La responsabilidad de la voluntad ante las emociones, según la antropología agustiniana
David Ezequiel Téllez Maqueo
La responsabilidad de la voluntad ante las emociones, según la antropología agustiniana
Revista de Filosofía Open Insight, vol. VIII, núm. 13, 2017
Centro de Investigación Social Avanzada
David Ezequiel Téllez Maqueo detellez@up.edu.mx
Universidad Panamericana, México
Recibido: 15 Julio 2015
Aceptado: 09 Octubre 2015
Resumen: El objetivo de este trabajo es examinar algunos de los pasajes más representativos de Agustín acerca de las relaciones entre voluntad y emociones con el fin de establecer hasta dónde somos responsables de aquellas acciones que ejecutamos bajo el influjo de una pasión sumamente intensa. Paralelamente se busca esclarecer en qué medida influyó la filosofía estoica en Agustín alrededor de la misma materia.
Palabras clave: agustinismo, consentimiento, pasiones, psicología medieval, voluntad.
Abstract: In this article, I would like to examine various representative passages by Augustine of Hippo about the relationship between will and emotions, to define the limits of responsibility of human action under the influence of the most intense passion, according to the author. Simultaneously, I will endeavor to determine the impact of stoic philosophy on in Augustine’s approach to the subject.
Keywords: Augustinian Philosophy, Consent, Medieval Psychology, Passions, Will.
Introducción
La vida de Agustín de Hipona se caracterizó por ser intensa y compleja. En ella se condensa toda la evolución intelectual de un pensador que adoptó diversas corrientes de pensamiento (maniquea, escéptica, platónica, cristiana...) durante las diferentes etapas de su vida. La misma complejidad puede verse reflejada en ciertos temas abordados por él, en los que, precisamente por haber estado en contacto con los diversos autores y corrientes intelectuales de la última etapa del imperio romano, no resulta sencillo dar con su posición más madura. Uno de esos temas es el de las relaciones entre las pasiones y la voluntad, punto sobre el que la psicología filosófica de Agustín sigue siendo objeto de interés para la moderna antropología filosófica y los otros planteamientos contemporáneos con los que se manifiesta compatible, debido a sus notables intuiciones personales de tipo práctico y existencial, entre otras razones.
En este artículo quisiera examinar algunos de los pasajes más representativos de Agustín acerca de las relaciones entre la voluntad y las emociones, con el propósito de responder desde el propio autor hasta dónde somos responsables de aquellas acciones que ejecutamos bajo el influjo de una pasión sumamente intensa. 1 Como podrá comprenderse, todo cuanto pueda decirse sobre esta materia se encuentra estrechamente vinculado a un problema paralelo: la determinación de la voluntariedad o involuntariedad de dicho acto, algo sobre lo cual considero que no siempre se ha insistido lo suficiente y que, sin embargo, resulta importante insistir porque es a partir de esta clase de problemas menos conocidos que se puede percibir la vertiente de Agustín más frágil y humana, la cual considero que se manifiesta, no exactamente en sus doctrinas más desarrolladas acerca del amor, el bien o la gracia, sino en esos aspectos menos tratados de su pensamiento, como aquel sobre el que versa este trabajo, en el que se advierte más patentemente la debilidad de Agustín. Quizás el atractivo del pensador africano para el hombre contemporáneo siga siendo que, a partir de sus escritos, podemos aprender mediante qué recursos intelectuales podemos lidiar con la tentación no solo carnal, sino, en general, en un plano ascético-moral, tal como él mismo la experimentó en su propia carne (al igual que Pablo de Tarso o Jerónimo de Estridón, con quienes mantiene fuerte afinidad de pensamiento e intereses temáticos).
