Introducción
El afán de la ciencia es encontrar respuestas sobre la estructura del mundo. La física
intenta responder a la pregunta por la estructura de la materia; la astronomía quiere
dar cuenta del funcionamiento del universo; la biología responde a la pregunta por
la esencia de la vida; las matemáticas pretenden descubrir las leyes más esenciales
de las proporciones y de los números; así, una disciplina como el urbanismo o como
la arquitectura, que va a caballo entre técnica y arte, busca ofrecer respuestas a
quien se pregunta cómo funciona una ciudad y cuáles son las características de una
ciudad bien construida.
A diferencia de todas estas disciplinas que nos ayudan no solo a dar respuestas sino
a transformar y modificar el mundo, la filosofía, en cambio, comenzó su existencia
con célebres proposiciones como “yo sólo sé que no sé nada”, de Sócrates; o con las
tres proposiciones del célebre sofista Gorgias: “1. Nada existe; 2. Si existiese,
no podría conocerse; 3. Si pudiera conocerse, no podría comunicarse”, y a las que
perfectamente podríamos agregar una cuarta: “4. Y si pudiera comunicarse, tal vez
a nadie le importaría”. Esta bonita costumbre filosófica permanece hasta hoy. Pensemos
en Markus Gabriel, un célebre joven filósofo alemán, representante de una escuela
nueva que se hace llamar «Nuevo realismo», que ha llegado a demostrar en un libro
que el mundo no existe.
Por más ridículas que puedan parecer al sentido común algunas de estas proposiciones,
o todas ellas, la realidad es que la filosofía no siempre las mira con vergüenza sino
a veces incluso con orgullo, pues ella misma está cargada desde su origen con el gen
de la ironía, y porque se otorga a sí misma la principalísima función de no solamente
dar respuesta sobre algo, sino también de aprender a plantear preguntas correctamente.
En ese sentido, una de las grandes virtudes del texto que el Dr. Mansur nos presenta
es que, desde mi punto de vista, logra plantear correctamente la pregunta que hoy
la arquitectura y el urbanismo están intentando hacerse -e, incluso, no solamente
la arquitectura y el urbanismo, sino también los legisladores y secretarios encargados
de las políticas públicas de nuestra ciudad, quienes no han logrado articularla de
manera plenamente adecuada-.
El Dr. Mansur no busca los criterios para hacer una ciudad perfecta o para construir
una ciudad ideal. No se ha propuesto como objetivo primordial -aunque no por ello
digo que lo excluya de sus metas- dar unos parámetros de construcción de una ciudad,
sino que se ha propuesto principalmente transformar los términos en los que se hace
la pregunta.
Siguiendo el principio que postuló Jane Jacobs (1961) hace cincuenta años y que hoy urbanistas como Jan Ghel (2010) han querido recuperar para el urbanismo, principio que dice que no hay que partir
de abstracciones teóricas sino de la experiencia vivida que la gente de a pie hace
de la ciudad -lo que en lenguaje fenomenológico Husserl expresaría como una «vuelta
al mundo de la vida»-, el Dr. Mansur quiere poner directamente sobre la mesa el tema
del «habitar» como el de la pregunta central que debemos hacernos para poder luego
contar con ciudades propias para el desarrollo y la expresión de la persona.
Sé muy bien, sin embargo, que el Dr. Mansur no pretende únicamente ofrecer a sus lectores,
como filósofo, la posibilidad de plantear bien una pregunta, sino que su texto tiene
además el mérito de hacer alguna propuesta sobre el modo como debe hacerse ciudad.
En ese sentido, mi comentario no será otra cosa que enfatizar lo que creo valioso
de la propuesta de Mansur e intentar hacerla avanzar en ese sentido, pues, como señala
Gabriel Zaid, la filosofía es desde sus orígenes, también un “saber-hacer” (2016).
Echar raíces. La intuición de Simone Weil
El primer acierto de la propuesta de Mansur es, desde mi punto de vista, el presupuesto
antropológico sobre el que trabaja, a saber, que el ser humano tiene necesidades primordiales
que van más allá del ámbito de lo material.
En uno de sus libros más ricos y extraordinarios, Echar raíces, la filósofa francesa Simone Weil señala que todos los seres humanos tenemos obligaciones,
y que esas obligaciones están fundamentadas en las necesidades humanas que tienen
siempre los otros. Estas necesidades, que se corresponden con las obligaciones, son
de dos tipos: físicas, como el hambre, la protección contra la violencia, el vestido,
el calor y algunos otros cuidados; y morales, que no son necesariamente físicas pero
que no por ello pertenecen a un reino extramundano:
Hay otras necesidades, en cambio, que no tienen relación con la vida física sino con
la vida moral [...] Son, como las necesidades físicas, necesidades de la vida de aquí
abajo. Es decir: si no se satisfacen, el hombre cae poco a poco en un estado más o
menos análogo a la muerte, más o menos próximo a una vida meramente vegetativa. Estas
necesidades son mucho más difíciles de reconocer y enumerar que las del cuerpo. Pero
todo el mundo admite que existen [...] Todo el mundo es consciente de que hay crueldades
que atentan contra la vida del hombre sin atender contra su cuerpo. Son las que le
privan de cierto alimento necesario para la vida del alma (Weil, 1949: 26).
