La filosofía como vocación: la vida como amor a la sabiduría

Philosophy as a Calling: Life as Love of Wisdom

Federica Puliga

Pontificia Università Antonianum, Italia

fede13stefanenko@yahoo.it

Fecha de recepción: 24/11/2017

Fecha de aceptación: 26/06/2018

Resumen

Este artículo tiene como objetivo recordar quién es el auténtico filósofo y cuál sea su misión principal porque, en esta época, la filosofía se confunde a menudo con la erudición. A diferencia del erudito, quien atesora conocimientos, el filósofo acepta la verdad, conforme a la que procura vivir: la verdad lo posee. En ese dejarse poseer por la verdad, el filósofo encuentra su verdadera vocación y su misión auténtica: vivir una vida profunda e íntima conforme a tal posesión y compartir con los demás el producto de su investigación, especialmente con quienes no han sido elegidos por la verdad aún. A la luz de las reflexiones de María Zambrano y Xavier Zubiri en torno a la definición de la filosofía, intentaremos defender que la filosofía, más que un cuerpo de conocimientos, constituye la búsqueda de la verdad como horizonte vital. La intención es rehabilitar la definición de la filosofía como un modo de vida al servicio de los otros: la comprensión y la comunicación de la verdad.

Palabras clave: filósofo; misión; verdad; Zambrano; Zubiri.

Abstract

This paper aims to remember who the authentic philosopher is and which is its mission as, nowadays, Philosophy is often confused with mere erudition. The polymath treasures knowledge. Unlike him, the philosopher accepts the truth and tries to live by it: truth possesses the philosophers. Philosophers find their true calling and their authentic mission in such a possession, living a meaningful and intimate life configured by that experience, and sharing with the others the fruits of their inquiries, specially with those who have not yet been chosen by the truth. María Zambrano and Xavier Zubiri's thoughts on the definition of Philosophy will help us shape the argument claiming that Philosophy constitutes the search of truth as a way of serving others by understanding and communicating the truth.

Keywords: mission; philosopher; truth; M. Zambrano; X. Zubiri.

Introducción

La filosofía ha sido replanteada muchas veces a lo largo de los siglos, hasta difuminar su significado original: el de «amor a la sabiduría». De hecho, en la Modernidad, sobre todo a partir siglo XX, la filosofía se ha convertido en el cultivo de un mero intelectualismo; o, mejor dicho, se ha entendido en relación a la investigación científica, donde es más importante la rentabilidad de las ideas que la disposición teorética conducente a maravillarse ante el descubrimiento de lo que es. El filósofo se ha vuelto un «erudito», un «intelectual»: es quien produce investigaciones para publicarlas o da conferencias para difundir su saber; se ha convertido en un profesional del saber que, en el mejor de los casos, lee mucho. En otras palabras, la filosofía ha quedado, a menudo, reducida exclusivamente al ejercicio de una de las capacidades intrínsecas de la naturaleza humana: la razón.

Sin embargo, la filosofía no se reduce a la productividad académica y su auténtico ejercicio exige mucho más que erudición. El ejercicio de la filosofía no se identifica enteramente con la adquisición de conocimientos. No sólo se trata de exponer teorías filosóficas, sino de amar el pensamiento: del amor a la sabiduría presente en tales teorías. Esto significa «filosofía». Un amante de la sabiduría no escribe por escribir. Además, siente lo que escribe. Debe mostrar pasión en su escritura. Ha de consagrarse a la verdad que quiere expresar. El filósofo debe amar la sabiduría como a una esposa; no sólo quererla. Para el filósofo, la filosofía es como una esposa que lo posee sin poseerlo, ya que siempre lo deja en libertad.

La tesis que se plantea en la primera parte de este trabajo es que, en su sentido más propio, «filósofo» no se ha de confundir con «erudito», pues, aunque ambos están en relación con un cierto saber, adoptan enfoques distintos. Por otro lado, este artículo también busca definir al amante de la sabiduría. A eso se dedicará la segunda parte. Intentaré señalar las características que acusan en un ser humano a un auténtico amante de la sabiduría, resaltando su diferencia respecto al erudito. En estas reflexiones, retomo los escritos de dos auténticos filósofos españoles: Xavier Zubiri (San Sebastián, 1898-Madrid, 1983) y María Zambrano (Vélez-Málaga, 1904-Madrid, 1991).

La vocación filosófica frente a la erudición prescindible

Muchos intelectuales conciben la sabiduría como un dejar salir de sí lo que tienen dentro. Otros, en cambio, engloban en sí mismos lo que está fuera, sin dejarlo escapar, como si fueran sus dueños. En expresión del griego clásico, se diría que el primer grupo confunde la sabiduría con la δóξα, mientras que el segundo la interpretaría como ἐπιστήμη. La gente común vive de opiniones, de chismes. Ni siquiera siente la necesidad de formarse a sí misma, de aprender o de participar en diálogos profundos. Son personas que viven en el exterior de sí mismas y que no saben mirarse hacia dentro. Nuestra generación, sin duda alguna, ha sido más favorecida por el acceso al conocimiento que otras generaciones de previos siglos. La educación media superior está al alcance de todos –por lo menos, en los países más avanzados–. Sin embargo, ¿haber estudiado en la escuela equivale a que el hombre ya no viva de la opinión sino en la sabiduría? La mayoría de las personas no alcanza la sabiduría, y ni siquiera la ciencia; sino que se queda en el puro exterior, en los puros prejuicios porque no quiere o puede interiorizar y hacer suyas las nociones básicas del conocimiento. Quienes viven en la ignorancia, paradójicamente, se muestran a los demás como poseedores de la verdad última, al tiempo que se quedan en la pura ignorancia.

Sin embargo, la educación escolar ha tenido efectos positivos, ya que ha llevado a un incremento de la segunda categoría: la ἐπιστήμη, cultivada por sus correspondientes intelectuales. Tales personas no viven el exterior –o, por lo menos, radicalmente–, sino que buscan las fuentes del conocimiento e interiorizan todo lo que pueden.

Toda vez que sólo aprendan las ciencias, sin discernir lo que cabe creer de lo que no por sí mismos, el riesgo de los científicos radica en devenir, más bien que en sabios, en parroquianos adoctrinados. Los meros científicos serían como enciclopedias vivientes. Mas no pocos científicos creen poseer la verdad en la medida en que han memorizado los principios y se han adiestrado en las técnicas. Los científicos que siguen tal modelo acaso ni siquiera rozarán la sabiduría. No lo harán si su pasión no los lleva más allá de lo que se puede saber mediante la razón.

Los científicos así caracterizados son «eruditos»: investigadores y docentes que buscan la verdad, pero que no se hacen poseer por ella: no la aceptan enteramente. Tales científicos «poseen» las verdades que buscaron; «trabajan» en ellas. Subrayo el verbo «trabajar» porque de eso se trata: el intelectual, en este sentido de «erudito», no es distinto a cualquier otro profesionista que tiene un empleo. Sin una admisión de la totalidad de la verdad, ésta no se puede vivir como vocación. ¿Por qué, pues, la escuela no crea los verdaderos sabios, los sofós, quienes pertenecen a la σοφία? Diego Gracia, en un artículo, lo explica así:

La enseñanza ha sido durante la mayor parte de nuestra historia «adoctrinamiento» o «indoctrinación». Los dos términos proceden del sustantivo abstracto latino doctrina, derivado del verbo doceo, […] a su vez, traduce el griego dokéo, creer, parecer, de donde procede el sustantivo doxa, opinión, creencia. Esas opiniones constituían […] lo que el maestros debía transmitir a sus discípulos. […] No se trataba de razonar, ni de discutir; se trataba de adoctrinar. […] Del alumno no se esperaba otra virtud que la docilidad (Gracia, 2007: 812).

