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La filosofía frente al conflicto
Diego I. Rosales Meana
Tania Guadalupe Yáñez Flores
The Question of Education. A Comment to «Person and Formation. Edith Stein’s Anthropological Legacy to Education» by Rubén Sánchez Muñoz
El espacio público se ve atravesado, con cierta frecuencia, por el conflicto. Las raíces de los conflictos son múltiples; pero, sin duda, entre otras se cuenta el disenso respecto de lo que es bueno para hacer mejor la vida de las personas en su singularidad y en su dimensión comunitaria. Dicha tarea no es fácil, pues hay una diversidad de deseos, diferencias de necesidades, multiplicidad de singularidades, una variedad de historias…, y todo ello se despliega a diversos niveles y en cualesquiera organizaciones humanas y redes institucionales. Tal parece que nadie queda eximido de enfrentar algún conflicto en esta vida.
Para que el diálogo pueda abrirse camino en el espacio público son indispensables algunas condiciones fundamentales que permitan la deliberación sobre el bien común o aquello que le atañe. En este sentido, la filosofía tiene la tarea, si bien básica, también fundamental, de señalar, en principio, cómo discurrir con orden en las discusiones para evitar errores categoriales, para no argumentar contra lo que no se puede argumentar, contra lo que ya sucedió; contra lo que de hecho no puede suceder; o para señalar en qué punto de la argumentación se ha de mediar, ya no con argumentos sino con acciones, en función de lo que prácticamente sea más prudente.
La filosofía, además, cumple un papel muy relevante al enseñar. Ella es, de suyo, dialógica.Para la buena marcha del diálogo no basta llanamente comenzar asumiendo las propias verdades, sino que se precisa de un primer silencio que ayude a los interlocutores a habitar su lenguaje. También es precisa una paciencia santa, que permita a cada interlocutor establecer un diálogo con su alma para comprender que la razón y la última palabra no suelen estar sólo en una de las partes. Enseñar filosofía consiste en formar las virtudes que permiten establecer un diálogo, todavía más bien que en la transmisión de los conocimientos filosóficos.
La claridad en el diálogo, que se ofrece en la mutua comprensión, sólo llega a alumbrar y sólo puede aparecer donde primero nace desnuda como humilde silencio y disposición a las razones del otro. El silencio y la voluntad de comprensión son, cuando la discusión y el conflicto hacen presencia, las condiciones más primigenias de la palabra y con ella del diálogo, de la forma primigenia de todo acto político.
Pese a que la realidad desborde lo que el lenguaje quiera atrapar de ella, pese a que podamos, en aras de la prudencia, callar, seguimos hablando, seguimos escribiendo y, sobre todo, seguimos queriendo entender y entendernos. Tal deseo de comprensión de sí y de comprensión del otro es lo que en el fondo anima la voz de cada hombre, cuando se pronuncia. Ella nace del deseo de querer ser escuchada, pero al mismo tiempo no puede ser dicha por nadie si no escucha primero.
Nadie ha terminado de aprender a hablar, pero lo poco que podemos decir nos es posible decirlo porque primero lo hemos escuchado de otros. En el conflicto público, de modo similar y si se quiere ser auténticamente político, no hay otro modo de dialogar que en la disposición absolutamente humilde de querer escuchar y comprender lo que el otro hace suyo y que presenta como una idea bien pensada, incluso si sólo la presenta como mera creencia, sin ulterior justificación.
Basta mirar las noticias de los diarios y dar un vistazo a la historia para notar que de la deliberación al cumplimiento de lo mejor para el bien común hay un vínculo pocas veces salvable. La deliberación es siempre necesaria como un ejercicio, aunque sea profiláctico, de purificación de los vicios argumentales con los que vamos cargando permanentemente. Que tal relación se dé íntegramente es la excepción y casi nunca la norma, pero no es posible renunciar a buscar las condiciones fundamentales de un auténtico diálogo. Si bien no hemos sabido casi nunca callar, estamos obligados a hablar.
Comoquiera, en asuntos públicos no es suficiente una deliberación entre sabios sobre tal o cual tema; hasta los sabios son falibles: fue un juicio bien argumentado por «sabios» el que mató al hombre más justo de Atenas. El conflicto político puede, sin embargo, surgir de algo más que de las diferencias constatadas respecto de los fines y los medios para la buena consecución de la vida social. Puede surgir, por ejemplo, de la indignación ante una flagrante injusticia. Manfred Svensson escribe precisamente sobre esta modalidad de la relación social, la indignación, a propósito de lo que Kierkegaard podría decir de ella, a partir sobre todo de La época presente, un libro escrito por el filósofo danés como un intento de pensar su propio tiempo, como el nuestro, de revoluciones.
La filosofía tiene, sin duda, pues, mucho que decir y mucho por hacer en un tiempo convulsionado y confundido, «desapasionado», para decirlo con Kierkegaard. La contribución de la filósofa italiana Federica Puliga va en este mismo sentido. Su artículo quiere recordarnos la vocación a la filosofía. Antes que como un concurso de alta erudición, argumenta, la filosofía ha de entenderse como vocación y su auténtico ejercicio implica la responsabilidad de buscar la verdad como horizonte vital. Como lo decía Husserl, y a su modo Gilson, el filósofo no es filósofo porque hable de filosofía, sino porque hable de las cosas, y las cosas no siempre andan bien. Dado esta estado de cosas, es ineludible para la filosofía preguntarse por la verdad, por el sentido último del mundo en el que habita, pues sin ese preguntarse, el desarrollo de la historia se vuelve un acontecer demente.
Es cierto que eso hace del filósofo un loco al que nadie quiere mirar por tener cara de payaso, pero también es cierto que la verdad siempre ha incomodado, que la indignación sin silencio es mera rabia y que el silencio sin verdad es cobardía. Así es como el trabajo de Mariela Silvana Vargas contribuye también a tejer un discurso que dé luz sobre el despertar responsable de la filosofía. De la mano de Walter Benjamin, la filósofa argentina recuerda al mundo que la praxis literaria tiene una estrecha conexión con la praxis política. A pesar de que la literatura pueda parecer al ingenuo un hábito de aislados, en realidad la ciudad no puede vivir sin poetas que recuerden la proporción y el sentido de la palabra con la que se habita el mundo.
Las contribuciones de este número no se sitúan todas, sin embargo, inmediatamente en el ámbito de lo político. Rubén Sánchez y Stefano Santasilia dialogan alrededor de la obra educativa de la filósofa judía y católica Edith Stein, y Serrano de Haro responde explícitamente a Alfonso Villa, quien en el número anterior de esta revista publicó un artículo sobre el libro Paseo filosófico en Madrid. Introducción a Husserl, a propósito de la recepción que en España e Hispanoamérica, sobre todo a través de Zubiri, se había hecho de la fenomenología husserliana. Este grupo de contribuciones, todas surgidas de diálogos vivos, giran en torno a la fenomenología y a los bonos filosóficos que de ella surgen.
En la sección de reseñas, presentamos dos rarezas y excentricidades. Oswaldo Gallo Serratos escribe sobre Jardinosofía, un libro de Santiago Beruete que, desde una sensibilidad fina y exquisita, conecta campos semánticos y ónticos que los más ortodoxos y aburridos jamás hubieran a cruzado: la botánica, los jardines, los paseos, los andares, la metafísica y la ética, entretejidas, como enredaderas, en ascenso por las más altas cumbres de las filosofías. Por otro lado, Víctor I. Coronel escribe sobre un libro de filosofía de la mística en san Juan de la Cruz, cuya autora es la filósofa Lucero González. Botánica y mística están más emparentadas de lo que parecen, pues ambas son formas de habitar el mundo, formas de ser, de sentir y de pensar, que colocan a la belleza en el centro de la vida humana.
Por último, Open Insight se viste de gala con la publicación de un inédito de René Girard –un francés que vivía en California–, titulado Innovación y repetición, con el permiso de la señora Martha V. Girard, traducido por Juan Manuel Díaz Leguizamón e introducido por Juan Manuel Escamilla. Girard reflexiona sobre la mala fama que tiene la innovación entre conservadores y biempensantes, sobre el desgaste y falta de autenticidad que conlleva una intención ingenua de innovar absolutamente y sobre la necesidad de reconocer que la imitación y la repetición son la base y el fundamento de toda innovación y renovación posibles en un contexto en el que la historia ha vivido ya diversas revoluciones y contra-revoluciones.
Las contribuciones que presentamos en nuestro número 17 abonan así a la comprensión del cambio social y personal que la filosofía puede obrar desde la indignación, la educación, el silencio, la escritura, la autenticidad y la imitación del Bien que cualquier ser humano desea.
Diego I. Rosales Meana
Tania Guadalupe Yáñez Flores
Centro de Investigación Social Avanzada
Santiago de Querétaro, agosto de 2018
Agustín Serrano de Haro
Instituto de Filosofía, CSIC, España
agustin.serrano@cchs.csic.es
Fecha de recepción: 27/05/2018
Fecha de aceptación: 1/06/2018
La crítica que Alfonso Villa plantea a la obra Paseo filosófico en Madrid. Introducción a Husserl resulta discutible. No tiene sentido argüir que Husserl carece de sensibilidad para el pensamiento realista dado que él fundó la fenomenología en el espíritu de la psicología descriptiva de Brentano y dado que la reformó como fenomenología pura tomando por guía de análisis la clarificación de la actitud natural de la existencia humana. El cartesianismo fenomenológico nunca ha sido la afirmación de una sustancia separada ni de un yo dominante, sino el reconocimiento del darse inmanente de la vida en el aparecer pasivo del tiempo. Y la contraposición abrupta de la metafísica con la teoría del conocimiento desconoce que el análisis fenomenológico ha liquidado, en los fenómenos mismos, la noción de representación, lo que ha hecho posible una comprensión no subjetivista de la evidencia y ha descubierto la concreción radical en que ser y aparecer se co-pertenecen.
Palabras clave: aparecer; fenomenología; Husserl; ser; actitud natural.
I find the critique of Alfonso Villa to my book A Philosophical Walk in Madrid. Introduction to Husserl object of further discussion. It makes no sense to argue that Husserl was insensible to Realist thought as he founded his Phenomenology, sharing the spirit of Brentano’s descriptive Psychology, standing for a Pure Phenomenology which he shaped after closely following a clarifying analysis of the natural attitude towards human existence. Phenomenological Cartesianism has never been the affirmation of separate substances or of a dominant self, but the acknowledgement of the immanent giveness of of life through the passive appearance of time. Hence, the abrupt contraposition of Theory of Knowledge and Metaphysics remains ignorant of way in which phenomenological analysis has settled the question of representation in the very «phenomena» themselves. This made a non subjectivist comprehension of evidence possible and it has discovered the radical concretion in which being and appearance mutually belong to each other.
Keywords: appearance; being; Husserl; natural attitude; Phenomenology.
1. Es de agradecer la oportunidad que me brinda Open Insight de ofrecer algunos comentarios y matizaciones en relación con el ensayo de José Alfonso Villa: “Zubiri y la recepción de la fenomenología según Serrano de Haro”, aparecido en el número anterior de la publicación. En realidad, debo empezar agradeciendo muy sinceramente al autor del ensayo la lectura atenta y el examen detenido de mi libro, así como las observaciones críticas que plantea. Estas precisiones mías quieren acoger y prolongar el ejercicio de discusión filosófica que Alfonso Villa inicia. Las consideraciones que sugiero a continuación no aspiran por tanto, ante todo, a defender el contenido de Paseo filosófico en Madrid. Introducción a Husserl, sino a subrayar determinados aspectos de la filosofía fenomenológica que en concordancia con el enfoque del libro merecen, a mi entender, una comprensión algo distinta de la que se desprende del artículo de Alfonso Villa.
Villa distingue cuatro tareas en mi libro que le merecen una valoración claramente dispar. La primera es “una reconstrucción histórica y conceptual” de la recepción de la fenomenología en España entre 1921, fecha del doctorado de Zubiri, y 1979, última reordenación de Ferrater Mora del Diccionario de Filosofía. La segunda es un examen filosófico de esta misma recepción, una discusión crítica que toma por centro la interpretación que Zubiri propuso del pensamiento de Husserl en 1921-23 y que el pensador vasco básicamente repitió en 1963. Esta comprensión zubiriana, cuestionada en el libro, estriba en la identificación de “los fenómenos de la fenomenología” con esencias de los objetos que, gracias a la reducción fenomenológica, quedarían depuradas de todo índice de mundanidad, de todo rastro de individualidad. Una tercera tarea remite más bien a los inicios de la biografía filosófica de Gaos, a su descubrimiento de la fenomenología con Zubiri y a su posterior y fecundo trabajo en el seno de ella, y sitúa así el campo de análisis en el espacio más amplio de la recepción de la fenomenología en México –aunque sobre este asunto, como bien recuerda el autor del artículo, la monografía de Antonio Zirión Historia de la fenomenología en México apenas deja margen para alguna pequeña coma–. La cuarta tarea, que con razón se califica la más importante para el autor del libro, persigue una introducción alternativa y actualizada al pensamiento de Husserl. Alfonso Villa no sólo enumera estos distintos cometidos, que pueden parecer excesivos para un solo libro –incluso si se reviste de paseo ficticio–, sino que detecta y destaca “la pregunta que se evita” en todas esas direcciones de trabajo. Esta cuestión que, a su juicio, resulta capital y que condiciona la discusión planteada concierne a por qué Zubiri se atuvo a lo largo de cuatro décadas y tras muchas lecturas adicionales del Husserl tardío a la escueta comprensión de la fenomenología que se había forjado en sus años del doctorado y que a Serrano de Haro le parece desenfocada.
Debo confesar que en mi ánimo las cuatro tareas distinguidas por Villa responden más bien a dos propósitos fundamentales que además guardan entre ellos estrecha relación. Pues la primera y la tercera de las direcciones señaladas, las de cariz más histórico, convergen entre sí, así como también confluyen a su modo la segunda y la cuarta, las de carácter más teórico. La recepción de la fenomenología husserliana como “una filosofía de la objetividad pura” y como un esencialismo reforzado, sobre la base del entendimiento de la reducción fenomenológica como una abstracción eidética redoblada, ha pesado enormemente en el mundo filosófico hispanoparlante; ha dominado incluso largo tiempo la comprensión del pensamiento de Husserl, y aún hoy tiene peso en la cultura filosófica general. Aquel paseo por Madrid de Zubiri con Gaos en el año 21 puede desde luego utilizarse como una vistosa imagen fundacional de esa comprensión in statu nascendi. Pero yo recurro a sus dos protagonistas sin asumir una mirada nacional o binacional de estudio –española por Zubiri, más mexicana por Gaos–, pues no se trata siquiera de una interpretación que sea originaria o exclusiva del pensamiento en lengua española –aunque en él se haya dejado sentir de manera muy especial–. En realidad, mi interés no se cifra en reconstruir con detalle una historia de trasmisiones e influencias. Procuro, por el contrario, fijar unos hitos básicos de referencia –las exposiciones de Zubiri y el esbozo de discrepancia de Gaos– que permiten poner en marcha la discusión teórica de esa interpretación histórica. Por ello, también se produce una cierta convergencia de la introducción a la fenomenología trascendental que yo propongo, con el cuestionamiento de esa concepción archiobjetivista del pensamiento de Husserl. Y es que, a mi juicio, la comprensión ultraesencialista cierra el paso al entendimiento adecuado de la filosofía primera fenomenológica. La pregunta que el libro “evita” según la valoración de Alfonso Villa: por qué Zubiri se atuvo a esa comprensión a lo largo de toda su vida y la mantuvo vigente en toda su producción intelectual, tiene por tanto, a mi juicio, una respuesta inicial del siguiente tenor. Yo aspiro a mostrar que ese marco teórico de interpretación es no ya sólo insuficiente sino inapropiado: que se trata de una mirada desenfocada en aspectos fundamentales y que, justamente por ello, la corrección global de tal perspectiva puede deparar un acercamiento alternativo a la fenomenología llamada «pura», una introducción peculiar al planteamiento fenomenológico-trascendental. Mostrar que una interpretación prestigiosa y difundida está desenfocada requiere examinar el punto de vista que ella adopta y contrastarlo con el paisaje al que pretende asomarse. Y la tarea ya es de suyo suficientemente compleja. Sugerir o exigir que, además, se aclare también por qué el intérprete desenfocado se mantuvo siempre en ese punto de vista me parece un requerimiento injustificado si lo que importa es ante todo el paisaje pendiente de explorar, el universo teórico que está por reconocerse. Esa pregunta que supuestamente “se evita” no condiciona en nada la crítica planteada, y su tratamiento quizá habrá de corresponder más bien a los estudiosos de la filosofía de Zubiri; así parece acreditarlo sobradamente el propio ensayo de Alfonso Villa, que recurre al Zubiri maduro de 1962 a 1980-83 y que reivindica su metafísica original, todo lo cual quedaba fuera, desde luego, de las numerosas tareas del libro.
Mi estudio no se propone, en suma, una confrontación dialéctica del pensamiento de Husserl con la filosofía de Zubiri. Yo me limito a poner de relieve la deficiencia de determinada comprensión de la fenomenología pura con vistas a un intento renovado de comprensión, pero no me hago cuestión de si este análisis entraña una prueba indirecta de lo infundado de otra u otras posiciones filosóficas, sea la de Zubiri o sea la de Scheler. La defensa de la propuesta filosófica de Zubiri que el artículo de Alfonso Villa asume toca, con todo, diversos puntos de mi trabajo y da pie a algunas clarificaciones adicionales.
2. Las observaciones críticas que Villa plantea parecen responder a dos grandes motivos inspiradores. Por un lado, se insiste en las fuentes teóricas de la historia del pensamiento occidental de que uno y otro pensador beben y que, siendo diversas, condicionarían o determinarían los puntos de partida diferenciados y directrices que cada uno de ellos hace suyos. Villa califica a Husserl de “un cartesiano poskantiano, antisustancialista, un filósofo moderno” (Villa, 2018: 144) y contrasta esta filiación con la metafísica de Zubiri, que sería la de un “realista poscartesiano” (Villa, 2018: 144). Mientras que el pensador alemán, inmerso en el cartesianismo, supuestamente “no tiene ojos para la génesis de un pensamiento realista, que viene de más lejos que la modernidad” (Villa, 2018: 146), el pensador español habría sabido apoyarse, además de en los filósofos modernos, sobre todo en “el espíritu” y “el arrojo” de Aristóteles (Villa, 2018: 141, 144, 153) y en sus continuadores medievales (Villa, 2018: 144). Esta genealogía a gran escala, de gran angular hermenéutico, incide de manera decisiva, por otro lado, sobre los respectivos planteamientos filosóficos, al punto de que tendría mayor relevancia que cualesquiera errores o extravíos en la interpretación de la fenomenología. Llega así a decirse:
Hay un punto en el que Zubiri no se equivoca –si concediéramos del todo la idea de una mala interpretación–: la fenomenología se inscribe entre las filosofías modernas –racionalistas (Descartes), empiristas (Locke y Hume) o idealistas (Kant y Hegel)– de la captación de las cosas, entre las filosofías que se preguntan cómo es que, percibiendo sensiblemente lo particular, el yo tiene ideas; entre las filosofías que piensan –con los matices que hay que hacer en cada caso– que la filosofía primera es crítica del conocimiento y que la metafísica es imposible. Es, pues, una más de las filosofías de la correlación, propias de la época moderna: el yo y las cosas se relacionan en una serie de condiciones según las cuales aquellas no hacen más que aparecer a la conciencia de acuerdo a una normativa determinada no por las cosas sino por el yo, en la línea de la revolución copernicana operada por Kant (Villa, 2018: 143).
La concurrencia del motivo hermenéutico tomado de la historia de la filosofía con el motivo temático de los planteamientos directrices conduce el artículo de Villa a la conclusión de que la inteligencia sentiente es el fundamento de la conciencia intencional y la realidad el fundamento de todo aparecer.
En contraste con este panorama tan amplio, tan vasto, que convoca a toda la historia del pensamiento, convendría por lo pronto no perder de vista que mi estudio se ocupa básicamente de la fenomenología trascendental, tal como la primera frase del libro se encarga de anunciar. El interés de este recordatorio tiene que ver con el hecho de que, a diferencia de las exposiciones de Zubiri en Ensayo de una teoría fenomenológica del juicio y Cinco lecciones de filosofía, yo creo imposible una exposición única, unitaria, de «la filosofía de Husserl». Quiero decir con esto una presentación común de «la fenomenología» que reúna por igual y en buena armonía, o en armonía fundamental, la posición realista de Investigaciones lógicas en 1900/01 y la trascendental que arranca en Ideas para una fenomenología pura en 1913. No cabe una determinación o destilación coherente del núcleo fundamental de ambos planteamientos que los abarque como si fueran una sola filosofía primera, en lugar de dos y no compatibles; incompatibilidad teórica ésta que, por cierto, y como es sabido, está en el origen de la primera escisión en el movimiento fenomenológico entre su fundador y los círculos de discípulos de Múnich y Gotinga. Para la caracterización filosófica de Husserl que Villa dibuja en rápidos trazos, esta dualidad insoslayable tiene notable relevancia; pues ese supuesto cartesiano antisustancialista y ciego para la génesis de un pensamiento realista que sería Husserl fundó la fenomenología en el espíritu del realismo y definió su programa según una parte esencial de la letra anti-idealista. No es de extrañar. Ese mismo Husserl que no tendría entre sus fuentes ni a Aristóteles ni a ningún gran filósofo anterior a los modernos aprendió de hecho a filosofar en los cursos universitarios de Brentano, el mejor conocedor de Aristóteles en el siglo XIX, de quien el catedrático de Viena se sentía un estricto continuador teórico. Desde su primer escrito de 1887 hasta 1904, el propio Husserl consideró que la evidencia inmediata del mundo era incondicional y no necesitaba de examen crítico, y así lo trasmitió a esa primera generación de fenomenólogos que nunca se apartaron de ella. Por supuesto que estas referencias elementales tienen una traslación temática: la fenomenología de Investigaciones lógicas es la psicología descriptiva que reforma la “psicología desde un punto de vista empírico” y que comparte con la brentaniana una concepción inequívocamente realista de la intencionalidad. Esta propiedad esencial de los fenómenos psíquicos, recuperada por Brentano de la filosofía medieval, presupone la existencia de seres psicofísicos y por tanto del universo físico, y las propias vivencias intencionales acreditarían en las síntesis de conocimiento la independencia sustancial del mundo respecto del cognoscente.
En contra de lo que se dice, algún ojo para la génesis, potencia y legitimidad del realismo debió asimismo de conservar Husserl después de 1904, por cuanto la propia vía de acceso a la fenomenología pura pasó siempre por una meditación radicalizada sobre la actitud natural de la existencia humana. La instalación primitiva del ser humano en la realidad del mundo sostiene al hombre de la calle y al eremita, al griego y al moderno, al ser humano activo y al científico, y esta condición de partida debe ser detectada y descubierta. El fenomenólogo puro, que empieza por reparar en ella, sabe que es un arraigo mucho más profundo y ubicuo, decisivo y universal que cualquier acto del yo captando cosas –esos actos que se dice obsesionan a los filósofos modernos como Husserl–. La fenomenología posterior a Investigaciones lógicas trata justamente de comprender esta naturalidad remota; la fenomenología trascendental quiere hacerse cargo de su génesis y de su potencia, en lugar de, al modo de la fenomenología realista, dar ambas por buenas y por sabidas sin haber parado mientes en su legitimidad, sin haber emprendido una reflexión a su altura.
Ciertamente que Husserl persiguió sin descanso, y sobre los fenómenos mismos, el acontecimiento asombroso de la intencionalidad, o, como cabría también decir, el acontecimiento mismo de la experiencia de la realidad. En repetidas ocasiones, dado que ello encierra una mayor expresividad, mi libro prefiere hablar del milagro del aparecer; del misterio, enigma y problema del aparecer, que si implica o complica siempre a un viviente individual –que es quien siente, percibe, recuerda, habla, cree, etc.–, trae a la vez consigo la manifestación de algo otro y algo distinto; trae en sí la revelación de la identidad de algo, de todo, del todo. Como en una sola pulsación en que vibrara lo heterogéneo, el acontecimiento de la intencionalidad consiste por lo pronto, según la fenomenología pura, en vivencias que corren en primera persona y a las que el mundo se da en persona: el mundo mismo, no ya solo este o aquel objeto o realidad, y desde luego no esta o aquella idea o concepto de un objeto o del mundo. El presente en acto de la vida auto-aparece a sí mismo, y el mundo aparece a la vida. Ciertamente, Husserl, como su maestro Brentano antes que él y como su original seguidor Michel Henry después, estaba convencido de que el núcleo eternamente verdadero del cartesianismo estriba, única y exclusivamente, en que no cabe aparecer sin vivencias, sin viviente individual y sin que el presente en curso sea vivido por la propia vida de manera inmanente, absoluta. En mi libro se defiende que este descubrimiento inmanente de la vida se liga en Husserl a la conciencia pasiva del tiempo; de tal modo que “vivir, sentirse vivo y tener dado el presente concreto de las vivencias es una y la misma cosa, es una y la misma experiencia”. En el abarcador fresco histórico de Villa, él hace referencia, en cambio, a “la violencia del recurso a la vivencia de la primera persona” (Villa, 2018: 147) y también a “la soberbia de la primera persona” frente a “la modestia de la tercera” (Villa, 2018: 148). Pero, en lo que respecta a la fenomenología, tales desacreditaciones o sospechas parecen desconocer que este cartesianismo de la vida brota como a partes iguales de una ley eidética y de un acontecimiento primordial. La necesidad de esencia es la que prohíbe “un aparecer de lo otro como otro sin un autoaparecer de la vida para sí misma”; el acontecimiento existencial es el que reconoce la contingencia fontanal, la protocontingencia del dárseme el presente en el dárseme pasivo de mi vida. Ni en la necesidad eidética ni en el acontecimiento primario –el acontecer mismo del existir– interviene en absoluto el poder del yo; esa legalidad rige, con una implacable modestia, en todo mundo posible y en todo tiempo histórico, y este acontecer remite a una pasividad originaria que es irremontable, que es la donación primigenia del presente vivo. Ninguna violencia consigo apreciar, en suma, en que las propias vivencias subjetivas de cualquier orden, hasta las más activas y espontáneas, sean sentidas, notadas, vividas, sean “sufridas”; ninguna soberbia, sino más bien lo contrario en la dinámica incesante, impresional, de la conciencia interna del tiempo, que no depende de que el yo “ponga” o genere nada, mucho menos de que “se haga una idea” del presente.
La comprensión insuficiente de la inmanencia de la vida influye en que Villa tienda a interpretar esta dimensión radical de la fenomenicidad como un fundamento que rige sobre todo aparecer y subjetiviza todo lo que toca. Para Villa, este primer sentido de fenómeno según el esquema conductor del libro, a saber: fenómeno como vivencia, vendría a deparar “el núcleo de ese átomo que es la subjetividad, en torno al cual se mueven las órbitas de todo otro sentido de fenómeno, incluido el de la predonación originaria del mundo” (Villa, 2018: 147); la vivencia vendría a ser, en consecuencia, la “patria de la estructura cuaternaria del fenómeno” (Villa, 2018: 149). Y es cierto que en el planteamiento del libro esta estructura del fenómeno, una vez analizada a la luz peculiar de la conciencia interna del tiempo, proporciona el primero de los descriptores de la fenomenología pura que yo propongo en la Tercera Parte: “cartesianismo de la vida”. Pero no por ello la relación de la corriente de vida con los otros cuatro o cinco sentidos de «fenómeno» es en absoluto una fundamentación omnímoda y unilateral, como si la temporalidad vivida conformara un estrato subsistente del ser sobre el cual surgieran luego otras instancias añadidas, otras determinaciones más o menos accidentales de la intencionalidad; o bien, en la imagen de Villa, como si ella fuera un núcleo atómico que acaparara la fenomenicidad y que atrajera a su órbita a cualquier otra vertiente del aparecer, ya sea la más opuesta a ella. Los otros sentidos de «fenómeno», de acuerdo con la exposición, son: objeto que aparece y, en conjunto, mundo de la vida; complejidad interna de las vivencias (que da cuenta de la heterogeneidad de experiencias); modos múltiples del aparecer; polo yo de la vida de conciencia y corporalidad, son todos ellos necesarios, todos estructurales. Ninguno se explica por algún otro, sino que entre ellos se requieren de manera no intercambiable, se entrecruzan en dependencia multilateral, se vinculan por esencia. Doy aquí por sentado que el criterio de orientación para hablar de “necesidad” es justamente la predonación natural del mundo a la vida, que para la investigación fenomenológica pura es el dato realista de partida y que marca, ya también como hilo conductor del método, la interdependencia de las dimensiones implicadas.
Quizá mi libro no haya repetido suficientemente que la ontología del aparecer describe y persigue conexiones necesarias entre vertientes irreductibles y que, por ello, la concreción fenomenológica no nace de la subsistencia de un yo poderoso ni de ningún núcleo absoluto aislable en él, sino que resulta de la interdependencia global entre múltiples factores que no se dejan separar. Tal es la forma fenomenológica de pensar lo concreto. Por utilizar la imagen de Villa, la fenomenicidad del mundo carece de patria de adscripción; discurre por entre todos los factores cooperantes a ella y se sostiene gracias a todos estos momentos (incluida la intersubjetividad, por cierto). Pero hay otra cuestión básica en la que Villa hace también converger su particular genealogía hermenéutica de la fenomenología con la recusación categorial de la propuesta fenomenológica. Me refiero a la seguridad con que él juzga que el pensamiento husserliano está restringido a ser una teoría del conocimiento; que se halla condenado a la condición de “una epistemología muy elaborada y sofisticada, como en el caso de Husserl, pero sin ocuparse de lleno de las cosas en su independencia y alteridad respecto de esa conciencia” (Villa, 2018: 145). A esta afirmación y a sus supuestos quisiera dedicar algunos comentarios finales.
3. El artículo de Villa propugna, en efecto, una distinción firme entre teoría del conocimiento y filosofía primera y pone en el debe de la fenomenología la limitación insuperable de ser mera epistemología y de decir tanto como nada a propósito de “la esencia física de las cosas en tanto reales” (Villa, 2018: 151). Considera que de ello se sigue que Zubiri sale indemne de la crítica planteada –como si las partes críticas de mi libro fueran un argumento pro teoría del conocimiento– y proclama que, por el contrario, es el juicio que el pensador español pronuncia en Sobre la esencia acerca de la fenomenología en su conjunto el que sale reforzado: “La filosofía de Husserl, la fenomenología, jamás nos dice qué es algo, sino cuál es el modo de conciencia en que es dado”.
De primeras, se me ocurren algunas respuestas rápidas contra una declaración desestimatoria tan rotunda. Pues también “el modo de conciencia en que algo es dado” debe de ser «algo» y debe de contar con un «qué» determinado, determinable, por poco que éste se valore a efectos de filosofía primera –y esto pese a su contribución y aportación al conocimiento–. Surge además la sencilla duda de cómo entender que la fenomenología husserliana haya podido proporcionar verdades de indudable relevancia ontológica, que han tenido influencia decisiva en la filosofía continental contemporánea: sobre la base de ese modo de darse desmanteló, a lo que parece, el positivismo en filosofía de la lógica, cuestionó la naturalización de la idea de significado y de verdad, descubrió la centralidad del cuerpo motriz en la experiencia, redescubrió y redefinió la pluralidad de regiones de lo que hay, etc. O bien, y casi paradójicamente, la fenomenología pura ha mostrado cómo el mundo de la vida es el suelo de sentido del que se desentiende el objetivismo científico de la Modernidad al emprender éste un empeño infinito por fijar legalidades exactas de lo que las cosas son, de lo que su objetividad es de espaldas a todo modo subjetivo de darse. Pero todas estas respuestas inmediatas, aunque nada arbitrarias, exigen demasiados detalles y podrían sonar a polémica apologética. Prefiero por ello dirigir la mirada a la conexión necesaria que vincula el modo de darse algo (cuarto sentido de fenómeno en el esquema del libro) con el algo que se da (segundo sentido de fenómeno e hilo conductor de la indagación fenomenológica). Y sugerir que en la perspectiva de la filosofía primera fenomenológica toda metafísica o toda ciencia que reclame acceder a lo que las cosas son «fuera de» su modo de darse, «con independencia de» su modo de aparecer, «de espaldas a» él, se ve envuelta en el absurdo de su propia construcción.
En esta consideración merece un singular protagonismo el principio fenomenológico de regionalización de la evidencia, que puede entenderse como el desmentido literal de la interpretación de Villa de que la normativa del aparecer viene determinada siempre por el yo y nunca por las cosas.En contra del cartesianismo de las ideas claras y distintas, en contra del empirismo, en contra de Kant, en contra de todo modelo único y universal de evidencia, Husserl defendió que existen tantas formas heterogéneas del darse intuitivo como (al menos) regiones de la realidad; las cosas físicas, los cuerpos vividos, las vivencias de conciencia, los útiles y realidades culturales, los objetos ideales, etc., vienen a manifestarse según modos, dinámicas, vínculos de la experiencia que en cada caso son peculiares, privativos de la índole en cuestión; incluso cada orden de propiedades esenciales y parciales de lo físico: la forma espacial, el color, las propiedades táctiles, etc., se ofrece en la percepción de un modo que les es propio, específico. La pluralidad del darse depende, pues, de la pluralidad ontológica. Pero en esta solidaridad de principio entre evidencia de la experiencia e identidad de lo que hay no se trata sólo de que el ser impone el acceso al ser, sino a la vez de que este acceso al ser pertenece a la descripción misma del ser, a la concreción de lo que hay dado y dándose. Lévinas gustaba de recordar con asombro la tesis husserliana de que también a Dios una cosa física ha de darse en múltiples orientaciones, con distintas perspectivas, bajo diferentes escorzos, ya que en esta dinámica de la experiencia, en esta «historia», el ser trascendente, en lugar de disolverse en meras representaciones, en lugar de ofrecerse en meros apareceres o apariencias, revela su identidad irreductible y afirma su condición ontológica de cosa entre cosas, de realidad individual en el espacio, de ente intramundano, etc.
Los modos de darse, y en primerísimo lugar la percepción, no son por tanto sucesos sobreañadidos a la identidad y existencia de las cosas, suerte de epifenómenos que vinculen, mal que bien, y en una relación extrínseca, una objetividad extraña con una conciencia encerrada. Mucho más que a una teoría moderna de la representación, la comprensión fenomenológica de la evidencia apunta a un análisis estructural y genético del encuentro original, vivo, con el mundo; el encuentro en que el mundo mismo hace valer su identidad, sentido, vigencia. En cambio, las alusiones de Villa a que la fenomenología es una mera teoría del conocimiento, secundaria respecto de una metafísica de las cosas reales, sí me parecen a mí incurrir en una comprensión representacionista de la evidencia, en una psicologización inadecuada de los modos de darse. El profesor de Morelia concede que Husserl habría llevado la pregunta por la “dimensión del aparecer” más lejos y a mayor hondura que ningún filósofo (Villa, (2018): 151-152). Mas por lejos que alguien vaya en esta dirección, ello implicaría “estar mirando las cosas sólo por el costado de su fenómeno y aparecerme, no por el núcleo duro de la esencia que le pertenece” (Villa, 2018: 146); esta mirada fenomenológica implicaría, en consecuencia, cerrarse “a la realidad de la naturaleza y su dinámica, de la vida y la materia, más allá de su puro aparecer” (Villa, 2018: 148) y desconocer por completo la instancia determinante que opera “antes de que [las cosas] aparezcan y para que puedan aparecer” (Villa, 2018: 152). En estos extractos se aprecia bien cómo la valoración de la fenomenología como teoría del conocimiento sigue pensando todo el tiempo de acuerdo con un esquema general de cosas a-fenoménicas que son la causa o el fundamento de la manifestación y que por un costado más o menos accidental, por eso que se denomina “costados fenoménicos”, tocan o rozan o entran en la “dimensión del aparecer”; éste queda entonces distinguido y contrapuesto del orden en-sí que pervive «allende» el fenómeno. No se da crédito, pues, a que en el análisis fenomenológico puro es el color extenso y la figura de las cosas y las distancias en el espacio, y el cuerpo mío y el del otro y el otro en persona, y el tiempo y el mundo, lo que comparece como trascendencias relativas, como inmanencias no-ingredientes de la propia evidencia en que todo ello tiene sentido. Se prefiere oponer el fenómeno al orden físico, con lo que necesariamente la descripción del aparecer queda sesgada y desvirtuada, a fin de que aloje sucedáneos de lo que hay, sean objetos mentales, sean ideas conceptuales del yo (Villa, 2018: 143), o sean simples representaciones, esos costados fenoménicos tangenciales al ser. La crítica de Villa no repara en que la comprensión trascendental del aparecer significa que hay un único objeto intencional, que es el real, y viceversa, y que carece de sentido el deslinde ontológico del objeto visto respecto del objeto real (Villa, 2018: 149), ya que en todo caso se tratará siempre de dinámicas de ampliación, expansión y construcción teórica a partir de la fenomenicidad y en ella. Poco importa ahora que fuera precisamente Husserl quien refutó sin concesiones el manejo absurdo de cualesquiera objetos internos u objetos ad hoc en la aclaración descriptiva del conocimiento. Lo que importa es que la comprensión trascendental del aparecer equivale, en verdad, a «la ruina de la representación». Es el fin de toda teoría del conocimiento que siga poniendo puentes, es decir trabas, a la continuidad de lo intencional con lo real, y es el fin simultáneo, y por lo mismo, de toda metafísica o ciencia que, al contrario, se desentienda del darse y pretenda proclamar lo que hay dado. El ser está dado, el ser está en la concreción plena del darse, en la dinámica infinita de sus modos de darse.
Estas consideraciones podrían prolongarse en términos más directamente polémicos. Pues ¿cómo es conciliable la alta estima en que Villa tiene a la fenomenología husserliana, elevada por él a la condición de la epistemología sofisticada que filosóficamente llega más lejos, con su rechazo paralelo de que ella pueda ser filosofía primera? Dado que epistemología filosófica es fundamentalmente teoría de la verdad, ¿no se asume con ello una fractura de principio en la correspondencia y convertibilidad entre verdad y realidad o verdad y ser? ¿La determinación teórica de lo que son las cosas “antes de que aparezcan y para que puedan aparecer” no presupone entonces aceptar un acceso a lo verdadero y un reconocimiento de ello que no precisa del radicalismo máximo en la comprensión de la verdad? Pero sin la epistemología más exigente y autocrítica, ¿cómo saber que una metafísica en elaboración, por un pensador que también él habla en primera persona, está en la verdad?
Me atrevo a sugerir en este contexto de discusión que la meditación fenomenológica fundamental equivale a la lucidez filosófica acerca de que toda prelación entre teoría de la verdad y ontología o metafísica es al cabo inconsistente. La filosofía primera que el fenomenólogo principiante busca no admite la antecedencia sustantiva de ninguno de ambos polos, y sí y sólo su mutua comunicación básica. Husserl sin duda reivindicó que las encrucijadas y aporías de las teorías modernas del conocimiento eran resolubles en investigaciones efectivas, y despejó al menos un buen número de ellas. Pero en este empeño la meditación fundamental por la que arranca la fenomenología pura pone de relieve, no principios lógicos, no instancias puramente cognoscitivas, no un yo con sus conceptos, sino a su base, como condición efectiva del conocimiento, los acontecimientos primordiales, existenciales, que soportan la estructura eidética de la fenomenicidad; la multiplicidad de las dimensiones que traman el aparecer del mundo a la vida hace posible en concreto el fenómeno del conocimiento, pero en sí misma es también experiencia del ser y ser inmanente. Así, el radicalismo filosófico en la comprensión de la verdad conduce a una ontología del mundo intersubjetivo de la vida como suelo de sentido y de ser. No es el momento de defender esta posición, sino de indicar que un deslinde de fronteras entre teoría de la verdad y ontología o metafísica, fijando primero una cierta independencia y luego una supeditación unidireccional, no es fenomenológico. La fenomenología pura descubre más bien cómo la necesaria comunicación interna entre ellas pertenece a la filosofía primera buscada.
Villa, J. (2018). “Zubiri y la recepción de la fenomenología según Serrano de Haro”. En Open Insight IX (16): pp. 129-154.
