Kierkegaard y el Movimiento de los Indignados

Kierkegaard and The Indignados Moment

Manfred Svensson

Instituto de Filosofía - Universidad de los Andes, Chile

msvensson@uandes.cl

Fecha de recepción: 21/02/2018

Fecha de aceptación: 18/06/2018

Resumen

El presente artículo intenta realizar una evaluación kierkegaardiana del fenómeno de la indignación moral como motor de la acción política. Para ello se parte de las descripciones que Kierkegaard hace de las revoluciones de 1848 y se atiende también a su escrito La época presente de 1846. Se concede que el juicio de Kierkegaard es preponderantemente negativo, pero se muestran al mismo tiempo elementos más diferenciados de su análisis y su eventual aplicabilidad a variantes contemporáneas del mismo fenómeno.

Palabras clave: época presente; Kierkegaard; política; Revolución; Indignados.

Abstract

The present article offers a Kierkegaardian evaluation of moral outrage as a source for political action. We discuss his work The Present Age, as well as his scattered comments on the revolutions of 1848. These are primarily negative comments, but they are not wholly undifferentiated. Finally, the applicability of his views to such phenomena is discussed.

Keywords: Kierkegaard; outrage; Politics; Present; Revolution; The Indignados Movement.

Introducción

El bicentenario del nacimiento de Kierkegaard, conmemorado en el año 2013, coincidió con la muerte de Stéphane Hessel, ideólogo involuntario del Movimiento de los Indignados. Podemos tomar esta coincidencia como una invitación a pensar sobre cómo Kierkegaard abordaría semejante movimiento. Después de todo, el llamado del francés, “te deseo que te indignes” (Hessel, 2011), no suena del todo ajeno a los llamados de Kierkegaard a inyectar pasión en la vida: “la época presente –sentenciaba Kierkegaard en las primeras líneas del texto así titulado– es esencialmente sensata, reflexiva, desapasionada, encendiéndose en fugaz entusiasmo e ingeniosamente descansando en la indolencia” (SKS: 8, 66). Algo más adelante en el mismo libro, afirma que, así como al usar billetes extrañamos el ruido de las monedas, en la época presente también se extraña un poco de primitivismo (SKS: 8, 72). ¿No es ese tipo de primitivismo lo que los indignados han devuelto a la vida pública?

Kierkegaard y Hessel coinciden, por lo demás, en hacer sus descripciones críticas del presente a través de un contraste epocal. En Kierkegaard “la época presente” es contrastada con “la época de la revolución”, la agitada época de la que lo separaban algunas décadas. En Hessel, en tanto, el gris de la actualidad es contrastado con los ideales de la Resistencia Francesa. En ambos casos el punto de comparación se encuentra algo más de medio siglo hacia el pasado. El recuerdo de la Resistencia Francesa lleva además a Hessel a imputar su propia pasión a la influencia de un compañero de curso, Jean-Paul Sartre (Hessel, 2011: 4), de modo que también parecen asomarse algunas filiaciones filosóficas entre Kierkegaard y Hessel. Pero, por otra parte, hacer una comparación o una genealogía como la propuesta en nuestro título parece difícil. Kierkegaard es un autor al que uno se acerca con reverencia, con la conciencia de que, dondequiera que nos ubiquemos en relación con él, estamos ante uno de los grandes. Hessel, en cambio, es autor de un panfleto –uno de alto impacto, pero al fin y al cabo un panfleto que sería absurdo sentarse a comparar de modo detenido con alguna obra de Kierkegaard, ni siquiera con las obras panfletarias que el danés escribiera durante su último año de vida. ¿No se expondrá a ambos a una colosal injusticia por el solo hecho de nombrarlos juntos?

