Antonio Rosmini
Traducción y notas de Jacob Buganza
Nam hæc nascuntur ex eo quod natura propensi sumus ad diligendos homines quod fundamentum juris est.
Cicerón, De Legibus, I, XV
La filosofía jurídica, a diferencia de todas las otras [filosofías aplicadas], se propone a sí misma la búsqueda del «principio del Derecho».
Este principio no es más que la misma idea generalísima del derecho, de tal suerte que un «principio» no es nunca otra cosa que una «idea» considerada en la aptitud que ella posee para ser aplicada (Nuovo saggio sull´origine delle idee: Sec. V, P. III, cc. III y IV).
La idea o, lo que es lo mismo, el concepto, contiene la «esencia» de la cosa (Nuovo saggio sull´origine delle idee: Sec. V, P. V, a. V § 1). La idea, es decir, el concepto del derecho, contiene y hace conocer la naturaleza o esencia del derecho; y es cuando se conoce esta esencia que se puede visualizar, que se puede reconocer en aquellas acciones en donde tiene participación, lo cual consiste en que se pueden «derivar» los derechos de su «principio».
El «concepto» de una cosa viene expresado en la «definición» de la misma. Por ello, nos ocuparemos primeramente de definir el derecho; luego someteremos a análisis la definición encontrada y, finalmente, compararemos el «derecho» con el «deber» y estableceremos su relación.
El sentido común dice, y dice siempre, que el «derecho» es algo distinto a la «fuerza»; es más, el mismo sentido común suele ver con frecuencia oposición entre «fuerza» y «derecho».
La fuerza se adopta a veces para «defender» al derecho, [y] a veces para «violarlo».
Cuando la fuerza bruta oprime al hombre que tiene por sí mismo el derecho, entonces éste excita un interés extraordinario en los otros hombres. Su derecho parece que brilla desde ese momento con un esplendor insólito. Su derecho triunfa porque se sustrae a la acción de la violencia como una entidad inmortal, inaccesible a toda la potencia material que no alcanza a tocarlo, quedando todos sus esfuerzos excluidos de aquella esfera alta y espiritual en la cual habita el derecho.
En una palabra, el «derecho» es una entidad ideal y moral como el «deber», y debemos encontrar su fuente justamente donde hemos encontrado la del deber. ¿Dónde está la fuente del deber? ¿Dónde la hemos descubierto? Ahí donde se encuentran la voluntad y la ley.
La «voluntad» es la potencia por la cual el hombre, reconociéndolos, se adhiere a los objetos que se le presentan a su entendimiento y, así, obra y cumple su deber; o bien, hace lo contrario.
Por tanto, en las operaciones de la potencia volitiva se deben distinguir dos términos: el principio para obrar, que es la misma voluntad, el «sujeto» (el hombre) y el término del obrar, que son los «objetos» opuestos al sujeto.
De los objetos, como hemos dicho en la exposición del «sistema moral», es decir, de la exigencia que ellos manifiestan cuando se presentan a nuestra inteligencia, viene a relucir en nosotros la ley, que es aquella misma exigencia, el deber intimado en nosotros, cuya ciencia se llama «moral».
Del «sujeto» viene el placer, que es una modificación de él, cuya ciencia la hemos llamado «eudemonología».
El «placer», tomado en su más amplio significado, [es] el bien eudemonológico; cuando está protegido por la ley que viene del objeto, constituye el «derecho».
Por ello, debemos encontrar la definición de esto de forma cuidadosa y clara; para encontrar todos los elementos de los cuales resulta, debemos meditar y analizar el acto de la voluntad que contiene en sí la generación no menos del derecho que del deber. Pongamos manos a la obra con la mayor diligencia.
Cuando nosotros, al ingresar a nuestra interioridad para contemplar un objeto, decimos voluntariamente, sin suspensión o retraimiento de voluntad: «Este objeto es bello, bueno, digno, precioso», hacemos un acto «justo», si este objeto es en nuestra aprehensión tal como decimos que es.
Entonces, nuestra alma intelectiva, al no estar turbada por la amargura de querer algo contrario, de tal suerte que se fatigue por retirarla de la plenitud de su asentimiento, y más bien observa y fija abiertamente toda aquella belleza, aquella bondad, aquella dignidad y excelencia, y que es más o menos objeto, experimenta un deleite y gozo tal, el cual surge de una ley íntima y arcana que liga al «alma intelectiva» con el «ser», con todo el ser, con toda entidad. Esto es aquello que se llama «amor apreciativo», porque es un afecto que sigue al acto de la apreciación, o al juicio que favorable y voluntariamente hace el hombre.1
Sin embargo, el acto del simple reconocimiento voluntario tiene una naturaleza distinta de aquel gozo, que se consigue y sale como el calor de la luz.
Es propio del acto intelectivo el conocer; redunda luego en el alma, sujeto de la potencia intelectiva, un gozar, una complacencia en el objeto conocido, y en cuanto el sujeto es susceptible de tales sentimientos, se llama «ánimo», «corazón», etcétera.
Empero, conviene observar que el sujeto, esto es, el alma, no prueba un sentimiento placentero sólo gracias a su unión con los objetos reconocidos. Ella obtiene además deleite en el uso de cualquier potencia suya, si ésta alcanza su fin. Por tanto, basta con que haya un objeto para que pueda tener gozo, pero es necesario que haya un sujeto intelectivo para que pueda haber gozo intelectual, esto es, el gozo que proviene de la luz y del bien de las cosas entendidas.
Todo «gozo», entonces, comienza y termina dentro del sujeto; y es así de simple que no tiene más términos, sino perfecta unicidad.
Todo «conocimiento», por el contrario, lleva al sujeto fuera de sí, [o sea,] a un objeto, por lo que hay dos términos, a saber, el cognoscente y el conocido.
Esto prueba que el acto del simple reconocer no depende del deleite que le sigue, sino depende de la energía propia de la voluntad que libremente obedece a la exigencia que le manifiestan los objetos, los cuales le imponen la ley.
Al mismo tiempo, el sujeto inteligente está moralmente necesitado de humillarse y casi depender de los objetos que se le hacen conocer y que él no puede cambiar, sino que se beneficia por esta misma sujeción suya y espontánea pasividad, porque él se perfecciona adhiriéndose a los entes mismos mediante el conocimiento, a través del cual entra a él la verdad y, [en consecuencia,] la ejecución de la ley. Empero, el sujeto inteligente no está forzado a esto físicamente, sino por la libertad moral.
La «libertad moral» nace de la oposición del objeto al sujeto. El sujeto, como tal, separado de la ley que él recibe del objeto, es guiado por el instinto. El objeto, por el contrario, sin prestar atención de alguna manera al instinto como instinto, le impone una ley, le prescribe un modo de obrar conforme a la verdad.
No menos el «instinto» que la «ley» determinan, cada uno a su modo, las operaciones humanas; pero el instinto se determina a menudo al encontrarse frecuentemente en oposición con la determinación impuesta por la ley; una determinación choca con la otra y queda casi suspendida. El hombre, en este contraste, no está determinado ni por una ni por la otra parte. Puede escoger, puede hacer uso de uno o del otro de los dos principios determinantes: he aquí la libertad.
Como la ley es inflexible, así el hombre se siente siempre obligado moralmente, sin coacción física. Pero esta misma obligación sentida de continuo sin que su intimación cese jamás, sin que su voz jamás se canse, da al hombre también un estímulo y una fuerza para obrar rectamente. Es primero el «sentimiento»; luego también la «conciencia» del propio deber, el germen de la fuerza moral.
Y esta fuerza, esta energía moral, es nuestra, es propia. Somos nosotros, como sujetos inteligentes, los que nos oponemos a nosotros mismos como sujetos sentientes. Es el sujeto vuelto persona el que se contrapone a sí mismo como mero sujeto instintivo. Ambos somos nosotros.2 Ahí es donde nosotros somos ya los autores de aquello que obramos, y donde tiene su origen la lauda o la censura hacia nosotros, el mérito o el demérito.
Por tanto, se da un verdadero poder del hombre sobre sus operaciones. Tengámoslo en cuenta, porque hemos encontrado con esto un elemento del derecho.
Verdaderamente el concepto del derecho supone primeramente a una persona, a un autor de las propias acciones.
Si un cuerpo se mueve, aquella acción se vincula al cuerpo, pero el cuerpo no se puede llamar autor; [el cuerpo] es pasivo: ni quiere ni sabe hacer; no hace, sino que en él se hace. Las leyes del movimiento de este cuerpo son fijas. Dependen de su naturaleza, pero esta naturaleza no depende de «él»; su movimiento no procede de él, porque este él no existe. Ni tampoco las acciones de los brutos son, en último análisis, propias del sujeto: el instinto que las determina no depende del sujeto, sino de la naturaleza del sujeto constituida por el autor del universo. Por tanto, para que un ser se pueda denominar autor de sus acciones, necesita que él sea quien las hace. Este él existe solo, se conoce y se quiere; en pocas palabras, es una «persona».3
Pero la «libertad», este poder con el cual el hombre puede dominar las acciones, es una señoría de hecho, con además una señoría de derecho.
