Tu peso en oro. El libro impreso y la textualidad de sentido
Carlos Oliva Mendoza
Tu peso en oro. El libro impreso y la textualidad de sentido
Revista de Filosofía Open Insight, vol. 10, núm. 20, 2019
Centro de Investigación Social Avanzada
Carlos Oliva Mendoza carlosoliva@unam.mx
Universidad Nacional Autónoma de México, México
Recibido: 21/02/2019
Aceptado: 18/06/2019
Resumen: Este trabajo aborda la idea del libro como mercancía y, a la vez, como una crónica crítica del capitalismo. En contraposición a la idea del texto hermenéutico, se expone la idea del libro como la mercancía eje del capitalismo industrial y se destaca su imbricación con la formación de las naciones, los procesos de identidad configurados a través del capitalismo impreso y la prefiguración del movimiento mercantil desde la apertura industrial y crediticia del libro.
Palabras clave: Capital impreso , Comunidades imaginarias , Hermenéutica del texto , Marxismo .
Abstract: This paper presents the idea of the book as a commodity and, at the same time, as a critic of capitalism. In contrast to the idea of the hermeneutic text, in this paper the idea of book is traced as the central commodity of industrial capitalism and its overlap in the formation of nations and the processes of identity, configured through printed capitalism. Finally, it is crucial in this paper to emphasize how the market is configured by the credit structure of the book, since the beginning of the book’s industrialization.
Keywords: Hermeneutics of the text , Imaginary communities , Marxism , Printed capital .
La gloria es una incomprensión y tal vez la peor.
Jorge Luis Borges
Larvatus prodeo.
(Avanzo encubierto)
I
En días recientes, releyendo a Edmundo O’Gorman, me preguntaba si sería posible pensar la historia del capitalismo como la edificación de una biblioteca. Como la invención infinita, escrita, borrada, recreada y destruida en un registro de segundo orden, el texto y la lectura.
La idea de que toda una serie de regiones y su historia se haya edificado o cultivado sobre una ficción, esto es, sobre un registro de segundo orden —una representación de representaciones— puede coligarse con algunas de las ideas que expuso Benedict Anderson en Comunidades imaginarias. Ahí Anderson señala, en el «Prólogo» que escribe para la edición de 1991, que es en América donde se origina el nacionalismo y que, para la formación de las naciones, la idea de nación, y el mismo nacionalismo, juega un papel fundamental la crónica de la vida cotidiana, la formación del periodismo y, en general, la prensa. De hecho, es en el siglo XIX americano donde la crónica se establece definitivamente como una forma de la crítica.
Central en este despliegue de la crónica es la formación de una «conciencia nacional», a tal grado que para Anderson la pregunta acuciante es cómo se da, posteriormente a 1820, una «alienación estructural» de la memoria nacional.
Sabemos que la tesis de Anderson al respecto es relevante y definitiva para la comprensión del mundo actual; el inglés señala que la consolidación de una memoria nacional tiene que ver con la consolidación del capital impreso, una especie de acumulación que reifica y detiene, simbólica y temporalmente, la forma crediticia y dineraria que regula el movimiento social del capital en la modernidad.
Este capital impreso no sólo es la moneda, que en la modernidad siempre está asociada a símbolos míticos, nacionales o imperiales. No; fundamentalemente, este capital impreso es el libro y tiene otros soportes paradigmáticos que fijan la socialidad mercantil: el reloj, el calendario, la brújula, el mapa, la museografía. No nos costará mucho trabajo ver cómo todas estas formas de capital impreso continúan sosteniendo, regulando y actuando en las redes mercantiles y virtuales de socialidad en el siglo XXI. En otras palabras, por detrás de las formas virtuales que avanzan en el mundo contemporáneo y que determinaron el establecimiento triunfante del capitalismo está el producto fundamental del capital impreso: el libro.
Pensemos, con el fin de entender la envergadura de lo que implica la existencia del libro, lo que acontece con esa forma hermenéutica que está recargada estratégicamente en la oralidad: la crónica… el relato del paso del tiempo. Esta forma paradigmática tiene ya un equivalente de crédito desde su configuración, al creer lo que se encierra en la crónica —hija traviesa de toda teoría— se presupone que el relato oral puede ser encerrado en un material o soporte técnico. Fatalmente, tarde o temprano, este material tendrá que devenir capital impreso. Más todavía, tiene la tarea de encerrar y proyectar el eslabón de arranque del capitalismo mercantil: el crédito, en este caso particular, el crédito que se da a lo impreso. Paradójicamente, la forma de la crónica, al sedimentarse en capital impreso, se transforma en la crítica moderna.