Rubén Sánchez Muñoz
Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla, México
ruben.sanchez.munoz@upaep.mx
Fecha de recepción: 24/05/2018
Fecha de aceptación: 1/06/2018
En algunas de sus conferencias de finales de la década de los ’20 y principios de los ’30, Edith Stein discutió públicamente algunas de sus ideas sobre la pedagogía. Entre otras, habló de la formación de la mujer, del ethos de las profesiones femeninas y en su curso sobre “La estructura de la persona humana” dedica los primeros capítulos al análisis de las relaciones entre la antropología y la pedagogía a través de la reflexión sobre las implicaciones pedagógicas de algunas teorías como el psicoanálisis, la psicología profunda y la filosofía existencial de Martin Heidegger en las labores educativas. En el curso de 1932-33, habla de la idea del ser humano como fundamento de la pedagogía y de la labor educativa, y presenta su tesis principal: la antropología es el fundamento de la pedagogía. En este estudio presentamos los resultados más significativos del trabajo de Edith Stein y los relacionamos con los conceptos de «persona» y «formación» como ella los aborda en sus escritos. Así, queremos mostrar que la labor educativa ocupa un lugar importante dentro del personalismo de la filósofa de Breslau.
Palabras clave: antropología; ethos; formación; pedagogía; persona.
In some conferences of the late 1920s and early 1930s, Edith Stein publicly discussed some of her pedagogical ideas in which she refers to the formation of women and the ethos of the female professions. In her course on "The Structure of the Human Person" she dedicates the first chapters to the analysis of the relations between Anthropology and Pedagogy through the reflection on the pedagogical implications of some theories such as psychoanalysis, deep psychology and the existential philosophy of Martin Heidegger in educational work. In this course of 1932-33, she talks about the idea of human being as the foundation of Pedagogy and educational work, and presents her main thesis: Anthropology is the foundation of pedagogy. In this study, we present the most important results of Edith Stein's work and relate them to the concepts of person and formation presented in her writings. We mean to show that the educational work occupies an important place within the personalism of the philosopher of Breslau.
Keywords: Anthropology; ethos; formation; Pedagogy; person.
En su curso de 1932-33 sobre La estructura de la persona humana Edith Stein dedica los primeros dos capítulos al análisis de las relaciones entre antropología y pedagogía. En el primero, se centra en la exposición de “La idea del hombre como fundamento de la pedagogía y de la labor educativa”. En el segundo, expone una de las tesis centrales de sus reflexiones pedagógicas y antropológicas: “La antropología es fundamento de la pedagogía”. En este trabajo queremos exponer las relaciones que tienen las ideas antropológicas y pedagógicas de la filósofa de Breslau con su concepto de persona.
Así pues, después de exponer brevemente la idea que Edith Stein tiene a la altura de 1932-33 sobre la persona, vamos a ver lo relevante que resultan la educación y la pedagogía para encaminar y dar cumplimiento a una idea de persona que se encuentra en devenir y desarrollo. Sus ideas antropológicas y pedagógicas son un poco anteriores al curso sobre la estructura de la persona humana del 32-33. Aunque Stein habla de la persona antes y después de esta fecha, lo relevante de su «personalismo» a esta altura del tiempo es justamente la relación que ella misma encuentra con los temas relacionados con la pedagogía, incluyendo aquellos en los que aborda el tema del alma femenina y la formación de las mujeres sin olvidar el enfoque católico de su propuesta pedagógica, lo que no se encuentra en sus escritos anteriores a 1921. Aunque su enfoque no deja de ser el fenomenológico, ella misma reconoce la fuerte influencia que hay de santo Tomás en sus trabajos. Nuestro objetivo aquí no es mostrar y dar cuenta del influjo del padre Angélico en la obra de Edith Stein, porque lo mismo valdría para Husserl. Nos parece suficiente tener presente que este influjo existe y que la filósofa, a pesar de ello, realizó importantes críticas tanto a Husserl como a santo Tomás de Aquino en sus trabajos.
Entendemos por «personalismo» toda postura filosófica, aunque no exclusivamente filosófica, que pone en el centro de reflexión a la persona y que incluso dentro de su estructura conceptual ocupa un lugar importante. Juan Manuel Burgos sostiene esta idea en su Introducción al personalismo (2012: 5). Ferrater Mora se refiera a ella en el mismo sentido en su Diccionario de Filosofía; en su libro ¿Qué significa ser persona?, Urbano Ferrer sostiene que la persona “es central para la fundamentación del saber moral” (2002: 13) y en sus trabajos Personalist Papers y The Selfhood of the Human Person, John F. Crosby resalta el valor y la dignidad de la persona a partir de la individualidad y sostiene que cada individuo es único e irremplazable.
Aunque no existe una sola idea de la persona ni, por lo tanto, un solo personalismo sino una variedad muy diversa y rica de personalismos con distintas orientaciones, podríamos decir que existe algo que es común a ellos y que es lo que comparten. Sólo porque existe esta compatibilidad o coincidencia podemos afirmar que autores como Max Scheler, Ortega y Gasset, Karol Wojtyla, Jacques Maritain, Gabriel Marcel y Emanuel Mounier, entre otros, son personalistas. Partimos de que esto común entre ellos es el lugar que ocupa la persona en sus reflexiones y lo importante que llega a ser para comprender el conjunto de sus propuestas, y asumiendo esta misma idea es que hemos pensado que existen elementos suficientes para afirmar que Edith Stein es una filósofa personalista. Las tesis principales de esta postura las hemos expuesto en el libro Introducción al personalismo de Edith Stein (2016). En efecto, uno de los temas que interesan a diversos autores personalistas es el relacionado con la educación de la persona y, en este sentido, el personalismo de Edith Stein cumple con esta problemática.
Pues bien, al abordar el problema de la constitución de la persona humana, Stein critica fuertemente la antropología de corte platónico-cartesiana, esto es, la antropología dualista, según la cual en el hombre se hallan dos sustancias distintas y separadas (res extensa y res pensante) o bien dos realidades entrelazadas (como son el alma o ψυχή y el cuerpo o σῶμα), pero de naturaleza distinta. Ella considera que estas propuestas descansan en el error de considerar al hombre de manera dualista (Stein, 2003i: 680 y s). Esta crítica de Stein está directamente relacionada con sus objeciones en contra de la psicología y algunos especialistas han desarrollado las líneas fundamentales de una psicología fenomenológica desde la propuesta de Edith Stein. Este es el caso de Tommy Akira Goto y Mak A. Borges de Moraes (2016) quienes exponen las críticas de Edith Stein a la psicología, y Paulina Monjaraz (2016), quien sostiene desde una perspectiva steiniana la inseparabilidad de la conciencia y el cuerpo o la encarnación. En un trabajo anterior, Diego I. Rosales (2010) ha presentado parte de estas críticas a la psicología dualista para sostener la idea de un monismo antropológico en la obra de Edith Stein a partir de la idea del cuerpo humano como subjetividad.
Así pues, aunque nuestro propósito no es mostrar los argumentos de Stein para defender la unidad de la persona y la compleja realidad que ella representa, no nos hemos olvidado de que el cuerpo (Leibkörper) representa una parte fundamental de la unidad de la persona humana y que el cuerpo es, para Stein, el medio a partir del cual la persona se desarrolla y el instrumento a partir del cual el espíritu se expresa. Pero que el cuerpo sea medio o instrumento sólo puede significar que, como parte de la unidad de la persona, ésta emplea el cuerpo para crear y para actuar. No existe ninguna actividad que la persona ejecute en la que no interfiera el cuerpo. La persona se puede valer voluntariamente del cuerpo para dar cumplimiento a su imagen de persona y actualizar con ello sus potencias. Así pues, la persona es una unidad de cuerpo, alma y espíritu.
Del mismo modo, queremos enfatizar el estrecho vínculo que hay en la discípula de Husserl entre antropología y psicología, y entre psicología y pedagogía, en especial por la intención que tiene Stein de devolverle a la psicología su sentido etimológico originario al definirla como ciencia del alma y al subrayar que la formación de la persona debe cultivar y desarrollar las potencias del alma humana.
El curso de Münster sobre la estructura de la persona humana (Der Aufbau der menslichen Person) es fundamental para acercarse al concepto de persona. Allí define a la persona como un ser dotado de razón, como un ser que es dueño de sí mismo y que es consciente y, por serlo, se tiene a sí mismo bajo las riendas. Partiendo de allí, la filósofa resalta lo importante que es para la persona este tenerse “a sí mismo bajo las riendas”, porque sólo así puede “configurar libremente los actos puntuales de su vida” (Stein, 2003a: 662). Estos actos, entendidos no como actos de conciencia sino como acciones que están fundadas en hábitos y en costumbres, o que son de vital importancia para fundar dichos hábitos y costumbres, le permiten a la persona configurar un determinado “modo de ser permanente”. El autodominio representa la posibilidad de actuar persiguiendo un determinado fin, la posibilidad de imprimirle a su vida práctica una legalidad racional que consiste en “actuar en conformidad con un determinado principio” (2003a: 662).
El autodominio se fundamenta, en gran medida, en el autoconocimiento. Quien se conoce sabe y puede identificar las cosas que debe hacer o dejar de hacer, dónde se tiene que frenar, reparar o corregir a fin de alcanzar la meta que persigue. El fin último al que aspira la persona puede estar vinculado a casos aislados, dice Stein, o bien “puede tratarse de un objetivo supremo que la persona puede alcanzar con todo su proceso de autoconfiguración” (Stein, 2003a: 662). Este objetivo supremo o fin último al que aspira la persona es “un modelo de lo que quiere llegar a ser” (2003a: 662).
Así pues, que la persona es un ser dotado de razón quiere decir, como lo expone en Ser finito y ser eterno, que “puede comprender la normalidad de su ser propio y según esto puede orientarse con su comportamiento” (2007b: 958). Por eso, la persona humana es consciente, se da cuenta de lo que hace, lo que quiere o desea y, además, es libre, porque sólo siendo libre puede elegir los caminos a partir de los cuales autoconfigurarse. En esta obra de 1936 Stein va a enfatizar el sentido de la persona entendido como “el yo consciente y libre” (2007b: 970), porque los actos libres “son el primer ámbito de dominio de la persona” (2007b: 970).
Como podemos ver, se trata del sentido de la persona como un ser que se encuentra en devenir. Podríamos decir que, por un lado, tenemos a la persona en acto (esta persona de aquí y ahora) y, por otro lado, tenemos la persona en potencia (el modelo o fin que se persigue). La persona en potencia sería este modelo que es el que imprime sentido a las acciones, pero es un modelo que siempre está más allá. El sentido de la persona adquiriría con ello un sentido teleológico. Debemos decir, también, que esta es una idea en la que todavía trabajamos. Pero nos queda claro lo importante que es el tiempo para comprender el modo de ser de la persona, su devenir temporal e histórico o lo que constituye su imagen dinámica que se inscribe dentro de una fenomenología genética. Lo que es la persona lo es en desarrollo. Por ello Stein habla de «formación» (Bildung), «autoformación» y «autoadiestramiento» (Selbstausbildung) y del «autodesarrollo» (Selbstentwicklung). A partir de los actos libres la persona se constituye y este despliegue es necesariamente temporal e histórico.
En el trabajo que Peter Schulz ha desarrollado sobre el concepto de persona y la identidad de la misma, arguye que, para Stein, al igual que para Scheler, la persona se constituye en sus actos. Sostiene que las acciones son relevantes porque en ellas la persona llega a ser el que quiere ser y que las acciones importan a la persona porque en ellas se autoconfigura a sí misma. Como apunta el propio Schulz, la diferencia entre la persona humana y los seres infrahumanos “es el obrar consciente” (1998: 816). Lo característico del actuar es su carácter transitivo en el cual la persona “se determina en sus acciones” y este “aspecto de la autodeterminación”, lo que denomina “estructura autofinalista del actuar”, es “el fundamental para el análisis steiniano de la unidad de la persona” (1998: 816).
Es claro para Stein que el hombre “no llega al mundo «terminado», sino que a lo largo de toda su vida se ha de ir construyendo y renovando a sí mismo en un constante proceso de transformación” (2003a: 687). El problema aquí es justamente que este proceso de transformación –dice Stein– no alcanza nunca “un estado definitivo e inmutable” (2003a: 687). Es como si, al final, con la muerte, nos quedáramos en el camino, en este despliegue que se vería truncado por nuestra propia finitud. De hecho, en algunos pasajes de sus obras, en especial en La estructura de la persona humana y Ser finito y ser eterno, Stein refuta algunas de las tesis hedeggerianas que a su juicio conducen a cierto pesimismo a incluso al nihilismo. Al nihilismo metafísico le seguiría un nihilismo pedagógico que habría que superar con una “metafísica positiva que dé una respuesta adecuada a la nada y a los abismos de la existencia humana” (2003a: 568).
Pues bien, un lugar especial dentro de la estructura de la persona humana lo conforma lo que Edith Stein denominó “núcleo de la persona” (Kern der Person) desde una etapa muy temprana de su pensamiento. De acuerdo con las ideas que ella misma va desplegando a lo largo de los años, en distintas obras y en diferentes periodos de su pensamiento, el núcleo de la persona es “el fundamento ontológico de la vida anímica puntual en el alma misma, con sus potencias y hábitos” (2003a: 653). Fuertemente influenciada por el pensamiento de santo Tomás de Aquino, Stein define las «potencias» como “capacidades no desarrolladas, como meras posibilidades” (Stein, 2003f: 91). El núcleo de la persona constituye el sello de su individualidad personal; en él se hallan estas potencias o cualidades que pueden desplegarse y actualizarse o que, en su defecto, pueden quedar atrofiadas. A través de las acciones, sobre todo de aquellas que resultan habituales, acciones que se convierten en hábitos, la persona también contribuye a la configuración del núcleo porque se quedan marcadas en él y lo forman. Las acciones y las decisiones resultan importantes porque “toda decisión crea una disposición a volver a tomar otra decisión análoga” (2003a: 654). En la idea del núcleo de la persona, la cual tiene el sentido de la “estructura personal y su cualificación individual”, es la forma en la que la persona humana encuentra “el centro de su ser” (2003a: 669). Desde un análisis metafísico, Stein sostiene que todos los estratos de la persona (tanto corporales como anímicos y espirituales) “están informados desde ese núcleo” (2003a: 670).
En pocas palabras, lo que es la persona lo es por el núcleo, que es el centro de su ser y su fundamento;el desarrollo de la personalidad y el ir ganando grados cada vez más altos, consistiría en la actualización de las potencias que están ya contenidos en ella. Muchas potencias se desarrollan y se actualizan y otras no. A través del autoconocimiento, la persona humana se da cuenta de sus propias capacidades, habilidades y potencias; sabe dónde hacer y dónde dejar de hacer para lograr el cumplimiento del modelo de persona que persigue. La persona que trabaja conscientemente en su formación, “tiene una imagen ante sus ojos” (Stein, 2003b: 192) y esta imagen, por cierto, la puede tener a partir de una persona humana concreta que conoce y lo motiva a ser de ese modo (Stein, 2003b: 192).
Veamos ahora lo relevante que es el concepto de formación dentro de este proceso de constitución de la persona.
Entre las ideas pedagógicas y antropológicas de Edith Stein es fundamental resaltar el concepto de formación (Bildung). La idea que defiende la filósofa de Breslau es que la persona, por poseer la capacidad de autodominio y por su capacidad de elegir, puede ser adiestrada por otros, por supuesto, pero de manera primigenia puede autoeducarse o autoformarse. En su ensayo sobre Naturaleza, libertad y gracia sostiene que la persona puede trabajar en “la formación de su carácter” (2007a: 72 y ss). La persona, por tanto, puede educarse a sí misma. El sentido de la formación del hombre tiene en Stein el sentido de la formación del espíritu en el sentido subjetivo y objetivo, porque se trata de que la persona actualice las potencias y cualidades que posee, por un lado, y de que se introduzca en la cultura y aprecie los tesoros que ella le ofrece en sus diversas dimensiones.
En 1930 Stein dictó la conferencia “Sobre el concepto de formación” y allí expresó que la persona gracias a su libertad se tiene a sí misma en sus manos y que, en este sentido, a través de la voluntad puede dirigir el alma y el cuerpo, aunque ciertamente no de manera incondicional e ilimitada (2003b: 190). De este modo, enfatiza que “todo formar es auto-formar” y que “en toda actividad formadora lo activo se forma a sí mismo, es decir, el sujeto y el objeto de esta actividad es el mismo” (2003b: 188). En cierto sentido, hay que afirmar que todo proceso de formación es un proceso de autoformación, porque los actos de la persona son transitivos. Como ha hecho notar F. J. Sancho Fermín: “la libertad de la persona humana, aun siendo algo condicionado por su finitud..., es algo específico de su personalidad y desempeña un papel constitutivo en el crecimiento del hombre” (Sancho, 2000: 162 y s).
Así, la educación viene siendo una especie de adiestramiento. Stein entiende el adiestramiento “como cultivo de las fuerzas a través de su puesta en acción” (Stein, 2003b: 190). En consecuencia, la educación del individuo tendría que centrarse en la formación de la persona, tomando en consideración las capacidades y aptitudes que posee sin descuidar el medio en el que éste se desenvuelve; esto se sigue de la afirmación que hace Stein en su Introducción a la filosofía, idea que reafirma en sus escritos de madurez, y según la cual la vida de la persona “se manifiesta en el hecho de que el «núcleo» determina por sí mismo qué es lo que acontece con la totalidad del ser vivo” (Stein, 2005: 792). La consecuencia pedagógica de esta tesis es justamente que educar “quiere decir llevar a otras personas a que lleguen a ser lo que deben ser” (2003a: 743).
En su obra sobre los Fundamentos de la formación de la mujer, de 1932, Stein refutó la idea de formación como mera exterioridad y defendió que el adiestramiento que proporciona la educación no se refiere a saberes enciclopédicos ni se reduce a los conocimientos del mundo externos, “sino a la configuración que la personalidad humana asume bajo la influencia de múltiples fuerzas formadoras” (2003h: 197). Pero, ¿cómo puede el ser humano trabajar en la formación de sí mismo? Stein considera que ello sñolo se logra cuando el individuo madura y despierta a la vida espiritual desde la cual ejerce su libertad. Al ganar esta libertad, el ser humano “puede él mismo trabajar en su formación”, pero requiere para ello del ejercicio de su “libre voluntad” (2003h, 199). Así que, mientras esta libertad no se asume de manera consciente por el individuo y se encuentra en un estado en donde todavía no puede elegir por sí mismo los medios para autoformarse de modo responsable, la formación debe depositarse en manos de alguien más. Este alguien debería, por tanto, poseer la claridad del modelo de ser humano que quiere formar.
Pues bien, de acuerdo con la propuesta educativa de Edith Stein, la educación o formación de sí mismo parte de una mirada a la realidad profunda del alma. Stein piensa en la formación de espíritu en el sentido de que sólo así se puede lograr plenamente la formación del hombre, pero la formación del hombre significa la realización del alma, o sea la actualización de las potencias. “El alma tiene que realizarse” (Stein, 2003b: 185) y lo hace por medio del espíritu que es libre y mantiene esta apertura a la trascendencia. Pero para lograr esta realización, a nuestro juicio, la persona debe asumir un posicionamiento ético. Se trataría de una actitud responsable consigo mismo, pero justamente por ello se trataría también de una postura ética frente a los otros y frente al mundo.
Ahora bien, Stein no escribió un libro de ética y lo que podemos recuperar sobre este tema, lo esbozó parcialmente en algunos de sus escritos. Por las ideas que allí expone, nosotros consideramos que el proceso de autoformación de la persona va acompañado de una dimensión ética. Pero, ¿cómo debe entenderse esta ética? En su conferencia de 1930 sobre El ethos de las profesiones femeninas, expone su idea misma de ethos. Allí arguye que el ethos se refiere a “algo duradero que regula los actos del ser humano... algo que en él mismo es activo, en una forma interior, en una duradera actitud del alma” (Stein, 2003c: 161). El término «ethos» remite, como en la escolástica, al concepto de hábito y señala que la idea universal del hábito “se especifica en el ethos mediante el punto de vista del valor. Cuando se habla de ethos se mienta un hábito o una multiplicidad de hábitos que poseen un valor positivo y satisfacen determinadas exigencias objetivas o leyes” (2003c: 161).
Es verdad que el concepto de ethos lo recupera Stein en el contexto de sus estudios sobre las profesiones feministas, pero cuando así lo hace, está pensando en el sentido personal de las mujeres profesionistas, en el hecho de que ellas son personas y por ser así, su definición de ethos y sus implicaciones se pueden extender a cualquier persona, sea hombre o sea mujer. De acuerdo con Urbano Ferrer, el ethos en Stein hay que entenderlo en el sentido de un “conjunto disposicional de su sí mismo, que denominamos ethos o carácter” (Ferrer, 2002: 63). El sí mismo, de acuerdo con Ferrer, es entendido como “la materia que el yo ha de conformar, pero no siéndole ajena, sino como un resto de opacidad situado en su interior y que el yo va sucesivamente esclareciendo” (Ferrer, 2002: 61). Ferrer se refiere al sí mismo como “zonas de penumbra” que rodean la vida de conciencia y menciona entre ellas “mis potencias, mis hábitos, mi cuerpo” (Ferrer, 2002, 61). Stein reconoce que hay una estrecha relación entre las potencias, los hábitos y la actualidad y la razón de ello es que “las potencias delimitan el campo natural de posibilidades para la actualidad” (Stein, 2003a: 653).
Así pues, cuando Stein afirma que la persona tiene que formarse a sí misma, debemos tener presente que es en el alma humana misma donde están contenidas estas zonas de penumbra, estas potencias, hábitos y el cuerpo mismo que escapan a la vida consciente y que inclusive podríamos identificar con la pasividad de la vida del sujeto. Y esto es así debido a que Stein identifica el núcleo de la persona también con la vida afectiva. En algunos pasajes de Ser finito y ser eterno y en la Ciencia de la cruz identifica la vida afectiva de la persona con el corazón (véase Sánchez, 2016: 124 y ss).
Pues bien, el sí mismo que debo formar es este conjunto de disposiciones y potencias contenidas en el núcleo de la persona y de cuyo despliegue dependerá la autenticidad o falta de autenticidad de la persona. A la formación de esos hábitos no se puede llegar más que en la autoeducación, el autocontrol y la autodeterminación personal, es decir, en el ejercicio de la libertad en el horizonte teleológico de la persona. Por ello decimos que la vida personal es ya una vida acompañada de un ethos personal que se despliega en todas las acciones y en todo el comportamiento de la persona. En especial hay que tener presente que “lo que es asimilado en el interior del alma, se convierte en una parte de ella” (Stein, 2003b: 186). Consecuentemente, en la formación del espíritu el alma se realiza y con ello la persona llega a ser el que debe ser.
Como vimos más arriba, Stein no entiende la “esencia del alma” en el sentido de la esencia del alma en general o universal. Por ejemplo, en Ser finito y ser eterno, al hablar del alma humana no se refiere al género sino a “lo propio de cada alma humana, su característica personal” (2007b: 1022). Por ello considera que la persona que vive desde su centro anímico es “capaz de renovarse auténticamente” (2007b: 1022). Y en el concepto de renovación (Erneuerung) –que aparece también en los ensayos de Kaizo de Husserl– ya está contenido el concepto de ethos. En el ethos se fundamenta la “orientación vital originaria” de la persona que vive desde el centro íntimo de su alma. Así como la persona se puede formar a sí misma, también se puede «desatender» “y consecuentemente puede culparse a sí mismo si permanece «inculto» (no-formado) o «deformado»” (Stein, 2003b: 190). Con ello vemos que la Bildung tiene el sentido del cultivo de sí.
En La estructura de la persona humana Stein define la pedagogía como la “teoría de la formación del hombre” (2003a: 562). Pero la pedagogía, añade, es “parte orgánica de una imagen global del mundo, es decir, de una metafísica” (2003a: 562). La pedagogía o las teorías pedagógicas, parten de una determinada idea del mundo y del hombre, de una metafísica, que es la que está como presupuesto de sus métodos, de sus fines y, por tanto, de los medios que se eligen para educar o formar al ser humano. Esta idea del hombre que está presupuesta es justamente la que justifica las diversas acciones que hay que emprender para dar cumplimiento al fin que se persigue. Los métodos pedagógicos y los contenidos de los planes y programas de estudio, intentan ser coherentes con esta serie de ideas y presupuestos y creemos que es justo allí donde Edith Stein ha advertido algunas dificultades importantes.
Pero, ¿qué importencia tiene el concepto de Bildung en relación con la persona? Como hemos visto, la persona se puede autoconfigurar y autoeducarse. Pero, cuando el hombre, por las distintas razones que podamos pensar, no puede “trabajar él mismo en su propia formación”, entonces “está asignado a la actividad de otros, de formadores humanos, que pueden y deben proporcionarle los materiales formativos necesarios” (Stein, 2003b: 191). ¿En función de qué principios deben estos formadores realizar esta empresa? Para Stein es claro que, así como el ser humano puede y debe ejercer su libertad para conquistar grados cada vez más altos o mejor más profundos de sí mismo, también hay un deber del «entorno»; la sociedad también tiene cierta “obligación y responsabilidad”. Entre ellas, aportar los materiales necesarios para llevar a cabo la formación, asegurarse que esos materiales sean lo más adecuados posibles y, finalmente, que esos materiales sean “ofrecidos en una forma que la asimilación sea lo más provechosa posible” (2003b: 191).
Stein insiste que mujeres y hombres “son seres individuales, cuya individualidad debe ser tenida en cuenta en la labor de formación” (2003h: 209). Así que la exigencia del docente es doble, porque debe en primer lugar conocerse a sí mismo y, luego, debe conocer a la persona que va a formar. En estas conferencias y textos de 1926 a 1933, se centran específicamente, en su mayoría, en la labor educativa y formativa de la mujer, tanto como formadora de personas como persona que debe ser formada, pero las indicaciones de Stein, una vez más pueden y deben extenderse a todas las personas. En ambos casos, se trate de una maestra o de un maestro, deben estar formados ellos mismos para poder formar a otros, lo que resulta una exigencia ética necesaria. Pero también, como hemos apuntado ya, los maestros tienen la exigencia de “prestar atención a los dones individuales del niño para que sea formado del modo adecuado” (Stein, 2003g: 248). Por estas mismas razones Stein extiende esta misma advertencia a la profesión misma del docente y señala que “el trabajo presente no debe descuidarse en virtud de las aficiones personales” porque “nadie puede dar lo que no tiene, y el que deja atrofiarse lo mejor que posee para luchar por tener algo que por naturaleza no le corresponde, está matando todo efecto fructífero” (Stein, 3003g: 248). Por último, Stein también advierte que debemos ser conscientes de nuestra naturaleza creada, de nuestra finitud y, a partir de ello, considerar las implicaciones que tiene en nuestra formación y en la de aquellos que nos han sido confiados.
La implicación es muy clara: “nunca alcanzaremos la posesión de un conocimiento perfecto, ni para nosotros mismos ni para los otros, y por eso nunca estaremos en condiciones de poder acometer nuestra labor de formación, en nosotros mismos o en los otros, con infalible seguridad” (2003b: 193). Por ello, Stein recurre a Dios como formador y termina confiando en que aquello que el formador mismo no pueda lograr por sus propios medios, con sus técnicas o procesos, Dios puede hacerlo a través de la gracia. Sostiene que “ninguna medida formativa de un educador puede cambiar la naturaleza de un hombre, solo pueden contribuir para que siga, de entre sus posibles direcciones formativas, una u otra” (2003b: 192). Dios, en cambio, tiene el poder de “transformar la naturaleza y así influenciar desde dentro en el proceso formativo de tal manera que resulta sorprendente y asombroso sobre todo para aquel a quien le sucede” (2003b: 192). Lo que Stein aconseja es “abrirnos a la gracia”, esto es, “renunciar totalmente a nuestra propia voluntad, hacerla prisionera del querer divino, poner en las manos de Dios toda nuestra alma, presta a la aceptación de su obra formativa” (2003h: 210).
La filósofa tiene muy en cuenta la idea de la persona como individuo, de la persona como ser único e irrepetible y ello tiene un impacto importante en la educación y en cualquier proceso de formación. Al final de la conferencia que Stein impartió el 8 de noviembre de 1930 sobre los “Fundamentos de la formación de la mujer”, añadió un comentario el 12 de enero de 1932 a petición de Marie Buczkowska, una de las asistentes a la conferencia, y allí da una serie de consejos sobre cómo despertarse en las mañanas, qué hacer durante la primera hora y cómo desarrollar las demás actividades hasta la hora de evaluar nuestras acciones del día a la hora de ir a dormir. Pero advierte que se trata sólo de algunas indicaciones que podrían ayudar a ordenar las actividades del día, aunque, en realidad, cada quien debería considerar cómo podría ordenar sus actividades en función de “las propias circunstancias de la vida” (2003h: 212). Las actividades hay que ordenarlas tomando en cuenta las condiciones, el género de vida y, en especial, sabiendo que la situación exterior es distinta en cada persona. Stein enfatiza también que debemos tener en cuenta que “la situación anímica es diferente en las distintas personas y en cada uno de los distintos tiempos” (2003h: 213). Por último, señala: “Los medios adecuados para establecer la conexión con lo eterno, para mantenerlos, o para revitalizarlos… no son todos igualmente fructíferos para cada uno ni para todos los tiempos” (2003h: 213).
En esta misma conferencia Stein apuntó una serie de ideas que coinciden plenamente con algunas de las tesis principales de Paulo Freire y sobre las cuales Pamela Fitzpatrick ha realizado una serie de anotaciones en su trabajo (2016: 269). Stein notaba, al igual que Freire, que la educación no puede reducirse simplemente a la transmisión de saberes enciclopédicos que los estudiantes memorizan y retienen, porque esos saberes pueden no tener nada que ver con su contexto y podrían no identificarse con ellos como personas. A su juicio, una elección sana de la profesión debía tener en consideración los propios “dotes individuales” (2003h: 208). De este modo, la temprana identificación de éstos podía usarse en provecho de la elección de materias que se encargaran de formar al individuo en relación con una profesión futura. Stein imaginaba, en este caso, poder realizar esta práctica a través del modelo de Maria Montessori en el cual el individuo es formado desde una etapa muy temprana hasta alcanzar una vida profesional (2003h: 208). La formación y toda labor de formación debería estar centrada, entonces, en el “talento e inclinación individuales” partiendo de saberes teóricos y prácticos al mismo tiempo. Ello significa que, aparte de los contenidos teóricos propios de cada materia, los estudiantes pudieran realizar una serie de actividades prácticas, “no por experimentos de laboratorio, sino mediante solución de tareas reales, aunque pequeñas y modestas” (2003h: 208).
Pues bien, al final de La estructura de la persona humana, Stein enfatiza una vez más la necesidad de “recurrir a casos concretos” que les permitan a los estudiantes asimilar los contenidos y subraya lo importante que es además que el maestro predique con el ejemplo y que sea coherente en su vida práctica con lo que enseña. La falta de coherencia entre ellos puede conducir a una actitud escéptica por parte del estudiante y a causa de ello hacer imposible cumplir plenamente con los objetivos de la labor docente (cf. Stein, 2003a: 747).
Así, podemos inferir que para Stein la labor educativa y formativa debería estar enfocada en desarrollar las potencias y cualidades que la persona ya tiene. Fracasará o demandará mayor esfuerzo, por tanto, cualquier actividad formativa que intente desarrollar en el individuo una habilidad para la cual no tiene las potencias ni el interés y empeño que se requiere. Es una tarea sumamente difícil porque, en sentido estricto, la formación debería centrarse en la individualidad de cada persona. Pero, además, ello es difícil de lograr cuando se tiene que educar a grupos amplios, cuando los contenidos determinados no concuerdan con los intereses de los estudiantes o cuando al mismo formador o docente no le interesa el trabajo que realiza, en el peor de los casos.
Pamela Fitzpatrick ha resaltado la idea que la filosofía de la educación de Edith Stein insiste en que los maestros se centren en los individuos. Afirma, en efecto: “For this reason: Stein’s philosophy of education resonates today because she insisted that teachers focus on the individual” y dice allí mismo: “To Stein, every student had a soul, was an individual, and warranted a teacher who was empathetic, qualified, and committed” (2016: 267).
Así pues, Stein identifica algunos problemas en la falta de una metafísica en las teorías pedagógicas o en la falta de claridad de ellas, o en la incoherencia entre un modelo pedagógico y la metafísica que se tiene. Las teorías tienen implicaciones, y dependiendo de las teorías que se asuman se derivará una serie de acciones (2003a: 562). La idea del hombre que se asuma determinará la idea que se formule de la pedagogía y de las labores educativas y tendrá necesariamente un impacto social, ya que la formación desemboca finalmente en una profesión y la profesión, sostiene Stein, “es el lugar en el cual se integra el individuo en la comunidad, o la función que tiene que cumplir en el organismo social” (2003h: 208).
Por estas razones, Stein toma en consideración algunas condiciones de posibilidad de la educación, lo que muestra partiendo de la idea de que los seres humanos, a diferencia de otras especies, ejecutan actos en común gracias a su naturaleza espiritual. Entre estas condiciones están: 1. Que las personas implicadas en el acto educativo asumen distintas posturas o roles: el del educador y el del educando, “y exige de cada uno de ellos una participación diferente” (2003a: 577). 2. También está el hecho de tener en posesión ciertos “bienes espirituales objetivos” y la posibilidad de que unas personas se los transmitan a otras y 3. “El carácter evolutivo del hombre”, lo que nos conecta una vez más con la finitud y remarca la idea de que el ser humano “no entra terminado al ser”; este carácter evolutivo debe entenderse en el sentido de la autodeterminación y luego de la dirección y del seguimiento. En efecto, este tercer aspecto nosotros lo definimos a través de la imagen dinámica de la persona o lo que es su constitución genética.
En un texto de 1929, intitulado “Sobre la lucha por el maestro católico”, Stein se enfrenta al problema o dilema marcado en ese momento por la separación entre el espíritu alemán y el catolicismo. Allí asume que en toda labor educativa se debe tener en claro, en primer lugar, “qué significa «educar»” (2003d: 104) y líneas después aborda el problema del objetivo de la educación para hacer énfasis en lo siguiente: “que establecer objetivos es tarea de la ética, y que por tanto la ética es la ciencia fundamental para la pedagogía” (2003d: 105). Pero, ciertamente, Stein no desarrolló esta línea. Respecto del trabajo docente, Stein sostiene, en otro lugar, que “The instructor may even consider the education successful, if the pupil has been prepared to continue her education independently in the initiated direction” (Stein en Fitzpatrick, 2016: 269).
Para finalizar este trabajo, quisiéramos centrarnos en la función social de la educación, seguido de un comentario sobre la antropología teológica y la pedagogía cristiana que propone Edith Stein y resaltar algunos de los puntos centrales.
A través de una profesión, por tanto, de un proceso de formación o educación, el individuo se inserta en la comunidad. Cabe decir que esto no se reduce al sentido de la formación escolar, ya que una profesión se puede aprender y desarrollar en otros medios. Y esto es importante, porque la persona “es por naturaleza miembro de la comunidad” (Stein, 2003e: 130). De ahí se sigue que el individuo aislado de sus relaciones sociales es una abstracción y que es preciso tener en cuenta su carácter social y comunitario o, lo que es lo mismo, su dimensión intersubjetiva.
La persona vive en comunidad y es, por definición, un individuo, un ser único en cuyo núcleo o Kern se hallan contenidas las potencias que podría actualizar. Pero se trata en todo caso de un ser imperfecto e inacabado. Lo que es el individuo “lo es como posibilidad pero no en realidad; tiene que llegar a hacerse. Este llegar a hacerse dura plenamente toda su existencia” (2003e: 132).
Vivir en comunidad significa compartir con otros, estar en contacto con ellos a través de formas de pensar, sentir, querer y actuar juntos. Vivir en común e inclusive dejarse influenciar por ellos, sentir con ellos y a través de ellos (como ocurre a través de la empatía). Tenemos también la transmisión de creencias, costumbres y estilos de vida que se perduran de generación en generación, de unos a otros. La relación con las demás personas influye en nuestra propia formación y en la formación de los otros a través de nuestras acciones. Vivir en comunidad es dejarse determinar también de esta manera. “Lo que en todo caso el ser humano es, o sea la impronta fija que adopta en el curso de su vida, sus conocimientos, sus capacidades, las máximas duraderas de su actuación, son ampliamente el resultado de aquello que él mismo y que los otros han hecho de él” (Stein, 2003i: 535).
En consecuencia, todo proceso educativo se basa en encaminar a otras personas para que lleguen a ser lo que deben ser. Pero, dado que la comunidad es la suma de sus individuos, a pesar de que en esta unidad alcanza cierta «personalidad» de un orden superior, es, como cada uno de sus miembros, ella misma inacabada: “individuo y comunidad no son algo acabado, están siempre haciéndose, en vía de desarrollo” (2003e: 132). La vida en comunidad debe ser orientada, debe formarse en una determinada dirección que encauce las fuerzas o potencias que el individuo posee. La educación es necesaria para la vida en comunidad, para el desarrollo mismo del individuo y para mantener salvaguardadas la vida en común y, por ello, cuando no se tiene una idea clara del tipo de persona que se quiere formar, el proceso mismo de formación se convierte en un peligro.
Así pues, Stein advierte de estos “peligros y conflictos potenciales” que existen y a los que puede conducir el desarrollo de las fuerzas de los individuos si no se realiza con ellos “un trabajo pedagógico adecuado” o, en su defecto, si los medios que se eligen para encauzarlos están “fundamentadas en teorías erróneas” (2003e: 133). No se trata, por tanto, de centrarse solamente en la formación del individuo olvidándose de su lugar en la comunidad ni se trata de educarlo socialmente a cambio de subordinarlos al poder o a las instituciones sin reconocer su individualidad y el lugar que ocupan o que pueden llegar a ocupar más tarde dentro de las estructuras sociales. Aquí Stein hace una afirmación de un gran alcance al decir que “falsas teorías han conducido a las enfermedades destructoras de nuestra vida social” (2003e: 136). Y ante este problema podríamos cuestionar si estas falsas teorías son en el fondo falsas teorías antropológicas. La respuesta tiene que ser afirmativa. Y por ello la postura de Stein es que no se puede educar “sin saber antes qué es el hombre y cómo es, hacia dónde se le debe conducir y cuáles son los posibles caminos para ello” (Stein, 2003a: 743).
Por las razones expuestas, Stein asigna un lugar importante dentro del proceso de labor social de la formación a la familia, el Estado, la Iglesia y la escuela en cuyo trabajo estaría depositada la formación de los individuos con la finalidad de insertarlos en la comunidad y en las labores que la sociedad requiere, pero respetando sus propios dotes personales y las cualidades que los definen como personas
individuales. A través de su profesión, el individuo participa activamente en las diversas actividades que demanda la sociedad donde habita. De este modo, Stein considera de vital importancia para la educación y todo proceso de formación la convivencia con personas espirituales, pero advierte que el desarrollo de la vida espiritual de la persona no se limita o reduce a esta convivencia que desarrollaría en el individuo solamente el aspecto subjetivo del espíritu, sino que tiene que ir más allá. Para un desarrollo pleno de la persona se requiere también un “encuentro con establecimientos impersonales en los cuales se esconde una vida espiritual propia” (Stein, 2003i: 533). A esta vida espiritual propia e impersonal Stein le llama «espíritu objetivo» y se refiere con ello a las diversas “creaciones del espíritu humano” que se resumen en el concepto de «cultura», pero que no se limitan a ella (2003i: 533).
En efecto,
El espíritu humano se halla orientado hacia el gusto, comprensión y creación de cultura. No puede desarrollarse plenamente si no entra en contacto con la pluralidad de ámbitos culturales. Ningún ser humano puede llegar a lo que está llamado, si no conoce el ámbito hacia el que su natural dotación le remite (2003i: 533).
A través de la educación, lo que significa aquí el encuentro con esos “tesoros de la cultura”, la persona puede descubrir sus propios dotes personales. En la experiencia de los valores, por ejemplo, de la apreciación de una obra de arte, en el estudio de la historia o en la ciencia, la persona se descubre apta para ello y al hacerlo descubre una parte de sí mismo que puede desarrollar y encausar. Se trata en el fondo del tema de la vocación, de este llamado interior de la persona.
En su propuesta de formación, Stein asume la postura de una antropología teológica (Vilanou, 2002) y sostiene que es finalmente el “logos eterno” el “fundamento ontológico de la unidad de la humanidad que da sentido a la educación y la hace posible” y concluye diciendo allí mismo que “Cuando las ideas del hombre se inspiran en él, proporcionan una sólida base a la pedagogía y a toda labor educativa” (Stein, 2003a: 577). Consecuentemente, la antropología de la que habla Stein y la que pone como fundamento de la pedagogía es una antropología cristiana (o católica) como respuesta al secularismo moderno y contemporáneo. A su juicio, las verdades científicas que la pedagogía o cualquier ciencia puedan descubrir por sí mismas, deben ser completadas con las verdades reveladas. Por ello, la ciencia pedagógica “necesita del complemento proporcionado por la fe” (2003a: 744).
