Proyecciones del Arte de prudencia de Gracián en el Homo Politicus moderno
Juan Antonio González de Requena
Proyecciones del Arte de prudencia de Gracián en el Homo Politicus moderno
Revista de Filosofía Open Insight, vol. X, núm. 19, 2019
Centro de Investigación Social Avanzada
Juan Antonio González de Requena jagref8@gmail.com
Universidad Austral de Chile, Chile
Recibido: 01 Noviembre 2018
Aceptado: 23 Abril 2019
Resumen: Al discutir las relaciones entre el homo oeconomicus y el homo politicus, no siempre se matizan los diferentes estratos de la subjetividad política moderna. Nos proponemos reconstruir algunos trasfondos histórico-políticos que esbozan el perfil de un tipo de sujeto político prudente, estratégico y disimulado. Realizamos una exégesis del Oráculo manual y arte de prudencia de Baltasar Gracián, asumiendo que los orígenes de ese tipo diplomático de sujeto político pueden rastrearse en el escenario del Barroco europeo. Cabe reconocer tres marcos del sujeto político barroco en Gracián: el pragmatismo confesional, la interiorización de la razón de Estado y la cortesanía universal.
Palabras clave: arte de prudencia, cortesanía, razón de Estado, pragmatismo confesional, sujeto político.
Abstract: When discussing the relations between the homo oeconomicus and the homo politicus, the different strata of modern political subjectivity are not always nuanced. We propose to reconstruct some historicalpolitical backgrounds that outline the profile of a type of prudent, strategic and disguised political subject. We perform an exegesis of Baltasar Gracián’s Oráculo manual y arte de prudencia, assuming that the origins of that diplomatic type of political subject can be traced back to the stage of the European Baroque. Three frames of the Baroque political subject can be recognized in Gracián: confessional pragmatism, the internalization of reason of State and the universal courtesanship.
Keywords: art of prudence, confessional pragmatism, courtesanship, political subject, reason of State.
Homo oeconomicus y homo politicus
homo oeconomicus
Frecuentemente, nuestras interpretaciones de las formas de vida modernas ubican en el centro de la escena y en el papel protagónico a cierto homo oeconomicus. Se trataría de cierta figura de lo humano, el individuo egoísta calculador, cuya motivación primordial consistiría en la maximización racional de sus intereses. Hay diferentes versiones de cómo emergió históricamente el homo oeconomicus que terminaría desplazando al homo juridicus o sujeto de derecho. Como señaló Foucault (2007), la idea del homo oeconomicus se habría originado en el siglo XVIII y se esbozó en el empirismo inglés, como un átomo irreductible e intransmisible de interés. Se trataba de un sujeto de elecciones individuales referidas a la propia utilidad, un individuo que, al calcular sus intereses y obedecerlos, respondía convergentemente a las expectativas ajenas en virtud de una mano invisible (o de cierta racionalidad providencial del proceso económico) (Foucault, 2007: 305-330).
El particular ethos de este homo oeconomicus ha sido vinculado por Max Weber (1984) al ascetismo intramundano de la confesión protestante, que consagró la realización de la obra divina en la labor cotidiana, a través de la conducta metódica, la organización racional del trabajo y la vocación profesional. Bajo la figura de cierto individualismo posesivo típicamente moderno, MacPherson (1979) esbozó el retrato del homo oeconomicus como un ser humano concebido en tanto que consumidor y maximizador de bienes, un infinito antagonista de la escasez; estaríamos ante un ser que desea infinitamente y que tiende a la apropiación infinita, de manera que una sociedad buena sería aquella que permite maximizar los bienes individuales. Por su parte, Louis Dumont (1982) ligó la figura del homo oeconomicus a la condición del homo aequalis, esto es, al moderno individuo autorreferente y escindido en una esfera económica separada (construida como un ámbito autónomo de armonía de intereses y con una mentalidad económica acotada), que no dispone de un marco jerárquico de autocomprensión. En cuanto al pathos del homo oeconomicus, Albert Hirschman (1999) sostuvo que se sustenta en un desplazamiento de las pasiones violentas (como la ambición de poder, el deseo de dominación o la lujuria), en beneficio de la motivación racional de aquellos intereses calculables (como el afán de lucro y el ánimo de enriquecimiento) que hacían predecibles las actividades y expectativas humanas. Si le hacemos caso a Foucault, la actual gubernamentalidad neoliberal tiene como sujeto decisivo al homo oeconomicus, que aparece tras cualquier tipo de actor social y comportamiento racional, y ya no se refiere únicamente al soporte individual de los intereses desplegados en el mercado (Foucault, 2007: 365).
Wendy Brown (2015) ha planteado la sospecha de que la narrativa de un creciente protagonismo histórico del homo oeconomicus, en desmedro del homo juridicus y del sujeto de derecho, puede incurrir en un olvido del papel desempeñado por el homo politicus en las concepciones y prácticas modernas. Brown se muestra particularmente crítica con el relato de Foucault sobre cómo el homo oeconomicus terminó convirtiéndose en una figura definitiva de lo humano, desplazó a otras configuraciones de lo humano (como el homo juridicus) y, finalmente, se perfiló como el punto nodal de la gubernamentalidad neoliberal, bajo la figura del capital humano. Según Brown, esa versión incurre en una nivelación, bajo la forma de un personaje transhistórico, de las distintas formaciones económicas en que el actor económico desempeña su papel. Y es que no se configura el mismo sujeto en distintos entornos económicos, que pueden moldear e interpelar a un portador de fuerza de trabajo, a una mercancía intercambiable, a un consumidor, o bien a un emprendedor que ha de invertir en sí mismo y en sus competencias como capital humano. En ese sentido, concluye Brown, el sujeto neoliberal, en tanto que empresario de sí mismo e inversionista de su capital humano, permanentemente expuesto a las lógicas y riesgos macroeconómicas, ya no coincide con el homo oeconomicus entendido como sujeto autosuficiente de interés (Brown, 2015: 103-112).
Por otra parte, Wendy Brown (2015) considera que, en la narración de Foucault (2007) sobre las transformaciones del homo oeconomicus moderno, solo se introduce como coprotagonista al sujeto de derecho, esto es, al homo juridicus configurado en virtud de las limitaciones de la soberanía estatal. Para Brown, ese relato deja de lado a una figura protagónica de la Modernidad: el homo politicus, responsable de revoluciones y constituciones modernas, en tanto que soberano individual capaz de gobernarse a sí mismo, sujeto capaz de realizar la soberanía popular, de deliberar públicamente y de perseguir el bien común. Más allá del cálculo maximizador del interés, el homo politicus se perfilaría como el sujeto y el actor de la igualdad y a libertad políticas, la autodeterminación individual y social, la autonomía moral, la soberanía popular, la representación democrática, la deliberación pública, la identificación en la pertenencia y los compromisos concertados. Aunque el homo politicus convivió dialécticamente con la figura del homo oeconomicus en la Modernidad, Brown sostiene que, en la actual gubernamentalidad neoliberal, las condiciones de ejercicio de la ciudadanía y las aspiraciones del sujeto político a la emancipación, bajo algún horizonte de justicia social, se contraen cada vez más debido a una racionalidad neoliberal expansiva y a la economización general de todas las esferas vitales, incluido el sí mismo convertido en capital humano. De esa manera, el homo politicus resultaría derrotado a manos del homo oeconomicus (Brown, 2015: 145-150).