Si observamos por un instante el pasado, podemos ver que existe desde un occidente temprano el establecimiento de un logocentrismo escritural, que se consolida de forma compleja junto con los elementos de subjetivación del primer romanticismo, el judaísmo y la latinidad cristiana. El asunto, en la filosofía occidental, ya está cifrado en la construcción teatral de la figura paradigmática del mercader del saber: el sofista que construye y pone en escena Platón. Si se revisa con cuidado la obra platónica, siempre está en juego ya el papel crediticio que se da al sofista.
El propio sofista es un heraldo que lleva escrito el saber en su memoria y lo metamorfosea según el público al que debe dirigirse. Los sofistas ya asemejan la estructura múltiple y diacrónica del libro. ¿Por qué creer en ellos?, ¿por qué la ganancia monetaria que obtiene Gorgias, Menón, Hipias o Protágoras se transforma en el criterio de validez del propio saber? y ¿por qué los sofistas son antes que fuente de conocimiento, como el sabio, crónica del conocimiento?
No es muy diferente el papel de Jesús y los apóstoles antiguos y modernos. Sólo que ellos hacen una crónica de milagros, en la que protagonizan, testifican y encarnan un tiempo que da crédito pleno al microcosmos humano. Los sofistas nunca llegan a ese punto romántico, pues permanecen encerrados en un esquema clásico. Son una anomalía y un distante síntoma, no un principio creador. La figura cultural del Cristo, por el contrario, al convertirse en un principio creador romántico, debe hacer la crónica final de su sacrificio y su resurrección. Por eso su triunfo relativo, en la configuración del imaginario moderno, está ligado a la representación, teatralización y repetición permanente del sacrificio y sus claves eróticas, piadosas y perversas de configuración del cosmos humano. Por esta misma razón, el crédito que se da al sofista se arregla de forma crematística, a través del dinero; en cambio, el crédito cristiano trasciende el dinero y se convierte en una deuda eterna con un principio creador subjetivo e implica, siempre, el éxodo, el exilio o la migración y, necesariamente, la crónica crítica de esos movimientos.
El asunto, pues, tiene una larga historia en la construcción de la sociedad occidental; sin embargo, como bien lo detecta Anderson, en el momento en que las tecnologías logran sedimentar simbólicamente el crédito, a partir del desarrollo de la imprenta, la secularización de las lenguas europeas y el declive de las monarquías y la religión cristiana, la comunidad logra transformase en una figura imaginaria, no una entidad real, ligada a otras formas naturales comunitarias, o una ilusión prometida hacia la que se está siempre en marcha.
¿Cómo acontece ese antecedente fundamental de la nación: lograr imaginar una comunidad, figurarla simbólicamente? ¿Cómo se logra simbolizar el crédito? Es Anderson quien vuelve a iluminar el hecho. El libro, sostiene, es el primer producto de masas e industrial que produce el capitalismo. Escribe en Comunidades imaginarias:
En un sentido bastante especial, el libro fue el primer producto industrial producido en masa, al estilo moderno. Esta idea puede entenderse si comparamos al libro con otros productos industriales antiguos, como los textiles, los ladrillos o el azúcar. Estos bienes se miden en cantidades matemáticas (libras, montones o piezas). Una libra de azúcar es simplemente una cantidad, un montón conveniente, no un objeto en sí mismo. En cambio, el libro es un objeto distinto, autónomo, exactamente reproducido en gran escala, y aquí prefigura los bienes durables de nuestra época. Una libra de azúcar se funde con la siguiente; cada libro tiene su propia autosuficiencia eremítica. (1993: 60).
Por esto, recuerda Anderson, en los centros urbanos parisinos del siglo XVI, ya las bibliotecas eran espectáculos de familia. Igual que lo siguen siendo hoy, una biblioteca es la constatación de un poder acumulativo de capital impreso, de un tipo de capital paradigmático dentro del capital industrial.