Gran parte de su producción filosófica no siempre estuvo concentrada en un solo tratado, sino que, más bien, está distribuida en varias de sus obras. A pesar de tratarse de un pensador tan comentado -incluso entre filósofos no cristianos-, la mejor forma de conocer su parecer sobre la cuestión es una aproximación crítica a su obra, más bien que a lo que otros autores le han adjudicado. Así, por ejemplo, respecto de este tema específico, sin duda podría habernos resultado muy útil recurrir al pensamiento de ciertos «comentaristas» del Hiponense, como Pedro Abelardo (Collationes) en el siglo XII, Francisco Petrarca (Secretum) en el siglo XIV o Justo Lipsio (De constantia) en el Renacimiento, quienes discuten en sus respectivas obras el influjo que ejercieron los filósofos estoicos sobre Agustín y la lectura que habría hecho el africano de aquellos, tratamiento que aborda en el marco de las relaciones entre voluntad y emociones. Ello, sin duda, sería muy interesante, pues nos llevaría a un estudio más amplio del que aquí pretendemos (principalmente, a un análisis profundo sobre la recepción del estoicismo en Agustín y de su consiguiente rechazo y alejamiento hasta la adopción de la Iglesia latina). No obstante lo anterior, considero importante incluir en este trabajo la interpretación de Richard Sorabji (2000) sobre algunos pasajes, sobre los cuales se discutirá en la segunda parte de este artículo. La razón es que, por tratarse de un intérprete actual de diversos autores antiguos (y principalmente estoicos), sus comentarios pueden ayudarnos a comprender, desde una perspectiva contemporánea de tales estudios, en qué medida la lectura que hizo Agustín de la filosofía estoica fue fiel o imperfecta.
Hay que decir algo más acerca de la relevancia del tema para nuestro autor. Aunque éste no se encuentre exclusivamente en la obra de Agustín, ni sea la suya la que mejor lo aborda, en diversos momentos de su vida experimentó lo mismo que varios historiadores han aprendido: que las pasiones descontroladas siguen siendo el origen psicológico de múltiples problemas entre los individuos y las sociedades. Considero que tales son factores suficientes para que merezca la pena este trabajo.
Finalmente, con respecto al propósito de este artículo, debo añadir que persigue, sobre todo, un fin «exegético»: se trata de determinar cuál ha sido la lectura de la «voluntad» que hizo Agustín en relación a las emociones, y paralelamente, determinar en qué medida lo influyó la filosofía estoica.
Para el cumplimiento de tales objetivos, este trabajo se divide, metodológicamente, en tres partes: i) un análisis de los pasajes más representativos de su pensamiento en la materia; ii) la crítica de Sorabji a la lectura que hizo Agustín de la filosofía estoica; y iii) un comentario final, a modo de conclusión.
Concepción agustiniana de la voluntad
Las pasiones, el amor y la voluntad
La teoría agustiniana de la voluntad se inscribe en un apartado aún más amplio de su pensamiento, que es su teoría de las pasiones. Su descripción se presenta como limitada en el corpus augustinianum, debido a dos razones: 1) porque Agustín no tuvo un acceso a las fuentes directas de la filosofía estoica y 2) porque el Hiponense no descendió a un estudio pormenorizado de los filósofos estoicos, aunque mostró mayor interés por ellos que ningún otro autor cristiano. El estudio de las pasiones estaba supeditado, en gran medida, al de la voluntad, debido a que la voluntad es un concepto central en su filosofía del amor.
Una primera característica de las emociones 2 en su relación con la voluntad es que suele llamarlas voliciones, lo cual es comprensible por el hecho de que la voluntad adquiere en Agustín dos sentidos, uno amplio y uno más estricto. La voluntad estrictamente hablando se aplica a la facultad de la parte superior del alma (como sucede en Aquino y gran parte de la filosofía clásica) y, al mismo tiempo, la voluntad en sentido amplio designa a cualquier acción de inclinarse hacia algo o de alejarnos de ello. Por eso, partiendo de la voluntad, Agustín clasifica las emociones básicas del siguiente modo: 3
¿Qué es el deseo y la alegría, sino la voluntad (voluntas) en consonancia con las cosas que queremos (volumus)? Y ¿qué es el miedo y la tristeza, sino la voluntad en disonancia con las cosas que no queremos (nolumus)? Cuando la voluntad consiente a lo que queremos toma la forma de una inclinación y entonces recibe el nombre de «deseo», mas cuando toma la forma de un disfrute de lo que queremos, recibe el nombre de «alegría». De igual forma, cuando rehusamos aquello que no queremos que nos suceda, la voluntad se llama «miedo», pero cuando rehusamos lo que tenemos presente sin quererlo, esa voluntad se llama «tristeza» (Agustín, ciu, 14, 6: 932).