Ahora bien, así como no parece razonable nivelar todas las configuraciones concebibles del moderno sujeto de interés económico bajo el personaje transhistórico del homo oeconomicus, tampoco resulta sensato idealizar cierto homo politicus, como una figura esquemática que parece borrar las diferencias estructurales en las coyunturas, regímenes y formas de organización de la vida política. Cuando Wendy Brown traza la genealogía del homo politicus y sus transformaciones en la Modernidad, se remonta a la experiencia política de la polis griega para esbozar a ese sujeto soberano, libre e igual, que es capaz de gobernarse a sí mismo y consentir el gobierno de otros, de deliberar públicamente y comprometerse con la vida buena en una comunidad política. Adicionalmente, Brown rastrea en la Modernidad las transfiguraciones de esa criatura dotada de un lenguaje moral para deliberar en común y autogobernarse con otros: aparecería en Locke, Rousseau, Hegel y Marx, e incluso se hallaría presente de cierto modo en Adam Smith, Bentham o John Stuart Mill (Brown, 2015: 116-130). Como ocurre en tantas visiones idealizadas del homo politicus, se oblitera así la diferencia de entornos y relaciones estructurales en que se configuran las opciones y horizontes de actuación del sujeto político. Y es que ciudadano de la polis, el cortesano de un principado, el consejero de una monarquía estatal, el representante parlamentario, el funcionario estatal, el político profesional de una maquinaria partidista, el administrador público, el agitador de masas o el revolucionario no parecen dejarse reducir a una sola configuración de cierto homo politicus transhistórico.
Otro homo politicus
La concepción idealizada del homo politicus (como sujeto soberano de la acción en común, la deliberación pública, la autodeterminación social y la iniciativa concertada) omite aparentemente algunos aspectos menos amables, consensuales y heroicos del ejercicio de la política. No en vano, hay una dimensión estratégica de la actividad política, que concierne a la lucha por el poder, el mantenimiento forzoso del orden establecido, la administración de la violencia legítima, el modelado de la opinión, la fabricación del consenso y la escenificación pública de la apariencia de legitimidad. A esos aspectos de la actividad política pareció remitirnos Stefan Zweig (1963) cuando escogió escribir la biografía del camaleónico y calculador Fouché como ejemplo de la tipología del hombre político. Puede resultar inquietante que Zweig elija precisamente a Fouché para retratar al sujeto político moderno, pues se trata de un personaje injuriado por sus contemporáneos y despreciado por la posteridad, como “traidor de nacimiento, miserable, intrigante, de naturaleza escurridiza de reptil, tránsfuga profesional, alma baja de esbirro, abyecto, amoral…” (Zweig, 1963: 5). En la narrativa de Zweig, el personaje de Fouché representa a una figura emblemática del sujeto poderoso en tiempos decisivos de transformación histórica: a través de las distintas etapas de la Revolución Francesa, en el Imperio Napoleónico y bajo la Restauración, desempeñó un papel dirigente en los distintos bandos y partidos; obtuvo cargos políticos importantes (entre ellos, el de todopoderoso Ministro de la Policía); venció en sus intrigas contra protagonistas de la historia como Robespierre y Napoleón, y sobrevivió reiteradamente a los cambios políticos. En ningún caso se trata de una figura heroica o un personaje espiritualmente inspirado, de convicciones y grandes ideales; más bien, Zweig retrata en Fouché a una figura inferior y de segundo plano, aunque hábil, calculadora, ladina, impenetrable, de carácter equívoco y dudosa moralidad, así como desleal y carente de palabra. Según Zweig, como tipo de homo politicus, Fouché encarna perfectamente la psicología del diplomático, esto es, el cálculo estratégico, el disimulo discreto y la manipulación de la palabra; esa sería precisamente la figura maquiavélica asumida por el sujeto político en tiempos modernos (Zweig, 1963: 8).
Como representante de la intriga soterrada y del arte de la diplomacia política, el personaje de Fouché no emerge de la nada. La racionalidad estratégica de la política moderna, separada de significados trascendentes y reservas morales, se conformó como un ámbito autónomo desde la primera Modernidad y se legitimó como razón de Estado en el Barroco europeo. Las recomendaciones de Maquiavelo al príncipe en 1513, relativas a los modos de adquirir y conservar el poder, encontraron una versión cristiana en aquellos tratados barrocos, catálogos de emblemas y repertorios de máximas pragmáticas, que procuraban la integración del cálculo estratégico y la discreción diplomática en la vida cotidiana de gobernantes y súbditos. En lengua castellana, las Empresas políticas del diplomático Diego Saavedra Fajardo (1988, originalmente publicadas en 1640) o la obra del jesuita Francisco Garau titulada El sabio instruido de la naturaleza en cuarenta máximas políticas y morales (1711, publicada en 1675) ilustran claramente esta nueva racionalidad estratégica de la acción política, así como las reglas de prudencia para la formación de los sujetos soberanos y los príncipes cristianos. Pero quizá el ejemplo más señero y con más influencia en la tradición europea lo encontramos en la obra de Baltasar Gracián, particularmente en su Oráculo manual y arte de prudencia publicado en 1647 (Gracián, 1669b: 369-440).
El Oráculo manual y arte de prudencia no solo sintetiza de modo original algunas de las máximas que se encontraban en anteriores obras morales, como El héroe, El político y El discreto (Gracián, 1669a), sino que además logra aunar la agudeza verbal y concisión conceptual del estilo con la universalidad de sus recomendaciones pragmáticas, ya no dirigidas únicamente al político. Los especialistas en la obra de Gracián han evidenciado el abanico de temas y orientaciones ideológicas cubiertos por las máximas del Oráculo manual y arte de prudencia. Según Coster (1947), las máximas enfatizaban el autoconocimiento, la conciencia de las propias capacidades y limitaciones, así como la conveniente exhibición o disimulo de nuestros recursos. En ese sentido, el arte de la prudencia consistiría en sopesar sin exageración ni engaño, pero también en la finura para enfrentar oportunamente las situaciones críticas y para medirse con otras personas sutiles. Junto a las máximas que ilustran el sutil arte de la prudencia, se reconocen otras recomendaciones más cuestionables en la medida en que aparentemente consagrarían la hipocresía al guardar las apariencias, la mentira para no contradecir lo que la mayoría sostiene, la reserva incluso con los amigos, la evitación de los desdichados y el preferir la pena ajena sobre la propia. Sin embargo, Coster considera que la apariencia egoísta y desengañada de las máximas de prudencia de Gracián presupone un compromiso religioso y la certeza de la fe (Coster, 1947: 131-139).