Poseer un libro implica que su realización sólo se da en el consumo particular, en una interpretación que nunca es plenamente transferible a la otra o al otro. Los demás bienes, objetos, productos o mercancías también acontecen sólo en su consumo o recepción, pero no necesariamente trazan una construcción hacia la individualidad. En cambio, todo bien duradero sigue el camino trazado por el texto impreso e industrializado, sólo puede configurarse de manera particular e individual en su uso, como lo codifica el primer gran bien duradero industrial, el libro.
Hay otro hecho relevante en la existencia del libro. Desde su origen, como una tecnología que encierra una memoria, una idea de comunidad y socialidad, y una diversidad de sentimientos y personajes, tiene la capacidad de singularizar todos los bienes y los objetos, los que le anteceden y los que advendrán. Un kilo de azúcar es diferente si está encerrado en un frasco de cristal, que si se encuentra arrumbado en una bolsa. Sólo en su uso vuelve a ser una cantidad o un sabor, pero dada la experiencia de particularización, que produce el capital impreso, es que puede mostrarse como un elemento singular en medio de otros, como una mercancía especial. Pensemos por ejemplo en las armas. La famosa espada Excalibur, perteneciente al rey Arturo, no existe en sí misma, sino sólo cuando ha sido narrada su historia, cuando se ha repetido la crónica y establecido el registro escrito es cuando el arma adquiere la apariencia de particularidad, singularidad e individualidad entre las demás armas.
El libro, impulsado por la industrialización de la prensa, coloca al capitalismo en la posibilidad real de crear comunidades artificiales.
Hagamos, pues, una primera síntesis con lo dicho. La noción de texto, dentro del discurso de interpretación de textos, está muy lejos de acotarse a la idea del libro, mucho menos si entendemos por libro una mercancía industrial de masas, que desarrolla la individualidad, o si pensamos que el libro es la forma prima del capitalismo impreso. El texto en los discursos hermenéuticos es un universo de sentido, que anticipa la perfección de la trama contextual, y que debe, por ese mismo principio de perfección, ser siempre interpretado. El hecho mismo de que no pueda agotar su interpretación es una prueba contrafáctica de que encierra un índice de la perfección del tejido del ser en este mundo. Por el contrario, el libro, en un sentido crítico, muy similar a la idea crítica del lenguaje, es una herramienta que imprime capital epistémico y nemotécnico al despliegue moderno del capital. Permite, por lo tanto, la creación de comunidades imaginarias por las que incluso, como en las guerras entre naciones, se llega a matar y a morir.
En este sentido, el texto hermenéutico puede recaer paradigmáticamente en un libro, esto lo devela la propia tradición que sigue generando interpretaciones, pero no puede agotar o comprender plenamente la textualidad y contextualidad de ese libro. En el límite hermenéutico puede encontrar una serie de figuras y categorías que revelarían, también de forma paradigmática, la imposibilidad de comprender la totalidad del sentido.
De forma contraria, la crítica, como una narrativa no esencial ni substancial, se configura como un discurso y una práctica industrial, que necesita crear formas y bienes duraderos; formas y bienes que, en su límite, den lugar a otras manufacturas y registros epistémicos, y que no se detengan frente a la «conciencia efectual de la tradición», los modos sensacionales o psicológicos de lo humano o la develación de la finitud de todo lo interpretado.
II
“Siendo el mismo dinero la comunidad, no puede tolerar que nadie se coloque por encima de él”, escribió Marx en los Grundrisse (1985: 115). Esta idea puede resumir la posición que juega el libro como sustituto elemental del hipotético presupuesto de uno o varios sentidos escritos en un espacio y tiempo trascendente. A la vez, esa radical idea marxiana puede indicar la potencia que tiene el libro como sustituto proyectivo o prognóstico de la vida humana, una vida ya no atada a ningún sentido sacro, metafísico, comunal o tradicional. La idea, realmente, sintetiza el papel del libro como sustituto elemental de los fundamentos religiosos y monárquicos que se des-acreditan en la modernidad.
Si el dinero es el elemento que establece la comunidad artificial, a partir de generar equivalencias formales y ya no de la interpretación de un sentido ontológico presupuesto, ¿dónde podría darse el hecho hermenéutico o cómo acontece el hecho crítico?
