La problemática de la educación. Comentario a «Persona y formación. El aporte antropológico de Edith Stein a la educación» de Rubén Sánchez Muñoz

The Question of Education. A Comment to «Person and Formation. Edith Stein’s Anthropological Share to Education» by Rubén Sánchez Muñoz

Stefano Santasilia

Universidad Autónoma de San Luis Potosí, México

santasilia@gmail.com

Fecha de recepción: 24/05/2018

Fecha de aceptación: 1/06/2018

Resumen

En este artículo me propongo comentar los conceptos y argumentos centrales del texto “Persona y formación. El aporte antropológico de Edith Stein a la educación” de Rubén Sánchez Muñoz. El comentario se articula en cuatro partes: en las primeras dos, tomo en consideración los rasgos fundamentales de la concepción antropológica de Stein, según la descripción presentada por Sánchez Muñoz, y se desarrolla una crítica de los puntos problemáticos relativos a tal conceptualización; en la siguientes dos considero específicamente la configuración de la dinámica educativa para individuar las relaciones que fundamentalmente entretiene con la teoría antropológica. Concluyo considerando la necesidad de un replanteamiento antropológico capaz de pensar la forma cristiana aceptando el reto de una renuncia a la forma de explicación aristotélico-tomista.

Palabras clave: Antropología; fenomenología; formación; Pedagogía; persona.

Abstract

The aim of this article is to make some remarks to comment on the main concepts and arguments of the text “Person and formation. The anthropological contribution of Edith Stein to education” by Rubén Sánchez Muñoz. The commentary is divided into four parts: in the first two I consider the fundamental features of Stein’s anthropological conception, according to the description presented by Sánchez Muñoz, and I develop a critique of the problematic points related to such conceptualization; in the next two, I specifically consider the configuration of educational dynamics in order to identify the relationships that fundamentally entertain with anthropological theory. I conclude considering the necessity of an anthropological refoundation capable of thinking the Christian form accepting the challenge of a renunciation of the Aristotelian-Thomistic form of explanation.

Keywords: Anthropology; Phenomenology; formation, Pedagogy, Person.

Introducción

La posibilidad de una auténtica pedagogía ha sido enlazada, desde su mismo nacimiento, con la manera en que se ha pensado el desarrollo de la humana naturaleza. Aún la orientación que determina el origen y el desarrollo del concepto de educación se encuentre dirigido más bien hacia la dimensión social, la otra cara del trabajo pedagógico –la formación– se configura como una referencia directa al crecer y correcto delinearse de la propia naturaleza (Cambi, 2008).

A pesar de las diferencias existentes entre las dos conceptualizaciones, la misma idea de paideia, heredada por los griegos (Jaeger, 1957), encuentra en la perspectiva alemana de la Bildung una aliada desde el punto de vista de una formación concebida como correcto crecimiento de una naturaleza humana ya dada en potencia. La dificultad de la definición en la cual quedan atrapados estos conceptos deriva, precisamente, de su referencia fundamental, es decir: lo humano. La imposibilidad de llegar a una última definición que determine, de una vez, los rasgos de lo humano condiciona toda tarea pedagógica, imponiendo una continua revisión de su dinámica. De hecho, si el hombre es el único ser que necesita, para vivir, de producir una idea de sí mismo (Nicol, 1977; Coreth, 1985), la misma posibilidad, y realización, de la formación queda subordinada a esta misma producción y sus cambios. En el diseño de cualquier proyecto educativo se esconde, en sus bases más hondas, una concepción antropológica que constituye la misma linfa vital de la posibilidad de formación entendida en la forma de realización de todas las posibilidades individuales más propias. Citando las mismas palabras de Coreth, podríamos afirmar que en la planeación y realización del trabajo pedagógico, “el hombre se pregunta por su propia esencia. Y tiene que formularse esa pregunta porque personalmente es problemático para si mismo” (Coreth, 1985: 29). La pregunta por el ser del hombre determina, a la vez, la pregunta por la formación, por aquella paideia que nunca puede ser definida completamente si no queda analizada dentro del contexto dentro del el cual se desarrolla, y por aquella Bildung que, esta vez más allá de su «compañera» griega, remite en su mismo generarse al ideal de una humanidad universal (Gennari, 2014: 146).

