de amor, cuidado y respeto, que desvele las cosas en su esencia y
propicie vivir los espacios bajo la experiencia del cuidado, del amparo, el arraigo
y el encuentro entre los habitantes.
Habitar no es «alojarse». No es un asunto de buenas distribuciones de espacios, ni
facilitar la vida práctica. No es edificar departamentos con precios asequibles, buena
ventilación y asoleamientos, ni pensar de esta manera la vivienda supone una comprensión
del habitar. Se habita cuando estamos vinculados a los seres que están a nuestro alrededor.
Habitar, por eso, debería considerarse, de acuerdo con lo que aquí se ha expuesto,
como una forma de ejercer el deseo caritativo de hacer política. Nuestra idea de justicia,
de organizar la economía y nuestras formas laborales, pues, se pueden conjuntar en
“una arquitectura capaz de seducir, enmarcado en forma apropiada el deseo de la colectividad
a través de posiciones éticas y políticas, es quizás la opción más prometedora para
una práctica que busque asumir sus responsabilidades fundamentales” (Pérez-Gómez, 2014: 21-22). De la misma manera, habitar la ciudad implica el derecho a vivirla; esto es, a
recorrerla, a pasear y caminar, algo que recientemente ha manifestado Henri Lefevre
y que semeja a lo que apunta Heidegger. Así, la conclusión es clara “sólo si somos
capaces de habitar podemos construir” (Heidegger, 1994: 141 y ss.).
En este sentido se podría afirmar que la ciudad se construye y transforma de forma
orgánica y positivamente en la medida que la habitamos porque la ciudad se configura
cuando se ejerce activamente la ciudadanía en el ejercicio cotidiano de habitar, cuidar
y respetar lo que hace la ciudad, sean las personas o el entorno natural, pues el
cuidado que tomamos por las cosas y las personas deviene poco a poco un lugar en la
ciudad y un sentido de vida que se construye a través de la comunidad, del diálogo,
de la riqueza del encuentro: “Habitar es residir cerca de las cosas” (Heidegger, 1994: 133) y la cercanía que generamos a través del paseo, del ejercicio, de la diversión,
del conversar, del respetar la forma y lugar del trabajo, etc., generará una fisonomía
de la ciudad, siempre y cuando se tome verdadera consciencia en la ciudad de la esencia
del habitar. De la misma manera la falta de cuidado y cercanía que se tiene a la ancianidad,
a los pobres y enfermos, a la gente con alguna discapacidad lo mismo que al preso,
los excluye de la ciudad al punto de hacerlos casi inexistentes, pues los vuelve seres
«inhabitantes» de la ciudad.
Se habita, también cuando se cuida la ciudad y la historia que ella contiene, se procura
preservar el patrimonio, pues él nos muestra no sólo la historia de una comunidad,
sino la forma como se construyó y se mantuvo relación con la naturaleza para lograr
hacer uso de la temperatura, el agua, la forma de guarecerse. Habitar es saber leer
los símbolos con que se ha erigido una comunidad, por esto es importante conocer de
la historia y de los monumentos de la ciudad, pero también de su patrimonio intangible,
de sus tradiciones, pues es una forma como se expresa el amor en comunidad, pero nuevamente
la concepción moderna de la ciudad, lleva a la crisis la vida de sus habitantes:
la función imaginativa y social de las ciudades está amenazada por la tiranía de la
mala arquitectura, la planificación desalmada y la indiferencia ante la unidad básica
del lenguaje urbano, la calle, y la «ruissellment de paroles» (corriente de palabras), las infinitas historias que la animan. Mantener vivas la
calle y la ciudad depende de entender sus gramáticas y generar nuevas articulaciones
donde estas proliferen (Solnit, 2015: 324).
Se habita cuando se tiene cercanía entre las personas y la historia de las comunidades,
pero también se habita cuando hay cercanía con la naturaleza. Las comunidades que
saben habitar la ciudad conforman sus ciudades cuidando y manteniendo cerca la naturaleza,
y no mantienen una violencia hacia ellas, por el contrario, saben aprovechar la orografía,
sean montañas o valles, o estepas, lo mismo que si se habita en terrenos boscosos
o tropicales, o en la costa del mar o a orillas del río o laguna. Se habita cuando
se hace de la temperatura una experiencia de vida desde los climas secos o húmedos,
hasta los fríos, calurosos o templados, quien habita sabe que se vive con la naturaleza
y es necesario cuidar del entorno y aprender a vivir con él, así cuando Heidegger
dice: “El puente deja a la corriente su curso y al mismo tiempo garantiza a los mortales
su camino, para que vayan de un país a otro” (Heidegger, 1994, p.134), nos ayuda a recordar que los puentes, los caminos, tienen que tener esta función,
no “anular” la naturaleza que nos circunda, sino dejarla ser, y a la vez, dejarnos
ser con ella.
