Reseña de Descubrir el nombre. Subjetividad, Identidad, Socialidad
Claudio Calabrese
Reseña de Descubrir el nombre. Subjetividad, Identidad, Socialidad
Revista de Filosofía Open Insight, vol. XII, núm. 26, 2021
Centro de Investigación Social Avanzada
Claudio Calabrese ccalabrese@up.edu.mx
Universidad Panamericana, México
La autora presenta los tres conceptos apuntados en el subtítulo de su libro (en la parte conclusiva de esta recensión, me ocuparé de los niveles de significación que encuentro en el título) en cuanto dimensiones de la existencia humana que no alcanzan a ser explicadas desde la pura naturaleza ni replicados tecnológicamente, pues aquella experiencia queda grabada en un yo como vida y lenguaje; este proceso de discernimiento se lleva la totalidad del tiempo vivido, porque los conceptos que se generan no alcanzan a formalizar el núcleo de aquella experiencia. Esta preocupación coloca al libro en el marco de la antropología filosófica, aunque su tratamiento sea inusual para esta diciplina, debido a su impronta novedosa y creativa.
Contenido
La exposición de los conceptos mencionados y su interconexión está presentada a lo largo de una introducción (pp. 1- 17), cinco capítulos (pp. 19-277), un epílogo (pp. 279-283), el apartado bibliográfico (pp. 285-293) y dos índices, uno de nombres (pp. 295-300) y otro de materias (pp. 301-309). Nos ocupamos, ahora, de la presentación de los mencionados capítulos con algún detalle.
❖ 1. «La subjetividad irreductible» (pp. 19-73)
La filosofía de principios del siglo XXI sigue debatiéndose entorno a la extinción del sujeto cartesiano; en esta crítica del cogito, se toma distancia también de los diseños filosóficos de corte idealista, es decir, aquellos que pretenden reconstruir la realidad a partir de las evidencias que provee la propia conciencia. La filosofía del siglo XX hizo un lugar común de la crítica del sujeto y, más específicamente, redujo “el sujeto trascendental kantiano a procesos más empíricos y mundanos, que pudieran poner de relieve su socialidad y su historicidad” (p. 27).
Ahora bien ¿qué implica tal abolición? El pensamiento de un sujeto trascendental cumple un papel clave en la teoría del conocimiento (estructuralmente equiparable al intelecto agente de Aristóteles, p. 28); por esta razón, la raíz del problema se presenta en conservar la posibilidad de conocer, aunque sin convertir en algo irrelevante el desarrollo de la subjetividad. Esto explica la razón por la cual el llamado «giro lingüístico» y la filosofía de la acción adquirieron durante el siglo pasado una singular centralidad.
En este punto, la autora considera el problema antes enunciado a partir del Dasein. Según Heidegger, el ser humano se abre a la manifestación del ser y experimenta, en tal proceso, la angustia de su finitud, la necesidad de un vivir auténtico y de llevar adelante la propia vida; esto conlleva la posibilidad de que el yo no se haga cargo de su propia existencia, es decir, el yo no necesariamente está ahí. Ante el cogito cartesiano y ante el sujeto trascendental kantiano, Heidegger introduce, de manera radical, los cambios de actitud que el ser-ahí refleja como consecuencia de sus aperturas al ser.
Pensadores como Wittgenstein y Heidegger dejan ver con claridad que no es posible prescindir del sujeto, aun cuando únicamente se lo considere desde el punto de vista en que organizamos el propio discurso (en este «únicamente» tal vez arraigue la condición de posibilidad de su carácter irreductible); ello no implica reducir, al menos en estos pensadores, el sujeto a las necesidades de la lógica que expresa la gramática, pues siempre necesitará estar abierto o atento a su propio desarrollo, dado que no siempre está en acto de conocer.
❖ 2. «Intersubjetividad y lenguaje» (pp. 75-117)
La adquisición del lenguaje se entiende, en el hablante, en términos de “despertar de la conciencia” (p. 77). De nosotros mismos tenemos conocimiento habitual por la sindéresis (pp. 70-73), en cuanto sujetos de actos de entendimiento y de voluntad; ello implica que si la sindéresis es el principio por el cual discernimos bien y mal, esto mismo nos permite argumentar que la orientación mundana del yo (su configuración práctica) puede colocarse en las mismas coordinadas en que nos orientamos hacia el bien. A partir de aquí, la autora desarrolla el fundamento aristotélico de naturaleza, razón y hábitos en la formación del yo (pp. 78-83). La adquisición del lenguaje, por lo demás, establece un puente entre subjetividad y sociedad; desde un punto de vista institucional, el lenguaje constituye un medio de socialización que, en cuanto tal, tiene notorias implicaciones en la adquisición de conocimiento.