Porque si bien tenemos la libertad, por la cual podemos determinar nuestras acciones o a favor o en contra de la ley, sin embargo toda vez que nos servimos de ella para determinarlas contra la ley, hacemos el mal, mientras que hacemos el bien toda vez que nos servimos de ella para determinarlas según la ley. Esto es lo que se llama bien o mal moral. Por tanto, tenemos una libertad física, no todavía una libertad verdaderamente moral.
Ahora bien, ¿cuándo sucede que nuestra libertad adquiere también el epíteto de moral? Cuando ella, en sus operaciones, se contiene dentro de los límites trazados por la ley moral.
La «libertad moral», entonces, es aquella porción de libertad física que no está atada por la ley moral. Esta es libertad no sólo de hecho, sino también de derecho. Y es aquí, en esta libertad moral, que el «derecho», cuya noción buscamos, comienza a aparecernos.
En consecuencia, el hombre, propia y absolutamente hablando, no puede tener un verdadero derecho para hacer una acción prohibida por la ley moral y, por «ley moral», entendemos cualquier ley que moralmente obliga. La razón es clara: porque aquello que es malo, no puede ser derecho.
Pero no basta. La palabra «derecho» indica todavía alguna cosa más que no es aquello que es simplemente «lícito». Indica una cierta «autoridad» o potestad para obrar, no una simple libertad; y la idea de autoridad o potestad implica una relación con otros hombres. Esta relación está formada por la misma ley moral, la cual al mismo tiempo que brinda a una persona la libertad de obrar, prohíbe a las otras el turbar aquella operación.
De ahí podemos recoger la definición del derecho, que es la que señalábamos en la Introducción: «el derecho es una potestad moral o autoridad para obrar»; o sea el derecho es una facultad para obrar aquello que place, protegida por la ley moral, que ordena respeto a los otros.
Esta definición contiene la noción general que se encuentra en todos los derechos. Pero, antes de reducir a ella las definiciones de los derechos especiales, debemos analizarla y considerar a parte cada uno de los elementos que la componen.
La noción del derecho, que hasta ahora hemos recogido en una definición, consta de cinco elementos:
Retomemos cada uno de estos elementos y considerémoslo por separado.
La palabra «actividad» debe ser tomada aquí en un sentido muy lato, en el sentido de cuando se dice que toda cosa que cae en el sentimiento del sujeto supone alguna actividad y actualidad del mismo, el cual, al menos, se presta a la pasión y coopera a la modificación que recibe de él. Porque aun cuando el concepto de «sentimiento» implica al de «pasividad», empero es indudable que, sin alguna actividad correspondiente en el sujeto mismo, no se podría concebir la existencia ni siquiera de una pasividad suya (Antropologia in servizio della scienza morale: II, Sec. 2, c. I). Convenía que lo declaráramos nosotros para que no se creyese que excluimos como parte de la materia del derecho a los sentimientos placenteros que el sujeto prueba, aunque [sean] pasivos.
Hay que añadir que los sentimientos placenteros son normalmente el efecto de las acciones del sujeto y que, asimismo, la actividad del sujeto interviene para conservarlos y defenderlos; finalmente, que el dominio de hecho que el sujeto posee de sus propias acciones es aquello que lo determina a omitir las acciones que podrían impedir o quitar o turbar los sentimientos placenteros. De donde [se sigue que] en la misma inacción aparente del sujeto intelectivo, se encuentra un cierto acto de su voluntad.
Por tanto, el derecho tiene siempre por su «sujeto» una facultad o actividad del hombre.4
La persona, como señalamos, es el principio activo supremo de un sujeto inteligente. La actividad personal supone entonces inteligencia; es la voluntad del sujeto la que se determina a sí misma como consecuencia del conocimiento recibido de las cosas.
Un instinto ciego no puede, por tanto, constituir por sí solo algún derecho.
Para que un derecho exista, no basta la acción física, tal como ella se encuentra en los seres materiales, ni basta el ciego instinto sensual como se halla en las bestias; debe existir la inteligencia y aquello que es consecuente en el hombre, [a saber,] la voluntad; esta sola [potencia] es la que tiene el poder para determinar las acciones de acuerdo con la norma de la inteligencia, y así da al hombre la excelente prerrogativa de ser y llamarse «autor» y, por lo mismo, «dueño» de sus actos.
Fue ciertamente un error de otros tiempos, al cual parece que no se ha renunciado todavía del todo, el creer a las bestias capaces de derechos. No son capaces de derechos porque no son capaces de tener el «dominio de hecho» de aquello que hacen, capacidad que viene presupuesta en la noción de una «señoría del derecho». Las leyes romanas, al haber establecido un derecho de naturaleza a las bestias comunes, dieron lugar a errores que han durado por muchos siglos. Los autores de ellas vieron el primer elemento del derecho, [esto es,] la acción subjetiva; pero no vieron clara y constantemente el segundo, [a saber,] la acción personal. Vieron la acción sin más, la cual no es más que una parte material del derecho, pero la parte formal se sustrajo a sus consideraciones casi completamente.5 Por el resurgimiento de la jurisprudencia romana, ¡algunos estudiosos no dejaron de atribuir algún derecho a las bestias y seriamente trataron sobre los procedimientos legales que, en caso de hacer uso de ellas, se refirieran a la punición que se les debiera infligir! Les faltaba la clara idea de aquello que constituye el derecho, justamente porque las leyes romanas no las suministraban.
No amerita que se señalen aquí los esfuerzos con los cuales algunos sofistas buscaron degradar al hombre al nivel del bruto. Dedujeron francamente las legítimas consecuencias del sistema del sensismo y, haciéndolo para publicitarla, no dejaron de aplicar sus humillantes teorías a la sociedad y a la noble doctrina de la igualdad y libertad sociales, que por ellos ha sido infamada y vulnerada en el corazón.
Los sistemas de los filósofos antiguos sobre la transmigración de las almas o sobre el alma del mundo y sobre una divinidad infusa a través de los miembros de todas las naturalezas, dieron lugar, es cierto, a largas cuestiones en torno al respeto debido a los brutos; pero no llegan a alcanzar la sentencia que hemos expuesto, porque no se plantean la cuestión de si las bestias tienen derecho, sino que es otra la primera cuestión: si las bestias tienen razón.6
Además, el deseo de menguar en los rudos hombres la ferocidad y crueldad conduce tal vez a algunos sabios antiguos a inventar sistemas en los cuales también las bestias comparecerían como dignas de respeto; y en provecho de ellas, los antiguos legisladores establecieron muchas leyes a fin de que, contenidos los hombres de encarnizarse contra las bestias, también se contuvieran de hacer estragos a los humanos. Por otro lado, en tiempos de Hesíodo, era una verdad vista y enseñada sin misterio que al solo hombre le perteneciesen la justicia y la ley, el derecho y el deber.7
Finalmente, encuentro necesario advertir que la actividad personal y libre de la cual hablamos, necesaria para constituir el elemento de un derecho, no es forzoso que siempre se dé en su acto segundo, como se expresan las escuelas. Basta que la acción, «por su naturaleza», pertenezca al dominio del hombre. Asimismo, si accidentalmente se sustrae del libre poder del hombre, no deja por ello de ser «propiedad» suya, ya que ella es tal por [una] natural ley, pero una vez que el hombre retome el ejercicio de su poder sobre ella, cesaría tal accidentalidad. Por tanto, conviene establecer que «si una causa cualquiera vuelve espontánea una acción que podría ser libre en el hombre, no se sigue que otro hombre pueda disponer de aquella acción sin violar el derecho de la persona, a la cual la acción pertenece por naturaleza, y a la propiedad de la cual ella puede pretender siempre racionalmente». Y esto porque el ser personal de la acción no depende propiamente de la libertad de indiferencia, sino de la personalidad del principio de donde emana.
Pero nos reservamos desarrollar en otro lado la noción de «propiedad» que, como se aprecia, entra en el concepto del derecho como consecuencia de la personalidad. Extraigamos ahora aquí un corolario importante sobre los dos elementos constitutivos del derecho expuestos hasta ahora.
Sabiendo que el derecho es una facultad, una actividad o potencia, como se quiera llamar, se sigue claramente el corolario de que entonces su ejercicio requiere la fuerza.
Esta fuerza, con la cual se ejercita y pone en acto el derecho, es el origen de la «coacción», reconocida por todos como cosa íntimamente conectada al derecho mismo.
Se ve más claramente la necesidad de una íntima conjunción del derecho con la fuerza, si se considera que aquí se trata de una actividad personal. La actividad personal es la suprema de todas las actividades, incluso físicamente consideradas, porque ella domina de hecho a todas las otras, adoptándolas como instrumentos y medios para sí misma.
De aquí se deriva que la coacción anexa al derecho, hablando en general, sea tanta como es todo el poder comprehensivo de la persona: de manera que el hombre puede ejercitar su derecho con todas las fuerzas que están a su disposición, repeliendo cualquier oposición, y también resarciéndose del bien perdido como consecuencia de la injuria sufrida.