En su lectura del Oráculo manual y arte de prudencia, Batllori y Peralta (1969) reconocen una triple inspiración de Gracián: un aspecto normativo, un aspecto táctico y un orden contemplativo. La dimensión normativa de las máximas se concreta no solo en todo un repertorio de reglas, sino también en la conceptualización de la persona y sus realces, prendas y primores: la sabiduría, la universalidad, la erudición, el genio, el ingenio, la agudeza, la sutileza, la galantería, la cortesía, la discreción, el gusto, etc. El aspecto táctico se vincularía al arte vital y a la prudencia, con sus exigencias de reflexión, espera, ocasión, reparo, recato, recelo, silencio, secreto, etc. El arte de la prudencia se asociaría a las virtudes de la cordura o la sagacidad (más que a la astucia, la simulación, los artificios, el disimulo o la acomodación) y acarrearía la reputación, la fama, el crédito, la estimación, el honor, etc. Por último, la dimensión contemplativa de las máximas concierne a la relación reflexiva y filosófica con el engaño y el desengaño, con la verdad y la mentira, con la fortuna y la muerte, etc. En las máximas del Oráculo manual y arte de prudencia, la virtud resultaría indisociable de la templanza interior y de la dicha de la reflexión filosófica (Batllori y Peralta, 1969: 135-136).
Para Elena Cantarino (2011), el arte de prudencia expuesto en las máximas del Oráculo manual y arte de prudencia se refiere primordialmente a la virtud intelectual prácticamente aplicada, la cual permite el éxito mundano. Semejante arte de prudencia no solo caracteriza a la conducción política, sino que involucra a toda persona en una particular moral casuística, sustentada en la atención y adaptación a la ocasión, el caso y la circunstancia. En la perspectiva moral de las máximas, el éxito resulta decisivo, y hay que procurar que todo llegue a buen fin. Con ese propósito, resulta recomendable cifrar las intenciones y saber cómo doblegar y conducir las voluntades ajenas. Como razón de Estado que permite el gobierno de sí y de los otros, el arte de prudencia se sirve del disimulo y la ocultación de sí mismo, pero también requiere del cultivo del ingenio y de la universalidad para lograr la estimación de los demás. Como arte, la prudencia ha de encubrir su propio artificio y promover la emulación, con el fin último de lograr la felicidad virtuosa y la grandeza. En cuanto al modelo de discreción presentado en las máximas, se recomienda el autoconocimiento, el perfeccionamiento personal continuado, la galantería, magnanimidad y generosidad, así como la erudición, el buen gusto y juicio atinado, la gracia, el saber cuidar las apariencias, la entereza y la cortesía.
Para Cantarino (2011), entre las máximas del Oráculo manual y arte de prudencia, también figuran recomendaciones tácticas casi maquiavélicas (como el saber dirigir las intenciones ajenas y ocultar las propias, el transferir los males a otros, evitar a los desdichados, no decir toda la verdad o servirse de la privación ajena) que perfilan todo un arte de vencer estratégicamente en el trato con los otros. En todo caso, esas máximas tácticas parecen responder a los principios de militar contra el mal, tomarse en serio las apariencias y “procurar los medios humanos como si no huviesse divinos, y los divinos como si no huviesse humanos” (Gracián, 1669b: 429). Como concluye Cantarino (2011), el arte de prudencia de Gracián propiciaría tanto la razón de estado individual, que permite la adquisición, conservación y aumento del señorío de sí mismo, cuanto la razón de Estado política para el gobierno de los otros.
En este trabajo, pretendemos contribuir a la genealogía de cierta figura del sujeto político moderno, precisamente mediante una interpretación de la constelación histórica, ideológica y política que posibilitó la consagración e interiorización de la razón de Estado en el Barroco. Desde nuestra perspectiva, en el Oráculo manual y arte de prudencia de Baltasar Gracián pueden hallarse los contornos fundamentales de esa figura del sujeto político basada en el autocontrol y el gobierno estratégico de los otros a través de la manipulación de las intenciones, del arte del disimulo diplomático y de la generalización de la discreción cortesana. Se ha intentado reconocer en la obra de Gracián cierto esbozo del homo oeconomicus moderno, a través de la afirmación del concepto de interés propio como motivación de la acción humana, de una concepción del individuo como mónada social autorreferente y de cierta visión pesimista de la naturaleza humana (Martín y San Emeterio, 2014). Por nuestra parte, consideramos más razonable suponer que, en el Oráculo manual y arte de prudencia, irrumpe otro homo politicus distinto del clásico animal político de estirpe aristotélica. Sin embargo, ello no excluye algún tipo de parentesco lógico con el homo oeconomicus, que le sirve de reverso en el contexto moderno de la consolidación de la ideología individualista y de la racionalización instrumental de la política y la economía como esferas funcionalmente separadas. En las siguientes secciones del texto, mostraremos de qué manera la obra de Gracián parece integrar los aspectos esenciales de cierto sujeto político moderno, en el cual coexisten el pragmatismo confesional, la interiorización de la razón de Estado, así como la discreción diplomática y la cortesanía integral.
El pragmatismo confesional
En las distintas configuraciones epocales del sujeto político, cabe reconocer diferentes trasfondos de orientaciones espirituales, disposiciones motivacionales e impulsos prácticos. Max Weber (1978) entendió adecuadamente que la ética económica de las religiones mundiales y el pragmatismo racional religioso resultan decisivos para la configuración de nuestras formas prácticas de vida. Por ejemplo, el ascetismo activo puede introducir una orientación de la acción como algo que los fieles realizan por voluntad de Dios, como si fuesen instrumentos divinos. Por su parte, el misticismo concibe al individuo en tanto que susceptible de estados de posesión o fusión contemplativa, como un receptáculo pasivo de lo divino, más que como un instrumento de su actividad. A esta diferencia en las orientaciones prácticas religiosas, hay que añadir la diversidad en cuanto a la relación con el mundo planteada en las distintas éticas religiosas: en algunos casos, el impulso religioso opera en el seno del mundo y trata de hacerse cargo de las opciones intramundanas; también resulta concebible un impulso religioso ultramundano de huida del mundo. En suma, Weber consideraba diferentes inspiraciones prácticas asociadas a la ética religiosa: bajo el ascetismo ultramundano, se busca la redención activa y por voluntad divina, para remontarse más allá de la acción en el mundo; en el misticismo ultramundano, prima la preocupación por remontarse al trance ultraterreno y la huida contemplativa del mundo); con el misticismo intramundano, la contemplación mística se desarrolla dentro de las posibilidades mundanas y no induce una huida del mundo; finalmente, el ascetismo intramundano consagra la actividad dentro del mundo y la vocación mundana como una afirmación de dominio de lo terrenal mediante el trabajo metódico y racional (Weber, 1978: 58-62).
En La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Weber (1984) expuso sus conocidos argumentos sobre la influencia que tuvo el ascetismo intramundano de algunas sectas protestantes en la organización racional capitalista del trabajo. Según Weber, la ética protestante habría coadyuvado al nacimiento del moderno capitalismo europeo en la medida en que la idea de predestinación (central en las confesiones religiosas del calvinismo o del puritanismo) hizo posible concebir la organización racional del trabajo como un orden que debía ser instaurado terrenalmente y como una misión sagrada que había que cumplir. Asimismo, el ascetismo intramundano de las confesiones protestantes se oponía al goce despreocupado de la riqueza, e incentivaba el ethos adquisitivo y el afán de lucro, al legitimarlos como preceptos divinos. Por otra parte, el protestantismo sancionó éticamente el trabajo incesante como medio ascético superior y consagró el trabajo como una misión o un fin en sí mismo. De esa manera, el ascetismo intramundano protestante habría constituido un soporte decisivo de la expansión del espíritu del capitalismo y su ética racional de la existencia (Weber, 1984: 185-227).