Echar raíces es un libro que Simone Weil no terminó, y que escribió en Londres en 1942 en medio
de la Segunda Guerra Mundial. La edición tal como la conocemos, con título y subtítulos,
la debemos a Albert Camus, quien fuera gran amigo de la filósofa y su posterior editor.
Al ser Francia tomada por los alemanes, el impulso primero de Weil fue colaborar militarmente
con el ejército de la resistencia para recuperar el honor de su país. Su pésima salud
hacía francamente obvio que no podían autorizarla a ello, de manera que todo lo que
obtuvo fue el permiso para colaborar desde Inglaterra con el Comité de Liberación
Nacional, desde donde se esforzaba por democratizar la Francia libre y elaboraba informes
jurídicos y políticos. Echar raíces está constituido, así, por las notas de una filósofa comprometida con su país, víctima
del exilio, y que quiere sentar las bases para realizar un programa político y de
reconstrucción urbana que habría de seguir Francia una vez que fuera enteramente liberada.
Entre las necesidades que Weil se dedica a enumerar y explicar profusa y agudamente
en su libro se encuentran el orden, la igualdad, la jerarquía, el honor, la propiedad
privada, la propiedad colectiva, la verdad y muchas otras, entre ellas una particularmente
importante para lo que aquí nos incumbe: el arraigo. Echar raíces es una necesidad
profunda del alma, sin la que el hombre vive una vida de vegetal, mortecina, apagada,
apenas humana:
Echar raíces quizá sea la necesidad más importante e ignorada del alma humana. Es
una de las más difíciles de definir. Un ser humano tiene una raíz en virtud de su
participación real, activa y natural en la existencia de una colectividad que conserva
vivos ciertos tesoros del pasado y ciertos presentimientos del futuro. Participación
natural, esto es, inducida automáticamente por el lugar, el nacimiento, la profesión,
el entorno. El ser humano tiene necesidad de echar múltiples raíces, de recibir la
totalidad de su vida moral, intelectual y espiritual en los medios de que forma parte
naturalmente (Weil, 1949: 51).
En ese sentido, la necesidad de ciudad se vuelve una necesidad de primer orden, y
no de cualquier ciudad, sino de una que provea al alma humana de las necesidades que
ahí pueden ser provistas, como el orden, las propiedades privada y colectiva, la tradición,
un pasado y un futuro promisorios. La necesidad de arraigo es importante porque el
ser humano no puede realizarse si no es en una comunidad que le dote de un universo
significativo que le ayude a reconocerse y a formar una identidad (Taylor, 1991; Buber, 1942).
Las ciudades modernas, como bien lo apunta el Dr. Mansur, no son ciudades que necesariamente
colaboren a la consecución de estos fines, sino que más bien tienden a cercenar la
capacidad humana de crear comunidades y de mirarnos los rostros los unos a los otros
(Esquirol, 2015).
En un texto extraordinario de otra filósofa campeona del exilio, María Zambrano dice
que “parece propio del hombre tener que mirarse en alguien o en algo y apenas hay
gesto, acción o palabra humana que no vaya acompañada por la intención de ser vista
o recogida por algún espejo, y aún en soledad sentimos el anhelo y el temor de estar
siendo vistos y reconocidos por alguien o por alguien rechazados. Los que ven buscan
verse en otros ojos” (Zambrano, 1964: 87) Hay pues, una profunda necesidad de humana de ser de un lugar, de crecer en él,
de formar parte de una comunidad.
Ya el fragmento más antiguo que conocemos que haya sido escrito en prosa por un filósofo,
el fragmento de Anaximandro, habla precisamente de lo justo y de lo injusto, del orden
y del equilibrio que el ser humano está llamado a vivir, a diferencia del resto de
los seres vivos: “En aquello en que los seres tienen su origen, en eso mismo viene
a parar su destrucción, según lo que es necesario; porque se hacen justicia y dan
reparación unos a otros de su injusticia, en el orden del tiempo” (DK 12 B 1). El
tiempo es la marca del ser humano, y por lo tanto no puede actuar como si todo diera
igual: le corresponde a él y a nadie más resarcir los desequilibrios que introduzca
en el orden de la naturaleza. También Hesíodo, en Los trabajos y los días, decía que la justicia y el lógos (la proporción) son lo propio del hombre:
Oh Perses, tú esto pon en el ánimo tuyo
y a la justicia escucha y la violencia olvida del todo.
