Preámbulo a «Innovación y repetición», de René Girard

Juan Manuel Escamilla González Aragón

Preámbulo a «Innovación y repetición», de René Girard

Revista de Filosofía Open Insight, vol. IX, núm. 17, 2018

Centro de Investigación Social Avanzada

Varios de los libros donde aprendí la epopeya que ha sido la Historia humana me dejaron con la impresión de que el mundo había sido creado en 1789, año en que la Revolución Francesa lo trajo al ser de un letargo de eones, tras el Big Bang. Como tal impresión carecía del brillo de la verdad, había que promover su convicción expresándola con la arrogancia del snob, quien, temiendo caer en el ridículo social, prefiere lo nuevo por lo nuevo como quien se ríe de un chiste que no entendió: ciegamente. En cambio, hay que tener inteligencia para no reparar lo que no está roto.

Aquellos libros –los más recientes y más definitivos sobre el pa­sado–, hablan de los genios como personajes inimitables e imprevi­sibles a quienes debemos nuestra Historia: las grandes conquistas, obras artísticas, etc. Mas, antes de que tales libros fueran publicados, Macbeth y el Quijote ya sabían los secretos de «los fuegos de la en­vidia», que terminan por identificar a los máximos rivales. Lo que es cierto es que lo reciente no es el mundo –donde nada nuevo había bajo el sol ya desde los días del Eclesiastés–, sino nuestra Historio­grafía: la que acabamos de inaugurar el día antes de ayer, apenas hace dos o tres siglos.

La teoría mimética, que postuló René Girard, es una teoría general del deseo, es decir: un saber acerca de la forma en la que deseamos. Aunque surgió como crítica literaria, la argumentación girardiana no se reduce al marco que la volvió célebre. Ni siquiera a la consideración, en sede científica social, de los resultados de una investigación sobre el instinto y el deseo en la literatura, que pronto se extendió hacia el estudio, desde este ángulo, de las comunidades humanas o de la discusión sobre la evolución de las especies.

El cuerpo de conocimientos que reúne la teoría mimética puede ser legítimamente reclamado como propio por parte diversas disci­plinas científicas: tiene gran trascendencia para las ciencias naturales e incluso para las ciencias llamadas sociales y de la conducta, como la sociología o la psicología; igualmente, puede ser reivindicada por diversas ramas del conocimiento filosófico, por ejemplo, sin desdo­ro de los aprendizajes relativos a la epistemología o la metafísica: la teología filosófica, la antropología (cultural, filosófica, teológica), la ética y la política.Asimismo, como es claro en “Innovación y repeti­ción”, tiene consecuencias de no menor calada para la comprensión de la rivalidad en la economía y de la rivalidad entre los artistas, bien caracterizada como «ansiedad de la influencia» por otro shakesperia­no, Harold Bloom.

La teoría mimética es un proyecto que aún permanece abierto y vivo. En la exploración del género de envidia que reina en las rela­ciones que estudia la economía, llevada a cabo desde el ángulo de la teoría mimética, Jean-Pierre Dupuy es quien más ha desarrollado el discurso cuyos fundamentos son expuestos por el propio Girard en este breve y sobrio artículo, aparecido originalmente en SubStance (1990). Lo reproducimos aquí por primera ocasión en español, en versión de Juan Manuel Díaz Leguizamón, publicado con la generosa anuencia de la señora Martha V. Girard. Después de todo, el mismo deseo que estructura nuestras relaciones amorosas, trayectorias la­borales o Estados, estructura nuestras decisiones comerciales: qué productos consumimos, por qué motivos. Cabe, pues, indagar, des­de este ángulo, qué dicen de nosotros nuestros hábitos de consumo: qué nos falta y buscamos encontrar al comprar los productos que, según creemos, mejor definen qué tipo de personas somos; cabe preguntarnos sobre cómo operan las rivalidades entre las empresas o qué papel juega en el mercado contemporáneo la innovación.

En este trabajo, el filósofo francés nos presenta, primero, una genealogía de las convicciones occidentales en torno a la innovación, que han ido de su rechazo pleno hacia su ciego anhelo. A continua­ción, explica cómo el deseo, modelado por la imitación, se empo­brece, incluso para la innovación, toda vez que renuncia a concebirse en continuidad con una tradición de imitadores y discípulos, único atajo hacia la auténtica innovación: un género de imitación que ni supone un radical romper con la tradición ni un mero reproducirla, al que Girard llamó «mimesis».