Aunque permite concebir la ética religiosa subyacente al moderno homo oeconomicus, el protestantismo no agota el paisaje espiritual de la Modernidad, profundamente marcado por las reacciones religiosas y políticas a la Reforma. En el contexto de la Contrarreforma, la propia espiritualidad católica y su ética religiosa experimentaron una profunda reorientación, como atestiguan el carisma y las prácticas apostólicas de los jesuitas. Weber ya observó cómo el ascetismo jesuita no pretendía la huida del mundo ni la mortificación virtuosa, sino que apuntaba al autodominio y a la conformación de un método sistemático de conducta racional, al poner en primer plano la voluntad planificada, la racionalización de la conducta y la educación de la personalidad para la salvación del alma (Weber, 1984: 140-141).
En ese sentido, los estudiosos de las órdenes religiosas han llamado la atención sobre las particularidades de la inspiración espiritual jesuítica. Según Schwaiger (1998), el carisma ignaciano se perfiló como una espiritualidad dinámica que exigía la movilización y la disponibilidad activa para adaptarse a las circunstancias, tiempos, lugares y personas. Además, la moral religiosa jesuita se caracterizó por su interés en la práctica y se concentró en la casuística, o sea, la consideración moral de los casos particulares. Por lo demás, los jesuitas no dudaron en acercarse como confesores a las cortes y a los príncipes, debido a las posibles contribuciones para el bien común (Schwaiger, 1998: 300-304).
Para Jesús Álvarez (1990), los rasgos distintivos del apostolado jesuita se asocian a la obediencia jerárquica incondicional, el verticalismo de la autoridad y la disposición a desplegar todos los recursos y medios útiles para la actividad religiosa de la Compañía. Este apostolado militante de los jesuitas no solo se caracterizaba por la universalidad de sus medios, sino también por la apertura geográfica, rígidamente enmarcada bajo su régimen de autoridad. La moral religiosa de los jesuitas defendía a la persona humana y veía con moderado optimismo su perfectibilidad y libre elección, a diferencia del pesimismo protestante sobre la condición humana o de la reivindicación de la naturaleza humana en el Humanismo. En ese sentido, más allá del rigorismo moral o del laxismo, la moral jesuítica se caracterizó por cierto probabilismo y por la capacidad de adaptación del apostolado en las distintas culturas y pueblos (Álvarez, 1990: 172-176). En suma, quizá podríamos caracterizar como pragmatismo confesional este tipo de orientación ascética con una preocupación mundana por realizar un apostolado militante y exitoso, adaptable a las circunstancias y atento a la disposición adecuada de los medios.
Uno de los principales aspectos de la ética religiosa jesuítica se vincula con la acuciosa preocupación pedagógica por ordenar y regular el régimen de estudios y la lógica escolar. Fernando ÁlvarezUría (2000) ha insistido en la importancia de la organización escolar, el plan de estudios y el régimen pedagógico jesuíticos, a la hora de explicar las formas de control disciplinario que caracterizan al capitalismo fabril. Así, resultaría necesario enriquecer la tesis weberiana sobre la inspiración religiosa protestante del espíritu capitalista; y es que, para dar cuenta de la constitución de las modalidades de sujeción y de subjetivación bajo el modo de producción capitalista, no bastaría con explicar la vocación profesional, el ethos adquisitivo y la consagración del trabajo. La formación de sujetos dóciles y sometidos en el moderno sistema capitalista se ensayó en la máquina pedagógica jesuita, con su característico régimen institucional jerárquico y total, sus técnicas de control disciplinario, su orden de estudios exhaustivamente reglamentado y regulado, así como su moral basada en la individualización casuística, en el autoexamen del yo y el autocontrol personal (Álvarez-Uría, 2000). En fin, como complemento del ascetismo intramundano en el paisaje espiritual moderno, el pragmatismo confesional jesuítico parece haber encontrado su principal ámbito de realización en la pedagogía.
Podríamos considerar que el pragmatismo jesuítico se entiende mejor en el marco de un pragmatismo más amplio, presente en el conjunto de la cultura del Barroco. En efecto, José Antonio Maravall ha sostenido que “la cultura barroca es un pragmatismo, de base más o menos inductiva, ordenado por la prudencia” (1975: 140). En un periodo marcado por profundas crisis sociales y conflictos históricos, el saber práctico sobre los motivos circunstanciales de la conducta ajena parece ser decisivo a la hora de desplegar las opciones tácticas y estrategias de vida de las personas, conducir prácticamente a los otros y mantener la integración social. En su interpretación de la cultura barroca, Maravall también estima fundamental una dimensión del saber práctico típicamente barroca, relacionada con el desciframiento de las apariencias y el juego con las maneras para salvar las apariencias (Maravall, 1975: 392-393). En la esfera política, ese pragmatismo de la prudencia se traduciría en cierto secretismo y en dejar en suspenso a quienes dependen del sujeto soberano, que así ve realzadas sus prendas (Maravall, 1975: 436).
Ciertamente, Gracián encarna las tensiones del Barroco e ilustra la reacción cultural de la Contrarreforma, como Jorge Novella (2001) nos ha recordado, las concepciones de Gracián lidian con la dualidad de lo sagrado y lo profano, la eternidad divina y el mundo efímero, la gracia y la naturaleza, el espíritu y la razón, la santidad y la prudencia. De ese modo, el pragmatismo cultural barroco adquiere matices propios en el marco de la casuística moral y del probabilismo jesuítico, con su énfasis en la adaptación utilitaria de la ética cristiana. Más que un pragmatismo utilitario plenamente intramundano y secularizado, el pragmatismo confesional jesuita sigue considerando decisivo el perfeccionamiento moral y cierta búsqueda virtuosa de la santidad (Novella, 2001). Gracián es claro al respecto:
En una palabra, santo, que es dezirlo todo de una vez. Es la virtud cadena de todas las perfecciones, centro de las felicidades. Ella haze un sugeto prudente, atento, sagaz, cuerdo, sabio, valeroso, reportado, entero, feliz, plausible, verdadero y universal Heroe. Tres eses hazen dichoso: santo, sano y sabio (1669b: 440).
No cabe duda de que, en el jesuita Gracián, encontramos una invitación a vivir a lo práctico, que se traduce en cierto rechazo de la especulación filosófica; pero ese pragmatismo comprende de modo ambivalente tanto una antropología moral humanista y un trasfondo confesional jesuita como una concepción táctica de la existencia, para la cual resultarían decisivos el cuidado del parecer, la prudente discreción y la cercanía al poder en el juego posicional de la vida social (Ayala, 2002).