La escuela ha ido construyéndose a sí misma como emulación por parte de los estudiantes del maestro. El riesgo de esta configuración es que, más bien que ser formados como personas, sucesivas generaciones han sido formadas como imitadoras del maestro, abocadas a repetir la lección más que a criticarla, postergando, así, el cultivo de la dimensión más honda del ser: la personal.

Νo se puede decir que la situación de la educación haya sido siempre ésta. Ha habido revoluciones del sistema escolar. Ejemplo de ello es el célebre «método Montessori», propuesto por una pedagoga italiana. El énfasis de este modelo pedagógico está puesto en que el alumno mismo se auto-desarrolla, se auto-determina en la comunidad educativa, pues se le reconoce su personalidad desde la primera infancia. Así, se cultiva en el alumno la agencia que le permitirá descubrir por sí mismo su propio modo de ser persona, promoviendo su desarrollo sin imponerlo desde fuera.

La educación no se puede restringir a la réplica del discurso magisterial, pues erraría en formar personas. Sin embargo, el auto-desarrollo no se puede llevar al extremo, ya que el beneficio de la educación es que nos brinda aprendizajes que, de otro modo, habría que descubrir. Por lo tanto, ambos modelos educativos tienen sus límites: a lo largo de su desarrollo, el infante necesita una educación y una ayuda proporcionales a su madurez. El niño necesita tener una guía para evitar que la auto-formación repercuta en el mismo «estar» en la sociedad, o sea, en la integración.

La escuela, por sí misma, no ayuda a alcanzar el estatuto de ἐπιστήμη. Sin embargo, excepcionalmente, hay algunos auténticos maestros, personas sui generis, poseídos por aquella pasión de la que venimos hablando como característica de la filosofía. Quienes responden a una auténtica «vocación docente», como la llama Diego Gracia (2007: 807), van más allá de los cánones escolares de rigor. Ayudan a los alumnos a que ellos mismos se formen y no sólo los adoctrinan.

La escuela, por sí misma, no forma. Quienes forman a los alumnos no son las escuelas, sino unos cuantos maestros. Los maestros de veras preocupados por sus alumnos fomentan en ellos a personas críticas, resistentes al adoctrinamiento, al tiempo que les ofrecen medios para abrirse a los demás. Los auténticos sabios (σοφοί) son capaces tanto de la crítica como de la autocrítica.

Un ejemplo de sabio es Lorenzo Milani (27 de mayo de 1923, Florencia; 26 de junio de 1967, Florencia), «don Milani», quien diariamente solía hacer leer los periódicos a sus estudiantes; y comentarlos, para que siempre fueran conscientes de la realidad en la que vivían y fueran desarrollando, además de habilidades dialécticas, una cierta disposición ante la realidad. Sus estudiantes eran personas muy pobres e incultas, hijos sobre todo de agricultores y ganaderos; o de alcohólicos; de gente que no sólo no podía permitirse económicamente el estudio de sus hijos, sino que ni siquiera querían que sus hijos abandonaran el trabajo familiar a cambio de algo que por ellos era evaluado como «improductivo»: la escolarización. El ejercicio permitió desarrollar el pensamiento crítico en sus alumnos y, por consiguiente, don Milani fue capaz de enseñar a aquellos muchachos “el arte del escribir, o sea del expresarse” (Iannomorelli, 2007: 40).1

Sin importar su estatuto socioeconómico, todos los estudiantes han sido llamados a algo superior a la ciencia: a la sabiduría. Gracias al método educativo empleado por Don Milani –que no era el del manual tradicional, de aprendizaje mecánico–, sus estudiantes aprendieron a discernir, a discutir y a criticar día tras día. Don Milani ha sido lo que Diego Gracia llamaría propiamente «maestro», o sea: el que es docente por vocación, el que “trata de sacar del interior de cada uno lo mejor que lleve dentro. […] Esto no puede hacerse más que razonando, dialogando, deliberando” (Gracia, 2007: 812).

Don Milani ha sido la encarnación de su método. Los clérigos lo criticaban no sólo por su forma de vivir entre los pobres, sino por su forma poco ortodoxa de vivir su posición social. Se le acusó del derroche de sus capacidades intelectuales, tan bien cultivadas durante los años de estudios. Sin embargo, pocos habrán entendido que, lejos de despreciarlos, don Milani apreció su posición y estudios, mas los afirmó por otra vía que la dominación: la consagración a la verdad por la verdad, así alcanzando el estatus desophos (sabio).

Son maestros como Don Milani quienes pueden conducir a sus alumnos –a los que quieren, por supuesto– más allá tanto de la δóξα como de la pura erudición-emulación. Comienzan por las nociones generales –desde el exterior hacia el interior–. Ayudan a los alumnos a hacerlas suyas –a apropiárselas– y a sacar de sí mismos –de regreso hacia el exterior, ahora desde interior– lo que ellos creen y piensan sobre tal o cual noticia aprendida. Uno de los modos de cosechar el «producto» de sus reflexiones es la palabra: el diálogo o la diatriba. Sin embargo, hay algo más hondo y profundo: la escritura. Como nos enseñaron los latinos, “verba volant, scripta manent”: la palabra escrita permanece, mientras que la voz se dispersa en el viento. La producción textual, a su vez, puede ser un dictado, un resumen, una colección de ideas (epistéme) o un escrito filosófico (sofía). Como se puede notar, la primera categoría (la de doxa) no produce verdaderos escritos. No, por lo menos, escritos serios. El arte de escribir demanda una vida interior fuerte o, por lo menos, conocimientos. Hoy en día, se podría decir que hay textos en los que no se puede diferenciar entre lo fugaz y lo estable, pertenecientes, por lo tanto, al mundo de la doxa. Es el caso de algunas publicaciones características de las redes sociales virtuales: un «hablar por escrito». ¿Qué querría decir esto? Significaría que quienes viven de opiniones acaso saben cómo se escribe –pues conocen las letras y sus combinaciones–, pero carecen de sabiduría e, incluso, de conocimientos: su percepción se queda en los puros hechos exteriores. Así, pueden escribir lo que ven y lo que sienten como si estuvieran diciéndoselo al viento: su escrito permanece a un nivel de superficialidad asombroso, que no alcanza, ni siquiera de lejos, una producción personal. Toda doxa, amén de indiferentemente falsa o verdadera, es impersonal, masiva.

Siguiendo el hilo de la reflexión, la primera categoría de auténticos «escritos» está compuesta por los asertos científicos, que en su conjunto conforman la ciencia (ἐπιστήμη). En la ciencia, se proyectan las nociones adquiridas mediante un esfuerzo por combinar citas dispersas, conocimientos dispersos, como si de un rompecabezas intelectual se tratara. Tal es el caso de la mayoría de los «escritos científicos», donde parece concederse más importancia al formato de citación, al discurso elaborado en tono impersonal o a la repetición exhaustiva, acrítica y pasiva de cualesquiera temas y autores que a su veracidad.

Los eruditos repiten con otras palabras lo mismo que estudiaron; sin embargo, no se adentran con profundidad y en primera persona en el objeto de sus estudios. No se arriesgan, sino que se guarecen en el anónimo tono impersonal que se demanda, por ejemplo, en un ensayo académico. La sociedad de hoy, más que filósofos, historiadores, sociólogos, etc., pide eruditos capaces de «producir» compulsivamente escritos impersonales para subsistir. Pero la verdad no comporta tanto el aprendizaje de un discurso como su apropiación, realizada por cada uno. Los eruditos, así, no están poseídos por la verdad, sino que creen poseerla cuando, en el mejor de los casos, apenas la repiten sin que los toque: son fabricantes de «productos académicos». El conocimiento, reducido a erudición, se ha vuelto un «producto» entre otros.