Pues esta ley para los hombres dispuso el Cronida:
a los peces y a las fieras y a las volátiles aves
que entre sí se devoren -porque entre ellos no está la justicia-;
pero a los hombres dio la justicia, que es óptima en mucho;
pues si alguien, conociéndolo, publicar quiere lo justo,
prosperidad le concede Zeus de amplia mirada;
mas quien, en sus testimonios, haciendo de intento un perjurio,
mienta, y sin remedio peque, ofendiendo así la justicia,
la estirpe de aquél más oscura después es dejada,
y la estirpe del hombre que jura bien, después, más ilustra
(Hesíodo, Erga: 274-285).
Tanto Anaximandro como Hesíodo, ambos filósofos del período de transición de la Grecia
arcaica a la Grecia clásica, vivieron en primera persona la fundación de las primeras
ciudades de lo que hoy llamamos Europa. No había manera de concebir que estas necesidades
reconocimiento y de justicia se dieran en otro ámbito distinto de la ciudad.
Es la ciudad precisamente el ámbito que, distinguiendo al ser humano de los animales,
permite el florecimiento de la cultura y de la paideia, de la educación, la impartición de justicia, comprendida como el equilibrio que
se mantiene cuando todas las necesidades del alma humana están cubiertas. Las ciudad
nació, así, pues, como la expresión humana de la necesidad de justicia y de orden,
de comunidad y de un entorno que provea al ser humano de tradiciones y símbolos que
le permitan así, habitar el mundo.
La «arquitectura» es, por ello, en su sentido más etimológico, el arte de los principios,
o la primera de las artes; la arquitectura es el arte que busca las primeras proporciones
sobre las cuales puede asentarse la vida humana: “La Ciudad no debe disolverse en
la Naturaleza -señala García-Baró-, precisamente porque el Hombre es el único de los
seres sublunares que no simplemente está en la Naturaleza sino que, además, la conoce
como tal, o sea, a la luz de su Autoridad. En consecuencia, Ciudad debería reflejar
un orden más cercano al de lo divino que al orden que observamos en los seres sin
conciencia de la Ley. Un hombre que se abandona a la Naturaleza, así, sin más, es
de hecho del todo inviable: el vástago humano al que no recoge o levanta del suelo
ningún germen de Ciudad, muere en cuestión de horas” (García-Baro, 2012b: 24).
Desde mi punto de vista, estos deberán ser considerados los signos de una verdadera
ciudad habitable, que será reconocida porque en ella sucede lo justo, porque en ella
hay símbolos que permiten al hombre generar un lenguaje con el que pueda nombrarse
a sí mismo, porque en ella vivirán los hombres en lugares proporcionados a su tamaño
y a sus necesidades vitales morales, que deberán tener siempre un correlato material.
El Dr. Mansur, así, nos invita a pensar qué significa verdaderamente «habitar», pues
no toda ciudad es, desgraciadamente, habitable en el sentido señalado. Hay emplazamientos
que, más que ciudades, son no-lugares, que impiden la habitación. En su increíble
novela Under the Volcano, situada en la mexicana ciudad de Quauhnáhuac, Malcolm Lowry describía así el lugar en el que habitaba: “Quahunáhuac era en ese
sentido como el tiempo, a donde quiera que voltearas, te esperaba el abismo a la vuelta
de la esquina. Dormitorio para buitres y ciudad Moloch”1 (Lowry, 1947: 14). Hay lugares que devoran a quienes ahí intentan habitar y hacer
morada, hay lugares que no pueden ser soportados demasiado tiempo por el hombre sin
convertirse en una máquina, sin antes haber cedido a toda pretensión de realización
libre y alegre de la vida. Hay lugares que transforman la celebración de la vida en
un abismo permanente.
Hacer morada: la esencia del habitar
¿Cómo, pues, construir una ciudad habitable? ¿Qué premisas pueden funcionar como el
fundamento de una ciudad que permita a sus habitantes vivir de acuerdo con la justicia,
relacionarse con los otros, comprender y asumir una identidad plenamente personal,
echar raíces y arraigarse a una comunidad?
