René Girard
Traducido por Juan Manuel Díaz Leguizamón
«Innovación», del latín innovare, innovatio, debería significar «renovación», «rejuvenecimiento desde adentro». Más que novedad, su significado moderno tanto en inglés como en francés. A juzgar por los ejemplos en el Oxford English Dictionary y en el Littré, la palabra llegó a tener un uso difundido sólo desde el siglo XVI y, hasta el siglo XVIII, sus connotaciones son casi uniformemente desfavorables.
Al interior de las lenguas vulgares, así como en el latín medieval, la palabra se usa principalmente en teología, y significa un alejamiento respecto de aquello que por definición no debería cambiar: el dogma religioso. En muchas instancias, «innovación» es prácticamente sinónimo de «herejía».
Ortodoxia es continuidad intacta y, por lo tanto, ausencia de innovación. Es así como Bossuet define la ortodoxia de los grandes concilios ecuménicos: “On n´innovait rien à Constantinople”, escribe, “mais on n´avait pas plus innové à Nicée”. (“Nada se innovó en Constantinopla, pero nada se innovó tampoco en Nicea”).
Todos los usos de la palabra se modelan a partir del ámbito de lo teológico. Las cosas buenas son estables por definición y, por lo tanto, inmaculadas ante la innovación, que es siempre presentada como peligrosa o sospechosa. En la política, la innovación es casi equiparada a la «rebelión» y a la «revolución». Como podríamos esperar, Hobbes es reacio a la innovación. En Gobierno y sociedad (1651), escribe:
Hay muchos que, suponiéndose más sabios que otros, se esfuerzan por innovar, y diversos innovadores innovan en varias formas.
Aparte de la teología y la política, el lenguaje y la literatura parecen amenazados por innovaciones indeseadas, especialmente en la Francia «clásica». Los gramáticos y teóricos literarios franceses del siglo XVII están, por supuesto, en contra de la innovación. Aquí dos mediocres líneas de Ménage:
N´innovez ni ne faites rien
Dans la langue et vous ferez bien.No innove ni haga nada
En la lengua y hará usted bien.
Hostilidad hacia la innovación es lo que esperamos de pensadores conservadores. Pero nos sorprende encontrarla en la pluma de autores que vemos como innovadores. Cuando Calvino denuncia “l´appétit et convoitise de tout innover, changer et remuer” (“el apetito y el deseo de innovar, cambiar y removerlo todo”), suena justo como Bossuet. Asimismo, Cromwell, en 1658, cuando ataca a los que él llama “Designios… dirigidos a innovar sobre los Derechos Civiles de las Naciones, y a innovar en materia de religión”.
Los reformadores ven la Reforma no como «innovación», sino como «restauración» de la cristiandad original. Ellos profesan retornar a la auténtica imitación de Cristo, corrompida por la innovación católica.
Mutatis mutandis, los humanistas comparten el sentir de los protestantes: también odian la innovación. Como nunca antes, voltean hacia atrás, hacia los modelos antiguos que la Edad Media reverenciaba. Ellos inculpan a sus predecesores medievales no sobre la base de que hubieran seleccionado los modelos equivocados, sino de que no imitaron los correctos de la manera apropiada. Los humanistas difieren de los protestantes, claro, en que sus modelos son los filósofos, escritores y artistas de la Antigüedad Clásica.
Montaigne odia la innovación. “Rien ne presse un estat”, escribe, “que l´innovation; le changement donne seul forme à l´injustice et à la tyrannie”. (“Nada presiona más a un estado que la innovación; el cambio sólo da forma a la injusticia y a la tiranía”). En los Ensayos, la innovación es sinónimo de «nouvelleté», una palabra que el autor usa de forma despectiva.
Un componente social y político está presente en todo este miedo a lo nuevo, pero algo más yace tras de él: algo religioso, que es más arcaico y pagano que el cristianismo. La mirada negativa frente a lo nuevo refleja lo que yo llamo «mediación externa», un mundo en el cual la necesidad de modelos culturales, y la identidad de todos ellos, se dan por sentadas. Esto es tan cierto que, en la Edad Media, el concepto de innovación es difícilmente necesario. En latín, su uso es usualmente confinado a las discusiones técnicas acerca de la herejía. En las lenguas vulgares, la necesidad de la palabra aparece sólo en la última fase de la mediación externa, que yo identifico aproximadamente con los siglos XVI y XVII.