Como ha hecho notar Fitzpatrick, Edith Stein argumenta que en las labores educativas hay que valerse de los obsequios de Dios (Using God’s Gifts) y que “The Catholic educator is also cognizant that God gave her this teaching profession; it is God who builds the strength and knowledge to educate” (2016: 269). Así pues, el fin de la educación católica se ajustaría a este desarrollo pleno de la persona en todas sus dimensiones, pero persiguiendo un fin específico en particular, en efecto: dar al individuo todos los materiales y dotarlos de las herramientas que le permitan seguir el modelo de Jesucristo. “Llegar a ser su viva imagen es la meta de todos nosotros” (2003h: 209). En consecuencia, Stein asume la acción eucarística como “el acto pedagógico más esencial: la cooperación de Dios y el hombre, cuyo resultado es la adquisición de la vida eterna” (Stein, 2003a: 745).
Ciertamente, Dios creó a hombres y mujeres como personas individuales, es decir, “dio a cada uno su tarea particular en el organismo de la humanidad” y por esta razón cualquier “trabajo humano de formación ha de partir… de la base natural” (2003h: 210). En la propuesta católica de la educación encontramos como meta y fin la figura de Jesucristo. Es Jesucristo quien da sentido e imprime una legalidad racional a nuestras acciones. Llegar a ser como él, seguir su modelo de vida, es el fin que persigue la educación católica que propone Edith Stein.
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Stefano Santasilia
Universidad Autónoma de San Luis Potosí, México
Fecha de recepción: 24/05/2018
Fecha de aceptación: 1/06/2018
En este artículo me propongo comentar los conceptos y argumentos centrales del texto “Persona y formación. El aporte antropológico de Edith Stein a la educación” de Rubén Sánchez Muñoz. El comentario se articula en cuatro partes: en las primeras dos, tomo en consideración los rasgos fundamentales de la concepción antropológica de Stein, según la descripción presentada por Sánchez Muñoz, y se desarrolla una crítica de los puntos problemáticos relativos a tal conceptualización; en la siguientes dos considero específicamente la configuración de la dinámica educativa para individuar las relaciones que fundamentalmente entretiene con la teoría antropológica. Concluyo considerando la necesidad de un replanteamiento antropológico capaz de pensar la forma cristiana aceptando el reto de una renuncia a la forma de explicación aristotélico-tomista.
Palabras clave: Antropología; fenomenología; formación; Pedagogía; persona.
The aim of this article is to make some remarks to comment on the main concepts and arguments of the text “Person and formation. The anthropological contribution of Edith Stein to education” by Rubén Sánchez Muñoz. The commentary is divided into four parts: in the first two I consider the fundamental features of Stein’s anthropological conception, according to the description presented by Sánchez Muñoz, and I develop a critique of the problematic points related to such conceptualization; in the next two, I specifically consider the configuration of educational dynamics in order to identify the relationships that fundamentally entertain with anthropological theory. I conclude considering the necessity of an anthropological refoundation capable of thinking the Christian form accepting the challenge of a renunciation of the Aristotelian-Thomistic form of explanation.
Keywords: Anthropology; Phenomenology; formation, Pedagogy, Person.
La posibilidad de una auténtica pedagogía ha sido enlazada, desde su mismo nacimiento, con la manera en que se ha pensado el desarrollo de la humana naturaleza. Aún la orientación que determina el origen y el desarrollo del concepto de educación se encuentre dirigido más bien hacia la dimensión social, la otra cara del trabajo pedagógico –la formación– se configura como una referencia directa al crecer y correcto delinearse de la propia naturaleza (Cambi, 2008).
A pesar de las diferencias existentes entre las dos conceptualizaciones, la misma idea de paideia, heredada por los griegos (Jaeger, 1957), encuentra en la perspectiva alemana de la Bildung una aliada desde el punto de vista de una formación concebida como correcto crecimiento de una naturaleza humana ya dada en potencia. La dificultad de la definición en la cual quedan atrapados estos conceptos deriva, precisamente, de su referencia fundamental, es decir: lo humano. La imposibilidad de llegar a una última definición que determine, de una vez, los rasgos de lo humano condiciona toda tarea pedagógica, imponiendo una continua revisión de su dinámica. De hecho, si el hombre es el único ser que necesita, para vivir, de producir una idea de sí mismo (Nicol, 1977; Coreth, 1985), la misma posibilidad, y realización, de la formación queda subordinada a esta misma producción y sus cambios. En el diseño de cualquier proyecto educativo se esconde, en sus bases más hondas, una concepción antropológica que constituye la misma linfa vital de la posibilidad de formación entendida en la forma de realización de todas las posibilidades individuales más propias. Citando las mismas palabras de Coreth, podríamos afirmar que en la planeación y realización del trabajo pedagógico, “el hombre se pregunta por su propia esencia. Y tiene que formularse esa pregunta porque personalmente es problemático para si mismo” (Coreth, 1985: 29). La pregunta por el ser del hombre determina, a la vez, la pregunta por la formación, por aquella paideia que nunca puede ser definida completamente si no queda analizada dentro del contexto dentro del el cual se desarrolla, y por aquella Bildung que, esta vez más allá de su «compañera» griega, remite en su mismo generarse al ideal de una humanidad universal (Gennari, 2014: 146).
Es precisamente a la luz de tal vínculo ineludible que se entiende el valor del trabajo presentado por el Rubén Sánchez Muñoz, dedicado al aporte antropológico de Edith Stein a la educación. Precisamente una contribución, la de Edith Stein, así como la de Sánchez Muñoz, que subrayan continuamente la imposibilidad de pensar la pedagogía sin expresar, a la vez, la concepción antropológica que la sostiene y sustenta. Por esta razón, mi comentario no tiene otra intención que la de poner énfasis sobre los puntos que, en el desarrollarse de la argumentación de Sánchez Muñoz, me parecen cruciales para una más profunda comprensión del vínculo constitutivo entre el ser del hombre y su necesaria formación. Tal subrayar me permitirá, a la vez, alumbrar los que se podrían definir como pequeños cortocircuitos que derivan, en este caso, desde planteamiento de la filósofa alemana.
El punto de partida asumido por Sánchez Muñoz consiste en la afirmación de la posición personalista de Edith Stein, con una precisa referencia al hecho de que la elaboración sobre la estructura de la persona, proporcionada por la filósofa alemana, cumple con la consideración de la dimensión pedagógica. Desde este punto de vista, la problemática pedagógica muestra toda su necesidad de delinearse como un camino de formación integral. No se da la posibilidad de un crecimiento del espíritu si este mismo no corresponde también, de alguna manera, a la corporeidad que constituye parte integrante de su expresión. En realidad, ya esta última consideración puede esconder la afirmación de un predominio: en este caso, de corte espiritual.
Precisamente este peligro nos lleva a considerar la afirmación por la cual el cuerpo puede presentarse como instrumento a partir del cual el espíritu se expresa. En este caso, tal forma de «ser instrumental» consistiría en el reconocimiento de que no se da alguna actividad de lo humano en la cual no «interfiera» el cuerpo; de manera que la persona, o sea la dimensión que caracteriza la modalidad más completa de lo humano porque compenetra armoniosamente todas sus dimensiones, se constituye como unidad de cuerpo, alma y espíritu. Antes de seguir hacia las descripciones relativas a la dimensión personal como manifestación de una subjetividad libre, quiero detenerme en la consideración de la corporeidad que sale a la luz a través de estas primeras consideraciones.
Desde su maestro Husserl, específicamente desde la constitución de la corporeidad elaborada por el padre de la fenomenología en Ideen II (Husserl, 2005), Stein hereda la concepción de la diferencia entre cuerpo vivo y mero cuerpo (Leib y Körper), donde el primero se identifica con el cuerpo propio, o sea el cuerpo reconocido –en este caso constituido– por la misma subjetividad trascendental. Como afirma Husserl, «el cuerpo, por ende, se constituye primigeniamente de manera doble: por un lado es cosa física, materia, tiene su extensión, a la cual ingresan sus propiedades reales […]; por otro lado, encuentro en él, y siento «en» él y «dentro» de él” (Husserl, 2005: 185). El cuerpo tiene la fundamental característica de hacer experiencia de «ubiestesías» y esto significa que cada «toque» del cuerpo produce lo que el mismo Husserl define como «suceso físico» porque “dos cosas sin vida también se tocan; pero el toque del cuerpo condiciona sensaciones en él o dentro de él” (Husserl, 2005: 186). A las afirmaciones husserlianas hacen eco las de Stein cuando en Sobre la empatía nos indica que “por un lado, tengo mi cuerpo físico en actos de percepción externa” pero “un cuerpo vivo sólo percibido externamente siempre sería sólo un cuerpo físico especialmente clasificado, singularizado, pero nunca «mi cuerpo vivo»” (Stein, 2005a: 121-122). Esto implica que “el cuerpo vivo como un todo está en el punto cero de la orientación, todos los demás cuerpos están fuera. El «espacio corporal» y el «espacio externo» son completamente distintos uno del otro” (Stein, 2005a: 123). Por ende, Stein puede afirmar que “el cuerpo vivo visto no nos recuerda que puede ser el lugar visible de múltiples sensaciones, tampoco es meramente un cuerpo físico que ocupa el mismo espacio que el cuerpo vivo dado como sentiente en la percepción corporal, sino que está dado como «cuerpo vivo sentiente»” (Stein, 2005a: 125). La misma filósofa alemana reconoce la deuda que la vincula a su maestro afirmando, en el mismo prólogo de su obra, “a decir verdad, planteamiento del problema y método de mi trabajo han madurado del todo a partir de sugerencias que recibí del profesor Husserl, así que, de todos modos, es sumamente cuestionable lo que de las exposiciones siguientes puedo reclamar como mi «propiedad intelectual». Sin embargo, puedo decir que los resultados que ahora presento están obtenidos en mi propio trabajo, y esto ya no lo podría afirmar si ahora efectuase cambios” (Stein, 2005a: 74).
A través de esta brevísima genealogía de la modalidad de constitución del cuerpo en el pensamiento de Edith Stein no se quiere quitar originalidad a la profunda reflexión de la autora que, como admite ella misma, sólo toma de su maestro el punto de partida y el planteamiento fundamental. Más bien se trata de subrayar cómo, heredando precisamente la misma dinámica de constitución de la corporalidad –por lo menos desde el punto de vista de una subjetividad trascendental– asume el mismo problema con el cual se iba enfrentando Husserl, o sea, el reconocimiento de una correspondencia entre una posible causalidad de la conciencia y una causalidad de la naturaleza, nunca demostrable pero supuesta: un problema evidentemente profundo por la misma posibilidad de abordar el tema del cuerpo reconociéndole sus “derechos fundamentales”, como la posibilidad de no someterse a la que el mismo Husserl, en Ideas II define como la “primacía ontológica de lo espiritual”; una primacía que Husserl consideraba problemática y que, en cambio, en la que se va delineando como la dimensión personal reconocida por Stein, aparece como fruto de un reconocimiento necesario: “En todo ser vivo –nuevamente a diferencia de los cuerpos materiales– hay un núcleo o centro, que es el genuino primum movens, aquello de donde el movimiento propio tiene últimamente su punto de vista. Tal núcleo es aquello de lo que puede decirse en sentido estricto que es lo que «vive», mientras que del cuerpo físico que le pertenece, se puede decir únicamente que ese cuerpo «está animado». La «vida» se manifiesta en el hecho de que el «núcleo» determina por sí mismo qué es lo que acontece con la totalidad del ser vivo” (Stein, 2005b: 792). El cuerpo animado se presenta claramente como la expresión más evidente y reconocida de la supuesta «primacía ontológica» de la cual hablaba Husserl.
Tal concepción es la que permite a la misma Edith Stein proponer una concepción del alma –uno de los elementos fundamentales de la constitución tripartida de la persona– como «forma vital», capaz de hacer del cuerpo humano un organismo: “La forma vital, el «alma», hace del cuerpo humano un organismo. Cuando en él ya no hay vida sólo es una cosa material como muchas otras” (Stein, 2003a: 602). Se trata, entonces, de una concepción de la corporalidad que tiende, como bien nota Diego Rosales, casi a una recuperación del planteamiento aristotélico según la dinámica de un principio configurador (Rosales, 2010: 840). Esto, por un lado, permite la lectura de la dinámica de la existencia humana bajo la unidad de la persona –unidad de alma y cuerpo, y espíritu aun si su definición queda pendiente– pero, y precisamente por esto, repite una idea de formación que toma en consideración sobre todo la forma configuradora con respeto a la dimensión corporal, engendrando un monismo que no logra superar completamente el dualismo al cual quiere enfrentarse, sino a través de una forma de reducción (Henry, 2007). Sin embargo, la importancia de la propuesta de Stein reside precisamente en este intento de constitución de la unidad personal: un ir adelante con respeto a su maestro a través de la apropiación de una nomenclatura que el mismo Husserl no desconocía pero que se origina en un marco cristiano capaz de da un sentido nuevo a la generación de la vida humana. Un sentido que constituye la base de la posibilidad de aquel crecimiento integral que se puede definir educación.
La persona, entonces, se presenta como la unidad fundamental capaz de conjugar tanto la dimensión corporal cuanto la que llamamos «espiritual», no tanto en el sentido de otra realidad completamente separada ontológicamente sino, según la definición de Stein, como «forma vital» de lo corpóreo. A pesar de configurarse como una problemática solución de la constitución de lo humano, sin embargo la dimensión personal permite hablar del ser humano a partir de su manifestación material concebida como ya dotada de razón y, como bien subraya Sánchez Muñoz, sobre todo con referencia a su capacidad de autodominio, lo que impone a la dimensión personal una caracterización ética ya desde el principio.
De hecho, la configuración de los actos de su vida goza del carácter de la libertad precisamente gracias a la autodeterminación y a la consecuente responsabilidad, de las cuales lleva el sello ineludible. Pero esta libertad se realiza sobre todo a través de la realización del cumplimiento de su ser, es decir: de una autoconfiguración que hace que los actos de la persona converjan en la actualización del “modelo de lo que quiere llegar a ser” (Stein, 2003a: 662). Tal autoconfiguración se da sólo a través de la condición libre que, por lo que parece –sobre todo en la descripción de la persona como «yo consciente y libre»” (Stein, 2007: 970) –ya precede la posibilidad misma del acto y permite la actuación del autodominio a partir del conocimiento de sí mismo. La libertad, entonces, se da como presupuesto fundamental para la autoconfiguración pero, a la vez, como su misma expresión desde el punto de vista del actuar práctico y social.
Se trata, precisamente, de lo que permite a Sánchez Muñoz proponer una adaptación del modelo aristotélico de potencia y acto a la concepción de la persona, entendida como continuo movimiento de realización. Sin embargo, el autor propone una comparación muy sugerente y, con mucha sinceridad y precisión, no olvida comentar que tal propuesta se encuentra todavía en forma de desarrollo. No obstante, me parece correcto marcar, dentro de esta perspectiva, un punto que podría volverse problemático al llevar adelante tal tipo de interpretación. La comprensión del desarrollo de la persona según una orientación de carácter teleológico implica sin duda la posibilidad de la elección del fin según el cual se tienen que ir ordenando los actos para que se pueda conseguir su realización. Y claramente el planteamiento aristotélico se muestra como una construcción conceptual ordenada teleológicamente (Jaume, 2013; Reale, 2003). El problema no surge a partir de la orientación, sino de cómo colocar la expresión de la libertad dentro de esta misma orientación. Si hay una teleología de la persona, hay un punto final hacia el cual se orienta el movimiento de la dinámica existencial. Si el desarrollo de la persona puede ser leído a través del filtro binomial «acto-potencia», entonces las potencialidades de la persona ya contenidas en su precedente actualidad implicarían una delimitación bastante evidente de sus posibilidades con relación a las futuras actualidades. Aun cuando se consideren tales potencialidades sólo con respeto al contexto individual, la introducción del modelo aristotélico implicaría una causalidad que me parece demasiado asfixiante con respeto a la necesaria libertad que tiene que constituir el punto central de la vida personal.
Que la persona sea en sí misma desarrollo no implica necesariamente la necesidad de volver a un planteamiento de este tipo. Más bien –y precisamente por su carácter genético– parece que la persona se deja describir más a través de una conceptualización dinámica capaz de remitir a su continuo construirse y de-construirse en forma de cuento «identitario». La concepción aristotélica, aun adoptada de forma modificada, implicaría regresar al subiectum, ser, otra vez, víctimas de la “patología del tiempo” (Nicol, 1981), o sea, una concepción del tiempo entendido, en cuanto cambio, como «deficiencia de ser». Antes de volver a una conceptualización de este tipo, me parece más fructífero insistir en la «condición histórica» y, a partir de ahí, desarrollar una concepción de la persona que no se defina tanto por su «identidad», cuanto por su «mismidad» (San Martín, 1988: 88). No más el idéntico, estático, sino sólo el mismo. Lo que permite al hombre re-conocerse en el tiempo en el cual se desarrolla toda su vida, y, así, conocerse en el tiempo histórico de manera siempre mejor, es su mismidad. El sujeto, en este caso, se daría de manera integral en todas sus experiencias, en todas sus acciones, y esto le permitiría no fragmentarse.
De hecho, la mismidad indica que el sujeto se conoce y re-conoce prescindiendo de la dimensión estática porque la posibilidad de «identificarse» queda enraizada desde siempre propiamente en su dinamismo existencial. El sujeto no sólo actúa sino que se configura como la misma acción. En la mismidad de cada hombre se realiza la integración de pasado, presente y futuro y, así, la estructura temporal y dinámica del sujeto. En cada acción está incluido el pasado como recuerdo y posibilidad de inicio para cada acción presente que, en cuanto acción, lleva el actor a una dimensión de futuro previsto o menos. La mismidad correspondería a la misma posibilidad de la autoconfiguración a partir de la asunción de las propias responsabilidades, que Ricoeur llama mêmeté (Ricoeur, 1990). El mismo carácter transitivo de la persona se encuentra bien delineado a partir de una concepción dinámica de la subjetividad que nunca se apoya en un momento existencial estático. Si para Stein, y como Sánchez Muñoz justamente subraya, el hombre “no llega al mundo «terminado», sino que a lo largo de toda su vida se ha de ir construyendo y renovando a sí mismo en un constante proceso de transformación” (Stein, 2003a: 687), pues entonces su «potencia» se confunde e identifica con su misma «actualidad» o, mejor dicho, su potencia es su actualidad y su actualidad es su potencia; con razón mayor si, como precisa Stein sucesivamente, este proceso de transformación no alcanza nunca “un estado definitivo e inmutable” (Stein, 2003a: 687).
Queda claro que la comparación con el modelo aristotélico no se da como una mera elección casual proporcionada por Sánchez Muñoz. En realidad, la razón de tal opción se va perfilando a través de todo el desarrollo de la argumentación con referencia a la otra grande estrella que orienta el camino filosófico de Edith Stein. Si el planteamiento trata de ser fiel a la metodología fenomenológica, la estructura de la argumentación y el estilo de la conceptualización evidencian la influencia del pensamiento de santo Tomás. La presencia del Doctor Angelicus sale a la luz sobre todo en aquellos puntos problemáticos en los cuales la reflexión antropológica asume, a través de unos pasajes muchas veces no declarados, una caracterización metafísica. El ejemplo más evidente se puede encontrar en la reflexión que la filósofa alemana desarrolla con respeto al «núcleo de la persona» (Kern der Person) considerado como “el fundamento ontológico de la vida anímica puntual en el alma misma, con sus potencias y hábitos” (2003a: 653).
No se trata simplemente de la asunción de una terminología de carácter aristotélico-tomista, sino de la introducción, en el ámbito del análisis fenomenológico de una perspectiva que ya no se ciñe a registrar las formas de la manifestación sino que se atreve a dar explicación de la estructura de la realidad subjetiva, enlazándola con una precisa dimensión teleológica. La crítica –en forma precisamente de análisis– que hemos desarrollado antes con referencia a la aplicación de las categorías de acto y potencia a la dimensión personal, encuentra toda su razón de existir: la introducción, en el corazón de la dinámica existencial de la persona, de «potencias» en forma de «capacidades no desarrolladas» (Stein, 2003b: 91) transforma el desarrollo de la persona en una forma de cumplimiento de algo ya asignado. Desarrollo cuya libertad consistiría en el mero desconocimiento de tales potencias. La posibilidad de que estas puedan ser actualizadas o de que queden atrofiadas no hace más que confirmar este problemático núcleo que, mientras queda condicionado por las mismas acciones, siempre se mantiene en una dimensión estable constituyendo el centro del ser persona. En la reflexión sobre la persona, el análisis fenomenológico de Stein asume los evidentes caracteres del pensamiento metafísico. No se trata de un cambio sin consecuencias: si por un lado todo esto confiere al razonamiento una estabilidad fundacional mayor con respeto a un puro análisis de las modalidades de manifestación, por otro cristaliza la estructura de la persona dentro de una concepción por la cual hay siempre una realidad que precede la experiencia y que la informa. De hecho, Sánchez Muñoz justamente puede afirmar que “lo que es la persona lo es por el núcleo” y que, de manera completamente consecuencial, “el desarrollo de la personalidad y el ir ganando grados cada vez más altos, consistiría en la actualización de las potencias que están ya contenidos en él”. Una concepción que se refleja completamente en la idea de formación y que, de manera diferente a los desarrollos de otro tipo de personalismo, relega la dimensión de la relación a una posición secundaria con respeto al autoconocimiento personal.
No estoy afirmando que en el pensamiento de Stein la dinámica relacional y su relación con la actividad de formación, queden subestimadas o que no se les conceda el mínimo valor. Más bien intento subrayar cómo una concepción metafísica de la persona siempre hace referencia a un núcleo constitutivo que, paradójicamente, por un lado marca el valor de la relación en orden al desarrollo y a la transformación de la persona, mientras que por otro considera este mismo núcleo como algo estable a partir del cual se abre el sentido de cada posible experiencia. La reflexión de Stein parece, en este sentido, inclinarse hacia una modalidad metafísica –o sea substancial– para poder conferir al estatuto de persona una mayor estabilidad con referencia a su identidad (Possenti, 2013); sin embargo, esto no le permite eludir la paradoja enunciada que yace en el corazón mismo del concepto de persona como un manantial desde el cual el mismo concepto recibe vida (Limone, 2009 y 2011). Volviendo, en fin, a la cuestión de la relación como cuestión constitutiva de la persona, es cierto que las formas de personalismo que, perdiendo la posibilidad de esta «tranquilidad», han optado para una concepción libre de una estructura metafísica, han tenido que enfatizar el valor de la relación como constituyente mismo del centro de la vida personal: véanse, como ejemplos emblemáticos, el personalismo de Mounier (Goisis, 1998), de Buber (Buber, 2017) y también la antropología situacional-estructural elaborada por el fenomenólogo Heinrich Rombach (Rombach, 2004).
Para concluir, no se trata de mostrar un error en el ámbito de la reflexión de Stein –que, al igual que Sánchez Muñoz, considero que ocupa un lugar fundamental en el marco de la corriente personalista– sino de señalar cómo de tal concepción se deriva una problemática y no muy clara concepción de la persona, que se refleja totalmente en la idea, relativa y dinámica, de formación.
Como nos muestra Sánchez Muñoz, con referencia a la misma autoconfiguración de la persona, la formación se da, sobre todo, en la modalidad de una autoformación. Esta, precisamente, corresponde a la realización, o mejor dicho actualización de las potencias ya poseídas. Claramente, esta misma actualización tiene que darse en relación con el contexto en el cual la persona se encuentra y desarrolla.
La autoformación, concebida de esta manera, asume el semblante de un «anamnesis» a través de la cual es posible, como subraya Sánchez Muñoz repitiendo las mismas palabras de Stein, llevar a otras personas a que lleguen a ser lo que deben ser” (Stein, 2003a: 743). El punto problemático de este «anamnesis mundano» –o sea que no remite a una visión anterior a la vida mundana sino al desarrollo de posibilidades ya inscritas dentro del núcleo personal individual– se hace patente al aparecer, finalmente, el tercer componente constituyente de la persona, es decir: la vida espiritual. El auténtico ejercicio de la libertad y, así, la verdadera posibilidad de realizar la autoformación dependen del despertar de la vida espiritual que permite un ejercicio real de la «libre voluntad». A mi parecer, el loable intento de colocar la autoformación en el corazón mismo de la formación produce un cortocircuito interpretativo bastante problemático, y esto con referencia, una vez más, a la concepción antropológica hasta ahora descrita.
Al constituir a la persona como armonía de las dimensiones del cuerpo, del alma y del espíritu, Stein parece reproducir la tripartición propuesta por san Pablo (1 Ts, 5-23). Sin embargo, esta similitud parece difuminarse en el mismo momento en que la filósofa alemana trata la relación entre alma y cuerpo: “El alma humana en cuanto espíritu se eleva en su vida espiritual por encima de sí misma. Pero el espíritu humano está condicionado por lo que le es superior e inferior: está inmerso en un producto material que él anima y forma en vista de su configuración de cuerpo vivo. La persona humana lleva y abarca su «cuerpo vivo» y «su alma», pero es al mismo tiempo soportada y abarcada por ellos” (Stein, 2007: 1051). En realidad, el papel del alma parece ser precisamente el de trait d’union entre la dimensión corpórea y la espiritual, así que precisamente el alma constituiría lo humano en su profunda «esencia»: “La división tradicional tripartita de cuerpo-alma-espíritu no debe entenderse como si el alma del hombre fuese un tercer reino entre otros dos, pero sin ellos e independientemente de ellos. En ella misma, espiritualidad y sensibilidad coinciden y están entrelazadas entre sí […] El hombre no es ni animal ni ángel, puesto que es los dos en uno. Su sensibilidad como cuerpo vivo es diferente de la del animal y su espiritualidad es diferente de la del ángel” (Stein, 2007: 966). Así que la dimensión espiritual se presenta como la expresión de sentido –podríamos decir la modalidad intencional– que vincula el núcleo personal con el mundo que la rodea (Pezzella, 2003).
A la luz de todo esto, la formación como autoformación, se da en la modalidad de la realización del alma, es decir, de la actualización de sus potencias a través de la relación de sentido con el mundo, o sea, a través de la dimensión espiritual. Según Sánchez Muñoz, éste depende de la asunción de una responsabilidad ética que permite a la persona de actualizarse como tal, o sea: de asumir su posición en el mundo y, así, vivir de manera plena su dimensión corporal-anímico-espiritual. El orientarse según un ethos, o sea, un “conjunto disposicional de sí mismo” (Ferrer, 2002: 63) permite, finalmente, el despertar de la dimensión espiritual. Pero esto hace que la misma realización de la dimensión personal sufra, como admite el mismo Sánchez Muñoz, de unas zonas de penumbra a partir de las cuales se darían las mismas potencialidades. Estas zonas, además, precisamente por sus mismas maneras de presentarse obligatoriamente, se escapan al control de la conciencia, y podrían ser identificadas con la pasividad de la vida del sujeto.
Es en este punto donde, por lo que yo pienso, se halla un problemático corto circuito del sentido con referencia a la formación y a la concepción antropológica que la sostiene. Si la vida anímica constituye el punto central del núcleo personal en cuanto momento dinámico capaz de articular la dimensión ético-espiritual del sentido, tendríamos antes que todo preguntarnos qué relación se da entre el alma y la conciencia o si, dentro de la perspectiva de Stein, las dos se identifican. Esto porque la introducción de una terminología que retoma un planteamiento en el cual el alma se presenta como principio configurador tiene que dar razón de las llamadas zonas de penumbra con respeto a la vida consciente. De hecho, si se trata simplemente de la dimensión «pasiva» de la constitución de la subjetividad, las potencialidades que representan un elemento fundamental de la dimensión personal se constituirían según una dinámica de proto-constitución de la misma vida anímica pero tendrían que configurarse en forma de algo compartido por cualquier alma y de algo más específico capaz de caracterizar la forma específica de cada persona en su individualidad. Aun admitiendo esta posibilidad, la cual no presenta nada de contradictorio en sí misma, faltaría explicar la modalidad a través de la cual se van esclareciendo estas zonas de penumbra y hasta qué punto, tal es la dinámica que preside al reconocimiento de la actualización de las potencialidades. De hecho, la simple afirmación por la cual las potencialidades se manifiestan durante el desarrollo no garantiza la posibilidad de su auténtico reconocimiento sino sólo una ratificación de lo que se manifiesta. En este sentido, se puede preguntar por la manera en que identificamos el error, o sea por cómo reconocer si una actuación no corresponde a la auténtica actualización de una potencialidad todavía no expresada. En efecto, si cada actualización corresponde a la manifestación de una potencialidad ya inscrita dentro del núcleo de la persona, entonces, no hay más posibilidad de individuar la autenticidad de la realización personal. La introducción del paradigma aristotélico-tomista comporta la necesidad de interpretar el desarrollo personal en forma de realización de una potencialidad ya desde siempre presente. Esconde, de facto, la idea de un fin orientador que se revela precisamente a través de una concepción teleológica. Pero de esto ya he hablado suficientemente.
El último punto sobre el cual quiero detenerme consiste precisamente en la relación que mantienen educación, es decir formación, y sociedad. Como recuerda Sánchez Muñoz, según Stein la posibilidad de una pedagogía tiene que apoyarse, inevitablemente, en una concepción del mundo y, con esto, del hombre mismo. Según la filósofa alemana, ésto implica que cualquier tipo de propuesta pedagógica entrañe una, manifiesta o no, metafísica (Stein, 2003a: 562). Ello significa que la misma idea de formación tiene siempre que ver con una concepción del mundo que, ya desde el principio, concibe la realidad según un preciso sentido, o sea: manifiesta una determinada teleología.
Dejando de lado la necesidad de explicar de manera más específica el sentido que asume aquí la definición de metafísica –es decir su identificación, más o menos, con la definición de Weltanschauung (concepto que, precisamente, se opone a una determinada manera de concebir la misma metafísica) (Dilthey, 1974: 37-51)– hay que considerar precisamente la configuración relacional expresada por teoría pedagógica de Stein. No provoca escándalo la referencia directa que la filósofa alemana hace a la figura de Dios como máximo educador que puede suplir las faltas de las creaturas a través de su don de gracia. Sabemos muy bien que la formación de la vida monástica y su elección por la misma Edith Stein no pueden dejar el campo de la reflexión libre de esta referencia, sobre todo si se trata del tema de la formación. Sin embargo, es necesario subrayar esta limitación a la cual está sometida la dimensión de la educación.
Se podría objetar que el recurrir a la figura de Dios es el punto extremo del camino de formación y, sin duda, es así. Pero, como en toda forma de teleología, es precisamente el punto final el que dona sentido a todo el recorrido. La misma idea de educación reconsiderada a la luz de su raíz etimológica –educere, estimular para que salga lo que hay adentro, es decir la forma misma de la ironía/mayéutica socrática– en este caso no encuentra su profundo sentido en una búsqueda completamente abierta, sino en el intento de la confirmación de algo que ya queda inscrito dentro de la misma condición creatural. La figura del máximo educador encarna la posibilidad de la realización de las potencialidades y de la misma existencia de esta zona de penumbra, cuya autenticidad ahora sí queda garantizada; en este sentido, aunque sea una afirmación tremendamente atrevida, parece que la filósofa alemana sea más deudora de Leibniz que de santo Tomás (Altobrando, 2013).
La concepción metafísica de Stein revela una vez más su raíz en la afirmación de la naturaleza social de ser humano. La comunidad se constituye como la posibilidad de realización de las potencias individuales gracias a la interacción con los otros seres humanos. Queda claro, en este caso, la necesidad de las relaciones para el desarrollo de las propias potencialidades. Lo que una vez más queda poco claro es la modalidad de la relación que se da a partir de la estructura de la persona, o mejor dicho a partir de la libertad de esta. Como nos recuerda Sánchez Muñoz, la misma Stein llega a considerar los grandes errores en el ámbito de la formación como consecuencia de la afirmación de teorías antropológicas erróneas, lo que confirmaría lo dicho hasta ahora, es decir: la dependencia total en que está la formación en relación a la concepción del ser humano. No obstante, la concepción antropológica de Edith Stein, a pesar de los puntos poco claros que he intentado señalar, presenta una evidente orientación de carácter cristiano. No se trata de invocar la necesidad de una pedagogía completamente laica, menos laicista. Más bien, en mi opinión, se trata de considerar la modalidad a través de la cual la orientación cristiana de la concepción antropológica se va constituyendo. Si la orientación cristiana asume la forma de una estructura que no logra explicar de manera bastante exhaustiva la dinámica de la existencia y que no se edifica completamente a partir de la experiencia, el riesgo es que quede limitada simplemente a los círculos de creyentes.
En conclusión, mi comentario no tiene otro objetivo que el de aclarar el valor del esfuerzo conceptual de Edith Stein al elaborar una concepción antropológica y una relativa teoría pedagógica, así como de reconocer el profundo trabajo interpretativo, y hasta de renovación, realizado por Rubén Sánchez Muñoz al describir la propuesta steiniana aclarando, con magistral finesse, los puntos más obscuros. Lo que queda como problema y reto para el pensamiento y, en particular, para el pensador cristiano, es, a la luz del aporte de Edith Stein, el reto de intentar reconstruir una concepción antropológica capaz de mostrar la verdad de la propuesta cristiana evitando introducir categorías –o conceptos explicativos– cuyo reflejo en la realidad no tenga una evidencia suficientemente directa.
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Rubén Sánchez Muñoz
Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla, México
ruben.sanchez.munoz@upaep.mx
Fecha de recepción: 24/05/2018
Fecha de aceptación: 1/06/2018
Quiero agradecer la réplica realizada por Stefano Santasilia a mi artículo “Persona y formación…”, porque considero de un profundo valor los comentarios críticos sobre el mismo y me permite clarificar y profundizar en algunos puntos. Santasilia muestra, en efecto, una serie de “pequeños cortocircuitos” que detecta en el planteamiento antropológico de Edith Stein y sobre lo cual me gustaría anotar algunas cosas, no precisamente para responder a estas inquietudes, sino para dar algunas pistas y mostrar por dónde hay que abordar estos temas para seguir dialogando.
A Santasilia le parece problemático considerar el cuerpo como “instrumento a partir del cual el espíritu se expresa”. No deja de ser ciertamente un problema que debe ser abordado con el mayor cuidado posible. Stein define a la persona humana como unidad de alma, cuerpo y espíritu y, cuando hablamos de cuál de estas instancias está por encima de las otras o tiene cierta primacía, no debemos dejar de ponernos en situación y dirigir la mirada a los casos concretos. Esto quiere decir que justamente por ser una unidad, los elementos que la constituyen cumplen con una serie de funciones que no pueden ser cubiertas por las demás. Para el caso específico sobre el cuerpo, Stein se refiere a él como instrumento del cual se vale el espíritu para expresar. Pongamos especial cuidado en ello. La postura de Stein es que el “ser espiritual-anímico” de la persona y “la vida” se “expresan en el cuerpo, nos hablan a través de él”. La configuración del cuerpo por el alma es una configuración “llena de significado, que está en correspondencia con el modo de ser propio del alma” (Stein, 2003a: 661).
En este sentido Stein, muy cercana a los análisis que van a realizar Merleau-Ponty y otros fenomenólogos posteriores, desarrolla una verdadera fenomenología de la expresión. El cuerpo expresa la vida espiritual y anímica de la persona. “Los movimientos del ánimo y de la voluntad poseen una fuerza informadora especialmente intensa, capaz de expresarse en rasgos duraderos” (Stein, 2003a: 660). ¿Cómo podría el pintor o el escultor dar vida a sus creaciones artísticas sin recurrir al cuerpo? Podría escribir estas líneas si no tuviera manos; me valdría de la ayuda de los pies o de la boca y otro objeto intermedio, podría usar la nariz, si no pudiera mover las extremidades podría dictarle a alguien más, etc. Para dictarle a alguien más, en un caso extremo, debo servirme del movimiento de la boca al hablar y de todo lo que implica emitir sonidos articulados con sentido, etc. El cuerpo es el medio que me permite expresar la vida espiritual, inclusive la vida más honda y más profunda de la persona. Y aquí ocupan un lugar importante los temples de ánimo. Porque a partir de las disposiciones anímicas tomamos postura frente al mundo y frente a los demás. Uno puede describir la tristeza fenomenológicamente y mirarse a uno mismo viviendo en la tristeza. Al hacerlo, no me encuentro solamente con el estado de ánimo que me inunda sino también me encuentro con la expresión de la tristeza a través del cuerpo. No sólo estoy triste. Me siento triste y me veo triste. ¿Cómo conocen los otros mis estados de ánimo cuando yo no les digo nada sobre ellos? Pues lo saben, evidentemente, porque lo ven en mis expresiones corporales. El otro ve mi cansancio corporal o espiritual, puede leer en mi rostro el aburrimiento o el rechazo de una serie de ideas que no comparto gracias a los gestos y las posturas del cuerpo en general, etc. El cuerpo expresa estados del alma que pueden ser originarios –esto es, que pueden estarse viviendo de manera originaria y sincera–, o puede expresar sentimientos fingidos. La voluntad juega en ello un lugar importante: “la ira o la alegría se pueden contener para que no lleguen a expresarse, por mucho que no quepa reprimir las emociones mismas” (Stein, 2003a: 661). Lo que habría que revisar es si, desde el punto de vista antropológico, lo que hay es una primacía de lo espiritual o más bien una primacía de lo anímico, ya que se trata de dos esferas que se pueden y se deben distinguir. Stein no dice que el fundamento ontológico de la persona sea el espíritu, sino el alma, pero en particular el alma entendida como «núcleo». Pero tampoco debe suprimirse o dejarse de lado la participación del espíritu para la constitución de la persona vista como un todo. Más aún, no puede dejarse de lado el cuerpo y debe tenerse en cuenta el lugar que ocupa dentro de la constitución de la persona y en general dentro de la constitución del mundo. Cita Santasilia estas palabras de Stein donde dice que “El hombre no es ni animal ni ángel, puesto que es los dos en uno”, pero, como señala allí mismo, su sensibilidad no es la misma que la del animal ni su espiritualidad es la misma que la del ángel. Claro que a diferencia de Edmund Husserl o de Max Scheler, el alma (Seele) adquiere en Edith Stein un sentido metafísico (Shulz, 1998; Sepp 1998). En ello justamente radica la originalidad de la propuesta filosófica de Edith Stein: en haber fusionado la fenomenología con el pensamiento medieval no sólo del santo Tomás sino también de Duns Scoto y, más atrás, con el de san Agustín.
Para esclarecer un poco la segunda cuestión que formula Santasilia, debo decir lo siguiente. Stein había estado trabajando en el pensamiento de Santo Tomás desde 1925, así que en su curso del Instituto de Pedagogía Científica de Münster de 1932-33 sobre La estructura de la persona humana, Stein se pregunta cuál es el método que va a orientar sus investigaciones y responde que el camino que recorrerá, es decir el método, “será el sistemático”:
tenemos que fijar nuestra atención en las cosas mismas e ir construyendo sobre esa base en la medida en que podamos… En la elección de los problemas me dejaré guiar la mayor parte de las veces por santo Tomás… El método con el cual trataré de solucionar los problemas es el fenomenológico (IV, 590).
En este sentido me gustaría precisar que mi propuesta no consiste en “proponer una adaptación del modelo aristotélico de potencia y acto a la concepción de la persona” como expresa Santasilia. Esta propuesta es de Stein, pero sigue en ello no tanto a Aristóteles sino a santo Tomás de Aquino. Mi tarea es más modesta, porque mi intención ha sido la de comprender justamente la importancia de esta fusión entre fenomenología y tomismo –sin olvidar el aporte de otros personajes importantes como los mencionados arriba y otros más como santa Teresa de Jesús, san Juan de la Cruz o Hedwig Conrad-Martius– para encontrar el sentido de su antropología y, especialmente, de su personalismo. Recordemos que a finales de enero de 1931 Stein empezó a escribir un estudio sobre Potenz und Akt. El escrito lo había preparado como habilitación para cátedra para la Universidad de Friburgo donde se había entrevistado ese mismo año con Heidegger y Honecker, a quienes les entregó el manuscrito en marzo de 1932. Como sabemos, por diversas razones, Stein no obtuvo la cátedra. Después de su ingreso al Carmelo de Colonia, en 1933, Stein usará parte de este trabajo para la redacción de Enliches und ewiges Sein. El capítulo II de esta obra de madurez está dedicado al estudio de “Acto y potencia en cuanto modos de ser”. Así que la observación de Santasilia es una valoración justa al decir que “la estructura de la argumentación y el estilo de la conceptualización traicionan la evidente influencia del pensamiento de santo Tomás” y que “la presencia del Doctor Angelicus sale a la luz sobre todo en aquellos puntos problemáticos en los cuales la reflexión antropológica asume… una caracterización metafísica”. Pero, en este orden, sería justo decir que Stein también traiciona a Husserl en muchos sentidos –algunos de los cuales pueden anticiparse en este trabajo (Redmond, 2003, 2005).