El último tipo de escritura es el más fecundo. Este género de escritura paradigmático no es sólo una exteriorización, ni mera interiorización, sino que es la mezcla crítica de ambas, elevada a sabiduría. Nadie empieza desde cero, como Descartes creía que se podía hacer. El conocimiento es siempre histórico (depende de la época) y social (depende del lugar). No se puede analizar la filosofía de Platón, por ejemplo, tomando como contexto de referencia el maya del 300 a.C.; es una locura. Más bien se buscará el contexto histórico-social que le pertenece y, desde ahí, se intentará llevar a cabo un análisis competente que se aproxime más a la verdad. El hombre está siempre inserto en un contexto: tiene una lengua, tiene sus costumbres, su educación, etc. Esto hace que el hombre se apropie de muchos materiales que contribuyen al desarrollo de su persona en toda su globalidad desde su nacimiento. Zubiri, en particular, escribe:

La historia, como proceso de capacitación, tiene en cierto modo un carácter cíclico: es la implicación cíclica de persona e historia. La persona con sus capacidades accede a unas posibilidades, las cuales una vez apropiadas se naturalizan en las potencias y facultades, con lo cual cambian las capacidades. Con estas nuevas capacidades, las personas se abren a un nuevo ámbito de posibilidades. Es el ciclo capacidad-posibilidad-capacitación: es la historia como proceso. El ser proceso de posibilitación está, pues, esencialmente constituido por el proceso de capacitación (Zubiri, 1973: 54-55).

Por medio del carácter histórico, el hombre se apropia de posibilidades. Cuanto más amplía sus horizontes de estudios y de viajes, más podrá aprender y ampliar el ámbito de conocimiento en el cual se mueve. Obviamente, para alcanzar a convertirse en sofós, no es suficiente la imposición histórico-social de los hechos, ni basta tener posibilidades y capacidades; ello es nada más que una característica natural de todo ser humano en cuanto animal inteligente. Aquello que nos ayuda a desarrollar la personalidad, y lo que está en juego en la formación del filósofo, es, sobre todo, la aceptación de la naturaleza de las cosas, antes que la imposición de condiciones naturales o su adiestramiento. La realidad en cuanto real se nos impone, se nos entrega. Pero queda a la libertad del hombre aceptarla o qué aceptar de ella. Y una vez aceptada, el hombre debe de hacerse cargo de ella, debe hacerla suya. Sólo cuando la realidad exterior es aceptada voluntariamente, y hecha propia, sólo cuando se elige la vida como opción, cabe que la persona se construya a sí misma. Como escribe Zubiri:

Lo radical del hombre es siempre opción. [...] La opción no es una inclinación o tendencia de nuestra ánima, sino un acto de nuestra persona, si se quiere, un acto de nuestra realidad en cuanto personal. Y por eso, por ser opción personal, la fe es radicalmente libre. […] la libertad consiste en que somos nosotros quienes determinamos hacer nuestra esta actracción. (…) Opción libre no es opción arbitraria, sino opción no forzada (2003: 220-221).

En el lugar donde Zubiri habla de «fe», se puede decir «vida filosófica», en cuanto ella misma es una opción, al igual que la vocación, el amor o la religión, etc. La filosofía es un actuar posible sólo a partir de un discernimiento optativo entre «otras posibilidades»: cada uno se hace al elegir las posibilidades que acepta y hace suyas, que sigue aceptando y haciendo suyas hasta su muerte. Hacerse en la libertad es una tarea esencial para todo ser humano. Lo que cambia son las «posibilidades» que cada persona pueda encarnar en su vida.

Obviamente, la vida filosófica es una de las más arduas de vivir. Impone una actividad intelectual constante e incluso el descubrimiento continuo de nuevos saberes; pero, más aún, impone ponerse en riesgo: discernir, aprender y, sobre todo, examinarse a sí mismo. Como tal, la filosofía es una alternativa; pero no es cualquiera opción: es una «vocación». Si no se compromete la vida en ella como se sigue un llamado, la filosofía se reduce a erudición. Mas la auténtica filosofía abarca más que la erudición. El ejercicio de la filosofía no es el de una profesión entre otras; no se reduce a erudición. No es un puro aprender y enseñar. Supone, primariamente, vivir lo que se es. Comporta un arduo estar en vía: un «hacerse» (filósofo); mejor dicho, se trata de un horizonte, de un «llegar a ser», un «convertirse en» filósofo, abrazando tanto su aspecto intelectual como el vital.

Sólo el auténtico filósofo puede alcanzar la sofía. Quien explora el arte de escribir ha llegado a la antesala de la vocación filosófica. Escribir supone una madurez personal, un estar haciéndose a sí mismo. María Zambrano, en unos de sus escritos de juventud más famosos, trata, precisamente, del duro arte de escribir. Por «escribir» entiende, sin duda alguna, una exploración de la sofía.

María Zambrano y Xavier Zubiri son dos de los pocos filósofos auténticos españoles del siglo XX –a diferencia de los «falsos filósofos» que son los eruditos–. Lo son gracias a la posibilidad común que se les ha ofrecido y que, por supuesto, han aceptado ambos. El suyo es el arte de la filosofía, heredada del maestro Ortega y Gasset. Ambos le agradecen esta enseñanza. En la biografía zubiriana, realizada a partir de testigos y de las cartas de Zubiri, Vincent y Corominas escriben (2006: 87): “Zaragüeta le explicaba filosofía; Ortega le está enseñando a filosofar […] Junto a él, empieza a pensar como nunca había hecho”. Igualmente, María Zambrano en muchos de sus escritos se refiere a “mi maestro Ortega y Gasset” (1993:8).

Zubiri publicó un libro cada veinte años: muy pocos, de hecho. Todo, por miedo a publicar; sin embargo, él también ha sido empujado a la escritura y no pudo contener su voluntad de escribir: cada curso que daba era un libro inédito, un escrito tan original y tan profundo que llevó a sus amigos a publicarlos todos tras su muerte, en contra de su expresa voluntad. En vida, publicó cinco libros voluntariamente: Naturaleza, Historia, Dios (1944), Sobre la esencia (1962) y la trilogía Inteligencia Sentiente (a inicios de la década de 1980). Hoy se han publicado al rededor de 30 títulos suyos; la mayoría pasan de las 300 páginas.

Precisamente por ser filósofos, Zambrano y Zubiri han tenido «temor» a escribir; o mejor dicho, a publicar. Los filósofos no son eruditos capaces de publicar diez artículos y un libro al año. A los auténticos filósofos les resultaría casi imposible. En ellos es más fuerte el auto-criticismo que en los demás: constantemente, se tiene el miedo de equivocarse, se está corrigiendo, se teme no ser entendido.

Sin embargo, a la vez, otra fuerza interior empuja a los filósofos a escribir, a confesar por escrito las palabras que, de otra manera, se perderían en el vacío. María Zambrano, por ejemplo, confiesa:

Utópico escribir este pequeño libro, pues que, siendo irrenunciable en mi vida la vocación filosófica, era perfectamente utópico que yo escribiera, y aún explicara, como lo hice en la Universidad de San Nicolás de Hidalgo, filosofía. Entiendo por «Utopía» la belleza irrenunciable” (1993: 9).2

Zambrano y Zubiri, en cuanto filósofos, han sido empujados –por un sentimiento irrenunciable, como una llamada o una vocación– a hacer filosofía, a escribir sofía. Una vez que la verdad posee por completo a un filósofo, le es impensable no dejarse llevar por ella. La curiosidad y la investigación son tentaciones a las cuales no se puede resistir, y que los conducen a una vida en y por la verdad.

Para concluir con esta sección, primero se puede decir: la erudición es una profesión, es un hacerse a sí mismo desde un afuera-dentro unidireccional que sólo se exterioriza en la producción verbal y escrita impersonal. La filosofía, en cambio, es una vocación, un hacerse a sí mismo, desde afuera hacia dentro y de adentro hacia afuera, que no tiene la necesidad de producir objetos porque es la persona la que se produce a sí misma.

Queda por analizar la cuestión de quién es el auténtico filósofo. A esclarecerlo dedicaremos la siguiente sección.