Las gentes se acusan unas a otras de ser malos imitadores, infieles a la verdadera esencia de los modelos. No fue sino hasta un poco después, con la gran querella entre antiguos y modernos, que la batalla cambió a la pregunta sobre qué modelos son mejores: ¿los antiguos o los modernos? La idea de que debe haber modelos aun permanece común a ambos campos. El principio de la imitación estable es el fundamento del sistema, y es el último en ser cuestionado.
El mundo de la mediación externa teme genuinamente la pérdida de sus modelos trascendentes. La sociedad se siente como inherentemente frágil. Cualquier manipulación de las cosas tal como son puede desatar la turba primordial y traer consigo una regresión al caos original. Lo que se teme es un colapso de la religión y de la sociedad como un todo, a través de un contagio mimético que podría convertir al pueblo en una turba.
Tenemos muchos ecos de esto en Shakespeare. En Enrique IV, el rey habla de:
Poore
Discontents, which gape, and rub the
Elbow at the newes
Of hurly burly Innovation.(Pobres
Descontentos, que se quedan boquiabiertos, y que
Se frotan las manos con las novedades,
De cualquier innovación tumultuosa).1
«Hurly burly» significa: tumulto, confusión, tormento, convulsión violenta. En 1639, Webster menciona “la multitud con cabeza de Hidra que sólo babea por la innovación”. Refiriéndose al tema de la Revolución inglesa, Bossuet habla un lenguaje similar y refleja una mentalidad similar:
Quelque chose de plus violent se remuait dans le fond des coeurs; c'était un dégoût
secret de tout ce qui a de l'autorité, et une démangeaison d'innover sans fin dès
qu'on en a vu le premier exemple.
(Algo muy violento se revolvió en el fondo de sus corazones; era una repugnancia
secreta hacia todo aquello que tuviera autoridad, y una urgencia sin fin de innovar desde
que se vio el primer ejemplo de ello).
Se supone que un gusto por la innovación denota una mente perversa y trastornada. Las implicaciones desfavorables de la palabra estaban tan bien establecidas que aun las encontramos bajo la pluma de un pensador tan radical como Diderot: “Toute innovation est à craindre dans un gouvernement”. (“En un gobierno, toda innovación es de temer”). Hay un toque apocalíptico en este viejo uso de la innovación que contrasta bruscamente con el gusto moderno del término.
El Terror jacobino fue suficiente, aparentemente, para mantener este temor vivo, pero sólo los tradicionalistas más elocuentes pueden interpretar la vieja tonada de forma exitosa: Joseph de Maistre y, ocasionalmente, Edmund Burke. Éste llama a la Revolución “una revuelta de innovación; por eso los principales elementos de la sociedad han sido confundidos y disipados”.
Paradójicamente, la Revolución no refuerza el antiguo miedo a la innovación, sino que en cambio contribuye en gran medida a su declive. La guillotina aterró a mucha gente, por supuesto, pero se trataba de un terror «político» en el sentido moderno del término, ya no de algo misterioso y siniestro. Lo que desapareció en ese momento fue el sentimiento de que cualquier bricolaje deliberado del orden social era no sólo sacrílego sino intrínsecamente peligroso, propenso a desencadenar un desastre apocalíptico.
Aunque las malas connotaciones de nuestra palabra resurgieron ocasionalmente en el siglo XVIII, los tiempos no estaban ya para la perpetuación del pasado, sino para su derrocamiento. Lo que cambió no fue el significado nuclear de la innovación, sino su «aura» efectiva.
La razón, por supuesto, fue el giro que llevó a que la teología, e incluso la filosofía, se distanciaran de la ciencia y de la tecnología. La palabra fue interpretada dentro de un nuevo contexto que causó que brotaran en la mente ejemplos de útiles y brillantes invenciones. Esa buena impresión se desbordó automáticamente hacia áreas y disciplinas no relacionadas con la ciencia y la tecnología. Este proceso desanduvo exactamente el anterior, cuando las malas connotaciones enraizadas en la teología se extendieron a los usos no teológicos de la palabra.
En su Historia filosófica (1770), el abad Raynal rehabilitó la innovación por medio del cambio contextual recién definido. En un estilo típicamente filosofal, descartó con presteza el trasfondo teológico. Dirigiéndose directamente a su lector, el abad escribe:
Tu entendras murmurer autour de toi: cela ne se peut, et quand cela se pourrait, ce sont des innovations; des innovations! Soit, mais tant de découvertes dans les sciences et dans les arts n'en ont-elles pas ici?