Siguiendo el célebre texto de Heidegger, “Construir, habitar, pensar”, el profesor
Mansur señala que la pregunta debe situarse antes en el habitar que en el construir,
pues el construir es resultado del habitar. Los seres humanos debemos primero aprender
a habitar, que es desde donde se hace morada, y entonces la ciudad será transformada
por ellos mismos en un ámbito verdaderamente humano y habitable. Estas afirmaciones
se corresponden con las intuiciones de los grandes urbanistas que han seguido antes
el sentido común que una teoría abstracta. Así, Jane Jacobs señala que “es completamente
inútil planear la apariencia de una ciudad o especular sobre la mejor manera de darle
una grata apariencia de orden sin conocer antes su funcionamiento y orden innatos”
(Jacobs, 1961: 41), o Luis Irastorza, ingeniero y arquitecto español: “la planificación urbanística
no crea ciudad, sino que ordena su crecimiento, estableciendo criterios y limitaciones
teniendo en cuenta a los que van a vivir allí. No es posible planificar correctamente
una ciudad sin conocer en profundidad las fuerzas que van a motivar su evolución,
que son siempre económicas y políticas y, por su propia naturaleza, cambiantes con
el tiempo” (Irastorza, 2012: 46)
Las nuevas tendencias del urbanismo quieren recuperar esta dimensión primeramente
humana del habitar antes que detenerse a planear ciudades desde un plan abstracto
como si fuera posible diseñar la vida de una persona considerando únicamente valores
geométricos (Careri, 2009; Dorante, 2007; Robert, 2009). Pero estas intuiciones también están presentes en la filosofía, no
solamente en Heidegger, sino en uno de sus discípulos y al mismo tiempo también uno
de sus más grandes críticos, Paul Ricœur, quien señala que “antes de todo proyecto
arquitectónico, el hombre ha construido porque ha habitado. En este aspecto, es inútil
preguntarse si el habitar precede al construir” (Ricœur, 2012: 14). En este sentido, Ricœur hace avanzar la postura heideggeriana hacia una visión
más compleja, al introducir la dimensión del «relato» en la arquitectura. Si toda
construcción es un texto que dice una historia, también una ciudad podrá ser considerada
como un relato que colabora en la generación de una identidad de quien la habita.
En esa medida, no es únicamente que el habitar sea anterior al construir, sino que
habrá otro momento en donde la prioridad esté puesta de modo contrario y sea el construir
anterior al habitar: “podría afirmarse que al principio hay un acto de construir que
se ajusta a la necesidad vital de habitar. Entonces, hay que partir del binomio «habitar-construir»,
aún con el riesgo de conceder más tarde la prioridad al construir, en el plano de
la «configuración» y, posiblemente, de nuevo al habitar, en el plano de la «refiguración»”
(Ricœur, 2012: 14). La prioridad del habitar sobre el construir no es así tan tajante, aún cuando se
reconoce que el habitar es la experiencia primordial que debe guiar todo construir.
Preguntémonos, pues, junto con el Dr. Mansur, ¿qué es propiamente habitar? ¿Cómo describir
la esencia de la experiencia fundamental que debe considerarse como la fundadora de
las ciudades? Él mismo da una hipótesis, “al encontrar la etimología del verbo Whohnen (habitar) en el verbo, wunian, que significa estar en paz, satisfecho, libre, de donde el segundo sentido de habitar
implica estar bajo el cuidado” (Mansur, 2017:12) De este modo, la esencia del habitar
reside en la libertad y en la paz, en la ausencia de violencias y en la capacidad
de expresión de la persona. Asimismo, el habitar está directamente asociado con el
cuidado, por eso continúa:
El verbo «cuidar», a su vez, tiene un sentido muy importante en el pensamiento heideggeriano
pues, para él, cuidar significa dejar algo en su esencia. Por eso asocia el rasgo
fundamental del habitar con el cuidar o mirar para y afirma que habitar es un “residir
cerca de las cosas” (Heidegger, 1994:131), es un cuidado -dice- porel cielo, la tierra,
los dioses y los mortales y afirma que habitar es guardar, en verdad, a la cuaternidad
en las cosas, en tanto que este guardar es un construir. El cuidar pone bajo cobijo;
el cuidado, permite apreciar las cosas en su esencia. (Mansur, 2017,11-12)
Quisiera atreverme a proseguir con estas indicaciones fenomenológicas de manera que
podamos acercar esta definición del habitar a la ciudad misma. Si bien las reflexiones
de Heidegger tienen una utilidad por cuanto describen las actitudes fundamentales
sobre las que se asienta el habitar en cualquier sentido, y abonan a la comprensión
de lo que significan las necesidades vitales del alma que apuntábamos anteriormente
con Simone Weil, creo útil para la reflexión filosófica intentar prolongar esta línea
de pensamiento directamente hacia el tema de la ciudad. Para ello, seguiré una intuición
del fenomenólogo francés Jean-Louis Chrétien, quien, en El espacio interior, un libro publicado en 2014, hace una historia filosófica de la experiencia de la
interioridad humana a partir de la metáfora precisamente de las habitaciones.
El libro de Chrétien se pregunta por la experiencia que ha surgido en Occidente de
la interioridad humana y cómo ésta ha sido considerada culturalmente como un espacio
inhóspito o habitable. El centro de la analogía es la recámara, por ser lo primero
que habitamos, el primer lugar en el que la intimidad se hace posible, en el que puede
el yo expresarse de manera completamente libre y transparente. Considero, en ese sentido,
que la habitación es el paradigma del habitar, el analogado principal sobre el cual
se comprende todo otro modo de habitación. No podemos entender qué es habitar la ciudad
si no comprendemos primero cómo habitamos el cuarto, la recámara, que curiosamente
toma el nombre mismo del verbo que estamos intentando comprender: la recámara es precisamente
la «habitación», como si en ella se expresara el sentido de habitar de manera perfecta.
