Editorial
Fidencio Aguilar Víquez, Ramón Díaz Olguín
Editorial
Revista de Filosofía Open Insight, vol. 11, núm. 21, 2020
Centro de Investigación Social Avanzada
Fidencio Aguilar Víquez
Centro de Investigación Social Avanzada, México
Ramón Díaz Olguín
Centro de Investigación Social Avanzada, México
El debate sobre los derechos humanos y las instituciones que los han de garantizar y promover se encuentra en un momento que parece definirse a partir de un puro voluntarismo, traducido a final de cuentas en el consenso entre grupos de poder y las instancias legislativas que lo sancionan. Es preciso no quedarse sólo en una cuestión de epistemología o interpretación jurídicas que deba elegir entre el iusnaturalismo y el positivismo. Es saludable también ir más allá de un mero análisis político que pretenda ubicar a los poderes fácticos que se encuentran detrás de los movimientos de los diversos actores políticos y sociales. Es necesario ubicarse en el nivel antropológico-cultural en que se encuentra nuestro tiempo para conocer las dimensiones de los problemas y las posibles soluciones.
Se puede decir que en materia de derechos humanos hemos avanzado notablemente, sobre todo a partir de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, pero los desafíos y retos que supone el ejercicio de esos derechos, sobre todo para las personas más vulnerables, está pendiente de un hilo. Suponer que tales derechos dependen sólo del consenso, y sobre todo de la sanción de los aparatos legislativos, es querer fundar la base y la raíz de aquéllos en los juegos del poder y de los humores de quienes lo detentan. No se diga ya del manejo de las instituciones encargadas de promover la defensa y el ejercicio de esos derechos fundamentales y derivados.
En el caso de México, la designación de la titular de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) ha ido más allá del voluntarismo consensual y se ha colocado en el nivel de los juegos políticos y de poder. La pretensión de que hubiera instituciones que resguardaran, cuidaran y promovieran los derechos fundamentales era que nunca más se repitieran situaciones y casos en que, haciendo a un lado el valor y la dignidad de las personas, quienes gobiernan pudieran eliminar, excluir y/o maltratar personas. Fue una respuesta humanista a la violencia e inhumanidad de los regímenes totalitarios y un impulso para generar una conciencia de dignidad, de convivencia pacífica y de responsabilidad de los estados y de sus instituciones para cuidar a las personas.
La trivialización y el olvido de esa memoria y de esa conciencia no pueden sino erosionar todo lo que se ha construido para el resguardo y el ejercicio de los derechos humanos. Llama la atención que, mientras por un lado existe exigencia de nuevos derechos, por otro lado brotan nuevas formas de violencia y de pisoteo contra aquéllos, especialmente de los más vulnerables. Nuestros retos y desafíos de estos tiempos recios y violentos es hacer renacer la conciencia de dignidad humana y no tanto de un mero consenso al amparo de los juegos de poder.
Tampoco hay que olvidar que los regímenes totalitarios se establecieron a partir de elecciones democráticas. A partir de ahí y del control de las instituciones estatales, los autócratas pudieron no sólo manejar la dinámica política sino desmantelar cualquier tipo de contrapesos para lo que consideraban más importante: la disposición de las personas y de sus derechos. Esto no se puede permitir. La historia nos ha dado lecciones importantes al respecto.
La violencia desatada en varios lugares del globo, tanto por cuestiones fundamentalistas como de intereses de grupos del crimen organizado —que se benefician del tráfico de armas y de la trata de personas—, el deterioro del medio ambiente del planeta y la erosión de la conciencia de esos derechos, pintan nubarrones que pueden derivar en una pérdida del valor de la dignidad humana. El malestar que tal situación genera, sobre todo en el deterioro del tejido social, abre una puerta al surgimiento de liderazgos carismáticos y al olvido de las instituciones sociales y políticas, lo cual, en términos prácticos puede significar el regreso o la implementación de nuevas regresiones autoritarias.
En el ambiente que nos ha tocado vivir, las tesis de moda que proclaman el tiempo de la posverdad anuncian signos ambiguos que ensombrecen el panorama y que anuncian presagios de que puede haber intentos de regresiones antihumanitarias, como en esos tiempos en que rostros mortecinos y demacrados dejaban ver los campos de concentración en su cruda realidad. El imperio de los relativismos de diverso cuño no ha tomado en serio el riesgo de los discursos neo-populistas que simplifican los problemas al grado de no verlos bien y, en el fondo, de ignorarlos. No podemos jugar con nuestra dignidad ni arriesgar el futuro de las jóvenes generaciones. Aquí adquieren valor las reflexiones que buscan nuevas formas de reconocer la dignidad humana y sus derechos concomitantes. Siempre es necesaria la filosofía para reorientar la vida humana y su existencia consciente.