Las observaciones sobre el dinero realizadas en los Grundrisse, se desarrollan en el capítulo 3 de El capital, «El dinero, o la circulación de mercancías». En este apartado, Marx trabaja un problema propiamente hermenéutico: cómo circula el significado o el sentido dentro del capital y cómo determina y estructura esta circulación a la sociedad. Podemos decir que la disyuntiva es la siguiente: ¿es posible en la sociedad capitalista generar un principio ontológico de sentido que dé lugar a una práctica consensuada para habitar y permanecer en el mundo?
Marx estudia, con mucho cuidado, el problema de la socialidad capitalista a través del tránsito de la figura mercancía transformada en dinero para regresar a la mercancía (M-D-M), hacia la forma dinero, transformado en mercancía, para devenir dinero incrementado (D-M-D’). Bajo cualquiera de estos dos esquemas es imposible que se dé el hecho hermenéutico. Recordemos las palabras de Gadamer sobre la «pérdida ontológica» que sufre la obra de arte al volverse temática; palabras que, desde mi punto de vista, están dirigidas no sólo a Kant, sino a la vez a Walter Benjamin: si a la obra de arte
se la experimenta en su verdadero sentido y en su significado, entonces no se juzga para nada su calidad y su rango como tales, sino que se le reivindica anticipatoriamente, esto es, se presupone que todo en ella hace aparecer el sentido de un modo perfecto. Sólo cuando esta anticipación de la perfección es imposible, esto es, cuando se fracasa al encontrar el sentido, la conciencia estética recae en el ejercicio de su soberanía crítica, en cierto modo sobre sí misma. En este preciso sentido, toda crítica estética es secundaria, una experiencia privativa que conduce al placer de reflexión del juicio estético. Pero el primer rango lo posee aquella experiencia del arte que hace conformar a éste en el todo de nuestra tradición espiritual y que abre la profundidad histórica del propio presente (1998: 71-72).
Para Gadamer, pues, la crítica es un discurso de segundo orden, que sólo acontece en una situación de crisis de sentido pero que no implica la desaparición del mismo sentido. El discurso crítico moderno, por el contrario, parte de la idea de que la modernidad, estructuralmente, está en crisis. Toda ella se sustenta en la crisis de la evanescencia del sentido, por lo que necesita de la crítica para señalar, una y otra vez, la diversidad de las crisis, la profundidad del hecho crítico e incluso las alternativas críticas a la crisis que, en última instancia, como lo vemos en algunos radicales discursos zoocéntricos y terracéntricos, ya implican la misma desaparición de la crítica.
Sin embargo, intentemos ver con un poco de detalle algunos de los elementos referentes a la circulación de sentido o de artificios en el capital. Podemos preguntarnos en un primer momento, con el fin de comprender cómo el libro se establece como la figura paradigmática del crédito o las creencias en la modernidad, lo que Marx se preguntaba sobre el dinero: ¿de dónde viene su magia? 1 El viejo lector de Balzac contestaba que viene de la atomización de hombres y mujeres en su proceso social de producción. Al ser aislados como mónadas, tal como lo teorizaron prácticamente todos los modernos del siglo XVI y XVII, los seres humanos sólo pueden reestructurar su comunidad a partir de lo que producen, consumen y hacen circular: mercancías. Marx indica que al establecerse de manera general la forma mercantil, el ser humano debe introyectar esta relación y colocarse, esencialmente, como una mercancía en el proceso social. El enigma y la magia del dinero, «visible y deslumbrante», está encerrado en el enigma y la magia de la mercancía. El poder, pues, viene de que el ser humano, al colocarse socialmente como una mercancía, se entrega al flujo de equivalencias de todo tipo, equivalencias que se simbolizan en el crédito y en el flujo de dinero. El crédito y el dinero son una mercancía más, pero a la vez una mercancía especial, que simbolizan la crisis y la crítica interna de la propia modernidad. Una crítica que no apunta hacia ninguna esencia, sino sólo a la necesidad interna, de la modernidad, de performarse sin cesar.