Pues bien, Santasilia encuentra en la teleología a la que tiende el desarrollo de la persona “un punto que podría volverse problemático”. El problema está en “cómo colocar la expresión de la libertad dentro de esta misma orientación”. Y señala muy acertadamente que esta teleología de la persona se encamina hacia un final “hacia el cual se orienta el movimiento de la dinámica existencial”. La objeción está aquí:
Si el desarrollo de la persona puede ser leído a través del filtro binomial «acto-potencia», entonces las potencialidades de la persona ya contenidas en su precedente actualidad implicarían una delimitación bastante evidente de sus potencialidades con relación a sus futuras actualidades.
Santasilia interpreta que del hecho de que la persona humana no llegue a su fin último, sino que a lo largo de la vida tiene que irse constituyendo. Eso hace que su potencia se confunda e identifique con su misma actualidad o que “su potencia es su actualidad y su actualidad es su potencia”. Pero no se ve claramente cómo esto pueda ser así, porque la introducción de la dimensión temporal de la persona quiere justamente evitar esta imagen estática de la persona o, en todo caso, cierto determinismo. No se trata de una presentación estática sino genética. Lo que es la persona lo es en desarrollo y devenir, y este puede ir ganando grados cada vez más altos en la conquista de sí mismo. Este sí mismo, no es el yo, ni la conciencia ni el alma, ni el espíritu –para responder a la inquietus que presenta Santasilia–, pero está vinculado estrechamente con ellos como parte de la unidad que conforman. Este sí mismo está expuesto en estas zonas de penumbra, como cualidades y disposiciones que el yo debe conquistar, incluido su cuerpo. Por ello, puede hablarse de este sí mismo y del núcleo que lo constituye como subjetividad en un sentido metafísico (Schulz, 1998).
En el contexto de estas críticas, Stein quiere evitar la identificación de la vida de la persona con la vida de conciencia, como si el sujeto pudiera ser reducido a yo puro y conciencia pura, por ello es posible pensarlo e identificarlo con la pasividad y con la subjetividad. Stein encuentra que la vida de conciencia fluye sobre un fondo oscuro, sobre lo que podemos llamar vida del alma que tiene, dentro de la vida de la persona, un espacio y una profundidad y una altura que no tiene la conciencia o el yo consciente. La vida de conciencia fluye y deviene sobre una profundidad más amplia que Stein llama «mundo interior» o alma. El conocimiento del alma en este sentido de profundidad e intimidad es lo que permite hablar en sentido pleno de la autoformación y autoconfiguración, porque del reconocimiento de estas cualidades dependerá el desarrollo de las potencias. En Ser finito y ser eterno vemos que
El yo humano es algo cuya vida surge de la profunda oscuridad de un alma… la oscuridad iluminable del alma hace comprender que el conocimiento de sí (en el sentido del conocimiento del alma) debe concebirse como una posesión que aumenta poco a poco (Stein, 2007b: 1020).
Todavía más, Santasilia tiene razón al advertir que la introducción de potencias “transforma el desarrollo de la persona en una forma de cumplimiento de algo ya asignado”, pero la afirmación según la cual el desarrollo de la libertad “consistiría en el mero desconocimiento de tales potencias” es problemática. Ciertamente, nosotros pensábamos en lo importante que es el conocimiento de sí mismo para la autoformación. Pero esta autoformación se da inclusive cuando las decisiones que se toman no son premeditadas o conscientes, o cuando se toman desde una dimensión profunda o desde la superficie. Una persona puede vivir de manera superficial, esto es, desde la superficie de su ser, y no entrar a lo profundo de su alma. Aquí tenemos dos modelos porque las decisiones superficiales podrían no identificarse con el ser íntimo de la persona; no obstante, las decisiones que toma la persona desde el centro de su ser no dejan de abonar de manera sustancial a lo que ella misma es como persona. Por ello el conocimiento de sí es una “posesión que aumenta poco a poco”, que por lo mismo puede ganar grados muy profundos de conocimiento de sí mismo o en su defecto vivir desde la superficie. Es por estas razones que Stein afirma que la persona puede trabajar en la formación de su carácter.
En Ser finito y ser eterno, Stein habla de una “orientación vital originaria” que podría alcanzarse a través de esta conquista de sí mismo con el uso más amplio y más profundo de la libertad. Entonces, la libertad en este sentido profundo no consiste en ignorar las potencias y las cualidades personales como dice Santasilia, sino todo lo contrario: partir de este conocimiento para encauzar nuestra propia persona en la dirección apropiada para que nos lleve a la realización de lo que debemos ser.
Así pues, a Santasilia le parece que el núcleo “queda condicionado por las mismas acciones, siempre se mantiene en una dimensión estable constituyendo el centro de ser persona”. Pero una vez más hay en ello un problema, que consiste en querer ver el núcleo como idéntido a sí mismo, como mismidad, sin considerar los posibles cambios y actualizaciones que la persona va imprimiendo en él a través de su acciones. Aquí los actos libres son de vital importancia, porque la persona se constituye en sus actos. Si bien es cierto que el núcleo lo confiere a la persona humana su identidad y su individualidad y constituye el fundamento de su ser –un fundamento por lo demás en un sentido metafísico–, también hay que tener en cuenta que el cambio y, por tanto, el crecimiento de la persona, está en el fluir temporal y en el despliegue histórico que supone la actualización de las potencias en el alma y el modo como todo ello influye en el ethos o carácter de la persona. Lo que Stein intenta refutar con ello es la tesis de la psicología empírica que busca sostener la identidad de la persona recurriendo solamente a las vivencias o experiencias que esta tiene en el contexto en el que se vive, como si el ser humano fuese el resultado de la exterioridad. No es que el medio ambiente en que se vive no influya en la formación del carácter, pero Stein quiere mostrar que existe ciertamente este núcleo que le confiere identidad a la persona y que este núcleo, como sostiene Santasilia, es “una realidad que precede la experiencia”. La precede, pero a su vez se despliega temporalmente y va ganando grados cada vez más hondos de la realidad íntima que la constituye. La persona se constituye en la actualización de las potencias. Pero también está la posibilidad del error –como lo formula Santasilia–. ¿Podría la persona, partiendo de esta idea del núcleo, convertirse en alguien sin desplegar las cualidades íntimas del núcleo que lo constituye y sin identificarse por tanto con este núcleo? ¿Existen casos donde el núcleo no se despliega y no se actualizan sus potencias? ¿Qué pasa con la persona si no alcanza el sentido pleno y profundo de esta libertad que lo configura a través de los actos libres? ¿Qué ocurre entonces con la persona? La respuesta a estas interrogantes daría indicios sobre la importancia del núcleo y lo que este representa en la constitución dinámida de la persona. Uno puede imaginarse el caso de una persona que, por diversas razones, no puede desplegar estas potencias y darles cumplimiento o una persona que actúa sin que haya una identificación o correspondencia en su modo de proceder con estas cualidades contenidas en el núcleo. En la elección de los caminos para autoconfigurarnos, estamos expuestos al error todo el tiempo y el riesgo de convertirnos en una imagen ilusoria de nosotros mismos está siempre latente, el peligro de no alcanzar esta “orientación vital originaria”.
Finalmente, en el artículo intento mostrar que el personalismo de Edith Stein no descuida la relación que la persona mantiene con la comunidad. La persona humana concreta es un ser en relación íntima con los demás. Stein dedicó un importante trabajo a este tema en su obra Individuo y comunidad, que redactó entre 1918 y 1919 y al final de La estructura de la persona humana, dedica un capítulo al ser social de la persona. Allí sostiene que la persona aislada es una abstracción. Nosotros enfatizamos esta dimensión interspersonal y comunitaria de la persona para explorar el sentido de la educación y mostrar el sentido social e interpersonal de la misma, en cómo la persona se forma o educa justamente para servir a la comunidad, para incorporarse a ella y participar de las diversas actividades que demandan su participación. Aunado a esto, quisimos exponer el modelo de pedagogía teológica que Stein proponía y el sentido de la misma cuando hablamos de la formación de la persona. A Santasilia, no obstante, le parece que el enfoque católico puede tener el riesgo de quedarse “limitada simplemente a los círculos de creyentes”, pero es un riesgo que no se justifica plenamente en la praxis, ya que la educación que se oferta en las instituciones católicas no se oferta de manera exclusiva para los católicos. Se educa a partir de los dogmas de la fe católica a católicos y a no católicos por igual, aunque ciertamente sea más factible que a estos colegios asistan con más probabilidad quienes son católicos.
A nuestro juicio, la antropología fenomenológica de corte metafísico que configura Edith Stein aporta fundamentos objetivos que nos conducen a una plena comprensión de la persona humana, y no nos parece que los conceptos a los que recurre, como alma, núcleo, potencias, entre otros, no se reflejen en la realidad y no tengan una evidencia bastante directa, como afirma Santasilia. Lo que ocurre es más bien que la descripción fenomenolológica del ser humano conduce a Edith Stein a una región del ser para el cual el método fenomenológico ya no es suficiente, porque la realidad con la que se encuentra es absolutamente individual, por un lado, y porque a decir de la filósofa no se puede apresar en conceptos generales lo que está contenido en el núcleo de la persona (Stein, (2007b): 1030). Una tercera razón sería esta: que no es el pensamiento reflexivo la vía de acceso a la realidad última y fundamento de la persona. El acceso es un sentimiento que Stein identifica como proveniente del corazón: lo llama «pensamientos del corazón» (Stein, 2004: 339) y por ello cree que el corazón “es el verdadero centro de la vida” (Stein, 2007b: 1026). Es un sentimiento en el que cada persona se siente a sí mismo siendo un ser único e irrepetible. Terminemos con esta cita:
En su interioridad el alma siente lo que ella es y cómo es, de una manera oscura e inefable que le presenta el misterio de su ser en cuanto misterio, sin descubrírselo. Por otra parte, ella lleva en su quid la determinación de lo que debe llegar a ser: por medio de lo que recibe y de lo que hace (2007b: 1031).
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Manfred Svensson
Instituto de Filosofía - Universidad de los Andes, Chile
Fecha de recepción: 21/02/2018
Fecha de aceptación: 18/06/2018
El presente artículo intenta realizar una evaluación kierkegaardiana del fenómeno de la indignación moral como motor de la acción política. Para ello se parte de las descripciones que Kierkegaard hace de las revoluciones de 1848 y se atiende también a su escrito La época presente de 1846. Se concede que el juicio de Kierkegaard es preponderantemente negativo, pero se muestran al mismo tiempo elementos más diferenciados de su análisis y su eventual aplicabilidad a variantes contemporáneas del mismo fenómeno.
Palabras clave: época presente; Kierkegaard; política; Revolución; Indignados.
The present article offers a Kierkegaardian evaluation of moral outrage as a source for political action. We discuss his work The Present Age, as well as his scattered comments on the revolutions of 1848. These are primarily negative comments, but they are not wholly undifferentiated. Finally, the applicability of his views to such phenomena is discussed.
Keywords: Kierkegaard; outrage; Politics; Present; Revolution; The Indignados Movement.
El bicentenario del nacimiento de Kierkegaard, conmemorado en el año 2013, coincidió con la muerte de Stéphane Hessel, ideólogo involuntario del Movimiento de los Indignados. Podemos tomar esta coincidencia como una invitación a pensar sobre cómo Kierkegaard abordaría semejante movimiento. Después de todo, el llamado del francés, “te deseo que te indignes” (Hessel, 2011), no suena del todo ajeno a los llamados de Kierkegaard a inyectar pasión en la vida: “la época presente –sentenciaba Kierkegaard en las primeras líneas del texto así titulado– es esencialmente sensata, reflexiva, desapasionada, encendiéndose en fugaz entusiasmo e ingeniosamente descansando en la indolencia” (SKS: 8, 66). Algo más adelante en el mismo libro, afirma que, así como al usar billetes extrañamos el ruido de las monedas, en la época presente también se extraña un poco de primitivismo (SKS: 8, 72). ¿No es ese tipo de primitivismo lo que los indignados han devuelto a la vida pública?
Kierkegaard y Hessel coinciden, por lo demás, en hacer sus descripciones críticas del presente a través de un contraste epocal. En Kierkegaard “la época presente” es contrastada con “la época de la revolución”, la agitada época de la que lo separaban algunas décadas. En Hessel, en tanto, el gris de la actualidad es contrastado con los ideales de la Resistencia Francesa. En ambos casos el punto de comparación se encuentra algo más de medio siglo hacia el pasado. El recuerdo de la Resistencia Francesa lleva además a Hessel a imputar su propia pasión a la influencia de un compañero de curso, Jean-Paul Sartre (Hessel, 2011: 4), de modo que también parecen asomarse algunas filiaciones filosóficas entre Kierkegaard y Hessel. Pero, por otra parte, hacer una comparación o una genealogía como la propuesta en nuestro título parece difícil. Kierkegaard es un autor al que uno se acerca con reverencia, con la conciencia de que, dondequiera que nos ubiquemos en relación con él, estamos ante uno de los grandes. Hessel, en cambio, es autor de un panfleto –uno de alto impacto, pero al fin y al cabo un panfleto que sería absurdo sentarse a comparar de modo detenido con alguna obra de Kierkegaard, ni siquiera con las obras panfletarias que el danés escribiera durante su último año de vida. ¿No se expondrá a ambos a una colosal injusticia por el solo hecho de nombrarlos juntos?
Los «indignados» además son muchos. Hemos referido a Hessel como un autor usualmente tenido por inspiración de un movimiento contemporáneo. Pero respecto del carácter unificado del movimiento cabría hacerse muchas preguntas. Aquí nos interesa no sólo el caso puntual de los indignados de España, que dieron cara visible y nombre a este tipo de actuar, sino también movimientos análogos. Después de todo, ahí cobró visibilidad una aproximación a la vida política que no solo caracteriza a un sinnúmero de movimientos de disímil orientación, sino también un cierto malestar ciudadano que no siempre alcanza articulación política. Es una mirada que puede caracterizarse simultáneamente por la intensidad de su preocupación por la política y por el carácter externo de su perspectiva, la perspectiva del que clama “¡que se vayan todos!” sin la conciencia responsable de ser parte de ese mismo todo. Es ese cruce de dos perspectivas antagónicas el que lleva a que el mundo de indignados sea percibido por algunos como salvador de la política y por otros como antipolítico. Ahí mismo se encuentra también parte de la explicación para una extraña conjunción que los caracteriza: que la radicalidad de su crítica pueda a veces ir de la mano de sorprendentes vacíos programáticos.1
El vacío programático puede volver más extraño que abordemos el fenómeno desde Kierkegaard; con todo, no es descabellado. Kierkegaard, según se puede atisbar por las escasas líneas que hemos citado, entendería muy bien que alguien desespere del conjunto de las opciones políticas contemporáneas, rechazaría con los indignados la «sensatez» de los contemporáneos que siguen buscando salidas intrasistémicas, y se interesaría por la pasión inyectada en la vida pública. Pero junto con ese tipo de coincidencias, hay llamativas disonancias entre la antropología y visión de sociedad de Kierkegaard y la que uno encuentra difundida entre los indignados. Pues un rasgo recurrente de movimientos como éstos es que no hay culpa; o bien puede decirse que la hay, claro, pero concentrada de un modo increíblemente simplificador en los causantes únicos de las crisis: políticos y banqueros. Los miembros del movimiento, en cambio, viven de una indignación que está tan atenta a esas causas del mal como convencida de su propia inocencia. No estamos, después de todo, ante un tipo cualquiera de indignación moral. No se trata de crítica penetrante ni diferenciada, sino de una crítica que logra mover precisamente porque se inscribe dentro de lógicas polarizadoras en las que la maldad del grupo rival se potencia por la condición de víctima inocente que se atribuye a la propia posición.2 Kierkegaard, podemos presumir, tendría algunas preguntas críticas que hacer a quienes tienen tal percepción de sí mismos.
Exploraremos aquí en primer lugar los juicios de Kierkegaard sobre la centralidad de los eventos de 1848. Esto nos permitirá notar puntos de contacto que parece haber con la indignación moral que caracteriza a movimientos comparables de hoy; con todo, son los indignados de la época del propio Kierkegaard los que nos interesan de modo primario. En segundo lugar, pasaremos revista a los dispares juicios que Kierkegaard profiere respecto de estos sucesos, prestando particular atención a la tensión que parece haber entre dos críticas. Por una parte, en efecto, el danés nos sugiere que aquí hay ausencia de ideas; por otra parte, presenta las ideas-fuerza del periodo como catastróficas. Por último, consideraremos las razones por las que Kierkegaard pensaba que la revolución dejaba desacreditados a otros representantes de la cristiandad, pero no a su propio diagnóstico de la situación. Concluiremos notando la centralidad de estos sucesos para la autocomprensión del mismo Kierkegaard.
El intento por juzgar un movimiento contemporáneo a partir de cualquier autor del pasado desde luego puede ser objeto de cierta sospecha. Este tipo de especulación –qué habrían dicho Platón, Agustín o Kierkegaard si vivieran hoy–, se nos podría responder, solo revela nuestra pervertida voluntad de poner a los autores del pasado al servicio de nuestro propio diagnóstico del presente. La presencia de tal móvil puede ser serenamente aceptada. Pero si podemos hacer tal ejercicio es porque hay algo más que esa motivación, es porque ciertos autores se prestan para ello, porque hicieron crítica de su propio presente, y porque ese presente suyo no es completamente distinto del nuestro. Por decirlo de otro modo: a veces sí ocurre que los autores del pasado hablan de lo mismo que nosotros (concuerdo aquí con la crítica de Zuckert a Skinner. Zuckert, 1985).
Kierkegaard describió las revoluciones de 1848 de un modo que ocasionalmente parece muy contemporáneo. Es por ahí, por su lectura de 1848, que comenzaremos. Conviene, para introducirnos, recordar la naturaleza de las revoluciones de dicho año, aunque sea de un modo muy general. En un número considerable de casos fueron revoluciones de corto aliento, pues llevaron al fortalecimiento de la reacción. Pero no sólo hubo triunfos puntuales, sino también un primer actuar organizado de movimientos obreros, surgimiento de ideas nacionalistas, una primera masificación sustantiva del actuar político y lo que podríamos llamar un traslado de la política a la calle. Aunque en varios otros lugares se trata de revoluciones nacional-liberales, este paso a la calle es particularmente relevante en el caso parisino, que es el que comenta Kierkegaard.
Como quiera que se evalúen estas revoluciones, la importancia simbólica de la caída del viejo orden salta a la vista: si bien no es comparable en su efecto al de las guerras mundiales del siglo XX, 1848 dejó huella honda en la conciencia de algunos países europeos. Como ha señalado Raymond Aron, para el caso parisino el periodo 1848-1851 parece una versión en miniatura de todas las grandes convulsiones que traería el siglo XX, y se trata de sucesos que mueven a profunda reflexión por parte de los grandes pensadores europeos del momento (“Los sociólogos de la revolución de 1848”, en Aron, 2004: 233–258). Kierkegaard se encuentra entre estos autores remecidos por los sucesos de 1848. Llegó a escribir que este año le había dado “la más nítida comprensión de mí mismo que haya alcanzado” (NB26:51 / SKS 25, 55). Tal autocomprensión no es fruto de mera introspección, sino de un juicio de Kierkegaard sobre los movimientos sociales que le toca evaluar, sobre los cuales realiza en sus diarios una gran cantidad de anotaciones. Desde luego Kierkegaard no fue el único en aprovechar de este modo la ocasión; también Tocqueville, por nombrar un ejemplo elocuente, comienza sus Recuerdos de la revolución de 1848 apuntando el papel que estos sucesos han desempeñado en su autoconocimiento (Tocqueville, 2016: 27).
En 1846 Kierkegaard había escrito sobre «la época de la revolución» ante todo como contraparte positiva para evaluar críticamente «la época presente». Pero cuando llega 1848 su juicio sobre los revolucionarios se ha vuelto primordialmente negativo. Eso no nos debiera extrañar, ni sorprende tampoco el efecto que ha tenido sobre la recepción de su obra. Theodor Adorno, en su conocido escrito sobre Kierkegaard, lo presenta, en efecto, como representante de un «extremado conservadurismo» que se refugia en la interioridad por motivos muy convenientes. Estas son sus palabras:
En la interioridad aparece el desprecio de lo exterior, para que no irrumpa en ella. La interioridad es muy conveniente para lo exterior, puesto que reduce a los individuos a átomos impotentes. Su conjunto constituye la opinión pública, contra la cual Kierkegaard no se cansó de lanzar anatemas. Su extremado conservadurismo político, herencia antigua del luteranismo, expresa fielmente la situación histórica de la interioridad sin objeto, que él representa. Quien considera a toda intervención en la realidad externa como una caída desde una pura esencia interior, debe contentarse en admitir y reconocer a las relaciones sociales dadas tal como son (Adorno, 1969: 265-266).
Tal vez las palabras de Adorno no sean descabelladas como primera impresión. Pues si lo que tal juicio pretende transmitir es que Kierkegaard rechazó sin reserva las revoluciones democráticas –y ello de un modo sumario, que es como Kierkegaard suele resolver los problemas–, se trata de un juicio acertado. Pero si lo que pretende transmitir es que Kierkegaard es indiferente respecto de lo exterior, algo falla en su interpretación. Los juicios de Kierkegaard pueden con frecuencia ser exacerbadamente negativos, pero constituyen así un buen indicio de cuánto lo mueve lo que está ocurriendo, un indicio de que está intentando hacerse cargo de la realidad circundante. En El punto de vista sobre mi obra como escritor, por ejemplo, afirma que “ni siquiera la caída de la civilización antigua es comparable a la catástrofe histórico-mundial que estamos enfrentando” (SKS 16, 49). Tales palabras implican un dictamen exclusivamente negativo, es cierto, pero de una intensidad tal que debieran impedir que sigamos perpetuando la imagen del melancólico danés encerrado en una interioridad impermeable.
En ocasiones incluso hay de parte de Kierkegaard una confesión respecto de la considerable distancia que se requerirá para medir el impacto de la revolución: “tomará una o dos generaciones antes de que comprendamos dónde se encuentra el mal ahora, y cómo debe cambiar el modo de ataque” (NB15:65 /SKS 23, 44). Es cierto que, al hablar de ataque, un pasaje como éste parece dar a entender que Kierkegaard se encuentra lejos de hacer una evaluación siquiera diferenciada del fenómeno revolucionario; pero al mismo tiempo parece lejos de simplemente demonizarlo: resulta crucial su sugerencia de que con la aparición de los revolucionarios la localización del mal se le ha vuelto no más fácil, sino más difícil. Si el mal estuviese simplemente identificado con la disposición revolucionaria, parece claro que el estallido de la revolución volvería más fácil identificar el mal. Cuando, durante este periodo, vemos a Kierkegaard intentando hacer una localización del mal, las culpas caen, de hecho, más bien sobre la elite. Así ocurre ya en La época presente, de 1846, donde –de un modo que recuerda a De Maistre– escribe que “la autoridad y el poder han sido mal utilizados, trayendo sobre sí la némesis de la revolución” (SKS 8, 102). Así ocurre también en La enfermedad mortal, de 1849, donde Kierkegaard reprocha a la elite culta haberse entregado a delirios panteístas, para luego horrorizarse al ver una masa «divinizada» levantarse contra ella (SKS 11, 230). Si los indignados reciben de parte de Kierkegaard un juicio severo, hay quienes reciben uno más severo aún. ¿Pero cuáles son las críticas a los indignados, que siguen volviendo difícil identificar el mal simplemente con los problemas de la elite?
Atenderemos a continuación a la crítica de Kierkegaard a la revolución, para ver en qué consiste ésta, y en qué medida contiene observaciones vigentes para sopesar movimientos contemporáneos. Kierkegaard bien puede ser considerado como uno de los primeros grandes observadores de la moderna sociedad de masas. Es eso, después de todo, lo que explica el discurso sobre la individualidad con que suele vincularse su nombre. Dicha sociedad de masas por supuesto no es un simple producto de la revolución, pero sí hay sentidos en que con ésta parece agudizarse el problema. Lo que nos interesa aquí es notar la considerable cantidad de veces que esta denuncia de la masificación se encuentra en Kierkegaard estrechamente vinculada a la constatación de algún trastorno espiritual, y en qué medida la vincula, en cambio, a ausencia de ideas o a la presencia de ideas específicas.
Partamos por algunos trastornos espirituales. En La época presente, por ejemplo, la «nivelación» es vinculada tanto con factores externos como el surgimiento de la prensa como con condiciones internas como la envidia. Pero entre los trastornos psicológicos la envidia está lejos de ser el foco exclusivo de interés de Kierkegaard. Fenómenos como la alienación y la obsesión le son igualmente conocidos. Considérese, por ejemplo, el siguiente texto de los diarios:
Se escribe mucho sobre el fenómeno de la posesión en la Edad Media, y sobre épocas en las que había individuos que se vendían al diablo. En contraste con eso siento la necesidad de escribir un libro sobre Posesión y obsesión en la época moderna, y mostrar cómo la gente se está dejando llevar en masa a tal posesión. Se unen en estampidas, de un modo que la ira animal toma posesión de la persona, que se siente estimulada, inflamada y fuera de sí. […] La persona busca así evaporarse en una potenciación, estar fuera de sí misma, sin saber lo que hace o dice, sin saber quién o qué es lo que habla a través de ella. Entretanto, la sangre corre más rápidamente, los ojos brillan y miran de modo fijo, la pasión hierve, el deseo bulle (NB: 16, 22; SKS: 23, 108-109).
Textos como éste se pueden multiplicar por decenas durante este período, y por lo general se trata de textos que al criticar la actitud de masa anclan tal crítica a algún desorden de alma: la envidia, la obsesión, la alienación (ese estar fuera de sí sin saber qué es lo que habla a través de nosotros), la posesión, la cobardía (por ejemplo, el estudio de Marsh, 1987). Una y otra vez Kierkegaard hace notar cómo la actitud de masa implica una “cobardía inhumana” en la que no es posible encontrar “una huella de valentía personal” (NB: 4, 121; SKS: 20, 348). La pérdida del temor a Dios habría hecho irrumpir de modo incontenible el “temor a los hombres” que, según Kierkegaard, conduce a “la más peligrosa de todas las tiranías” (NB: 4, 113; SKS: 20, 339).
Junto con la presencia de este tipo de trastorno espiritual, Kierkegaard reconoce desde luego un papel de ciertas ideas tras los «indignados» de su tiempo. Bien podría ser, en efecto, que parte de su juicio negativo sea en realidad un juicio sobre dichas ideas. Que Europa vivía profundos cambios en el mundo de las ideas es algo sobre lo que no cabe la menor duda, pero no siempre es fácil decir cuál de esos cambios es el que está tomando cuerpo en las asambleas o en las estampidas callejeras. Kierkegaard está medianamente al tanto de las ideas que alimentan la revolución, pero sus referencias son sumamente generales. Hay alusiones suyas a lo que estarían haciendo, por ejemplo, los «comunistas»; incluso dice haber escrito parte de su libro Obras del amor (1847) como respuesta al comunismo ( NB: 2,180; SKS: 20, 213). Pero el esfuerzo de los estudiosos por determinar quién es el objeto específico de tales comentarios no ha sido particularmente fructífero (Malantschuk ha llegado al punto –sin duda exagerado– de concebir la obra completa como una alternativa al comunismo en Malantschuk, 1980: 9).
Mucho más elocuente, y más significativo para nuestro interés contemporáneo, es el modo en el que Kierkegaard critica la falta de ideario del movimiento revolucionario: “una cantidad indeterminada de personas toma el palacio en París, sin saber ellos mismos lo que quieren, sin una sola idea determinada” (NB: 4, 121; SKS: 20, 347). La república francesa, escribe en otra anotación, “está fundada sobre una falsedad, la de convencerse mutuamente de que esto es lo que queríamos, que éste era el propósito –sin considerar cuán notorio es el hecho de que no se tenía propósito alguno” (NB:4,122; SKS: 20, 348). En anotaciones como éstas parece saltar particularmente a la vista el paralelo con algunos movimientos de hoy, al destacar Kierkegaard la total carencia de actitud propositiva o programa específico alguno. Como escribe en otro texto, el movimiento de la época solo sigue a “voceros de ideas fantásticas y confundidas” (SKS: 16, 49).
Debe concederse, con todo, que este diagnóstico no es mantenido por Kierkegaard de un modo consistente. En alguna ocasión les imputa algunas ideas a los mismos actores, pero poco profundas. Así se queja, por ejemplo, de que la revolución ha logrado producir agitación nacionalista, pero que no ha logrado que se exprese una sola inquietud religiosa (NB: 4,132; SKS: 20, 350). En otras notas, en cambio, sugiere que todo lo que está ocurriendo es religioso. Todo parece política, escribe, pero la situación sería aquí inversa a la de la Reforma protestante: ella parecía religión, y acabó siendo nada más que política (ese es el severo juicio de Kierkegaard sobre dichos sucesos); en 1848, en cambio, todo parece política, pero acabará siendo religión (SKS 28, 400).
Como puede verse, Kierkegaard no nos ofrece un análisis de manual para juzgar el movimiento de 1848, menos aún para el de nuestro tiempo: en ocasiones los revolucionarios son juzgados por su carencia de ideas, en otras por la superficialidad de las mismas, y en otras por estarse constituyendo un giro espiritual-intelectual que le preocupa (lo cual presupone que las ideas en cuestión no son tan superficiales como en otros momentos él pretende). Tales alternativas no tienen por qué denunciarse como contradictorias. Se trata precisamente de movimientos difusos, que permiten ser analizados en distintos niveles y en sus distintos momentos.
En un sentido no trivial, y a pesar de los juicios críticos que hemos revisado, la revolución es para Kierkegaard también un fenómeno bienvenido. Los últimos años de Kierkegaard están dedicados a una batalla contra «la cristiandad», y a su parecer la revolución acabó inhabilitando como interlocutores de la discusión a algunos de los representantes tradicionales del cristianismo, dejándolo, en cambio, habilitado a él. A su parecer, en efecto, el nuevo escenario dejaba fuera de juego a los representantes oficiales de la cristiandad, quienes dan voz a la mentalidad que identifica ser danés con ser cristiano, pero no ha dejado fuera de juego el diagnóstico que el propio Kierkegaard hacía ya antes de la revolución. Así se expresa:
Los sucesos de los últimos meses, que poseen un significado histórico-mundial, han echado abajo todo, dando la palabra a los voceros de ideas fantásticas y confundidas, mientras que todo el que antes era una voz autorizada se ha visto forzado o a callar, o a la vergüenza de tener que comprarse algo de ropa nueva (SKS 16, 49).
Las voces «autorizadas» son las de la cristiandad oficial, ésta ha quedado en entredicho. La «ropa nueva» a la que Kierkegaard, en tanto, alude, puede tal vez significar dos cosas: o un intento por mantener las posiciones antiguas, pero cosméticamente remozadas, o bien un intento por formar una segunda cristiandad, que identifique el cristianismo con el nuevo tipo de orden social surgido de la revolución. Ese segundo cambio sería por muchos considerado como un significativo avance, pero para Kierkegaard se mantendría así una sumamente problemática identificación del cristianismo con la opinión dominante. En cualquier caso, sea que se acabe en cambios cosméticos o en una estrecha identificación con el nuevo orden social, ambos caminos implicarían una derrota. Kierkegaard parece creer que él, que ha luchado ya largo tiempo contra tal idea de una cristiandad, no se encontraría entre los derrotados.
¿Pero esta creencia –la creencia de que él no ha sido derrotado– está justificada de parte de Kierkegaard? En La época presente, Kierkegaard había escrito que “una revuelta es en la época presente lo más impensable” (SKS 8, 68). Varios estudiosos han llamado la atención sobre ésta como una de las frases menos afortunadas de dicho escrito de 1846; una frase que hace que surjan dudas respecto de Kierkegaard como analista de la cultura.3 Sin embargo, los grandes pensadores políticos entre sus contemporáneos tampoco pueden ser caracterizados por su poder predictivo respecto de estos sucesos. No parece que el penetrante análisis de ninguno de ellos pueda ser desacreditado por tal omisión.
Para abordar este problema puede ser conveniente volver brevemente sobre La época presente. No se encuentra entre las piezas más conocidas de Kierkegaard, dado que en realidad es solo el fragmento de una obra mayor, titulada Una recensión literaria. Pero precisamente reseñando la novela de Thomasine Gyllembourg, Dos épocas, Kierkegaard tuvo la oportunidad de escribir estas intensas 40 ó 50 páginas sobre la época presente (SKS 8, 66-106), texto que en nuestra lengua como en otras tiene existencia independiente (Kierkegaard, 2012). ¿Pero cómo es que Kierkegaard, en 1848, considera vigente su diagnóstico de la época, si había fallado en algo tan esencial como el predecir la revolución? Podía hacerlo, me parece, porque en este escrito estaba contenido un rechazo de la sociedad burguesa tan intenso como el de los revolucionarios, al mismo tiempo conteniendo una crítica anticipada a éstos. Quisiera mostrar esto en unos pocos pasos.
Lo que el escrito en primer lugar parece revelar es una coincidencia con los indignados. La época presente es criticada por su falta de pasión, falta de primitivismo, por su indolencia o indiferencia. Pero si bien la indignación es un modo de mantener abiertos los ojos a la realidad –y ése es su gran fuerte ante una sociedad indiferente–, al mismo tiempo requiere mantenerlos cerrados a la complejidad de la realidad. Quien se abre a la complejidad de los problemas, quien comienza a hacer distinciones y precisiones, difícilmente mantendrá la indignación como motor principal de su acción, aunque pueda seguir siendo alguien muy comprometido con una causa. Tener presente esto nos comienza a abrir los ojos a la ambivalencia de este fenómeno. No es que los indignados sean menos geniales que Kierkegaard, y que por eso el análisis cultural de él parezca más interesante. Lo que ocurre es que la indignación es sencillamente incompatible con cierto nivel de diferenciación conceptual.
Pero hay más. Hay un sentido en el que el indignado es prisionero de la sociedad desapasionada que critica, y precisamente en un momento en el que, por el contrario, cree haberse convertido en un crucial agente de cambio. Kierkegaard se detiene expresamente en el hecho de que en una sociedad desapasionada las relaciones sociales se mantienen en pie, pero son vaciadas de significado. En contraste con la época de la revolución, que echa abajo reyes, maestros y padres, la época presente permite que cada uno de ellos se mantenga en pie, pero del siguiente modo: el ciudadano ya no es el ciudadano obediente ni el ciudadano rebelde ante la tiranía, sino que ser ciudadano se ha transformado en ser “espectador que estudia el problema de la relación entre un rey y sus súbditos” (SKS: 8, 76). Lo mismo escribe Kierkegaard sobre un campo en el que movimientos afines a los indignados suelen hacerse oír: los movimientos sociales en torno a la educación. Kierkegaard describe esto del mismo modo en que discute la relación rey-súbdito: la educación ya no consiste en “temer y temblar”, ni tampoco en aprender, sino en un “mutuo intercambio de ideas entre maestro y discípulo, acerca de cómo una escuela como ésta debe manejarse” (SKS: 8, 76). Ir a la escuela, escribe, “en el fondo ha llegado a significar el estar interesado en el problema de la educación escolar” (SKS: 8, 76). De estas observaciones de Kierkegaard se puede por supuesto hacer una lectura como la que hace Adorno: denunciarlo como un conservador que simplemente no entiende lo que está ocurriendo, que se molesta porque en la calle hay demasiado ruido. Pero más provechoso es destacar lo que Kierkegaard ha visto: la posibilidad de que, a pesar de la pretensión de ser agentes de cambio, el habernos situado fuera de una relación nos convierta en realidad en espectadores en lugar de actores. Para Kierkegaard, recordemos, el abandono de la acción es una nota característica de la sociedad desapasionada “nada ocurre –escribe al comienzo de La época presente– y sin embargo hay publicidad inmediata” (SKS: 8, 68). Lo que textos como los recién considerados permiten ver, es que bajo «acción» Kierkegaard entiende precisamente un actuar inserto en algún tipo específico de relación. Al indignado que cree haber dejado atrás la sociedad indiferente, estas observaciones de Kierkegaard le advierten sobre el riesgo de simplemente haber caído en una indiferencia más sofisticada que la que está dejando atrás.
Eso nos lleva al último punto que nos interesa destacar, el lugar dado por Kierkegaard a la concreción. Éste es el punto que nos permitirá también contrastar la «pasión» kierkegaardiana con la indignación. El llamado de Kierkegaard a mayor pasión es inequívoco, pero lo que deba entenderse bajo tal pasión puede ser objeto de cierta discusión. Si se toma, por ejemplo, un término emparentado, como «entusiasmo», se podrá constatar que no siempre tiene en La época presente una connotación positiva. Así, Kierkegaard escribe que “destellos de entusiasmo e ingeniosa apatía se corresponden mutuamente” (SKS: 8, 70-71). Aquí, el entusiasmo inmediato, que se manifiesta en destellos, no sólo no es identificado con la pasión, sino que lo es derechamente con su contrario: la apatía. La explicación la podemos encontrar en un hecho observado por Robert C. Roberts: en esta obra el término «pasión» en algunas ocasiones describe una emoción pasajera, pero en otras ocasiones describe más bien un rasgo de carácter o un interés arraigado (Roberts, 1987: 88-89). Y el énfasis de Kierkegaard no recae sobre el hecho de que haya una falta de emoción –pues la época apática se caracteriza precisamente por destellos de entusiasmo–, sino sobre el hecho de que falta carácter arraigado, intereses capaces de dar forma estable a la emoción, configurando de modo constante el actuar. Por lo mismo, en otros momentos, el entusiasmo y la pasión aparecen como identificados, y ambos bajo luz positiva.
Pero tal pasión que forja carácter no sólo incluye reflexión sino, muy significativamente, presupone cierto tipo de concreción. Al destacar esto, conviene recordar que Kierkegaard caracterizaba a algunos de los revolucionarios como “voceros de ideas fantásticas y confundidas”. “Lo fantástico” es un concepto importante también en obras como La enfermedad mortal. Pero lo concreto que Kierkegaard opone en La época presente a la abstracta nivelación no es “el individuo”, sino concreciones comunitarias. Su crítica va expresamente dirigida contra el hecho de que no “quepa ninguna categoría intermedia”, que se haya “eliminado a los individuos y todas las concreciones orgánicas”, que todas las “concreciones comunales de la individualidad” hayan sido aniquiladas (SKS 8, 84). Pueden ser pocas las palabras que escribe al respecto, pero son palabras claras en el sentido de reconocer como ideal opuesto a la pura humanidad no una abstracta individualidad, sino concreciones comunales. La pasión que Kierkegaard desea promover no es la del individuo aislado ni la del movimiento de masas. Es, por el contrario, de las concreciones comunales que afirma “daban relativo pathos” (SKS: 8, 84). Una vez más, el «indignado», con su salida de los cauces usuales de expresión política, en un movimiento que dispara contra todo y todos, pero sin hacerlo desde alguna concreción específica, es en términos kierkegaardianos un nivelador que, con seguridad de modo involuntario, refuerza muchos de los problemas contra los que pretende combatir.
Si volvemos a nuestro contraste inicial con Hessel, el problema no parece consistir simplemente en que en Kierkegaard se introduzca algo de capacidad reflexiva que parece ausente en nuestros indignados. Después de todo, también eso es algo que apenas aparece en Kierkegaard. Lo que sí parece decisivo es que la indignación a la que nos llama Hessel es una pasión que dispersa. Para ella lo que hay es males en el mundo, males ante los cuales lo peor es actuar con indiferencia; pero la alternativa a ese actuar con indiferencia no es en su escrito un llamado a actuar jerarquizando problemas, sino a escoger entre los múltiples motivos de indignación posibles. “Deseo para todas las personas que cada una tenga su propio motivo de indignación”, escribe Hessel (2011: 4). Esta pasión disgregadora parece muy distinta de la propuesta contenida en La época presente, donde un hilo conductor de la discusión es la fractura interna del hombre y la consiguiente caída en los fenómenos que Kierkegaard describe como «charla», «habladuría», etc., que desempeñarían un papel tan importante en el Ser y Tiempo de Heidegger. Daniel Innerarity ha llamado la atención sobre la manera en que la política de indignados se aleja –a pesar de sus pretensiones– de la disposición revolucionaria: en manos del indignado la protesta deja de ser revolucionaria y se vuelve expresiva (Innerarity, 2015: 196-201). Las observaciones de Kierkegaard sobre el hombre que identifica problemas, pero los aborda situándose fuera de la relación, atienden a la raíz más honda de este hecho.