Tú escucharás murmurar a tu alrededor: eso no se puede, y cuando se pueda, se trata de innovaciones; ¡innovaciones! Sea, pero ¿no lo han sido acaso muchos descubrimientos en las ciencias y en las artes?
Todo lo que hace falta para cortar de raíz el brote de reformas inteligentes es esgrimir el viejo espantapájaros: «innovación». El solo sonido de la palabra ha sido tradicionalmente tan desagradable que no se requieren argumentos adicionales. Dado que las invenciones en las artes y en las ciencias son también innovaciones, las malas connotaciones quedan infundadas, y deben ser reemplazadas por unas buenas.
Mientras Raynal escribía, el cambio por el que él abogaba estaba ocurriendo. El fétido olor de la herejía finalmente se disipó, y fue reemplazado instantáneamente por los vapores embriagantes del progreso científico y tecnológico.
En adelante, en todos los ámbitos de la vida, los aspirantes a innovadores se apoyaron en el prestigio de la ciencia con el fin de promover sus puntos de vista. Esto fue especialmente cierto en la esfera política y social. La organización social se percibió ahora como la creación de meros seres humanos, y otros seres humanos tenían así el derecho a rediseñarla en parte, o incluso in toto.
Ya a comienzos del siglo XIX, la innovación se convirtió en el dios que hoy aun adoramos. En 1817, por ejemplo, Bentham caracterizó cierta idea como “¡una proposición tan atrevida, tan innovadora…!” . (Escribe «innovational »: alguien debió encontrar muy corta la palabra «innovativa» o «Innovative», acuñando la más larga «innovadora», y ese alguien debió ser el mismo Bentham. La innovación para él es como un dulce para un niño: entre más grande la pieza, más lenta y voluptuosamente se disolverá en la boca).
El nuevo culto significó que un nuevo azote cayera sobre el mundo: el «estancamiento». Antes del siglo XVIII el «estancamiento» era desconocido; de repente, difundió su sombra por todos lados. Cuanto más innovadoras se volvieron las capitales del espíritu moderno, más «estancado» y «aburrido» pareció el campo circundante. En La oveja negra, un Balzac supuestamente conservador deplora las maneras retrógradas de las provincias francesas: “Hélas! Faire comme faisaient nos pères, ne rien innover, telle est la loi du pays”. (“¡Hala! Hacer como hicieron nuestros padres: no innovar nada; tal es la ley del campo”).
En un tiempo sorprendentemente corto, una visión sistemáticamente positiva de la innovación reemplazó a la sistemáticamente negativa. Todo se volvió del revés e incluso la gente menos innovadora pronto se encontró a sí misma celebrando la innovación.
Como dije antes, la visión negativa de la innovación es inseparable de una concepción de la vida espiritual e intelectual dominada por la imitación estable. Siendo la fuente de la verdad eterna, de la belleza eterna, de la bondad eterna, los modelos no deberían cambiar nunca. Sólo cuando estos modelos trascendentes son derrocados, puede la innovación adquirir un significado positivo. La «mediación externa» da paso a un mundo en el cual, al menos en principio, los individuos y las comunidades son libres de adoptar cualquier modelo que prefieran y, aun mejor, ningún modelo en absoluto.
Esto se considera evidente. Nuestro mundo siempre ha creído que «ser innovador» y «ser imitador» son dos actitudes incompatibles. Esto que ya era verdad cuando se temía a la innovación, ahora que ésta se desea, es más cierto que nunca.
La siguiente oración es un buen ejemplo; Michelet deplora la influencia de los elementos moderados sobre la Revolución Francesa: “Ils la firent réformatrice, l'empêchèrent d'être fondatrice, d'innover et de créer.” (“La hicieron reformadora, le impidieron ser fundadora, innovar y crear”).
El historiador romántico pone a la innovación a la par con la fundación y con la misma creación, entiéndase la creación ex nihilo, que, para ese tiempo, había sido monopolio exclusivo del Dios bíblico.
Durante el siglo XIX y buena parte del XX, a medida que se intensificó la pasión por la innovación, su definición se volvió más y más radical, menos y menos tolerante de la tradición; esto es: de la imitación. A medida que se expandió de la pintura a la música y a la literatura la visión radical de la innovación provocó los sucesivos alborotos que ahora llamamos «arte moderno». La ruptura completa con el pasado es vista como el único logro digno de un «creador».
