Editorial
Fidencio Aguilar Víquez, Ramón Díaz Olguín
Editorial
Revista de Filosofía Open Insight, vol. X, núm. 19, 2019
Centro de Investigación Social Avanzada
Fidencio Aguilar Víquez
Centro de Investigación Social Avanzada, México
Ramón Díaz Olguín
Centro de Investigación Social Avanzada, México
Editorial
Es ya lugar común que quienes detentan el poder público quieran legitimarse apelando a la historia, a su curso y proceso, y busquen en éstos un lugar en primera línea para sí mismos y para lo que representan. Los líderes de los últimos cien años —Hitler, Mussolini, Stalin, por mencionar a algunos— han pretendido encarnar esos designios de la historia en un movimiento político, social y cultural que ellos mismos conducen. En México, la llamada Cuarta transformación no es la excepción y, a través de su representante, el presidente López Obrador, ha proclamado que la historia mexicana la ha elegido para continuar el proceso emancipador del pueblo iniciado por la Independencia, continuado —según esta lectura— por la Reforma y luego por la Revolución mexicana, pero interrumpido por el periodo neoliberal que abarca desde el sexenio de Miguel de la Madrid hasta el de Enrique Peña Nieto (incluyendo los sexenios panistas de Vicente Fox y Felipe Calderón). La Cuarta transformación —bajo esa perspectiva— sería la continuación del proceso liberador de pueblo de México y una cierta culminación donde, al fin, nuestro país entre al concierto de las naciones del mundo moderno, progresista, del siglo XXI.
La historia, sin embargo, no tiene esa dinámica ni justifica a quienes alcanzan el poder. Es verdad que puede verse el curso histórico como el origen, desarrollo y decadencia de los imperios, es decir, como el proceso de las luchas por el poder que, cuando se muestran en su cruda realidad, se manifiestan de forma violenta. Pero también es verdad que dentro de la historia se dan acontecimientos no violentos, o mejor dicho, movimientos encabezados por hombres y mujeres no violentos que tienen repercusiones históricas de verdadera humanización. Tales procesos de humanización han generado a lo largo del tiempo y hasta nuestros días, por ejemplo, mayor conciencia de la dignidad humana, del valor del otro, de las personas distintas, vulnerables, necesitadas. En suma, mejor sensibilidad respecto a los derechos humanos fundamentales. En tal sentido, han sido las personas que no detentan el poder público, las que han generado verdaderos movimientos históricos que transformaron el rostro de la humanidad. Baste mencionar, también, a dos figuras dentro de los últimos cien años que repercutieron en sus países y en el globo:Gandhi y Luther King (incluso en su momento Mandela).
La humanización no significa que hayan desaparecido los problemas; hoy mismo padecemos en muchos lugares del mundo violencias que, en los tiempos modernos, en el mundo occidental, quizá ni se pensaba que pudieran existir: persecución religiosa, falta de libertades, opresiones, pobreza, desigual, intolerancia, muerte. En nuestras comunidades mismas, esas amenazas se muestran con sus visos violentos también: corrupción, impunidad, marginación, desigualdad, inseguridad, falta de oportunidades y un largo etcétera.
La modernidad, si algo ha mostrado, es que no era posible una idea de progreso secular, que la razón —ensalzada hasta el máximo a partir del siglo XVIII— se instrumentalizó precisamente al servicio del poder y que su servicio humanizador no se logró por esas vías. La razón logró abrir caminos de humanización en la medida de su concordancia con la conciencia ética de respeto a la dignidad humana, en especial de las personas más vulnerables, como ya se ha mencionado. De hecho la confección de una carta o declaración acerca de los derechos fundamentales tuvo que ver con la reconsideración y la vuelta a la persona misma, al personalismo fundamental del vínculo entre el yo y el tú fundantes de una nueva comunidad: la de la fraternidad.