En un esfuerzo análogo al realizado por Gastón Bachelard cincuenta años antes en la
Poética del espacio (1957), Chrétien explora fenomenológicamente lo que significan la recámara, el templo,
la casa, el castillo y, la figura propiamente contemporánea, el departamento, y para
ello parte del siguiente supuesto antropológico: “en nuestra condición presente, es
decir de pecadores, no nos encontramos al principio en casa, lo que significa que
estamos fuera de nosotros mismos, alienados, extranjeros a nuestro ser más propio:
la más grande urgencia es, así, descubrir nuestro espacio interior y penetrarlo” (Chrétien,
2014: 16). La experiencia del habitar no comienza, pues, ni siquiera en la recámara,
sino que comienza (y quizá termina) en la experiencia de la propia interioridad, en
la capacidad del hombre de vivirse a sí mismo, de tener una intimidad consigo mismo,
por ejemplo en el silencio o en la soledad. Ellas dos son las experiencias originarias,
primordiales y más primitivas de lo que pueda significar el habitar. El hombre de
oración, diríase en este sentido, es quien mejor habita, pues está en paz consigo
mismo, está en pleno contacto con su ser más propio y más primigenio, por eso señala
el propio Chrétien que
La primera hospitalidad no es otra que la escucha. Es la que alma y cuerpo nos pueden
dar hasta en la calle y a las orillas del camino, cuando no podemos ofrecer ni techo,
ni fuego ni cobertor. Ella pueda ser otorgada a cada instante. De todas las otras
hospitalidades ella es condición, porque amargo es el pan que se come sin que la palabra
sea compartida, duros y cargados de insomnio son los lechos donde uno se recuesta
sin que nuestra fatiga haya sido acogida y respetada (Chrétien, 1999: 13).
Si la primera hospitalidad es la escucha, es porque uno puede habitar en el silencio.
La recámara, el cuarto personal, la celda del monje o incluso la recámara nupcial,
son los lugares primigenios en los que uno puede ser uno mismo, estar consigo mismo,
escucharse, mirarse, habitar en su desnudez, compartirse desde la dimensión corporal
de lo que somos. Una habitación se hace a partir de la cama y los otros muebles que
ocupan su espacio y la transforman en un lugar, pero también a partir de los elementos
inútiles que la decoran y que ayudan a reconocernos y a visibilizarnos en ellos. El
cuarto es así la primera expresión externa de nuestra interioridad, y por ello es
habitable para su dueño: ahí se mira a sí mismo en sus objetos o en la ausencia de
ellos, en la disposición de los muebles, en la limpieza y el orden que la configuran.
Como premisa esencial, trasladable al campo del urbanismo y para echar hacia adelante
la analogía que podemos establecer entre recámara y ciudad, lo primero que hay que
decir es que no es el arquitecto quien hace de la recámara un lugar habitable. Es
quien la habita quien la transforma en un sitio acogedor y hospitalario. Eso no quiere
decir que el arquitecto esté excluido del proceso, sino simplemente que él diseña
los espacios y los distribuye para que quien quiera habitar pueda hacerlo, pero la
habitación, en ese sentido, justamente «se hace». La habitación no es una disposición
formal de los objetos que componen el espacio, no es una geometría, no es una regla
general aplicada al caso particular, sino que la «habitación» misma de la recámara
se hace con el paso del tiempo y con lo que el Dr. Mansur acertadamente llamó «cuidado»,
siguiendo a Heidegger.
El siguiente nivel de habitación es la casa, y luego el barrio o la colonia. Cada
uno de estos niveles va saliendo de la intimidad más próxima de la recámara, pero
exige que también sean espacios habitados por quienes los ocupan. La casa expresará
la personalidad de la familia y deberá permitir que ella pueda no solo ser sí misma
sino también recibir huéspedes y hacerlos sentir en casa. Eso no quiere decir que
haya de rehuirse a la personalidad propia, pues la hospitalidad no se logra cuando
entramos a un lugar abstracto que pueda ser por todos reconocido. Al contrario. Sólo
el lugar que está singularizado y que es expresión personal de quien lo habita puede
ser capaz de acoger al extranjero, al foráneo, al forastero o al invitado.