¿Quién es el filósofo? Rasgos característicos del ejercicio filosófico

La famosa parábola de los falsos profetas que se puede leer en el Evangelio de Mateo es fundamental para entender la diferencia entre los profetas y los que creen (o simulan serlo) serlo. En nuestro artículo, hemos caracterizado dicho contraste mediante la diferenciación del filósofo y el erudito. En esta parábola hay un paso fundamental que Jesús dice a sus discípulos:

«Entren por la puerta estrecha, porque es ancha la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que van por allí. Pero es angosta la puerta y estrecho el camino que lleva a la Vida, y son pocos los que lo encuentran» (Mt: 7, 13-14; Lc: 13, 24).

Este pasaje se puede aplicar a la filosofía: el camino que propone es, de hecho, muy difícil: estrecho y tortuoso; por eso, la mayoría prefiere cruzar por la puerta mediana de la erudición o por la puerta grande de la opinión. No cabe la jubilación de la filosofía porque no es un empleo, sino un modo de ser sí mismo. Algún filósofo se podrá jubilar de su profesión académica, mas nunca de su profesión a la filosofía. Los verdaderos filósofos son los que se mantienen perseverantes en el camino, en su vocación, en su misión; hasta el último día de vida.

Ya se ha dicho que ser filósofo es una opción entre otras, es una vocación. Por vocación se suele entender siempre la religiosa, como ser sacerdote, monja o fraile. Éstos también corren el riesgo de convertirse en profesiones, errar al no vivir su vocación; pero, si la viven, se reconocen desde lejos, aunque no traigan el hábito que los distingue. Lo mismo pasa con la vocación filosófica: un filósofo no se reconoce por su hábito o por sus modos exteriores de ser, sino por su vivir la scientia tensada hacia la sabiduría.

En los últimos tiempos, se ha difundido el prejuicio de los filósofos andan mal vestidos porque no les importa su apariencia, beben mucho y no les importa nadie: viven encerrados en sí mismos, como si se quisieran aislarse de la sociedad misma y escapar de ella. Diego Gracia, en el libro El poder de lo real, dedica la primera parte del tercer capítulo a explicar quién es el filósofo y lo hace retomando el testimonio de varios, entre los cuales están Zubiri, Ortega y Heidegger. Los tres se conocían y estimaban recíprocamente. Además, los tres se pueden considerar filósofos, independientemente de las elecciones políticas que hicieron. Gracia, a partir de un análisis de sus filosofías y modos de ser, propuso un listado de diez rasgos característicos de los filósofos: estar poseídos por la verdad, sentimiento melancólico, retiro a la vida privada, tendencia a la soledad y el silencio, profunda vida interior, ejercicio de la meditación, afán de radicalidad, conciencia de los propios límites, responsabilidad y transformación personal (2017: 178-192). Personalmente, añadiría otras notas importantes: humildad, creatividad, ser y no aparecer, y honestidad intelectual (o autenticidad).3

Varios de estos rasgos se dan juntos, por ser similares. Los agruparé, pues, en cuatros categorías generales. Estos son los cuatros rasgos que se tienen que analizar para poder definir al filósofo:

Vida interior

La primera característica precisa para ser llamado «filósofo» es, sin duda, la posesión de una muy desarrollada vida interior, marcada por un sentimiento melancólico, que empuja al hombre hacia la filosofía (Zubiri, 1974: 240) como si de un mecanismo de defensa se tratara o de un intento por escapar de su soledad. La melancolía se debe al sentimiento fundamental de soledad del ser humano, que intenta escapar de ella sin nunca lograrlo. Zubiri es un ejemplo evidente de esta vivencia. Es él quien vivió la llamada «soledad sonora». Es él quien eligió vivir en soledad, aunque, al encontrarse solo, cayera en la melancolía, y quizá, alguna vez en depresión. Cuando se habla de soledad, no se debe de entender, como muchos creen, la mera separación física de otras personas o el rechazo a estar con otros. Todo lo contrario. Zubiri escribe:

la soledad de la existencia humana no significa romper amarras con el resto del universo y convertirse en un eremita intelectual o metafísico: la soledad de la existencia humana consiste en un sentirse solo y, por ello, enfrentarse y encontrarse con el resto del universo entero (1974: 240).

La soledad conduce a la melancolía; tal vez, al miedo de permanecer solo. Por eso, el hombre se abre al otro. Si el hombre no se sintiera solo, no se habría constituido la comunidad y, menos, la sociedad. El filósofo, por sentirse solo, se abre a la realidad: se abre a los amigos, a la ciencia. Se «exterioriza»: expresa su ser íntimo, profundo. Hay que recordar que el filósofo expresa no doxa, sino sofía: su exteriorización lo es de algo interior, construido a lo largo los años en los momentos de radical soledad, que empuja al filósofo a volver a sí mismo, a buscar, a buscarse, a construirse.

Tras salir de sí mismo para expresarse, vuelve pronto a su soledad porque cuando el filósofo sale de sí mismo hacia los demás, siente una nostalgia de su soledad y quiere volver a su «cárcel», donde se siente sí mismo. Diego Gracia escribe que “El filósofo no suele ser amigo de la publicidad ni de lo público. Aunque lleve una vida pública, necesitará siempre retraerse al ámbito de lo privado” (2017: 182). Esa vuelta a su vida privada es una aceptación de su soledad para volver a su interior, un reencontrarse consigo mismo que le permite hacerse filósofo porque es en el foro interior que nace la filosofía en la forma del pensamiento del filósofo, eso que intentará exteriorizar. Semejante arte de la verdad depende necesariamente de la intimidad de cada quien, de el sitio desde donde cada quien apunta a esta vocación. La verdad se expresa desde el background de cada quien; de otro modo, sería pura construcción objetiva. La filosofía, quién lo duda, tiene su objetividad. Mas siempre se arriba a tal objetividad «subjetivizada» por las vivencias de quien la expresa.

Así, lo primero que un aspirante a filósofo tiene que cultivar –para poder no sólo conocer intelectualmente sino vivir la verdad– es el retorno a la vida privada: en la soledad profunda, ha de encontrarse consigo mismo. Zambrano recuerda que: “El pensamiento filosófico es algo que se realiza en la más absoluta soledad, para lograr con el propio esfuerzo del ser, el ser uno mismo” (1993: 119). Este ser uno mismo es la autenticidad del ser personal o, incluso mejor, es la aceptación de lo que nos empuja: la verdad misma, la vocación a la filosofía. Lo que se exterioriza cuando se escapa de la soledad, por tanto, es la pura filosofía, porque lo que se expresa es el ser más íntimo del filósofo, su ser personal auténtico.

¿Qué significa que la verdad nos empuja? Significa que intenta obligarnos a cumplir con nuestra vocación, con nuestra misión filosófica, hasta el final. Cada vocación es también una misión que ya nos entrega la verdad misma porque, previamente, estamos poseídos por ella. Así, escribe Zubiri: “La vida teorética es vivir en la verdad, estar poseídos por ella” (2010: 305). En esa línea, Diego Gracia afirma que la vida filosófica es: “estar poseído por la verdad” (2017: 191). También Zambrano tiene presente esta posesión. Pero ella la refiere a los poetas, cuando escribe que “Su vivir no comienza por una búsqueda, sino por una embriagadora posesión” (1993: 41).

El tema de la posesión por la verdad no es algo nuevo. Ya está presente en la filosofía griega. Las citas contemporáneas no son sino resonancias de la actitud de Sócrates en el pasaje aristotélico: “obligados, como hemos dicho, por la verdad misma” (Met: I, 3, 984 b 9-10). El hombre está poseído por la verdad que lo empuja a vivir en ella, a vivir y cumplir su misión. Sin embargo, no se trata de una obligación en el sentido de que no ofrece libertad de elección. Ni de que la verdad nos empuje contra de nuestra voluntad. Aunque dice Gracia: “Al filósofo se le impone la necesidad de hacer filosofía en modo imperioso. La iniciativa no la toma él, sino que de algún modo se la impone, incluso en contra de su voluntad” (2017: 178). Me parece que estar poseídos por la verdad o ser empujados por ella, sólo implica la percepción de haber sido elegidos por ella. El ser humano, en su sentirse poseído, tiene completa libertad de aceptar esta misión o no. Es una obligación, por así decirlo, que no es coercitiva, sino que es libre o mejor «no forzada» (Zubiri, 2003: 296).

