Editorial Open Insight vol. IX. no. 16, mayo-agosto 2018
La realidad siempre aparece ante nosotros oscuramente, entre sombras. Tanto más cuanto la inquietud fundamental de la vida está avezada por la turbulencia de los tiempos: el poder está más a merced del astuto hombre de política que de una ciudadanía participativa y corresponsable. Entre las sombras, más bien que voltearnos a ver unos a otros y encontrarnos, hombro con hombro en la común labor del cuidado de la casa común, volteamos a ver hacia arriba, donde destacan, a menudo, oscuras figuras cuyos discursos más llaman a la desesperanza que a la persuasión sobre los fines que deberíamos perseguir como comunidad y los medios apropiados para alcanzarlos.
La filosofía, que tiene lugar en la Historia, pese a su aspiración a una verdad más allá de la contingencia, se mantiene, a su vez, en la tensión entre lo circunstancial y lo eterno de la que participa la humana condición. A la filosofía, pues, no le es ajena la tematización de la estructura política que, a fin de alcanzar un horizonte de justicia, establece y favorece unas instituciones y unos medios en lugar de otros. A la filosofía, aunque tentada por las mieles del poder que corrompe, no le son ajenas la injusticia y la impunidad. En su aspiración a la verdad está enraizado el anhelo cierto del bien y la justicia. Por eso, la filosofía, desde el trabajo conceptual, puede confrontarse contra la práctica política, regida, las más de las veces, por pasiones antes que por razones.
Parecería que una necesidad histórica nos condena constantemente a elegir entre el menor de los males. Mas, entre la franca ingenuidad de creerle tal capacidad a los autoproclamados redentores políticos y el puro cinismo individualista desconfiado de la vida pública, acaso quepa maridar lo ideal y lo fáctico en la concepción y persecución realista de bienes posibles. Tal nos enseña no sólo la especulación sino, eminentemente, la práctica de la filosofía como modo de vida: cuando nos demanda no sólo la búsqueda de la verdad sino el compromiso de la vida en la consecución de esta búsqueda, que siempre estará irresuelta toda vez que no realicemos, en la vida, la verdad que nos permita descubrir y acoger al otro al salir a su encuentro. Además de mediante el trabajo del concepto, la filosofía aspira, así, puntualmente a la justicia. Busca ofrecer claridad en medio del atribulado presente, al tiempo que promueve una disciplina cuyo ejercicio permite resistir la servidumbre de las ideologías que devoran a las personas con el pretexto de defenderlas.
El cumplimiento de tal aspiración de verdad y justicia se verifica en la tarea permanente de la pregunta simultánea por la verdad y el bien. Su descubrimiento y el de los mejores medios para alcanzarlo nunca es una tarea terminada y cada generación ha de volver a emprenderla, criticando su herencia y concibiendo la esperanza común, más bien que el futuro.
La filosofía es, como ejercicio político, la criba permanente de las ideas sobre las cuales fundamos la acción, a nivel personal y político, al tiempo que, en vez de paralizar la acción mediante el análisis exagerado, supone apostar una respuesta sobre la verdad y el bien. Se asemeja, así, al águila que no sólo avizora desde la distancia su presa, sino que también la apresa con calculada audacia. Exige, pues, en el curso finito de nuestras existencias en el tiempo, suspender el juicio sobre lo que se da por sentado siempre que sea necesario, pero también orienta la acción en el tiempo oportuno, entendido que, además, vivimos en el tiempo que resta.
La acción que nace de la experiencia emotiva del anhelo del bien puede ser acertada o errada. Tal vez ahí radiquen la belleza y la tragedia de la libertad. La filosofía, por su parte, asume con responsabilidad radical el sometimiento a criba de las creencias y los hábitos sobre las que fundamos la existencia, así orientando la acción. Si lo bueno es bello pero difícil, acertar con el bien arduo es el resultado de una agonía ante la que, en el peor de los casos, el carácter se atempera.
En la aspiración al diálogo común acerca de los ideales que la razón estima como los más dignos, es fundamental el acicate de una filosofía que esté dirigida a la justicia y al bien común, pero ella no es suficiente. El combate moral de la búsqueda del bien no se da nunca en soledad. La aspiración al bien congrega, reúne. Los demás, como cualquiera de nosotros, crecen y actúan en el contexto de instituciones que son tan parecidas y diversas como las maneras en las que se vive.
Las instituciones no se fundan sólo sobre ideas, mejores o peores, ni tampoco sobre estima o voluntad. Cabe, junto a la suspensión del juicio sobre las ideas y las acciones, la crítica de los hábitos de quienes componemos las instituciones y juzgar su validez en función de su contribución a la justicia y al bien común. Aunque la acción se propone fines ideales, errar en la apuesta no implica renunciar a la renovación moral, sino un entrenamiento del hábito que conduce, luego, acaso, al acierto; entrentato, aspirar a lo ideal es, en última instancia, un triunfo contra el pesimismo de poco valor.
El horizonte de la acción común se presenta como el pretexto perfecto para justificar un cinismo sin ideales, fatalista, que hace de las instituciones incorregiblemente corruptas el hado al que está sometida la vida de cada uno. Se cree que la política es el trabajo de unos cuantos profesionales, en quienes se confía, por cierto, cada vez menos.