Soy plenamente consciente de que no se trata de trasladar los criterios de habitación
de la recámara a la casa y luego al barrio y luego a la ciudad, pero sí soy consciente
de que la habitación ha de comenzar allí, en la primera experiencia personal. Ya Aristóteles,
en el libro primero de la Política, había notado que la polis se construye desde la casa, y que la familia es así la primera célula que construye
ciudad (Aristóteles, Política: I, 1252a1-1253a40). Sin embargo, como bien lo señala el propio Dr. Mansur, algo
pasa en algunas ciudades contemporáneas, y seguramente ha pasado en varias a lo largo
de la historia de la humanidad por razones distintas, que la habitación se ha vuelto
difícil, por no decir imposible, que la habitación se confunde con la infraestructura
y en las que los criterios de hacer ciudad no se basan en la dimensión humana del
habitar, sino en la especulación, la idolatría a la velocidad y la super exposición
de poderes políticos y económicos reflejados en plazas, edificios y estructuras que
no hacen sino destruir la capacidad de habitar el hombre esos espacios.
El problema contemporáneo
A partir de los años ‘50 y ‘60 del siglo pasado, el urbanismo cobró un auge importantísimo,
a raíz sobre todo de la necesidad de reconstruir ciudades después de la guerra. Sin
embargo, como señalan Jane Jacobs, Jan Gehl, Jean-Luc Nancy o Iván Illich, comenzó
en esa época a trabajarse sobre un modelo de urbanismo que planeaba con la perspectiva
de un águila o de un helicóptero que sobrevuela las ciudades, no con la perspectiva
del ojo humano, que mira y vive la ciudad a una altura humana. Gehl, en su extraordinario
libro Ciudades para la gente, acierta al sacar a la luz lo más obvio y denunciar los grandes males de lo que todos
vemos que ocurre. En el capítulo 5, titulado “La vida, los espacio, los edificios
-en ese orden”, habla del “síndrome Brasilia”, que consiste en planear las ciudades
“desde arriba” y “desde afuera”, e incluso pone una foto en la que un grupo de arquitectos
están mirando una maqueta que sólo les permite ver un mapa esquemático del espacio
a ocupar y los volúmenes de los edificios. Se planea la ciudad desde la abstracción.
Así, se crearon ciudades que desde un plano cartesiano son hermosas y están muy bien
proporcionadas pero que son completamente inhóspitas:
Si queremos que las ciudades y los edificios se conviertan en lugares atractivos para
que las personas los usen, habrá que tratar consistentemente a la escala humana de
un modo nuevo. Trabajar con esta escala es la faceta más dificultosa y más sensible
de todas las que aparecen en el proceso de planeamiento. Si esta tarea es ignorada
o fracasa, la vida urbana nunca tendrá oportunidad de florecer. La extendida práctica
de moldear las ciudades desde arriba y desde afuera debe ser reemplazada con nuevos
procedimientos que vayan desde abajo y desde adentro, en línea con el siguiente principio:
primero la vida, después el espacio y por último los edificios (Gehl, 2010: 198).
Este problema no solamente ocurre en los ámbitos de los arquitectos y los urbanistas,
sino también en las oficinas de los diseñadores de política pública encargados de
dar el marco legal y financiero sobre los que se monta la operación de una ciudad
ya construida. Cuando los criterios para transformar una ciudad son guiados por las
finanzas, las empresas, los intereses del capital o el populismo electoral, la ciudad
se desfigura, impidiendo que en ella puedan ocurrir y acontecer las grandes necesidades
del alma humana que una ciudad ha de cubrir. Así, señala Jane Jacobs que “las ciudades
necesitan una muy densa y muy intrincada diversidad de usos que se apoyen mutua y
constantemente, tanto económica como socialmente [...] Creo que las áreas urbanas
malogradas lo son porque carecen de esta especie de intrincado apoyo mutuo, y que
la ciencia del urbanismo y el arte del diseño urbano, en la vida real y para ciudades
reales, han de convertirse en la ciencia y el arte de catalizar y nutrir esta defensa
y funcional red de relaciones” (Jacobs, 1961: 40), de modo que lo que ha de estar en el centro de las modificaciones urbanas es el
habitar mismo, y no la mera estética o el crecimiento económico. De hecho, está claro
que si estas prioridades son las que se ponen en primer lugar, no solo tendremos una
ciudad inhóspita, sino que eventualmente entrarán esos criterios en conflicto consigo
mismos (De Certeau, 1990: 104).