Es precisamente a la luz de tal vínculo ineludible que se entiende el valor del trabajo presentado por el Rubén Sánchez Muñoz, dedicado al aporte antropológico de Edith Stein a la educación. Precisamente una contribución, la de Edith Stein, así como la de Sánchez Muñoz, que subrayan continuamente la imposibilidad de pensar la pedagogía sin expresar, a la vez, la concepción antropológica que la sostiene y sustenta. Por esta razón, mi comentario no tiene otra intención que la de poner énfasis sobre los puntos que, en el desarrollarse de la argumentación de Sánchez Muñoz, me parecen cruciales para una más profunda comprensión del vínculo constitutivo entre el ser del hombre y su necesaria formación. Tal subrayar me permitirá, a la vez, alumbrar los que se podrían definir como pequeños cortocircuitos que derivan, en este caso, desde planteamiento de la filósofa alemana.

La dimensión personal como crítica de una antropología de corte dualista

El punto de partida asumido por Sánchez Muñoz consiste en la afirmación de la posición personalista de Edith Stein, con una precisa referencia al hecho de que la elaboración sobre la estructura de la persona, proporcionada por la filósofa alemana, cumple con la consideración de la dimensión pedagógica. Desde este punto de vista, la problemática pedagógica muestra toda su necesidad de delinearse como un camino de formación integral. No se da la posibilidad de un crecimiento del espíritu si este mismo no corresponde también, de alguna manera, a la corporeidad que constituye parte integrante de su expresión. En realidad, ya esta última consideración puede esconder la afirmación de un predominio: en este caso, de corte espiritual.

Precisamente este peligro nos lleva a considerar la afirmación por la cual el cuerpo puede presentarse como instrumento a partir del cual el espíritu se expresa. En este caso, tal forma de «ser instrumental» consistiría en el reconocimiento de que no se da alguna actividad de lo humano en la cual no «interfiera» el cuerpo; de manera que la persona, o sea la dimensión que caracteriza la modalidad más completa de lo humano porque compenetra armoniosamente todas sus dimensiones, se constituye como unidad de cuerpo, alma y espíritu. Antes de seguir hacia las descripciones relativas a la dimensión personal como manifestación de una subjetividad libre, quiero detenerme en la consideración de la corporeidad que sale a la luz a través de estas primeras consideraciones.

Desde su maestro Husserl, específicamente desde la constitución de la corporeidad elaborada por el padre de la fenomenología en Ideen II (Husserl, 2005), Stein hereda la concepción de la diferencia entre cuerpo vivo y mero cuerpo (Leib y Körper), donde el primero se identifica con el cuerpo propio, o sea el cuerpo reconocido –en este caso constituido– por la misma subjetividad trascendental. Como afirma Husserl, «el cuerpo, por ende, se constituye primigeniamente de manera doble: por un lado es cosa física, materia, tiene su extensión, a la cual ingresan sus propiedades reales […]; por otro lado, encuentro en él, y siento «en» él y «dentro» de él” (Husserl, 2005: 185). El cuerpo tiene la fundamental característica de hacer experiencia de «ubiestesías» y esto significa que cada «toque» del cuerpo produce lo que el mismo Husserl define como «suceso físico» porque “dos cosas sin vida también se tocan; pero el toque del cuerpo condiciona sensaciones en él o dentro de él” (Husserl, 2005: 186). A las afirmaciones husserlianas hacen eco las de Stein cuando en Sobre la empatía nos indica que “por un lado, tengo mi cuerpo físico en actos de percepción externa” pero “un cuerpo vivo sólo percibido externamente siempre sería sólo un cuerpo físico especialmente clasificado, singularizado, pero nunca «mi cuerpo vivo»” (Stein, 2005a: 121-122). Esto implica que “el cuerpo vivo como un todo está en el punto cero de la orientación, todos los demás cuerpos están fuera. El «espacio corporal» y el «espacio externo» son completamente distintos uno del otro” (Stein, 2005a: 123). Por ende, Stein puede afirmar que “el cuerpo vivo visto no nos recuerda que puede ser el lugar visible de múltiples sensaciones, tampoco es meramente un cuerpo físico que ocupa el mismo espacio que el cuerpo vivo dado como sentiente en la percepción corporal, sino que está dado como «cuerpo vivo sentiente»” (Stein, 2005a: 125). La misma filósofa alemana reconoce la deuda que la vincula a su maestro afirmando, en el mismo prólogo de su obra, “a decir verdad, planteamiento del problema y método de mi trabajo han madurado del todo a partir de sugerencias que recibí del profesor Husserl, así que, de todos modos, es sumamente cuestionable lo que de las exposiciones siguientes puedo reclamar como mi «propiedad intelectual». Sin embargo, puedo decir que los resultados que ahora presento están obtenidos en mi propio trabajo, y esto ya no lo podría afirmar si ahora efectuase cambios” (Stein, 2005a: 74).