El problema central radica en que, si esa necesidad moderna de agotar y alcanzar permanentemente una nueva forma de sentido o un nuevo artificio está encadenada al proceso de valorización mercantil, bajo el índice crediticio y dinerario, siempre se tiende a la esfera especulativa más radical, violenta y destructiva de ese proceso moderno capitalista: alcanzar, utópica y paradigmáticamente, la forma dinero-dinero aumentado (D-D’). Una forma donde idealmente no hay un solo asidero mercantil, social o natural que contenga al propio capital.
El discurso hermenéutico tiene entonces que plantear, necesariamente, un punto externo al discurso, un punto ontológico y substancial, aunque sólo sea de forma negativa, que abra una posibilidad de escuchar un sentido que tendrá que advenir por fuera de las relaciones mercantiles. De esto no hay duda. Este mismo discurso es pertinente, en absoluto, para prever el regreso de formas de intercambio de sentido reprimidas por el capitalismo. Así la relación entre teoría crítica y hermenéutica será excluyente, sólo indicativa de dos esferas epistémicas inconmensurables. Esta podría ser nuestra segunda síntesis general.
III
Tenemos pues dos síntesis que aíslan el trabajo hermenéutico del trabajo crítico. Por un lado, la idea del referente de sentido, la textualidad, sería muy diferente a la idea del texto impreso, o el mismo libro mercantil, que se concibe dentro de las escuelas críticas. Por otro parte, la hermenéutica apela a un campo de sentido que subyace a las relaciones mercantiles del capitalismo, mientras que el discurso crítico opera justo en la crisis estructural de la circulación mercantil capitalista. Un último intento de llevar a un punto de encuentro ambas teorías se encuentra en el estudio detallado de la circulación mercantil moderna, en el proceso semiótico de comunicación que se despliega junto con el proceso productivo y consuntivo de bienes en el capitalismo. Esto es lo que intentaré para finalizar.
Escribe Marx en el tercer capítulo de El capital:
El cambio de forma en el que opera el intercambio de sustancias entre los productos de trabajo, M-D-M, determina que un mismo valor configure en cuanto mercancía el punto de partida del proceso, y retome como mercancía al mismo punto. Por ende, este movimiento de las mercancías es un ciclo. (2011: 140).
Este movimiento cíclico de la mercancía, si bien mediado por el dinero, tiende a excluir, precisamente el dinero. “Su resultado —escribe Marx— es el constante alejamiento del dinero con respecto a su punto de partida, no su retorno al mismo”. (2011: 140).
Curiosa pero no azarosamente, Marx decide ejemplificar esto con el libro que se balancea, en la cultura occidental, como el último producto mítico impreso y el primer producto ya mercantil: la Biblia.
Seguramente, si después de comprar la Biblia el tejedor vende lienzo una vez más, el dinero volverá a sus manos. Pero no retorna a través de la circulación de las primeras 20 varas de lienzo, que, antes bien, lo hicieron pasar de manos del tejedor al vendedor de Biblias. Si regresa es a causa únicamente de que el proceso de circulación se renueva o reitera para cada nueva mercancía, y finaliza en ese caso, como en los anteriores con el mismo resultado. (2011: 141).
Importante en esta cita es ver cómo incluso el libro, al no estar sujeto a un proceso industrial de intercambio de capital, pierde sus capacidades de imprimir algún crédito al proceso de simbolización. El lector o la lectora de la Biblia puede creer o no creer lo que ahí se indica, pero el hecho de expandir o restringir esa creencia dependerá de procesos de intercambio no mercantiles. Puede, por ejemplo, leerla a su familia, a su comunidad o a su feligresía, pero este acto mantiene independencia del dinero que pagó por obtener el libro, como mantiene autonomía el mismo vendedor de Biblias al recibir ese dinero que transmutará en otra mercancía también desconectada del lienzo.
Asistimos aquí a uno de los despliegues más interesantes del trabajo de El capital, al hecho circulatorio de sentido, monádico y autónomo, que se gesta en el valor de uso. Kojin Karatani lo ha observado con precisión:
Una de las transposiciones/cortes cruciales de la teoría de la forma de valor de Marx reside en su atención al valor de uso o al proceso de circulación. Digamos que una cierta cosa se vuelve valiosa en la medida en que tiene un valor de uso para otra persona; una cierta cosa —sin importar cuánto tiempo de trabajo se requiere para hacerlo— no tiene valor si no es vendida. Marx técnicamente abolió la división convencional entre el valor de cambio y el valor de uso. Ninguna mercancía contiene valor de cambio como tal. (2019: 22-23).