Los «indignados» además son muchos. Hemos referido a Hessel como un autor usualmente tenido por inspiración de un movimiento contemporáneo. Pero respecto del carácter unificado del movimiento cabría hacerse muchas preguntas. Aquí nos interesa no sólo el caso puntual de los indignados de España, que dieron cara visible y nombre a este tipo de actuar, sino también movimientos análogos. Después de todo, ahí cobró visibilidad una aproximación a la vida política que no solo caracteriza a un sinnúmero de movimientos de disímil orientación, sino también un cierto malestar ciudadano que no siempre alcanza articulación política. Es una mirada que puede caracterizarse simultáneamente por la intensidad de su preocupación por la política y por el carácter externo de su perspectiva, la perspectiva del que clama “¡que se vayan todos!” sin la conciencia responsable de ser parte de ese mismo todo. Es ese cruce de dos perspectivas antagónicas el que lleva a que el mundo de indignados sea percibido por algunos como salvador de la política y por otros como antipolítico. Ahí mismo se encuentra también parte de la explicación para una extraña conjunción que los caracteriza: que la radicalidad de su crítica pueda a veces ir de la mano de sorprendentes vacíos programáticos.1

El vacío programático puede volver más extraño que abordemos el fenómeno desde Kierkegaard; con todo, no es descabellado. Kierkegaard, según se puede atisbar por las escasas líneas que hemos citado, entendería muy bien que alguien desespere del conjunto de las opciones políticas contemporáneas, rechazaría con los indignados la «sensatez» de los contemporáneos que siguen buscando salidas intrasistémicas, y se interesaría por la pasión inyectada en la vida pública. Pero junto con ese tipo de coincidencias, hay llamativas disonancias entre la antropología y visión de sociedad de Kierkegaard y la que uno encuentra difundida entre los indignados. Pues un rasgo recurrente de movimientos como éstos es que no hay culpa; o bien puede decirse que la hay, claro, pero concentrada de un modo increíblemente simplificador en los causantes únicos de las crisis: políticos y banqueros. Los miembros del movimiento, en cambio, viven de una indignación que está tan atenta a esas causas del mal como convencida de su propia inocencia. No estamos, después de todo, ante un tipo cualquiera de indignación moral. No se trata de crítica penetrante ni diferenciada, sino de una crítica que logra mover precisamente porque se inscribe dentro de lógicas polarizadoras en las que la maldad del grupo rival se potencia por la condición de víctima inocente que se atribuye a la propia posición.2 Kierkegaard, podemos presumir, tendría algunas preguntas críticas que hacer a quienes tienen tal percepción de sí mismos.

Exploraremos aquí en primer lugar los juicios de Kierkegaard sobre la centralidad de los eventos de 1848. Esto nos permitirá notar puntos de contacto que parece haber con la indignación moral que caracteriza a movimientos comparables de hoy; con todo, son los indignados de la época del propio Kierkegaard los que nos interesan de modo primario. En segundo lugar, pasaremos revista a los dispares juicios que Kierkegaard profiere respecto de estos sucesos, prestando particular atención a la tensión que parece haber entre dos críticas. Por una parte, en efecto, el danés nos sugiere que aquí hay ausencia de ideas; por otra parte, presenta las ideas-fuerza del periodo como catastróficas. Por último, consideraremos las razones por las que Kierkegaard pensaba que la revolución dejaba desacreditados a otros representantes de la cristiandad, pero no a su propio diagnóstico de la situación. Concluiremos notando la centralidad de estos sucesos para la autocomprensión del mismo Kierkegaard.

1848 como fenómeno «histórico-mundial»

El intento por juzgar un movimiento contemporáneo a partir de cualquier autor del pasado desde luego puede ser objeto de cierta sospecha. Este tipo de especulación –qué habrían dicho Platón, Agustín o Kierkegaard si vivieran hoy–, se nos podría responder, solo revela nuestra pervertida voluntad de poner a los autores del pasado al servicio de nuestro propio diagnóstico del presente. La presencia de tal móvil puede ser serenamente aceptada. Pero si podemos hacer tal ejercicio es porque hay algo más que esa motivación, es porque ciertos autores se prestan para ello, porque hicieron crítica de su propio presente, y porque ese presente suyo no es completamente distinto del nuestro. Por decirlo de otro modo: a veces sí ocurre que los autores del pasado hablan de lo mismo que nosotros (concuerdo aquí con la crítica de Zuckert a Skinner. Zuckert, 1985).