A través de esta brevísima genealogía de la modalidad de constitución del cuerpo en el pensamiento de Edith Stein no se quiere quitar originalidad a la profunda reflexión de la autora que, como admite ella misma, sólo toma de su maestro el punto de partida y el planteamiento fundamental. Más bien se trata de subrayar cómo, heredando precisamente la misma dinámica de constitución de la corporalidad –por lo menos desde el punto de vista de una subjetividad trascendental– asume el mismo problema con el cual se iba enfrentando Husserl, o sea, el reconocimiento de una correspondencia entre una posible causalidad de la conciencia y una causalidad de la naturaleza, nunca demostrable pero supuesta: un problema evidentemente profundo por la misma posibilidad de abordar el tema del cuerpo reconociéndole sus “derechos fundamentales”, como la posibilidad de no someterse a la que el mismo Husserl, en Ideas II define como la “primacía ontológica de lo espiritual”; una primacía que Husserl consideraba problemática y que, en cambio, en la que se va delineando como la dimensión personal reconocida por Stein, aparece como fruto de un reconocimiento necesario: “En todo ser vivo –nuevamente a diferencia de los cuerpos materiales– hay un núcleo o centro, que es el genuino primum movens, aquello de donde el movimiento propio tiene últimamente su punto de vista. Tal núcleo es aquello de lo que puede decirse en sentido estricto que es lo que «vive», mientras que del cuerpo físico que le pertenece, se puede decir únicamente que ese cuerpo «está animado». La «vida» se manifiesta en el hecho de que el «núcleo» determina por sí mismo qué es lo que acontece con la totalidad del ser vivo” (Stein, 2005b: 792). El cuerpo animado se presenta claramente como la expresión más evidente y reconocida de la supuesta «primacía ontológica» de la cual hablaba Husserl.

Tal concepción es la que permite a la misma Edith Stein proponer una concepción del alma –uno de los elementos fundamentales de la constitución tripartida de la persona– como «forma vital», capaz de hacer del cuerpo humano un organismo: “La forma vital, el «alma», hace del cuerpo humano un organismo. Cuando en él ya no hay vida sólo es una cosa material como muchas otras” (Stein, 2003a: 602). Se trata, entonces, de una concepción de la corporalidad que tiende, como bien nota Diego Rosales, casi a una recuperación del planteamiento aristotélico según la dinámica de un principio configurador (Rosales, 2010: 840). Esto, por un lado, permite la lectura de la dinámica de la existencia humana bajo la unidad de la persona –unidad de alma y cuerpo, y espíritu aun si su definición queda pendiente– pero, y precisamente por esto, repite una idea de formación que toma en consideración sobre todo la forma configuradora con respeto a la dimensión corporal, engendrando un monismo que no logra superar completamente el dualismo al cual quiere enfrentarse, sino a través de una forma de reducción (Henry, 2007). Sin embargo, la importancia de la propuesta de Stein reside precisamente en este intento de constitución de la unidad personal: un ir adelante con respeto a su maestro a través de la apropiación de una nomenclatura que el mismo Husserl no desconocía pero que se origina en un marco cristiano capaz de da un sentido nuevo a la generación de la vida humana. Un sentido que constituye la base de la posibilidad de aquel crecimiento integral que se puede definir educación.