Al menos en principio, esta manía por la innovación afecta todos los aspectos de la existencia humana. Esto es verdad no sólo para movimientos como el surrealismo, sino para escritores que, a primera vista, parecen continuar tendencias más tradicionales.
Considérese, por ejemplo, la implicaciones de la siguiente frase en Le Diable au Corps, de Raymond Radiget: “Tous les amants, même les plus mediocres, s'imaginent qu'ils innovent”. (“Todos los amantes, incluso los más mediocres, se imaginan que innovan”). Si el novelista encuentra necesario decir que la innovación de los amantes mediocres es imaginaria, él debe creer también que puede ser real, cuando procede de amantes genuinamente talentosos.
Tal como la medida del talento de un pintor es ahora su capacidad de innovar en pintura, la medida del amor de un amante es su capacidad de innovar en lo concerniente al campo de hacer el amor. Para estar «en la onda» en la Francia de 1920, uno tenía que ser «innovador» incluso en la privacidad de la habitación. ¡Qué fardo sobre los hombros de cualquier amante! Lejos de exorcizar la urgencia de hacer la mímica de amantes famosos de la literatura y la historia, la innovación compulsiva sólo puede inflamarla más.
Incluso la filosofía sucumbió al «terrorismo» de la innovación. Cuando los filósofos franceses empezaron a buscar una póliza de seguro contra el mayor mal posible –la fidelidad al pasado, la repetición de filosofías superadas– una de sus invenciones fue la «ruptura epistemológica». Este concepto milagroso hizo posible que el comunista Althusser fuera un aparatchik2 por un lado, y por el otro, cien por ciento innovador, casi tanto como el mismo Marx, dado que Althusser fue el primero en tomar la medida total del genio innovador del profeta.
El psicoanalista Lacan realizó exactamente el mismo truco con Freud. Muy rápido, sin embargo, pareció tacaña una sola «ruptura epistemológica» para todas las ocasiones y para todas las personas. Cada pensador debió tener la suya, y así los pensadores realmente «chic» tenían varias en fila. Al final, todo el mundo se inclinó a una continua y monstruosa ruptura, no ante todo con el pasado de otros, sino con el suyo propio.
Es así como la inconsistencia ha llegado a ser la mayor virtud intelectual de la vanguardia. Pero el crédito real de la escuela de innovación de la tabula rasa debería dársele a Nietzsche, quien repitió junto a todo el mundo, hasta el cansancio, que un gran pensador no debería tener modelos. Él lo hizo mejor, como siempre, y rehusó ser un modelo: la marca del genio. Esta es una sensibilidad que está siendo piadosamente repetida hoy. Nietzsche es nuestro modelo supremo del repudio de todo modelo, nuestro gurú reverenciado de la renuncia a todo gurú.
El énfasis en las rupturas, fragmentos y discontinuidades todavía se encuentra a rabiar en nuestras universidades. Michel Foucault nos ha enseñado a cortar la historia de las ideas en segmentos separados sin comunicación entre ellos. Incluso la historia de la ciencia ha desarrollado su propia contraparte de la episteme de Foucault. En La estructura de las revoluciones científicas, Thomas Kuhn nos dice más o menos que los únicos científicos que valen son aquellos que se hacen completamente ininteligibles a sus colegas inventando un paradigma enteramente nuevo.
Esta visión extrema de la innovación ha sido dominante por tanto tiempo que incluso nuestros diccionarios la dan por sentada. Se supone que la «innovación» excluye la «imitación» tan completamente como la imitación la excluye a ella. Los ejemplos acerca de cómo debería usarse la palabra son de este tipo: “es más fácil imitar que innovar”.
Yo creo que esta concepción es falsa, pero su falsedad es más fácil de mostrar en unos dominios que en otros. La ilustración más sencilla se verá en las economías de mercado contemporáneas. Este es ciertamente un dominio en el cual la innovación ocurre en una escala masiva, incluso pasmosa, al menos en los así llamados países desarrollados. No es difícil observar el tipo de comportamiento que fomenta la innovación económica. En economía, la innovación tiene una definición precisa; a veces es el traslado de la invención tecnológica a un uso práctico extendido, pero también puede consistir en mejoramientos en la producción técnica, o en su administración (management). Cualquier cosa aun no probada es lo que da a un negocio la ventaja sobre sus competidores. Es por eso que la innovación a menudo se considera la fuente principal, incluso única, de las ganancias.