De estas reflexiones dependen los apartados «El lenguaje, factor de progreso de la cultura» (pp. 92-97) y «Discurso, verdad y poder» (97-100). En este último, tiene especial interés la presentación de la subjetividad como la posibilidad de disponer sobre lo verdadero y lo falso. En este horizonte, tiene preeminencia la reflexión que la autora encauza sobre el contenido lingüístico del yo; aquí sostiene, con citas de G. H. Mead (1972: 135), que el yo es tanto un producto del desarrollo natural, mediado por la experiencia social, cuanto reflexividad explícita, como algo diverso pero complementario de la sensación y de los hábitos (así, es obvio que el niño no nace reflexionando, p. 111). El lenguaje es, en este sentido, la disponibilidad de la conciencia de comprenderse como un sujeto y así comenzar a adquirir un sentido del yo (pp. 110-117).
❖ 3. «Preocupados por la identidad» (pp. 119-163)
En principio, la autora reflexiona sobre la polisemia del término «identidad»: el sentido ontológico (qué es algo o quién, si se trata de una persona) y el epistemológico (criterios para identificar una realidad dada, diferenciándola de otras). Cuando «identidad» se aplica a un ser humano surgen cuestiones particulares, enlazadas con la racionalidad, pues en ella va implícita tanto la distensión de la conciencia cuanto su radicación en una naturaleza física (de hecho, la razón evoca al mismo tiempo animalidad e inteligencia); es en este sentido en que Heidegger se refiere al ser humano como un «existente». Son importantes los argumentos de la autora acerca de que esta noción no vuelve superflua el concepto de sustancia, sino que permite profundizarlo, pues conlleva siempre la idea de la unidad de la existencia individual (pp. 127-129).
La lógica de la argumentación conduce a la aplicación de la célebre distinción de Ricoerur entre identidad idem e identidad ipse, cuyo discernimiento abre la instancia que consideramos más fecunda del libro. En latín, idem indica una identidad sobre la que no hay duda: se la considera ya establecida y claramente definida; ipse, por su lado, expresa un pronombre personal de carácter enfático; veamos cómo se entienden y se aplican referidos a la identidad. Idem básicamente consiste en identificar a un sujeto como ese sujeto en específico (p. 121), es decir, ubicarlo más allá de los cambios que le puedan acontecer o conjunto de rasgos ontológicos y psicológicos que el lenguaje cotidiano denomina «identidad personal» (esto no implica reconocer a un ser determinado como persona, pues, para que la expresión tenga sentido, dicho reconocimiento debe ser previo a tal afirmación antes apuntada). La «ipseidad» constituye el foco biográfico de nuestra identidad o “huella que la vida va dejando en cada persona” (p. 121).
De este modo, se integran cambio e identidad, como lo atestigua el complejo proceso psicológico que lleva a pensar el futuro de una realidad, incluso el pensarse expectante: la acción madurada para realizarse mañana o la semana que viene, una probabilidad, una orden e incluso sorpresa (las posibilidades de nuestro futuro imperfecto de indicativo) o la acción futura considerada en su acabamiento («cuando llegues, tendré todo listo»); el futuro perfecto, entonces, expresa una acción que se cumplirá después del momento en que se habla. El paradigma verbal pone de manifiesto una rica noción de sustancia aplicada a la persona, pues su modo de «ser sí misma» está íntimamente vinculada al cambio.
❖ 4. «De la identidad a la verdad práctica» (pp. 165-217)
Este capítulo trata —a contraluz del anterior— el tema de la identidad, pues considerarla como algo en desarrollo no significa desconocer un núcleo identitario: el sentido del yo es la conciencia concreta que tenemos de nosotros mismos, la cual se encuentra siempre «realizándose». En este proceso siempre inacabado, entra en juego el conocimiento del mundo (pp. 168-171), la incorporación de este conocimiento a la perspectiva práctica (pp. 171-173) y la relación social como anclaje de la conducta (pp. 173-182).
Estos pasos confluyen en lo que entiendo el centro del capítulo, es decir, considerar la acción en un contexto relacional; esta se encuentra establecida en tres apartados: «Responsabilidad y perdón» (pp. 193-200); «Acto de habla y polifonía discursiva» (pp. 200-210) y «Justicia, cambio social y autenticidad» (pp. 210-217). En ellos se señala la necesidad de profundizar en la verdad práctica, pues esta afecta la reflexión sobre el ser humano, en tanto lo coloca en un contexto social determinado: las exigencias de universalidad de la razón que se concretan en un momento histórico. “A fin de cuentas, el sujeto humano no se limita a ocupar en la sociedad un lugar que él mismo no ha elegido, sino que reflexiona sobre su propia situación y, en el curso de la reflexión hace descubrimientos sobre sí mismo y sobre los distintos modos en que la sociedad limita o potencia su capacidad de actuar” (p. 212).