La persona como «yo consciente y libre»

La persona, entonces, se presenta como la unidad fundamental capaz de conjugar tanto la dimensión corporal cuanto la que llamamos «espiritual», no tanto en el sentido de otra realidad completamente separada ontológicamente sino, según la definición de Stein, como «forma vital» de lo corpóreo. A pesar de configurarse como una problemática solución de la constitución de lo humano, sin embargo la dimensión personal permite hablar del ser humano a partir de su manifestación material concebida como ya dotada de razón y, como bien subraya Sánchez Muñoz, sobre todo con referencia a su capacidad de autodominio, lo que impone a la dimensión personal una caracterización ética ya desde el principio.

De hecho, la configuración de los actos de su vida goza del carácter de la libertad precisamente gracias a la autodeterminación y a la consecuente responsabilidad, de las cuales lleva el sello ineludible. Pero esta libertad se realiza sobre todo a través de la realización del cumplimiento de su ser, es decir: de una autoconfiguración que hace que los actos de la persona converjan en la actualización del “modelo de lo que quiere llegar a ser” (Stein, 2003a: 662). Tal autoconfiguración se da sólo a través de la condición libre que, por lo que parece –sobre todo en la descripción de la persona como «yo consciente y libre»” (Stein, 2007: 970) –ya precede la posibilidad misma del acto y permite la actuación del autodominio a partir del conocimiento de sí mismo. La libertad, entonces, se da como presupuesto fundamental para la autoconfiguración pero, a la vez, como su misma expresión desde el punto de vista del actuar práctico y social.

Se trata, precisamente, de lo que permite a Sánchez Muñoz proponer una adaptación del modelo aristotélico de potencia y acto a la concepción de la persona, entendida como continuo movimiento de realización. Sin embargo, el autor propone una comparación muy sugerente y, con mucha sinceridad y precisión, no olvida comentar que tal propuesta se encuentra todavía en forma de desarrollo. No obstante, me parece correcto marcar, dentro de esta perspectiva, un punto que podría volverse problemático al llevar adelante tal tipo de interpretación. La comprensión del desarrollo de la persona según una orientación de carácter teleológico implica sin duda la posibilidad de la elección del fin según el cual se tienen que ir ordenando los actos para que se pueda conseguir su realización. Y claramente el planteamiento aristotélico se muestra como una construcción conceptual ordenada teleológicamente (Jaume, 2013; Reale, 2003). El problema no surge a partir de la orientación, sino de cómo colocar la expresión de la libertad dentro de esta misma orientación. Si hay una teleología de la persona, hay un punto final hacia el cual se orienta el movimiento de la dinámica existencial. Si el desarrollo de la persona puede ser leído a través del filtro binomial «acto-potencia», entonces las potencialidades de la persona ya contenidas en su precedente actualidad implicarían una delimitación bastante evidente de sus posibilidades con relación a las futuras actualidades. Aun cuando se consideren tales potencialidades sólo con respeto al contexto individual, la introducción del modelo aristotélico implicaría una causalidad que me parece demasiado asfixiante con respeto a la necesaria libertad que tiene que constituir el punto central de la vida personal.

Que la persona sea en sí misma desarrollo no implica necesariamente la necesidad de volver a un planteamiento de este tipo. Más bien –y precisamente por su carácter genético– parece que la persona se deja describir más a través de una conceptualización dinámica capaz de remitir a su continuo construirse y de-construirse en forma de cuento «identitario». La concepción aristotélica, aun adoptada de forma modificada, implicaría regresar al subiectum, ser, otra vez, víctimas de la “patología del tiempo” (Nicol, 1981), o sea, una concepción del tiempo entendido, en cuanto cambio, como «deficiencia de ser». Antes de volver a una conceptualización de este tipo, me parece más fructífero insistir en la «condición histórica» y, a partir de ahí, desarrollar una concepción de la persona que no se defina tanto por su «identidad», cuanto por su «mismidad» (San Martín, 1988: 88). No más el idéntico, estático, sino sólo el mismo. Lo que permite al hombre re-conocerse en el tiempo en el cual se desarrolla toda su vida, y, así, conocerse en el tiempo histórico de manera siempre mejor, es su mismidad. El sujeto, en este caso, se daría de manera integral en todas sus experiencias, en todas sus acciones, y esto le permitiría no fragmentarse.