El pragmatismo confesional jesuítico impregna el Oráculo manual y arte de prudencia, así como el resto de la obra del jesuita Gracián. Batllori y Peralta (1969) nos han recordado el particular influjo de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola en el pensamiento de Gracián y en su arte de prudencia. Habría alusiones a las reglas de espiritualidad ignaciana en la máxima que exige tener tanto fondo interior como fachada exterior, pues “ai sugetos de sola fachada, como casas por acabar, porque faltó el caudal” (Gracián, 1669b: 383); hay resonancias ignacianas en aquellas máximas de adaptación a los demás, al “saber hazerse a todos” (1669b:390); en la que urge la autocomprensión para lograr el dominio de sí, pues “ay espejos del rostro, no los ay del animo” (1669b: 392); en la máxima que recomienda alternar confianza y sagacidad, al combinar la “calidez de la serpiente con la candidez de la paloma” (1669b: 428); en la máximas que indican cómo servirse estratégicamente de la voluntad del otro, al “entrar con la agena para salir con la suya” (1669b: 405). Según Batllori y Peralta (1969: 137) resulta patente la presencia de la espiritualidad ignaciana en la sucinta regla pragmática según la cual “hanse de procurar los medios humanos como si no huviesse divinos, y los divinos como si no huviesse humanos” (Gracián, 1669b: 429).
También Joachim Küpper (2010) ha establecido cierto trasfondo jesuítico del Oráculo manual y arte de prudencia. Pese a haber eludido la obtención del permiso de la Compañía para publicar muchas de sus obras, y aunque tuvo algunas diferencias con la Orden jesuita, hay numerosos motivos jesuíticos en el arte de prudencia de Gracián. Tal vez no se logre encontrar en Gracián vestigio alguno de la idea cristiana de renuncia a la vida, pues el arte de prudencia se trata de plantear el problema pragmático de la acción y el logro exitoso de los fines en un mundo como este. Sin embargo, este énfasis pragmático es típicamente jesuítico, como también lo es el llamado a la acomodación, esto es a la adecuación de la prédica a la clase de personas a quienes se quiere evangelizar, sin dudar servirse de la astucia para lograr que los demás acepten actuar contra sus propios intereses. Asimismo, en las máximas que recomiendan torcer la intención ajena para el bien propio se puede reconocer una marcada continuidad con las premisas ignacianas: como ocurre en el jesuitismo, no parece cuestionarse la naturaleza de los intereses de aquellos a quienes se pretende dirigir exitosamente, bajo el presupuesto de que la propia convicción religiosa resulta correcta “y de que el propio interés y la necesidad de su imposición son sin más legítimos” (Küpper, 2010: 36).
Por su parte, José Luis Villacañas (2011) ha insistido en la importancia de que Gracián fuese jesuita y en la relevancia de las categorías básicas del pensamiento jesuítico en la perspectiva moral de Gracián. Fundamentalmente, serían tres los principales conceptos de la perspectiva del mundo jesuítica subyacente al arte de prudencia de Gracián: en primer lugar, la representación de la existencia humana como una obra de teatro (medio pedagógico primordial de la pedagogía jesuita); en segundo lugar, la comprensión de la acción humana como milicia y la defensa de una actitud militante ante el mal mundano; por último, la importancia de una dirección espiritual para desenvolverse en el mundo y realizar el papel entregado. Sobre ese trasfondo de supuestos tan jesuitas como barrocos, el arte de prudencia de Gracián parece romper con la comprensión tradicional de la virtud, para situarse en un ambivalente punto de vista moral entre la prudencia clásica y la sagacidad estratégica circunstancial. En todo caso, el arte de prudencia no parece perseguir el éxito mundano para mayor gloria de Dios, sino que está signado por el desengaño y el desprecio del mundo; además, se asume como la prenda exclusiva de unos pocos, que no puede predicarse a la multitud de los necios, sino solo cultivarse solitariamente en la gloria del reconocimiento cortesano. En ese sentido, el arte de prudencia y el juego de la discreción se escenificarían básicamente en el teatro de la corte, entre iguales en genio e ingenio, quizá no tan al margen de uno de los contextos en que los jesuitas desplegaron su apostolado militante (Villacañas, 2011).
En suma, el sujeto discreto y la razón de estado individual que se perfilan en el Oráculo manual y arte de prudencia resultan inseparables del pragmatismo confesional característico del apostolado jesuítico y del carisma ignaciano. Si el homo oeconomicus de la primera Modernidad supone la inspiración de la ética protestante, el homo politicus barroco solo se comprende sobre el trasfondo de ese pragmatismo confesional típicamente jesuítico. Como aparece representado en el arte de prudencia de Gracián, ese sujeto político barroco exhibe tanta prudencia y virtud como sagacidad y disimulo; no tiene mayor reparo en jugar desengañada y estratégicamente su papel en el teatro del mundo ni en acomodarse al parecer de los demás o en torcer las voluntades ajenas para intereses propios. Hasta cierto punto, el pragmatismo ideológico jesuítico ha dejado su impronta en el sujeto político moderno, e incluso Trotsky, el revolucionario bolchevique, rindió tributo a la perspicacia y audacia de la moral jesuítica, de sus métodos de acción y de su forma de organización militante, centralizada y disciplinada (Trotsky, 2003: 51-52).
La interiorización de la razón de Estado
En su tratado La idea de la razón de Estado en la edad moderna, Friedrich Meinecke (1997) caracterizaba la razón de Estado como una máxima de la actuación política y un principio estatal que indica al político cómo mantener la salud y fortaleza estatales, y cuáles son los medios de crecimiento del Estado. En ese sentido, la razón de Estado se formula en máximas del obrar enmarcadas en la estructura individual y entorno singular del Estado, y ha de conciliar ciertas leyes generales de la vida estatal con la mutabilidad y circunstancialidad de los asuntos políticos. Como principio guía de la vida estatal, la razón de Estado ha de sopesar y adecuar el ser y el deber ser, la causalidad estricta y la idea, la necesidad y la libertad política; además, sus determinaciones contingentes y singulares eluden eventualmente los principios éticos y las normas jurídicas. En todo caso, la razón de Estado también puede considerar una limitación de la apetencia del poder, en virtud de fines éticos o valores jurídicos, por el bien del Estado (Meinecke, 1997: 3-8).
De ese modo, según Meinecke (1997), los motivos ideales se combinan e interactúan con los de carácter instrumental o utilitario en la moderna razón de Estado; incluso, a menudo, la razón de Estado solo se hace cargo de los motivos éticos ideales cuando es patente la oportunidad o provecho de una actuación moral. Y es que el afán de poder, la ambición y el deseo de dominar constituyen motivos políticos decisivos del sujeto político, no siempre conciliables con la responsabilidad ética y la actuación moral. Por eso, la razón de Estado, con sus máximas de actuación ambivalentes, escindidas entre la necesidad política y la finalidad del bien común, tiende el puente para lograr, en cada circunstancia, el óptimo de la existencia estatal. Para lidiar con las exigencias del obrar político, la razón de Estado ha de conformarse como una racionalidad y desplegar un cálculo frío, lógico y desapasionado de los intereses objetivos del Estado; no en vano, siempre corre el riesgo de convertirse en una técnica estatal y en un instrumento utilitario sin reparos éticos. En todo caso, la razón de Estado vincula el poder del soberano de quien gobierna con los requerimientos de los gobernados y las necesidades del pueblo, en virtud de cierta comunidad de intereses y finalidades ideales, sin dejar de lado las exigencias para el arte político derivadas de la relación con otros Estados (Meinecke, 1997: 8-17).