La aguda mirada de Iván Illich formuló esto de manera preclara: uno de los más grandes
males de la Modernidad es precisamente la «desencarnación», la negación de que el
sujeto es un ser de carne cuyas proporcionalidades orgánicas dan un buen criterio
para todo desarrollo, sea éste económico, político, social o urbano. En un extraordinario
libro, por lúcido y breve, Illich trató desde este punto de vista el tema de la energía
y la movilidad, e hizo explícitas las consecuencias que la pérdida de la proporción
humana tiene no sólo en el diseño de las ciudades sino el deterioro de la identidad
personal: “en el desarrollo de una sociedad moderna existe un momento en el que el
uso de energía ambiental excede por un determinado múltiplo el total de la energía
metabólica humanamente disponible. Una vez rebasada esta cuota de alerta, inevitablemente
los individuos y los grupos de base tienen que abdicar progresivamente del control
sobre su futuro y someterse siempre a una tecnocracia regida por la lógica de sus
instrumentos” (Illich, 1975: 331). De este modo, por ejemplo, cuando el automóvil se pone en el centro de la planeación
urbana, termina por contradecir los fines para los que fue creado, por el resultado
de la intersección de una serie de variables socioeconómicas y políticas y, en última
instancia, antropológicas. Veamos el siguiente análisis:
En toda sociedad que hace pagar, el tiempo, la equidad y la velocidad en la locomoción
tienden a variar en proporción inversa una de la otra. Los ricos son aquellos que
pueden moverse más, ir donde les plazca, detenerse donde deseen y obtener esos servicios
a cambio de una fracción muy pequeña de su tiempo vital. Los pobres son los que usan
mucho tiempo para que el sistema de transporte funcione para los ricos del país [...]
La utilidad marginal en el aumento de la velocidad, accesible sólo a un pequeño número
de gente, al rebasar un límite conlleva para la mayoría un aumento en la desutilidad
total del transporte. La mayoría no sólo paga más, sino que sufre más daños irreparables.
Pasa la barrera crítica de la velocidad en un vehículo, nadie puede ganar tiempo sin
que, obligadamente, lo haga perder a otro. Aquel que exige una plaza en un avión,
proclama que su tiempo vale más que el del prójimo. En una sociedad en donde el tiempo
para consumir o usar se ha convertido en un bien precioso, servirse de un vehículo,
cuya velocidad exceda esa barrera crítica, equivale a poner una inyección sumplementaria
del tiempo de otros al usuario privilegiado de vehículos (Illich, 1975: 340; 342)
En ese sentido, y por ir descendiendo de lo más filosófico a lo propiamente arquitectural
y urbanístico, es imperativo pensar en las consecuencias que en el habitar tienen
las decisiones que se toman en el nivel del urbanismo y la política pública. Una ciudad
que no permite a sus habitantes trasladarse en un tiempo razonable es una ciudad que
mina y destruye el fundamento principal de ella misma, por ejemplo, la familia. Un
gobierno puede vender unos terrenos alejados del centro para construir un hospital
o, por ejemplo, una universidad, pero si no provee al mismo tiempo de un transporte
público adecuado, estará introduciendo en la dinámica urbana un mecanismo de segregación,
pues sólo podrán acceder a esos nuevos servicios los poseedores de un automóvil. O,
poniendo un ejemplo distinto sobre la mesa: cuando la estructura urbana impide que
haya puntos de encuentro entre los ciudadanos, elimina las banquetas por las cuales
puedan caminar los peatones y encierra a los habitantes en fraccionamientos cerrados
con muros altos y gruesos, dominados por una caseta de vigilancia, está destruyendo,
precisamente, la dimensión habitable de la ciudad, extinguiendo el espacio público
y el punto de encuentro entre los ciudadanos, fomentando una vez más la segregación
en clases, la división y haciéndose así imposible combatir la violencia para perseguir
la paz.
La propuesta de la filosofía del habitar
La propuesta que nos ha hecho el Dr. Mansur tiene la virtud, como lo señalé al inicio,
de ayudarnos a plantear bien la pregunta. Ésta no consiste en inquirir por la belleza
de una ciudad o por la geometría de sus partes desde un plano cartesiano, ni siquiera
por el tipo de edificios que deben enmarcar el espacio urbano. La pregunta importante
es por la esencia del habitar y, quizá más en concreto, por el modo como una determinada
sociedad quiere habitar. Por eso dice Paul Ricœur que “la arquitectura sería para
el espacio lo que el relato es para el tiempo, es decir, una operación «configuradora»;
un paralelismo entre, por un lado, el acto de construir, es decir, edificar en el
espacio, y, por otro lado, el acto de narrar, disponer la trama en el tiempo.” (Ricœur, 2012: 11) Los habitantes de las ciudades debemos ser capaces de construir una narrativa de
nosotros mismos y de nuestro pueblo capaz de describirnos de manera acertada de modo
podamos encontrar el arraigo que Simone Weil quería para su nueva Francia liberada.
Desde mi punto de vista, el desarrollo de una filosofía del habitar adecuada ayudará
a los arquitectos, urbanistas y funcionarios públicos a comprender que la planeación
de una ciudad debe hacerse desde abajo y no desde arriba, considerando las necesidades
del alma y no las del mercado, por más atractivas que éstas puedan ser para sus bolsillos.