De hecho, la mismidad indica que el sujeto se conoce y re-conoce prescindiendo de la dimensión estática porque la posibilidad de «identificarse» queda enraizada desde siempre propiamente en su dinamismo existencial. El sujeto no sólo actúa sino que se configura como la misma acción. En la mismidad de cada hombre se realiza la integración de pasado, presente y futuro y, así, la estructura temporal y dinámica del sujeto. En cada acción está incluido el pasado como recuerdo y posibilidad de inicio para cada acción presente que, en cuanto acción, lleva el actor a una dimensión de futuro previsto o menos. La mismidad correspondería a la misma posibilidad de la autoconfiguración a partir de la asunción de las propias responsabilidades, que Ricoeur llama mêmeté (Ricoeur, 1990). El mismo carácter transitivo de la persona se encuentra bien delineado a partir de una concepción dinámica de la subjetividad que nunca se apoya en un momento existencial estático. Si para Stein, y como Sánchez Muñoz justamente subraya, el hombre “no llega al mundo «terminado», sino que a lo largo de toda su vida se ha de ir construyendo y renovando a sí mismo en un constante proceso de transformación” (Stein, 2003a: 687), pues entonces su «potencia» se confunde e identifica con su misma «actualidad» o, mejor dicho, su potencia es su actualidad y su actualidad es su potencia; con razón mayor si, como precisa Stein sucesivamente, este proceso de transformación no alcanza nunca “un estado definitivo e inmutable” (Stein, 2003a: 687).

Queda claro que la comparación con el modelo aristotélico no se da como una mera elección casual proporcionada por Sánchez Muñoz. En realidad, la razón de tal opción se va perfilando a través de todo el desarrollo de la argumentación con referencia a la otra grande estrella que orienta el camino filosófico de Edith Stein. Si el planteamiento trata de ser fiel a la metodología fenomenológica, la estructura de la argumentación y el estilo de la conceptualización evidencian la influencia del pensamiento de santo Tomás. La presencia del Doctor Angelicus sale a la luz sobre todo en aquellos puntos problemáticos en los cuales la reflexión antropológica asume, a través de unos pasajes muchas veces no declarados, una caracterización metafísica. El ejemplo más evidente se puede encontrar en la reflexión que la filósofa alemana desarrolla con respeto al «núcleo de la persona» (Kern der Person) considerado como “el fundamento ontológico de la vida anímica puntual en el alma misma, con sus potencias y hábitos” (2003a: 653).

No se trata simplemente de la asunción de una terminología de carácter aristotélico-tomista, sino de la introducción, en el ámbito del análisis fenomenológico de una perspectiva que ya no se ciñe a registrar las formas de la manifestación sino que se atreve a dar explicación de la estructura de la realidad subjetiva, enlazándola con una precisa dimensión teleológica. La crítica –en forma precisamente de análisis– que hemos desarrollado antes con referencia a la aplicación de las categorías de acto y potencia a la dimensión personal, encuentra toda su razón de existir: la introducción, en el corazón de la dinámica existencial de la persona, de «potencias» en forma de «capacidades no desarrolladas» (Stein, 2003b: 91) transforma el desarrollo de la persona en una forma de cumplimiento de algo ya asignado. Desarrollo cuya libertad consistiría en el mero desconocimiento de tales potencias. La posibilidad de que estas puedan ser actualizadas o de que queden atrofiadas no hace más que confirmar este problemático núcleo que, mientras queda condicionado por las mismas acciones, siempre se mantiene en una dimensión estable constituyendo el centro del ser persona. En la reflexión sobre la persona, el análisis fenomenológico de Stein asume los evidentes caracteres del pensamiento metafísico. No se trata de un cambio sin consecuencias: si por un lado todo esto confiere al razonamiento una estabilidad fundacional mayor con respeto a un puro análisis de las modalidades de manifestación, por otro cristaliza la estructura de la persona dentro de una concepción por la cual hay siempre una realidad que precede la experiencia y que la informa. De hecho, Sánchez Muñoz justamente puede afirmar que “lo que es la persona lo es por el núcleo” y que, de manera completamente consecuencial, “el desarrollo de la personalidad y el ir ganando grados cada vez más altos, consistiría en la actualización de las potencias que están ya contenidos en él”. Una concepción que se refleja completamente en la idea de formación y que, de manera diferente a los desarrollos de otro tipo de personalismo, relega la dimensión de la relación a una posición secundaria con respeto al autoconocimiento personal.