Estar poseído por la verdad es algo «natural». Pero la admisión de tal posesión es un acto libre del hombre: la verdad nunca obliga a ser aceptada. Si el hombre no quisiera aceptar tal vocación intelectual, lo podría hacer sin problemas: se trataría de vivir como si la verdad no lo llamara. Sin embargo, no aceptar tal vocación y no vivir en y por la verdad tiene sus consecuencias; tal vez negativas, en el sentido de que se viviría sin pasión.

Por poner un ejemplo: una persona cuya vocación fuera a la medicina, a quien le ofrecieran un buen trabajo como jefe de una empresa, obviamente podría optar libremente por este empleo y alternarlo con su labor médica. Mas, supongamos que aceptara ser jefe: ¿su vida sería una de total plenitud? ¿Se arrepentiría esa persona de no haber sido médico? Claro que sí. Sin duda alguna, ello ocurriría porque la vocación médica lo poseería hasta su muerte, aunque él la rechazara e hiciera un recorrido diferente. Aunque el hombre, libremente, no acepte su vocación, ella siempre lo acompañará.

En este sentido, la vocación o la posesión por la verdad no es una imposición categórica, porque no obliga; pero, de no seguirla, se arriesga a terminar por cumplir con una vida sin sentido y llena de remordimientos. El filósofo siempre tiene la libertad de optar por serlo, o no. Por lo tanto, no es suficiente con que el hombre esté poseído por la verdad para convertirse en filósofo, sino que hace falta que acepte dicha vocación y que la alimente: no sólo la verdad debe vivir en él, sino que él debe también vivir en ella.

Xavier Zubiri ha sido un ejemplo de vida interior intensa, de consagración a la filosofía y de una vida alimentando nuevas ideas; era, para él, como acercarse a Dios. Y sin duda esta vida interior de contemplación y dedicación hacia la filosofía era un impulso que nacía de su veta mística. De Zubiri hay que recordar, como lo hace Carmen Castro, “que había conocido una gran mística y mártir […]: Edith Stein” (Castro, 1992: 57 ). Edith Stein, además de ser una mística, también es una de las exponentes más sólidas de la fenomenología husserliana en el siglo XX. Por lo tanto, no cabe duda de que el primer Zubiri (el de la etapa husserliana) tuvo un contacto muy profundo con la filósofa, hasta caer en la pura «mística filosófica». La vuelta a la vida interior y a la meditación sobre la verdad podría ser en él una influencia cristiana; sin embargo, adopta en él un rasgo que la diferencia y la hace suya: la sofía.

Ya Agustín hablaba de regresar a la propia interioridad para encontrar la verdad y varios místicos de la historia nunca dudaron de esta vía, al poderlo vivenciar en su interior. Los místicos se consagraban a la Verdad en tanto que la verdad es Dios; Zubiri se consagró a la verdad en cuanto sofía. No resulta extraño, pues, que Zubiri se declarara «profeso» en filosofía. Zubiri vivió una vida interior desde su casa. Se quedó en Madrid, en su casa en calle Nuñez de Balboa 90, los últimos cuarenta años de su vida, consagrándose a la verdad leída, pensada y sentida; nunca dejaba de leer y escribir porque la verdad lo poseía y él se dejaba poseer como en un encuentro místico.

Al igual que Zubiri, Maria Zambrano gozó del conocimiento de los místicos, que sin duda influyeron en su pensamiento y forma de llevar su humilde vida. Aunque la mística influyó en Zambrano, ella no desarrolló su vida interior como Zubiri; sino que la suya fue una continua conquista de la verdad, ya que su vida había sido muy dura y accidentada. No todos los poseídos por la verdad habrían podido vencer en la lucha por permanecer vivos frente a una tan tormentosa vida. ¡Ella pudo! María, en su doloroso exilio, ha sido siempre una portadora de la verdad. Se sentía obligada por ella, ya que la vivía siempre más íntimamente. Tal fue su lucha permanente: vivir por la verdad, independientemente del dolor que tenía en vivir la vida. Frente al dolor, el consuelo de haber crecido con la verdad y en la verdad, alcanzando un grado de «misticismo filosófico», nos permite tomarla como el ejemplo de «auténtica filósofa».

Maduración

Una vez que la persona acepta la imposición de la verdad está obligada a vivir a la luz de la verdad como guía. Volviendo dentro de sí mismo, empujada por su soledad, deberá meditar para construir un nuevo sí mismo. ¿En qué consiste la meditación?

Zubiri, tiene un texto muy bonito, que habla de Sócrates como ejemplo del filósofo por excelencia –no del erudito por excelencia–, que hizo de la filosofía su propia vida, y escribe:

Lo «ético» no está primariamente en aquello sobre que medita, sino en el hecho mismo de vivir meditando. Las cosas de la vida no son el hombre; pero son las cosas que se dan en su vida y de las que ésta depende. Hacer que la vida del hombre dependa de una meditación sobre ellas, no es meditar sobre lo moral, a diferencia de lo natural: es, sencillamente, hacer de la meditación el éthos supremo (Zubiri, 1974: 207).

No es que se vuelva dentro de sí mismo y se medite, sino que se vive meditando sobre nosotros mismos y sobre las cosas que se imponen en el camino. Es curioso el uso de la palabra ethos para definir la vida como meditación. No hay duda de que Zubiri no entiende esta palabra como se suele entender hoy en un sentido tradicionalmente atribuido al griego: como «costumbre». Acaso Zubiri entienda la expresión –siguiendo a su maestro– en el sentido orteguiano, aunque tal vez lo haya utilizado en su sentido etimológico, posiblemente heredado del indoeuropeo.4 Ηθος viene del sánscrito svadhā, compuesto por sva («en sí») y dhā («lo que está puesto»): significaría «poner en sí». Esta es una derivación etimológica diferente a la de «ética», que utiliza la raíz sánscrita («conducir», «guía de conducta») (Rendich, 2010: 73). De hecho svadhā tiene un origen religioso: parece haber sido una bendición para los padres difuntos; mientras que nīti tiene una derivación más bien social-política, como se puede apreciar en su significado, más práctico.

Esta descripción es importante para poder entender en qué sentido dice Zubiri que la meditación es el ethos supremo: es lo que está puesto en sí, o sea, es un modo de ser del filósofo. Éste no medita, sino que él mismo, en cuanto vida interior, es meditación. La meditación, dicho en otras palabras, no es un acto o una costumbre, sino la vida interior del filósofo en cuanto retracción y vivencia en sí mismo. La meditación constituye el ser más íntimo del filósofo. Por lo tanto, necesita ser alimentado a diario bajo una forma de vida «saludable» para no perderse en el mundo exterior y desperdiciar su propia vocación. Sólo el que pueda conducir una vida intelectual y profunda podrá alcanzar la madurez, o sea: su transformación personal.

¿Cómo se madura interiormente?