En ese sentido, quisiera hacer una precisión última sobre la propuesta del Dr. Mansur,
quien insistía que antes que el construir es el habitar, y que antes de detenernos
a planear nuevas ciudades debemos aprender a habitar para poder configurar de manera
humana los ambientes que ya existen. Esta precisión consiste en que creo que el proceso
inverso, como lo sugirió Paul Ricœur, también es posible: fomentar un cierto habitar
a partir del construir.
Es una verdad fundamental que lo primero es la experiencia que el yo tiene de sí mismo,
el modo de que habite en sí, habite su casa y su barrio. Si no sabemos habitar, destruiremos
las ciudades que hemos construido y destruiremos la capacidad de reconocernos los
unos a los otros, crearemos ciudades en las que el paradigma es la velocidad, el mercado
y la magníficamente espectacular. Sin embargo, creo que el urbanista, el arquitecto
y el funcionario, poco pueden hacer respecto de ese habitar primario, personalísimo
y que comienza incluso en el silencio, como lo decíamos a partir de los análisis de
Chrétien. Pero sí tienen en sus manos la configuración física de un espacio que puede
promover un modo u otro de habitar.
Aquí está lo que considero otra propuesta de la filosofía: el análisis y la comprensión
de las proporciones de lo humano para que sea éste el criterio que los planeadores
han de tener a sus ojos. “Diversidad de operaciones implica el artificio arquitectónico
-señala Ricœur-: proteger el hábitat con un tejado, delimitarlo por unas paredes,
regular la relación entre el exterior y el interior mediante un juego de aberturas
y cierres, marcar por un umbral el traspaso de los límites, esbozar mediante una especialización
de las partes del hábitat -en superficie o en elevación- su asignación a lugares distintos
de vida y, por lo tanto, a actividades diferenciadas de la vida cotidiana, y definir
el ritmo de la vigilia y el sueño mediante un tratamiento adecuado, aunque fuera muy
a grosso modo, del juego de sombras y luces” (Ricœur, 2012: 15). Todas esas tareas, que sí le tocan al arquitecto, pueden tener como centro la consideración
de la persona como un ser simbólico y comunitario.
Nunca se insistirá lo suficiente en que el ser humano necesita espacios de silencio,
de recogimiento y de soledad para poder constituirse un sujeto verdaderamente capaz
y verdaderamente político. Estos espacios pueden estar perfectamente instalados en
sus habitaciones, en sus casas y en los templos, pero la ciudad deberá también facilitar
que los espacios abiertos no sean violentos ni absolutamente ruidosos, que los habitantes
de la ciudad quieran permanecer en la calle y hacer ahí una buena parte de su vida,
que no tengan que salir huyendo de la banqueta porque el ruido, la violencia y la
inseguridad sean la moneda de cambio. Por eso el énfasis que hace Weil en la necesidad
de bienes colectivos es central para una filosofía del habitar que quiera ser completa:
La participación en los bienes colectivos -señala Weil-, participación consistente
no tanto en el goce material cuanto en un sentimiento de propiedad, constituye una
necesidad igualmente importante. Se trata más de un estado de ánimo que de una disposición
jurídica. Donde hay realmente vida cívica cada uno se siente personalmente propietario
de los monumentos públicos, de los jardines, de la magnificencia desplegada en las
ceremonias; el lujo que desean casi todos los seres humanos se concede así a los más
pobres (Weil, 1949: 47).
En este sentido, creo que aunque el habitar sea previo al construir, hay un determinado
modo de construir, gobernar, organizar y dirigir las ciudades que puede coadyuvar
a que acontezca el habitar. Una ciudad que altera la vida interior de sus ciudadanos
es una ciudad que comienza a transformarse inhóspita. Una ciudad que no puede escuchar
-y la escucha es la primera hospitalidad-, es una ciudad que destruye toda habitación
posible. Una ciudad cuyos desplazamientos y emplazamientos son hoscos, hostiles, inseguros,
caros, es una ciudad que está transformando los interiores de quienes ahí viven, convirtiendo
a esos sujetos en incapaces de habitarse a sí mismos. Una ciudad que aísla, que segrega,
que impide que todos se miren a la cara, que compartimenta, que clasifica, que construye
muros en lugar de plazas, es una ciudad que cierra la puerta a la vida de la comunidad
y que, por tanto, cancelas las condiciones para que la ciudad pueda existir. Es una
ciudad que, “dormitorio de buitres y ciudad Moloch”, se devora a sí misma. Por eso
Charles Péguy insistía:
Las vidas interiores son en la ciudad armoniosa independientes y libres de todo, porque
no conviene que las vidas interiores sean mandadas por lo que podría deformarlas;
no conviene que ni siquiera una sola vida interior, es decir la vida interior de un
solo ciudadano, sea deformada por todos los ciudadanos, o por un partido de ciudadanos,
o por un ciudadano, por la ciudad, por un pueblo, por un individuo.
Así los sentimientos y las voliciones de los ciudadanos son libres en la ciudad armoniosa
(Péguy, 1898: 70-71).