Si bien, el relato de la teoría mimética tiene un carácter sistemá­tico, éste se observa mejor reorganizando la arquitectura de la obra girardiana que en este o aquel lugar puntual. Leer a Girard es apa­sionante.Al tiempo que atrapa, su prosa provoca un interés más allá del estilo por la penetración con que describe, reconstruyéndolos, los fenómenos que estudia, asuntos de por sí sumamente atractivos. Pero su argumentación también, y sobre todo, interpela a la inteli­gencia y pretende contribuir al conocimiento y esto último podría perderse de vista. Sin embargo, en algunos pasajes de su obra, como el que el lector leerá a continuación, Girard ha intentado reconstruir puntualmente algunos de los momentos de su argumentación con una elegante sobriedad prosaica, en un registro más sereno que el de sus libros.

Recapitulemos lo que hemos aprendido acerca del mito por la interpretación que de él hace la teoría mimética. Girard identificó los estereotipos que presentan todos los «textos de persecución» , entre los que se cuentan los mitos. Se trata de textos que narran, desde la perspectiva de los vencedores, una apología de su perse­cución: se justifican. De la presencia de varios de estos estereotipos en un documento cualquiera, podemos deducir la narración de un acontecimiento que consistió en una persecución multitudinaria, de la que podemos afirmar que a) fue real, o sea: histórica. Asimismo, b) fue real también la crisis de violencia indiferenciada cuya reso­lución relata el documento –una «guerra de todos contra todos» resuelta mediante el desplazamiento de la belicosidad colectiva en contra de una persona o minoría: «guerra de todos contra uno»–.

Asimismo, de tales textos cabe afirmar c) que la víctima merced a la cual se resolvió el conflicto fue designada en virtud de la atribu­ción arbitraria y falaz de una serie de crímenes que, aun de haberse verificado, no representan la verdadera causa de la persecución ni son capaces de provocar el tipo de calamidades que se le atribuyen al acusado (actos de dios o la naturaleza: tempestades, epidemias, sequías). Más bien, hay que creer que la persecución se explica por la presencia en la víctima de ciertos rasgos victimarios relaciona­dos con la auténtica causa de la crisis, a saber: la disolución de las diferencias. d) El proceso por el que se le achaca unánimemente a la víctima la responsabilidad total sobre el conflicto concluye en su destrucción o su expulsión («sacrificio victimario»).También hemos aprendido que e) la eficiencia de este procedimiento depende de la unanimidad del contagio mimético («unanimidad mimética») por el que los perseguidores se convencen de que otro es responsable de los problemas que a todos aquejan («representación persecutoria»).

A lo largo de la Historia y a diversas escalas, los seres humanos hemos reescrito libremente, una y otra vez, el mismo relato. Ello es así por una peculiar configuración del deseo humano, merced al cual las relaciones interpersonales desembocan –muy a menudo y aun sin que necesariamente lo quieran así los involucrados– en relaciones de rivalidad y competencia por alcanzar el objeto codiciado en común, al inicio, pero que acaba por instalar la rivalidad más allá del objeto y pronto amenaza con tornarse homicida.

La dinámica propia de la rivalidad se construye por las interac­ciones entre los sujetos que eventualmente se imitan mutuamente, en un intercambio de reciprocidades que propician una serie pro­gresiva de dones y/o venganzas entre los sujetos, lo que explicaría la naturaleza de la violencia por medio de la envidia como mecanismo inconsciente que determina en alguna proporción el sentido de la acción humana, evidenciándola como espontáneamente belicosa.

El ejemplo del maestro y el discípulo revela la conflictividad del deseo humano: cuando el discípulo ha dominado aquello que su maestro tiene que enseñarle, más a menudo que no, rivaliza con él. Aprendemos en medio de un ejercicio de dominio y rivalidad: de la competencia. Una competencia por la complejidad que comenzó en la réplica de la información genética de los primeros seres vivos, organismos unicelulares, y en su lucha por la subsistencia, hace mi­llones de años.

Mas no todo es lucha en la naturaleza: también hay colaboración. Cabe que dos iguales, aunque hayan sido maestro y discípulo, esta­blezcan relaciones de colaboración, toda vez que ésta continúe con vistas a algo mayor que la maestría en el arte o la disciplina en fun­ción de la que se establece el nexo discípulo-maestro. De otro modo, la relación deriva en una diatriba sobre el dominio. Cabe, pues, que el deseo transite hacia la colaboración mutua en la imitación del modelo ideal. Sin embargo, suele derivar en la disputa en torno a posiciones percibidas como rivales que polarizan en bandos gemelos y rivales entre sí.