En este sentido, las pasiones estarían incluidas en la voluntad porque de algún modo serían actos de ella en cuanto que está en poder de ella consentirlos o rechazarlos. ¿Y qué sucede con el amor? Agustín da al amor el mismo tratamiento que a la voluntad, pues “la voluntad recta no es más que amor bueno y la voluntad perversa es el amor malo” (ciu, 14, 7, 2: 935). Por eso, la relación entre el amor y las pasiones es análoga a la que existe entre la voluntad y éstas, como se desprende del siguiente pasaje:
El amor que ansía tener lo que se ama es «deseo»; en cambio, cuando lo tiene ya y disfruta de ello, tenemos la «alegría». En cambio, si el amor huye de lo que le es adverso, es el «temor»; y si lo experimenta ya, es la «tristeza». Así, pues, estas cosas son malas si el amor es malo, y buenas si el amor es bueno” (ciu, 14, 7, 2: 935).
Sin embargo, que las pasiones sean tratadas aquí como ciertos actos de la voluntad no debe llevar a pensar que, para Agustín, al igual que para algunos estoicos como Crisipo, las emociones que nos acaecen son siempre «voluntariamente elegidas». En el terreno práctico, ello daría como resultado que nos enamoramos de quien queremos, tememos lo que elegimos temer, nos entristecemos de lo que queremos, por mencionar pasiones como el deseo, el temor o la tristeza. 4
Ciertamente, Agustín pensaba como los estoicos que las operaciones de la dimensión apetitiva del alma se las puede sujetar a un señorío mediante la voluntad. Sin embargo, siguen estando sujetas a reacciones completamente espontáneas. En ocasiones, el surgimiento de determinadas emociones, como la libido, no pueden ser totalmente controladas; pero al mismo tiempo, ello no significa que lleven automáticamente a una persona a comportarse de cierta manera, pues la gente puede voluntariamente consentir o rehusar la incitación de una determinada emoción, e incluso repelerla de manera más activa que el simple rehusarse a secundarla mentalmente.
Para explicar más precisamente la relación entre la voluntad y las pasiones, dice Agustín lo siguiente:
Si alguien pronuncia una palabra airado, o maltrata a otro, no podría hacerlo si no se moviera la lengua o la mano al influjo de la voluntad, que en cierto modo manda; y esos miembros, aun sin haber ira alguna, son movidos por la misma voluntad. No sucede esto con las partes genitales del cuerpo, que la pasión corporal ha sometido a su derecho, por así decir, de tal manera que no pueden moverse sino bajo su influjo espontáneo o promovido desde fuera. Esto es lo que causa vergüenza; esto es lo que, por rubor ante los ojos que miran, procura evitar. Por eso soporta mejor el hombre una multitud de espectadores en un arrebato injusto contra otro hombre, que la presencia de uno solo cuando se une legítimamente con su esposa (ciu, 14, 19: 969).