No estoy afirmando que en el pensamiento de Stein la dinámica relacional y su relación con la actividad de formación, queden subestimadas o que no se les conceda el mínimo valor. Más bien intento subrayar cómo una concepción metafísica de la persona siempre hace referencia a un núcleo constitutivo que, paradójicamente, por un lado marca el valor de la relación en orden al desarrollo y a la transformación de la persona, mientras que por otro considera este mismo núcleo como algo estable a partir del cual se abre el sentido de cada posible experiencia. La reflexión de Stein parece, en este sentido, inclinarse hacia una modalidad metafísica –o sea substancial– para poder conferir al estatuto de persona una mayor estabilidad con referencia a su identidad (Possenti, 2013); sin embargo, esto no le permite eludir la paradoja enunciada que yace en el corazón mismo del concepto de persona como un manantial desde el cual el mismo concepto recibe vida (Limone, 2009 y 2011). Volviendo, en fin, a la cuestión de la relación como cuestión constitutiva de la persona, es cierto que las formas de personalismo que, perdiendo la posibilidad de esta «tranquilidad», han optado para una concepción libre de una estructura metafísica, han tenido que enfatizar el valor de la relación como constituyente mismo del centro de la vida personal: véanse, como ejemplos emblemáticos, el personalismo de Mounier (Goisis, 1998), de Buber (Buber, 2017) y también la antropología situacional-estructural elaborada por el fenomenólogo Heinrich Rombach (Rombach, 2004).

Para concluir, no se trata de mostrar un error en el ámbito de la reflexión de Stein –que, al igual que Sánchez Muñoz, considero que ocupa un lugar fundamental en el marco de la corriente personalista– sino de señalar cómo de tal concepción se deriva una problemática y no muy clara concepción de la persona, que se refleja totalmente en la idea, relativa y dinámica, de formación.

Formación y autoformación

Como nos muestra Sánchez Muñoz, con referencia a la misma autoconfiguración de la persona, la formación se da, sobre todo, en la modalidad de una autoformación. Esta, precisamente, corresponde a la realización, o mejor dicho actualización de las potencias ya poseídas. Claramente, esta misma actualización tiene que darse en relación con el contexto en el cual la persona se encuentra y desarrolla.

La autoformación, concebida de esta manera, asume el semblante de un «anamnesis» a través de la cual es posible, como subraya Sánchez Muñoz repitiendo las mismas palabras de Stein, llevar a otras personas a que lleguen a ser lo que deben ser” (Stein, 2003a: 743). El punto problemático de este «anamnesis mundano» –o sea que no remite a una visión anterior a la vida mundana sino al desarrollo de posibilidades ya inscritas dentro del núcleo personal individual– se hace patente al aparecer, finalmente, el tercer componente constituyente de la persona, es decir: la vida espiritual. El auténtico ejercicio de la libertad y, así, la verdadera posibilidad de realizar la autoformación dependen del despertar de la vida espiritual que permite un ejercicio real de la «libre voluntad». A mi parecer, el loable intento de colocar la autoformación en el corazón mismo de la formación produce un cortocircuito interpretativo bastante problemático, y esto con referencia, una vez más, a la concepción antropológica hasta ahora descrita.

Al constituir a la persona como armonía de las dimensiones del cuerpo, del alma y del espíritu, Stein parece reproducir la tripartición propuesta por san Pablo (1 Ts, 5-23). Sin embargo, esta similitud parece difuminarse en el mismo momento en que la filósofa alemana trata la relación entre alma y cuerpo: “El alma humana en cuanto espíritu se eleva en su vida espiritual por encima de sí misma. Pero el espíritu humano está condicionado por lo que le es superior e inferior: está inmerso en un producto material que él anima y forma en vista de su configuración de cuerpo vivo. La persona humana lleva y abarca su «cuerpo vivo» y «su alma», pero es al mismo tiempo soportada y abarcada por ellos” (Stein, 2007: 1051). En realidad, el papel del alma parece ser precisamente el de trait d’union entre la dimensión corpórea y la espiritual, así que precisamente el alma constituiría lo humano en su profunda «esencia»: “La división tradicional tripartita de cuerpo-alma-espíritu no debe entenderse como si el alma del hombre fuese un tercer reino entre otros dos, pero sin ellos e independientemente de ellos. En ella misma, espiritualidad y sensibilidad coinciden y están entrelazadas entre sí […] El hombre no es ni animal ni ángel, puesto que es los dos en uno. Su sensibilidad como cuerpo vivo es diferente de la del animal y su espiritualidad es diferente de la del ángel” (Stein, 2007: 966). Así que la dimensión espiritual se presenta como la expresión de sentido –podríamos decir la modalidad intencional– que vincula el núcleo personal con el mundo que la rodea (Pezzella, 2003).