Es por eso que no debemos separar la crítica cultural kierkegaardiana de su acentuada autocomprensión durante este periodo y del conjunto de su proyecto intelectual. Es fácil olvidar esto, y elegir entre el Kierkegaard de la sola interioridad o el Kierkegaard como crítico cultural. Pero 1848 es un año igualmente decisivo para ambos lados de su pensamiento. Según escribe en una nota de dicho año, entonces “me vi elevado a una altura que nunca antes había conocido, y pude por fin conocerme cabalmente” (NB: 26,14; SKS: 25, 22). De esto da cuenta también la producción de Kierkegaard en este periodo, que en obras como La enfermedad mortal y Mi punto de vista da testimonio de un intenso esfuerzo por comprender el mundo como parte del proceso de conocimiento de sí mismo. Podemos dudar del valor específico de aspectos de su crítica cultural, pero la tensión en la que dicha doble búsqueda lo pone parece constituir un sano resguardo para que la crítica cultural no degenere en apoyo o rechazo indiferenciado de los fenómenos sociales que nos rodean.
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Federica Puliga
Pontificia Università Antonianum, Italia
Fecha de recepción: 24/11/2017
Fecha de aceptación: 26/06/2018
Este artículo tiene como objetivo recordar quién es el auténtico filósofo y cuál sea su misión principal porque, en esta época, la filosofía se confunde a menudo con la erudición. A diferencia del erudito, quien atesora conocimientos, el filósofo acepta la verdad, conforme a la que procura vivir: la verdad lo posee. En ese dejarse poseer por la verdad, el filósofo encuentra su verdadera vocación y su misión auténtica: vivir una vida profunda e íntima conforme a tal posesión y compartir con los demás el producto de su investigación, especialmente con quienes no han sido elegidos por la verdad aún. A la luz de las reflexiones de María Zambrano y Xavier Zubiri en torno a la definición de la filosofía, intentaremos defender que la filosofía, más que un cuerpo de conocimientos, constituye la búsqueda de la verdad como horizonte vital. La intención es rehabilitar la definición de la filosofía como un modo de vida al servicio de los otros: la comprensión y la comunicación de la verdad.
Palabras clave: filósofo; misión; verdad; Zambrano; Zubiri.
This paper aims to remember who the authentic philosopher is and which is its mission as, nowadays, Philosophy is often confused with mere erudition. The polymath treasures knowledge. Unlike him, the philosopher accepts the truth and tries to live by it: truth possesses the philosophers. Philosophers find their true calling and their authentic mission in such a possession, living a meaningful and intimate life configured by that experience, and sharing with the others the fruits of their inquiries, specially with those who have not yet been chosen by the truth. María Zambrano and Xavier Zubiri's thoughts on the definition of Philosophy will help us shape the argument claiming that Philosophy constitutes the search of truth as a way of serving others by understanding and communicating the truth.
Keywords: mission; philosopher; truth; M. Zambrano; X. Zubiri.
La filosofía ha sido replanteada muchas veces a lo largo de los siglos, hasta difuminar su significado original: el de «amor a la sabiduría». De hecho, en la Modernidad, sobre todo a partir siglo XX, la filosofía se ha convertido en el cultivo de un mero intelectualismo; o, mejor dicho, se ha entendido en relación a la investigación científica, donde es más importante la rentabilidad de las ideas que la disposición teorética conducente a maravillarse ante el descubrimiento de lo que es. El filósofo se ha vuelto un «erudito», un «intelectual»: es quien produce investigaciones para publicarlas o da conferencias para difundir su saber; se ha convertido en un profesional del saber que, en el mejor de los casos, lee mucho. En otras palabras, la filosofía ha quedado, a menudo, reducida exclusivamente al ejercicio de una de las capacidades intrínsecas de la naturaleza humana: la razón.
Sin embargo, la filosofía no se reduce a la productividad académica y su auténtico ejercicio exige mucho más que erudición. El ejercicio de la filosofía no se identifica enteramente con la adquisición de conocimientos. No sólo se trata de exponer teorías filosóficas, sino de amar el pensamiento: del amor a la sabiduría presente en tales teorías. Esto significa «filosofía». Un amante de la sabiduría no escribe por escribir. Además, siente lo que escribe. Debe mostrar pasión en su escritura. Ha de consagrarse a la verdad que quiere expresar. El filósofo debe amar la sabiduría como a una esposa; no sólo quererla. Para el filósofo, la filosofía es como una esposa que lo posee sin poseerlo, ya que siempre lo deja en libertad.
La tesis que se plantea en la primera parte de este trabajo es que, en su sentido más propio, «filósofo» no se ha de confundir con «erudito», pues, aunque ambos están en relación con un cierto saber, adoptan enfoques distintos. Por otro lado, este artículo también busca definir al amante de la sabiduría. A eso se dedicará la segunda parte. Intentaré señalar las características que acusan en un ser humano a un auténtico amante de la sabiduría, resaltando su diferencia respecto al erudito. En estas reflexiones, retomo los escritos de dos auténticos filósofos españoles: Xavier Zubiri (San Sebastián, 1898-Madrid, 1983) y María Zambrano (Vélez-Málaga, 1904-Madrid, 1991).
Muchos intelectuales conciben la sabiduría como un dejar salir de sí lo que tienen dentro. Otros, en cambio, engloban en sí mismos lo que está fuera, sin dejarlo escapar, como si fueran sus dueños. En expresión del griego clásico, se diría que el primer grupo confunde la sabiduría con la δóξα, mientras que el segundo la interpretaría como ἐπιστήμη. La gente común vive de opiniones, de chismes. Ni siquiera siente la necesidad de formarse a sí misma, de aprender o de participar en diálogos profundos. Son personas que viven en el exterior de sí mismas y que no saben mirarse hacia dentro. Nuestra generación, sin duda alguna, ha sido más favorecida por el acceso al conocimiento que otras generaciones de previos siglos. La educación media superior está al alcance de todos –por lo menos, en los países más avanzados–. Sin embargo, ¿haber estudiado en la escuela equivale a que el hombre ya no viva de la opinión sino en la sabiduría? La mayoría de las personas no alcanza la sabiduría, y ni siquiera la ciencia; sino que se queda en el puro exterior, en los puros prejuicios porque no quiere o puede interiorizar y hacer suyas las nociones básicas del conocimiento. Quienes viven en la ignorancia, paradójicamente, se muestran a los demás como poseedores de la verdad última, al tiempo que se quedan en la pura ignorancia.
Sin embargo, la educación escolar ha tenido efectos positivos, ya que ha llevado a un incremento de la segunda categoría: la ἐπιστήμη, cultivada por sus correspondientes intelectuales. Tales personas no viven el exterior –o, por lo menos, radicalmente–, sino que buscan las fuentes del conocimiento e interiorizan todo lo que pueden.
Toda vez que sólo aprendan las ciencias, sin discernir lo que cabe creer de lo que no por sí mismos, el riesgo de los científicos radica en devenir, más bien que en sabios, en parroquianos adoctrinados. Los meros científicos serían como enciclopedias vivientes. Mas no pocos científicos creen poseer la verdad en la medida en que han memorizado los principios y se han adiestrado en las técnicas. Los científicos que siguen tal modelo acaso ni siquiera rozarán la sabiduría. No lo harán si su pasión no los lleva más allá de lo que se puede saber mediante la razón.
Los científicos así caracterizados son «eruditos»: investigadores y docentes que buscan la verdad, pero que no se hacen poseer por ella: no la aceptan enteramente. Tales científicos «poseen» las verdades que buscaron; «trabajan» en ellas. Subrayo el verbo «trabajar» porque de eso se trata: el intelectual, en este sentido de «erudito», no es distinto a cualquier otro profesionista que tiene un empleo. Sin una admisión de la totalidad de la verdad, ésta no se puede vivir como vocación. ¿Por qué, pues, la escuela no crea los verdaderos sabios, los sofós, quienes pertenecen a la σοφία? Diego Gracia, en un artículo, lo explica así:
La enseñanza ha sido durante la mayor parte de nuestra historia «adoctrinamiento» o «indoctrinación». Los dos términos proceden del sustantivo abstracto latino doctrina, derivado del verbo doceo, […] a su vez, traduce el griego dokéo, creer, parecer, de donde procede el sustantivo doxa, opinión, creencia. Esas opiniones constituían […] lo que el maestros debía transmitir a sus discípulos. […] No se trataba de razonar, ni de discutir; se trataba de adoctrinar. […] Del alumno no se esperaba otra virtud que la docilidad (Gracia, 2007: 812).
La escuela ha ido construyéndose a sí misma como emulación por parte de los estudiantes del maestro. El riesgo de esta configuración es que, más bien que ser formados como personas, sucesivas generaciones han sido formadas como imitadoras del maestro, abocadas a repetir la lección más que a criticarla, postergando, así, el cultivo de la dimensión más honda del ser: la personal.
Νo se puede decir que la situación de la educación haya sido siempre ésta. Ha habido revoluciones del sistema escolar. Ejemplo de ello es el célebre «método Montessori», propuesto por una pedagoga italiana. El énfasis de este modelo pedagógico está puesto en que el alumno mismo se auto-desarrolla, se auto-determina en la comunidad educativa, pues se le reconoce su personalidad desde la primera infancia. Así, se cultiva en el alumno la agencia que le permitirá descubrir por sí mismo su propio modo de ser persona, promoviendo su desarrollo sin imponerlo desde fuera.
La educación no se puede restringir a la réplica del discurso magisterial, pues erraría en formar personas. Sin embargo, el auto-desarrollo no se puede llevar al extremo, ya que el beneficio de la educación es que nos brinda aprendizajes que, de otro modo, habría que descubrir. Por lo tanto, ambos modelos educativos tienen sus límites: a lo largo de su desarrollo, el infante necesita una educación y una ayuda proporcionales a su madurez. El niño necesita tener una guía para evitar que la auto-formación repercuta en el mismo «estar» en la sociedad, o sea, en la integración.
La escuela, por sí misma, no ayuda a alcanzar el estatuto de ἐπιστήμη. Sin embargo, excepcionalmente, hay algunos auténticos maestros, personas sui generis, poseídos por aquella pasión de la que venimos hablando como característica de la filosofía. Quienes responden a una auténtica «vocación docente», como la llama Diego Gracia (2007: 807), van más allá de los cánones escolares de rigor. Ayudan a los alumnos a que ellos mismos se formen y no sólo los adoctrinan.
La escuela, por sí misma, no forma. Quienes forman a los alumnos no son las escuelas, sino unos cuantos maestros. Los maestros de veras preocupados por sus alumnos fomentan en ellos a personas críticas, resistentes al adoctrinamiento, al tiempo que les ofrecen medios para abrirse a los demás. Los auténticos sabios (σοφοί) son capaces tanto de la crítica como de la autocrítica.
Un ejemplo de sabio es Lorenzo Milani (27 de mayo de 1923, Florencia; 26 de junio de 1967, Florencia), «don Milani», quien diariamente solía hacer leer los periódicos a sus estudiantes; y comentarlos, para que siempre fueran conscientes de la realidad en la que vivían y fueran desarrollando, además de habilidades dialécticas, una cierta disposición ante la realidad. Sus estudiantes eran personas muy pobres e incultas, hijos sobre todo de agricultores y ganaderos; o de alcohólicos; de gente que no sólo no podía permitirse económicamente el estudio de sus hijos, sino que ni siquiera querían que sus hijos abandonaran el trabajo familiar a cambio de algo que por ellos era evaluado como «improductivo»: la escolarización. El ejercicio permitió desarrollar el pensamiento crítico en sus alumnos y, por consiguiente, don Milani fue capaz de enseñar a aquellos muchachos “el arte del escribir, o sea del expresarse” (Iannomorelli, 2007: 40).4
Sin importar su estatuto socioeconómico, todos los estudiantes han sido llamados a algo superior a la ciencia: a la sabiduría. Gracias al método educativo empleado por Don Milani –que no era el del manual tradicional, de aprendizaje mecánico–, sus estudiantes aprendieron a discernir, a discutir y a criticar día tras día. Don Milani ha sido lo que Diego Gracia llamaría propiamente «maestro», o sea: el que es docente por vocación, el que “trata de sacar del interior de cada uno lo mejor que lleve dentro. […] Esto no puede hacerse más que razonando, dialogando, deliberando” (Gracia, 2007: 812).
Don Milani ha sido la encarnación de su método. Los clérigos lo criticaban no sólo por su forma de vivir entre los pobres, sino por su forma poco ortodoxa de vivir su posición social. Se le acusó del derroche de sus capacidades intelectuales, tan bien cultivadas durante los años de estudios. Sin embargo, pocos habrán entendido que, lejos de despreciarlos, don Milani apreció su posición y estudios, mas los afirmó por otra vía que la dominación: la consagración a la verdad por la verdad, así alcanzando el estatus desophos (sabio).
Son maestros como Don Milani quienes pueden conducir a sus alumnos –a los que quieren, por supuesto– más allá tanto de la δóξα como de la pura erudición-emulación. Comienzan por las nociones generales –desde el exterior hacia el interior–. Ayudan a los alumnos a hacerlas suyas –a apropiárselas– y a sacar de sí mismos –de regreso hacia el exterior, ahora desde interior– lo que ellos creen y piensan sobre tal o cual noticia aprendida. Uno de los modos de cosechar el «producto» de sus reflexiones es la palabra: el diálogo o la diatriba. Sin embargo, hay algo más hondo y profundo: la escritura. Como nos enseñaron los latinos, “verba volant, scripta manent”: la palabra escrita permanece, mientras que la voz se dispersa en el viento. La producción textual, a su vez, puede ser un dictado, un resumen, una colección de ideas (epistéme) o un escrito filosófico (sofía). Como se puede notar, la primera categoría (la de doxa) no produce verdaderos escritos. No, por lo menos, escritos serios. El arte de escribir demanda una vida interior fuerte o, por lo menos, conocimientos. Hoy en día, se podría decir que hay textos en los que no se puede diferenciar entre lo fugaz y lo estable, pertenecientes, por lo tanto, al mundo de la doxa. Es el caso de algunas publicaciones características de las redes sociales virtuales: un «hablar por escrito». ¿Qué querría decir esto? Significaría que quienes viven de opiniones acaso saben cómo se escribe –pues conocen las letras y sus combinaciones–, pero carecen de sabiduría e, incluso, de conocimientos: su percepción se queda en los puros hechos exteriores. Así, pueden escribir lo que ven y lo que sienten como si estuvieran diciéndoselo al viento: su escrito permanece a un nivel de superficialidad asombroso, que no alcanza, ni siquiera de lejos, una producción personal. Toda doxa, amén de indiferentemente falsa o verdadera, es impersonal, masiva.
Siguiendo el hilo de la reflexión, la primera categoría de auténticos «escritos» está compuesta por los asertos científicos, que en su conjunto conforman la ciencia (ἐπιστήμη). En la ciencia, se proyectan las nociones adquiridas mediante un esfuerzo por combinar citas dispersas, conocimientos dispersos, como si de un rompecabezas intelectual se tratara. Tal es el caso de la mayoría de los «escritos científicos», donde parece concederse más importancia al formato de citación, al discurso elaborado en tono impersonal o a la repetición exhaustiva, acrítica y pasiva de cualesquiera temas y autores que a su veracidad.
Los eruditos repiten con otras palabras lo mismo que estudiaron; sin embargo, no se adentran con profundidad y en primera persona en el objeto de sus estudios. No se arriesgan, sino que se guarecen en el anónimo tono impersonal que se demanda, por ejemplo, en un ensayo académico. La sociedad de hoy, más que filósofos, historiadores, sociólogos, etc., pide eruditos capaces de «producir» compulsivamente escritos impersonales para subsistir. Pero la verdad no comporta tanto el aprendizaje de un discurso como su apropiación, realizada por cada uno. Los eruditos, así, no están poseídos por la verdad, sino que creen poseerla cuando, en el mejor de los casos, apenas la repiten sin que los toque: son fabricantes de «productos académicos». El conocimiento, reducido a erudición, se ha vuelto un «producto» entre otros.
El último tipo de escritura es el más fecundo. Este género de escritura paradigmático no es sólo una exteriorización, ni mera interiorización, sino que es la mezcla crítica de ambas, elevada a sabiduría. Nadie empieza desde cero, como Descartes creía que se podía hacer. El conocimiento es siempre histórico (depende de la época) y social (depende del lugar). No se puede analizar la filosofía de Platón, por ejemplo, tomando como contexto de referencia el maya del 300 a.C.; es una locura. Más bien se buscará el contexto histórico-social que le pertenece y, desde ahí, se intentará llevar a cabo un análisis competente que se aproxime más a la verdad. El hombre está siempre inserto en un contexto: tiene una lengua, tiene sus costumbres, su educación, etc. Esto hace que el hombre se apropie de muchos materiales que contribuyen al desarrollo de su persona en toda su globalidad desde su nacimiento. Zubiri, en particular, escribe:
La historia, como proceso de capacitación, tiene en cierto modo un carácter cíclico: es la implicación cíclica de persona e historia. La persona con sus capacidades accede a unas posibilidades, las cuales una vez apropiadas se naturalizan en las potencias y facultades, con lo cual cambian las capacidades. Con estas nuevas capacidades, las personas se abren a un nuevo ámbito de posibilidades. Es el ciclo capacidad-posibilidad-capacitación: es la historia como proceso. El ser proceso de posibilitación está, pues, esencialmente constituido por el proceso de capacitación (Zubiri, 1973: 54-55).
Por medio del carácter histórico, el hombre se apropia de posibilidades. Cuanto más amplía sus horizontes de estudios y de viajes, más podrá aprender y ampliar el ámbito de conocimiento en el cual se mueve. Obviamente, para alcanzar a convertirse en sofós, no es suficiente la imposición histórico-social de los hechos, ni basta tener posibilidades y capacidades; ello es nada más que una característica natural de todo ser humano en cuanto animal inteligente. Aquello que nos ayuda a desarrollar la personalidad, y lo que está en juego en la formación del filósofo, es, sobre todo, la aceptación de la naturaleza de las cosas, antes que la imposición de condiciones naturales o su adiestramiento. La realidad en cuanto real se nos impone, se nos entrega. Pero queda a la libertad del hombre aceptarla o qué aceptar de ella. Y una vez aceptada, el hombre debe de hacerse cargo de ella, debe hacerla suya. Sólo cuando la realidad exterior es aceptada voluntariamente, y hecha propia, sólo cuando se elige la vida como opción, cabe que la persona se construya a sí misma. Como escribe Zubiri:
Lo radical del hombre es siempre opción. [...] La opción no es una inclinación o tendencia de nuestra ánima, sino un acto de nuestra persona, si se quiere, un acto de nuestra realidad en cuanto personal. Y por eso, por ser opción personal, la fe es radicalmente libre. […] la libertad consiste en que somos nosotros quienes determinamos hacer nuestra esta actracción. (…) Opción libre no es opción arbitraria, sino opción no forzada (2003: 220-221).
En el lugar donde Zubiri habla de «fe», se puede decir «vida filosófica», en cuanto ella misma es una opción, al igual que la vocación, el amor o la religión, etc. La filosofía es un actuar posible sólo a partir de un discernimiento optativo entre «otras posibilidades»: cada uno se hace al elegir las posibilidades que acepta y hace suyas, que sigue aceptando y haciendo suyas hasta su muerte. Hacerse en la libertad es una tarea esencial para todo ser humano. Lo que cambia son las «posibilidades» que cada persona pueda encarnar en su vida.
Obviamente, la vida filosófica es una de las más arduas de vivir. Impone una actividad intelectual constante e incluso el descubrimiento continuo de nuevos saberes; pero, más aún, impone ponerse en riesgo: discernir, aprender y, sobre todo, examinarse a sí mismo. Como tal, la filosofía es una alternativa; pero no es cualquiera opción: es una «vocación». Si no se compromete la vida en ella como se sigue un llamado, la filosofía se reduce a erudición. Mas la auténtica filosofía abarca más que la erudición. El ejercicio de la filosofía no es el de una profesión entre otras; no se reduce a erudición. No es un puro aprender y enseñar. Supone, primariamente, vivir lo que se es. Comporta un arduo estar en vía: un «hacerse» (filósofo); mejor dicho, se trata de un horizonte, de un «llegar a ser», un «convertirse en» filósofo, abrazando tanto su aspecto intelectual como el vital.
Sólo el auténtico filósofo puede alcanzar la sofía. Quien explora el arte de escribir ha llegado a la antesala de la vocación filosófica. Escribir supone una madurez personal, un estar haciéndose a sí mismo. María Zambrano, en unos de sus escritos de juventud más famosos, trata, precisamente, del duro arte de escribir. Por «escribir» entiende, sin duda alguna, una exploración de la sofía.
María Zambrano y Xavier Zubiri son dos de los pocos filósofos auténticos españoles del siglo XX –a diferencia de los «falsos filósofos» que son los eruditos–. Lo son gracias a la posibilidad común que se les ha ofrecido y que, por supuesto, han aceptado ambos. El suyo es el arte de la filosofía, heredada del maestro Ortega y Gasset. Ambos le agradecen esta enseñanza. En la biografía zubiriana, realizada a partir de testigos y de las cartas de Zubiri, Vincent y Corominas escriben (2006: 87): “Zaragüeta le explicaba filosofía; Ortega le está enseñando a filosofar […] Junto a él, empieza a pensar como nunca había hecho”. Igualmente, María Zambrano en muchos de sus escritos se refiere a “mi maestro Ortega y Gasset” (1993:8).
Zubiri publicó un libro cada veinte años: muy pocos, de hecho. Todo, por miedo a publicar; sin embargo, él también ha sido empujado a la escritura y no pudo contener su voluntad de escribir: cada curso que daba era un libro inédito, un escrito tan original y tan profundo que llevó a sus amigos a publicarlos todos tras su muerte, en contra de su expresa voluntad. En vida, publicó cinco libros voluntariamente: Naturaleza, Historia, Dios (1944), Sobre la esencia (1962) y la trilogía Inteligencia Sentiente (a inicios de la década de 1980). Hoy se han publicado al rededor de 30 títulos suyos; la mayoría pasan de las 300 páginas.
Precisamente por ser filósofos, Zambrano y Zubiri han tenido «temor» a escribir; o mejor dicho, a publicar. Los filósofos no son eruditos capaces de publicar diez artículos y un libro al año. A los auténticos filósofos les resultaría casi imposible. En ellos es más fuerte el auto-criticismo que en los demás: constantemente, se tiene el miedo de equivocarse, se está corrigiendo, se teme no ser entendido.
Sin embargo, a la vez, otra fuerza interior empuja a los filósofos a escribir, a confesar por escrito las palabras que, de otra manera, se perderían en el vacío. María Zambrano, por ejemplo, confiesa:
Utópico escribir este pequeño libro, pues que, siendo irrenunciable en mi vida la vocación filosófica, era perfectamente utópico que yo escribiera, y aún explicara, como lo hice en la Universidad de San Nicolás de Hidalgo, filosofía. Entiendo por «Utopía» la belleza irrenunciable” (1993: 9).5
Zambrano y Zubiri, en cuanto filósofos, han sido empujados –por un sentimiento irrenunciable, como una llamada o una vocación– a hacer filosofía, a escribir sofía. Una vez que la verdad posee por completo a un filósofo, le es impensable no dejarse llevar por ella. La curiosidad y la investigación son tentaciones a las cuales no se puede resistir, y que los conducen a una vida en y por la verdad.
Para concluir con esta sección, primero se puede decir: la erudición es una profesión, es un hacerse a sí mismo desde un afuera-dentro unidireccional que sólo se exterioriza en la producción verbal y escrita impersonal. La filosofía, en cambio, es una vocación, un hacerse a sí mismo, desde afuera hacia dentro y de adentro hacia afuera, que no tiene la necesidad de producir objetos porque es la persona la que se produce a sí misma.
Queda por analizar la cuestión de quién es el auténtico filósofo. A esclarecerlo dedicaremos la siguiente sección.
La famosa parábola de los falsos profetas que se puede leer en el Evangelio de Mateo es fundamental para entender la diferencia entre los profetas y los que creen (o simulan serlo) serlo. En nuestro artículo, hemos caracterizado dicho contraste mediante la diferenciación del filósofo y el erudito. En esta parábola hay un paso fundamental que Jesús dice a sus discípulos:
«Entren por la puerta estrecha, porque es ancha la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que van por allí. Pero es angosta la puerta y estrecho el camino que lleva a la Vida, y son pocos los que lo encuentran» (Mt: 7, 13-14; Lc: 13, 24).
Este pasaje se puede aplicar a la filosofía: el camino que propone es, de hecho, muy difícil: estrecho y tortuoso; por eso, la mayoría prefiere cruzar por la puerta mediana de la erudición o por la puerta grande de la opinión. No cabe la jubilación de la filosofía porque no es un empleo, sino un modo de ser sí mismo. Algún filósofo se podrá jubilar de su profesión académica, mas nunca de su profesión a la filosofía. Los verdaderos filósofos son los que se mantienen perseverantes en el camino, en su vocación, en su misión; hasta el último día de vida.
Ya se ha dicho que ser filósofo es una opción entre otras, es una vocación. Por vocación se suele entender siempre la religiosa, como ser sacerdote, monja o fraile. Éstos también corren el riesgo de convertirse en profesiones, errar al no vivir su vocación; pero, si la viven, se reconocen desde lejos, aunque no traigan el hábito que los distingue. Lo mismo pasa con la vocación filosófica: un filósofo no se reconoce por su hábito o por sus modos exteriores de ser, sino por su vivir la scientia tensada hacia la sabiduría.
En los últimos tiempos, se ha difundido el prejuicio de los filósofos andan mal vestidos porque no les importa su apariencia, beben mucho y no les importa nadie: viven encerrados en sí mismos, como si se quisieran aislarse de la sociedad misma y escapar de ella. Diego Gracia, en el libro El poder de lo real, dedica la primera parte del tercer capítulo a explicar quién es el filósofo y lo hace retomando el testimonio de varios, entre los cuales están Zubiri, Ortega y Heidegger. Los tres se conocían y estimaban recíprocamente. Además, los tres se pueden considerar filósofos, independientemente de las elecciones políticas que hicieron. Gracia, a partir de un análisis de sus filosofías y modos de ser, propuso un listado de diez rasgos característicos de los filósofos: estar poseídos por la verdad, sentimiento melancólico, retiro a la vida privada, tendencia a la soledad y el silencio, profunda vida interior, ejercicio de la meditación, afán de radicalidad, conciencia de los propios límites, responsabilidad y transformación personal (2017: 178-192). Personalmente, añadiría otras notas importantes: humildad, creatividad, ser y no aparecer, y honestidad intelectual (o autenticidad).6
Varios de estos rasgos se dan juntos, por ser similares. Los agruparé, pues, en cuatros categorías generales. Estos son los cuatros rasgos que se tienen que analizar para poder definir al filósofo:
La primera característica precisa para ser llamado «filósofo» es, sin duda, la posesión de una muy desarrollada vida interior, marcada por un sentimiento melancólico, que empuja al hombre hacia la filosofía (Zubiri, 1974: 240) como si de un mecanismo de defensa se tratara o de un intento por escapar de su soledad. La melancolía se debe al sentimiento fundamental de soledad del ser humano, que intenta escapar de ella sin nunca lograrlo. Zubiri es un ejemplo evidente de esta vivencia. Es él quien vivió la llamada «soledad sonora». Es él quien eligió vivir en soledad, aunque, al encontrarse solo, cayera en la melancolía, y quizá, alguna vez en depresión. Cuando se habla de soledad, no se debe de entender, como muchos creen, la mera separación física de otras personas o el rechazo a estar con otros. Todo lo contrario. Zubiri escribe:
la soledad de la existencia humana no significa romper amarras con el resto del universo y convertirse en un eremita intelectual o metafísico: la soledad de la existencia humana consiste en un sentirse solo y, por ello, enfrentarse y encontrarse con el resto del universo entero (1974: 240).
La soledad conduce a la melancolía; tal vez, al miedo de permanecer solo. Por eso, el hombre se abre al otro. Si el hombre no se sintiera solo, no se habría constituido la comunidad y, menos, la sociedad. El filósofo, por sentirse solo, se abre a la realidad: se abre a los amigos, a la ciencia. Se «exterioriza»: expresa su ser íntimo, profundo. Hay que recordar que el filósofo expresa no doxa, sino sofía: su exteriorización lo es de algo interior, construido a lo largo los años en los momentos de radical soledad, que empuja al filósofo a volver a sí mismo, a buscar, a buscarse, a construirse.
Tras salir de sí mismo para expresarse, vuelve pronto a su soledad porque cuando el filósofo sale de sí mismo hacia los demás, siente una nostalgia de su soledad y quiere volver a su «cárcel», donde se siente sí mismo. Diego Gracia escribe que “El filósofo no suele ser amigo de la publicidad ni de lo público. Aunque lleve una vida pública, necesitará siempre retraerse al ámbito de lo privado” (2017: 182). Esa vuelta a su vida privada es una aceptación de su soledad para volver a su interior, un reencontrarse consigo mismo que le permite hacerse filósofo porque es en el foro interior que nace la filosofía en la forma del pensamiento del filósofo, eso que intentará exteriorizar. Semejante arte de la verdad depende necesariamente de la intimidad de cada quien, de el sitio desde donde cada quien apunta a esta vocación. La verdad se expresa desde el background de cada quien; de otro modo, sería pura construcción objetiva. La filosofía, quién lo duda, tiene su objetividad. Mas siempre se arriba a tal objetividad «subjetivizada» por las vivencias de quien la expresa.
Así, lo primero que un aspirante a filósofo tiene que cultivar –para poder no sólo conocer intelectualmente sino vivir la verdad– es el retorno a la vida privada: en la soledad profunda, ha de encontrarse consigo mismo. Zambrano recuerda que: “El pensamiento filosófico es algo que se realiza en la más absoluta soledad, para lograr con el propio esfuerzo del ser, el ser uno mismo” (1993: 119). Este ser uno mismo es la autenticidad del ser personal o, incluso mejor, es la aceptación de lo que nos empuja: la verdad misma, la vocación a la filosofía. Lo que se exterioriza cuando se escapa de la soledad, por tanto, es la pura filosofía, porque lo que se expresa es el ser más íntimo del filósofo, su ser personal auténtico.
¿Qué significa que la verdad nos empuja? Significa que intenta obligarnos a cumplir con nuestra vocación, con nuestra misión filosófica, hasta el final. Cada vocación es también una misión que ya nos entrega la verdad misma porque, previamente, estamos poseídos por ella. Así, escribe Zubiri: “La vida teorética es vivir en la verdad, estar poseídos por ella” (2010: 305). En esa línea, Diego Gracia afirma que la vida filosófica es: “estar poseído por la verdad” (2017: 191). También Zambrano tiene presente esta posesión. Pero ella la refiere a los poetas, cuando escribe que “Su vivir no comienza por una búsqueda, sino por una embriagadora posesión” (1993: 41).
El tema de la posesión por la verdad no es algo nuevo. Ya está presente en la filosofía griega. Las citas contemporáneas no son sino resonancias de la actitud de Sócrates en el pasaje aristotélico: “obligados, como hemos dicho, por la verdad misma” (Met: I, 3, 984 b 9-10). El hombre está poseído por la verdad que lo empuja a vivir en ella, a vivir y cumplir su misión. Sin embargo, no se trata de una obligación en el sentido de que no ofrece libertad de elección. Ni de que la verdad nos empuje contra de nuestra voluntad. Aunque dice Gracia: “Al filósofo se le impone la necesidad de hacer filosofía en modo imperioso. La iniciativa no la toma él, sino que de algún modo se la impone, incluso en contra de su voluntad” (2017: 178). Me parece que estar poseídos por la verdad o ser empujados por ella, sólo implica la percepción de haber sido elegidos por ella. El ser humano, en su sentirse poseído, tiene completa libertad de aceptar esta misión o no. Es una obligación, por así decirlo, que no es coercitiva, sino que es libre o mejor «no forzada» (Zubiri, 2003: 296).
Estar poseído por la verdad es algo «natural». Pero la admisión de tal posesión es un acto libre del hombre: la verdad nunca obliga a ser aceptada. Si el hombre no quisiera aceptar tal vocación intelectual, lo podría hacer sin problemas: se trataría de vivir como si la verdad no lo llamara. Sin embargo, no aceptar tal vocación y no vivir en y por la verdad tiene sus consecuencias; tal vez negativas, en el sentido de que se viviría sin pasión.
Por poner un ejemplo: una persona cuya vocación fuera a la medicina, a quien le ofrecieran un buen trabajo como jefe de una empresa, obviamente podría optar libremente por este empleo y alternarlo con su labor médica. Mas, supongamos que aceptara ser jefe: ¿su vida sería una de total plenitud? ¿Se arrepentiría esa persona de no haber sido médico? Claro que sí. Sin duda alguna, ello ocurriría porque la vocación médica lo poseería hasta su muerte, aunque él la rechazara e hiciera un recorrido diferente. Aunque el hombre, libremente, no acepte su vocación, ella siempre lo acompañará.
En este sentido, la vocación o la posesión por la verdad no es una imposición categórica, porque no obliga; pero, de no seguirla, se arriesga a terminar por cumplir con una vida sin sentido y llena de remordimientos. El filósofo siempre tiene la libertad de optar por serlo, o no. Por lo tanto, no es suficiente con que el hombre esté poseído por la verdad para convertirse en filósofo, sino que hace falta que acepte dicha vocación y que la alimente: no sólo la verdad debe vivir en él, sino que él debe también vivir en ella.
Xavier Zubiri ha sido un ejemplo de vida interior intensa, de consagración a la filosofía y de una vida alimentando nuevas ideas; era, para él, como acercarse a Dios. Y sin duda esta vida interior de contemplación y dedicación hacia la filosofía era un impulso que nacía de su veta mística. De Zubiri hay que recordar, como lo hace Carmen Castro, “que había conocido una gran mística y mártir […]: Edith Stein” (Castro, 1992: 57 ). Edith Stein, además de ser una mística, también es una de las exponentes más sólidas de la fenomenología husserliana en el siglo XX. Por lo tanto, no cabe duda de que el primer Zubiri (el de la etapa husserliana) tuvo un contacto muy profundo con la filósofa, hasta caer en la pura «mística filosófica». La vuelta a la vida interior y a la meditación sobre la verdad podría ser en él una influencia cristiana; sin embargo, adopta en él un rasgo que la diferencia y la hace suya: la sofía.
Ya Agustín hablaba de regresar a la propia interioridad para encontrar la verdad y varios místicos de la historia nunca dudaron de esta vía, al poderlo vivenciar en su interior. Los místicos se consagraban a la Verdad en tanto que la verdad es Dios; Zubiri se consagró a la verdad en cuanto sofía. No resulta extraño, pues, que Zubiri se declarara «profeso» en filosofía. Zubiri vivió una vida interior desde su casa. Se quedó en Madrid, en su casa en calle Nuñez de Balboa 90, los últimos cuarenta años de su vida, consagrándose a la verdad leída, pensada y sentida; nunca dejaba de leer y escribir porque la verdad lo poseía y él se dejaba poseer como en un encuentro místico.
Al igual que Zubiri, Maria Zambrano gozó del conocimiento de los místicos, que sin duda influyeron en su pensamiento y forma de llevar su humilde vida. Aunque la mística influyó en Zambrano, ella no desarrolló su vida interior como Zubiri; sino que la suya fue una continua conquista de la verdad, ya que su vida había sido muy dura y accidentada. No todos los poseídos por la verdad habrían podido vencer en la lucha por permanecer vivos frente a una tan tormentosa vida. ¡Ella pudo! María, en su doloroso exilio, ha sido siempre una portadora de la verdad. Se sentía obligada por ella, ya que la vivía siempre más íntimamente. Tal fue su lucha permanente: vivir por la verdad, independientemente del dolor que tenía en vivir la vida. Frente al dolor, el consuelo de haber crecido con la verdad y en la verdad, alcanzando un grado de «misticismo filosófico», nos permite tomarla como el ejemplo de «auténtica filósofa».
Una vez que la persona acepta la imposición de la verdad está obligada a vivir a la luz de la verdad como guía. Volviendo dentro de sí mismo, empujada por su soledad, deberá meditar para construir un nuevo sí mismo. ¿En qué consiste la meditación?
Zubiri, tiene un texto muy bonito, que habla de Sócrates como ejemplo del filósofo por excelencia –no del erudito por excelencia–, que hizo de la filosofía su propia vida, y escribe:
Lo «ético» no está primariamente en aquello sobre que medita, sino en el hecho mismo de vivir meditando. Las cosas de la vida no son el hombre; pero son las cosas que se dan en su vida y de las que ésta depende. Hacer que la vida del hombre dependa de una meditación sobre ellas, no es meditar sobre lo moral, a diferencia de lo natural: es, sencillamente, hacer de la meditación el éthos supremo (Zubiri, 1974: 207).
No es que se vuelva dentro de sí mismo y se medite, sino que se vive meditando sobre nosotros mismos y sobre las cosas que se imponen en el camino. Es curioso el uso de la palabra ethos para definir la vida como meditación. No hay duda de que Zubiri no entiende esta palabra como se suele entender hoy en un sentido tradicionalmente atribuido al griego: como «costumbre». Acaso Zubiri entienda la expresión –siguiendo a su maestro– en el sentido orteguiano, aunque tal vez lo haya utilizado en su sentido etimológico, posiblemente heredado del indoeuropeo.7 Ηθος viene del sánscrito svadhā, compuesto por sva («en sí») y dhā («lo que está puesto»): significaría «poner en sí». Esta es una derivación etimológica diferente a la de «ética», que utiliza la raíz sánscrita nī («conducir», «guía de conducta») (Rendich, 2010: 73). De hecho svadhā tiene un origen religioso: parece haber sido una bendición para los padres difuntos; mientras que nīti tiene una derivación más bien social-política, como se puede apreciar en su significado, más práctico.
Esta descripción es importante para poder entender en qué sentido dice Zubiri que la meditación es el ethos supremo: es lo que está puesto en sí, o sea, es un modo de ser del filósofo. Éste no medita, sino que él mismo, en cuanto vida interior, es meditación. La meditación, dicho en otras palabras, no es un acto o una costumbre, sino la vida interior del filósofo en cuanto retracción y vivencia en sí mismo. La meditación constituye el ser más íntimo del filósofo. Por lo tanto, necesita ser alimentado a diario bajo una forma de vida «saludable» para no perderse en el mundo exterior y desperdiciar su propia vocación. Sólo el que pueda conducir una vida intelectual y profunda podrá alcanzar la madurez, o sea: su transformación personal.
No cabe duda de que aceptar la verdad, hacer de la vida interior una meditación y cumplir la misión para la cual hemos nacido nos lleva a una maduración interior. Sin embargo, en el caso del filósofo, hace falta también una vida dedicada al estudio, a la investigación. Esto ya se habían entendido en el Antigüedad y en la Edad Media donde la madurez del hombre tenía que ver con el control de las pasiones y el estudio constante. Sin embargo, en Zubiri hay una novedad. Las ciencias, en el siglo XIX, se distinguieron en humanas y naturales, por la diferencia de sus objetos y métodos. También Zubiri rescata esta diferencia. Aunque, para él, las dos ciencias no se dan separadas categóricamente. Si bien, son diferentes, se complementan en el saber general. Para Zubiri, las ciencias naturales tienen como elemento de estudio la realidad-objeto, mientras que las humanas tienen como objeto de estudio algo que no es dado ciegamente pues es indeterminado. Por lo tanto, se debe buscar en la profundidad: es la realidad-fundamento. La diferencia es esencial: el contenido del objeto es lo que se estudia y se debe probar; el fundamento en cuanto formalidad se entrega en aprehensión primordial como algo sumamente indeterminado. Nos obliga a determinarlo. Tal es la base metafísica de la realidad-objeto. Así, el filósofo tiene la obligación de buscar el fundamento de las cosas y construir su contenido profundo: no «qué» es la cosa (ciencia), sino «por qué» es (filosofía).
Madurar, en conclusión, sucede al haber sido poseído el filósofo por la verdad –la que madura es la verdad, en nosotros–. Sin embargo, la aceptación de la verdad como compromiso con su desarrollo es la prerrogativa primaria para que pueda haber una maduración filosófica. Al admitir la verdad como compromiso con su cultivo, al tiempo que se la concibe, se madura.
Zubiri demostró su continua maduración a lo largo de sus escritos y cursos. La idea de partida nunca coincidía con la del final: sus obras hablan del mismo tema de formas que, a veces, parecen contradictorias. Sin embargo, esta es la prueba más evidente de que la verdad lo poseía y él se dejaba poseer por ella: la contradicción, que se puede leer, no es una mera equivocación, sino una evolución en él del desarrollo de la verdad: una pura maduración filosófica. Vivir la verdad es madurar con ella. Esto, Zubiri lo encarnó hasta el último día de su vida, con la revisión y actualización de la obra maestra El hombre y Dios.
Xavier Zubiri configura la encarnación de la verdad y maduración con y por ella, en su soledad filosófica, sin nunca alejarse de su casa.
Otro ejemplo de maduración de la verdad, no es estático sino dinámico, es María Zambrano. Ella es el ejemplo viviente de maduración, ya que encarnó la verdad y vivió con ella en sus pasiones, en sus dolores, en su soledad profunda, en su exilio. No encarna la verdad estática, sino dinámica: su filosofía no depende sólo de las lecturas, como en Zubiri, sino que dependen sobre todo de su exilio: de sus viajes, de experimentar la verdad en sus mil facetas. María Zambrano maduró por la verdad dinámica que la poseía en su soledad, a lo largo de su fatigosa y tortuosa vida como exiliada.