¿Qué trata de poner de relieve Agustín? Que aunque pueda haber pasiones que dependen de la voluntad de un modo casi directo (diríamos, «despótico», para usar un lenguaje aristotélico-tomista), 5 al punto de decirse que son «elegidas», lo cierto es que las emociones son estados más complejos de lo que suponían los estoicos, pues sin duda involucran juicios de valor por los cuales, voluntariamente, se las «consiente» o «provoca» o se las «rehúsa» o «rechaza», pero también van acompañadas de cambios corporales en la expresión facial, en la complexión, en los gestos, y en lo que hoy llamaría la psicología moderna «cambios en el sistema endocrinológico», por cuanto en virtud de ellas se descargan en el torrente sanguíneo hormonas de diversas clases. 6
Dada la estrecha conexión entre cuerpo y alma, Agustín reconoce que en las emociones cabe hablar de un fenómeno de conciencia acerca de lo que está pasando en nuestro cuerpo. 7 La voluntad seguiría conservando la capacidad de ceder al influjo de ellas o de no secundarlas, pero aun en este caso, en virtud de lo complejo de la interacción emociones-voluntad, las pasiones no podrían ser tratadas como un fenómeno puramente mental o judicativo, ni como absolutamente voluntarias, en el sentido de que no basta con no pensar en ellas o en no quererlas para no tenerlas.
Por la misma razón, cuando Agustín critica el concepto estoico de apatheia (es propio del sabio no padecer) 8 lo hace porque está convencido de que las pasiones pueden ser malas, pero también buenas y, por tanto, legítimas, dependiendo de lo que la voluntad quiera hacer con ellas. 9 Dicho de otro modo, dependiendo del tipo de amor al que se las ordene, como se dice al final del pasaje ya citado (ciu, 14, 7, 2: 935). Así, si el amor es bueno, el deseo y la alegría serán pasiones buenas; mas si el amor es malo, el deseo y la alegría serán malas. Por eso, a los discípulos de Jesucristo, según Agustín, les resulta bueno temer el pecado, desear la perseverancia, entristecerse por las propias faltas, y alegrarse de las buenas obras, por mencionar las cuatro pasiones esenciales del hombre. Tener esta clase de emociones no puede ser indiferente sino algo positivo y cultivaras debe ser hasta meritorio (ciu, 14, 7, 2: 932). Aunque se trata de emociones influidas por la fe, son emociones naturales, producidas a nivel sensitivo-apetitivo, pero que toman su fuerza de un conocimiento superior de tipo intelectual. 10
La voluntad y lo querido
Puesto que, en algunos pasajes (ciu 14, 6-7), Agustín llama “voliciones” a las emociones, uno podría preguntarse cómo pueden ser actos de la voluntad si ésta es una facultad especial que pertenece a la parte superior del alma, y las emociones en cambio son movimientos de la parte inferior del alma.
Primero debe aclararse que Agustín no pretende afirmar que haya verdadera identidad entre voluntad y emociones, pues ya dijimos que las emociones son solo voliciones en un sentido amplio. Lo que quiere establecer es que aunque las emociones inicialmente surgen como movimientos incontrolados, la voluntad puede reaccionar a ellas, consintiendo a lo que tales movimientos invitan, o rechazándolo. Es decir, los movimientos de las pasiones son voluntarios en la medida en que pueden en su principio ser consentidas o rehusadas internamente, aunque no se lleven a la práctica mediante una acción externa. 11 A esto obedecería que la voluntad sea la “tercera capa del espíritu” y esté situada en la parte más alta del cuerpo, es decir, “como en una torre” a efecto de poder moderarlas (ciu, 14, 19).
La razón última de por qué es posible a la voluntad ejercer dominio sobre las emociones -por muy fuertes que puedan resultar- radica finalmente en un asunto de tipo metafísico: no sería justo que la materia reinara sobre el espíritu:
¿Piensas acaso que la pasión es más poderosa que la mente, a la cual le ha sido otorgado el dominio sobre las pasiones según la ley eterna? Yo digo que absolutamente no es así. No sería racional que las cosas menos poderosas (materia) dominaran sobre las más poderosas (espíritu) (lib. arb., 1, 10, 20: 225). 12
Pero también radica en un asunto de justicia: lo superior a la voluntad no convierte a la voluntad en esclava de las pasiones porque no sería justo que lo superior fuera esclavo de lo inferior. Y también por la naturaleza misma de las pasiones: lo inferior a la voluntad no convierte a la voluntad en esclava de las pasiones porque no goza del poder suficiente para ello, justo por ser inferior a la voluntad:
Lo que es igual o superior a la mente humana, cuando está dotada de señorío y en posesión de la virtud, no la puede convertir en esclava de las pasiones, por razones de justicia. Y lo que es inferior a ella, tampoco puede conseguirlo porque carece de poder suficiente para ello [...]. Por tanto ninguna otra cosa puede convertir a la mente en cómplice de un deseo desordenado, si la voluntad no lo quiere (lib. arb., 1, 11, 21: 227).