A la luz de todo esto, la formación como autoformación, se da en la modalidad de la realización del alma, es decir, de la actualización de sus potencias a través de la relación de sentido con el mundo, o sea, a través de la dimensión espiritual. Según Sánchez Muñoz, éste depende de la asunción de una responsabilidad ética que permite a la persona de actualizarse como tal, o sea: de asumir su posición en el mundo y, así, vivir de manera plena su dimensión corporal-anímico-espiritual. El orientarse según un ethos, o sea, un “conjunto disposicional de sí mismo” (Ferrer, 2002: 63) permite, finalmente, el despertar de la dimensión espiritual. Pero esto hace que la misma realización de la dimensión personal sufra, como admite el mismo Sánchez Muñoz, de unas zonas de penumbra a partir de las cuales se darían las mismas potencialidades. Estas zonas, además, precisamente por sus mismas maneras de presentarse obligatoriamente, se escapan al control de la conciencia, y podrían ser identificadas con la pasividad de la vida del sujeto.

Es en este punto donde, por lo que yo pienso, se halla un problemático corto circuito del sentido con referencia a la formación y a la concepción antropológica que la sostiene. Si la vida anímica constituye el punto central del núcleo personal en cuanto momento dinámico capaz de articular la dimensión ético-espiritual del sentido, tendríamos antes que todo preguntarnos qué relación se da entre el alma y la conciencia o si, dentro de la perspectiva de Stein, las dos se identifican. Esto porque la introducción de una terminología que retoma un planteamiento en el cual el alma se presenta como principio configurador tiene que dar razón de las llamadas zonas de penumbra con respeto a la vida consciente. De hecho, si se trata simplemente de la dimensión «pasiva» de la constitución de la subjetividad, las potencialidades que representan un elemento fundamental de la dimensión personal se constituirían según una dinámica de proto-constitución de la misma vida anímica pero tendrían que configurarse en forma de algo compartido por cualquier alma y de algo más específico capaz de caracterizar la forma específica de cada persona en su individualidad. Aun admitiendo esta posibilidad, la cual no presenta nada de contradictorio en sí misma, faltaría explicar la modalidad a través de la cual se van esclareciendo estas zonas de penumbra y hasta qué punto, tal es la dinámica que preside al reconocimiento de la actualización de las potencialidades. De hecho, la simple afirmación por la cual las potencialidades se manifiestan durante el desarrollo no garantiza la posibilidad de su auténtico reconocimiento sino sólo una ratificación de lo que se manifiesta. En este sentido, se puede preguntar por la manera en que identificamos el error, o sea por cómo reconocer si una actuación no corresponde a la auténtica actualización de una potencialidad todavía no expresada. En efecto, si cada actualización corresponde a la manifestación de una potencialidad ya inscrita dentro del núcleo de la persona, entonces, no hay más posibilidad de individuar la autenticidad de la realización personal. La introducción del paradigma aristotélico-tomista comporta la necesidad de interpretar el desarrollo personal en forma de realización de una potencialidad ya desde siempre presente. Esconde, de facto, la idea de un fin orientador que se revela precisamente a través de una concepción teleológica. Pero de esto ya he hablado suficientemente.

Educación y comunidad

El último punto sobre el cual quiero detenerme consiste precisamente en la relación que mantienen educación, es decir formación, y sociedad. Como recuerda Sánchez Muñoz, según Stein la posibilidad de una pedagogía tiene que apoyarse, inevitablemente, en una concepción del mundo y, con esto, del hombre mismo. Según la filósofa alemana, ésto implica que cualquier tipo de propuesta pedagógica entrañe una, manifiesta o no, metafísica (Stein, 2003a: 562). Ello significa que la misma idea de formación tiene siempre que ver con una concepción del mundo que, ya desde el principio, concibe la realidad según un preciso sentido, o sea: manifiesta una determinada teleología.