La historia, si bien muestra la violencia y las luchas por el poder, en su seno va haciendo crecer horizontes de no violencia, de elementos humildes, discretos, pero también eficaces para conformar mejores horizontes de dignidad humana, más vinculados a la fraternidad que al poder. En el fondo ese es el verdadero reto para quienes, habiendo llegado al poder público por mandato del pueblo mediante su voto libre, tienen la tarea de construir bienes públicos a partir de la responsabilidad política. La Cuarta transformación en México haría bien en reconsiderar su responsabilidad histórica y estar a la altura de los tiempos, antes que apropiarse de los designios de la historia como si ésta fuera un ente personal que designa a un líder carismático para representarla.
Durante el siglo XIX algunos pensadores señalaron que la historia la escribían las razas y los héroes (J. A. Gobineau y T. Carlyle dixerunt), los grandes hombres y mujeres seleccionados por el poder. Pero ya E. Cassirer, en El mito del Estado, ha señalado los riesgos de la vida política y de la convivencia humana cuando la razón es depuesta y en su lugar se instala el mito, el rito y el lenguaje simbólicomitológico. La vida política, en suma, no se construye desde arriba, porque la vida política se vive en la cotidianeidad de los ciudadanos y de las personas que establecen circuitos de convivencia, ora en la familia, ora en el mundo de la educación, ora en el ámbito del trabajo y de la calle, y ora en el articulador de todos ellos, el del espacio público.
La historia tampoco se construye desde arriba ni de antemano establece los dictámenes de sus designios. La historia siempre pone a todos en su lugar, cuando el tiempo pasa lo suficiente para valorar las acciones de los hombres y de las mujeres, en especial de aquellos que, con su trabajo cotidiano, fueron construyendo espacios humanos que llamamos cultura y civilización. En tal sentido y bajo tal premisa, no sólo es inapropiado señalar que la Cuarta transformación signifique un hito histórico, no porque no pueda serlo dentro de unas décadas o dentro de un siglo, cuando ya el tiempo haya madurado y el dictamen de la historia sea independiente del poder, sino porque —de hecho— en este momento preciso, a unos meses de su inicio, en realidad no ha entregado gran cosa. Para ello basta ver los datos que, esos sí, como documentos que pueden plasmar la arqueología de la historia, muestran más bien los grandes problemas que tenemos los mexicanos en este momento y que no se solucionarán por decreto ni por los supuestos buenos deseos de quien, además, utiliza un lenguaje poco incluyente e intolerante.
Ante ello, y de una forma constructiva, los mexicanos, en especial aquellos que son conscientes de sus responsabilidades en la familia, en la escuela (o el espacio educativo), en el trabajo y en la política, que se construye desde el día a día, son los que irán resolviendo los graves problemas que nos aquejan, comenzando por un juicio sobre la situación actual que servirá como criterio esclarecedor para vivir y valorar el trabajo de todos los días como la fórmula, esa sí histórica, de promover la libertad, la justicia, y el estado de derecho, a fin de que los derechos fundamentales de una sociedad plural y democrática sean cabalmente reconocidos, promovidos y vividos (libertad de conciencia, de pensamiento, de expresión, de reunión, de asociación, por mencionar algunos).
Pasando ahora al contenido de la revista, este número se abre, en la sección Coloquio, con una estupenda entrevista hecha por Sánchez Muñoz a Sacha Carlson, hoy por hoy, uno de los mejores conocedores del pensamiento de Marc Richir. Además de algunos interesantes recuerdos personales, la entrevista se introduce a las diferentes esferas de la reflexión de richiriana, como la afectividad, la política, la estética, pero sobre todo la fenomenología. Mención especial merecen los comentarios críticos, pero siempre positivos, de Richir sobre la filosofía de Descartes, Husserl y Heidegger.
La sección Estudios presenta, ante todo, dos interesantes trabajos sobre Immanuel Kant. En el primero, De Haro Romo trata de demostrar que en la ética kantiana los llamados deberes del hombre para con la naturaleza, los animales y con Dios son, en última instancia, deberes del hombre para consigo mismo. Para ello, se adentra en la anfibología de los conceptos morales, tal como fue expuesta por Kant «episódicamente» en la segunda parte de la Metafísica de las costumbres. En el segundo, Llovet Abascal se pregunta por el origen psicológico —no lógico— de los conceptos empíricos; esto tiene lugar a través de lo que él llama «esquematismo empírico», que opera de manera análoga al «esquematismo trascendental», sólo que aquí no se subsumen las intuiciones a las categorías, sino se aplican los conceptos empíricos a las intuiciones.