Está, por otro lado, la posibilidad de promover una renovación cultural, que no es asunto de unos cuantos hombres y mujeres cultos que han hecho profesión de filosófos. Así como a todas las personas de una comunidad conviene el quehacer filosófico porque todos hemos de morir –y lo sabemos–, todos los miembros de una comunidad tienen algo qué aportarle al trabajo común de la justicia: poseedores de singularísimas inteligencias y voluntades, su acción constituye la acción política. El cuidado corresponsable de la casa común es tarea de todos y la filosofía nos invita a examinar no sólo nuestras instituciones sino nuestras vidas: así sabremos nuestra contribución a la política.
Las consecuencias de la acción individual y colectiva se pueden estimar sólo hasta cierto punto, es cierto. Las consecuencias de la acción más nimia –como vestir al desposeído que a nadie le importa y con quien, por cualquier motivo, vinimos a toparnos–, escapan al horizonte vital que cualquier persona sea capaz de cultivar en el curso de una vida. La filosofía, en el horizonte de la Historia, es la ciencia que nos permite examinar nuestras vidas y los ideales sobre los que las fundamos, pero también avisora, entre las sombras, los hilos de la acción que tejen la Historia que ella misma colabora a construir.
Es cierto: lo que cabe esperar no es precisamente halagüeño. Ante la creciente ceguera al valor de las humanidades, las ciencias sociales y las artes por parte de diversos gobiernos, lo que se evidencia es una deliberada intención de unos cuantos por medrar con la miseria de la mayoría. La calculada barbarización de mayor parte de la humanidad nos presenta la defensa del espíritu y su cultivo no sólo como un deber de resistencia sino, además, como la alternativa más próxima a la realización efectiva de horizontes sociales cada vez más justos.
Semejante resistencia cultural demanda denunciar el olvido del espíritu en los tiempos que corren. Ese olvido se convierte en censura cuando coincide con el medio para sostener regímenes injustos como la censura que el gobierno de México impone al cultivo de las humanidades, las artes y las ciencias sociales, como otros países de América y en desarrollo. Precisamente, en tiempos de una violencia inédita y tras no pocas conquistas nacionales de relevancia internacional en estos rubros –merecidas luego de años del esfuerzo sostenido de la comunidad humanística, artística y científico social mexicana y latinoamericana–, se observa una alarmante campaña en contra de aquellos que pueden denunciar y transformar la barbarie que atravesamos.
Nunca como ahora ha sido tan importante para nosotros el cultivo del ocio que comprende y crea; nunca como ahora ha sido tan importante para nosotros retejer la comunidad política desde abajo, desde el examen de la vida y el compromiso con el prójimo. La filosofía, que espera y en cuyo horizonte está no sólo la suspensión del juicio sobre las verdades que se han tomado como criterios de acción sino también sobre las formas de vida en común en las que la vida cultural encuentra cimiento, puede ofrecer luces hoy urgentes para imaginar la esperanza.
En este tenor, las aportaciones de este número dan cuenta de cómo la filosofía está siempre atenta sobre lo que parece sabido o, por otro lado, lanza su mirada aguda sobre los acontecimientos que carecen de claridad. En la sección Dialógica Natalia Stengel y Oscar Méndez conversan sobre el sentido de la violencia en el arte: hacer sentido de la violencia. A partir del análisis de la obra de tres artistas, nos ofrecen criterios para mejor comprender y juzgar los formatos y los tópicos del arte contemporáneo.
En la sección de Estudios, Raúl Rodríguez Monsiváis discute los límites del principio de composicionalidad en escenarios del lenguaje natural y desde el punto de vista de la interpretación textual. Jaime Torija Aguilar repasa las principales posiciones en torno al papel del sujeto en la construcción de nuestra tradición científica para discutir la posteridad de este problema, cuyo clasicismo evidencia. Martin Simesen Bilke, por su parte, discute el aserto de Heidegger en el sentido de que la teoría de la relatividad espacial presume y preserva la concepción clásica de las nociones de espacio y tiempo.
A continuación, Villa Sánchez reconstruye la recepción española de la tradición fenomenológica. Al tiempo que retrata a los primeros personajes protagónicos de la promoción de la fenomenología en el ámbito hispano, discute el sentido de dicha tradición en el relato que de estas escenas hiciera Serrano de Haro.
Hacia el final de la sección, González Suárez retoma el análisis del fenómeno religioso expuesto por el primer Heidegger de al rededor de Ser y Tiempo para reflexionar sobre la religión como horizonte ético a partir de la transformación resultante de la experiencia de lo divino, mientras que Ramsés Sánchez Soberano presenta la ontología de Henry como un dispositivo en contra del nihilismo y Hernán Inverso muestra hasta qué punto cabe el yo que siente en el discurso fenomenológico regular, del que eminentemente se ha enfatizado otro elemento del argumento cartesiano en el análisis de Husserl: el yo que piensa.
Esta ocasión, en Hápax Legómena, presentamos la traducción que realizó Jacob Buganza de un fragmento de la Filosofia del Diritto, escrita por Antonio Rosmini. Aquí se presenta una invitación, especialmente urgente para la ciudadanía, a tomar conciencia del talante ético de nuestra acción; exculpándonos de nuestra corresponsabilidad en el desastre público, pues solemos juzgar que la culpa de todo la tiene siempre otro.
En las reseñas, Gabriel García presenta una obra que nació para posteridad de clásico en los estudios illichianos: el libro Otra Modernidad es posible, donde Humberto Beck argumenta el diagnóstico de Iván Illich sobre la Modernidad y repasa sus implicaciones culturales; Tania Yáñez, por último, en la línea del argumento de Inverso, reseña un conjunto de ensayos que abordan el estudio del cuerpo vivo desde una perspectiva fenomenológica.
–Juan Manuel Escamilla González Aragón y Tania Guadalupe Yáñez Flores