Mirando ahora al contenido de la revista, este número se abre, en la sección Coloquio, con una entrevista de Jiménez Cataño a Carlos Pereda Failache, filósofo uruguayo que ha realizado prácticamente toda su carrera intelectual en México y que es uno de los representantes más famosos de la filosofía de la argumentación a nivel internacional. Ambos reflexionan sobre el tema de la «posverdad» que, a últimas fechas, ha pasado del mundo de la política a través de los medios de comunicación y las redes sociales hasta prácticamente todas las esferas de la existencia humana de carácter interpersonal. Esta palabra alude a la incapacidad de los hombres actuales para distinguir la verdad y la falsedad de los hechos a los que se enfrenta todos los días y donde toda elección ante una posibilidad y otra se decanta sólo por lo que cada individuo «cree», «siente» o «desea». En un clima cultural semejante, los hombres no pueden sino abandonarse a la sospecha y a la suspicacia, pero no por un espíritu crítico — como tiempos otrora proponía el posestructuralismo para superar los sesgos, interpretaciones, orientaciones e incluso prejuicios ante los hechos— sino como consecuencia de la falta de referentes para el pensamiento, esto es, de un «vacío», de una «ausencia». Frente a esta incertidumbre generalizada, Pereda Failache propone volver a la confianza elemental y primaria ante la realidad y a la buena voluntad de los demás con los cuales se dialoga como punto de partida para recuperar la racionalidad y fundamentar la discusión y el diálogo. En una palabra, para rescatar paulatinamente el sentido de la verdad entre tantas falsedades.
La sección Estudios presenta dos contribuciones muy importantes a la historia de la lógica y a la filosofía del lenguaje contemporánea. En primer lugar, en el terreno de la filosofía del lenguaje natural y justo en el marco de la discusión sobre la primacía de la sintaxis sobre la semántica, López Astorga desafía la idea de que la lógica mental —la teoría que sostiene que el pensamiento humano, y el lenguaje natural en consecuencia— obedece una determinada sintaxis, y propone lo que él denomina sintaxis mental, en el marco de la teoría de modelos mentales. Esta última teoría afirma que el pensamiento se basa más bien en analizar modelos que representan la realidad y son icónicos, por lo que pone más énfasis en el aspecto semántico del lenguaje natural; sin embargo, la sintaxis mental no renuncia a la formalización simbólica, más propia de la lógica mental. El trabajo que López Astorga presenta tiene como objetivo, precisamente, mostrar la validez de la sintaxis mental, centrándose en formalizar diez posibles interpretaciones del condicional, pero utilizando una sintaxis compuesta únicamente de conjunciones, disyunciones y negaciones.
En segundo lugar, Campos Benítez arroja luz sobre las relaciones que podrían plantearse entre el sistema de lógica modal S5 y el llamado octágono medieval de Jean Buridan. Este artículo, entre sus logros, muestra que la lógica medieval estuvo bastante lejos de ser una mera extensión o ampliación de la lógica aristotélica. Aunque no es su propósito principal, Campos Benítez ofrece una clara exposición de los teoremas fundamentales y propiedades de distintas lógicas modales (K, T, S4, B y S5) que bien sirve a modo de introducción a lógica de la posibilidad y la necesidad, desde la semántica de mundos posibles y relaciones de accesibilidad entre ellos. El autor muestra que a pesar de que el mundo medieval no contaba con el complejo simbolismo de la lógica moderna, en él se hallan tanto teoremas modales como disquisiciones que hacen uso de esta rama de la lógica. El núcleo de su trabajo, sin embargo, consiste en mostrar que, al hacer la prueba de los teoremas de conversión de la proposición universal negativa y de la proposición particular afirmativa, la lógica modal medieval realiza una equivalencia inválida, bastante clara al simbolizar las proposiciones. Campos Benítez finaliza mostrando que Alberto de Sajonia y Buridan, los autores que sostienen que dichos teoremas son válidos, realizan una restricción semántica sobre los operadores modales con lo que sus teoremas quedan salvados.
Por su parte, Ortiz Santana ofrece en su estudio los principios de un realismo que se sitúe por encima y más allá de la confrontación del realismo llamado «creacionista» y el anti-realismo que se le opone radicalmente. Se trata, en palabras del autor, de un realismo «filosófico» cuya principal característica es que parte de principios propios, que superan la tradición filosófica (especialmente la cristiana medieval). Este realismo filosófico tiene como inspiración dos tesis que se han impuesto en las últimas décadas de reflexión filosófica: por un lado, el «procesualismo», cuya afirmación central es que toda realidad en su conjunto es dinámica (contra toda visión esencialista) y, por el otro, el «sistematismo», que sostiene que toda la realidad está vinculada sistémicamente (contra toda concepción autonomista). Este realismo no está en oposición al idealismo —como en el realismo post-creacionista— sino que lo considera como un «momento» fundamental al lado del momento realista. La afirmación de que «todo es proceso» impide que el realismo filosófico piense que todo está dado de una vez y para siempre, mientras que la aseveración «todo forma parte de un sistema» ayuda a pensar que nada es independiente de lo demás.
