Gabriel. G. Jolly
Universidad Panamericana, México
Ha poco un amigo escribió, a propósito de Mark Lilla,1 sobre la nostalgia del pasado de los reaccionarios, entre los que socarronamente me incluye –quizá con razón–. Pesimistas antropológicos, fatalistas históricos, furibundamente antimodernos, agrios –y acaso agudos– críticos de los mitos ilustrados y modernos, vemos el mundo actual con distancia –o incluso asco– y nos refugiamos en fugas teológicas y románticas. Entre aquéllos, yo solía contar a Iván Illich (Viena 1926-Bremen 2002), el excéntrico y cosmopolita, omnisabio y políglota, profeta-filósofo de Cuernavaca, según lo entendía vía mis lecturas de Ixtus y Conspiratio y mis charlas con illicheanos cercanos. Pero me equivocaba, tal como me quedó claro gracias al librito de Humberto Beck.
A diferencia de Wojtyła y su «cultura de la muerte», Ratzinger y su «dictadura del relativismo», Foucault y su «biopolítica», Agamben y su «estado de excepción», Žižek y su «punto de no retorno apocalíptico», Vargas Llosa y su «(in)civilización del espectáculo», Negri y Hardt y su «imperio», Butler y su «precariedad», etcétera, Illich y su «convivencialidad» me recordaron –cosa que Beck señala con claridad– el proyecto de Kant, quien pretendía salvar a la Ilustración de sí misma, acotando las dos tendencias autodestructivas de sus mejores productos, la ciencia y la crítica, para que no degeneraran en materialismo y en escepticismo respectivamente, y delimitando sus condiciones de posibilidad epistemológicas, metafísicas y éticas.
La «tercera vía» illicheana apunta, como la de Kant en su momento, a la superación de las patologías de ese proyecto intelectual y moral que llamamos Modernidad, a partir del establecimiento de límites y esclareciendo sus condiciones de posibilidad, no de una negación radical tan violenta como inviable; tarea difícil, pues, ¿cómo mecerse en la cuerda floja de la moderación sin incurrir en el optimismo de cientificistas futurólogos y apóstoles del «progreso» ni ceder ante el pesimismo reaccionario –oscurantista incluso– que ve en cada nuevo invento un ejemplo de hýbris prometeica?
Según apunta Beck, Illich deseaba, ante todo, salvaguardar la máxima conquista de la Modernidad, la autonomía, para que no fuera subsumida por ese otro producto moderno que se ha salido de control: la instrumentalidad. “Sin apología de la reacción ni una utopía nostálgica”, quería rescatar los espacios irreductibles e inefables de humanidad –de espiritualidad en sentido amplio si se quiere–: el «milagro de la presencia», el «arte de sufrir», los «ambientes de convivencialidad», de los excesos de la técnica y la economía, cuya inercia provoca que superen su calidad de medios y usurpen los fines de la vida humana (como la escolarización que destruye la educación, la medicalización que merma nuestra capacidad de integrar el sufrimiento, las burocracias que monopolizan y asfixian la creatividad del Hombre, etcétera). Si su propuesta lo logra o no es harina de otro costal, pero es sin duda un debate inaplazable e imprescindible.
Al intentar la divulgación de un autor tan excéntrico pero indispensable como Illich, Beck no sólo ayuda a poner sobre la mesa viejos problemas, tensiones añejas, conceptos gastados y perspectivas novedosas, sino que aporta una bocanada de aire fresco al panorama intelectual de nuestra época. En efecto, Illich pertenece a esa rara clase de pensador que puede trazar amplios paralelismos y rastrear paradigmas generales o aun universales –cosa que siempre molestará a nuestros académicos ultraespecializados, cuyo positivismo metodológico los ha tornado en nominalistas irrelevantes–, sin miedo a dar “saltos sorprendentes y –lo más importante– razonados entre mundos aparentemente inconexos”. Porque, ¿de qué sirve conocer los comentarios medievales a la Metafísica de Aristóteles si no se puede debatir sobre los primeros principios de la física en tiempos del Hubble? ¿O para qué perder el tiempo con científicos contemporáneos tan ingenuos cuanto más ignorantes de las grandes tradiciones intelectuales del pasado –pues nihil novum sub solem–?
Iván Illich, en cambio, demuestra cómo, para pensar soluciones radicales, fuera de la caja, podemos servirnos de monjes medievales que nos ayuden a repensar, por ejemplo, las categorías del mundo cibernético o las consecuencias de una Modernidad que apenas reprimió sus raíces teológicas: auténticos contemporáneos nuestros como Hugo de San Víctor y Tomás de Aquino, que le hablan cara a cara a Steve Jobs y Bill Gates. Quizás eso sea lo que más aprecio de Illich y cuanto más eché en falta en el libro –aunque lo entiendo, pues tal vez merezca un libro aparte–: el giro teológico que le dota de una agudeza crítica extra, indispensable para remontar la miopía jacobina de nuestros tiempos, y su polémica aseveración –creo yo que la más fuerte y que mayores reservas me provoca– de que la Modernidad es producto de la perversión del cristianismo.
El loable esfuerzo de Beck logra, a mi juicio, introducir una serie de ideas de difícil ingesta por su agudeza, complejidad y, sobre todo, radicalidad –no todo el mundo tiene el paladar para ver tantas certezas cuestionadas o aun demolidas–. Se agradecen, por tanto, la transparencia analítica de su prosa, la claridad de su metodología, lo acotado de su alcance (una introducción a una parte de la obra illicheana) y lo pertinente de aderezar y complementar las provocadoras ideas de Illich con las de otros autores, clásicos y contemporáneos por igual (Marx y Weber, Benjamin y Arendt, Adorno y Horkheimer, Foucault y Camus, Bourdieu y Lukács, Gorz y Latour…), a propósito de problemas similares o situaciones nuevas que aquél no pudo haber previsto (como las redes sociales o los smartphones). Sobra mencionar, asimismo, lo afable de la cuidada factura de Malpaso, que demuestra que el libro electrónico no está peleado con la dicha de tener un bonito libro impreso en las manos –ciertamente, se trata de un ejemplo de esa tercera vía convivencial que Illich aplaudiría–.