La observación de Karatani es muy perspicaz. Desde este punto de vista, es imposible una separación de la forma valor frente a la forma del uso o del útil. No habría posibilidad alguna de pensar esas esferas escindidas. Sin embargo, lo que sí es posible deducir es que en la historia del capitalismo estas formas varían su capacidad de determinación de la esfera social. De tal forma que, en el intercambio simple, tan sólo mediado por el dinero, la autonomía de lo social es más amplia porque no despliega con toda su fuerza el valor crediticio.
¿Pero qué sucede cuando esta simbolización se industrializa, cuando se masifica, y cuando puede quedar grabada no sólo como flujo de capital, sino como un regulador impreso, en los relojes, los mapas, los museos, los instrumentos de viaje, las monedas, la música, la fotografía y el cine, pero, sobre cualquier otra cosa, en los libros? ¿Qué variable introduce el crédito cuando se liga a la industria? ¿Qué pasa cuándo vamos dando crédito a algo escrito, por su mismo despliegue y no por su materialización real y no sólo subjetiva? Como Marx lo observó, el crédito industrializado en la historia del capitalismo introduce una creencia fetichista y religiosa. Escribe el marxista japonés Kojin Karatani:
En el intercambio de mercancías, el momento religioso equivalente se presenta como el «crédito». El crédito, el convenio que presupone que una mercancía puede venderse por adelantado, es la institucionalización que pospone el momento crítico de la venta de una mercancía (2019: 23).
Las ideas de Karatani son muy significativas; al desplazar el bien a la esfera del crédito o capitalismo impreso y llevar a cabo su industrialización se elimina «el momento crítico de la venta de la mercancía». Este momento implicaría el regreso de la mercancía a su uso. Sólo en este regreso al momento social-comunitario puede hacerse un uso crítico de la mercancía. Ésta no tiene entonces como función su transformación en capital, sino su uso, consumo y desgaste, lo que implicará la creación o intercambio de otra mercancía, no su transformación en capital.
El libro vuelve a ser un ejemplo cuasi puro de este movimiento mercantil. Cuando el lector o la lectora se va profesionalizando en el uso de libros deja de moverlos en la esfera circulatoria de capital, los resguarda. De ahí la otra valencia de la biblioteca, pues no sólo tiene una función tesoraria, sino que se resguarda como una arma o un alimento. Cuando los libros vuelven a la esfera mercantil lo hacen de forma muy especial, tirados en la calle, en librerías de viejo, en colecciones sofisticadas, en regalos o en desechos. Su regreso al mercado es complicado, como el de toda mercancía, pero el libro, de forma sui generis, parecería guardar todas las formas del regreso al mercado, porque el lector o la lectora han dado un uso complejo, intransferible e inacabado a ese bien. Si el libro permaneciera en esa esfera de circulación simple (como lo testifica por momentos la biblioteca pública) sería ejemplar sobre la forma compleja de una estructura civilizatoria en crisis estructural, la modernidad, y las formas críticas que puede desplegar. Como recuerda Walter Benjamin: “Libros y prostitutas: raras veces verá su final quien los haya poseído. Suelen desaparecer antes de perecer” (1987: 34).
Sin embargo, no es así; al volverse un producto industrial, que simboliza todo lo posible en empresariales despliegues simultáneos, el libro deviene, como decía Borges, “una ocasión de brindis patrióticos, de soberbia gramatical, de obscenas ediciones de lujo” (Borges, 2001: 450). El problema del libro es su transformación en capital impreso e industrial.