No es por otra cosa que esta coacción, que es tan extensa cuando se considera desvestida de sus circunstancias, reciba limitaciones por los deberes morales resultantes de las circunstancias accidentales, de las cuales hablaremos en su lugar.
Se nos presenta aquí una cuestión importante: «la coacción, ¿debe ella entrar en la definición del derecho?».
Algunos autores la hacen entrar efectivamente. A favor de estos autores se podría utilizar el argumento siguiente: «El derecho es una actividad personal; en el concepto de actividad se encierra ya el concepto de fuerza y coacción; por tanto, la noción del derecho posee ya en sí el uso de la fuerza, de la coacción».
Tal razonamiento tiene un fondo de verdad, pero no procede con suficiente seguridad: posee oscuridad y confusión en los conceptos con que se expresa. Para llevarle la luz de la claridad necesaria, conviene recurrir a algunas distinciones.
Que toda actividad y facultad contiene la fuerza, es indudable, pero ella no contiene siempre la fuerza en acto segundo, como dijimos, sino en acto primero, es decir, en potencia. Por tanto, si el derecho consiste a veces en una mera facultad, o actividad potencial, puede muy bien decirse que en la definición que expresa su concepto se encierra la fuerza en potencia, pero no puede decirse que se implica necesariamente la fuerza en acto.
Se distingue, en consecuencia, el «derecho primitivo», que consiste en una «facultad potencial», del ejercicio primitivo del derecho, que puede llamarse también convenientemente «derecho secundario», y que consiste en una «facultad actualizada».
El derecho que consiste en una mera facultad se daña por completo cuando es dañada la facultad misma. El derecho que consiste en el acto de esa facultad se daña toda vez que este acto es impedido. Ahora bien, tanto el derecho que consiste en la facultad, como el derecho que consiste en el acto de ella, así como puede ser dañado, así también puede ser defendido con la fuerza. Pero para todo modo de empleo de la fuerza se exige un acto y el derecho de usar la fuerza no puede consistir en una facultad en estado de mera potencia, sino que es uno de aquellos derechos que consisten en una facultad puesta en acto. Solamente que el derecho para usar la fuerza no es, propiamente hablando, una especial clase de los derechos consistentes en una facultad puesta en un acto, sino que es accidente, por así decir, que se manifiesta en el ejercicio del propio derecho.
Por tanto, puede resolverse la cuestión así: «aquella sola fuerza coactiva es inherente al derecho, y se encuentra de hecho en la actividad del sujeto del derecho; no le es esencialmente inherente alguna otra».
Por ende, no es de ningún modo necesario, para constituir un derecho, que tenga anexa una fuerza suficiente para defenderlo, como irrazonablemente algunos sostienen.
Aquellos sacrifican con una salvaje doctrina los derechos del débil,8 cuando no son menos sagrados que los del fuerte. [Los derechos del débil] ameritan que al menos los defienda la voz de los sabios, imprimiendo más altamente con las palabras y con los escritos en los ánimos de todos, aquella persuasión que ya la naturaleza de por sí coloca, es decir, que los derechos deben permanecer inviolados, aunque ninguna defensa los tutele y proteja.
Si una acción no tuviera algún valor para quien la hace, ni le brindara alguna consecuencia placentera, no podría ser objeto de un verdadero derecho.
Por tanto, el derecho debe referirse siempre a un bien, a una cosa placentera a la naturaleza humana,9 de modo que se debe establecer el principio de que «un mero capricho no puede jamás ser el objeto de algún derecho».
También en este sentido las cosas fueron llevadas al exceso y, mediante vanas abstracciones, se pretende establecer derechos estúpidos, inútiles para aquellos a quienes se les atribuyen y gravosos para los otros hombres. Ahora bien, es tiempo de que las abstracciones den lugar a un pensar más complejo, y que cese aquel derecho crudo y sofístico por el cual los publicistas y los mismos moralistas autorizaron varias veces las sumas injurias.
Cuando digo un bien, o sea, una cosa placentera, yo considero este bien bajo el aspecto eudemonológico, es decir, lo considero en la relación natural que él puede tener con nuestra satisfacción, o también con nuestra felicidad. Y, sin embargo, el bien del cual se habla podría ser asimismo moral, porque también el bien moral en sus apéndices y consecuencias tiene un orden natural con nuestra satisfacción y nuestra felicidad, y también él, bajo este respecto, puede considerarse como bien eudemonológico.
Empero, conviene agregar que este bien, que interviene para constituir el derecho, debe ser inherente, de algún modo, al sujeto, de manera que al sujeto al cual le estuviese privado sufriera con su privación una molestia. Si se tratase de un bien no inherente al sujeto, sino separado completamente de él, y sólo obtenible mediante su acción, no sería suficiente para constituir un derecho, porque el sujeto podría permanecer privado de él sin un dolor concomitante a la privación del mismo.
El bien conjunto a la acción, o implicado en la acción, es aquello que da valor a la acción; es el fin, es el objeto del derecho.
Permítaseme aquí observar que este elemento del derecho atrajo la atención de los antiguos, de tal manera que parecieron sugerir la denominación de «derecho de naturaleza», con cuya expresión querían decir «derecho fundado en los instintos naturales de la conservación, de la procreación, etcétera, derecho que tiene por objeto las necesidades y los bienes que exige la naturaleza, quod natura omnia animalia docuit, porque la necesidad y el instinto parece que enseñan al animal a buscar la satisfacción».
Otros se dieron cuenta de que a este concepto falta la parte formal del derecho, la cual sólo puede encontrarse en la razón. De donde sustituyen a la naturaleza en general por la naturaleza del hombre. Este último posee instintos animales como las bestias, pero sobre estos tiene los instintos, las necesidades, los bienes racionales, que dominan a los primeros; de donde [se aprecia] la bella sentencia de Cicerón, “Natura juris ab «hominis» repetenda est «natura»” (De legibus, I, 5).10
Una vez que la mente humana llega a este punto, conoce que el «bien», objeto del derecho, ha de ser «humano», y no animal meramente; que debe referirse a un ser racional, a una persona. Estaba próxima a descubrir otra verdad, a encontrar otro significado para la palabra «naturaleza», que se asumía como indicadora del derecho. Bastaba que de la consideración de aquella naturaleza en el «sujeto», pasase a considerarla cual «objeto»; y era fácil, como dije, este paso, porque en la naturaleza humana el sujeto y el objeto no se confunden, sino que se unen. La naturaleza como objeto manifiesta a la mente exigencias muy diversas a las de los instintos: las exigencias morales. Por tanto, el antiguo precepto que de la escuela socrática pasó a ser casi propiedad de los estoicos, «Vive según la naturaleza», recibe dos distintas interpretaciones. Si se toma la palabra naturaleza como «sujeto», viene a decir «vivir según los instintos y las incitaciones de nuestra naturaleza»; si se toma como objeto, quiere decir «vivir según lo que exijan y muestren las naturalezas de las cosas». Estos dos significados están a veces mezclados y confusos en los mayores sabios de la Antigüedad; no [les] falta sino el segundo, que es el más excelente, como sucede ahí donde Cicerón argumenta que debemos amar a los otros hombres como a nosotros mismos porque tenemos una igual «naturaleza». Aquí «naturaleza» tiene un sentido objetivo y la filosofía roza ya el verdadero principio moral del reconocimiento práctico de las naturalezas, o sea, de los seres.11
En consecuencia, regresando a nosotros, concluyamos: el tercer elemento del derecho es que «la actividad, de la cual el sujeto es propietario, tiene algún valor eudemonológico».
En cuarto lugar, el derecho no puede ser más que una facultad de obrar aquello que es intrínsecamente honesto y lícito.
La razón de esto ya fue indicada: es evidente que no existe derecho para hacer cosas que sean moralmente malas.
De aquí procede igualmente que, si una acción fuese por sí misma honesta pero quien la hace abusase desfigurándola por una falsa intención o bien ordenándola a un fin perverso o a otra cosa semejante, traspasa del todo los límites de su derecho.
Sin embargo, si alguno pretendiese despojarlo de la facultad para obrar aquella acción honesta en sí misma, a la cual tiene verdaderamente derecho, éste efectuaría una injuria. No así si otro pretendiera impedir el abuso que hace de su derecho, mas quien efectúa tal impedimento12 ha de tener él mismo derecho de hacerlo, es decir, no lo ha de tener prohibido por otra ley que deba seguir obligatoriamente.
Por otro lado, la «licitud» de la acción, necesaria para que ella pueda ser sujeto de derecho, es definida de manera diversa por los autores, de acuerdo [tanto] con el objetivo que persiguen al establecer los constitutivos del derecho [como] según la legislación a la cual refieran esta licitud.