No cabe duda de que aceptar la verdad, hacer de la vida interior una meditación y cumplir la misión para la cual hemos nacido nos lleva a una maduración interior. Sin embargo, en el caso del filósofo, hace falta también una vida dedicada al estudio, a la investigación. Esto ya se habían entendido en el Antigüedad y en la Edad Media donde la madurez del hombre tenía que ver con el control de las pasiones y el estudio constante. Sin embargo, en Zubiri hay una novedad. Las ciencias, en el siglo XIX, se distinguieron en humanas y naturales, por la diferencia de sus objetos y métodos. También Zubiri rescata esta diferencia. Aunque, para él, las dos ciencias no se dan separadas categóricamente. Si bien, son diferentes, se complementan en el saber general. Para Zubiri, las ciencias naturales tienen como elemento de estudio la realidad-objeto, mientras que las humanas tienen como objeto de estudio algo que no es dado ciegamente pues es indeterminado. Por lo tanto, se debe buscar en la profundidad: es la realidad-fundamento. La diferencia es esencial: el contenido del objeto es lo que se estudia y se debe probar; el fundamento en cuanto formalidad se entrega en aprehensión primordial como algo sumamente indeterminado. Nos obliga a determinarlo. Tal es la base metafísica de la realidad-objeto. Así, el filósofo tiene la obligación de buscar el fundamento de las cosas y construir su contenido profundo: no «qué» es la cosa (ciencia), sino «por qué» es (filosofía).

Madurar, en conclusión, sucede al haber sido poseído el filósofo por la verdad –la que madura es la verdad, en nosotros–. Sin embargo, la aceptación de la verdad como compromiso con su desarrollo es la prerrogativa primaria para que pueda haber una maduración filosófica. Al admitir la verdad como compromiso con su cultivo, al tiempo que se la concibe, se madura.

Zubiri demostró su continua maduración a lo largo de sus escritos y cursos. La idea de partida nunca coincidía con la del final: sus obras hablan del mismo tema de formas que, a veces, parecen contradictorias. Sin embargo, esta es la prueba más evidente de que la verdad lo poseía y él se dejaba poseer por ella: la contradicción, que se puede leer, no es una mera equivocación, sino una evolución en él del desarrollo de la verdad: una pura maduración filosófica. Vivir la verdad es madurar con ella. Esto, Zubiri lo encarnó hasta el último día de su vida, con la revisión y actualización de la obra maestra El hombre y Dios.

Xavier Zubiri configura la encarnación de la verdad y maduración con y por ella, en su soledad filosófica, sin nunca alejarse de su casa.

Otro ejemplo de maduración de la verdad, no es estático sino dinámico, es María Zambrano. Ella es el ejemplo viviente de maduración, ya que encarnó la verdad y vivió con ella en sus pasiones, en sus dolores, en su soledad profunda, en su exilio. No encarna la verdad estática, sino dinámica: su filosofía no depende sólo de las lecturas, como en Zubiri, sino que dependen sobre todo de su exilio: de sus viajes, de experimentar la verdad en sus mil facetas. María Zambrano maduró por la verdad dinámica que la poseía en su soledad, a lo largo de su fatigosa y tortuosa vida como exiliada.

Creación

María Zambrano tiene una metáfora muy significativa para explicar la construcción de la vida personal: “Pues la vida es como una columna o espiral que asciende creando palos nuevos. Es verdadera y propia creación” (1998: 155). Efectivamente, la persona es la suma de todo lo que vive, y como esta suma lo es por añadidura de hechos históricos, sociales y culturales, psicológicos, etc., el hombre tiende a crecer hacia arriba. De ahí que se la compare con una columna ascendente.

No cabe crecer hacia atrás o hacia abajo. Ni siquiera le ocurre eso al hombre que no crece. Lo que hay es individuos que crecen, unos más lento que otros, y que, al final de su vida, alcanzan una meta diferente. El filósofo, en este crecimiento, debe de darlo todo, eminentemente a través del cultivo del conocimiento y de su compromiso con la verdad como creación, desde sí, de lo que, de otro modo, constituye el horizonte objetivo de la realidad. Hablo de «creación» y no de «producción» porque la segunda expresión está ligada a la venta y al comercio. La filosofía no es algo que se produzca para vender. Acaso se produzca y se venda. Sin embargo, su propósito no es vender. En otras palabras, nunca se debería escribir filosofía como se construyen tinacos, con el solo objetivo de ganar dinero. La de la filosofía es una pasión pura, allende el rédito. Es la propia verdad quien nos empuja a escribir, que busca hacerse manifiesta. Zambrano escribe:

Afán de desvelar y afán irreprimible de comunicar lo desvelado; doble tábano que persiguen al hombre, haciendo de él un escritor. […] En esta soledad sedienta, la verdad aún oculta aparece, y es ella, ella misma la que requiere ser puesta de manifiesto. Quien ha ido progresivamente viéndola, no la conoce si no la escribe, y la escribe para que los demás la conozcan (2000: 39-42).

La verdad no empuja sólo hacia dentro, como ya se vio en el primer capítulo, sino que empuja, simultáneamente, hacia afuera, pues «la verdad siempre es mayor que el hombre»: la verdad es siempre mayor que nuestra capacidad de alojarla, de encarnarla. Es su excedencia lo que nos empuja a escribir. El filósofo no puede resistirse porque la verdad lo lleva a no ser egoísta: lo impele a sacarla de sí, a no quedarse para él solo la verdad que lo inunda. Lo llama a compartirla con los demás. El filósofo saca de sí mismo su creación racional para ponerla al alcance de todos; en particular, de los que no están poseídos por tal verdad. Esto es lo que hace al filósofo altruista, en cuanto promulgador de la verdad poseída. El filósofo, por naturaleza, como decía Ortega, es generoso y, como dice un estudioso orteguiano, debe entenderse tal generosidad como “generar para poder dar” (Bastida Freijedo, 2005: 88). Ser generoso no es sólo dar, sino generar, crear, como hace el mismo filósofo: crea para dar, crea para difundir.

Sin embargo, la «verdad» que se expresa por escrito no es sólo fruto del empujón, sino que es también el resultado de una fecunda labor intelectual, en soledad, como recuerda Zambrano: “es una acción que sólo brota desde un aislamiento efectivo” (2000: 36). Éste es, de hecho, el ámbito de la creación de teorías; en este caso particular, filosóficas. Pero no es construcción de verdad, sino «verdad en construcción». Nosotros estamos poseídos por la verdad y así no la podemos construir. Es imposible ir más allá de la verdad con la sola razón. Ni siquiera la podemos domar: ella es la que nos posee; no nosotros a ella: le somos inferiores. Realitas semper major. Por lo tanto, todo lo que queda por hacer hacer es buscarla en la totalidad de la realidad que se nos da como formalidad en su aprehensión. Y como la realidad es por sí misma indeterminada, nos empuja a construir su contenido. No es construcción de realidad, sino realidad en construcción: lo que se construye no es su fundamento, sino su contenido, que siempre se actualiza; lo que se escribe no es su formalidad. Mas su contenido es inagotable, inalcanzable, porque el hombre no puede contener la la realidad. Por lo tanto, lo que se escribe es una verdad en construcción, una verdad no-agotada, pero siempre más cercana a lo real porque ha crecido el trasfondo de ideas y conceptos creados, desde los cuales se empieza. Lo que se expresa, por tanto, es la verdad en continua construcción en nuestro interior, buscando acercarse lo más posible a la realidad inalcanzable.

María Zambrano hablaba muchísimo, con gran pasión, de la filosofía y, sobre todo, de la poesía. Como ella repitió muchas veces, «nada crea mejor que la poesía». Aunque ella escribía filosofía en prosa, no quita que su lenguaje haya sido siempre muy poético y fluido. No sólo escribió sobre conceptos de filósofos y/o ideas filosóficas, como hacen muchos intelectuales; en sus escritos se puede leer sobre sus estados de ánimo, las pasiones, la vivencia de la verdad en ella; su modo de expresarse siempre incluía los sentimientos. Ella creó desde los demás, desde sus vivencias internas y externas. En mi opinión, es el prototipo de filósofa creadora española.

Modestia

Por no poder nunca alcanzar la verdad de la realidad, el filósofo se siente vencido y toma conciencia de sus límites. Sin embargo, el verdadero filósofo no se detiene por eso, sino que sigue construyendo hasta el final. Zubiri y Zambrano son dos ejemplos de esta perseverancia en la llamada, en la misión: Zubiri murió en el 1983, año en que terminó de escribir Inteligencia y razón y que planteaba empezar otro libro (sobre el sentimiento afectante); María Zambrano tampoco dejó de escribir artículos hasta su muerte, en el 1991.