El deseo revela en la estructura de lo humano lo que le es más propio: el ejercicio de sus facultades superiores i.e.: la razón y la voluntad. Una condición exigible a los actos propiamente humanos es la «voluntad deliberada», que viene determinada por la elección de un objeto, considerado como fin, pues lo privativo de la libertad humana parece ser el señorío sobre los actos. De ahí que solamente puedan ser llamadas propiamente libres las acciones de las que el hombre es dueño y que están encaminadas a la consecución de un bien objetivo. Si la teoría mimética es verdadera, tiene que ofrecer una explicación satisfactoria del libre arbitrio, que es lo que parece definir lo más propio del ser humano: su capacidad de auto-determi­narse o de darse fines a sí mismo.

Ahora bien, si, como afirma Girard, la geometría del deseo es determinada por los otros, erigidos en modelos del deseo de por sujetos deseantes, parecería entonces que éste le viene impuesto heterónomamente (la colectividad, el modelo) y no se observa un resquicio por donde pueda surgir la creatividad individual. De inme­diato, el libre arbitrio parece esfumarse con la autonomía del sujeto, al esfumarse la ilusión de la originalidad del deseo. En esto consiste lo que Girard llama la «mentira romántica», por la que estamos en­gañados para creer que, siendo ajenos, nuestros deseos son propios, al igual que exageramos la originalidad de los genios. ¿Así, pues, Girard le niega al hombre el libre arbitrio? ¿Defiende un determinis­mo, y ese determinismo está impuesto por el orden de la rivalidad que conduce a la violencia?

En la explicación girardiana, no bastan la inteligencia y la volun­tad determinadas racionalmente hacia fines buenos para dar cuenta de la libertad, sino que el otro como modelo juega un papel insos­layable en las condiciones de posibilidad del ejercicio de nuestras acotadas libertades. Precisamente, esa movilidad del deseo que le atribuye Girard a la presencia del modelo, es la explicación de los dos aspectos del deseo que parece rechazar la teoría mimética: la originalidad del deseo y el libre arbitrio. En realidad, sólo son posi­bles por el carácter mimético del deseo.

Solamente el deseo mimético puede ser libre, auténticamen­te humano, pues elige, más que el objeto de deseo, al modelo. Y ello, deliberadamente. No solamente llegamos a ser propiamente humanos mediante el ejercicio de la imitación, sino que la imitación también determina las posibilidades creativas de la acción humana, permitiéndole a las personas superar lo rutinario de sus instintos puramente animales y construirse una identidad; una identidad que, por supuesto, no puede ser creada a partir de la nada.

Es la imitación lo que hace posible que aprendamos de nuestros modelos la cultura que heredamos y nos adaptemos a ella. Pero ello no lo hacemos de un modo determinista, sino vivo y crítico: se trata de una imitación creativa pues no aspira a la mera semejanza con el modelo, sino a la realización del modelo ideal. Este es el aspec­to menos entendido de la teoría mimética porque no se acaba de comprender el énfasis que quiso hacer Girard hablando más bien de «mimesis» que de «imitación»: la copia que se hace del modelo no es idéntica ni obvia, sino deliberadamente transformada. Más que imi­tar al modelo, entonces, se trata de imitar la idealidad del modelo: de rivalizar con el modelo acerca de qué es lo ejemplar, si cabe, y, eminentemente, sobre la manera ejemplar de alcanzarlo.

Si, como argumenta la teoría mimética, tanto la no originalidad del deseo como la representación persecutoria en torno al meca­nismo del chivo expiatorio exigen la inconsciencia sobre su sentido para tener lugar, ello explicaría por qué resulta tan difícil, y a menu­do doloroso, oponerse al discurso de las colectividades en cualquier punto: diferir resulta tanto un acto de conocimiento como un acto libre. La conquista de la libertad resulta, así, una aventura peligrosa. Quien tiene las agallas para no sólo conocer el contenido de verdad de un juicio sobre realidad sino, encima, comparecer como el opo­sitor de una turba enfurecida en defensa de eso que ha advertido verdadero, mediante tal comparecer se juega la vida o, al menos, su sitio en la comunidad. No en balde, el precio de la libertad es muy a menudo la entrega de la vida.

La teoría mimética es muy esclarecedora sobre la radical inter­dependencia que tenemos unos de otros y de lo vulnerables que so­mos frente a los demás. La multitud de complicidades que tenemos queda manifiesta en la teoría mimética, también en lo que esto tiene de pertubador, pues aun los más mansos de nosotros somos harto belicosos; pero también de esperanzador, pues reconoce, si bien dra­máticamente, la máxima creatividad de la libertad.

Referencias

Girard, R. (1990). “Innovation and Repetition”. En SubStance 19 (2/3), 7-20. DOI:10.2307/3684663

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Revista de Filosofía Open Insight
ISSN: 2007-2406
Vol. IX
Num. 17
Año. 2018

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