En Alemania se suele dar el derecho natural únicamente considerado como una base para la legislación externa y positiva del Estado, y la licitud que se exige para que un derecho sea posible es aquella que resulta de las leyes externas del Estado, o bien, a lo mucho, la inmunidad de la coacción natural. Esto es, se suele establecer que yo tengo derecho de hacer todas aquellas acciones que los otros hombres no me podrían impedir con el uso de la fuerza.
El consejero Zeiller así se expresa a este propósito en su derecho privado-natural: “El derecho no es una facultad moral en el más estricto sentido, de modo que nos competa solamente el derecho a aquello que es moralmente bueno y concorde con la ley de la virtud, ni ello está en el grupo de las cosas internamente lícitas. Porque no se puede negar que muchas cosas que nosotros exigimos de los otros, aunque manifiestamente deriven de un ánimo distinto a las virtudes y tiendan a fines del todo privados de humanidad, empero vienen generalmente reconocidas por justas, y son susceptibles de ejecución de acuerdo con las vías compulsivas del derecho [e] incluso con la venia de los tribunales del Estado” (§ 11).
En verdad, son muchas las acciones que no pueden ser prohibidas por la legislación del Estado y que, por ello, en apariencia, por tales leyes pueden y deben considerarse lícitas o, para decirlo mejor, presumirse tales y, por tanto, también considerarse aptas para servir de sujeto de derechos.
Lo mismo dícese de toda legislación limitada. Si se considera la acción en la especial relación con aquella legislación, se encontrará no prohibida y tendrá el carácter de la licitud «relativa», aunque ella fuese ilícita considera en relación a la legislación universal, es decir, al complejo de todas las leyes obligantes al hombre.
Esta manera parcial de considerar la «licitud» necesaria para volver a una acción sujeto de derecho no se puede reprender; más bien, se hace, a veces necesaria, de tal suerte que justamente se debe hablar de derechos relativos en relación a cualquier legislación especial. Pero, al mismo tiempo, es un deber del escritor del derecho natural advertir que tales no son derechos en el pleno y estricto sentido de la palabra; sería grandemente deseable, para escapar a todo equívoco, que, al nombrarlos, se distinguiesen con el adjetivo que indicase la legislación a la cual se refieran, llamando, por ejemplo, «derechos civiles» aquellos que tienen por sujeto acciones permitidas y tuteladas por las leyes civiles; y así dígase de los otros.
Puede también suceder, como decía, que una acción parezca sujeto de un derecho mío no porque sea lícita en sí misma, sino porque no me puede ser impedida por aquellas personas con las cuales yo vivo. Las otras personas no puede impedirme obrar, si yo no entro en la esfera de sus derechos; y, sin embargo, yo puedo cometer acciones reprobables sin que éstas de hecho ofendan los derechos de otros. Por ejemplo, dejando de hacer [el] bien a los otros, no entro por ello a violar la esfera de los derechos de los otros hombres, a los cuales no hago algún mal; sin embargo, se suele decir que yo tengo el derecho de obrar así. Pero esta manera de hablar es inexacta. No es verdad que yo tenga el derecho de ser «deshumano» con los otros hombres; es verdad solamente que, si yo dejo de hacer el bien a los otros hombres –uno que además yo debería [hacer] por una ley moral superior–, yo tengo el derecho de no ser molestado o violentado por ellos en mi conducta; o sea, también es verdad igualmente el decir que «ellos no tienen el derecho de violentarme; es más, tienen la obligación de no hacerlo». Y, sin embargo, obrando yo contra la humanidad y la caridad, no ejercito de ningún modo mi derecho en sentido verdadero y absoluto porque hago una cosa que me está prohibida por la ley del Creador.
Finalmente, el «derecho» implica además una relación con los otros seres inteligentes, por la cual estos permanecen moralmente obligados a no turbar el ejercicio de aquella facultad o actividad moral, de manera que la facultad, actividad o acción adquiera la denominación que le habíamos dado de «potestad»; y aquel que la posee se puede justamente llamar injuriado y ofendido por aquellos que la turban o la dañan.
Los límites dentro de los cuales se restringe el uso de la antedicha potestad, y fuera de los cuales ella no puede existir, resultan de los mismos cinco elementos constitutivos del derecho; más abajo, nosotros buscaremos describir exactamente tales límites, los cuales, por sí solos, vuelven posible la coexistencia de los derechos de más personas «convivientes»; sin embargo, no nacen de la necesidad de esta convivencia, como veremos, sino sólo por la falta de uno o de otro de los cinco elementos indicados como constitutivos del derecho.
Empero, se debe notar atentamente que el deber de respetar la libertad moral de los otros no se debe a que esta facultad sea un derecho, sino al contrario, ella es un derecho porque está en los otros este deber de respetarla.
Es más, podría también estar en los otros el deber de respetar una porción de actividad de un cierto individuo, sin que esta porción de actividad se volviese para él un derecho absoluto. Así sucedería si a esta porción de actividad faltase alguna de las condiciones precedentes, principalmente la de la moralidad.
Por tanto, no basta que o la actividad de una persona sea moralmente libre o que no siendo moralmente libre esté en otros el deber moral de respetarla para que ella sea erigida en derecho. Una sola de estas dos cosas no basta para ello; más bien, es necesario que ambas concurran, o sea: es necesario que la actividad de la cual hablamos sea moralmente libre de parte de la persona que pretende el derecho y que sea moralmente inviolable de parte de las otras personas que tienen que tratar con ella.
Al contrario, si sucediera que una porción de actividad personal no fuese moralmente libre, no debería creerse por ello que en los otros cesase el deber moral de respetarla. Si este deber moral de respetar la actividad del otro naciese por ser precedentemente tal actividad un derecho, entonces justamente se inferiría que debe cesar el deber moral del respeto al cesar el derecho que es objeto del respeto. Esto lo creen muy bien bastantes legalistas y publicistas, pero, según nosotros, es uno de los errores más funestos, uno de aquellos profundos y habituales errores que impiden a las legislaciones el hacer grandes progresos, a los cuales está llamada e incitada necesariamente la civilización actual.
La libertad moral de una cierta actividad en una persona y el deber moral en las otras de respetar aquella actividad dada, vienen de fuentes diversas; puede subsistir muy bien la primera sin la segunda y el segundo sin la primera.
Al querer hacer que procedan tales cosas de iguales [fuentes], y la una y la otra relativas y condicionadas estrictamente [entre sí], produce infinitas pretensiones injustas de ambas partes: el litigio deviene inextricable y termina con la guerra.
He aquí tres clases de injustos derechos que surgen del error del que hablamos, y que vemos por desgracia a diario:
Estas dos clases de derechos funestísimos se manifiestan en la supuesta persona que posee el derecho.
La tercera clase de derechos se desvela en las otras personas que con ella han de tratar.
Ahora bien, al deber moral que obliga a un hombre a respetar la libertad de los otros hombres; cuando esta libertad tiene todos los caracteres necesarios para ser un derecho, daremos la apelación de «jurídico».
El «deber jurídico», por tanto, es aquella obligación que tiene un hombre en correspondencia al «derecho» de otro; o sea, es aquel deber que impone a un hombre el respetar, no turbar o dañar la potestad jurídica de otro hombre. Y este «deber jurídico» es lo mismo que el quinto elemento constitutivo del derecho.
Algunos autores exigen, para la constitución de los derechos, otros requisitos, como la coincidencia del deber y del derecho en la misma persona, o el estado de sociedad, pero nosotros no podemos unirnos a ellos en tales opiniones. De ellos hablaremos en otro lado.
Ahora bien, queriendo ahora nosotros recoger en una definición más explícita todos los elementos que deben concurrir para constituir un derecho, diremos:
«El derecho es una facultad personal o potestad para gozar, obrando o padeciendo, un bien lícito, que no debe ser dañado por otras personas».
Tal definición puede también llamarse el principio de la ciencia del derecho.
Lo que parece que ha estado más olvidado por los escritores del derecho es la concurrencia del doble carácter moral del derecho: vale decir, la licitud de la acción de parte del sujeto y el deber moral de respetar aquella acción de parte de las otras personas en relación con él y la independencia de estos dos caracteres.
La manera más reciente de pensar en torno al concepto de derecho se resume en las fórmulas de Kant y Romagnosi. Examinémoslas brevemente.
Kant define el derecho como “la facultad de hacer todas aquellas acciones, cuya ejecución, si bien universal, no impide la coexistencia de las otras personas”.
Nosotros hemos mostrado largamente ya, en otro lado, los graves defectos de esta fórmula aplicada a la moral:14 hagamos aquí sólo unas pocas observaciones.
Romagnosi brinda la definición siguiente: el derecho es “la potestad del hombre tanto para hacer sin obstáculo de parte de la norma de la ley de la naturaleza, como de conseguir por los otros aquello que le es debido en virtud de la ley misma” (Assunto primo, § III.).
Pero esta manera de definir el derecho no puede admitirse por varias razones.
En consecuencia, la definición dada por Romagnosi carece de precisión en cuanto a la manera en la cual viene expuesta y contiene muchos errores en la misma substancia.