Los estoicos hablaron de autodominio respecto de las facultades apetitivas. Lo que hasta cierto punto resultaría novedoso en la filosofía de Agustín es su intento por referir todos los impulsos e inclinaciones del alma a la voluntad como un centro dinámico de la persona. Como afirma Dihle, la voluntad, para Agustín, es una capacidad relativamente independiente con respecto a las emociones y a la razón teórica, algo muy distinto a lo que los platónicos afirmaban, pues para éstos las operaciones de la voluntad no difieren mucho de las que pertenecen a la parte intelectiva del alma; en este sentido, la voluntad, para Agustín, sería tan elevada como el intelecto, pero más autónoma que éste (Dihle, 1982: 127-129).
Otro aspecto interesante de la voluntad se refiere a las distintas maneras en las que algo puede ser querido por ella. Este asunto no está tratado en una sola obra; pero, entre los distintos lugares donde menciona el tema, se distinguen al menos tres sentidos de lo querido:
Todo aquello hacia lo que el ser humano se inclina, se considera como «querido». A ello se refiere Agustín cuando dice que la vista está unida a su objeto por medio de la atención de la voluntad. 13 Según Dihle, se atribuyen también a la voluntad todas las demás operaciones de los seres humanos en virtud de las cuales se dirigen hacia algo (Dihle, 1982: 125-126).
Todas las acciones y omisiones puramente internas del alma, así como todas las percepciones y conocimientos, se consideran como queridos. Esto se debe a que la voluntad es una facultad que, aunque no haya iniciado las cosas mediante una actividad particular, se puede decir que, al no impedirlas, ya está permitiendo que esas cosas sucedan; y esto, en cierto modo, es algo querido.
Incluso contempla el caso del que actúa bajo coacción. 14 Así, por ejemplo, si me arrancan la firma de un contrato apuntándome con una pistola al pecho, por violenta que sea la coerción, no quita que mi firma sea un acto voluntario. Pues el que obra como no queriendo obrar, también quiere lo que hace. Y esto también se puede considerar como querido, al menos en parte. Volveremos sobre este tema al hablar de las acciones mixtas.
Todos los actos de la voluntad como facultad superior se considera que son queridos; es decir, los actos que no tienen otra causa que la voluntad misma. 15
Teoría del consentimiento
Los tipos de actos de los que venimos hablando se consideran voluntarios en la medida en que podrían ser evitados o por el contrario, aceptados mediante la voluntad, es decir, consentidos. ¿Qué significa «consentir»? Para explicarlo, Agustín elabora una teoría del consentimiento (s. dom. m., 1, 12, 34) a partir del análisis del acto pecaminoso y los tres momentos psicológicos por los que atraviesa: sugestión, delectación y consentimiento.
La concupiscencia está en el origen del mal moral (lib. arb., 1, 3, 6) 16 pues por ella el hombre se inclina a tener los malos deseos, que son puerta de acceso al pecado. Aunque en el hombre hay una fuerte inclinación a dejarse llevar por la concupiscencia, los malos deseos provocados por ella no se consideran pecados, si tales tendencias son inmediatamente dominadas. Con esto llegamos a un principio fundamental de la ética agustiniana: no cometemos mal en el momento de tener malos deseos, sino en el momento de consentirlos. 17
El consentimiento es, precisamente, un acto de la voluntad, y se produce cuando la mente de una persona concibe la realización de un mal deseo, pero no pretende llegar a la práctica de ello. Puede simplemente 1) aceptarlo, y para ello a) se recrea en ello, e incluso b) está dispuesto a ello, o, definitivamente quiere actuar en consecuencia con ese deseo y así 2) se decide a actuar de acuerdo con ello.