Kierkegaard describió las revoluciones de 1848 de un modo que ocasionalmente parece muy contemporáneo. Es por ahí, por su lectura de 1848, que comenzaremos. Conviene, para introducirnos, recordar la naturaleza de las revoluciones de dicho año, aunque sea de un modo muy general. En un número considerable de casos fueron revoluciones de corto aliento, pues llevaron al fortalecimiento de la reacción. Pero no sólo hubo triunfos puntuales, sino también un primer actuar organizado de movimientos obreros, surgimiento de ideas nacionalistas, una primera masificación sustantiva del actuar político y lo que podríamos llamar un traslado de la política a la calle. Aunque en varios otros lugares se trata de revoluciones nacional-liberales, este paso a la calle es particularmente relevante en el caso parisino, que es el que comenta Kierkegaard.

Como quiera que se evalúen estas revoluciones, la importancia simbólica de la caída del viejo orden salta a la vista: si bien no es comparable en su efecto al de las guerras mundiales del siglo XX, 1848 dejó huella honda en la conciencia de algunos países europeos. Como ha señalado Raymond Aron, para el caso parisino el periodo 1848-1851 parece una versión en miniatura de todas las grandes convulsiones que traería el siglo XX, y se trata de sucesos que mueven a profunda reflexión por parte de los grandes pensadores europeos del momento (“Los sociólogos de la revolución de 1848”, en Aron, 2004: 233–258). Kierkegaard se encuentra entre estos autores remecidos por los sucesos de 1848. Llegó a escribir que este año le había dado “la más nítida comprensión de mí mismo que haya alcanzado” (NB26:51 / SKS 25, 55). Tal autocomprensión no es fruto de mera introspección, sino de un juicio de Kierkegaard sobre los movimientos sociales que le toca evaluar, sobre los cuales realiza en sus diarios una gran cantidad de anotaciones. Desde luego Kierkegaard no fue el único en aprovechar de este modo la ocasión; también Tocqueville, por nombrar un ejemplo elocuente, comienza sus Recuerdos de la revolución de 1848 apuntando el papel que estos sucesos han desempeñado en su autoconocimiento (Tocqueville, 2016: 27).

En 1846 Kierkegaard había escrito sobre «la época de la revolución» ante todo como contraparte positiva para evaluar críticamente «la época presente». Pero cuando llega 1848 su juicio sobre los revolucionarios se ha vuelto primordialmente negativo. Eso no nos debiera extrañar, ni sorprende tampoco el efecto que ha tenido sobre la recepción de su obra. Theodor Adorno, en su conocido escrito sobre Kierkegaard, lo presenta, en efecto, como representante de un «extremado conservadurismo» que se refugia en la interioridad por motivos muy convenientes. Estas son sus palabras:

En la interioridad aparece el desprecio de lo exterior, para que no irrumpa en ella. La interioridad es muy conveniente para lo exterior, puesto que reduce a los individuos a átomos impotentes. Su conjunto constituye la opinión pública, contra la cual Kierkegaard no se cansó de lanzar anatemas. Su extremado conservadurismo político, herencia antigua del luteranismo, expresa fielmente la situación histórica de la interioridad sin objeto, que él representa. Quien considera a toda intervención en la realidad externa como una caída desde una pura esencia interior, debe contentarse en admitir y reconocer a las relaciones sociales dadas tal como son (Adorno, 1969: 265-266).

Tal vez las palabras de Adorno no sean descabelladas como primera impresión. Pues si lo que tal juicio pretende transmitir es que Kierkegaard rechazó sin reserva las revoluciones democráticas –y ello de un modo sumario, que es como Kierkegaard suele resolver los problemas–, se trata de un juicio acertado. Pero si lo que pretende transmitir es que Kierkegaard es indiferente respecto de lo exterior, algo falla en su interpretación. Los juicios de Kierkegaard pueden con frecuencia ser exacerbadamente negativos, pero constituyen así un buen indicio de cuánto lo mueve lo que está ocurriendo, un indicio de que está intentando hacerse cargo de la realidad circundante. En El punto de vista sobre mi obra como escritor, por ejemplo, afirma que “ni siquiera la caída de la civilización antigua es comparable a la catástrofe histórico-mundial que estamos enfrentando” (SKS 16, 49). Tales palabras implican un dictamen exclusivamente negativo, es cierto, pero de una intensidad tal que debieran impedir que sigamos perpetuando la imagen del melancólico danés encerrado en una interioridad impermeable.