La vocación no es un simple trabajo como la erudición, es un vivir la verdad hasta la muerte, bajo su guía. Por lo tanto, aceptar seguir un camino guiados por la verdad es signo de humildad. El filósofo, por naturaleza, es humilde; también su humildad se ve cuando publica porque, siendo consciente de los límites que tiene su labor, la difunde del mismo modo, como si no importara su reputación sino sólo la difusión de la verdad. Frente al vencimiento de sus propios límites, frente al desgastante trabajo en soledad, el verdadero intelectual no tiene la pretensión de agotar la verdad; comparte lo que construye con inmensa humildad. Las críticas llegarán y el filósofo, acaso, se deprimirá. Sin embargo, la verdad ganará sobre su tristeza y volverá otra vez a su trabajo de investigación-creación-difusión.

Zambrano nunca paró de filosofar y escribir, inclusive en los momentos más tristes de su exilio: vivió su vida con perseverancia y modestia, adaptándose a vivir en lugares oscuros y pocos confortables. Nunca la depresión le ganó. En los momentos más difíciles siguió aceptando la verdad y vivir por y en ella: la veritas fue su fuerza.

Zubiri también quiso seguir el camino de la modestia. Durante su vida, lo invitaron a dar clases universitarias en algunas ocasiones, gracias al prestigio que habían sus escritos y cursos privados; sin embargo, siempre quiso rechazar las ofertas y seguir tras su vocación filosófica. Él no quería ser profesor universitario, no quería ser un intelectual en tanto que intelectual, sino que quería dedicarse sólo a la pura verdad y a su difusión esotérica a un modesto grupo de seguidores: era un profeso en filosofía.

El filósofo en su unidad

El filósofo es quien empieza por estar poseído por la verdad y la vive a lo largo de su vida. Ella es la que, una vez aceptada, encomienda al filósofo una misión: madurar interiormente, estudiar y, sobre todo, llevar la verdad por él creada a los demás, al exterior, aunque sólo pueda hacerlo limitadamente. Se ha de entender que él no vive desde fuera como cualquier persona que no esté poseída por la verdad; ni siquiera es como el erudito que vive interiormente, muchas veces convencido de poseer la verdad. Vive, sobre todo interiormente, su soledad; si bien, no de una manera a-social, ya que se sale de sí mismo para llevar la verdad a los demás y para vivir su buena vida entre amigos y otros intelectuales.

El filósofo está abierto al diálogo pues no está en posesión de la verdad. Va en búsqueda de cómo (o de cuál) podría ser su contenido. Su búsqueda lo conduce a los libros, a conversaciones con otros interlocutores y, por supuesto, al «campo de realidad». Desde él se construye contenido, y la verdad va a ser siempre más determinada, aunque no alcanzada. Esta es la misión: determinar un poquito más la verdad, vivir según ella, y expresarla.

¿Por qué se sigue haciendo filosofía hoy?

El siglo XXI es muy dramático para la filosofía. En Europa y en América, se ha querido limitar el lugar que esta disciplina tiene en las universidades. Ello, simplemente por considerarla «inútil», es decir: productiva económicamente. Una pregunta frecuentemente dirigida a quienes se inscriben a filosofía es: «¿Por qué haces algo tan inútil, que no te dará para comer?» La respuesta ya está dada en este artículo. A las demás facultades, uno se inscribe por varias razones: pasión por la disciplina, aspiraciones salariales, por querer ayudar los demás, como en la medicina, etc. Sin embargo, la filosofía es mucho más que una elección: es una vocación.

Hay que decir que la mayoría se inscribe a la filosofía por muchas motivaciones que no son la vocacional. Hay quienes estudian filosofía como si fuera cualquiera disciplina, meros eruditos. Mas un pequeño porcentaje se inscribe por vocación, atendiendo a un tan poderoso llamado que no se puede escapar de éste sin herirse. La filosofía, sin duda, no garantiza el gozo de grandes salarios a nadie. Aristóteles no enseña sobre la metafísica que “todas las demás (ciencias) serán más necesarias que ella, pero ninguna es mejor” (Met. I, 2, 982b10): lo es por ser totalmente libre en su objeto y en su función-utilidad.

Búsqueda libre de su objeto

La filosofía no busca precisar cuál sea la única visión de un objeto. No busca una explicación al modo de las ciencias. Por ejemplo, la medicina ofrece criterios para discernir si una célula si es cancerígena o no, mas no responde cómo se pueda llevar una enfermedad con dignidad. Como escribe Zubiri:

relativamente a su objeto, la filosofía, a diferencia de la ciencia, no ha acertado aún a dar ningún paso firme que nos lleve a aquél. […] Mientras la ciencia es un conocimiento que estudia un objeto que está ahí, la filosofía, por tratar de un objeto que por su propia índole huye, que es evanescente, será un conocimiento que necesita perseguir a su objeto y retenerlo ante la mirada humana, conquistarlo. La filosofía no consiste sino en la constitución activa de su propio objeto, en la puesta en marcha de la reflexión (Zubiri, 1974: 114-117).

La filosofía es una ciencia peculiar. No sólo no tiene objeto propio, sino que es la misma búsqueda desde posibilidades intelectuales siempre más nuevas, aunque no totalmente suficientes.

¿Cómo busca su objeto la filosofía? Las ciencias naturales, hoy en día, están en dependencia de la técnica y de la tecnología para el estudio de sus objetos: no se pueden estudiar las partículas elementales sin, por ejemplo, los ordenadores. Ni siquiera se podría hacer un control del azúcar en la sangre sin medidor de glucemia. Igualmente, no se puede observar Neptuno a simple vista, sin un telescopio.

Las ciencias humanas también utilizan los ordenadores, especialmente para archivar la historia. Pero ello no es imprescindible. Para la filosofía, en particular, porque no teniendo un objeto, es cierto que no hay nedesidad de utilizar tecnologías más complejas que el lenguaje o el medio de su difusión; menos necesidad hay de crearlas. La búsqueda del objeto filosófico es más bien obra de la reflexión, entendida como “una serie de actos por los que se coloca en nueva perspectiva el mundo entero de nuestra vida, incluyendo los objetos y cuantos conocimientos científicos hayamos adquirido sobre ellos” (Zubiri, 1974: 117).

Esta reflexión es, obviamente, de carácter histórico. Presupone el saber adquirido, aunque no se quede en él. Puede hasta adoptar un objeto de otra ciencia, aunque lo estudie bajo un perfil distinto o lo construya desde posibilidades lógicas previas a la experiencia: ha sido el caso del «ser», por ejemplo: nadie jamás ha tenido experiencia física del ser, mas, sin duda, muchos filósofos estaban –y están– seguros de su existencia. La misma suerte la tiene la «esencia»: nadie ha podido verla. Mas, cabe crear tal concepto por construcción (como pretende Zubiri) o por abstracción (como creía Aristóteles). En ambos casos, el objeto de la filosofía se busca creando desde posibilidades previas adquiridas y se les va configurando bajo una perspectiva que depende del vivenciado de cada uno y de la sociedad en la cual se está.

Sin duda, cada cultura tiene una filosofía propia, que no es necesariamente conceptual. Así, los griegos hacían ya una filosofía muy conceptual, a tal punto que acuñaron el concepto «ser». En la cultura “maya-tolteca”, tenían más de una visión mística-experiencial: su «‪ser» era el águila, más bien ser en el sentido de fuerza e inalcanzabilidad; los superhombres, los héroes, son llamados «águilas-jaguar», porque el águila representaría su parte divina y el jaguar la humana (este animal era símbolo del hombre como se ve en las representaciones de la época).

¿Qué se puede expresar o escribir si no se tiene un tema o una historia sobre la cual hablar? Lo que se reflexiona y se busca creando, desde sí mismo y de las posibilidades aprendidas, es el objeto filosófico: en esto consiste filosofar.