❖ 5. «El deseo de autoconocimiento» (pp. 219 – 277)
En una natural culminación de los capítulos anteriores, el quinto y último se detiene en el eje «deseo-autoconocimiento»; su tratamiento se desarrolla en cuatro apartados. En primer lugar, «Las vías de auto-conocimiento» (pp. 219-232) que está desagregado en cuatro partes: «Vías de auto-conocimiento» (pp. 219-220); «Conversación interior versus introspección» (pp. 220-222); «conócete a ti mismo: paradojas del auto-conocimiento» (pp. 222-227); «El otro yo» (pp. 227-232). En segundo lugar, «Convivencia y Lenguaje» (pp. 232- 250), que está pensado sobre cuatro pilares: «Oralidad y escritura» (pp. 235-241); «Intercambios epistolares» (pp. 241-243); «Interioridad y exterioridad de la palabra» (pp. 244-246) y «Géneros y tradiciones discursivas» (pp. 246-250). En tercer lugar, «El trabajo del autoconocimiento» (pp. 250-275), articulado en tres instancias: «Armarse de palabras» (pp. 251-254); «Escrituras del yo» (pp. 254- 268); «Escritos del alma» (pp. 268-275). Por último, «El hombre nuevo» (pp. 275-277), que cierra todas estas reflexiones.
La estructura de este apartado fundamenta que ni la investigación histórica, ni la filosófica, ni aún la teológica pueden abrir un punto de partida que asegure el deseo de auto-conocimiento sin hacerse cargo de la aporía que contiene la comprensión siempre latente de una autobiografía: querer asignar un lugar a la comprensión de la subjetividad como la propia historia implica la urgencia de establecer un punto de partida exterior al «autós» de la biografía, es decir, la subjetividad/interioridad fingiendo para sí que nada la precede en cuanto «decirse». Ésta, considero, es la clave hermenéutica que el libro propone, es decir, que cada lector desentrañe el sentido para sí.
¿Qué implica descubrir el nombre?
En principio, el libro presenta una reflexión sobre la realidad de lo humano y de su porvenir. En efecto, detenerse en el presente conlleva una doble perspectiva, siempre que se lo haga en profundidad, como acontece en esta obra: por un lado, un discernimiento fundamental del pasado y, por otro, una interpretación de los hechos que contiene in nuce una comprensión posible del futuro. El tiempo es uno de los elementos constitutivos de la verdad, pues permite distinguir lo relativo de lo absoluto. En efecto, antes de ser una aproximación exploratoria a una verdad, lo relativo concierne al tiempo (en este sentido, el absoluto es aquel tiempo que se presenta únicamente como actual). Por ello, este libro nos recupera de una sensación acuciante: parece que nos hemos quedado sin problemas, porque hemos cedido a la técnica la calidad de las soluciones, las que parecen consistir solamente en abastecimiento de objetos.
La autora tiene la lucidez de hacer una aportación verdaderamente histórica, pues nos regresa al corazón del sujeto como problema, aunque el desenlace de este filosofar sea, por su propia naturaleza, indeterminable. Sin embargo, cumple con la intimidad de la vocación filosófica: iluminar un problema, lo que conlleva el cumplimiento de la fidelidad debida a la vocación. La autora cumple (y los lectores, en la medida de nuestras posibilidades) con el legado platónico de hacer de la filosofía una vocación por la teoría, es decir, de establecer una relación entre el pensar y los objetos en cuanto pensados.
La experiencia de «encontrar el nombre» significa, entonces, que la creación fundamental de la filosofía ha sido que el logos recrea permanentemente al ser humano dócil a esta vivencia (la idea de hombre que late en cada filosofar o sentido histórico insustituible del acto de pensar). La ciencia, en efecto, no es una mera tarea intelectual que lleva a un conjunto de conocimientos que se consignan por escrito, sino que inaugura cada vez, en cada uno que anda este camino, la creación de la racionalidad; en su sentido prístino, es también el descubrimiento de los símbolos que constituyen las imágenes del mundo, en cuanto capacidades del logos que enraíza en el humus del mito, de la poesía, de la danza: cada experiencia enriquece el mundo a través del discernimiento simbólico del propio mundo. Hablar es nombrar; nombrar las cosas es estar de camino a poseerlas y poseerlas es un modo de ofrecerlas: la palabra es un agasajo de realidades. Descubrir el nombre consiste en retener aquello que se da y la oclusión se manifiesta cuando el lenguaje se reduce a la mera instrumentalidad.
La auto-mostración del logos en su racionalidad no es un aporte original del idealismo, no es un acontecimiento para el que debimos esperar hasta Descartes, sino que luce en la filosofía desde su esencia; la relación entre el pensar y el ser es básicamente lingüística, lo que equivale a decir «humana», pues en ella se empeña en llegar a ser su forma: la razón no necesita ser útil para ser vital.
Vaya, entonces, nuestro agradecimiento profundo a la autora, pues las materias pensadas y ofrecidas pueden conducir al lector a su propio discernimiento.
Referencias
González, A. M. (2021). Descubrir el nombre. Subjetividad, Identidad, Socialidad. Granada: Editorial Comares.
Mead, G. H. (1972). Mind, Self, and Society. Chicago: The University of Chicago Press.