Creemos que es muy necesario ahora abandonar el sistema de aquellos que, en los tratados de derecho, piensan que podemos prescindir de la divinidad. Eliminada esta relación primaria, se constituyen fácilmente en derecho acciones moralmente ilícitas porque no entran, como se dice, en la esfera del derecho de los otros hombres.
Pero tales abstracciones, científicamente consideradas, no pueden tener valor, más que de frivolidad; consideradas en sus consecuencias lógicas, son fuentes de falacias y consideradas en los efectos reales, son funestas para el género humano.
Por tanto, una actividad no puede tener la cualidad de ser derecha, y para ser un verdadero «derecho», si ella no es lícita con respecto a toda la ley moral.
Una acción prohibida puede llamarse derecho relativo; y esto sucederá para resumir:
El derecho no permanece como un absoluto en manos de quien posee su justo título cuando se abusa de él. El solo abuso queda fuera de la esfera del derecho y, por ello, puede ser impedido.
Si el derecho es una potencia moral, por la cual el hombre puede adoptar aquello que no le está prohibido y que es tutelado por la ley, es necesario que la noción de «deber» sea precedente e independiente de la de «derecho».
Porque, de otro modo, si la noción de deber no precediese, o bien la noción de derecho debería ser de aquellas primeras nociones por sí evidentes o bien sería del todo imposible el formarla.
Porque, siendo necesario que en la noción del derecho entre la de deber, como aparece en la definición que hemos dado, sucedería que una definición tal pecaría de ser circular, presumiendo que explica la noción de derecho con la de deber, que no es precedente a la noción de derecho.
En verdad, caerían en este círculo no pocos, opinando que las nociones de derecho y deber fuesen esencialmente relativas, implicando una a la otra. No sólo se seguiría que serían oscuras e ininteligibles tales nociones, una de las cuales no se podría explicar más que por medio de la otra, sino además se volvería arbitraria la deducción de los deberes y los derechos. Porque de tal manera de opinar se seguía que el hombre tendría derecho de hacer aquello que el deber no le ha prohibido, y que el deber no le prohibiese hacer aquello a lo cual tuviese derecho: este círculo perpetuo no suministra algún principio, sino sólo arbitrario, de lo honesto y lo justo.
En la doctrina que hemos expuesto, por el contrario, el deber tiene una existencia propia y precedente en el hombre a la del derecho. El deber viene impuesto por el «objeto», mientras el derecho brota, en cuanto a su materia, del «sujeto». Como el objeto tiene un ser independiente del sujeto humano, así el deber tiene una existencia independiente del derecho.18
Como consecuencia de lo anterior, y de lo dicho más arriba, la noción de «deber» es más simple que la de «derecho».
La noción de derecho implica a la de deber, y no viceversa: de ahí que todos los hombres tengan ideas claras sobre el deber, pero no todos se han formado correctamente en la mente la noción de derecho.19
De ahí, igualmente se aprecia cómo pueden existir deberes sin que les correspondan derechos.20
Para que nosotros nos sintamos ligados a un deber, basta con que nos esté presente delante una naturaleza intelectiva: su sola percepción por parte de nosotros exige que no queramos serle injustos, que no efectuemos un juicio falso, que reconozcamos y respetemos aquel grado de «entidad» del cual ella participa.
Los primeros deberes, al menos abstractamente considerados, son hacia la «verdad impersonal», y no todavía hacia una cierta persona. La verdad es aquel elemento que vuelve respetable a la persona, porque la verdad es alguna cosa infinita, y sólo lo infinito es lo que da nobleza, aquello que da la razón de fin a los seres inteligentes (Principi della scienza morale, c. IV art. 8), aquello por lo cual pueden ser susceptibles de derecho.
Es más, yo tengo deberes hacia mí mismo, considerándome objetivamente; yo debo respetar mi propia dignidad personal: he aquí nuevamente los deberes, a los cuales no responden los derechos porque no se pueden concebir los derechos hacia sí mismo.
Tanto los deberes que cada hombre tiene hacia la verdad impersonal, como los deberes que tiene hacia la propia personalidad, son absolutos y no implican alguna relación con otro hombre o con otra persona. No existen, entonces, derechos correspondientes a aquellos géneros de deberes (excepto en Dios, observado como ley moral), porque no podrían existir más que en otras personas, cuya existencia no es necesaria para la existencia de tales deberes.
Por el contrario, no puede existir un derecho en el hombre sin que esté en los otros, como hemos visto, el deber de respetarlo.
Es el deber mismo quien da filiación al derecho.
En el siglo pasado se querían derivar los deberes de los derechos, antes que los derechos de los deberes; tal era una doctrina funestísima de egoísmo deshumano. El siglo XIX proclamó la doctrina opuesta;21 la única verdadera, la única humana, la cual estamos en deuda de exponer y aclarar.
El «deber» da origen al derecho con dos actos: uno relativo a la persona que viene en posesión del derecho, el otro en relación a las otras personas que deben respetarlo.
En relación a la persona que está en posesión del derecho, el deber limita la actividad personal de ella dentro de ciertos confines que constituyen la esfera del derecho.
En relación a las otras personas, el deber las obliga a respetar la actividad personal, cuyos confines están dados por el deber mismo de quien los tiene determinados. Es principalmente este acto del deber el que eleva a la dignidad de derecho aquella porción de actividad, volviéndola sagrada e inviolable.
Por tanto, el derecho es un poder que, relativamente a quien lo posee, es «honesto»; relativamente a los otros, es «inviolable».
El deber moral es aquel que lo vuelve «honesto», conteniéndose «negativamente», es decir, prescribiéndole los límites; el deber moral es igualmente aquello que lo vuelve «inviolable» obrando «positivamente», o sea, obligando a las otras personas a respetarlo dentro de aquellos límites.
Esta última acción positiva del deber es propiamente aquella que informa el derecho, o sea, el derecho es derecho porque es inviolable. No sería derecho si en las otras personas no existiese primero el deber de dejar intacta aquella porción de poder, es decir, de actividad, que luego se llama derecho.
De ahí es que, para conocer la esfera de los derechos de cada hombre, es necesario no sólo considerar sus deberes para ver la porción de actividad que le queda libre moralmente; sino también conviene considerar los deberes de las personas con las cuales él se encuentra en relación, para ver qué obligaciones se deben respetar de aquella porción de actividad; ya que de toda esta porción, sólo aquel tanto puede justamente llamarse un derecho que, respectivamente a las otras personas, por su deber se vuelve inviolable.
Por no haber puesto primero un acto negativo del deber y ya que el derecho existe luego por la obligación de respetar aquella actividad honesta –obligación impuesta a las personas distintas del sujeto del derecho–, tuvieron origen aquellos pretendidos derechos absurdos y monstruosos para obrar lo que es deshonesto. Así nacieron las opiniones erróneas de que no se dan derechos entre los hombres, sino mediante la sociedad, o al menos mediante la real convivencia de más hombres unidos; y otras así, de las que ya hemos hablado.22
Otra relación importante entre el derecho y el deber es que uno recibe una enunciación negativa, mientras que el otro, positiva.
El deber, lo hemos visto, determina inmediatamente el modo de ser de nuestras acciones, puesto que no son sino conformemente a la ley. La primera enunciación del deber es negativa: prohíbe, y no manda; prohíbe apreciar las cosas, con nuestro juicio práctico, más o menos de cuanto ellas nos parecen meritar. En efecto, la ley, con su primera enunciación, no nos impone reflexionar sobre las cosas y juzgarlas, lo cual no sería posible porque la ley comienza a propagarse y mandarnos sólo cuando hemos reflexionado sobre las cosas.
Por el contrario, todo aquello que tal ley no nos prohíbe, queda libre de no hacerlo, y forma nuestro derecho, mientras surja en el otro el deber de respetar nuestra libertad; pero la primera enunciación del derecho tiene una forma positiva y no negativa, es decir, permite y no prohíbe.
Se ve aquí que hay una manera de expresarse equívoca y que implica la confusión de ideas en relación adoptada a menudo por los escritores, los cuales dicen que el Derecho no admite más que deberes «negativos» y perfectos, y que la moral reconoce deberes «positivos», pero imperfectos. Conviene estimar la ciencia del derecho como aquella que trata sólo de los derechos, aunque los considere en relación con ciertos deberes y considerar la ciencia de la moral como aquella que trata de los solos deberes y oficios, aunque los considere también en relación con los derechos. Ahora bien, todos los derechos son positivos; entre los deberes, pues, hay negativos y positivos. Sin embargo, aquellos deberes que tienen una correlación con los derechos, se reducen siempre a una fórmula general negativa que dice «no quitarle al otro el bien», o sea, «no perjudicar».
Por tanto, al deber concierne aquello a lo cual estamos obligados;23 el derecho, por el contrario, puede moverse libremente en toda la esfera de las acciones no prohibidas, dado que no faltan los otros constitutivos del derecho que hemos señalado.
Cuando decimos acciones no prohibidas, decimos más que acciones simplemente lícitas.