En ocasiones incluso hay de parte de Kierkegaard una confesión respecto de la considerable distancia que se requerirá para medir el impacto de la revolución: “tomará una o dos generaciones antes de que comprendamos dónde se encuentra el mal ahora, y cómo debe cambiar el modo de ataque” (NB15:65 /SKS 23, 44). Es cierto que, al hablar de ataque, un pasaje como éste parece dar a entender que Kierkegaard se encuentra lejos de hacer una evaluación siquiera diferenciada del fenómeno revolucionario; pero al mismo tiempo parece lejos de simplemente demonizarlo: resulta crucial su sugerencia de que con la aparición de los revolucionarios la localización del mal se le ha vuelto no más fácil, sino más difícil. Si el mal estuviese simplemente identificado con la disposición revolucionaria, parece claro que el estallido de la revolución volvería más fácil identificar el mal. Cuando, durante este periodo, vemos a Kierkegaard intentando hacer una localización del mal, las culpas caen, de hecho, más bien sobre la elite. Así ocurre ya en La época presente, de 1846, donde –de un modo que recuerda a De Maistre– escribe que “la autoridad y el poder han sido mal utilizados, trayendo sobre sí la némesis de la revolución” (SKS 8, 102). Así ocurre también en La enfermedad mortal, de 1849, donde Kierkegaard reprocha a la elite culta haberse entregado a delirios panteístas, para luego horrorizarse al ver una masa «divinizada» levantarse contra ella (SKS 11, 230). Si los indignados reciben de parte de Kierkegaard un juicio severo, hay quienes reciben uno más severo aún. ¿Pero cuáles son las críticas a los indignados, que siguen volviendo difícil identificar el mal simplemente con los problemas de la elite?

Ideas fantásticas y confundidas

Atenderemos a continuación a la crítica de Kierkegaard a la revolución, para ver en qué consiste ésta, y en qué medida contiene observaciones vigentes para sopesar movimientos contemporáneos. Kierkegaard bien puede ser considerado como uno de los primeros grandes observadores de la moderna sociedad de masas. Es eso, después de todo, lo que explica el discurso sobre la individualidad con que suele vincularse su nombre. Dicha sociedad de masas por supuesto no es un simple producto de la revolución, pero sí hay sentidos en que con ésta parece agudizarse el problema. Lo que nos interesa aquí es notar la considerable cantidad de veces que esta denuncia de la masificación se encuentra en Kierkegaard estrechamente vinculada a la constatación de algún trastorno espiritual, y en qué medida la vincula, en cambio, a ausencia de ideas o a la presencia de ideas específicas.

Partamos por algunos trastornos espirituales. En La época presente, por ejemplo, la «nivelación» es vinculada tanto con factores externos como el surgimiento de la prensa como con condiciones internas como la envidia. Pero entre los trastornos psicológicos la envidia está lejos de ser el foco exclusivo de interés de Kierkegaard. Fenómenos como la alienación y la obsesión le son igualmente conocidos. Considérese, por ejemplo, el siguiente texto de los diarios:

Se escribe mucho sobre el fenómeno de la posesión en la Edad Media, y sobre épocas en las que había individuos que se vendían al diablo. En contraste con eso siento la necesidad de escribir un libro sobre Posesión y obsesión en la época moderna, y mostrar cómo la gente se está dejando llevar en masa a tal posesión. Se unen en estampidas, de un modo que la ira animal toma posesión de la persona, que se siente estimulada, inflamada y fuera de sí. […] La persona busca así evaporarse en una potenciación, estar fuera de sí misma, sin saber lo que hace o dice, sin saber quién o qué es lo que habla a través de ella. Entretanto, la sangre corre más rápidamente, los ojos brillan y miran de modo fijo, la pasión hierve, el deseo bulle (NB: 16, 22; SKS: 23, 108-109).

Textos como éste se pueden multiplicar por decenas durante este período, y por lo general se trata de textos que al criticar la actitud de masa anclan tal crítica a algún desorden de alma: la envidia, la obsesión, la alienación (ese estar fuera de sí sin saber qué es lo que habla a través de nosotros), la posesión, la cobardía (por ejemplo, el estudio de Marsh, 1987). Una y otra vez Kierkegaard hace notar cómo la actitud de masa implica una “cobardía inhumana” en la que no es posible encontrar “una huella de valentía personal” (NB: 4, 121; SKS: 20, 348). La pérdida del temor a Dios habría hecho irrumpir de modo incontenible el “temor a los hombres” que, según Kierkegaard, conduce a “la más peligrosa de todas las tiranías” (NB: 4, 113; SKS: 20, 339).