La gente de negocios puede hablar líricamente acerca de su fe mística en la innovación y en el mundo feliz que ésta está creando, pero la fuerza impulsora tras su constante innovación está lejos de ser utópica. En una economía vigorosa, es una cuestión de supervivencia pura y simple. Las empresas deben innovar para mantenerse competitivas.
Competencia, compuesta por dos palabras latinas, cum y petere, significa buscar juntos. Lo que todo hombre de negocios busca es la ganancia; la busca junto con sus competidores en la relación paradójica que llamamos competencia.
Cuando un negocio pierde dinero, debe innovar muy rápido, y no puede hacerlo sin previsión. Usualmente, no se tiene el dinero ni el tiempo para esto. En esta situación, la gente de negocios con un fuerte instinto de supervivencia suele razonar de la siguiente manera: “Si nuestros competidores son más exitosos que nosotros, ellos deben estar haciendo algo bien. Nosotros también debemos hacerlo y la única manera práctica de hacerlo es imitarlos tan exactamente como podamos”.
La mayoría de gente estará de acuerdo en que la imitación cumple un papel en la recuperación económica, pero sólo en la primera fase del proceso curativo. Imitando a sus competidores exitosos, una firma en riesgo puede innovar en relación consigo misma; se pondrá al día con sus rivales, pero no inventará nada realmente nuevo. Este sentido común tiene menos sentido de lo que parece. Para empezar, ¿existe algo como la «innovación absoluta»? En la primera fase, sin duda, la imitación será rígida y miope. Tendrá la cualidad ritual de la mediación externa. Después de un tiempo, empero, en la práctica del competidor se dominará el elemento novedoso y la imitación se volverá más atrevida. En ese momento, puede –o puede no– generarse alguna mejora adicional que al comienzo parecerá insignificante, porque no está sugerida por el modelo, pero que realmente es la innovación genuina que cambiará las cosas.
No estoy negando la especificidad de la innovación. Simplemente estoy observando que, en un proceso verdaderamente innovador, concretamente, ésta está usualmente en tanta continuidad con la imitación que su presencia sólo puede ser descubierta después del hecho, a través de un proceso de abstracción. Hace no mucho, en Europa, los estadounidenses eran retratados ante todo como imitadores –buenos técnicos, sin duda, pero el verdadero poder cerebral estaba en Alemania o en Inglaterra–. Luego, en muy pocos años, los estadounidenses se volvieron los grandes innovadores.
La opinión pública siempre se sorprende cuando ve a los modestos imitadores de una generación convertirse en los audaces innovadores de la siguiente. La constante recurrencia de este fenómeno debería tener algo que enseñarnos.
Hasta hace muy poco, los japoneses eran reducidos a meros copiones de las maneras occidentales, incapaces de verdadera invención en cualquier campo. Ellos son ahora la fuerza impulsora tras la innovación en más y más campos técnicos. ¿Cuándo adquirieron esa chispa inventiva de la que, supuestamente, carecían? En este preciso momento, los imitadores de los japoneses –coreanos, taiwaneses– están repitiendo el mismo proceso. Ellos también están volviéndose innovadores rápidamente. ¿No ocurrió ya algo similar en el siglo XIX, cuando Alemania primero rivalizó con Inglaterra, y luego la superó en poder industrial? La metamorfosis de los imitadores en innovadores ocurre repetidamente, pero siempre reaccionamos a ella con asombro. Quizás no queremos saber nada acerca del papel de la imitación en la innovación.
“Es más fácil imitar que innovar”. Esto es lo que los manuales nos dicen. Pero lo cierto es que el único atajo a la innovación es la imitación; y aquí hay otra frase que ilustra el significado de la innovación: “mucha gente en realidad imita cuando cree que innova”. Esto no puede negarse, pero debe añadirse que “mucha gente innova cuando cree que imita”.
En la vida económica, la imitación y la innovación son no sólo compatibles sino casi inseparables. Esta conclusión va en contra de la ideología moderna de la «innovación absoluta». ¿Significa esto que la preciosa mercancía viene en dos variedades, una de las cuales depende de la imitación, y otra que no: un tipo más bajo, reservado a los negocios, y un tipo «más alto» reservado a la «alta» cultura?