El secreto de la industria se encuentra en que sigue respetando la equivalencia entre mercancía y dinero (M-D), pero la invierte en el proceso circulatorio. Ahí despliega el sistema de la siguiente forma: Dinero-Mercancía y Mercancía-Dinero incrementado (D-MM-D’ o sencillamente D-M-D’) El resultado, como lo ve Marx y lo destaca Karatani, es que mientras el capital mercantil se basa en una obtención de capital en la diferencia espacial, pues la mercancía regresa al espacio social hasta configurarse en un capital «social», el hecho industrial produce plusvalor de forma temporal, esto es, genera innovaciones tecnológicas que implican que el eje no es el regreso de la mercancía al uso, a su crónica crítica, sino su conversión en dinero. Para que esto suceda es esencial que el crédito desplace abiertamente al intercambio monetario. Por eso los sistemas industriales necesitan de sistemas bancarios de crédito y todo un sistema circulatorio de tiempos de desarrollo tecnológico, donde lo que circula de forma crediticia, realmente, es el espacio mercantil simple de una comunidad ya rota y dañada. Hipoteco mi socialidad, mi vida individual, mi comunidad para obtener el crédito necesario de la existencia en el capital. Paso a ser un registro más en la biblioteca de datos bancarios, de censos, de apoyos gubernamentales, de espacios educativos, de nichos mortuorios. Karatani llega incluso a decir que la adquisición del plusvalor es «estrictamente invisible». Mientras la ganancia adquirida es transparente, el proceso de obtención de plusvalor permanece en un hoyo negro.
Sería entonces demasiado optimista decir que, en la esfera de la circulación simple, donde las mercancías agotadas en su uso hacen advenir a otra mercancía, se encuentra un posible lugar de residencia y concordancia entre la hermenéutica filosófica del sentido y el despliegue radical de la forma crítica. Por el contrario, no parece haber ahora, en los inicios del siglo XXI, otro lugar de confluencia para la gran mayoría del mundo, sino la exploración crítica y formal de un sentido mínimo, en el gran almacén de mercancías, para permanecer en el planeta sin destruirlo y destruirnos a nosotros mismos. Parte central de este hecho es la crónica de los días y el momento espacial y temporal en el que abre esa fantástica tecnología, el texto impreso.
El libro, esa infinita potencia, es también el índice del capital impreso; logra simbolizar el crédito que entraña toda mercancía y hace florecer la historia del capital industrial, el capital nacional e imperial. Otra historia es la de la lectura, siempre más potente que la historia del capital impreso. Y otra, el relato de su presente, la del poder de ese capital impreso en su forma virtual —todo libro es también un disfraz de aforismos— que hoy despliega muchos de los secretos, enigmas y procedimientos mágicos del capital crediticio, postindustrial e inmaterial que, como la noche, cae sobre nosotros.
Referencias
Anderson, B. (1993). Comunidades imaginarias. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo. Trad. Eduardo L. Suárez. México: FCE.
Benjamin, W. (1987). Dirección única. Trad. Juan J. del Solar y Mercedes Alledesalazar. Madrid: Alfaguara.
Borges, J. L. (2001). “Pierre Menard, autor del Quijote”, en Obras completas 1, Emecé: Buenos Aires.
Gadamer, H.-G. (1998). “Sobre el cuestionable carácter de la conciencia estética”, en Estética y hermenéutica. Trad. Antonio Gómez Ramos. Madrid: Tecnos.
Karatani, K. (2019). Transcrítica. Sobre Kant y Marx.Trad. Andrea Torres Gaxiola. Mimeografiado y en prensa.
Marx, K. (1985). Grundisse 1857-1858 vol. I. Obras fundamentales 6. Trad. Wensceslao Roces. México: FCE.
Marx, K. (2011). El capital. Crítica de la economía política, t. I / vol. 1. Trad. Pedro Scaron. México: Siglo XXI.
Notas
1
“Una mercancía no parece transformase en dinero porque todas las demás mercancías representen en ella sus valores, sino que, a la inversa, éstas parecen representar en ella sus valores porque ella es dinero. El movimiento mediador se desvanece en su propio resultado, no dejando tras sí huella alguna. Las mercancías, sin que intervengan en el proceso, encuentran ya pronta su propia figura de valor como cuerpo de una mercancía existente al margen de ellas y a su lado. Estas cosas, el oro y la plata, tal como surgen de las entrañas de la tierra, son al propio tiempo la encarnación directa de todo trabajo humano. De ahí la magia del dinero. El comportamiento puramente atomístico de los hombres en su proceso social de producción, y por consiguiente la figura de cosa que revisten sus propias relaciones de producción —figuras conscientes—, se manifiesta ante todo en lo que los productos de su trabajo adoptan en general la forma de mercancías. El enigma que encierra el fetiche del dinero no es más, pues, que el enigma, ahora visible y deslumbrante, que encierra el fetiche de la mercancía”. (Marx, 2011: 113).