Junto con la presencia de este tipo de trastorno espiritual, Kierkegaard reconoce desde luego un papel de ciertas ideas tras los «indignados» de su tiempo. Bien podría ser, en efecto, que parte de su juicio negativo sea en realidad un juicio sobre dichas ideas. Que Europa vivía profundos cambios en el mundo de las ideas es algo sobre lo que no cabe la menor duda, pero no siempre es fácil decir cuál de esos cambios es el que está tomando cuerpo en las asambleas o en las estampidas callejeras. Kierkegaard está medianamente al tanto de las ideas que alimentan la revolución, pero sus referencias son sumamente generales. Hay alusiones suyas a lo que estarían haciendo, por ejemplo, los «comunistas»; incluso dice haber escrito parte de su libro Obras del amor (1847) como respuesta al comunismo ( NB: 2,180; SKS: 20, 213). Pero el esfuerzo de los estudiosos por determinar quién es el objeto específico de tales comentarios no ha sido particularmente fructífero (Malantschuk ha llegado al punto –sin duda exagerado– de concebir la obra completa como una alternativa al comunismo en Malantschuk, 1980: 9).

Mucho más elocuente, y más significativo para nuestro interés contemporáneo, es el modo en el que Kierkegaard critica la falta de ideario del movimiento revolucionario: “una cantidad indeterminada de personas toma el palacio en París, sin saber ellos mismos lo que quieren, sin una sola idea determinada” (NB: 4, 121; SKS: 20, 347). La república francesa, escribe en otra anotación, “está fundada sobre una falsedad, la de convencerse mutuamente de que esto es lo que queríamos, que éste era el propósito –sin considerar cuán notorio es el hecho de que no se tenía propósito alguno” (NB:4,122; SKS: 20, 348). En anotaciones como éstas parece saltar particularmente a la vista el paralelo con algunos movimientos de hoy, al destacar Kierkegaard la total carencia de actitud propositiva o programa específico alguno. Como escribe en otro texto, el movimiento de la época solo sigue a “voceros de ideas fantásticas y confundidas” (SKS: 16, 49).

Debe concederse, con todo, que este diagnóstico no es mantenido por Kierkegaard de un modo consistente. En alguna ocasión les imputa algunas ideas a los mismos actores, pero poco profundas. Así se queja, por ejemplo, de que la revolución ha logrado producir agitación nacionalista, pero que no ha logrado que se exprese una sola inquietud religiosa (NB: 4,132; SKS: 20, 350). En otras notas, en cambio, sugiere que todo lo que está ocurriendo es religioso. Todo parece política, escribe, pero la situación sería aquí inversa a la de la Reforma protestante: ella parecía religión, y acabó siendo nada más que política (ese es el severo juicio de Kierkegaard sobre dichos sucesos); en 1848, en cambio, todo parece política, pero acabará siendo religión (SKS 28, 400).

Como puede verse, Kierkegaard no nos ofrece un análisis de manual para juzgar el movimiento de 1848, menos aún para el de nuestro tiempo: en ocasiones los revolucionarios son juzgados por su carencia de ideas, en otras por la superficialidad de las mismas, y en otras por estarse constituyendo un giro espiritual-intelectual que le preocupa (lo cual presupone que las ideas en cuestión no son tan superficiales como en otros momentos él pretende). Tales alternativas no tienen por qué denunciarse como contradictorias. Se trata precisamente de movimientos difusos, que permiten ser analizados en distintos niveles y en sus distintos momentos.