Esto es lo que muchos intelectuales quieren creer. Si nos ponemos de acuerdo con ellos, anularemos la máxima intuición de Marx: que el mismo patrón competitivo domina todos los aspectos de la cultura moderna, siendo más visible en la vida económica. En este punto particular, Marx es nuestro mejor guía.
La visión radical de la innovación es obviamente falsa. Pero, ¿por qué nuestra cultura se aferra a ella tan obstinadamente? ¿Por qué los artistas e intelectuales modernos son tan hostiles frente a la imitación?
Con el fin de responder a estas preguntas, debemos volver a nuestro ejemplo de la inventiva mimética: la competencia en los negocios. El hecho mismo de que aquellos que compiten son modelos e imitadores muestra dos cosas: la imitación sobrevive al colapso de la mediación externa, y un cambio crucial ocurre en su modus operandi.
En la «mediación externa» los modelos tienen la ventaja de estar muertos hace tiempo o de estar situados tan por encima de sus imitadores que no pueden convertirse en rivales suyos. Este no es el caso en el mundo moderno. Dado que los competidores se sitúan unos al lado de los otros, en el mismo mundo, ellos deben competir por las cosas que desean en común, dando como resultado una imitación recíproca. Esta es la gran diferencia entre la mediación «externa» e «interna».
Todo imitador selecciona modelos que considera superiores. En la «mediación interna», modelos e imitadores son iguales en todos los aspectos, menos en uno: el logro superior de aquel que motiva la imitación del otro. Esto significa, por supuesto, que los modelos han sido exitosos a costa de sus imitadores.
La derrota en cualquier tipo de competencia es desagradable por razones que van más allá de las pérdidas materiales en las que se pueda haber incurrido. Cuando imitamos a rivales exitosos, admitimos aquello que preferiríamos negar: su superioridad. La urgencia de imitar es fuerte, dado que abre posibilidades de mejorar la competencia. Pero la urgencia de no imitar también es fuerte: la única cosa que los perdedores pueden negar a los ganadores es el homenaje de su imitación.
A diferencia de la mediación externa, la variedad interna es una mímesis reluctante que generalmente pasa desapercibida porque se esconde tras una desconcertante diversidad de máscaras. La urgencia mimética nunca puede ser enteramente reprimida, pero puede convertirse en contra-imitación. Los perdedores tratan de demostrar su independencia, tomando sistemáticamente la trayectoria opuesta a la de los ganadores. Así, ellos pueden actuar de una forma que va en detrimento de su propio auto-interés. Su orgullo se vuelve autodestructivo. No se necesita un inconsciente político o freudiano para dar cuenta de ello.
Incluso en la vida económica, donde los incentivos materiales para imitar son los más fuertes, la urgencia de no imitar puede probarse aún más fuerte, especialmente en el comercio internacional que se ve afectado por cuestiones de «orgullo nacional». Cuando una nación no puede competir exitosamente, se ve tentada a culpar de su falla a la competencia desleal o desigual, allanando así el camino a medidas proteccionistas que ponen fin a una competencia pacífica.
No es un déficit, sino un exceso de espíritu competitivo lo que hace imposible la competencia productiva. Si esto sucede ocasionalmente en la vida económica, donde el incentivo para la competencia es el más grande, ¿qué pasa con formas más sutiles pero incluso más intensas de competencia, como en las ciencias, las artes y la filosofía, donde se carece de medios universalmente reconocidos de evaluación?
En mi opinión, la tendencia a definir la «innovación» en términos más y más radicales y anti-miméticos, y la demente escalada que esbocé previamente, reflejan una rendición de la inteligencia moderna ante esta presión mimética, una acogida colectiva del auto-engaño que Marx mismo ejemplifica notablemente, a pesar de sus intuiciones.
Como muchos intelectuales de los siglos XIX y XX, Marx ve la competencia como un mal absoluto que debe ser abolido junto con el libre mercado, el único sistema económico que encauza el espíritu competitivo en esfuerzos constructivos en vez de exacerbarlo al extremo de la violencia física o de desestimularlo por completo. El pensamiento puramente histórico de Marx pierde de vista las complejas consecuencias antropológicas de la igualdad democrática que Tocqueville sí percibió. Marx no detectó el cambio de una modalidad de imitación a otra; fue incapaz de definir la rivalidad mimética desencadenada por el abandono de los modelos trascendentales, por el colapso del pensamiento jerárquico.