María Zambrano tiene una metáfora muy significativa para explicar la construcción de la vida personal: “Pues la vida es como una columna o espiral que asciende creando palos nuevos. Es verdadera y propia creación” (1998: 155). Efectivamente, la persona es la suma de todo lo que vive, y como esta suma lo es por añadidura de hechos históricos, sociales y culturales, psicológicos, etc., el hombre tiende a crecer hacia arriba. De ahí que se la compare con una columna ascendente.
No cabe crecer hacia atrás o hacia abajo. Ni siquiera le ocurre eso al hombre que no crece. Lo que hay es individuos que crecen, unos más lento que otros, y que, al final de su vida, alcanzan una meta diferente. El filósofo, en este crecimiento, debe de darlo todo, eminentemente a través del cultivo del conocimiento y de su compromiso con la verdad como creación, desde sí, de lo que, de otro modo, constituye el horizonte objetivo de la realidad. Hablo de «creación» y no de «producción» porque la segunda expresión está ligada a la venta y al comercio. La filosofía no es algo que se produzca para vender. Acaso se produzca y se venda. Sin embargo, su propósito no es vender. En otras palabras, nunca se debería escribir filosofía como se construyen tinacos, con el solo objetivo de ganar dinero. La de la filosofía es una pasión pura, allende el rédito. Es la propia verdad quien nos empuja a escribir, que busca hacerse manifiesta. Zambrano escribe:
Afán de desvelar y afán irreprimible de comunicar lo desvelado; doble tábano que persiguen al hombre, haciendo de él un escritor. […] En esta soledad sedienta, la verdad aún oculta aparece, y es ella, ella misma la que requiere ser puesta de manifiesto. Quien ha ido progresivamente viéndola, no la conoce si no la escribe, y la escribe para que los demás la conozcan (2000: 39-42).
La verdad no empuja sólo hacia dentro, como ya se vio en el primer capítulo, sino que empuja, simultáneamente, hacia afuera, pues «la verdad siempre es mayor que el hombre»: la verdad es siempre mayor que nuestra capacidad de alojarla, de encarnarla. Es su excedencia lo que nos empuja a escribir. El filósofo no puede resistirse porque la verdad lo lleva a no ser egoísta: lo impele a sacarla de sí, a no quedarse para él solo la verdad que lo inunda. Lo llama a compartirla con los demás. El filósofo saca de sí mismo su creación racional para ponerla al alcance de todos; en particular, de los que no están poseídos por tal verdad. Esto es lo que hace al filósofo altruista, en cuanto promulgador de la verdad poseída. El filósofo, por naturaleza, como decía Ortega, es generoso y, como dice un estudioso orteguiano, debe entenderse tal generosidad como “generar para poder dar” (Bastida Freijedo, 2005: 88). Ser generoso no es sólo dar, sino generar, crear, como hace el mismo filósofo: crea para dar, crea para difundir.
Sin embargo, la «verdad» que se expresa por escrito no es sólo fruto del empujón, sino que es también el resultado de una fecunda labor intelectual, en soledad, como recuerda Zambrano: “es una acción que sólo brota desde un aislamiento efectivo” (2000: 36). Éste es, de hecho, el ámbito de la creación de teorías; en este caso particular, filosóficas. Pero no es construcción de verdad, sino «verdad en construcción». Nosotros estamos poseídos por la verdad y así no la podemos construir. Es imposible ir más allá de la verdad con la sola razón. Ni siquiera la podemos domar: ella es la que nos posee; no nosotros a ella: le somos inferiores. Realitas semper major. Por lo tanto, todo lo que queda por hacer hacer es buscarla en la totalidad de la realidad que se nos da como formalidad en su aprehensión. Y como la realidad es por sí misma indeterminada, nos empuja a construir su contenido. No es construcción de realidad, sino realidad en construcción: lo que se construye no es su fundamento, sino su contenido, que siempre se actualiza; lo que se escribe no es su formalidad. Mas su contenido es inagotable, inalcanzable, porque el hombre no puede contener la la realidad. Por lo tanto, lo que se escribe es una verdad en construcción, una verdad no-agotada, pero siempre más cercana a lo real porque ha crecido el trasfondo de ideas y conceptos creados, desde los cuales se empieza. Lo que se expresa, por tanto, es la verdad en continua construcción en nuestro interior, buscando acercarse lo más posible a la realidad inalcanzable.
María Zambrano hablaba muchísimo, con gran pasión, de la filosofía y, sobre todo, de la poesía. Como ella repitió muchas veces, «nada crea mejor que la poesía». Aunque ella escribía filosofía en prosa, no quita que su lenguaje haya sido siempre muy poético y fluido. No sólo escribió sobre conceptos de filósofos y/o ideas filosóficas, como hacen muchos intelectuales; en sus escritos se puede leer sobre sus estados de ánimo, las pasiones, la vivencia de la verdad en ella; su modo de expresarse siempre incluía los sentimientos. Ella creó desde los demás, desde sus vivencias internas y externas. En mi opinión, es el prototipo de filósofa creadora española.
Por no poder nunca alcanzar la verdad de la realidad, el filósofo se siente vencido y toma conciencia de sus límites. Sin embargo, el verdadero filósofo no se detiene por eso, sino que sigue construyendo hasta el final. Zubiri y Zambrano son dos ejemplos de esta perseverancia en la llamada, en la misión: Zubiri murió en el 1983, año en que terminó de escribir Inteligencia y razón y que planteaba empezar otro libro (sobre el sentimiento afectante); María Zambrano tampoco dejó de escribir artículos hasta su muerte, en el 1991.
La vocación no es un simple trabajo como la erudición, es un vivir la verdad hasta la muerte, bajo su guía. Por lo tanto, aceptar seguir un camino guiados por la verdad es signo de humildad. El filósofo, por naturaleza, es humilde; también su humildad se ve cuando publica porque, siendo consciente de los límites que tiene su labor, la difunde del mismo modo, como si no importara su reputación sino sólo la difusión de la verdad. Frente al vencimiento de sus propios límites, frente al desgastante trabajo en soledad, el verdadero intelectual no tiene la pretensión de agotar la verdad; comparte lo que construye con inmensa humildad. Las críticas llegarán y el filósofo, acaso, se deprimirá. Sin embargo, la verdad ganará sobre su tristeza y volverá otra vez a su trabajo de investigación-creación-difusión.
Zambrano nunca paró de filosofar y escribir, inclusive en los momentos más tristes de su exilio: vivió su vida con perseverancia y modestia, adaptándose a vivir en lugares oscuros y pocos confortables. Nunca la depresión le ganó. En los momentos más difíciles siguió aceptando la verdad y vivir por y en ella: la veritas fue su fuerza.
Zubiri también quiso seguir el camino de la modestia. Durante su vida, lo invitaron a dar clases universitarias en algunas ocasiones, gracias al prestigio que habían sus escritos y cursos privados; sin embargo, siempre quiso rechazar las ofertas y seguir tras su vocación filosófica. Él no quería ser profesor universitario, no quería ser un intelectual en tanto que intelectual, sino que quería dedicarse sólo a la pura verdad y a su difusión esotérica a un modesto grupo de seguidores: era un profeso en filosofía.
El filósofo es quien empieza por estar poseído por la verdad y la vive a lo largo de su vida. Ella es la que, una vez aceptada, encomienda al filósofo una misión: madurar interiormente, estudiar y, sobre todo, llevar la verdad por él creada a los demás, al exterior, aunque sólo pueda hacerlo limitadamente. Se ha de entender que él no vive desde fuera como cualquier persona que no esté poseída por la verdad; ni siquiera es como el erudito que vive interiormente, muchas veces convencido de poseer la verdad. Vive, sobre todo interiormente, su soledad; si bien, no de una manera a-social, ya que se sale de sí mismo para llevar la verdad a los demás y para vivir su buena vida entre amigos y otros intelectuales.
El filósofo está abierto al diálogo pues no está en posesión de la verdad. Va en búsqueda de cómo (o de cuál) podría ser su contenido. Su búsqueda lo conduce a los libros, a conversaciones con otros interlocutores y, por supuesto, al «campo de realidad». Desde él se construye contenido, y la verdad va a ser siempre más determinada, aunque no alcanzada. Esta es la misión: determinar un poquito más la verdad, vivir según ella, y expresarla.
El siglo XXI es muy dramático para la filosofía. En Europa y en América, se ha querido limitar el lugar que esta disciplina tiene en las universidades. Ello, simplemente por considerarla «inútil», es decir: productiva económicamente. Una pregunta frecuentemente dirigida a quienes se inscriben a filosofía es: «¿Por qué haces algo tan inútil, que no te dará para comer?» La respuesta ya está dada en este artículo. A las demás facultades, uno se inscribe por varias razones: pasión por la disciplina, aspiraciones salariales, por querer ayudar los demás, como en la medicina, etc. Sin embargo, la filosofía es mucho más que una elección: es una vocación.
Hay que decir que la mayoría se inscribe a la filosofía por muchas motivaciones que no son la vocacional. Hay quienes estudian filosofía como si fuera cualquiera disciplina, meros eruditos. Mas un pequeño porcentaje se inscribe por vocación, atendiendo a un tan poderoso llamado que no se puede escapar de éste sin herirse. La filosofía, sin duda, no garantiza el gozo de grandes salarios a nadie. Aristóteles no enseña sobre la metafísica que “todas las demás (ciencias) serán más necesarias que ella, pero ninguna es mejor” (Met. I, 2, 982b10): lo es por ser totalmente libre en su objeto y en su función-utilidad.
La filosofía no busca precisar cuál sea la única visión de un objeto. No busca una explicación al modo de las ciencias. Por ejemplo, la medicina ofrece criterios para discernir si una célula si es cancerígena o no, mas no responde cómo se pueda llevar una enfermedad con dignidad. Como escribe Zubiri:
relativamente a su objeto, la filosofía, a diferencia de la ciencia, no ha acertado aún a dar ningún paso firme que nos lleve a aquél. […] Mientras la ciencia es un conocimiento que estudia un objeto que está ahí, la filosofía, por tratar de un objeto que por su propia índole huye, que es evanescente, será un conocimiento que necesita perseguir a su objeto y retenerlo ante la mirada humana, conquistarlo. La filosofía no consiste sino en la constitución activa de su propio objeto, en la puesta en marcha de la reflexión (Zubiri, 1974: 114-117).
La filosofía es una ciencia peculiar. No sólo no tiene objeto propio, sino que es la misma búsqueda desde posibilidades intelectuales siempre más nuevas, aunque no totalmente suficientes.
¿Cómo busca su objeto la filosofía? Las ciencias naturales, hoy en día, están en dependencia de la técnica y de la tecnología para el estudio de sus objetos: no se pueden estudiar las partículas elementales sin, por ejemplo, los ordenadores. Ni siquiera se podría hacer un control del azúcar en la sangre sin medidor de glucemia. Igualmente, no se puede observar Neptuno a simple vista, sin un telescopio.
Las ciencias humanas también utilizan los ordenadores, especialmente para archivar la historia. Pero ello no es imprescindible. Para la filosofía, en particular, porque no teniendo un objeto, es cierto que no hay nedesidad de utilizar tecnologías más complejas que el lenguaje o el medio de su difusión; menos necesidad hay de crearlas. La búsqueda del objeto filosófico es más bien obra de la reflexión, entendida como “una serie de actos por los que se coloca en nueva perspectiva el mundo entero de nuestra vida, incluyendo los objetos y cuantos conocimientos científicos hayamos adquirido sobre ellos” (Zubiri, 1974: 117).
Esta reflexión es, obviamente, de carácter histórico. Presupone el saber adquirido, aunque no se quede en él. Puede hasta adoptar un objeto de otra ciencia, aunque lo estudie bajo un perfil distinto o lo construya desde posibilidades lógicas previas a la experiencia: ha sido el caso del «ser», por ejemplo: nadie jamás ha tenido experiencia física del ser, mas, sin duda, muchos filósofos estaban –y están– seguros de su existencia. La misma suerte la tiene la «esencia»: nadie ha podido verla. Mas, cabe crear tal concepto por construcción (como pretende Zubiri) o por abstracción (como creía Aristóteles). En ambos casos, el objeto de la filosofía se busca creando desde posibilidades previas adquiridas y se les va configurando bajo una perspectiva que depende del vivenciado de cada uno y de la sociedad en la cual se está.
Sin duda, cada cultura tiene una filosofía propia, que no es necesariamente conceptual. Así, los griegos hacían ya una filosofía muy conceptual, a tal punto que acuñaron el concepto «ser». En la cultura “maya-tolteca”, tenían más de una visión mística-experiencial: su «ser» era el águila, más bien ser en el sentido de fuerza e inalcanzabilidad; los superhombres, los héroes, son llamados «águilas-jaguar», porque el águila representaría su parte divina y el jaguar la humana (este animal era símbolo del hombre como se ve en las representaciones de la época).
¿Qué se puede expresar o escribir si no se tiene un tema o una historia sobre la cual hablar? Lo que se reflexiona y se busca creando, desde sí mismo y de las posibilidades aprendidas, es el objeto filosófico: en esto consiste filosofar.
Ya se repitió muchas veces que la filosofía desde siempre no es un producto eminentemente útil ni comercial, y esto era obvio ya antes de Aristóteles:
Que no es una ciencia productiva resulta evidente ya desde los primeros que filosofaron. […] Así, pues, si filosofaron por huir de la ignorancia, es obvio que perseguían el saber por afán de conocimiento y no por utilidad alguna. Por otra parte, así lo atestigua el modo en que sucedió: y es que un conocimiento tal comenzó a buscarse cuando ya existían todos los conocimientos necesarios, y también los relativos al placer y al pasarlo bien. Es obvio, pues, que no la buscamos por ninguna otra utilidad, sino que, al igual que un hombre libre es, decimos, aquel cuyo fin es él mismo y no otro, así también consideramos que ésta es la única ciencia libre: solamente ella es, efecto, su propio fin (Met. I, 2, 892b 12-28).
Ya es claro, desde Aristóteles, que la filosofía no es productiva. Trata con el saber por el saber. Su ejercicio se compara a la actividad del hombre libre: pura huida de la ignorancia; difiere de la esclavitud de las ciencias, que ya tienen un objeto que poseen en tanto que saberes útiles.
Ya no lidia frente a las ciencias naturales con la acusación de falta de seriedad intelectual, que la marcó en los siglos XIX y XX. Al no ser productiva, es ahora amenazada por la sociedad de consumo. En el siglo XXI, la diatriba contra la filosofía alega su falta de productividad económica y sus gastos injustificados.
¿En qué puede ayudar la filosofía al Estado? En primera instancia, económicamente, parece que nada; pero no se puede renunciar al desarrollo de la cultura: la filosofía es un saber teorético. Irónicamente, la apuesta por la filosofía acaba por rendir frutos también económicos a las instituciones y a las naciones. Pero no se trata de pensar en cómo reducir este saber a lo práctico, como si la filosofía necesitara echar mano de su practicidad para sobrevivir hoy. Claro que cabe la consultoría y que hay dimensiones aplicadas de la filosofía. Tampoco se trata de censurar estas vertientes, sino de resaltar que el valor de la vocación filosófica radica en la libertad de su ejercicio.
La filosofía es, primero, libertad de búsqueda: es meditación, es vocación, es vida. El Estado debe entenderlo y ayudar en el financiamiento de las personas que empiezan este camino. No es muy diferente al de los sacerdotes o los religiosos: asimismo, se consagran; si no inmediatamente a Dios, por lo pronto, a la verdad que los posee. Hay que respetar la filosofía en su pureza y ayudarla para que pueda expresarse. Eso quizá ayude también las sociedades. La cultura, en todas sus facetas, es siempre preferible a la ignorancia, pues conduce a la sabiduría. Mas, de la ignorancia surgen la violencia y el odio.
Acaso la libre expresión de la vocación filosófica pueda tener buenas repercusiones para la sociedad maltratada por la violencia. De otro modo que las demás ciencias constituye, sin embargo, también el mundo de la cultura. Ya Platón invitaba a los cavernícolas a salir de la caverna de la ignorancia e ir a contemplar la verdadera sabiduría: este proceso llevaría el hombre a ser más consciente de sí mismo y de sus acciones. Por lo tanto, la misma violencia sería, a la luz del sol, algo vergonzoso. Cultura y paz es un binomio inseparable igual que ignorancia y violencia. Por lo tanto, la sociedad de hoy está obligada a favorecer la instrucción e investigación filosóficas, aunque no reporten en el corto plazo una ganancia económica. La recompensa, también económica, acaso sea una sociedad más justa.
Si el filósofo tiene una misión suprema ésta es la de buscar la sabiduría y difundir la verdad. Tal vez colabore a curar del mundo las enfermedades intelectuales y espirituales desde su vida en profundidad.
Este artículo empieza por presentar tres de tipos discursos: δóξα, ἐπιστήμη y σοφíα. Cada uno pertenece a un actitud humana: la vulgaridad, la erudición y la filosofía, respectivamente. La gente común expresa lo que sabe y que cree cierto con la misma certeza que cuando cuenta chismes, noticias aprendidas. Los eruditos viven estudiando y produciendo para publicar, creyendo estar en posesión de verdades sólo por el simple hecho de tener una actitud muy dedicada al estudio. Por fin, están los filósofos que, al igual que los intelectuales, estudian y viven una vida interna intensa. Pero mucho más interna e intensa que los demás porque no creen poseer la verdad, sino que se saben poseídos y guiados por ella: por eso meditan, buscan conocerse a sí mismos; se cuestionan y maduran en sí la expresión de la verdad. Aunque el filósofo es la voz de la verdad, nunca podrá formularla de cabalmente: tales son los límites del ser humano, veritas semper major humani est.
La segunda sección trata de cómo debería ser el auténtico filósofo. Sin embargo, no se ha querido dar una visión comprehensiva o definitiva. Sin duda, habrá muchas más cualidades en los auténticos filósofos, y muchos más merecimientos de los que se han señalado aquí. El modelo del filósofo es el mismísimo Sócrates, por ser un ejemplo de vida contemplativa, dialógica, reflexiva, madura. Sin embargo, el filósofo de hoy no debe aspirar a llegar adonde Sócrates, sino que debe aspirar a ir más allá que él. La búsqueda de la verdad no supone un cuestionarse desde la nada. Al contrario, nos conduce a aprender lo que ya se ha dicho. Desde el aprendizaje de las posibilidades ya realizadas, cabe emprender la construcción de nuevas expresiones de la verdad. Rara vez serán apodícticos, certeros, todos nuestros argumentos, pero siempre nos conducen un poco más cerca de la realidad. La tarea del filósofo es ésta: desde posibilidades previas expuestas por otros, sacar nuevas y más complejas posibilidades, siempre más cercanas a la verdad. Y esto porque el rol del filósofo es primero un rol histórico: no hay verdad sino históricamente. Si no fuera así, el hombre no podría ni siquiera hablar. La naturaleza humana, al ser histórica, demanda al filósofo no prescindir de los descubrimientos anteriores, y ello no sólo porque son posibilidades previas necesarias, sino para evitar los mismos errores o repeticiones inútiles.
El filósofo, entonces, al igual que cualquier ser humano, parte de posibilidades dadas por la sociedad y por otros intelectuales; sin embargo, no se queda allí, sino que sigue buscando la verdad hasta el final de su vida. A sabiendas de que nunca la alcanzará, no obstante permanece tranquilo en la esperanza de que la verdad lo alcanza en su vida íntima, porque, como ya decía Agustín de Hipona “in interiore homine habitat veritas” (Agustín, 390: 39-42).
Finalmente, se quiso ver el lugar del filósofo en el siglo XXI, rol para nada fácil porque se le van cerrando cada vez más puertas, dado que la filosofía no parece productiva económicamente. Sin embargo, el rol de la sociedad no es el de ver sólo la ganancia económica, sino la mejora cultural y moral del Estado. Por tanto, creo que la acogida de la «improductiva» vocación filosófica es un paso para una sociedad mejor y con menos violencia.
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Mariela Silvana Vargas
Universidad Nacional de Salta, Argentina
Fecha de recepción: 10/01/2018
Fecha de aceptación: 30/06/2018
La noción de «despertar» juega un rol central no sólo en la obra de madurez de Walter Benjamin, sino también y fundamentalmente en sus primeros escritos, en los que adquiere importancia por su vínculo con la función de la escritura. En este trabajo mostraré el modo en que la figura del «despertar» constituye el punto de encuentro entre estética y política, al tiempo que proporciona un acceso novedoso a los escritos del joven Benjamin. Finalmente, en conexión con su teoría del lenguaje, esta figura permitirá dar cuenta del carácter programático del vínculo entre «praxis literaria» y «praxis política» en el pensamiento de Benjamin.
Palabras clave: despertar; escritura; lenguaje; literatura; praxis; Walter Benjamin.
The notion of «awakening» plays a central role not only in the late works of Walter Benjamin, but also, and fundamentally in his early writings, in which it becomes essential through its connection to the function of writing. In this article I will show the way in which the figure of «awakening» constitutes the point of convergence between aesthetics and politics, as it offers a new access to the writings of the young Benjamin. Finally, in connection with his theory of language, this figure will allow us to account for the programmatic character of the link between «literary praxis» and «political praxis» in Benjamin’s thought.
Keywards: awakening; Walter Benjamin; language; literature; praxis; writing.
De todas las imágenes que pueblan los textos políticos de Walter Benjamin, tales como el «Ángel de la Historia» o el «autómata ajedrecista» que ganaba todas las partidas gracias al enano escondido en su interior, la imagen de la «Bella Durmiente» es una de las menos estudiadas, aún cuando ella encarna un motivo central del pensamiento benjaminiano: el del «despertar».8 A pesar de la riqueza y complejidad de esta imagen al interior de la obra benjaminiana, su presencia y su rol, sobre todo en sus trabajos de juventud, no han sido considerados en su especificidad, sino como un mero antecedente del protagonismo que ella cobra en sus obras de madurez. Si bien este descuido puede verse justificado en el hecho de que en 1927, recién iniciaba con el proyecto del Libro de los Pasajes, Benjamin eleva la figura del «despertar» a categoría política y epistemológica central del proyecto de una pre-historia de la modernidad (Benjamin, 1991: V: 490s),9 consideramos que el análisis de la génesis y las derivas de esta figura en las obras de juventud pueden arrojar luz, tanto sobre las concepciones políticas del joven autor como sobre la manera en la que éste pensaba el vínculo entre escritura y política.
En este trabajo me ocuparé de la imagen del despertar como punto de encuentro entre estética y política y, en particular, como objetivo político de la escritura en Benjamin, específicamente, en el período anterior al Libro de los Pasajes. Sin embargo, dado que una comprensión más adecuada del vínculo entre escritura y acción política en el joven Benjamin requiere indagar en el modo en que éstas se presentan enlazadas en escritos de madurez con las nociones de imagen dialéctica y con la díada «sueño»/«despertar», es de gran utilidad atender la discusión sobre estas articulaciones con su primer discípulo y crítico, Theodor Adorno, durante el período de redacción del Libro de los Pasajes, que se inicia en 1927 y se extiende hasta la muerte de Benjamin.
En una primera parte identificaré y analizaré dos momentos en la reflexión sobre la escritura del Benjamin temprano, mostrando asimismo las tensiones y dificultades que los habitan. Para el análisis del primero de estos momentos de la reflexión benjaminiana sobre la eficacia política de la escritura recuperaré su producción inicial como miembro activo del Movimiento Juvenil y me concentraré en La Bella Durmiente (1911), su primer texto teórico, y la posterior discusión con Adorno sobre el nexo entre «imagen» y «sueño»/«despertar». En aquella primera intervención pública es visible ya el vínculo problemático que la retórica del despertar establece entre estética y acción política, la que no está exenta de una profunda ambigüedad y de las contradicciones propias de la ‘metafísica de la juventud’ benjaminiana.
Situaré el segundo momento dentro de las reflexiones de Benjamin sobre política y escritura en el intercambio epistolar con Martin Buber de 1916, a raíz de la invitación de éste a colaborar en el periódico El judío [Der Jude]. La respuesta negativa de Benjamin dio lugar a un elaborado posicionamiento acerca de la naturaleza de la escritura y su eficacia política, que ilumina las características del concepto de despertar en el joven autor. Finalmente, mostraré brevemente en qué dirección evoluciona la preocupación inicial por el vínculo entre «praxis literaria» y «praxis política» en la obra de este filósofo.
La centralidad del concepto de «despertar» y la de su par complementario, el concepto de «sueño», formaba parte del núcleo de discusiones teóricas y metodológicas entre Benjamin, Max Horkheimer y Theodor Adorno durante la década de 1930 sobre el proyecto del Libro de los Pasajes. El díptico «sueño»/«despertar» fue desde el principio objeto de una lectura crítica, especialmente por parte de Adorno, quien sentó las bases de la primera recepción de los textos benjaminianos y también de la interpretación de éstos por parte de los otros miembros de la Escuela de Frankfurt. Su lectura aísla correctamente el rasgo inmanente de la imagen y del vínculo entre sueño y despertar que recorre las ideas de Benjamin sobre historia y política desde sus inicios y estaba presente ya en la primera intervención política de un jovencísimo militante del Movimiento Juvenil (Jugendkulturbewegung), titulada "La Bella Durmiente” (1911). Aunque en este texto temprano, así como en las elaboraciones teóricas de dicho período, las formulaciones ligadas al sueño, el despertar y a la imagen todavía no estaban sujetas al esfuerzo de clarificación que exigían las objeciones de Adorno, éstas permiten iluminar retrospectivamente el sentido de las figuras del despertar en el joven Benjamin. Por otra parte, el vínculo entre sueño, historia y despertar, que configura una primera filosofía de la historia benjaminiana, anterior incluso al mesianismo, permanece intacto en el Libro de los Pasajes.
En una carta a Benjamin de agosto de 1935, en respuesta al envío al Instituto de Investigación Social del Exposé de lo que sería un modelo en miniatura del Libro de los Pasajes (Benjamin, 1991: V: 1237-1249), Adorno identifica como núcleo político y epistemológico del proyecto de los pasajes parisinos la frase de Michelet elegida como epígrafe de una sección del Exposé: “cada época sueña la siguiente” (Benjamin, 1991: V: 1239), que condensa la relación entre sueño e historia propuesta por Benjamin. En torno a esta frase, señala Adorno incisivamente, “cristalizan todos los temas de la teoría de la imagen dialéctica que me parecen fundamentalmente criticables, y concretamente por su carácter no dialéctico” (Adorno, 1998: 112 cursiva en el original). La introducción del sueño y de figuras oníricas en el trabajo teórico sobre la imagen era inadmisible para Adorno y representaba una auténtica “pérdida de la fuerza clave objetiva” y un “desencantamiento y trivialización” (Adorno, 1998: 113) del concepto de imagen dialéctica. La crítica abarcaba tres aspectos: la psicologización de la imagen dialéctica mediante su traslado a la conciencia bajo la forma de sueño y la referencia al despertar; la orientación lineal e “incluso histórico-evolutivamente” (Adorno, 1998: 112) hacia un futuro utópico; y la comprensión de la época como sujeto unificado.10
La respuesta de Benjamin a estas observaciones no se hizo esperar, pero consistió más bien, como él mismo afirma, en un “acuse de recibo” (Adorno, 1998: 123) y en la promesa de una respuesta en cartas venideras. Sin embargo, Benjamin aclara que, si bien la imagen dialéctica es “inalienable” de las figuras oníricas, “no copia el sueño” (Adorno, 1998: 125). La capacidad de la imagen de organizar los elementos de la realidad y del pasado está mediada por el “momento constructivo” de la escritura, cercano al montaje. Es por ello que la imagen dialéctica “contiene las instancias, los puntos de irrupción del despertar, y […] no produce su figura más que a partir de esos puntos” (Adorno, 1998: 125). Esta respuesta provisional ponía a salvo la influencia de Freud y el surrealismo en la obra benjaminiana de las reservas de Adorno, aceptando las acusaciones de psicologización, teleología y de concebir cada época, si no como sujeto, al menos como unidad de estudio histórico. Benjamin se aferra así a la idea de una inmanencia del trabajo de representación e interpretación onírica, en el cual el sueño entraña los momentos de sujeción y alienación de una comunidad o época, pero que se dirigen al “despertar venidero” que está escondido “como el caballo de madera de los griegos, en la Troya de lo onírico” (Benjamin, 1991: V: 495).
Los Convolutos K y N (Benjamin, 1991: V: 490-510; 570-611) del Libro de los Pasajes recogen la articulación benjaminiana sobre el sueño y el despertar en los años ’20 y ’30, expresada en estos términos: “El despertar como proceso gradual, que se impone tanto en la vida del individuo como en la de las generaciones. Dormir es su fase primaria. La experiencia juvenil de una generación tiene mucho en común con la experiencia onírica. Su figura histórica es una figura onírica. […] Lo que aquí se presenta a continuación es una tentativa sobre la técnica del despertar” (Benjamin, 1991: V: 490). Con la tesis de que el “sueño participa de la historia” (Benjamin, 1991: IV: 2: 620) Benjamin convierte el despertar en la tarea del historiador. Éste debe llevar teleológicamente lo sido, el pasado, a su despertar. La manera en que lo hace supone una técnica, que es presentada por Benjamin como una técnica de escritura, consistente en leer el presente desde el recuerdo de un instante pasado. Esta alineación lectora entre pasado y presente, entre sueño y vigilia se produce en la imagen, que en Benjamin tiene la particularidad de estar hecha de lenguaje y situada en él: “El lugar donde se encuentran es el lenguaje” Benjamin, 1991: V: 577).11
Como explica Samuel Weber, el término «imagen» en Benjamin no significa la representación pictórica de un objeto exterior. Es algo “destinado a ser leído más que meramente visto” y con una estructura “tanto disyuntiva como medial” (Weber, 2008: 49), es decir, real y virtual a la vez. La imagen es para Benjamin la construcción de un espacio intersticial, situado en el umbral del sueño y la vigilia, que cuestiona la soberanía de la conciencia y prefigura la apertura a un más allá del sentido y de la razón discursiva. La imagen es tanto una fuerza capaz de albergar elementos heterogéneos como el punto de convergencia del pasado, del sueño, con el ahora. Ese choque lleva al despertar y se produce por la astucia de una técnica de escritura, sobre la que Benjamin trabajó durante toda su vida.
Entre 1911 y 1915, es decir, entre los 19 y 23 años, el estudiante Walter Benjamin despliega una fecunda actividad de escritura política, filosófica y literaria en revistas y otros órganos de difusión ligados al movimiento juvenil liderado por el pedagogo reformador Gustav Wyneken. Desde una perspectiva sociológica, el Jugendbewegung era parte de la «revuelta de los ilustrados» (Hillach, 1999), es decir, una reacción de aquellos jóvenes que gozaban de una educación privilegiada y que, enfrentados en un conflicto generacional con sus padres, buscaban liberarse de la autoridad de éstos y organizarse en torno a una «metafísica» de la Juventud y a una “voluntad de juventud” (Benjamin, 1991: II: 97), que serían la expresión privilegiada de la filosofía y de la sociedad venideras. Eran los jóvenes quienes debían asumir la conducción de la sociedad y transformarla.
Ya en su primer escrito teórico-filosófico en el marco de su participación en la revista Der Anfang [El comienzo], titulado “La Bella Durmiente”, Benjamin introduce en la discusión política sobre la misión del estudiantado la contraposición entre sueño y despertar e interpreta tanto su tarea como intelectual como la misión de la juventud en términos de «despertar»: “Nuestra revista quiere contribuir con todas sus fuerzas a que la juventud despierte. […] Quiere mostrarle caminos para que despierte el sentimiento de comunidad, para que despierte a la conciencia de sí misma, de quien dentro de unos lustros tejerá y modelará la historia” (Benjamin, 1991: II: 10). En este breve texto, Benjamin se dirige a la juventud como sujeto político destinado a producir un cambio sociocultural cuya radicalidad desbordaría las instituciones educativas en las que se originaba. La juventud se presenta para Benjamin como el símbolo de «la rebelión eterna» bajo la forma de las “luchas con la sociedad, el Estado, el derecho” (Benjamin, 1991: II: 11).
La definición que Benjamin proporciona de la juventud sitúa a esta en la misma posición que la princesa del cuento: “la juventud es la Bella Durmiente que duerme y no sabe nada del príncipe que se acerca a liberarla” (Benjamin, 1991: II: 9). La princesa del cuento en el texto benjaminiano simboliza también el rol fundamental de la idea de la juventud dentro del movimiento estudiantil y da cuenta al mismo tiempo de los supuestos de su crítica social y política, sus fuentes filosóficas y literarias, sus contradicciones e implicaciones políticas. En este escrito, Benjamin pretende ir más allá del conjunto de temas que se discutían en los debates sobre la educación, tales como «educación rural» o «infancia y arte» y anuncia la llegada de una nueva «era» (Benjamin, 1991: II: 9), la de la juventud.
El objetivo de la intervención no era dar inicio a un nuevo debate, sino lograr que la generación joven «despierte». Aunque deja la noción de sueño sin definir explícitamente, por el contexto dado por el cuento infantil, se infiere que el pesimismo, la inacción y la falta de conciencia de sí misma y sus potencialidades eran las formas del sueño en el que la juventud estaba sumida. La función de la escritura tal como Benjamin la entendía era precisamente contribuir a ese despertar. Sin embargo, si bien la tarea que Benjamin asumía dentro del movimiento juvenil consistía en trabajar para que la juventud despierte y acceda a su potencial de acción conjunta y comunitaria, su crítica radical a la cultura y la sociedad de su tiempo no tenía raíces colectivas, sino que estaba basada en la idea de una retirada del individuo hacia su interior de modo que el contacto con el espíritu le permitiese reunir en sí las fuerzas para transformar la realidad (Dudek, 2002; Dalke, 2006).
Las aspiraciones programáticas de Benjamin en “La Bella Durmiente” no están exentas tampoco de otras dificultades, no sólo porque plantean la relación entre el escritor y su público en términos de una toma de conciencia, sino porque a la juventud, representada por la princesa del cuento, le cabe un rol pasivo, llamativamente opuesto a su misión redentora. Esta ambivalencia, marcada por el hecho de que la juventud como sujeto destinado a llevar a cabo profundas transformaciones sociales debía ser, en tanto Bella Durmiente, despertada por otro, pone de manifiesto la tensión existente entre la efervescencia viril y emancipadora del joven escritor y su expresión a través de una figura femenina. Por otra parte, también los ideales que Benjamin propone presentan algunas inconsistencias, pues, por un lado, los modelos hacia los que el estudiantado debe orientarse están personificados por figuras masculinas de la literatura anglogermana, esto es, por los “héroes juveniles” (Benjamin, 1991: II: 12) de las obras de Schiller, Goethe, Shakespeare, Ibsen o Hauptmann, pero, por otro lado, éstos aparecen reunidos significativamente en la imagen femenina y expectante de aquella que debe ser rescatada por un hombre de letras que se comporta como un hombre de acción.
No es un rasgo menor que la imagen que encarna la juventud, la que debe salvar a la humanidad sufriente, espere a su salvador en un profundo sueño, que la mantiene alejada tanto del mundo, de la vida, como de la muerte. A través del sueño, la Bella Durmiente ha escapado a la vez del paso del tiempo y de su muerte. El precio de su asilo estético, del sueño que la mantiene eternamente joven, es la inacción. Finalmente, no fue la escritura la que condujo a una transformación del mundo, sino el horror de la Primera Guerra Mundial. Éste irrumpió en la vida de los integrantes del movimiento juvenil bajo la forma de la traición de su líder, Gustav Wyneken, quien celebraba la guerra como “vivencia ética” [ethisches Erlebnis] (Wyneken, 1915: 12) e impulsaba a los jóvenes a enrolarse en el ejército. El horror de la guerra contribuyó también al suicidio de la voz literaria del movimiento, el poeta Fritz Heinle, a quien Benjamin estaba unido por un estrecho lazo de amistad.12
A pesar del fracaso de su primera experiencia al interior del Movimiento Juvenil, en esta primera etapa de efervescencia juvenil Benjamin delinea ya la función política central de la escritura, ligada a una todavía incipiente concepción del despertar contrapuesta a la idea del sueño como un estado de pasividad, inacción y desconocimiento de las propias posibilidades. Asimismo, el mecanismo por el cual la escritura puede lograr el efecto deseado permanece todavía innominado y sin tematizar. Desde cierto punto de vista, la respuesta a la guerra y la muerte fue más bien el silencio o una escritura que no encontraba un lugar en el espacio público.13 Esta dificultad en relación a la función y naturaleza de la escritura y al estatus todavía seminal de una teoría sobre la escritura se torna visible en el intercambio epistolar con Martin Buber en ocasión de una invitación de éste a colaborar en su revista.
En 1916, hacia la mitad de la Primera Guerra Mundial, Martin Buber envía una invitación a Benjamin a colaborar como redactor en Der Jude, una revista recientemente fundada por él, cuyos objetivos eran convertirse en el órgano de la comunidad judía y reforzar los lazos identitarios en su interior.14 La opinión que Benjamin tenía de Buber estaba influenciada no sólo por las tendencias belicistas visibles en la revista, sino también por el gesto de recuperación del judaísmo como «vivencia», tan incómodamente próxima a las filosofías exaltadoras de la «vivencia de las trincheras». Benjamin consideró al principio la posibilidad de una respuesta pública, pero luego se inclinó por responder a Buber en una carta personal con fecha 17 de julio de aquel año (Benjamin, 1991: 1: 125-128) en la que fundamenta su negativa con una reflexión sobre la escritura y sobre la escritura política en particular. Si bien, en esta carta no se encuentran referencias directas a la cuestión del despertar, sino solo a la acción o “efecto político” de la escritura (Benjamin, 1991: 1: 325) el tema guarda indudable conexión con la problemática que venía ocupando a Benjamin desde sus comienzos en el movimiento juvenil.
En el contexto de lo que Benjamin llamaba la “guerra europea” (Benjamin, 1991: 1: 325) su crítica apuntaba a la “expresión escrita ligera e irresponsable” (Benjamin, 1991: 1: 263) y sobre todo, a la concepción sobre el funcionamiento del lenguaje subyacente a esas prácticas: la idea ampliamente extendida de que “la escritura puede influir sobre el mundo moral y sobre la acción humana en la medida en que pone a disposición los motivos de las acciones” y que esa sería la “finalidad del escrito político” (Benjamin, 1991: 1: 325). Para esta concepción causal de la escritura, el lenguaje es sólo un medio más o menos sugestivo para la “divulgación de motivos” (Benjamin, 1991: 1: 325s).
El entusiasmo juvenil de los tiempos de la militancia en el Jugendbewegung estaba signado por la idealización de la juventud y de su rol político y por la confianza en la eficacia de las arengas, proclamas y manifiestos para movilizar a los camaradas hacia los objetivos propuestos. Ambas ideas demostraron estar equivocadas y en lugar de un despertar a la acción y al destino que la juventud creía le estaba reservado, tuvo lugar un despertar al horror de la guerra. Ésta representó un amargo y doloroso baño de realidad, que no sólo truncaba los sueños de transformación social de los jóvenes, sino que ponía en duda el valor y las posibilidades de la palabra. El distanciamiento de Benjamin de estas posturas se manifestó al principio a través del silencio, pero luego dio lugar a una crítica a una concepción instrumental del lenguaje. Es en la carta a Buber que esta crítica encuentra su formulación más enfática. Allí, Benjamin sostiene que la relación instrumental entre lenguaje y acciones “afecta de igual modo al lenguaje y a la escritura, que son rebajados a meros medios impotentes, y a las acciones débiles y empobrecidas, cuyas fuentes no residirían en sí mismas, sino en algún motivo expresable” (Benjamin, 1991: 1: 326). De ese modo, a cada motivo puede oponérsele otro, con lo que “la acción es puesta al final como resultado de un proceso de cálculo universalmente probado” (Benjamin, 1991: 1: 326). El cálculo táctico y psicológico a la hora de escribir apunta al convencimiento y a la ordenación de las acciones a determinados motivos.
La escritura instrumentalizada produce acciones instrumentalizadas:
Cada acción dentro de la tendencia expansiva de las hileras de palabras unas tras otras me parece terrible y ello es tanto más devastador allí donde, como entre nosotros, el vínculo entre palabras y acciones se concibe a sí mismo […] como un mecanismo para la realización del verdadero absoluto (Benjamin, 1991: 1: 326).