Más allá de la indignación

En un sentido no trivial, y a pesar de los juicios críticos que hemos revisado, la revolución es para Kierkegaard también un fenómeno bienvenido. Los últimos años de Kierkegaard están dedicados a una batalla contra «la cristiandad», y a su parecer la revolución acabó inhabilitando como interlocutores de la discusión a algunos de los representantes tradicionales del cristianismo, dejándolo, en cambio, habilitado a él. A su parecer, en efecto, el nuevo escenario dejaba fuera de juego a los representantes oficiales de la cristiandad, quienes dan voz a la mentalidad que identifica ser danés con ser cristiano, pero no ha dejado fuera de juego el diagnóstico que el propio Kierkegaard hacía ya antes de la revolución. Así se expresa:

Los sucesos de los últimos meses, que poseen un significado histórico-mundial, han echado abajo todo, dando la palabra a los voceros de ideas fantásticas y confundidas, mientras que todo el que antes era una voz autorizada se ha visto forzado o a callar, o a la vergüenza de tener que comprarse algo de ropa nueva (SKS 16, 49).

Las voces «autorizadas» son las de la cristiandad oficial, ésta ha quedado en entredicho. La «ropa nueva» a la que Kierkegaard, en tanto, alude, puede tal vez significar dos cosas: o un intento por mantener las posiciones antiguas, pero cosméticamente remozadas, o bien un intento por formar una segunda cristiandad, que identifique el cristianismo con el nuevo tipo de orden social surgido de la revolución. Ese segundo cambio sería por muchos considerado como un significativo avance, pero para Kierkegaard se mantendría así una sumamente problemática identificación del cristianismo con la opinión dominante. En cualquier caso, sea que se acabe en cambios cosméticos o en una estrecha identificación con el nuevo orden social, ambos caminos implicarían una derrota. Kierkegaard parece creer que él, que ha luchado ya largo tiempo contra tal idea de una cristiandad, no se encontraría entre los derrotados.

¿Pero esta creencia –la creencia de que él no ha sido derrotado– está justificada de parte de Kierkegaard? En La época presente, Kierkegaard había escrito que “una revuelta es en la época presente lo más impensable” (SKS 8, 68). Varios estudiosos han llamado la atención sobre ésta como una de las frases menos afortunadas de dicho escrito de 1846; una frase que hace que surjan dudas respecto de Kierkegaard como analista de la cultura.3 Sin embargo, los grandes pensadores políticos entre sus contemporáneos tampoco pueden ser caracterizados por su poder predictivo respecto de estos sucesos. No parece que el penetrante análisis de ninguno de ellos pueda ser desacreditado por tal omisión.

Para abordar este problema puede ser conveniente volver brevemente sobre La época presente. No se encuentra entre las piezas más conocidas de Kierkegaard, dado que en realidad es solo el fragmento de una obra mayor, titulada Una recensión literaria. Pero precisamente reseñando la novela de Thomasine Gyllembourg, Dos épocas, Kierkegaard tuvo la oportunidad de escribir estas intensas 40 ó 50 páginas sobre la época presente (SKS 8, 66-106), texto que en nuestra lengua como en otras tiene existencia independiente (Kierkegaard, 2012). ¿Pero cómo es que Kierkegaard, en 1848, considera vigente su diagnóstico de la época, si había fallado en algo tan esencial como el predecir la revolución? Podía hacerlo, me parece, porque en este escrito estaba contenido un rechazo de la sociedad burguesa tan intenso como el de los revolucionarios, al mismo tiempo conteniendo una crítica anticipada a éstos. Quisiera mostrar esto en unos pocos pasos.

Lo que el escrito en primer lugar parece revelar es una coincidencia con los indignados. La época presente es criticada por su falta de pasión, falta de primitivismo, por su indolencia o indiferencia. Pero si bien la indignación es un modo de mantener abiertos los ojos a la realidad –y ése es su gran fuerte ante una sociedad indiferente–, al mismo tiempo requiere mantenerlos cerrados a la complejidad de la realidad. Quien se abre a la complejidad de los problemas, quien comienza a hacer distinciones y precisiones, difícilmente mantendrá la indignación como motor principal de su acción, aunque pueda seguir siendo alguien muy comprometido con una causa. Tener presente esto nos comienza a abrir los ojos a la ambivalencia de este fenómeno. No es que los indignados sean menos geniales que Kierkegaard, y que por eso el análisis cultural de él parezca más interesante. Lo que ocurre es que la indignación es sencillamente incompatible con cierto nivel de diferenciación conceptual.