Foucault (1995) también sostuvo que la autocomprensión de la política moderna se había concretado en un tipo de racionalidad específica característicamente reflexiva y consciente de su singularidad, la cual fue formulada primordialmente en toda una doctrina de la razón de Estado y en cierta teoría de la policía. La doctrina de la razón de Estado definía la diferencia específica de los principios y métodos de gobierno estatal frente a otras modalidades de gobierno como la divina, la familiar o la conventual. Por su parte, la doctrina de la policía caracterizaba los objetivos y forma de los instrumentos de la actividad racional estatal, para administrar todos los aspectos de la vida en común y fomentar la potencia del Estado (moralidad, artes y oficios, salud, seguridad, urbanismo, etc.). Caracterizada por la tradición política emanada de Giovanni Botero como el conocimiento de los medios de formación, preservación y crecimiento de los Estados y como el arte del gobierno, Foucault considera que la razón de Estado constituía un arte, o sea, una técnica regida por reglas racionales. El arte racional de gobernar se había concebido tradicionalmente como una emulación del gobierno divino de la naturaleza, que habría de conducir a los humanos al cumplimiento de su finalidad, la felicidad honesta. Sin embargo, en los siglos XVI y XVII, el arte racional de la razón de Estado concentra su interés en las exigencias del Estado y en reforzar tanto su poder como el saber que posibilita conocer las capacidades y fuerzas respectivas de los Estados (la estadística y la aritmética política). En suma, la conformación del homo politicus moderno presupone todo un arte racional para el gobierno de las personas, y semejante racionalidad política se caracterizó por la individualización del gobierno (Foucault, 1995:121-140).
Como ha argumentado Elena Cantarino (2006), el arte de prudencia de Gracián no se entiende al margen del contexto barroco de consolidación de la razón de Estado, como ese arte racional del gobierno político que resulta indispensable para cumplir las exigencias de la praxis y la prudencia políticas, sin descuidar el requisito de mantenimiento de la integridad ética y la moral cristiana. En ese contexto, Gracián consideró a Fernando el Católico como modelo de la razón de Estado cristiana, en la medida en que sus empresas políticas integraron los distintos aspectos de la razón de Estado: la razón de Estado militar en la conducción de la política exterior, pues “es la potencia militar vasa de la reputacion, que un Principe desarmado es un Leon muerto, a quien hasta las liebres le insultan” (Gracián, 1669a: 517); la razón de justicia, o sea, la política interna y la administración igual de justicia para todos los vasallos; la razón de religión, es decir, la conservación del contenido ético del cristianismo y de la soberanía de la fe, incluida la fundación del “Integerrimo el zelador, el Sacro Tribunal de la Inquisicion” (Gracián, 1669a: 517); por último, la razón de Estado económica, esto es, la política fiscal, sin la cual no resulta concebible la conservación y aumento del Estado y su población, “que es la mayor, y principal riqueza” (Gracián, 1669a: 509). En sus distintas expresiones, la razón de Estado parece consistir en una prudencia política para armonizar el bien común y el poder del gobernante; asimismo, la prudencia política requiere la integración de saber y valor, de la comprensión y la sagacidad, la inteligencia y el juicio, la atención y la sensibilidad (Cantarino, 2006).
Desde la perspectiva de Cantarino (1996), la singularidad de la reflexión sobre la razón de Estado en los tratados morales y políticos de Gracián, particularmente en el Oráculo manual y arte de prudencia, radica en cierta extrapolación de la razón de Estado a una razón de estado individual. De ese modo, la máxima de actuación política para adquirir, conservar e incrementar el poder estatal se considera análoga a la prudencia práctica y política del sujeto discreto, que ha de gobernarse a sí mismo y ponderar sus actos para favorecer sus intereses y preservarse en la relación con los otros. La razón de estado propia del individuo sería política en la medida en que concierne a la praxis de cada uno y al saber práctico de cada persona. Así pues, las máximas del arte de prudencia suministrarían orientaciones y reglas de comportamiento para gobernarse a uno mismo con sabiduría, sagacidad, discreción y disimulo; se trataría de preservarse a sí mismo y potenciar y engrandecer la propia persona, pero también de gobernar las voluntades ajenas y no ser engañado en la vida social. Como razón de estado personal y arte de prudencia basada en reglas de discreción individual, la sabiduría práctica y política esbozada en las máximas de Gracián parece constituir una adecuación subjetiva o interiorización de la razón de la razón de Estado. Según se desprende de las máximas contenidas en el Oráculo manual y arte de prudencia, la razón de estado individual concierne al autoconocimiento de las propias capacidades y limitaciones, para poder conservarse con ingenio, discreción y galantería en un mundo contra cuya malicia se ha de ha militar activamente. En suma, la razón de estado individual concebida por Gracián habría de propiciar el éxito personal en un mundo social hostil y, por tanto, tendría que cautelar oportunamente la autonomía y los intereses prácticos del sujeto en cada circunstancia (Cantarino, 1996: 513-530).
Aunque frecuentemente se idealiza la acción política como una iniciativa espontánea capaz de generar novedad con su propio acontecimiento —tal vez bajo el influjo del mito revolucionario— y pese a que el homo politicus resulta concebido a menudo como el soporte de esa actuación creadora y autotransformadora, la genealogía barroca del homo politicus nos muestra otro rostro del sujeto político. El arte de prudencia moral y político de Gracián caracteriza a un tipo de sujeto político que ha interiorizado la razón de Estado, y hace de la propia autoconservación y éxito personal una máxima rectora. En fin, el homo politicus moderno es también el sujeto de la razón de Estado; se trata del individuo que resulta interpelado por el logro de su autoconservación, autorrealización y eminencia personal, en el difícil juego estratégico escenificado en el teatro de la vida social. En ese sentido, la razón de estado del individuo exige cultivar la discreción y galantería cortesanas, ya que constituyen “política tambien, y aun la gala de la razón de estado” (Gracián, 1669b: 402). Se trata de un saber cortesano que “no le enseñan los libros ni se aprende en las escuelas; cursase en los Teatros del buen gusto y en el General tan singular de la discrecion” (Gracián, 1669a: 434).
La cortesanía universal
En su estudio sobre la sociedad cortesana, Elias (1996) caracterizó la particular formación social de la corte real del Antiguo Régimen, en la cual coincidían el círculo de la familia real y la administración estatal, bajo el gobierno de un soberano absoluto. Dentro del contexto de la corte real centralizada, no se hallaban diferenciadas las relaciones personales y oficiales de los gobernantes, de manera que los asuntos familiares y enemistades personales podían influir en el gobierno. En ese entorno cortesano y en la formación social elitista y prestigiosa que conformaba, se concentraron las opciones de ejercer algún poder en virtud de un juego de posiciones relativas e interdependencias recíprocas. El campo de acción de la sociedad cortesana se caracterizaba, así, por todo un sistema de autorregulaciones individuales y coacciones mutuas, que se ajustaban a las relaciones recíprocas bajo una regulación estricta y una jerarquía precisa. Las interdependencias estructurales de la sociedad cortesana forjaron al cortesano como sujeto típico marcado por el ethos del consumo de prestigio y estatus, que había de competir con los demás para atesorar opciones y posiciones en el círculo de trato cortesano-aristocrático (Elias, 1996: 91-138).