La crítica que se ha hecho la filosofía moderna que desprecia el lenguaje simbólico
en aras de lograr la racionalidad de la claridad y distinción, alcanza al urbanismo
y a la edificación a las ciudades, la ciudad diseñada desde el beneficio material,
genera la pérdida del sentido simbólico y hermenéutico de sus espacios y por consecuencia,
la pérdida de sentido de sus habitantes, crítica que han hecho autores como Bachelard
quien hace ver la pérdida de los símbolos de la ciudad, como Jane Jacobs en su obra
Vida y muerte de las ciudades quien hace la misma crítica sobre la pérdida del sentido de comunicación y contacto
entre las personas, o como Pallasmaa y Alberto Pérez-Gómez, quienes expresan su preocupación
frente a la pérdida del sentido Eros dentro de la Ciudad, en la misma línea se encuentran autores que hacen una dura crítica
a la ciudad que no busca dar sentido de vida a la persona sino al beneficio, como
son David Harvey, Edward Glaeser, Illich, en que hablan de la pérdida de sentido de
vida en las ciudades por el uso despersonalizado que lleva la vida moderna, como expresa
Pallasmaa:
Una de las razones por las que las casas y las ciudades contemporáneas son tan alienantes
es porque no contienen secretos; su estructura y su contenido se perciben de un solo
vistazo. Comparemos los secretos laberínticos de una antigua ciudad medieval o de
una casa vieja, que estimulan la imaginación y la llenan de expectación y estímulos,
con la vacuidad transparente del paisaje y de los bloques de apartamentos contemporáneos
(Pallasmaa, 2016: 31).
En la misma línea, vale la pena enfatizar que quizás una parte en la que no se ha
visto del todo claro al día de hoy es creer que densificar es incrementar la relación
humana y resolver nuestros problemas de ciudad, crítica que hace Gehl en su obra La humanización del espacio urbano, y afirma que los grandes edificios y las avenidas que favorecen el uso del automóvil
no propician el encuentro, lo cual es sumamente grave en la vida de una ciudad pues
en el encuentro se habita y se contribuye al desarrollo de la persona y se construyen
relaciones interpersonales. La especulación financiera, el establecer criterios de
enumerar y acomodar, hace perder la sensibilidad del espacio, el resolver el espacio
antes de resolver la vida ha generado serios problemas en el habitar.
Habitar es cuidar, no explotar, no alterar el orden de la vida, atender lo sagrado
y a los seres humanos. Más aún, la ciudad que toma un carácter centrado en el consumismo
genera una pérdida de sentido de la persona, tal como lo muestra Victor Frankl en
su obra, donde las personas que habían intentado suicidarse eran personas con condiciones
de vida favorables. El sentido de vida se construye en comunidad, y “las alternativas
materialistas y tecnológicas para la arquitectura -por sofisticadas y justificables
que sean en vista de nuestras fallas históricas-, no responden satisfactoriamente
al complejo deseo que define a la humanidad” (Pérez-Gómez, 2014: 18).
Por eso es importante recalcar que la forma como progrese nuestro sentido social y
comunitario, nuestra vida política, modificará necesariamente el espacio urbano que
vivimos. Son estas ideas y acciones de justicia, de amistad, de cooperación o aislamiento
las que hacen la arquitectura y el urbanismo. Un aspecto que insiste en recordar Danto
cuando afirma que “la belleza es un tributo demasiado humanamente significativo para
que desaparezca de nuestras vidas. O al menos eso esperamos. Sin embargo, sólo podría
volver a ser lo que en arte fue una vez si se produjera una revolución no sólo en
el gusto sino en la vida misma. Y eso tendría que empezar por la política” (Danto, 2005: 180), razón por la cual, si se desarrolla una adecuada vida social y política entre sus
habitantes, es posible tener una ciudad con calidad de habitar, mientras que “una
ignorancia parcial o total de las profundas relaciones que vinculan el amor y el deseo
con los significados arquitectónicos tiene consecuencias nefastas, contribuyendo a
perpetuar la epidemia moderna del formalismo vacío y el funcionalismo banal, condenando
a la arquitectura a ser una moda pasajera o una mercancía de consumo, y condicionando
las culturas que ésta enmarca a sufrir sus peligrosas patologías” (Pérez-Gómez, 2014: 21).
Con lo anterior comprendemos un poco más por qué la crítica de Heidegger a la idea
del habitar hoy día, pues se ha dejado de lado la esencia del habitar, y en lugar
de esto estamos ante la penuria de viviendas, y aun cuando se ponen medios para remediarlo,
se intenta evitar esta penuria haciendo viviendas, fomentando la construcción, planificando
la industria y el negocio de la construcción: sin embargo, ahí no está la solución,
la solución estará cuando comprendamos la esencia del habitar y no pensemos desde
el construir, es decir, cuando antepongamos a la persona y desde ella y el cuidado
por lo que la rodea hagamos relucir la verdadera esencia de ser y habitar, pero ante
esta pérdida de conocimiento del habitar, sólo podremos pensar en vivienda como un
colocar personas en lugares, y no como el hacer que las personas «funden» lugares
y convoquen el sentido del ser, concluyo con la propia frase que da Heidegger: “la
auténtica penuria del habitar no consiste en primer lugar en la falta de viviendas.
La auténtica penuria de viviendas es más antigua aún que el ascenso demográfico sobre
la tierra y que la situación de los obreros de la industria. La auténtica penuria
del habitar descansa en el hecho de que los mortales primero tienen que volver a buscar
la esencia del habitar, de que tienen que aprender primero a habitar” (Heidegger, 1994: 142).