Pero hay más. Hay un sentido en el que el indignado es prisionero de la sociedad desapasionada que critica, y precisamente en un momento en el que, por el contrario, cree haberse convertido en un crucial agente de cambio. Kierkegaard se detiene expresamente en el hecho de que en una sociedad desapasionada las relaciones sociales se mantienen en pie, pero son vaciadas de significado. En contraste con la época de la revolución, que echa abajo reyes, maestros y padres, la época presente permite que cada uno de ellos se mantenga en pie, pero del siguiente modo: el ciudadano ya no es el ciudadano obediente ni el ciudadano rebelde ante la tiranía, sino que ser ciudadano se ha transformado en ser “espectador que estudia el problema de la relación entre un rey y sus súbditos” (SKS: 8, 76). Lo mismo escribe Kierkegaard sobre un campo en el que movimientos afines a los indignados suelen hacerse oír: los movimientos sociales en torno a la educación. Kierkegaard describe esto del mismo modo en que discute la relación rey-súbdito: la educación ya no consiste en “temer y temblar”, ni tampoco en aprender, sino en un “mutuo intercambio de ideas entre maestro y discípulo, acerca de cómo una escuela como ésta debe manejarse” (SKS: 8, 76). Ir a la escuela, escribe, “en el fondo ha llegado a significar el estar interesado en el problema de la educación escolar” (SKS: 8, 76). De estas observaciones de Kierkegaard se puede por supuesto hacer una lectura como la que hace Adorno: denunciarlo como un conservador que simplemente no entiende lo que está ocurriendo, que se molesta porque en la calle hay demasiado ruido. Pero más provechoso es destacar lo que Kierkegaard ha visto: la posibilidad de que, a pesar de la pretensión de ser agentes de cambio, el habernos situado fuera de una relación nos convierta en realidad en espectadores en lugar de actores. Para Kierkegaard, recordemos, el abandono de la acción es una nota característica de la sociedad desapasionada “nada ocurre –escribe al comienzo de La época presente– y sin embargo hay publicidad inmediata” (SKS: 8, 68). Lo que textos como los recién considerados permiten ver, es que bajo «acción» Kierkegaard entiende precisamente un actuar inserto en algún tipo específico de relación. Al indignado que cree haber dejado atrás la sociedad indiferente, estas observaciones de Kierkegaard le advierten sobre el riesgo de simplemente haber caído en una indiferencia más sofisticada que la que está dejando atrás.

Eso nos lleva al último punto que nos interesa destacar, el lugar dado por Kierkegaard a la concreción. Éste es el punto que nos permitirá también contrastar la «pasión» kierkegaardiana con la indignación. El llamado de Kierkegaard a mayor pasión es inequívoco, pero lo que deba entenderse bajo tal pasión puede ser objeto de cierta discusión. Si se toma, por ejemplo, un término emparentado, como «entusiasmo», se podrá constatar que no siempre tiene en La época presente una connotación positiva. Así, Kierkegaard escribe que “destellos de entusiasmo e ingeniosa apatía se corresponden mutuamente” (SKS: 8, 70-71). Aquí, el entusiasmo inmediato, que se manifiesta en destellos, no sólo no es identificado con la pasión, sino que lo es derechamente con su contrario: la apatía. La explicación la podemos encontrar en un hecho observado por Robert C. Roberts: en esta obra el término «pasión» en algunas ocasiones describe una emoción pasajera, pero en otras ocasiones describe más bien un rasgo de carácter o un interés arraigado (Roberts, 1987: 88-89). Y el énfasis de Kierkegaard no recae sobre el hecho de que haya una falta de emoción –pues la época apática se caracteriza precisamente por destellos de entusiasmo–, sino sobre el hecho de que falta carácter arraigado, intereses capaces de dar forma estable a la emoción, configurando de modo constante el actuar. Por lo mismo, en otros momentos, el entusiasmo y la pasión aparecen como identificados, y ambos bajo luz positiva.