Para Elias (1996), en el juego de la representación cortesana (marcado por la rivalidad por el estatus y el prestigio), la etiqueta y el ceremonial no solo daban forma a las interdependencias de la vida social, sino también introdujeron cierta estructura motivacional y modos de autocontrol precisos en los individuos de la corte. La racionalidad de la conducta cortesana se caracterizaba por la interiorización de las coacciones externas y el cuidadoso autocontrol afectivo. La conducta racional cortesana se sujetaba a toda una forma de planificación calculadora de las estrategias para competir por el estatus y el prestigio, las posiciones y las oportunidades de poder. De ahí la importancia de la autopresentación en público, de un exhaustivo cálculo de los gestos, de la matización de las palabras y del control de los afectos. No en vano, la escenificación del ethos cortesano-aristocrático ponía en juego el reconocimiento de la pertenencia a la propia sociedad cortesana, el simbolismo del honor, el valor inherente de la nobleza, el rango, el abolengo y la distinción frente a los ajenos al círculo de la buena sociedad reunida en la corte. En suma: “la existencia en el distanciamiento y en el esplendor del prestigio, esto es, la existencia cortesana, es para el cortesano un fin en sí mismo” (Elias, 1996: 139). En ese teatro de la corte, resultaba fundamental el arte de la observación psicológica y la capacidad de descifrar las expresiones e intenciones de los demás, pero también era precisa la capacidad de autoobservación. Asimismo, se precisaba del arte de la manipulación de las personas y de la estrategia calculada en el trato con los demás. Sobre todo, era vital en la autoescenificación cortesana el control de los afectos para lograr una conducta calculada y matizada en el trato con los otros (Elias, 1996: 139-158).
En su investigación sociogenética y psicogenética del proceso civilizatorio, Elias (1993) argumenta que las pautas de civilidad y cortesía ensayadas en los círculos cortesano-aristocráticos han constituido el núcleo de una civilización que se generalizó progresivamente a todos los estratos sociales y se difundió por todas las naciones. En líneas generales, la conformación del sujeto civilizado requiere que las coacciones externas se conviertan en autocoacciones internas, de manera que la regulación de la vida pulsional y afectiva sea cada vez más universal y estable a través de un autocontrol continuo. El proceso civilizatorio de autodominio emocional, contención de los afectos, ampliación de la reflexión y planificación racional resulta inseparable de dinámicas sociales de interacción como las exploradas en la vida cortesana. En virtud de la interdependencia personal y con el aumento de la competencia social, los individuos habían de actuar de modo cada vez más diferenciado, regular y estable. Por otra parte, la estabilidad del aparato de autocontrol psíquico se asociaría a la constitución de instituciones que monopolizan la violencia física y a una estabilidad creciente de los órganos sociales centrales. Así como el monopolio de la violencia física generó ámbitos pacificados de interdependencia y cooperación, el individuo civilizado forjó un aparato psíquico de autocontrol desapasionado más estable, y se generalizó el cálculo estratégico y la observación psicológica desapasionada de los demás. Para Elias, la generalización de la civilidad se impuso progresivamente en la medida en que se difundieron por toda la sociedad formas de autocontrol y autoescenificación que antes eran privativas de los estamentos superiores y de los círculos cortesano-aristocráticos (Elias, 1993: 449-499).
A partir del Renacimiento italiano y con la introducción de la imprenta, circularon por las cortes europeas numerosos tratados y manuales para la educación del cortesano, entre los que destacó El cortesano de Baltasar de Castiglione publicado en 1528, tempranamente traducido al español por Juan Boscán en 1534. Concebido como un diálogo en cuatro libros, Castiglione puso en escena una conversación entre notables, cortesanos y damas de las cortes italianas, reunidos en torno al Duque de Urbino. El diálogo se desarrollaba como un juego para lograr por turnos la caracterización más adecuada de la cortesanía. A través de las cuatro jornadas del diálogo sobre el mejor cortesano, Castiglione va especificando los rasgos distintivos de una cortesanía conveniente: el cortesano eminente ha de ser gentilhombre y de buen linaje; ha de tener claro ingenio, bella apariencia y buena condición corporal; tiene que ser diestro y ejercitarse en el uso de las armas; ha de exhibir gracia; tiene que hablar y escribir bien, con estilo y sin afectación; ha de mostrar ornato, saber música, tocar instrumentos y cultivar la pintura; ha de saber conversar con sus pares y con los príncipes con gracia y donaire; como consejero del príncipe, ha de fomentar las virtudes y reprender los vicios con franqueza; además, debe amar sutil y galantemente (Castiglione, 1873).
El cortesano de Castiglione fue una de las influencias reconocidas por Gracián, quien parece introducir con su arte de prudencia las máximas del cortesano barroco. Como Margarita Morreale (1958) planteó, encontramos en los tratados morales y políticos de Gracián una preocupada traducción del vocabulario ético para caracterizar al cortesano. El léxico de la gracia expresaba un puesto prominente entre los valores estéticos y morales del cortesano de Castiglione, con matices que combinaban el decoro, encanto y la elegancia estéticos, pero también la gracia religiosa, el favor y la estimación sociales. En el vocabulario de Gracián, la gracia parece asociarse sobre todo al favor entre las personas; es decir, la gracia universal se vincula al afecto, la estima, la afición o la plausibilidad (Morreale, 1958). Efectivamente, en el arte de prudencia de Gracián se recomienda obtener un atractivo y favor social, sin dudar del servicio estratégico del artificio:
Tener la atractiva, que es un hechizo políticamente cortés. Sirva el garavato galante mas para atraer voluntades que utilidades, ó para todo, no bastan meritos si no se valen del agrado, que es el que da la plausibilidad; el más platico instrumento de la soberania, un caer en picadura es suerte, pero socorrese del artificio, que donde ay gran natural assienta mejor lo artificial; de aqui se origina la pia aficion, hasta conseguir la gracia universal (Gracián, 1669b: 434).
Por otra parte, según Morreale (1958) el concepto de gracia se despoja de todo nexo con lo gracioso en el sentido de chistoso, y la gracia aparece nombrada como despejo en el léxico de Gracián. Para Morreale (1958), el despejo designa en Gracián la gracia como cierta cualidad estética y moral indefinible e innata, en que convergen el ornamento, la belleza, el donaire y la desenvoltura. En palabras de Gracián:
El despejo en todo. Es vida de las prendas, aliento del dezir, alma del hazer, realce de los mismos realces; las demas perfecciones son ornato de la naturaleza, pero el despejo lo es de las mismas perfecciones, hasta en el discurrir se celebra; tiene de privilegio lo mas, deve al estudio lo menos, que aun á la disciplina es superior; passa de facilidad, y adelantase á bizarria; supone desembaraço, y añade perfeccion (Gracián, 1669b: 401).