Las acciones no prohibidas pueden dividirse en tres clases: en aquellas que son «lícitas simplemente», en aquellas que son no sólo lícitas, sino también «obligatorias», y en aquellas que no son obligatorias, sino que son lícitas, y además están también dotadas de especial bondad moral [o] «supererogatorias».
Todas estas clases de acciones pueden ser materia de derecho.
Es evidente que si la acción es obligatoria, ella forma por su naturaleza la materia de un derecho absoluto e inalienable. Regresaremos sobre esta especial forma de los derechos cuando deduzcamos y clasifiquemos los derechos especiales.
En cuanto a aquellas acciones que, aunque no obligatorias, están dotadas de bondad moral, de ellas depende la perfección moral.
Para nosotros es libre el hacerlas, el impedirlas o bien hacerlas más o menos. Sucede que en los hombres hay diversos grados de «bondad», según más o menos bienes se hagan. De donde se sigue que, como la «justicia» precede y genera al derecho; así, el derecho precede y también genera la «bondad», la cual consiste justamente en el adoptar el propio derecho para hacer el bien a los otros.
Y, debido a que cuando el hombre tiene mayor bondad cuando es autor de un mayor bien, así él se vuelve más perfecto moralmente; asimismo, los grados de la bondad, relativamente al hombre que la posee, se llaman grados de «perfección moral».
La «bondad» del hombre hacia sus semejantes se llama «beneficencia»; y la «bondad» hacia Dios se llama «piedad».
Finalmente, las acciones meramente lícitas pueden ser también materia de derecho.
Las acciones meramente lícitas son aquellas que no tienen conjuntamente ni obligación ni bondad moral.
Es verdad que, consideradas estas acciones en el individuo que las hace, es decir, acompañadas de todas las circunstancias de las cuales son circundadas cuando se ponen en el ser, entre las cuales principalmente la intención con la cual se hacen, no se pueden jamás decir del todo indiferentes, como comúnmente enseñan los moralistas; para nosotros, conviene considerarlas en sí mismas, en su concepción abstracta, en cuya manera de concebirlas no repugna que se llamen indiferentes, o sea, privadas igualmente de malicia y de bondad moral.24
La razón por la cual nos conviene hablar de ellas así, abstractamente, es porque la doctrina en torno a los derechos no puede considerarse mucho de otra manera. Debiendo esta doctrina indicar no sólo cuándo se da en un hombre el derecho, sino también cuándo los otros hombres deban juzgar que en él está [tal derecho]; es necesario considerar la acción en sí misma, no menos que al individuo. Considerar la acción en el individuo sirve para establecer cuándo el derecho es verdaderamente y cuándo no lo es. Considerar la acción en sí misma sirve para establecer, hablando en general, cuándo los otros deben juzgar (presumir) que el derecho sea. Me explico.
Digamos que una acción que en sí misma es indiferente, pero en aquel que la hace es mala por la mala intención con la cual la efectúa, o por algún accidente que se le agregue; instituyamos las dos cuestiones:
A la primera cuestión, se debe responder negativamente; a la segunda, afirmativamente.
He aquí el por qué: si se supone que la intención de quien hace aquella acción es mala y que, por consecuencia, la acción en el individuo es mala, no puede ciertamente tener ningún derecho a efectuarla porque ninguno tiene derecho a llevar a cabo acciones perversas.
Pero la circunstancia que vuelve permitida tal acción, es decir, la intención mala de quien la hace, no puede ser sometida a mi juicio (sin que contemos con la confesión de su autor y otras pruebas exteriores ciertas, no se tendría noticia), porque no la puedo conocer con plena certeza. No me queda, entonces, más que llevar mi juicio sobre la acción considerada en sí misma y, en este caso, debo juzgar que ella puede ser muy bien materia adecuada al derecho del cual se trata y sostener que tiene derecho para hacerla: de donde yo debo regular mi conducta bajo este principio, respetando en otros aquello que en otro lado hemos llamado «derecho presunto».25
Nos queda ahora por aclarar mejor la naturaleza y extensión de aquel deber moral que responde al derecho, y que hemos llamado jurídico.
Primeramente definámosla. Resulta de lo que hemos dicho que «la obligación jurídica es el mismo deber moral que obliga a una persona a dejar intacta y libre cualquier actividad propia de otra persona».
Todas las partes de esta definición reciben claridad de las cosas expuestas arriba, excepto la última frase, en la cual se dice que la actividad que constituye el sujeto del derecho debe ser «propia» de otra persona; es decir, de una persona diversa de aquella que tiene la obligación.
Verdaderamente, no hemos expuesto el concepto de «propiedad»; pero, más o menos distintamente, cada uno conoce qué cosa es la propiedad. De donde, reservándonos tratarla en su lugar, aquí nos referiremos por el momento a aquel conocimiento cualquiera, que tienen todos y que en los mismos niños se manifiesta.
Ocupémonos más bien en tratar la definición anunciada de acuerdo con sus principales cualidades o en relación a las condiciones de la obligación jurídica.
A partir de la definición dada, se divisa primeramente que nosotros no exigimos como condición de la obligación jurídica que ésta proceda inmediatamente de la respetabilidad inherente a la actividad (derecho) que forma el objeto; sino que llamamos jurídica a la obligación de no turbar o impedir aquella actividad, aun cuando ella no provenga de la exigencia moral de ella, sino de una causa externa.
Por ejemplo, aquel trabajador que, debiendo a su patrón el trabajo de diez horas al día, obtiene de lo mismo la facultad para reposar hasta que lo reclame el trabajo, tiene la potestad para disponer de su tiempo hasta que plazca al patrón. El deber jurídico en este caso de no impedir el uso existente en los otros hombres, ¿de dónde proviene? Parece que ello no proviene de la facultad que tiene el trabajador para obrar a su provecho, siendo tal facultad del patrón y prestada justamente a él. Por tanto, proviene de la licencia dada por el patrón mismo: es un respeto debido al derecho del patrón pasado al trabajador. Se puede decir que en tal condición de cosas, el patrón y el trabajador forman como una sola persona, la facultad de la cual es inviolable para todas las otras.26
En consecuencia, hay facultades para obrar moralmente, las cuales traen con ellas el deber jurídico de ser respetadas no por sí mismas, sino por algún accidente o relación que les sobreviene.
Es verdad que esta doctrina podría también expresarse en otro modo, distinguiendo la actividad materialmente tomada de la actividad dotada de todas las circunstancias y cualidades que la vuelven jurídica y respetable. Cuando se declare que quiere tomarse la actividad de la cual hablamos no en su entidad material, sino en toda su entidad moral-jurídica, en tal caso se puede sostener muy bien que «toda obligación jurídica tiene su fundamento (su razón) en la exigencia de la facultad que forma el objeto».
Bien a menudo, sin embargo, se vuelve incómoda tal manera de hablar; y vuelve más expedito el que se dividan las obligaciones jurídicas en dos clases, a saber:
Una y otra de las dos maneras de hablar nos parecen exactas; pero convenía que las distinguiéramos y mostrásemos la identidad para entendernos, con el fin de que el lector pudiese interpretar una y otra rectamente, cuando tuviéramos necesidad de hacer uso de ellas.
Sea que la obligación pertenezca a la primera o a la segunda de las dos clases señaladas, una propiedad suya es ésta: que ella se refiere siempre a otra persona, diversa de aquélla, en la cual se encuentra.
Puedo tener ciertamente deberes hacia mí, porque me considero objetivamente.27 Pero los deberes que tengo hacia mí, si bien «morales», no podrían recibir el apelativo de «jurídicos», por la misma razón justamente por la cual ninguno puede tener «derechos» hacia sí mismo.
El apelativo «jurídico» viene de iure, pero deber jurídico equivale a «deber correspondiente a un derecho», o si se quiere mejor, «informante de un derecho».
Por tanto, si bien todos los deberes jurídicos son morales, no todos los deberes morales son jurídicos, sino que jurídicos son aquellos que tienen por objeto respetar, o sea, no quitar o dañar, una actividad propia de otra persona.
De ser, pues, los derechos y deberes jurídicos correspondientes a dos personas distintas –y no jamás a la misma–, se vuelve posible la lucha entre dos personas en el caso de la usurpación o lesión de una parte y de reivindicación y satisfacción de la otra. De la posibilidad de esta lucha tratamos en el error indicado arriba, pues no pocos escritores están persuadidos de que la «coacción» de hecho es esencial a todo derecho.
Pero la esfera de los deberes jurídicos se restringe también más si se consideran los cinco elementos a partir de los cuales hemos hecho provenir la noción de derecho.
Para que un deber moral se pueda decir también obligación jurídica, no sólo debe terminar en otra persona, sino también tener por objeto una actividad propia de esta persona.
De aquí se ve que la obligación jurídica es por naturaleza negativa, imponiendo no dañar y no atentar aquello que es propiedad de otro.
Sin embargo, es necesario que tengamos en claro en qué consiste esta forma negativa de las obligaciones jurídicas, lo que se hará mediante algunas observaciones.