A pesar de muchas gloriosas excepciones, nuestro reciente clima intelectual ha sido determinado no por un lúcido análisis de estos fenómenos, sino por su represión, que produce lo que Nietzsche describe como «resentimiento». La mayoría de los intelectuales toma el camino de la menor resistencia de cara a la mediación interna, y su obsesiva preocupación respecto de sus propios rivales miméticos está siempre acompañada de una fiera negación de la rivalidad mimética, y por una determinación de destruir esta abominación a través de la revolución política y cultural.
Como resultado, la mayoría de teorías a la moda en la Europa de los siglos XIX y XX han sido los equivalentes filosóficos y estéticos de la autarkia económica que precedió la Segunda Guerra Mundial, y sus consecuencias han sido no menos desastrosas. En vez de examinar la imitación y descubrir su dimensión conflictual, la eterna vanguardia ha librado contra ella una guerra puramente defensiva y, finalmente, autodestructiva.
Cuando la humildad del discipulado se experimenta como humillante, la transmisión del pasado se vuelve difícil, incluso imposible. La así llamada contracultura de los sesenta fue un momento climático en esta extraña rebelión, una revuelta no meramente contra la competitividad de la vida moderna en todas sus formas, sino contra el principio mismo de la educación. La cultura de vanguardia ha desfigurado la innovación de forma tan nefasta que debemos fijarnos en la vida económica para ver por qué nuestro mundo de mediación interna es tan innovador.
La vida económica es un ejemplo de una «mediación interna» que produce una cantidad enorme, incluso pasmosa, de innovación, dado que ritualiza e institucionaliza la rivalidad mimética, cuyas reglas se obedecen de buen grado. Los agentes económicos imitan abiertamente a sus rivales exitosos, en vez de fingir que no lo hacen.
Falsas como son, las teorías que dominan nuestra vida cultural son «verdaderas» en cuanto a que ejercen un influjo real en el ambiente cultural. En las artes, las políticas de tierra quemada del pasado reciente han conducido a un mundo en que la innovación radical está tan libre de florecer que hay poca diferencia entre tenerla por todos lados y no tenerla en absoluto.
Los deslumbrantes logros del arte y de la literatura moderna parecen desmentir lo que acabo de decir. Y es cierto, en efecto, que, en esos dominios, la autarkia espiritual tiene una fecundidad que no tiene paralelo en la ciencia, la tecnología o la vida económica. La literatura romántica o post-romántica prospera por un tiempo en una dieta de anti-héroes, y en retratos críticos o ingenuos de reacciones individuales a las presiones de la mediación interna, el repliegue de la «conciencia moderna» en «sí misma».
Rousseau fue el primer gran explorador de un territorio que ya tenía una cuantiosa población cuando él empezó a escribir. En menos de nada, se volvió inmensamente popular y tuvo innumerables imitadores. Gobernó el reino subterráneo, cuyo maestro más lúcido probablemente sea Dostoyevski. La mayor obra del novelista ruso es una prodigiosa sátira de autocompasión: un lujo que la mayoría no se puede costear. De Rousseau a Kafka, y más allá, lo mejor de la literatura moderna se enfoca en la «fausse conscience» (falsa conciencia), a la cual los intelectuales son más propensos que otros debido a su preocupación por aquellas actividades puramente individuales –libros y obras de arte– que se convierten en hitos de sus vidas. La cuestión privada del ser parece enteramente separada de una cuestión supuestamente otra y menor: la de dónde están situados estos artistas y pensadores unos en relación con otros. Sin embargo, en la realidad, las dos cuestiones son una sola.
Después de proveer un gran número de material genuinamente innovador, y de posponer por más de un siglo el día de ajustar cuentas con nuestras ideologías solipsistas, la rica veta de la fallida autarkia espiritual finalmente se ha agotado, y el futuro del arte y de la literatura está en duda.
Mucha gente aún trata de convencerse a sí misma de que, alimentadas por el «individualismo», nuestras artes y humanidades van a permanecer por siempre «creativas» e «innovadoras», pero incluso los más entusiastas patrocinadores de las corrientes recientes están empezando a dudarlo. La innovación aún está presente, pero su ritmo se está desacelerando.