Dejando de lado la necesidad de explicar de manera más específica el sentido que asume aquí la definición de metafísica –es decir su identificación, más o menos, con la definición de Weltanschauung (concepto que, precisamente, se opone a una determinada manera de concebir la misma metafísica) (Dilthey, 1974: 37-51)– hay que considerar precisamente la configuración relacional expresada por teoría pedagógica de Stein. No provoca escándalo la referencia directa que la filósofa alemana hace a la figura de Dios como máximo educador que puede suplir las faltas de las creaturas a través de su don de gracia. Sabemos muy bien que la formación de la vida monástica y su elección por la misma Edith Stein no pueden dejar el campo de la reflexión libre de esta referencia, sobre todo si se trata del tema de la formación. Sin embargo, es necesario subrayar esta limitación a la cual está sometida la dimensión de la educación.

Se podría objetar que el recurrir a la figura de Dios es el punto extremo del camino de formación y, sin duda, es así. Pero, como en toda forma de teleología, es precisamente el punto final el que dona sentido a todo el recorrido. La misma idea de educación reconsiderada a la luz de su raíz etimológica –educere, estimular para que salga lo que hay adentro, es decir la forma misma de la ironía/mayéutica socrática– en este caso no encuentra su profundo sentido en una búsqueda completamente abierta, sino en el intento de la confirmación de algo que ya queda inscrito dentro de la misma condición creatural. La figura del máximo educador encarna la posibilidad de la realización de las potencialidades y de la misma existencia de esta zona de penumbra, cuya autenticidad ahora sí queda garantizada; en este sentido, aunque sea una afirmación tremendamente atrevida, parece que la filósofa alemana sea más deudora de Leibniz que de santo Tomás (Altobrando, 2013).

La concepción metafísica de Stein revela una vez más su raíz en la afirmación de la naturaleza social de ser humano. La comunidad se constituye como la posibilidad de realización de las potencias individuales gracias a la interacción con los otros seres humanos. Queda claro, en este caso, la necesidad de las relaciones para el desarrollo de las propias potencialidades. Lo que una vez más queda poco claro es la modalidad de la relación que se da a partir de la estructura de la persona, o mejor dicho a partir de la libertad de esta. Como nos recuerda Sánchez Muñoz, la misma Stein llega a considerar los grandes errores en el ámbito de la formación como consecuencia de la afirmación de teorías antropológicas erróneas, lo que confirmaría lo dicho hasta ahora, es decir: la dependencia total en que está la formación en relación a la concepción del ser humano. No obstante, la concepción antropológica de Edith Stein, a pesar de los puntos poco claros que he intentado señalar, presenta una evidente orientación de carácter cristiano. No se trata de invocar la necesidad de una pedagogía completamente laica, menos laicista. Más bien, en mi opinión, se trata de considerar la modalidad a través de la cual la orientación cristiana de la concepción antropológica se va constituyendo. Si la orientación cristiana asume la forma de una estructura que no logra explicar de manera bastante exhaustiva la dinámica de la existencia y que no se edifica completamente a partir de la experiencia, el riesgo es que quede limitada simplemente a los círculos de creyentes.

En conclusión, mi comentario no tiene otro objetivo que el de aclarar el valor del esfuerzo conceptual de Edith Stein al elaborar una concepción antropológica y una relativa teoría pedagógica, así como de reconocer el profundo trabajo interpretativo, y hasta de renovación, realizado por Rubén Sánchez Muñoz al describir la propuesta steiniana aclarando, con magistral finesse, los puntos más obscuros. Lo que queda como problema y reto para el pensamiento y, en particular, para el pensador cristiano, es, a la luz del aporte de Edith Stein, el reto de intentar reconstruir una concepción antropológica capaz de mostrar la verdad de la propuesta cristiana evitando introducir categorías –o conceptos explicativos– cuyo reflejo en la realidad no tenga una evidencia suficientemente directa.

Referencias bibliográficas

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