En otro orden de cosas, los hombres de pasadas épocas intentaron salir victoriosos de las adversidades del momento con la ayuda de ciertos «ideales de humanidad» que les permitieran recuperar los valores espirituales esenciales para transformar el mundo. Así ocurrió con Kant en el siglo de las luces y con Fichte en el siglo del idealismo. Rizo-Patrón expone en su artículo los esfuerzos de Husserl por aportar lo propio a los hombres del siglo pasado tras el término de la primera gran guerra, siguiendo las luminosas líneas directrices de Fichte. Por su parte, González de Requena, con ayuda de una sumaria exposición del pensamiento de Gracián —afamado escritor del Siglo de Oro español y notable representante del barroco europeo— delinea los rasgos elementales del hombre político moderno, con el objetivo de establecer las diferencias decisivas con el hombre económico que se gestó también en la modernidad y con el cual frecuentemente es confundido (por no decir, de forma enfática, que es relegado).
En otra dirección, Martínez Zarazúa se pregunta por el (posible) vínculo del pensamiento de Rorty con el de Heidegger, no obstante las diferencias de fondo en las concepciones de ambos filósofos. Según el autor, éste se encuentra en la forma como ambos entienden la libertad como factor determinante de la verdad; pues, como decía el maestro de la Selva Negra, «la esencia de la verdad se desvela como libertad». Finalmente, Zagal Arreguín sondea el papel que asume la música en el pensamiento aristotélico. Como es natural, éste no puede ser otro que contribuir a la educación o formación de los ciudadanos, ya sea refrenando algunas pasiones humanas en sentido negativo, ya sea propiciando el surgimiento de ciertas pasiones, en sentido positivo. En términos más generales, fomentando la estabilidad moral de los hombres, lo cual no pude dejar de ser relevante en la vida política de la comunidad.
La revista se cierra con tres estupendas contribuciones en la sección Reseñas. En la primera, Bravo Jordán da cuenta del libro de C. Calabrese sobre la filosofía de la educación de Platón. En él se enfatiza la vocación educativa del filósofo ateniense por encima de su talante especulativo. A la luz de este criterio, se miran con otros ojos tanto sus esfuerzos políticos por buena parte de Grecia como la fundación de la Academia en Atenas. El objetivo de este libro, sin embargo, no es únicamente estudiar desde el punto de vista histórico y sistemático en el pensamiento de Platón, sino también ofrecer puntos de referencia determinantes para entender la compleja situación humana de los tiempos actuales. En la segunda, López Cambronero se detiene en el agudo análisis que E. Anrubia hace de la soledad en el mundo moderno. Ésta se caracteriza, ante todo, como una radicalización del concepto de autonomía de la subjetividad humana (de impronta kantiana) que ha terminado por destruir la imagen del hombre de épocas pasadas como ser sociable por naturaleza y, por lo tanto, referido a sus semejantes. Si bien esta concepción se presenta como una ineludible exigencia de autorrealización y libertad, no deja de influir negativamente en la forma de llevar a cabo actos culturales tan fundamentales como comer, jugar y amar sexualmente, que en otros tiempos se revelaban como profundamente comunionales. En la tercera, Ángeles de León presenta en sus líneas maestras el libro que M. Beuchot ha dedicado al pensamiento de Pascal desde la perspectiva de su conocida teoría de la hermenéutica analógica. A través de un continuo contraste con Descartes, Pascal es presentado como un pensador conocedor de los límites de la razón, abierto a los influjos del corazón, que le permitieron, por un lado, mirar a la ciencia en su justa medida y, por el otro, abrirse confiadamente a la fe. La suya es una analogía del amor, a medio caballo entre la analogía del ser (filosofía) y la analogía de la fe (teología).