Su función-utilidad

Ya se repitió muchas veces que la filosofía desde siempre no es un producto eminentemente útil ni comercial, y esto era obvio ya antes de Aristóteles:

Que no es una ciencia productiva resulta evidente ya desde los primeros que filosofaron. […] Así, pues, si filosofaron por huir de la ignorancia, es obvio que perseguían el saber por afán de conocimiento y no por utilidad alguna. Por otra parte, así lo atestigua el modo en que sucedió: y es que un conocimiento tal comenzó a buscarse cuando ya existían todos los conocimientos necesarios, y también los relativos al placer y al pasarlo bien. Es obvio, pues, que no la buscamos por ninguna otra utilidad, sino que, al igual que un hombre libre es, decimos, aquel cuyo fin es él mismo y no otro, así también consideramos que ésta es la única ciencia libre: solamente ella es, efecto, su propio fin (Met. I, 2, 892b 12-28).

Ya es claro, desde Aristóteles, que la filosofía no es productiva. Trata con el saber por el saber. Su ejercicio se compara a la actividad del hombre libre: pura huida de la ignorancia; difiere de la esclavitud de las ciencias, que ya tienen un objeto que poseen en tanto que saberes útiles.

Ya no lidia frente a las ciencias naturales con la acusación de falta de seriedad intelectual, que la marcó en los siglos XIX y XX. Al no ser productiva, es ahora amenazada por la sociedad de consumo. En el siglo XXI, la diatriba contra la filosofía alega su falta de productividad económica y sus gastos injustificados.

¿En qué puede ayudar la filosofía al Estado? En primera instancia, económicamente, parece que nada; pero no se puede renunciar al desarrollo de la cultura: la filosofía es un saber teorético. Irónicamente, la apuesta por la filosofía acaba por rendir frutos también económicos a las instituciones y a las naciones. Pero no se trata de pensar en cómo reducir este saber a lo práctico, como si la filosofía necesitara echar mano de su practicidad para sobrevivir hoy. Claro que cabe la consultoría y que hay dimensiones aplicadas de la filosofía. Tampoco se trata de censurar estas vertientes, sino de resaltar que el valor de la vocación filosófica radica en la libertad de su ejercicio.

La filosofía es, primero, libertad de búsqueda: es meditación, es vocación, es vida. El Estado debe entenderlo y ayudar en el financiamiento de las personas que empiezan este camino. No es muy diferente al de los sacerdotes o los religiosos: asimismo, se consagran; si no inmediatamente a Dios, por lo pronto, a la verdad que los posee. Hay que respetar la filosofía en su pureza y ayudarla para que pueda expresarse. Eso quizá ayude también las sociedades. La cultura, en todas sus facetas, es siempre preferible a la ignorancia, pues conduce a la sabiduría. Mas, de la ignorancia surgen la violencia y el odio.

Acaso la libre expresión de la vocación filosófica pueda tener buenas repercusiones para la sociedad maltratada por la violencia. De otro modo que las demás ciencias constituye, sin embargo, también el mundo de la cultura. Ya Platón invitaba a los cavernícolas a salir de la caverna de la ignorancia e ir a contemplar la verdadera sabiduría: este proceso llevaría el hombre a ser más consciente de sí mismo y de sus acciones. Por lo tanto, la misma violencia sería, a la luz del sol, algo vergonzoso. Cultura y paz es un binomio inseparable igual que ignorancia y violencia. Por lo tanto, la sociedad de hoy está obligada a favorecer la instrucción e investigación filosóficas, aunque no reporten en el corto plazo una ganancia económica. La recompensa, también económica, acaso sea una sociedad más justa.

Si el filósofo tiene una misión suprema ésta es la de buscar la sabiduría y difundir la verdad. Tal vez colabore a curar del mundo las enfermedades intelectuales y espirituales desde su vida en profundidad.

Conclusión

Este artículo empieza por presentar tres de tipos discursos: δóξα, ἐπιστήμη y σοφíα. Cada uno pertenece a un actitud humana: la vulgaridad, la erudición y la filosofía, respectivamente. La gente común expresa lo que sabe y que cree cierto con la misma certeza que cuando cuenta chismes, noticias aprendidas. Los eruditos viven estudiando y produciendo para publicar, creyendo estar en posesión de verdades sólo por el simple hecho de tener una actitud muy dedicada al estudio. Por fin, están los filósofos que, al igual que los intelectuales, estudian y viven una vida interna intensa. Pero mucho más interna e intensa que los demás porque no creen poseer la verdad, sino que se saben poseídos y guiados por ella: por eso meditan, buscan conocerse a sí mismos; se cuestionan y maduran en sí la expresión de la verdad. Aunque el filósofo es la voz de la verdad, nunca podrá formularla de cabalmente: tales son los límites del ser humano, veritas semper major humani est.

La segunda sección trata de cómo debería ser el auténtico filósofo. Sin embargo, no se ha querido dar una visión comprehensiva o definitiva. Sin duda, habrá muchas más cualidades en los auténticos filósofos, y muchos más merecimientos de los que se han señalado aquí. El modelo del filósofo es el mismísimo Sócrates, por ser un ejemplo de vida contemplativa, dialógica, reflexiva, madura. Sin embargo, el filósofo de hoy no debe aspirar a llegar adonde Sócrates, sino que debe aspirar a ir más allá que él. La búsqueda de la verdad no supone un cuestionarse desde la nada. Al contrario, nos conduce a aprender lo que ya se ha dicho. Desde el aprendizaje de las posibilidades ya realizadas, cabe emprender la construcción de nuevas expresiones de la verdad. Rara vez serán apodícticos, certeros, todos nuestros argumentos, pero siempre nos conducen un poco más cerca de la realidad. La tarea del filósofo es ésta: desde posibilidades previas expuestas por otros, sacar nuevas y más complejas posibilidades, siempre más cercanas a la verdad. Y esto porque el rol del filósofo es primero un rol histórico: no hay verdad sino históricamente. Si no fuera así, el hombre no podría ni siquiera hablar. La naturaleza humana, al ser histórica, demanda al filósofo no prescindir de los descubrimientos anteriores, y ello no sólo porque son posibilidades previas necesarias, sino para evitar los mismos errores o repeticiones inútiles.

El filósofo, entonces, al igual que cualquier ser humano, parte de posibilidades dadas por la sociedad y por otros intelectuales; sin embargo, no se queda allí, sino que sigue buscando la verdad hasta el final de su vida. A sabiendas de que nunca la alcanzará, no obstante permanece tranquilo en la esperanza de que la verdad lo alcanza en su vida íntima, porque, como ya decía Agustín de Hipona “in interiore homine habitat veritas” (Agustín, 390: 39-42).

Finalmente, se quiso ver el lugar del filósofo en el siglo XXI, rol para nada fácil porque se le van cerrando cada vez más puertas, dado que la filosofía no parece productiva económicamente. Sin embargo, el rol de la sociedad no es el de ver sólo la ganancia económica, sino la mejora cultural y moral del Estado. Por tanto, creo que la acogida de la «improductiva» vocación filosófica es un paso para una sociedad mejor y con menos violencia.

Referencias bibliográficas

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  1. Traducción personal del texto: “Per insegnare l’arte dello scrivere, cioè di esprimersi”. ↩︎
  2. Se refiere al libro “Filosofía y poesía”. La UMSNH está en Morelia. ↩︎
  3. Obviamente, se podrían agregar otras. Cada quien tiene varias opciones. Este es un pequeño listado de calidades que no quiere agotar el tema, siempre abierto, desde hace milenios. ↩︎
  4. Hay que recordar que Zubiri era un estudioso de las lenguas antiguas como el sánscrito, junto al jesúita Deimel en el Instituto Biblicum de Roma y con Massignon en el Instituto de Estudios Iranios en París, no sólo por la importancia de la labor étimologica, sino por su trascendencia también gnoseológica para la filosofía. ↩︎