La primera es que el deber jurídico no sólo prohíbe dañar de hecho las facultades de los otros, sino incluso el tentativo de la lesión.
De ahí se sigue que hay lesión de derecho también contra el Ser supremo, aunque las facultades y propiedades de éste no puedan ser limitadas o perjudicadas.
Por tanto, aquello que falta a un deber de beneficencia impuesto por el Creador, aunque no se haga reo de violación de un deber jurídico hacia los hombres, se hace reo empero hacia el Legislador supremo, que tiene derecho de imponerle el precepto y de exigir su cumplimiento. Por el contrario, si los deberes de benevolencia y beneficencia se consideran sólo como impuestos por la luz de la razón, sin referirlos al supremo Legislador, no pueden recibir por más tiempo el título de jurídicos, o sea, como aquellos que no perjudican ni impiden a los otros hombres el ejercicio de su propia actividad, ni cometen atentado contra ella. Así se concilian las dos opiniones opuestas.
Y aquí podemos hacer otra conciliación de opiniones discrepantes. Cuando Tomaseo pone por fundamento del Derecho (1705) aquel precepto de la moral cristiana: quod tibi non vis fieri alteri ne feceris,28 trae el corolario de que los deberes del derecho son negativos; encontró no pocos opositores y con razón, como ya hemos observado. Más recientemente Romagnosi viene a sostener que “la separación hecha por Tomaseo es absolutamente absurda, además de desastrosa y destructiva para los fundamentos de la sociedad” y ello porque la sociedad misma es querida por el derecho natural y ella requiere de muchas ayudas positivas.29 Pero, dejando aparte la manera en la cual Tomaseo concebía la negatividad del deber jurídico, yo sostengo que los deberes jurídicos positivos de Romagnosi se pueden reducir a deberes de forma negativa porque el deber negativo de derecho prescribe «no hacer mal a otro»; y Romagnosi quiere que “los hombres se asocien entre sí y se presten ayudas necesarias para que cada uno no venga a perecer o a sufrir”. Y bien, los deberes positivos, entonces, que Romagnosi pretende introducir en el derecho natural, se reducen a una clase especial de deberes negativos, es decir, se reducen al deber de no volverse causa del mal para otro. Para no volverse causa del mal para otro, conviene a veces prestar el bien al otro: esto es muy verdadero, y nosotros lo veremos mejor más adelante: es justamente lo que desconoce Tomaseo. Pero aquello que agrega Romagnosi no es más que un medio para cumplir la regla general negativa de no ser causa del mal para otro. Por esto, dije más arriba que «la forma general de los deberes jurídicos es negativa», aunque estos puedan a veces tomar una forma especial y positiva. Siempre, empero, que se reduzcan, como a la primitiva y general, a la negativa.
Aquí se presenta la cuestión de si el deber jurídico es un deber externo.
Antes que nada, esta palabra, «externo», contiene equívocos, y queriendo conservarla en la tradición del derecho, es necesario definir y limitar su significado cuidadosamente.
La «exterioridad», en sentido propio, es una propiedad de los cuerpos, en los cuales toda partícula asignable está fuera de todas las otras.
En su significado propio, entonces, la palabra exterioridad, con sus derivadas, no es aplicable a los deberes morales pues no son cuerpos, ni parte de cuerpos, sino que pertenecen al orden de las cosas espirituales y suprasensibles.
Por tanto, ningún deber moral puede decirse, en sentido propio, ni interno ni externo, estando privado de las relaciones expresadas con estas palabras.
Pero, ¿el «objeto» del deber moral puede ser externo?
La palabra «externo» implica una relación a otra cosa. Ahora bien, ¿cuál es esta otra cosa en relación a la cual se dice que el objeto del deber moral pueda ser externo? ¿Tal vez se entiende por ella nuestro cuerpo, de manera que el objeto del deber moral se entienda como externo a nuestro propio cuerpo?
En tal caso, o bien se habla del «objeto material» del deber –y no hay duda de que el deber moral puede referirse a un objeto externo a nuestro cuerpo; así, la vida y las cosas de otro son, tomadas materialmente, objetos externos a nuestro cuerpo–, o bien se habla de «objeto formal», el cual está constituido por la relación que el objeto tiene con la ley, la cual sobre ello determina alguna cosa que debe ser hecha o prohibida;30 y la relación del objeto con la ley no es una relación material a la cual se pueda aplicar el apelativo de externo o interno. La vida y las cosas de los otros, tomadas materialmente, no son todavía el objeto propio, verdadero, inmediato de la obligación. El objeto inmediato de la obligación es «la ejecución de la ley», la ejecución de aquello que prescribe la ley en torno al objeto, el cual puede ser material o no. Por tanto, queriendo hablar con propiedad filosófica, no se puede decir que un objeto externo tenga algún deber moral, aunque la ley moral prescriba alguna cosa que deba hacerse o no en torno a un objeto que es externo a nuestro cuerpo.
Sin embargo, no queriendo alejarnos demasiado de la manera común de hablar, podremos dar al deber jurídico la apelación de deber externo, teniendo presente que tomamos la palabra «externo», como suele hacerse, traslaticiamente: no para indicar una verdadera exterioridad, sino para indicar la relación que tal deber implica, [a saber,] que la persona tiene el deber con otra, la cual posee la actividad (el derecho), objeto del deber, porque el deber impone el respetarla. La actividad de Fulano, que yo debo respetar, se dice de alguna manera que está fuera de mí, porque es una persona distinta a mí. De donde mi deber, que termina en ella, se dice metafóricamente que termina en un objeto externo.
La violación de un derecho implica esta especie de exterioridad, que se diría con voz latina «alteridad».
Porque yo no puedo ofender la actividad propia de una persona distinta a mí, si mi acción no produce o busca causar algún detrimento a aquella actividad. Mas mi mala operación tiene un efecto que se refiere a una persona diversa a mí, a la cual hago, o quiero y busco hacer daño.
Si esta especie de exterioridad se verifica solamente en la violación del deber jurídico, y no en la observancia del mismo, la razón es que la observancia de tal deber es solamente un no-acto; de donde se sigue que en la violación obramos positivamente.
En consecuencia, los pecados contra nuestros semejantes, cuando se consuman en el interior del alma sin que tengan un efecto fuera o manifestación alguna, ni sean acompañados por algún principio de atentado, no pueden decirse propiamente violaciones de nuestros deberes jurídicos hacia los derechos de los otros: porque son actos privados de aquella especie de exterioridad que se requiere para constituir tal violación. No podría decirse lo mismo respecto al Ser supremo: en relación a Él, todos los pecados tienen siempre naturaleza de verdaderas lesiones de derecho, no habiendo nada para el Ser supremo que sea oculto o interno.
Siendo Él la verdad, la esencia del ser, toda maldad y desorden es, por consiguiente, un atentado contra su misma esencia. Toda cosa existe en Él, incluso el espíritu que peca. Por tanto, el mismo desorden producido en sí por el pecador es un atentado contra la «propiedad» esencial de Dios, de quien es todo el ser, pues de ahí sale como su principio, y de ahí recibe incesantemente todo acto suyo.31
De las cosas dichas se puede deducir también la extensión del deber jurídico. Tratémoslo un poco.
El lector sabe ya que nosotros no aprobamos el método de aquellos escritores que en su consideración restringen la doctrina de los derechos a las relaciones de los hombres entre sí.
Es más, para nosotros es cosa evidente que la ciencia del derecho no podrá jamás llamarse plena y perfecta, si no toma en consideración también los derechos del primer Ser y los deberes jurídicos que le corresponden.
Pero la cuestión se podría formular de otra manera, a saber, “si también aquella parte de la ciencia del derecho que se refiere a las meras relaciones de los hombres entre sí, es independiente de la consideración de los derechos del Ser supremo para poderse tratar ella con suficiente plenitud y de un modo libre de errores, sin tener en cuenta los derechos divinos”.
La resolución de esta cuestión depende de la doctrina en torno a la moralidad del derecho.
Hemos demostrado que no hay verdadero y pleno derecho, venga de donde venga, que pueda ser inmoral: la inmoralidad que se le une, lo aniquila.
Admitido tal principio, la respuesta que se busca está encontrada: «no se pueden tratar los solos derechos que tienen los hombres entre sí, si aquellos vinieran a colisionar con estos, dejando al instante de ser derechos, justamente porque se volverían inmorales».
En alguna ocasión se hizo abstracción de los derechos divinos con respecto a los de los hombres, creyendo que se seguía un método rigurosamente científico. Pero esta opinión era falsa, porque el mejor método, el método verdaderamente científico, no puede jamás persuadirnos a hacer aquellas abstracciones que nos destruirían en las manos al sujeto de la investigación y que no dejan finalmente en mano más que resultados hipotéticos, sin la mínima aplicación a la práctica.