Benjamin apuntaba con ello al núcleo de los compromisos y convencimientos de aquellos que habían apoyado la guerra, pero también a la ingenuidad de los que en su momento habían creído que la juventud encarnaba un nuevo absoluto cuya promesa de renovación social iba a cumplirse inexorablemente. Frente a esta postura y a sus paradójicas consecuencias, Benjamin sostiene que “sólo puedo comprender la escritura poética, profética y objetiva en lo que hace a su eficacia en cualquier caso sólo de manera mágica, es decir, in-mediata” [un-mittel-bar] (Benjamin, 1991: 1: 326. La cursiva es de Benjamin). Lo más cercano a una definición de la idea de la magia del lenguaje en esta carta es la aproximación a la noción de inmediatez como repliegue del medio (Mittel) sobre sí mismo. La utilización de los guiones permite aislar el sentido de cada elemento: «un» apunta a negación de la transparencia de un mero medio y expresa el rechazo benjaminiano a la entronización de un elemento indecible por afuera o en el lenguaje; mientras que el sufijo «bar», que encuentra en ese textos uno de sus primeros usos, remite a la potencialidad o habilidad (Weber, 2008: 4) del lenguaje, tal como él lo concibe, para sortear el desfiladero de la oposición entre una noción mística y una concepción instrumental burguesa del lenguaje. La noción de inmediatez expresa la idea de que el lenguaje no sólo refiere, sino que tiene un espesor propio, es «mero medio» o medio puro, sin otro contenido que la posibilidad de comunicar. Esta pureza del medio desactiva toda pretensión instrumental de eficacia y opera una interrupción por la que libera al lenguaje y a la acción de un vínculo funcional. El resultado es la apertura del lenguaje más allá de la comunicación y de la acción de la instrumentalidad.15
Mientras que la guerra, y la política que había conducido a ella se basaban en esta degradación de la escritura al rango de medio para un fin, Benjamin pretendía abrir otra dimensión del lenguaje, que no fuera la de la mera “comunicación de contenidos” (Benjamin, 1991: 1: 326). No es casual, como señala Uwe Steiner (2007: 105), que Benjamin desarrollase una noción central de su filosofía del lenguaje, la de inmediatez mágica, en un contexto claramente político. Teoría del lenguaje y teoría política son aquí indistinguibles. Su teoría de la escritura se basa en las ideas de «inmediatez» y «magia» del lenguaje, dos conceptos que se oponen a un uso instrumental del mismo. Aquello que Benjamin identifica como lo reparador o «sanador» [heilsam] del lenguaje reside en el “secreto” de la escritura, en la “tendencia considerable de las palabras hacia el núcleo del enmudecimiento más íntimo” (Benjamin, 1991: 1: 326).16 Su eficacia dependerá entonces no tanto ya de la transmisión de significados como de “la eliminación pura y cristalina de lo indecible en el lenguaje” (Benjamin, 1991: 1: 326) y sólo cuando se descubre este núcleo de silencio en el lenguaje la “chispa mágica” (Benjamin, 1991: 1: 327) puede saltar de la fricción entre la palabra y la acción que conduce al cambio.
Sin embargo, la idea benjaminiana de una política no instrumental del lenguaje posee desde sus inicios un alcance programático y en ella se articulan nociones emparentadas entre sí: la idea de comunicabilidad, junto al énfasis en el aspecto medial del lenguaje y la idea de la existencia de un centro mudo del lenguaje. Estas referencias no convierten a Benjamin, sin embargo, en un místico del lenguaje o en un romántico. Aquel ámbito de lo carente de lenguaje [wortlos] no configura una sustancia «indecible» [unsagbar] o no comunicable; la línea divisoria entre lo decible y lo indecible en o a través del lenguaje no está trazada entre una supuesta comunicación mística de lo no comunicable o indecible y la comunicación de lo que puede decirse, sino de la comunicación de la comunicabilidad misma en el lenguaje. Benjamin propone «eliminar» en lugar de exaltar y conservar místicamente lo indecible. Esta tarea es asignada a la escritura política y “coincide precisamente con el modo de escritura propiamente objetivo y sobrio” (Benjamin, 1991: 1: 326). Este ejercicio de destrucción prosaica transforma la mera mediación como transmisión de un contenido en un médium que efectúa su autoexpresión. La política se pliega sobre sobriedad poética del lenguaje en tanto tal.
Al igual que en la propuesta del despertar en «La Bella Durmiente», tenemos aquí una formulación que a primera vista puede parecer ambigua y hasta contradictoria: ¿cómo es posible eliminar lo indecible del lenguaje y, a la vez, develar y conservar su secreto? La solución parece apuntar a un cierto movimiento de la escritura, que, a la vez que conduce “a aquello que fue negado a la palabra”, es capaz de provocar aquella chispa mágica que surge de la “esfera de lo carente de palabra” (Benjamin, 1991: 1: 327). Tal como lo expresaría en su primera teoría del lenguaje, escrita meses después de esta respuesta a Buber, el secreto del lenguaje reside en que éste no comunica contenidos, sino que en primer lugar se comunica a sí mismo.17 La escritura capaz de lograr el despertar es aquella que consigue la autoexposición de su pura medialidad y es capaz de generar así una experiencia de esta mediación inmediata del lenguaje, tal como lo hacen también otras formas de escritura eficaz como la profecía o la poesía. Esa experiencia transforma tanto el lenguaje como la acción. Por debajo de la sofisticación de esta respuesta subsistía en Benjamin una desconfianza hacia las formas de expresión de las propias ideas en el espacio público. A esto se le sumaba un diagnóstico negativo de la posibilidad de que los intelectuales cobrasen relevancia política en la situación de la Alemania de entreguerras. Sin embargo, la preocupación sobre el vinculo entre política y escritura permanecía intacta e incluso se había agudizado luego del fracaso de su intento de habilitación como docente en la Universidad de Fráncfort con su libro El origen del drama barroco alemán.
Más de una década más tarde de la aparición de la figura de la Bella Durmiente en su obra, y con ocasión del fracaso de su intento de habilitation, Benjamin reescribe, esta vez en tono satírico, el cuento de la Bella Durmiente. El personaje principal del cuento continuó siendo la delicada princesa sumida en el sueño; sin embargo, en la nueva versión cambia tanto el modo en que es despertada como la figura a la que se le encomendó esta tarea. Ya no es el beso del “príncipe feliz en armadura brillante” (Benjamin, 1991: I: 901) el que despierta a la princesa, sino el ruido de una bofetada que un cocinero del castillo le propina a su ayudante. En esta segunda versión la muchacha a la que hay que rescatar no es ya la juventud, sino la verdad (Benjamin, 1991: I: 901). Este texto sella la ruptura con el mundo universitario y constituye una especie de epílogo a la carrera académica que no pudo seguir. A partir de ese momento, Benjamin asumirá la posición del autor privado, del intelectual independiente.
Privado de los efectos y resonancias que tienen las ideas en el entorno universitario, Benjamin enfatiza aún más su concepción de la función emancipadora de la escritura. Su actividad como crítico cultural lo llevaría a reformular sus reflexiones sobre la función política de la escritura a partir de la recepción de las vanguardias, en particular con el constructivismo y el surrealismo. Ya en Dirección única (1928), el libro que inaugura su producción como escritor independiente, Benjamin presenta una concepción de la tarea del escritor como la de aquel que es capaz de contribuir al despertar aun situado en una posición marginal o quizá por ello mismo, y a la que le confía posibilidades emancipadoras. El alejamiento de la academia significó también el alejamiento del “ambicioso gesto universal del libro” como medio de expresión y circulación de ideas y la adopción de “formas modestas” de escritura, tales como “octavillas, folletos, artículos de revista y carteles publicitarios” (Benjamin, 1991: IV: 85), que prometían otra llegada al público, ordenada por una estrategia diferente.
En el contexto de crisis económica y política de la Alemania de la República de Weimar, Benjamin afirmaba que la “verdadera actividad literaria no puede pretender desarrollarse dentro del marco reservado a la literatura” (Benjamin, 1991: IV: 85), sino que debe buscar nuevos medios y horizontes. La escritura crítica y política no es considerada como algo separado de la praxis social, sino como expresión de un “riguroso intercambio entre acción y escritura” (Benjamin, 1991: IV: 85) que la torna “significativa” y la dota de “eficacia literaria” (Benjamin, 1991: IV: 85). Benjamin retoma las preocupaciones de juventud y recupera la figura del despertar, pero modulada ahora –en 1928– con elementos marxistas y colocada como horizonte del proyecto de una escritura a partir de fragmentos, cuyo punto de fuga era el montaje.
Desde el punto de vista del planteo de la carta a Buber, puede afirmarse que así como aquella entrañaba el momento de rechazo a una concepción instrumental del lenguaje como medio para un fin, al tiempo que se rehusaba a sustituir la instrumentalización por una entronización del lenguaje como fin en sí mismo, desentendido de los medios, con Dirección Única Benjamin parece encontrar en los procedimientos de la cita y el montaje una forma de superación de lo instrumental que no conduce al ámbito extático de los fines sin medios, sino al terreno profano de los medios sin fines, donde es posible una intervención a través de la escritura que conduzca a despertar del mundo de ensueño de la modernidad capitalista, tal como esta aparece descripta en el Libro de los pasajes. Como señala Terry Eagleton, “en el mosaico de la cita el discurso es liberado de su entorno cosificado para entrar en un tipo de práctica significativa convenientemente transferible, con los significantes separados de sus significados y recompuestos de manera flexible para tejer nuevas correspondencias a lo largo y ancho del lenguaje” (Eagleton, 1998: 104).
Si bien el joven Benjamin ya se había distanciado críticamente de ideas utilitaristas del lenguaje y de visiones que consideran que su efecto es producto de esfuerzos persuasivos, no había logrado una práctica de escritura que fuese adecuada a sus ideas. En Dirección única Benjamin puso a prueba una escritura capaz de sacudir al lector, electrificarlo, pero que no intenta convencerlo.18 De hecho, sentenciaba, “convencer no da frutos” (1991: IV: 87). Esta forma de intervenir en el espacio público es sintetizada en una imagen: “sólo este lenguaje rápido y directo revela una eficacia operativa adecuada al momento actual. Las opiniones son al gigantesco aparato de la vida social lo que el aceite es a las máquinas. Nadie se coloca frente a una turbina y la inunda de lubricante. Se echan unas cuantas gotas en roblones y junturas ocultas que es preciso conocer” (Benjamin, 1991: IV: 85). Esta formulación del vínculo entre acción y escritura expresaba programáticamente la dirección de su producción literaria como crítico cultural y avanzaba hacia una escritura fragmentaria, en el intento de dar cuenta de la experiencia de la modernidad y de señalar y generar los intersticios por los que podría colarse la chispa mágica que enciende la acción.
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Zumbusch, C. (2004). Wissenschaft in Bildern. Symbol und dialektisches Bild in Aby Warburgs Mnemosyne-Atlas und Walter Benjamins Passagen-Werk. Berlín: Akademie Verlag.
Por Juan Manuel Escamilla González Aragón
Varios de los libros donde aprendí la epopeya que ha sido la Historia humana me dejaron con la impresión de que el mundo había sido creado en 1789, año en que la Revolución Francesa lo trajo al ser de un letargo de eones, tras el Big Bang. Como tal impresión carecía del brillo de la verdad, había que promover su convicción expresándola con la arrogancia del snob, quien, temiendo caer en el ridículo social, prefiere lo nuevo por lo nuevo como quien se ríe de un chiste que no entendió: ciegamente. En cambio, hay que tener inteligencia para no reparar lo que no está roto.
Aquellos libros –los más recientes y más definitivos sobre el pasado–, hablan de los genios como personajes inimitables e imprevisibles a quienes debemos nuestra Historia: las grandes conquistas, obras artísticas, etc. Mas, antes de que tales libros fueran publicados, Macbeth y el Quijote ya sabían los secretos de «los fuegos de la envidia», que terminan por identificar a los máximos rivales. Lo que es cierto es que lo reciente no es el mundo –donde nada nuevo había bajo el sol ya desde los días del Eclesiastés–, sino nuestra Historiografía: la que acabamos de inaugurar el día antes de ayer, apenas hace dos o tres siglos.
La teoría mimética, que postuló René Girard, es una teoría general del deseo, es decir: un saber acerca de la forma en la que deseamos. Aunque surgió como crítica literaria, la argumentación girardiana no se reduce al marco que la volvió célebre. Ni siquiera a la consideración, en sede científica social, de los resultados de una investigación sobre el instinto y el deseo en la literatura, que pronto se extendió hacia el estudio, desde este ángulo, de las comunidades humanas o de la discusión sobre la evolución de las especies.
El cuerpo de conocimientos que reúne la teoría mimética puede ser legítimamente reclamado como propio por parte diversas disciplinas científicas: tiene gran trascendencia para las ciencias naturales e incluso para las ciencias llamadas sociales y de la conducta, como la sociología o la psicología; igualmente, puede ser reivindicada por diversas ramas del conocimiento filosófico. Por ejemplo, sin desdoro de los aprendizajes relativos a la epistemología o la metafísica: la teología filosófica, la antropología (cultural, filosófica, teológica), la ética y la política. Asimismo, como es claro en “Innovación y repetición”, tiene consecuencias de no menor calada para la comprensión de la rivalidad en la economía y de la rivalidad entre los artistas, bien caracterizada como «ansiedad de la influencia» por otro shakesperiano, Harold Bloom.
La teoría mimética es un proyecto que aún permanece abierto y vivo. En la exploración del género de envidia que reina en las relaciones que estudia la economía, llevada a cabo desde el ángulo de la teoría mimética, Jean-Pierre Dupuy es quien más ha desarrollado el discurso cuyos fundamentos son expuestos por el propio Girard en este breve y sobrio artículo, aparecido originalmente en SubStance (1990). Lo reproducimos aquí por primera ocasión en español, en versión de Juan Manuel Díaz Leguizamón, publicado con la generosa anuencia de la señora Martha V. Girard. Después de todo, el mismo deseo que estructura nuestras relaciones amorosas, trayectorias laborales o Estados, estructura nuestras decisiones comerciales: qué productos consumimos, por qué motivos. Cabe, pues, indagar, desde este ángulo, qué dicen de nosotros nuestros hábitos de consumo: qué nos falta y buscamos encontrar al comprar los productos que, según creemos, mejor definen qué tipo de personas somos; cabe preguntarnos sobre cómo operan las rivalidades entre las empresas o qué papel juega en el mercado contemporáneo la innovación.
En este trabajo, el filósofo francés nos presenta, primero, una genealogía de las convicciones occidentales en torno a la innovación, que han ido de su rechazo pleno hacia su ciego anhelo. A continuación, explica cómo el deseo, modelado por la imitación, se empobrece, incluso para la innovación, toda vez que renuncia a concebirse en continuidad con una tradición de imitadores y discípulos, único atajo hacia la auténtica innovación: un género de imitación que ni supone un radical romper con la tradición ni un mero reproducirla, al que Girard llamó «mimesis».
Si bien, el relato de la teoría mimética tiene un carácter sistemático, éste se observa mejor reorganizando la arquitectura de la obra girardiana que en este o aquel lugar puntual. Leer a Girard es apasionante. Al tiempo que atrapa, su prosa provoca un interés más allá del estilo por la penetración con que describe, reconstruyéndolos, los fenómenos que estudia, asuntos de por sí sumamente atractivos. Pero su argumentación también, y sobre todo, interpela a la inteligencia y pretende contribuir al conocimiento y esto último podría perderse de vista. Sin embargo, en algunos pasajes de su obra, como el que el lector leerá a continuación, Girard ha intentado reconstruir puntualmente algunos de los momentos de su argumentación con una elegante sobriedad prosaica, en un registro más sereno que el de sus libros.
Recapitulemos lo que hemos aprendido acerca del mito por la interpretación que de él hace la teoría mimética. Girard identificó los estereotipos que presentan todos los «textos de persecución» , entre los que se cuentan los mitos. Se trata de textos que narran, desde la perspectiva de los vencedores, una apología de su persecución: se justifican. De la presencia de varios de estos estereotipos en un documento cualquiera, podemos deducir la narración de un acontecimiento que consistió en una persecución multitudinaria, de la que podemos afirmar que a) fue real, o sea: histórica. Asimismo, b) fue real también la crisis de violencia indiferenciada cuya resolución relata el documento ––una «guerra de todos contra todos» resuelta mediante el desplazamiento de la belicosidad colectiva en contra de una persona o minoría: «guerra de todos contra uno»––.
Asimismo, de tales textos cabe afirmar c) que la víctima merced a la cual se resolvió el conflicto fue designada en virtud de la atribución arbitraria y falaz de una serie de crímenes que, aun de haberse verificado, no representan la verdadera causa de la persecución ni son capaces de provocar el tipo de calamidades que se le atribuyen al acusado (actos de dios o la naturaleza: tempestades, epidemias, sequías). Más bien, hay que creer que la persecución se explica por la presencia en la víctima de ciertos rasgos victimarios relacionados con la auténtica causa de la crisis, a saber: la disolución de las diferencias. d) El proceso por el que se le achaca unánimemente a la víctima la responsabilidad total sobre el conflicto concluye en su destrucción o su expulsión («sacrificio victimario»). También hemos aprendido que e) la eficiencia de este procedimiento depende de la unanimidad del contagio mimético («unanimidad mimética») por el que los perseguidores se convencen de que otro es responsable de los problemas que a todos aquejan («representación persecutoria»).
A lo largo de la Historia y a diversas escalas, los seres humanos hemos reescrito libremente, una y otra vez, el mismo relato. Ello es así por una peculiar configuración del deseo humano, merced al cual las relaciones interpersonales desembocan –muy a menudo y aun sin que necesariamente lo quieran así los involucrados– en relaciones de rivalidad y competencia por alcanzar el objeto codiciado en común, al inicio, pero que acaba por instalar la rivalidad más allá del objeto y pronto amenaza con tornarse homicida.
La dinámica propia de la rivalidad se construye por las interacciones entre los sujetos que eventualmente se imitan mutuamente, en un intercambio de reciprocidades que propician una serie progresiva de dones y/o venganzas entre los sujetos, lo que explicaría la naturaleza de la violencia por medio de la envidia como mecanismo inconsciente que determina en alguna proporción el sentido de la acción humana, evidenciándola como espontáneamente belicosa.
El ejemplo del maestro y el discípulo revela la conflictividad del deseo humano: cuando el discípulo ha dominado aquello que su maestro tiene que enseñarle, más a menudo que no, rivaliza con él. Aprendemos en medio de un ejercicio de dominio y rivalidad: de la competencia. Una competencia por la complejidad que comenzó en la réplica de la información genética de los primeros seres vivos, organismos unicelulares, y en su lucha por la subsistencia, hace millones de años.
Mas no todo es lucha en la naturaleza: también hay colaboración. Cabe que dos iguales, aunque hayan sido maestro y discípulo, establezcan relaciones de colaboración, toda vez que ésta continúe con vistas a algo mayor que la maestría en el arte o la disciplina en función de la que se establece el nexo discípulo-maestro. De otro modo, la relación deriva en una diatriba sobre el dominio. Cabe, pues, que el deseo transite hacia la colaboración mutua en la imitación del modelo ideal. Sin embargo, suele derivar en la disputa en torno a posiciones percibidas como rivales que polarizan en bandos gemelos y rivales entre sí.
El deseo revela en la estructura de lo humano lo que le es más propio: el ejercicio de sus facultades superiores i.e.: la razón y la voluntad. Una condición exigible a los actos propiamente humanos es la «voluntad deliberada», que viene determinada por la elección de un objeto, considerado como fin, pues lo privativo de la libertad humana parece ser el señorío sobre los actos. De ahí que solamente puedan ser llamadas propiamente libres las acciones de las que el hombre es dueño y que están encaminadas a la consecución de un bien objetivo. Si la teoría mimética es verdadera, tiene que ofrecer una explicación satisfactoria del libre arbitrio, que es lo que parece definir lo más propio del ser humano: su capacidad de auto-determinarse o de darse fines a sí mismo.
Ahora bien, si, como afirma Girard, la geometría del deseo es determinada por los otros, erigidos en modelos del deseo de por sujetos deseantes, parecería entonces que éste le viene impuesto heterónomamente (la colectividad, el modelo) y no se observa un resquicio por donde pueda surgir la creatividad individual. De inmediato, el libre arbitrio parece esfumarse con la autonomía del sujeto, al esfumarse la ilusión de la originalidad del deseo. En esto consiste lo que Girard llama la «mentira romántica», por la que estamos engañados para creer que, siendo ajenos, nuestros deseos son propios, al igual que exageramos la originalidad de los genios. ¿Así, pues, Girard le niega al hombre el libre arbitrio? ¿Defiende un determinismo, y ese determinismo está impuesto por el orden de la rivalidad que conduce a la violencia?
En la explicación girardiana, no bastan la inteligencia y la voluntad determinadas racionalmente hacia fines buenos para dar cuenta de la libertad, sino que el otro como modelo juega un papel insoslayable en las condiciones de posibilidad del ejercicio de nuestras acotadas libertades. Precisamente, esa movilidad del deseo que le atribuye Girard a la presencia del modelo, es la explicación de los dos aspectos del deseo que parece rechazar la teoría mimética: la originalidad del deseo y el libre arbitrio. En realidad, sólo son posibles por el carácter mimético del deseo.
Solamente el deseo mimético puede ser libre, auténticamente humano, pues elige, más que el objeto de deseo, al modelo. Y ello, deliberadamente. No solamente llegamos a ser propiamente humanos mediante el ejercicio de la imitación, sino que la imitación también determina las posibilidades creativas de la acción humana, permitiéndole a las personas superar lo rutinario de sus instintos puramente animales y construirse una identidad; una identidad que, por supuesto, no puede ser creada a partir de la nada.
Es la imitación lo que hace posible que aprendamos de nuestros modelos la cultura que heredamos y nos adaptemos a ella. Pero ello no lo hacemos de un modo determinista, sino vivo y crítico: se trata de una imitación creativa pues no aspira a la mera semejanza con el modelo, sino a la realización del modelo ideal. Este es el aspecto menos entendido de la teoría mimética porque no se acaba de comprender el énfasis que quiso hacer Girard hablando más bien de «mimesis» que de «imitación»: la copia que se hace del modelo no es idéntica ni obvia, sino deliberadamente transformada. Más que imitar al modelo, entonces, se trata de imitar la idealidad del modelo: de rivalizar con el modelo acerca de qué es lo ejemplar, si cabe, y, eminentemente, sobre la manera ejemplar de alcanzarlo.
Si, como argumenta la teoría mimética, tanto la no originalidad del deseo como la representación persecutoria en torno al mecanismo del chivo expiatorio exigen la inconsciencia sobre su sentido para tener lugar, ello explicaría por qué resulta tan difícil, y a menudo doloroso, oponerse al discurso de las colectividades en cualquier punto: diferir resulta tanto un acto de conocimiento como un acto libre. La conquista de la libertad resulta, así, una aventura peligrosa. Quien tiene las agallas para no sólo conocer el contenido de verdad de un juicio sobre realidad sino, encima, comparecer como el opositor de una turba enfurecida en defensa de eso que ha advertido verdadero, mediante tal comparecer se juega la vida o, al menos, su sitio en la comunidad. No en balde, el precio de la libertad es muy a menudo la entrega de la vida.
La teoría mimética es muy esclarecedora sobre la radical interdependencia que tenemos unos de otros y de lo vulnerables que somos frente a los demás. La multitud de complicidades que tenemos queda manifiesta en la teoría mimética, también en lo que esto tiene de pertubador, pues aún los más mansos de nosotros somos harto belicosos; pero también de esperanzador, pues reconoce, si bien dramáticamente, la máxima creatividad de la libertad.
Referencias
Girard, R. (1990). “Innovation and Repetition”. En SubStance 19 (2/3), 7-20. DOI:10.2307/3684663
René Girard
Traducido por Juan Manuel Díaz Leguizamón
«Innovación», del latín innovare, innovatio, debería significar «renovación», «rejuvenecimiento desde adentro». Más que novedad, su significado moderno tanto en inglés como en francés. A juzgar por los ejemplos en el Oxford English Dictionary y en el Littré, la palabra llegó a tener un uso difundido sólo desde el siglo XVI y, hasta el siglo XVIII, sus connotaciones son casi uniformemente desfavorables.
Al interior de las lenguas vulgares, así como en el latín medieval, la palabra se usa principalmente en teología, y significa un alejamiento respecto de aquello que por definición no debería cambiar: el dogma religioso. En muchas instancias, «innovación» es prácticamente sinónimo de «herejía».
Ortodoxia es continuidad intacta y, por lo tanto, ausencia de innovación. Es así como Bossuet define la ortodoxia de los grandes concilios ecuménicos: “On n´innovait rien à Constantinople”, escribe, “mais on n´avait pas plus innové à Nicée”. (“Nada se innovó en Constantinopla, pero nada se innovó tampoco en Nicea”).
Todos los usos de la palabra se modelan a partir del ámbito de lo teológico. Las cosas buenas son estables por definición y, por lo tanto, inmaculadas ante la innovación, que es siempre presentada como peligrosa o sospechosa. En la política, la innovación es casi equiparada a la «rebelión» y a la «revolución». Como podríamos esperar, Hobbes es reacio a la innovación. En Gobierno y sociedad (1651), escribe:
Hay muchos que, suponiéndose más sabios que otros, se esfuerzan por innovar, y diversos innovadores innovan en varias formas.
Aparte de la teología y la política, el lenguaje y la literatura parecen amenazados por innovaciones indeseadas, especialmente en la Francia «clásica». Los gramáticos y teóricos literarios franceses del siglo XVII están, por supuesto, en contra de la innovación. Aquí dos mediocres líneas de Ménage:
N´innovez ni ne faites rien
Dans la langue et vous ferez bien.No innove ni haga nada
En la lengua y hará usted bien.
Hostilidad hacia la innovación es lo que esperamos de pensadores conservadores. Pero nos sorprende encontrarla en la pluma de autores que vemos como innovadores. Cuando Calvino denuncia “l´appétit et convoitise de tout innover, changer et remuer” (“el apetito y el deseo de innovar, cambiar y removerlo todo”), suena justo como Bossuet. Asimismo, Cromwell, en 1658, cuando ataca a los que él llama “Designios… dirigidos a innovar sobre los Derechos Civiles de las Naciones, y a innovar en materia de religión”.
Los reformadores ven la Reforma no como «innovación», sino como «restauración» de la cristiandad original. Ellos profesan retornar a la auténtica imitación de Cristo, corrompida por la innovación católica.
Mutatis mutandis, los humanistas comparten el sentir de los protestantes: también odian la innovación. Como nunca antes, voltean hacia atrás, hacia los modelos antiguos que la Edad Media reverenciaba. Ellos inculpan a sus predecesores medievales no sobre la base de que hubieran seleccionado los modelos equivocados, sino de que no imitaron los correctos de la manera apropiada. Los humanistas difieren de los protestantes, claro, en que sus modelos son los filósofos, escritores y artistas de la Antigüedad Clásica.
Montaigne odia la innovación. “Rien ne presse un estat”, escribe, “que l´innovation; le changement donne seul forme à l´injustice et à la tyrannie”. (“Nada presiona más a un estado que la innovación; el cambio sólo da forma a la injusticia y a la tiranía”). En los Ensayos, la innovación es sinónimo de «nouvelleté», una palabra que el autor usa de forma despectiva.
Un componente social y político está presente en todo este miedo a lo nuevo, pero algo más yace tras de él: algo religioso, que es más arcaico y pagano que el cristianismo. La mirada negativa frente a lo nuevo refleja lo que yo llamo «mediación externa», un mundo en el cual la necesidad de modelos culturales, y la identidad de todos ellos, se dan por sentadas. Esto es tan cierto que, en la Edad Media, el concepto de innovación es difícilmente necesario. En latín, su uso es usualmente confinado a las discusiones técnicas acerca de la herejía. En las lenguas vulgares, la necesidad de la palabra aparece sólo en la última fase de la mediación externa, que yo identifico aproximadamente con los siglos XVI y XVII.
Las gentes se acusan unas a otras de ser malos imitadores, infieles a la verdadera esencia de los modelos. No fue sino hasta un poco después, con la gran querella entre antiguos y modernos, que la batalla cambió a la pregunta sobre qué modelos son mejores: ¿los antiguos o los modernos? La idea de que debe haber modelos aun permanece común a ambos campos. El principio de la imitación estable es el fundamento del sistema, y es el último en ser cuestionado.
El mundo de la mediación externa teme genuinamente la pérdida de sus modelos trascendentes. La sociedad se siente como inherentemente frágil. Cualquier manipulación de las cosas tal como son puede desatar la turba primordial y traer consigo una regresión al caos original. Lo que se teme es un colapso de la religión y de la sociedad como un todo, a través de un contagio mimético que podría convertir al pueblo en una turba.
Tenemos muchos ecos de esto en Shakespeare. En Enrique IV, el rey habla de:
Poore
Discontents, which gape, and rub the
Elbow at the newes
Of hurly burly Innovation.(Pobres
Descontentos, que se quedan boquiabiertos, y que
Se frotan las manos con las novedades,
De cualquier innovación tumultuosa).19
«Hurly burly» significa: tumulto, confusión, tormento, convulsión violenta. En 1639, Webster menciona “la multitud con cabeza de Hidra que sólo babea por la innovación”. Refiriéndose al tema de la Revolución inglesa, Bossuet habla un lenguaje similar y refleja una mentalidad similar:
Quelque chose de plus violent se remuait dans le fond des coeurs; c'était un dégoût
secret de tout ce qui a de l'autorité, et une démangeaison d'innover sans fin dès
qu'on en a vu le premier exemple.
(Algo muy violento se revolvió en el fondo de sus corazones; era una repugnancia
secreta hacia todo aquello que tuviera autoridad, y una urgencia sin fin de innovar desde
que se vio el primer ejemplo de ello).
Se supone que un gusto por la innovación denota una mente perversa y trastornada. Las implicaciones desfavorables de la palabra estaban tan bien establecidas que aun las encontramos bajo la pluma de un pensador tan radical como Diderot: “Toute innovation est à craindre dans un gouvernement”. (“En un gobierno, toda innovación es de temer”). Hay un toque apocalíptico en este viejo uso de la innovación que contrasta bruscamente con el gusto moderno del término.
El Terror jacobino fue suficiente, aparentemente, para mantener este temor vivo, pero sólo los tradicionalistas más elocuentes pueden interpretar la vieja tonada de forma exitosa: Joseph de Maistre y, ocasionalmente, Edmund Burke. Éste llama a la Revolución “una revuelta de innovación; por eso los principales elementos de la sociedad han sido confundidos y disipados”.
Paradójicamente, la Revolución no refuerza el antiguo miedo a la innovación, sino que en cambio contribuye en gran medida a su declive. La guillotina aterró a mucha gente, por supuesto, pero se trataba de un terror «político» en el sentido moderno del término, ya no de algo misterioso y siniestro. Lo que desapareció en ese momento fue el sentimiento de que cualquier bricolaje deliberado del orden social era no sólo sacrílego sino intrínsecamente peligroso, propenso a desencadenar un desastre apocalíptico.
Aunque las malas connotaciones de nuestra palabra resurgieron ocasionalmente en el siglo XVIII, los tiempos no estaban ya para la perpetuación del pasado, sino para su derrocamiento. Lo que cambió no fue el significado nuclear de la innovación, sino su «aura» efectiva.
La razón, por supuesto, fue el giro que llevó a que la teología, e incluso la filosofía, se distanciaran de la ciencia y de la tecnología. La palabra fue interpretada dentro de un nuevo contexto que causó que brotaran en la mente ejemplos de útiles y brillantes invenciones. Esa buena impresión se desbordó automáticamente hacia áreas y disciplinas no relacionadas con la ciencia y la tecnología. Este proceso desanduvo exactamente el anterior, cuando las malas connotaciones enraizadas en la teología se extendieron a los usos no teológicos de la palabra.
En su Historia filosófica (1770), el abad Raynal rehabilitó la innovación por medio del cambio contextual recién definido. En un estilo típicamente filosofal, descartó con presteza el trasfondo teológico. Dirigiéndose directamente a su lector, el abad escribe:
Tu entendras murmurer autour de toi: cela ne se peut, et quand cela se pourrait, ce sont des innovations; des innovations! Soit, mais tant de découvertes dans les sciences et dans les arts n'en ont-elles pas ici?
Tú escucharás murmurar a tu alrededor: eso no se puede, y cuando se pueda, se trata de innovaciones; ¡innovaciones! Sea, pero ¿no lo han sido acaso muchos descubrimientos en las ciencias y en las artes?
Todo lo que hace falta para cortar de raíz el brote de reformas inteligentes es esgrimir el viejo espantapájaros: «innovación». El solo sonido de la palabra ha sido tradicionalmente tan desagradable que no se requieren argumentos adicionales. Dado que las invenciones en las artes y en las ciencias son también innovaciones, las malas connotaciones quedan infundadas, y deben ser reemplazadas por unas buenas.
Mientras Raynal escribía, el cambio por el que él abogaba estaba ocurriendo. El fétido olor de la herejía finalmente se disipó, y fue reemplazado instantáneamente por los vapores embriagantes del progreso científico y tecnológico.
En adelante, en todos los ámbitos de la vida, los aspirantes a innovadores se apoyaron en el prestigio de la ciencia con el fin de promover sus puntos de vista. Esto fue especialmente cierto en la esfera política y social. La organización social se percibió ahora como la creación de meros seres humanos, y otros seres humanos tenían así el derecho a rediseñarla en parte, o incluso in toto.
Ya a comienzos del siglo XIX, la innovación se convirtió en el dios que hoy aun adoramos. En 1817, por ejemplo, Bentham caracterizó cierta idea como “¡una proposición tan atrevida, tan innovadora…!” . (Escribe «innovational »: alguien debió encontrar muy corta la palabra «innovativa» o «Innovative», acuñando la más larga «innovadora», y ese alguien debió ser el mismo Bentham. La innovación para él es como un dulce para un niño: entre más grande la pieza, más lenta y voluptuosamente se disolverá en la boca).
El nuevo culto significó que un nuevo azote cayera sobre el mundo: el «estancamiento». Antes del siglo XVIII el «estancamiento» era desconocido; de repente, difundió su sombra por todos lados. Cuanto más innovadoras se volvieron las capitales del espíritu moderno, más «estancado» y «aburrido» pareció el campo circundante. En La oveja negra, un Balzac supuestamente conservador deplora las maneras retrógradas de las provincias francesas: “Hélas! Faire comme faisaient nos pères, ne rien innover, telle est la loi du pays”. (“¡Hala! Hacer como hicieron nuestros padres: no innovar nada; tal es la ley del campo”).
En un tiempo sorprendentemente corto, una visión sistemáticamente positiva de la innovación reemplazó a la sistemáticamente negativa. Todo se volvió del revés e incluso la gente menos innovadora pronto se encontró a sí misma celebrando la innovación.
Como dije antes, la visión negativa de la innovación es inseparable de una concepción de la vida espiritual e intelectual dominada por la imitación estable. Siendo la fuente de la verdad eterna, de la belleza eterna, de la bondad eterna, los modelos no deberían cambiar nunca. Sólo cuando estos modelos trascendentes son derrocados, puede la innovación adquirir un significado positivo. La «mediación externa» da paso a un mundo en el cual, al menos en principio, los individuos y las comunidades son libres de adoptar cualquier modelo que prefieran y, aun mejor, ningún modelo en absoluto.
Esto se considera evidente. Nuestro mundo siempre ha creído que «ser innovador» y «ser imitador» son dos actitudes incompatibles. Esto que ya era verdad cuando se temía a la innovación, ahora que ésta se desea, es más cierto que nunca.
La siguiente oración es un buen ejemplo; Michelet deplora la influencia de los elementos moderados sobre la Revolución Francesa: “Ils la firent réformatrice, l'empêchèrent d'être fondatrice, d'innover et de créer.” (“La hicieron reformadora, le impidieron ser fundadora, innovar y crear”).
El historiador romántico pone a la innovación a la par con la fundación y con la misma creación, entiéndase la creación ex nihilo, que, para ese tiempo, había sido monopolio exclusivo del Dios bíblico.
Durante el siglo XIX y buena parte del XX, a medida que se intensificó la pasión por la innovación, su definición se volvió más y más radical, menos y menos tolerante de la tradición; esto es: de la imitación. A medida que se expandió de la pintura a la música y a la literatura la visión radical de la innovación provocó los sucesivos alborotos que ahora llamamos «arte moderno». La ruptura completa con el pasado es vista como el único logro digno de un «creador».
Al menos en principio, esta manía por la innovación afecta todos los aspectos de la existencia humana. Esto es verdad no sólo para movimientos como el surrealismo, sino para escritores que, a primera vista, parecen continuar tendencias más tradicionales.
Considérese, por ejemplo, la implicaciones de la siguiente frase en Le Diable au Corps, de Raymond Radiget: “Tous les amants, même les plus mediocres, s'imaginent qu'ils innovent”. (“Todos los amantes, incluso los más mediocres, se imaginan que innovan”). Si el novelista encuentra necesario decir que la innovación de los amantes mediocres es imaginaria, él debe creer también que puede ser real, cuando procede de amantes genuinamente talentosos.
Tal como la medida del talento de un pintor es ahora su capacidad de innovar en pintura, la medida del amor de un amante es su capacidad de innovar en lo concerniente al campo de hacer el amor. Para estar «en la onda» en la Francia de 1920, uno tenía que ser «innovador» incluso en la privacidad de la habitación. ¡Qué fardo sobre los hombros de cualquier amante! Lejos de exorcizar la urgencia de hacer la mímica de amantes famosos de la literatura y la historia, la innovación compulsiva sólo puede inflamarla más.
Incluso la filosofía sucumbió al «terrorismo» de la innovación. Cuando los filósofos franceses empezaron a buscar una póliza de seguro contra el mayor mal posible –la fidelidad al pasado, la repetición de filosofías superadas– una de sus invenciones fue la «ruptura epistemológica». Este concepto milagroso hizo posible que el comunista Althusser fuera un aparatchik20 por un lado, y por el otro, cien por ciento innovador, casi tanto como el mismo Marx, dado que Althusser fue el primero en tomar la medida total del genio innovador del profeta.
El psicoanalista Lacan realizó exactamente el mismo truco con Freud. Muy rápido, sin embargo, pareció tacaña una sola «ruptura epistemológica» para todas las ocasiones y para todas las personas. Cada pensador debió tener la suya, y así los pensadores realmente «chic» tenían varias en fila. Al final, todo el mundo se inclinó a una continua y monstruosa ruptura, no ante todo con el pasado de otros, sino con el suyo propio.
Es así como la inconsistencia ha llegado a ser la mayor virtud intelectual de la vanguardia. Pero el crédito real de la escuela de innovación de la tabula rasa debería dársele a Nietzsche, quien repitió junto a todo el mundo, hasta el cansancio, que un gran pensador no debería tener modelos. Él lo hizo mejor, como siempre, y rehusó ser un modelo: la marca del genio. Esta es una sensibilidad que está siendo piadosamente repetida hoy. Nietzsche es nuestro modelo supremo del repudio de todo modelo, nuestro gurú reverenciado de la renuncia a todo gurú.
El énfasis en las rupturas, fragmentos y discontinuidades todavía se encuentra a rabiar en nuestras universidades. Michel Foucault nos ha enseñado a cortar la historia de las ideas en segmentos separados sin comunicación entre ellos. Incluso la historia de la ciencia ha desarrollado su propia contraparte de la episteme de Foucault. En La estructura de las revoluciones científicas, Thomas Kuhn nos dice más o menos que los únicos científicos que valen son aquellos que se hacen completamente ininteligibles a sus colegas inventando un paradigma enteramente nuevo.
Esta visión extrema de la innovación ha sido dominante por tanto tiempo que incluso nuestros diccionarios la dan por sentada. Se supone que la «innovación» excluye la «imitación» tan completamente como la imitación la excluye a ella. Los ejemplos acerca de cómo debería usarse la palabra son de este tipo: “es más fácil imitar que innovar”.
Yo creo que esta concepción es falsa, pero su falsedad es más fácil de mostrar en unos dominios que en otros. La ilustración más sencilla se verá en las economías de mercado contemporáneas. Este es ciertamente un dominio en el cual la innovación ocurre en una escala masiva, incluso pasmosa, al menos en los así llamados países desarrollados. No es difícil observar el tipo de comportamiento que fomenta la innovación económica. En economía, la innovación tiene una definición precisa; a veces es el traslado de la invención tecnológica a un uso práctico extendido, pero también puede consistir en mejoramientos en la producción técnica, o en su administración (management). Cualquier cosa aun no probada es lo que da a un negocio la ventaja sobre sus competidores. Es por eso que la innovación a menudo se considera la fuente principal, incluso única, de las ganancias.
La gente de negocios puede hablar líricamente acerca de su fe mística en la innovación y en el mundo feliz que ésta está creando, pero la fuerza impulsora tras su constante innovación está lejos de ser utópica. En una economía vigorosa, es una cuestión de supervivencia pura y simple. Las empresas deben innovar para mantenerse competitivas.