El estudio de Domergue nos introduce a las líneas principales de la filosofía de la religión de Juan Carlos Scannone SJ, por la importancia que tiene —dada la íntima relación que guarda con la ontología, la ética y la política— en el proceso de liberación latinoamericano. El objetivo del estudio es responder dos importantes preguntas: por un lado, cómo puede experimentarse a Dios originariamente; por el otro, cómo es posible hablar originariamente de Dios. Un interlocutor imprescindible para Scannone en este camino de elaboración intelectual es Martin Heidegger, con cuya filosofía mantiene un diálogo no exento de aguda crítica, especialmente a partir de la influencia de Blondel y de Levinas en su pensamiento. Heidegger le ofrece a Scannone la posibilidad de plantear un nuevo pensamiento sobre la trascendencia en general y sobre la trascendencia religiosa en particular, al sentar las bases para hablar de Dios como irreductible a cualquier sistema metafísico, tanto antiguo (sustancialista) como moderno (subjetivista), ya que éste sólo se da y se devela como misterio. Sin embargo, Scannone reclama a Heidegger no haber terminado por superar el ámbito ontológico de la mismidad del ser y del pensar; en última instancia, no haberse abierto a la alteridad del otro a través de la praxis, no obstante pensar esta mismidad históricamente. Esto le impidió, por un lado, pensar la diferencia desde la alteridad radical del otro y, por otro lado, considerar la relación con el misterio como relación interpersonal. Esto se debe, en última instancia, a que Heidegger habla de Dios como de un evento «neutro», más parecido al destino impersonal de la tragedia griega, que a la encarnación de un misterio personal que se da como una relación ética de amor y de juicio, tal como sostiene la experiencia cristiana, que habla de la revelación histórica del misterio originario.
Por último, la aportación de Sámano Dávila presenta con gran claridad las teorías de James Clerk Maxwell sobre la electricidad y el magnetismo, ubicándolas en el campo de la discusión tradicional entre el realismo científico y el llamado «instrumentalismo», que ha sido una de las versiones de las posturas antirrealistas a lo largo de la historia humana. Éste último afirma que las teorías científicas no describen la realidad de ciertos fenómenos, sino que son únicamente «herramienta» empleadas pragmáticamente que simplifican el carácter aleatorio de los mismos, a diferencia del primero, que reconoce que las teorías científicas —exitosas desde el punto de vista empírico— corresponden a las entidades, los estados y los procesos que existen en el mundo. Maxwell es considerado, después de Faraday, uno de los científicos más importantes de lengua inglesa dentro del siglo xix. Uno de sus mayores méritos fue haber unificado los fenómenos de la electricidad y el magnetismo en una teoría prácticamente definitiva, sobre la base de una metodología fundamentalmente instrumentalista. Esta metodología consistía, en lo fundamental, en generar concepciones físicas de cierta claridad de un fenómeno específico, sin comprometerse con ninguna hipótesis física particular, lo cual le permitía elaborar diversas hipótesis explicativas de los fenómenos electromagnéticos, pero sin tener que defender el contenido veritativo de las mismas.
La sección Hápax Legómena rescata un antiguo ensayo del filósofo alemán Dietrich von Hildebrand. En él se presenta uno de los temas centrales de su pensamiento estético, por lo demás, prácticamente desconocido: la peculiar belleza que se aprecia en ciertos objetos del mundo natural (como los paisajes) y del mundo cultural (como las obras musicales), cuya cualidad no puede considerar-se más que de carácter «espiritual». Se trata de una belleza que se distingue por su altura y profundidad, que tiene la virtud de elevar el espíritu del hombre por encima de los objetos del mundo donde aparece. Esta clase de belleza plantea varias cuestiones al filósofo que se pregunta por ella; entre ellas, tal vez la más importante sea la siguiente: ¿cómo es posible que objetos meramente materiales de este mundo puedan ser portadores de una belleza que los supera ontológicamente y que habla más bien de otro mundo? Hildebrand responde esta pregunta en su ensayo, a través de múltiples distinciones hechas sobre los datos de la experiencia que, en última instancia, lo hacen plantearse sistemáticamente toda una estética, que no verá la luz sino veinticinco años después de forma póstuma.
La traducción del ensayo corrió a cargo de Díaz Olguín quien, además de presentar el trasfondo personal e intelectual de donde surge el pensamiento estético de Hildebrand, hace una exposición puntual del ensayo que, en muchas partes, se muestra un poco oscuro y demasiado conciso, pues presupone toda una teorización que, por las fechas de su publicación, apenas estaba elaborándose y era desconocida públicamente.