Aquello que fue por vez primera introducido en el tratamiento del derecho con el pretexto de un método científico, fue recibido con brazos abiertos y de manera favorable por el sistema abrazado por la irreligiosidad moderna. Los partidarios de ésta se complacieron extremamente al considerar que es «contra el rigor del método científico el [hecho de] introducir el nombre de Dios, y la consideración de sus derechos al tratar los derechos humanos». Les era demasiado costosa la consecuencia de que «los derechos de los hombres existen independientemente de los de Dios», y más todavía la otra que dice «no es necesario tener alguna consideración a la colisión de los derechos de los hombres que pudieran tener con los derechos hacia el Ser supremo».
Estas son las bases de la política y legislación humana, material, irreligiosa, que han debido contemplar en toda su deformidad los ojos de aquellos que están en mi época y la de mi padre. ¡Ojalá pueda ser eliminada a los ojos de los que vienen!
Por tanto, si nosotros nos podemos abstener en esta obra de venir especificando los derechos del primer Ser, no podemos empero abstenernos de proclamar su existencia y declarar que a estos derechos, de un orden superior, están condicionados y subordinados los derechos humanos, de orden inferior. De donde nosotros recurrimos a aquéllos toda vez que nos sea necesario para la integridad del tratamiento de los derechos humanos, objetivo principal de la obra.32
en tanto tengamos presente qué cuatro clases de deberes nos presenta el sistema que exponemos nosotros, consistentes unos en «voliciones simples», otros en «voliciones afectivas», otros en «voliciones habladas» y otras en « voliciones exigidas externamente».33 Todos estos son deberes jurídicos con respecto a Dios; no así en relación a los hombres.
Sin embargo, se debe notar diligentemente que también los deberes que son jurídicos con respecto a los hombres tienen su raíz en otros deberes morales precedentes, de los cuales son, por así decir, una continuación. Porque los deberes jurídicos no se quieren extirpar de su tierra; de otra manera, se desvanecerían en las manos.
Por ejemplo, una simple malevolencia, hasta que no tenga un efecto externo, mientras no efectúa algún daño a la actividad de otro, no es lesión del deber jurídico humano.34 Pero si bien el deber jurídico comienza sólo con el impulso de hacer el mal a otro; sin embargo, este impulso no es el objeto de un deber jurídico considerado por sí solo, mas tiene su origen en aquella interna malevolencia que lo causó, y en la cual reside propiamente toda la sede del mal.35
En consecuencia, no se puede cortar en dos partes, para decirlo de nuevo, el deber; una de las cuales sea solamente moral, la otra sea solamente jurídica. Sino que el elemento jurídico del deber se injerta sobre la raíz moral, y a ésta indivisamente se fija.
1. Las leyes sociales pueden prohibir el mal, pero no pueden extenderse para mandar la beneficencia, en cuanto ésta es la parte más excelente de la moral.
2. Las leyes sociales no pueden ni siquiera prohibir todo el mal, sino solamente aquella parte que constituye una lesión al deber jurídico;
3. Las leyes sociales reciben una tercera limitación de esto, [a saber,] que ellas no pueden llenar de penas todas las lesiones del deber jurídico, sino solamente aquellas que se manifiestan con actos materiales, [o sea,] que caen bajo los sentidos y no escapan a las pruebas, porque mientras la lesión permanece interna, o no probada, no puede ser castigada. Porque pueden darse muchas lesiones externas que no se pueden probar, y también en el ánimo puede darse una cierta lesión jurídica, en una voluntad deliberada, [a saber,] en un decreto para ofender a una persona en sus derechos. Por tanto, las leyes sociales pueden propiamente culpar sólo la parte externa y material de la lesión jurídica, y no la parte moral que está siempre oculta; por ello, deben deducir la existencia de ésta de la existencia de aquélla, argumento no siempre infalible;
4. Una cuarta limitación nace de la necesidad que tienen las leyes civiles de ser expresadas en palabras. Esta necesidad hace que las leyes no puedan jamás culpar, determinar y graduar todas las lesiones externas y materiales del deber jurídico, no sólo porque muchas escapan siempre a la previsión del legislador, sino también porque 1) si se quisieran expresar todas en palabras, la mole de las leyes crecerían deformemente y se volvería difícil, por no decir imposible, su uso; 2) porque las lenguas mismas son instrumentos imperfectos, pues no expresan siempre las cosas de un modo carente de posibles equívocos;
5. Finalmente, la quinta limitación de las leyes sociales consiste en su procedencia, en las inmensas dificultades que se encuentran cuando se trata de aplicar, siendo necesario que la lesión sea probada con certeza; lo cual no se puede obtener en un gran número de lesiones, las cuales, en consecuencia, se sustraen a la sanción de las leyes civiles; y en aquellas en las cuales se obtiene, no se obtiene con certeza infalible; además, a veces se cree probada una lesión cuando en realidad no lo está.
¡Es sorprendente que tantas limitaciones, las cuales por todas partes restringen la esfera de la moralidad abrazada por las leyes sociales, no hayan sido vistas por los grandes hombres de la antigüedad, y que muchas veces hayan confundido la moral con la ley civil, y que hayan reducido al cumplimiento de éstas todos los deberes del hombre! ¡Platón mismo manifiesta en varios lugares esta opinión, y también Aristóteles habla de las leyes públicas cómo magisterio de la más perfecta virtud! Estas autoridades poseen una imperfecta idea de la bondad moral que parece darse en general en aquel tiempo, pues también Cicerón efectúa este elogio exagerado de las leyes de la ciudad: “Ex his enim (legibus) et dignitatem maxime expetendam videmus, cum verus, justus atque honestus labor honoribus, praemiis atque splendore decoratur; vitia autem hominum atque fraudes damnis, ignominiis, vinculis, verteribus, exsiliis, norte mulctantur; et docemur non infinitis, concertationumque plenis disputationibus, sed auctoritate metuque legum domitas habere libídines, coërcere omnes cupiditates, nostra tueri, ab alienis mentes, oculos, manus abstinere” (De Orat., I, XLIII). Todo esto demuestra claramente que la doctrina moral estaba bien lejana de ser conocida en toda su plenitud antes de la venida de Jesucristo. Y que en aquel tiempo pareciese que las leyes públicas hicieran a los hombres honestos, es decir, ágilmente se explica, considerándose que una honestidad legal y ajena de los grandes delitos debía parecer entonces una gran cosa, una gran santidad. Pero aquello que a nosotros nos sorprende es el ver este error que reduce la bondad moral a la sola ejecución de las leyes civiles, el cual se ha propagado hasta nosotros, porque no es raro encontrar en las personas de leyes la opinión que pertenece a ellas justamente la decisión de todos los casos de conciencia, y que con las leyes del Estado deben medirse toda la bondad. La traza de estos errores se encuentra en los mismos Códigos más reputados de las leyes civiles. En el del Cantón del Tesino, puede leerse (art. 17): “Todo tesino nace libre, y no tiene otro vínculo fuera de la ley”. Sin embargo, la ley tisina no puede quitar muchos vínculos de conciencia que tienen igualmente todos los hombres, y que no provienen de la ley positiva de aquel Estado. La misma suma sapiencia, que preside la formación del Código austriaco, parece que ha dejado correr cierto equívoco en la definición que da del derecho civil, la cual expresa así: “§ 1. El complejo de las leyes que determinan los derechos y las obligaciones privadas de los habitantes del Estado entre sí, constituye el derecho civil”. Porque es cierto que “las obligaciones privadas de los habitantes del Estado entre sí” no se comprenden en el solo derecho civil, sino que hay muchas obligaciones que en este derecho no se contemplan ni se pueden contener. Sé muy bien que esta observación algunos la verán como una mera pedantería, y que dirán que es claro por sí mismo el vínculo del cual habla el Códice Tisino, y que el vínculo legal de las obligaciones de las cuales habla el Código austriaco son igualmente obligaciones legales. ¡Óptimamente! Pero esta pretendida claridad no es tal para todos; y prueba que es posible confundir la legalidad con la moralidad, error habitual que pasa de los más antiguos filósofos griegos a las leyes romanas, y de ahí se propagó hasta nosotros; error, por otra parte, pernicioso (véase sobre este error lo dicho en la Storia comparativa e critica dei sistemi intorno al principio della morale, c. VI). A mi parecer, en nuestro caso no es de ningún modo aplicable la regla que dice “frustra exprimuntur quae tacite insunt”; ni me parece que las palabras con las cuales se expresan cosas de tanta importancia como son las leyes, donde las naciones toman en gran parte la manera misma de pensar, puedan ser inexactas y carentes, confiando luego en que el entendimiento que las leerá las volverá exactas y precisas. Y, finalmente, que se aprecie bien que el progreso de la sabiduría debe consistir (y casi a solo esto se reduce) en expresar distintamente aquello que en otros tiempos no se expresaba, sino se sobreentendía, sea en los decretos del poder, sea en los tratados de filosofía. Sobre el artículo citado del código Tisino, merecen ser leídas las sensatísimas observaciones del padre G. B. Monti, en el Secondo saggio di osservazioni sobra alcuni articoli del progetto del Codice Civile (1836). Mendrisio: Tipografia della Minerva Ticinese. ↩