Ahora bien, la gracia cortesana desenvuelta y descuidada de Castiglione se transforma en Gracián en artificio y descuido reflexivos (Morreale, 1958). En efecto, para Gracián, la desenvoltura cortesana resulta inseparable del realce artificial de los dones naturales y del perfeccionamiento personal (Gracián, 1669b: 375). Aunque algunas máximas del Oráculo manual y arte de prudencia desalientan el artificio (1669b: 382) porque genera recelo y resulta sofístico y enfadoso, la inteligencia humana parece asociarse al desciframiento del artificio, incluso cuando se disfraza de no artificio (1669b: 375-376). Además, para “saber jugar de la verdad” (1669b: 420), para “saber vender sus cosas” (1669b: 406), para salirse exitosamente con la suya y no perder reputación (1669b: 423), conviene servirse del artificio.
A propósito de la figura del cortesano en Gracián, María Teresa Ricci (2015) argumenta que la concepción de la cortesanía de Castiglione da paso a una insistencia en el comportamiento estratégico. No en vano, la gracia, inteligencia y desenvoltura recomendadas por el Oráculo manual y arte de prudencia adquieren un valor pragmático y se perfilan como un arte práctico y una estrategia política para la vida. Además, en Gracián, la prudencia, la discreción y el disimulo resultarían más importantes que la gracia, para desenvolverse en una corte más amplia y universal que la de la aristocracia cortesana: el gran teatro del mundo. El personaje a quien Gracián dirige las máximas del arte de prudencia ya no es el estamento social de los cortesanos de palacio sino el individuo que ha de sobrevivir en el escenario mucho más amplio de la sociedad, y ha de conquistar allí su reputación con inteligencia, erudición y arte, así como ha de servirse del artificio y el disimulo para conducir las voluntades ajenas en un mundo engañoso, en el que ni siquiera se puede confiar totalmente en los amigos y cercanos (Riccci, 2015).
Ciertamente, cabe pensar que, en el arte de prudencia de Gracián, la cortesanía palaciega está dando paso a la cortesía universal y al acortesanamiento generalizado de los individuos. Aun cuando el arte de prudencia de Gracián nos invita a “no pagarse de la mucha cortesia, que es especie de engaño” (1669b: 416) y a desconfiar de la cortesía afectada, hay algunas máximas del Oráculo manual dirigidas a la formación de una persona genéricamente cortés. En palabras de Gracián:
Cobrar fama de cortés, que basta a hazerle plausible. Es la cortesia la principal parte de la cultura, especie de hechizo, y assi concilia la gracia de todos, assi como la descortesia el desprecio, y enfado universal (1669b: 399).
Gracián propone, así, una forma barroca de cortesía, un arte de hechizo político que se pone al servicio de lograr la dependencia ajena y obligar a los demás mediante la galantería, pues “vender las cosas á precio de cortesía” permite obligar más (1669b: 434; respecto a la galantería, su contribución a la discreción y su eficacia política, véase también Gracián, 1669a: 432-434). Por lo demás, el ideal de cortesano que Gracián esboza no se queda en el despejo, la gracia, el donaire, la sublimidad en el trato, la magnanimidad, el señorío al decir y actuar, la gallardía y la galantería; apunta, en última instancia, a la formación de un cristiano sabio y un cortesano filósofo que enfrenta el desengaño con entereza y sin afectación (1669b: 394). Habría, pues, toda una sabiduría de la discreción que permite extraer “como solicita aveja, ó la miel del gustoso provecho, ó la cera para la luz del desengaño” (Gracián, 1699a: 491). En todo caso, la filosofía cortesana y el arte de prudencia de Gracián no pueden dejar de exhibir una intrínseca ambivalencia pragmática; para el éxito final de una vida lograda y santa, se apuesta constantemente por el disimulo práctico, el artificio conveniente, el mimetismo con el entorno social y el oportunismo circunstancial. En Gracián, la razón de estado del individuo tiene que desplegar numerosas estratagemas y todo un aparato diplomático de disimulación discreta para lograr el éxito vital en la lucha militante contra un mundo adverso y engañoso.
Conclusión
Aunque en la concepción moderna del sujeto político parce resultar muy atractiva cierta mitología del héroe, una genealogía del homo politicus moderno requiere prestar atención al desarrollo del tipo diplomático de actor político estratégico, calculador, discreto y disimulado. Para entender adecuadamente la conformación de ese tipo de sujeto político discreto y diplomático, hay que tomarse en serio las modalidades de pragmatismo ideológico confesional de la Contrarreforma jesuítica, la interiorización de la razón de Estado barroca bajo la forma de un arte de prudencia política y la cortesanía generalizada de las sociedades europeas que forjó el ideal de la persona civilizada, afectivamente autocontrolada y con capacidad de planificación racional y estratégica de sus relaciones con los demás. Esa constelación de motivos aparece nítidamente en el Oráculo manual y arte de prudencia de Baltasar Gracián, como hemos argumentado en este artículo.
El arte de prudencia esbozado por el jesuita Gracián en sus máximas exhibe toda la ambivalencia del pragmatismo confesional ignaciano, y solo puede guiar el perfeccionamiento personal hacia la vida santa del cortesano filósofo y cristiano, por medio de la práctica militante de la sagacidad, la discreción y el disimulo en un mundo engañoso y hostil. Si la razón de Estado barroca permitía concebir la adquisición, preservación y aumento del poder estatal en una época compleja de guerras de religión, el arte de prudencia de Gracián interioriza una razón de estado individual que cautela el logro de la autoconservación, la autorrealización y la eminencia personal, en el sutil juego estratégico de la interacción con otros individuos. Si la concepción renacentista de la cortesanía estaba marcada aún por la centralidad de la exhibición de la gracia innata en el contexto de la corte palaciega y entre la comunidad de los notables, el arte de prudencia de Gracián promueve un tipo de cortesía generalizada y pragmática, inseparable del artificio y el disimulo estratégicos. Esos tres trasfondos de la conformación del sujeto político moderno nos permiten leer mejor el Oráculo manual y arte de prudencia de Baltasar Gracián. También nos permiten reconocernos en el espejo incómodo de un tipo de sujeto político no precisamente heroico: el discreto y disimulado diplomático, que siempre actúa estratégicamente por mor del desengaño.
En suma, más allá de las idealizaciones del homo politicus moderno como un sujeto soberano y autónomo, el arte de prudencia formulado por Gracián pone de manifiesto el trasfondo estratégico y escénico de la actividad política en la Modernidad, que no reduce a la teatralidad la corte barroca, a los arcanos del Estado europeo moderno ni al celo confesional de la Contrarreforma. Tal como Gracián lo describe, el sujeto político prudente no solo ha de exhibir discreción y encanto, sino también capacidad de simulación y disimulación, sentido táctico en la relación con otros y cálculo estratégico para aumentar su propia potencia y señorío. Muy cercano al cortesano integral, así como al sofisticado diplomático, el sujeto político prudente retratado por Gracián se parece bastante al camaleónico Fouché, a toda una estirpe de actores políticos oportunistas de todos los tiempos, a numerosos operadores e ideólogos de la moderna razón política instrumental, a muchos representantes y escenógrafos políticos de la sociedad del espectáculo y, quizá, a nosotros mismos.
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