Pero tal pasión que forja carácter no sólo incluye reflexión sino, muy significativamente, presupone cierto tipo de concreción. Al destacar esto, conviene recordar que Kierkegaard caracterizaba a algunos de los revolucionarios como “voceros de ideas fantásticas y confundidas”. “Lo fantástico” es un concepto importante también en obras como La enfermedad mortal. Pero lo concreto que Kierkegaard opone en La época presente a la abstracta nivelación no es “el individuo”, sino concreciones comunitarias. Su crítica va expresamente dirigida contra el hecho de que no “quepa ninguna categoría intermedia”, que se haya “eliminado a los individuos y todas las concreciones orgánicas”, que todas las “concreciones comunales de la individualidad” hayan sido aniquiladas (SKS 8, 84). Pueden ser pocas las palabras que escribe al respecto, pero son palabras claras en el sentido de reconocer como ideal opuesto a la pura humanidad no una abstracta individualidad, sino concreciones comunales. La pasión que Kierkegaard desea promover no es la del individuo aislado ni la del movimiento de masas. Es, por el contrario, de las concreciones comunales que afirma “daban relativo pathos” (SKS: 8, 84). Una vez más, el «indignado», con su salida de los cauces usuales de expresión política, en un movimiento que dispara contra todo y todos, pero sin hacerlo desde alguna concreción específica, es en términos kierkegaardianos un nivelador que, con seguridad de modo involuntario, refuerza muchos de los problemas contra los que pretende combatir.

Conclusión

Si volvemos a nuestro contraste inicial con Hessel, el problema no parece consistir simplemente en que en Kierkegaard se introduzca algo de capacidad reflexiva que parece ausente en nuestros indignados. Después de todo, también eso es algo que apenas aparece en Kierkegaard. Lo que sí parece decisivo es que la indignación a la que nos llama Hessel es una pasión que dispersa. Para ella lo que hay es males en el mundo, males ante los cuales lo peor es actuar con indiferencia; pero la alternativa a ese actuar con indiferencia no es en su escrito un llamado a actuar jerarquizando problemas, sino a escoger entre los múltiples motivos de indignación posibles. “Deseo para todas las personas que cada una tenga su propio motivo de indignación”, escribe Hessel (2011: 4). Esta pasión disgregadora parece muy distinta de la propuesta contenida en La época presente, donde un hilo conductor de la discusión es la fractura interna del hombre y la consiguiente caída en los fenómenos que Kierkegaard describe como «charla», «habladuría», etc., que desempeñarían un papel tan importante en el Ser y Tiempo de Heidegger. Daniel Innerarity ha llamado la atención sobre la manera en que la política de indignados se aleja –a pesar de sus pretensiones– de la disposición revolucionaria: en manos del indignado la protesta deja de ser revolucionaria y se vuelve expresiva (Innerarity, 2015: 196-201). Las observaciones de Kierkegaard sobre el hombre que identifica problemas, pero los aborda situándose fuera de la relación, atienden a la raíz más honda de este hecho.

Es por eso que no debemos separar la crítica cultural kierkegaardiana de su acentuada autocomprensión durante este periodo y del conjunto de su proyecto intelectual. Es fácil olvidar esto, y elegir entre el Kierkegaard de la sola interioridad o el Kierkegaard como crítico cultural. Pero 1848 es un año igualmente decisivo para ambos lados de su pensamiento. Según escribe en una nota de dicho año, entonces “me vi elevado a una altura que nunca antes había conocido, y pude por fin conocerme cabalmente” (NB: 26,14; SKS: 25, 22). De esto da cuenta también la producción de Kierkegaard en este periodo, que en obras como La enfermedad mortal y Mi punto de vista da testimonio de un intenso esfuerzo por comprender el mundo como parte del proceso de conocimiento de sí mismo. Podemos dudar del valor específico de aspectos de su crítica cultural, pero la tensión en la que dicha doble búsqueda lo pone parece constituir un sano resguardo para que la crítica cultural no degenere en apoyo o rechazo indiferenciado de los fenómenos sociales que nos rodean.

Referencias bibliográficas

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Zuckert, M. (1985). Appropriation and Understanding in the History of Political Philosophy: On Quentin Skinner’s Method. Interpretation, 13(3), 403-424.

  1. Para un penetrante análisis: Innerarity, 2015. ↩︎
  2. Para el vínculo de la cultura de la indignación con el victimismo: Campbell y Manning, 2018. ↩︎
  3. Por ejemplo, Kaufmann, 1962: 20-21. ↩︎