Competencia, compuesta por dos palabras latinas, cum y petere, significa buscar juntos. Lo que todo hombre de negocios busca es la ganancia; la busca junto con sus competidores en la relación paradójica que llamamos competencia.
Cuando un negocio pierde dinero, debe innovar muy rápido, y no puede hacerlo sin previsión. Usualmente, no se tiene el dinero ni el tiempo para esto. En esta situación, la gente de negocios con un fuerte instinto de supervivencia suele razonar de la siguiente manera: “Si nuestros competidores son más exitosos que nosotros, ellos deben estar haciendo algo bien. Nosotros también debemos hacerlo y la única manera práctica de hacerlo es imitarlos tan exactamente como podamos”.
La mayoría de gente estará de acuerdo en que la imitación cumple un papel en la recuperación económica, pero sólo en la primera fase del proceso curativo. Imitando a sus competidores exitosos, una firma en riesgo puede innovar en relación consigo misma; se pondrá al día con sus rivales, pero no inventará nada realmente nuevo. Este sentido común tiene menos sentido de lo que parece. Para empezar, ¿existe algo como la «innovación absoluta»? En la primera fase, sin duda, la imitación será rígida y miope. Tendrá la cualidad ritual de la mediación externa. Después de un tiempo, empero, en la práctica del competidor se dominará el elemento novedoso y la imitación se volverá más atrevida. En ese momento, puede –o puede no– generarse alguna mejora adicional que al comienzo parecerá insignificante, porque no está sugerida por el modelo, pero que realmente es la innovación genuina que cambiará las cosas.
No estoy negando la especificidad de la innovación. Simplemente estoy observando que, en un proceso verdaderamente innovador, concretamente, ésta está usualmente en tanta continuidad con la imitación que su presencia sólo puede ser descubierta después del hecho, a través de un proceso de abstracción. Hace no mucho, en Europa, los estadounidenses eran retratados ante todo como imitadores –buenos técnicos, sin duda, pero el verdadero poder cerebral estaba en Alemania o en Inglaterra–. Luego, en muy pocos años, los estadounidenses se volvieron los grandes innovadores.
La opinión pública siempre se sorprende cuando ve a los modestos imitadores de una generación convertirse en los audaces innovadores de la siguiente. La constante recurrencia de este fenómeno debería tener algo que enseñarnos.
Hasta hace muy poco, los japoneses eran reducidos a meros copiones de las maneras occidentales, incapaces de verdadera invención en cualquier campo. Ellos son ahora la fuerza impulsora tras la innovación en más y más campos técnicos. ¿Cuándo adquirieron esa chispa inventiva de la que, supuestamente, carecían? En este preciso momento, los imitadores de los japoneses –coreanos, taiwaneses– están repitiendo el mismo proceso. Ellos también están volviéndose innovadores rápidamente. ¿No ocurrió ya algo similar en el siglo XIX, cuando Alemania primero rivalizó con Inglaterra, y luego la superó en poder industrial? La metamorfosis de los imitadores en innovadores ocurre repetidamente, pero siempre reaccionamos a ella con asombro. Quizás no queremos saber nada acerca del papel de la imitación en la innovación.
“Es más fácil imitar que innovar”. Esto es lo que los manuales nos dicen. Pero lo cierto es que el único atajo a la innovación es la imitación; y aquí hay otra frase que ilustra el significado de la innovación: “mucha gente en realidad imita cuando cree que innova”. Esto no puede negarse, pero debe añadirse que “mucha gente innova cuando cree que imita”.
En la vida económica, la imitación y la innovación son no sólo compatibles sino casi inseparables. Esta conclusión va en contra de la ideología moderna de la «innovación absoluta». ¿Significa esto que la preciosa mercancía viene en dos variedades, una de las cuales depende de la imitación, y otra que no: un tipo más bajo, reservado a los negocios, y un tipo «más alto» reservado a la «alta» cultura?
Esto es lo que muchos intelectuales quieren creer. Si nos ponemos de acuerdo con ellos, anularemos la máxima intuición de Marx: que el mismo patrón competitivo domina todos los aspectos de la cultura moderna, siendo más visible en la vida económica. En este punto particular, Marx es nuestro mejor guía.
La visión radical de la innovación es obviamente falsa. Pero, ¿por qué nuestra cultura se aferra a ella tan obstinadamente? ¿Por qué los artistas e intelectuales modernos son tan hostiles frente a la imitación?
Con el fin de responder a estas preguntas, debemos volver a nuestro ejemplo de la inventiva mimética: la competencia en los negocios. El hecho mismo de que aquellos que compiten son modelos e imitadores muestra dos cosas: la imitación sobrevive al colapso de la mediación externa, y un cambio crucial ocurre en su modus operandi.
En la «mediación externa» los modelos tienen la ventaja de estar muertos hace tiempo o de estar situados tan por encima de sus imitadores que no pueden convertirse en rivales suyos. Este no es el caso en el mundo moderno. Dado que los competidores se sitúan unos al lado de los otros, en el mismo mundo, ellos deben competir por las cosas que desean en común, dando como resultado una imitación recíproca. Esta es la gran diferencia entre la mediación «externa» e «interna».
Todo imitador selecciona modelos que considera superiores. En la «mediación interna», modelos e imitadores son iguales en todos los aspectos, menos en uno: el logro superior de aquel que motiva la imitación del otro. Esto significa, por supuesto, que los modelos han sido exitosos a costa de sus imitadores.
La derrota en cualquier tipo de competencia es desagradable por razones que van más allá de las pérdidas materiales en las que se pueda haber incurrido. Cuando imitamos a rivales exitosos, admitimos aquello que preferiríamos negar: su superioridad. La urgencia de imitar es fuerte, dado que abre posibilidades de mejorar la competencia. Pero la urgencia de no imitar también es fuerte: la única cosa que los perdedores pueden negar a los ganadores es el homenaje de su imitación.
A diferencia de la mediación externa, la variedad interna es una mímesis reluctante que generalmente pasa desapercibida porque se esconde tras una desconcertante diversidad de máscaras. La urgencia mimética nunca puede ser enteramente reprimida, pero puede convertirse en contra-imitación. Los perdedores tratan de demostrar su independencia, tomando sistemáticamente la trayectoria opuesta a la de los ganadores. Así, ellos pueden actuar de una forma que va en detrimento de su propio auto-interés. Su orgullo se vuelve autodestructivo. No se necesita un inconsciente político o freudiano para dar cuenta de ello.
Incluso en la vida económica, donde los incentivos materiales para imitar son los más fuertes, la urgencia de no imitar puede probarse aún más fuerte, especialmente en el comercio internacional que se ve afectado por cuestiones de «orgullo nacional». Cuando una nación no puede competir exitosamente, se ve tentada a culpar de su falla a la competencia desleal o desigual, allanando así el camino a medidas proteccionistas que ponen fin a una competencia pacífica.
No es un déficit, sino un exceso de espíritu competitivo lo que hace imposible la competencia productiva. Si esto sucede ocasionalmente en la vida económica, donde el incentivo para la competencia es el más grande, ¿qué pasa con formas más sutiles pero incluso más intensas de competencia, como en las ciencias, las artes y la filosofía, donde se carece de medios universalmente reconocidos de evaluación?
En mi opinión, la tendencia a definir la «innovación» en términos más y más radicales y anti-miméticos, y la demente escalada que esbocé previamente, reflejan una rendición de la inteligencia moderna ante esta presión mimética, una acogida colectiva del auto-engaño que Marx mismo ejemplifica notablemente, a pesar de sus intuiciones.
Como muchos intelectuales de los siglos XIX y XX, Marx ve la competencia como un mal absoluto que debe ser abolido junto con el libre mercado, el único sistema económico que encauza el espíritu competitivo en esfuerzos constructivos en vez de exacerbarlo al extremo de la violencia física o de desestimularlo por completo. El pensamiento puramente histórico de Marx pierde de vista las complejas consecuencias antropológicas de la igualdad democrática que Tocqueville sí percibió. Marx no detectó el cambio de una modalidad de imitación a otra; fue incapaz de definir la rivalidad mimética desencadenada por el abandono de los modelos trascendentales, por el colapso del pensamiento jerárquico.
A pesar de muchas gloriosas excepciones, nuestro reciente clima intelectual ha sido determinado no por un lúcido análisis de estos fenómenos, sino por su represión, que produce lo que Nietzsche describe como «resentimiento». La mayoría de los intelectuales toma el camino de la menor resistencia de cara a la mediación interna, y su obsesiva preocupación respecto de sus propios rivales miméticos está siempre acompañada de una fiera negación de la rivalidad mimética, y por una determinación de destruir esta abominación a través de la revolución política y cultural.
Como resultado, la mayoría de teorías a la moda en la Europa de los siglos XIX y XX han sido los equivalentes filosóficos y estéticos de la autarkia económica que precedió la Segunda Guerra Mundial, y sus consecuencias han sido no menos desastrosas. En vez de examinar la imitación y descubrir su dimensión conflictual, la eterna vanguardia ha librado contra ella una guerra puramente defensiva y, finalmente, autodestructiva.
Cuando la humildad del discipulado se experimenta como humillante, la transmisión del pasado se vuelve difícil, incluso imposible. La así llamada contracultura de los sesenta fue un momento climático en esta extraña rebelión, una revuelta no meramente contra la competitividad de la vida moderna en todas sus formas, sino contra el principio mismo de la educación. La cultura de vanguardia ha desfigurado la innovación de forma tan nefasta que debemos fijarnos en la vida económica para ver por qué nuestro mundo de mediación interna es tan innovador.
La vida económica es un ejemplo de una «mediación interna» que produce una cantidad enorme, incluso pasmosa, de innovación, dado que ritualiza e institucionaliza la rivalidad mimética, cuyas reglas se obedecen de buen grado. Los agentes económicos imitan abiertamente a sus rivales exitosos, en vez de fingir que no lo hacen.
Falsas como son, las teorías que dominan nuestra vida cultural son «verdaderas» en cuanto a que ejercen un influjo real en el ambiente cultural. En las artes, las políticas de tierra quemada del pasado reciente han conducido a un mundo en que la innovación radical está tan libre de florecer que hay poca diferencia entre tenerla por todos lados y no tenerla en absoluto.
Los deslumbrantes logros del arte y de la literatura moderna parecen desmentir lo que acabo de decir. Y es cierto, en efecto, que, en esos dominios, la autarkia espiritual tiene una fecundidad que no tiene paralelo en la ciencia, la tecnología o la vida económica. La literatura romántica o post-romántica prospera por un tiempo en una dieta de anti-héroes, y en retratos críticos o ingenuos de reacciones individuales a las presiones de la mediación interna, el repliegue de la «conciencia moderna» en «sí misma».
Rousseau fue el primer gran explorador de un territorio que ya tenía una cuantiosa población cuando él empezó a escribir. En menos de nada, se volvió inmensamente popular y tuvo innumerables imitadores. Gobernó el reino subterráneo, cuyo maestro más lúcido probablemente sea Dostoyevski. La mayor obra del novelista ruso es una prodigiosa sátira de autocompasión: un lujo que la mayoría no se puede costear. De Rousseau a Kafka, y más allá, lo mejor de la literatura moderna se enfoca en la «fausse conscience» (falsa conciencia), a la cual los intelectuales son más propensos que otros debido a su preocupación por aquellas actividades puramente individuales –libros y obras de arte– que se convierten en hitos de sus vidas. La cuestión privada del ser parece enteramente separada de una cuestión supuestamente otra y menor: la de dónde están situados estos artistas y pensadores unos en relación con otros. Sin embargo, en la realidad, las dos cuestiones son una sola.
Después de proveer un gran número de material genuinamente innovador, y de posponer por más de un siglo el día de ajustar cuentas con nuestras ideologías solipsistas, la rica veta de la fallida autarkia espiritual finalmente se ha agotado, y el futuro del arte y de la literatura está en duda.
Mucha gente aún trata de convencerse a sí misma de que, alimentadas por el «individualismo», nuestras artes y humanidades van a permanecer por siempre «creativas» e «innovadoras», pero incluso los más entusiastas patrocinadores de las corrientes recientes están empezando a dudarlo. La innovación aún está presente, pero su ritmo se está desacelerando.
Ese pesimismo, que yo comparto, es un juicio subjetivo; pero en tales asuntos, ¿puede haber algún otro? Me parece que las áreas aún genuinamente innovadoras de nuestra cultura son aquellas en las cuales la innovación se reconoce en términos modestos y prudentes, mientras que aquellas áreas donde la «innovación» es absoluta y arrogante ocultan su confusión tras una agitación sin sentido.
No digo esto porque crea en una superioridad intrínseca de las áreas aún genuinamente innovadoras de nuestra cultura: ciencia, tecnología y economía. Pero pienso que nuestras actividades culturales son vulnerables en proporción directa a la grandeza espiritual que debe ser la suya. El viejo adagio escolástico siempre aplica: Corruptio optimi pessima: la corrupción de lo mejor es la peor.
Los verdaderos románticos creían que si renunciábamos enteramente a la imitación, una fuente inagotable de «creatividad» emanaría de lo profundo de nosotros, y podríamos producir obras maestras sin tener que aprender nada.
Confundiendo el fin de los modelos trascendentales con el fin de toda imitación; los románticos y sus sucesores modernos han convertido sus «procesos creativos» en una verdadera teología del yo, con raíces en el pasado distante, como hemos visto. En la antigua usanza, la innovación estaba reservada a Dios y prohibida al hombre. Cuando el hombre tomó para sí los atributos de Dios, se convirtió en el innovador absoluto.
La palabra latina in-novare implica un cambio limitado, más que una revolución total; una combinación de continuidad y discontinuidad. Hemos visto que desde el principio, en occidente, la innovación se alejó de su significado latino en favor de la visión más radical demandada por los extremos de execración y adulación alternativamente provocados por la idea de cambio.
El modelo mimético de la innovación no sólo es válido para nuestra vida económica, sino para todas las actividades culturales cuyo potencial innovador depende del tipo de imitación apasionada que se deriva del ritual religioso y aún participa de su espíritu.
El cambio real sólo echa raíces cuando emana del tipo de coherencia que sólo la tradición provee. La tradición sólo puede ser desafiada exitosamente desde adentro. El principal prerrequisito para la verdadera innovación es un mínimo respeto por el pasado, y un dominio de sus logros; esto es: la mímesis. Esperar que la novedad esté limpia de toda imitación es esperar que una planta eche raíces en el aire. A largo plazo, la obligación a rebelarse siempre puede ser más destructiva para la novedad que la obligación a no rebelarse nunca.
¿Pero no es esta una vieja historia? ¿Acaso la moderna teología del yo no ha sido desacreditada y descartada junto con el resto de la «metafísica occidental»? En la medida en que se procede a la deconstrucción de nuestra tradición filosófica, ¿no deberíamos ser «liberados» a largo plazo, y no florecería automáticamente una nueva cultura?
La difuminación de todo criterio de juicio estético e intelectual subyace a lo que ahora se llama estética «posmoderna». Esta difuminación corre paralela a la eliminación de la verdad en la filosofía post-heideggeriana. Nuestra época trata de superar la obsesión moderna por lo «nuevo» a través de una orgía de imitación casual, una adopción indiscriminada de todos los modelos. Ya no hay algo como un amante mediocre, en el sentido de Radiguet. La copia perfecta de Don Quijote de Pierre Menard es tan grande como la novela de Cervantes. La imitación ha perdido su estigma.
¿Significa esto que la imitación concreta está de vuelta? Antes de que nos pongamos muy optimistas, debemos observar que la mímesis vuelve a nosotros en un modo paródico y burlón muy lejano de la imitación paciente, piadosa y resuelta del pasado. La imitación que produce milagros de innovación estaba aún oscuramente relacionada con la mímesis del ritual religioso.
El verdadero propósito del pensamiento posmoderno puede ser perfectamente el de acallar, de una vez por todas, la cuestión que nunca ha dejado de atormentar a los «creadores» en nuestro mundo democrático: la cuestión de «¿quién es innovador y quién no?». Si este es el caso, el posmodernismo es sólo la modalidad más reciente de nuestra «falsa conciencia» romántica: una nueva torsión de la vieja serpiente. Habrá más.
Girard, R. (1990). “Innovation and Repetition”. En SubStance, Vol. 19, No. 2/3, Issue 62/63: Special Issue: Thought and Novation. pp. 7-20.
Shakespeare, W. (1918). Enrique IV. M. Cané, trad. Buenos Aires: Biblioteca Virtual Universal.
Pocas heterodoxias en la narración de la historia de la filosofía han resultado tan geniales como la publicada recientemente por Santiago Beruete Valencia. Jardinosofía presenta un recorrido histórico por los jardines desde una perspectiva filosófica, de una manera que conjuga amenidad con seriedad académica. “Los jardines –nos dice el autor– han plasmado de forma privilegiada la relación del hombre con la naturaleza y han sabido traducir en un lenguaje plástico y sensorial la metafísica vigente en cada momento histórico” (Beruete, 2016: 15).
Deleuze decía que la historia de la filosofía es a la filosofía lo que el autorretrato a la pintura y que ambas disciplinas, que exigen una meticulosidad de ermitaño, compartían largas horas de observación de los personajes sobre los que proyectar su talento. Dominar el arte del retrato supone un análisis sesudo de los rasgos esenciales pero, sobre todo, casi imperceptibles, de los retratados; dominar el arte de narrar la historia de la filosofía exige un esfuerzo similar. Beruete parte del supuesto de que “el jardín es, en tanto que obra de arte viva dotada de una compleja simbología, un artefacto cultural y una sofisticada creación intelectual, y por consiguiente materia de reflexión filosófica” (Beruete, (2016): 16). Hasta ahora, los estudios filosóficos sobre jardines habían sido publicados sobre todo en inglés, destacando entre ellos A Philosophy of Gardens (2006) de David E. Cooper. A diferencia de la excepcional obra de Cooper, Santiago Beruete armoniza filosofía e historia, logrando un recorrido que cobra especial importancia no sólo para filósofos, sino para historiadores de las ideas, medievalistas, botánicos y aun diseñadores. La pertinencia de libros como éste goza de aquella perennidad expresada por William Chambers: “Los jardineros no son sólo botánicos, sino también pintores y filósofos”.
La distribución del libro en cuatro apartados casi corresponde con la distinción tradicional de la historia de la filosofía: 1) Antigüedad Clásica y Medievo, 2) Renacimiento y Barroco,3) Siglos XVIII y XIX y 4) Siglo XX. El libro incluye imágenes y un glosario pensado para quienes, quizá familiarizados con el lenguaje filosófico, no lo están tanto con el de los jardines; la extensión del aparato bibliográfico, además, da cuenta de una investigación no solamente minuciosa, sino apasionada. Ensayos como éste sólo pueden ser escritos por alguien que cultiva la tierra, como es notorio en el caso de su autor.
En términos de originalidad y profundidad estrictamente filosóficas, la primera mitad del libro es la mejor lograda. En ella se rescata una obviedad desconsiderada por prácticamente todos los académicos: que la filosofía surgió bajo la sombra de los jardines griegos. No es casualidad que Teofrasto, el sucesor de Aristóteles en el Liceo, haya creado el primer jardín botánico del que se tenga noticia y nos haya legado esa extraordinaria Historia de las plantas, que se trata, más bien, de una investigación científica de repercusiones enormes en la Edad Media, como se verá después. Sin embargo, son los epicúreos los filósofos indisociables de los jardines; hoy sabemos que el Jardín de Epicuro era un huerto más cercano a nuestra concepción del monacato que a la del jardín para el esparcimiento. Comoquiera, la relación de los filósofos con la naturaleza, y especialmente con los jardines, configuró buena parte de su filosofía.
Un rasgo en común de los jardines que Santiago Beruete resalta en varios momentos de su libro, es que se trata de un espacio con límites bien definidos. Pareciera, y es la tesis del autor, que la misma idea de un jardín supone cierta relación geométrica con sus partes, como si se tratara de una armonía ex profeso que habría de reflejar, en quien la contempla, el mismo efecto geométrico pero en términos de moralidad. Así, la advertencia platónica que figuraba en el pórtico de la Academia: “No entre aquí quien no sepa geometría”, contrasta con aquélla del Jardín, según la escribe Cicerón: “Huésped, aquí estarás bien, aquí el bien supremo es el placer”. De ser cierta la tesis principal de Beruete, de que los jardines constituyen un referente simbólico y filosófico de su tiempo, ya en los jardines griegos encontramos
el placer que siente la mente humana cuando cuenta sin ser consciente de contar. De igual modo que, según Pitágoras no oímos la música de las esferas celestes por estar acostumbrados a su sonido desde el nacimiento, no percibimos la geometría que se oculta tras la belleza de las formas ni la matemática enmascarada tras la armonía vegetal (Beruete, 2016: 49).
Acostumbrados desde hace siglos a la enseñanza de la filosofía dentro de espacios constreñidos –y no solamente por muros y pupitres–, la idea de filosofar a partir de los jardines le resultará, hoy día, a más de uno, imposible de realizar.
Como tantas otras cosas que bebieron de la cultura griega, los romanos adaptaron los intereses naturalistas y botánicos de los griegos. En Roma, los jardines inicialmente no fueron lugares de recreo, sino espacios, dentro de los confines de la casa, dedicados al cultivo de vegetales y hierbas medicinales. Es cierto que los griegos no descollaron como jardineros, pero una de sus aportaciones a la jardinería, aún no suficientemente valorada,
“es la concepción del jardín como un parque público, destinado a satisfacer las necesidades higiénicas, recreativas y educativas de los ciudadanos, anticipándose de este modo, en más de dos mil años, a los proyectos decimonónicos de parques urbanos en Francia, Inglaterra y Estados Unidos” (Beruete, 2016: 50).
No obstante, en el siglo I, conforme Roma se consolidaba como el imperio más importante del Mediterráneo y extendía sus fronteras hacia el Oriente, su contacto con otras civilizaciones le obligó a adaptar en sus villas extensiones considerables de terreno para emular la belleza de los jardines mesopotámicos, persas y egipcios. Los jardines se convirtieron en símbolo de poder. “A tal punto llegó la pasión por los jardines entre los nobles enriquecidos que se descuidó el cultivo de alimentos, trayendo como consecuencia una carencia y carestía de los víveres en tiempos del emperador Augusto” (Beruete, 2016: 54). De esa época, y particularmente de la usanza de Medio Oriente, data la costumbre de podar arbustos.
“El jardín romano dio cuerpo a un sueño griego”, escribió Pierre Grimal (Beruete, 2016: 57). Encontramos en la obsesión de los romanos por los jardines los primeros indicios de la crisis contemporánea que supone reconocer a todos un “derecho a las áreas verdes”. Los jardines reflejaban la bonanza de una familia, muy lejos de la concepción que de ellos tenía Epicuro. Al margen de estas consideraciones, Santiago Beruete tiende a pensar que la armonía espacial, tan cuidada por los romanos en sus jardines, “ocultaba el anhelo de un orden perdurable y la falsa seguridad de la permanencia” (Beruete, (2016): 58). Para entonces, con la llegada del cristianismo al imperio, el contraste entre paganos y cristianos en cuanto a su visión del jardín se volvió evidente: “Como adoradores de lo visible, a diferencia de los cristianos, los romanos aprendieron a hablar el lenguaje de las formas y rindieron culto a la belleza que emana de la proporción y la simetría” (Beruete, 2016: 59). El ocaso del Imperio Romano significó el olvido de los jardines. Sin embargo, al igual que con la cultura, los libros y buena parte de la sabiduría antigua, los conocimientos sobre plantas encontraron resguardo en los monasterios, desde donde habrían de resurgir, paulatinamente, bajo la forma de jardines en la Edad Media.
El capítulo dedicado a los jardines medievales es extraordinario, toda vez que su autor se lanza a construir puentes entre los presupuestos filosóficos (búsqueda de la armonía y la disciplina mental), teológicos (referencias iconográficas de los santos y alusiones al Edén) y artísticos (fuente de inspiración poética, escenarios del amor cortés) de los jardines, por medio de una hermenéutica que resulta muy útil para seguir el mapeo que propone Jardinosofía.
Al igual que sucedió con todas las artes, el desarrollo estilístico de los jardines llegó a un punto álgido en el Barroco. Sin embargo, a diferencia de las artes, que encontraron nuevas maneras de expresarse –pensemos, simplemente, en los claroscuros de Caravaggio–, los jardines mantuvieron una disciplina geométrica que permitió el surgimiento de un diseño que esconde toda una cosmovisión: los laberintos. No es casualidad, por eso, que la literatura, la pintura y, sobre todo, la música barrocas se distingan por sus intrincadas figuras retóricas, su horror vacui y sus fugas. Paradigma de la racionalidad moderna –con su matematización del mundo, su exaltación de un método científico absoluto y su reduccionismo naturalista–, la geometría del laberinto ofrecía una solución adecuada a los problemas que planteaba la transición de una época a otra.
A fuer de tratarse de una historia filosófica de los jardines, el lector esperaría, llegado a la Edad Moderna, que el libro de Beruete hiciera una pequeña regresión cronológica para recuperar la filosofía que subyace a los jardines orientales y mesoamericanos, por decir lo menos. Sin embargo, a la mitad del libro se vuelven muy evidentes ciertas omisiones: Jardinosofía se aboca a narrar una historia filosófica, pero eurocéntrica de los jardines; irreprochable si especificara su delimitación desde el principio, pero insoslayable al presentarse como una historia filosófica en general. No se aborda la riqueza intelectual y simbólica de los jardines japoneses, entre los que destacan los acuáticos y del tipo zen, con sus ceremonia de té, sus lámparas de piedra y su antiquísima tradición mística; no hay una sola mención a los jardines de Moctezuma ni del jardín más antiguo de América, la Alameda, en la actual Ciudad de México; tampoco se exploran los jardines chinos, en los que destaca el muy famoso Yuanmingyuan o el Parque Beihai. Quizá sin proponérselo, pareciera que la obra suscribe el prejuicio según el cual no existe el pensamiento filosófico allende las fronteras de Europa o del primer mundo. Salvo algunas menciones a los jardines en Medio Oriente y a la labor del arquitecto paisajista brasileño Roberto Burle Marx, el único lugar fuera de Europa del que se ocupa el libro es Central Park.
El tercer apartado trata del pensamiento que dio origen a los jardines ingleses, que encontraron en el arte del paisajismo un terreno fértil para el desarrollo del nacionalismo decimonónico. Es interesante, además, la interpretación del autor, según la cual los jardines ingleses se caracterizan por una textualidad “en tres dimensiones, cuya lectura exige al visitante algo más que el mero ejercicio físico de pasearlo […]. No sólo es necesario caminarlo sino también vivirlo” (Beruete, 2016: 234). Santiago Beruete distingue dos tradiciones filosóficas: “el enclaustramiento y la apertura al exterior” (Beruete, 2016: 238). A la primera categoría pertenecen santo Tomás, Descartes o Marx; a la segunda, Aristóteles, Ficino, Wittgenstein y Nietzsche, cuyo Ecce Homo denuncia: “No se debe prestar fe a ningún pensamiento que no haya nacido al aire libre” (Beruete, 2016: 238). No obstante, la profundidad de algunas reflexiones en torno a los jardines modernos, sobre todo en lo que se refiere a la recuperación de los laberintos y su papel como arquetipos de la mente moderna, el capítulo dedica demasiada atención a detalles históricos que relegan los aspectos filosóficos de los jardines, peligro al que se exponen las obras que se sitúan en los límites de las disciplinas.
El cierre del libro, en el capítulo cuarto, hace una lectura de las utopías y distopías que apoyan la tesis del jardín como una imago mundi. En ese sentido fueron creados los jardines públicos, que encontraron en las ciudades estadounidenses un campo fértil donde germinar como espacios de esparcimiento. “La filosofía que anima la realización de grandes parques urbanos de estilo paisajista desde mediados del siglo XIX –en palabras del autor– no obedece únicamente a planteamientos estéticos sino también a criterios de educación social y salubridad pública” (Beruete, 2016: 287). Las áreas verdes dejan de ser un privilegio de las clases pudientes y se convierten en un derecho de los trabajadores de una ciudad. Surge entonces una suerte de melancolía romántica por los paisajes que termina por adquirir cuerpo en la obra de Christopher Tunnard; en ella se exponen “los fundamentos teóricos y los rudimentos de la gramática del jardín contemporáneo”, mientras se aboga “por integrar la tradición pintoresca inglesa con el lenguaje plástico de las vanguardias artísticas y el rigor formal de la arquitectura vegetal” (Beruete, 2016: 299). Es notable que en la primera mitad del siglo XX, mientras Europa se desangraba por dos guerras mundiales, los Estados Unidos hicieron lo mismo que los monasterios en el ocaso del Imperio Romano: conservar la tradición de los jardines y darles nuevos bríos, en nuevas tierras.
Los jardines constituyen, todavía, un signo de distinción social; un lujo al alcance de muy pocos, casi una marca de clase. El análisis de Beruete, hacia el final del libro, tiene de genial lo que de preocupante: “Conscientes de la alienación de la vida humana en las urbes, los arquitectos quisieron idear entornos más habitables y consiguieron en muchos casos lo contrario: ahondar la fragmentación y el aislamiento social” (Beruete, (2016): 323). Es precisamente a partir de la desigualdad que propician los jardines en las ciudades, que la reflexión filosófica en torno a ellos adquiere matices indispensables en disciplinas incipientes como la filosofía ambiental, el pensamiento ecológico y la ecocrítica. Jardinosofía se sitúa, y concluyo con un logro flagrante de esta historia filosófica de los jardines, en unas coordenadas que, aunque siempre presentes, pasan del todo desapercibidas en la academia y en la vida diaria. Me apropio de la apuesta que hace Santiago Beruete: recuperar los jardines como espacios privilegiados de reflexión filosófica y, con ésta, de una vitalidad perenne.
Por Oswaldo Gallo-Serratos
Universidad Iberoamericana, México
osvaldvs@gmail.com
Beruete, S. (2016). Jardinosofía. Historia filosófica de los jardines. Madrid: Turner.
“Nuestra fe comienza precisamente donde los ateos piensan que acaba. Nuestra fe comienza en esa dureza y poderío que es la noche de la cruz, de la tentación y de la duda sobre todo cuanto existe. Nuestra fe tiene que nacer donde todos los hechos la desmienten. Tiene que nacer de la nada, tiene que gustar y saborear esa nada, como ninguna filosofía nihilista se lo puede figurar”.
H. J. Iwand.
Cada obra filosófica muestra un conjunto de inquietudes intelectuales y, sobre todo –así debería ser, aunque en realidad no es así– existenciales. La obra de Lucero González Suárez, bajo el poético título de ¿Adónde te escondiste, Amado, y me dejaste con gemido? y el descriptivo subtítulo de Una fenomenología hermenéutica del Cántico Espiritual B, de San Juan de la Cruz es una notable muestra del modo en que las más profundas preguntas existenciales pueden orientar el quehacer filosófico. La autora nos convoca a la reflexión no como un mero ejercicio académico, sino como un compromiso vital que se mantiene en todo momento.
La obra establece un diálogo crítico con los principales exégetas de la poesía mística de San Juan de la Cruz (SJC, en adelante). No se limita a la revisión de esta última, sino que, como se indica en la introducción, “aspira a subsanar una carencia: hasta donde sé, no hay ningún estudio fenomenológico que, sin dejar de lado la dimensión teológica de la doctrina de SJC, haya logrado dilucidar el origen, la esencia, estructura y sentido último del proceso místico, a través de la interpretación puntual de un testimonio vital como el Cántico Espiritual B” (González, 2017: 18-19). El libro se inscribe dentro de la filosofía de la religión en tanto que se pregunta por la esencia de la experiencia religiosa y, en ese sentido, muestra las diferencias entre el camino de la religión y el de la mística.
El libro constituye una meditación filosófica en todo sentido, pues “la filosofía que aquí desarrollo es ontología regional por su objeto (el amor-ágape como esencia del misticismo y de lo divino); fenomenología, por su método; hermenéutica, porque aquello a lo que se dirige la pregunta por el ser del amor místico es una construcción textual” (González, 2017: 19). Es una obra actual, que recupera algunos aspectos de la ontología heideggeriana; aplica el método fenomenológico para dar cuenta de la experiencia mística; interpreta un texto poético-místico y, al hacerlo, muestra el modo en que la palabra se pone al servicio de la experiencia.
En el primer capítulo “Apuntes para una fenomenología hermenéutica de la experiencia mística”, la autora muestra su concepción de la filosofía. Ella, al igual que Heidegger, piensa que “filosofar es dirigir la mirada hacia los fenómenos para hacerlos comprensibles […] Es por ello que la investigación del fenómeno místico-religioso supone la reflexión acerca de los rasgos específicos de éste; de la disposición existencial que supone el encuentro con lo divino; de lo sagrado, como un ámbito de sentido autónomo; de las mediaciones a través de las cuales se manifiesta lo divino (hierofanías y misteriofanías)” (González, 2017: 23). De esa concepción del quehacer filosófico se desprende la necesidad de dedicar el primer capítulo a una presentación metodológica, que permite comprender la importancia y actualidad de la fenomenología hermenéutica “de innegables raíces heideggerianas” (González, 2017: 23). La fenomenología permite una aproximación esencial a lo que aparece. La fenomenología hermenéutica permite comprender la experiencia mística a partir de los testimonios escritos.
El método aplicado para el análisis de la poesía mística de SJC se construye en diálogo con la ontología fundamental de Heidegger, para quien “ontología y fenomenología no son dos distintas disciplinas pertenecientes a la filosofía. Estos dos nombres caracterizan a la filosofía misma por su objeto y por su método” (González, 2017: 38). En la obra no se trata de asumir la ontología heideggeriana de manera acrítica, sino de retomar aquellos aspectos relevantes para una fenomenología de la mística.
Aunque el trabajo se sitúa en el centro de la filosofía de la religión, sería más adecuado inscribirlo en el interior de la fenomenología de la religión y de la mística. No se trata de una reflexión sobre la existencia de Dios; es un texto que nos interpela a todos, independientemente de nuestras creencias religiosas e incluso a pesar de ellas. Por eso se dice que “la existencia de Dios y de los dioses es un prejuicio que la investigación fenomenológica pone entre paréntesis, a fin de conservar su neutralidad; que no juega papel alguno en la descripción esencial de la experiencia y del proceso místicos. A la fenomenología de la religión y de la mística no les concierne ocuparse con la pregunta por la existencia de Dios” (González, 2017: 43). En ese sentido, como se señala en diferentes momentos, es necesario distinguir entre el Dios de la fe y el Dios de los filósofos. Uno es el Dios-concepto de la onto-teología y otro el Dios del cristianismo. La fenomenología hermenéutica de la mística no busca concluir la existencia de Dios.
El capítulo II, “La mística de San Juan de la Cruz: respuesta amorosa al llamado universal de Dios”, constituye un postura sobre la experiencia mística que, en principio, puede parecer paradójica: la experiencia mística es universal y, por tanto, está abierta a todo ser humano que tenga la disposición a recorrer el arduo camino descrito por SJC. La posición de SJC a favor de la universalidad de la mística constituye una crítica a la tradición, representada por la obra de San Agustín, toda vez que para el obispo de Hipona la predestinación es la condición del encuentro con lo divino: “Defender la predestinación implica negar la universalidad del misticismo” (González, 2017: 65).
La propuesta aquí es que la unión mística únicamente se concreta a partir del amor-ágape, entendido como “entrega incondicional y donación libre de sí; es ofrenda existencial. En la ofrenda de sí, la exigencia se transfigura por su contacto intuitivo con la otredad. Para entregarse a lo totalmente Otro, el espiritual debe vaciarse de todo apetito, independientemente de sí el objeto de éste es natural o sobrenatural” (González, 2017: 51).
Para la realización de la vida mística, SJC postula cinco principios. El primero es que Dios crea al ser humano para que pueda alcanzar la unión con su Creador, que consiste en el ejercicio permanente del amor-ágape. El segundo principio, implica que los medios han de ser proporcionados al fin sobrenatural, que es la unión. El tercero, plantea que el amor-ágape, es exclusivo y excluyente, por lo que dicho amor sólo se puede dirigir al Amado. Es importante, en ese punto, no caer en el error de pensar que la unión amorosa cancela la diferencia entre el ser humano y lo divino, pues “la transformación amorosa del matrimonio espiritual no cancela la diferencia ontológica entre el hombre y Dios. La distancia entre ambos es infranqueable” (González, 2017: 54). El cuarto principio plantea que los medios naturales de que dispone el hombre no son suficientes. Finalmente, el quinto principio es que para la unión se requiere de la fe, pues “la fe mística es experiencia amorosa del orden sobrenatural que el Amado infunde por gracia” (González, 2017: 56).
La experiencia mística supone transitar por la “noche oscura”, entendida como un espacio de búsqueda del Amado, pero “la noche mística de la contemplación no sólo comporta una faceta de oscuridad sino también un aspecto luminoso” (González, 2017: 62). Por eso, la “noche oscura” requiere soledad, alejamiento del mundo y de todas las perturbaciones contenidas en él. La soledad es condición para concretar el encuentro con lo divino.
El capítulo III, “Hacia una fenomenología del Cántico Espiritual B. Principios hermenéuticos”, pone en el centro de la reflexión filosófica al lenguaje, la palabra y el habla. Se trata de pensar el modo en que la palabra poética se transforma en un cántico místico al ser resonancia de alguna manifestación de lo divino. La idea es reflexionar sobre la poesía mística y reconocer lo inefable del nombrar poético, que pone en palabras una experiencia y, al hacerlo, da cuenta de ella.
Luego de los tres capítulos “preparatorios” llegamos al cuarto, “Fenomenología hermenéutica de Cántico Espiritual B”, que constituye la parte nuclear de la obra. Se trata de una interpretación plena de las 40 canciones que componen el poema místico. El recorrido por esas páginas permite comprender el tránsito del deseo de Dios a su encuentro. La belleza la poesía de SJC se transforma en una interpretación y descripción de la experiencia mística.
El amor místico parte de la iniciativa del Amado, que produce sobre la amada una herida de amor, que permite iniciar el itinerario de la búsqueda del Dios que se esconde. Es decir, el complejo tránsito por la “noche oscura”. Como señala la autora, “el origen del proceso místico es el enamoramiento. Sólo al término de las purgaciones pasivas, el amor-eros se transforma en amor-ágape” (González, 2017: 128).
Resulta fundamental comprender que el proceso místico descrito por SJC no es lineal, ni se puede entender como un simple señalamiento de lo que se debe hacer para transitar por la “noche oscura”. SJC no prescribe un camino. Más bien, pone en verso su experiencia y, al hacerlo, pone en acto la universalidad de la mística. Se trata de un itinerario complejo, que requiere de la renuncia a los apegos, pues sólo de ese modo se puede lograr un amor místico maduro. La cuestión es construir una vida fáctica orientada exclusivamente por el amor-ágape.
El recorrido por las canciones permite comprender no sólo que la vía mística se encuentra abierta para todo aquel que tenga la disposición voluntaria de hacerlo, sino sobre todo que la vida mística no promueve el egoísmo ni el individualismo, constituyendo un llamado para que los hombres se encuentren en comunión unos con otros y primordialmente con lo divino.
El místico es destinatario del amor divino porque dicho amor yace en él. Por eso “el amor-ágape es vocación y respuesta; al llamado universal a recibir el don de la vida eterna y acogida del mismo” (González, 2017: 254). Pero SJC no se dirige exclusivamente a los místicos, sino a todos aquellos dispuestos al camino de la renuncia para el encuentro con el Amado.
El libro no sólo constituye una notable interpretación del Cántico Espiritual, sino que hace compresible la experiencia mística como un camino de renuncia de la religión y de los placeres mundanos para poder consumar la unión con el Amado. Una última palabra, como dice SJC: “el fin de todo amor […] es recibir y no dar.”
Todo lo anterior constituye una invitación a leer y pensar una obra profunda y comprometida con el quehacer filosófico que no se agota en la producción del saber, sino que reconoce y exalta una forma de vida. Al final, en la obra se convoca a una experiencia de la que podría ser la razón última de todo: el amor. Por eso las últimas preguntas de la conclusión nos remiten nuevamente a todo el recorrido del libro: “¿quién alberga hoy en su corazón un deseo infinito de Dios? ¿Una nostalgia infinita de su amor?” (González, 2017: 303).
Por Víctor Ignacio Coronel Piña
Universidad Nacional Autónoma de México, México.
victorignacio.coronel31@gmail.com
González, L. (2017) ¿Adónde te escondiste, Amado, y me dejaste con gemido? Una fenomenología hermenéutica del Cántico Espiritual B, de San Juan de la Cruz. Ciudad de México: Universidad Iberoamericana.
This is the dead land
This is cactus land
Here the stone images
Are raised, here they receive
The supplication of a dead man's hand
Under the twinkle of a fading star.
-TS Eliot