Ese pesimismo, que yo comparto, es un juicio subjetivo; pero en tales asuntos, ¿puede haber algún otro? Me parece que las áreas aún genuinamente innovadoras de nuestra cultura son aquellas en las cuales la innovación se reconoce en términos modestos y prudentes, mientras que aquellas áreas donde la «innovación» es absoluta y arrogante ocultan su confusión tras una agitación sin sentido.
No digo esto porque crea en una superioridad intrínseca de las áreas aún genuinamente innovadoras de nuestra cultura: ciencia, tecnología y economía. Pero pienso que nuestras actividades culturales son vulnerables en proporción directa a la grandeza espiritual que debe ser la suya. El viejo adagio escolástico siempre aplica: Corruptio optimi pessima: la corrupción de lo mejor es la peor.
Los verdaderos románticos creían que si renunciábamos enteramente a la imitación, una fuente inagotable de «creatividad» emanaría de lo profundo de nosotros, y podríamos producir obras maestras sin tener que aprender nada.
Confundiendo el fin de los modelos trascendentales con el fin de toda imitación; los románticos y sus sucesores modernos han convertido sus «procesos creativos» en una verdadera teología del yo, con raíces en el pasado distante, como hemos visto. En la antigua usanza, la innovación estaba reservada a Dios y prohibida al hombre. Cuando el hombre tomó para sí los atributos de Dios, se convirtió en el innovador absoluto.
La palabra latina in-novare implica un cambio limitado, más que una revolución total; una combinación de continuidad y discontinuidad. Hemos visto que desde el principio, en occidente, la innovación se alejó de su significado latino en favor de la visión más radical demandada por los extremos de execración y adulación alternativamente provocados por la idea de cambio.
El modelo mimético de la innovación no sólo es válido para nuestra vida económica, sino para todas las actividades culturales cuyo potencial innovador depende del tipo de imitación apasionada que se deriva del ritual religioso y aún participa de su espíritu.
El cambio real sólo echa raíces cuando emana del tipo de coherencia que sólo la tradición provee. La tradición sólo puede ser desafiada exitosamente desde adentro. El principal prerrequisito para la verdadera innovación es un mínimo respeto por el pasado, y un dominio de sus logros; esto es: la mímesis. Esperar que la novedad esté limpia de toda imitación es esperar que una planta eche raíces en el aire. A largo plazo, la obligación a rebelarse siempre puede ser más destructiva para la novedad que la obligación a no rebelarse nunca.
¿Pero no es esta una vieja historia? ¿Acaso la moderna teología del yo no ha sido desacreditada y descartada junto con el resto de la «metafísica occidental»? En la medida en que se procede a la deconstrucción de nuestra tradición filosófica, ¿no deberíamos ser «liberados» a largo plazo, y no florecería automáticamente una nueva cultura?
La difuminación de todo criterio de juicio estético e intelectual subyace a lo que ahora se llama estética «posmoderna». Esta difuminación corre paralela a la eliminación de la verdad en la filosofía post-heideggeriana. Nuestra época trata de superar la obsesión moderna por lo «nuevo» a través de una orgía de imitación casual, una adopción indiscriminada de todos los modelos. Ya no hay algo como un amante mediocre, en el sentido de Radiguet. La copia perfecta de Don Quijote de Pierre Menard es tan grande como la novela de Cervantes. La imitación ha perdido su estigma.
¿Significa esto que la imitación concreta está de vuelta? Antes de que nos pongamos muy optimistas, debemos observar que la mímesis vuelve a nosotros en un modo paródico y burlón muy lejano de la imitación paciente, piadosa y resuelta del pasado. La imitación que produce milagros de innovación estaba aún oscuramente relacionada con la mímesis del ritual religioso.
El verdadero propósito del pensamiento posmoderno puede ser perfectamente el de acallar, de una vez por todas, la cuestión que nunca ha dejado de atormentar a los «creadores» en nuestro mundo democrático: la cuestión de «¿quién es innovador y quién no?». Si este es el caso, el posmodernismo es sólo la modalidad más reciente de nuestra «falsa conciencia» romántica: una nueva torsión de la vieja serpiente. Habrá más.
Girard, R. (1990). “Innovation and Repetition”. En SubStance, Vol. 19, No. 2/3, Issue 62/63: Special Issue: Thought and Novation. pp. 7-20.
Shakespeare, W. (1918). Enrique IV. M. Cané, trad. Buenos Aires: Biblioteca Virtual Universal.