Agustín escribe que:
Son, pues, tres los momentos a través de los cuales se comete el pecado: la sugestión, la delectación y el consentimiento. La sugestión procede de la memoria o de los sentidos corporales, bien sea cuando vemos algo, lo oímos, lo olemos, lo gustamos o lo tocamos. Y si, al percibir el objeto produjere placer, el placer ilícito se debe someter. Por ejemplo, cuando estamos ayunando y a la vista de los alimentos surge el apetito, no acontece sino la delectación; pero ahí todavía no hemos consentido y la aplacamos con el dominio de la razón. Pero si ha llegado ya el consentimiento, se habrá consumado ya el pecado [...] aunque no hubiese llegado a ser conocido abiertamente por los hombres (s. dom. m., 1, 12, 34: 821).
Es decir que el deseo conduce a la acción a través de sugestión, placer y consentimiento. La sugestión (suggestio) se refiere al pensamiento que puede despertar un mal deseo. El placer (delectatio) es el estado inicial del consentimiento. Y el consentimiento (consentio) es la decisión de actuar con base en la idea previamente aceptada.
No pasa inadvertido a Agustín el hecho de que el consentimiento efectuado varias veces de aquello que nos agrada enciende con más fuerza el deseo de saciar dicho placer y tiene el poder eventual de generar un hábito no imposible pero sí difícil de remover.Y a medida que el acto producido por el hábito es la verdadera causa de dicho acto -sin dejar de ser voluntario-, es lógico pensar que la voluntariedad va disminuyendo cada vez más a medida que más se consiente en el mal deseo. Afortunadamente, tanto para el ákrata (incontinente) como para el akolastés (desenfrenado) 18 -por usar lenguaje aristotélico- la solución pasaría por no rehuir el combate de las pasiones desordenadas mediante una reeducación de las representaciones procedentes de la suggestio, 19 sin descartar en un plano más religioso los recursos que pueda propiciar la propia ascética cristiana, en la que, como sería natural pensar desde la óptica antipelagiana de Agustín, apostar por las propias fuerzas humanas, ni es suficiente, ni garantiza la victoria final sobre las pasiones desaforadas. Así se desprende de las siguientes palabras:
Y si llegase a la realización, parece que se sacia y extingue la pasión. Pero si después se repite la sugestión, se enciende todavía más la delectación, pero aún es mucho más inferior que cuando, con la repetición de actos, se ha formado la costumbre. En este caso es muy difícil superarla; pero si uno no abandona y no rehúye el combate [...], superará semejante costumbre con la guía y la ayuda de Dios. Así recobrará la paz y el orden inicial (s. dom. m., 1, 12, 34: 823).
En este análisis presentado por Agustín acerca de los malos deseos (suggestiones) se percibe todo el influjo filosófico que sobre él ejerció Orígenes (De principiis, 3, 2, 4; In Canticum canticorum, III, 236 14-18; Lawson, 1957: 256), quien se planteó asimismo el tema de los atractivos y seducciones que el mundo puede provocar sobre el alma antes de que la voluntad pueda operar, y de cuyo consentimiento o rechazo depende la moralidad del comportamiento posterior. Este es el tema de los malos pensamientos como “primeros movimientos” o pre-pasiones (propatheiai), una doctrina de origen estoico.
Las pre-pasiones fueron llamadas así por los estoicos porque, para ellos, los malos deseos no son pasiones, sino un estado anterior a ellas. Lo que desencadena una pasión no es todavía una pasión. Así que en filosofía estoica son solo la preparación para una emoción. En cambio, Agustín interpretó dichos movimientos como «emociones» en estado inicial, opinión mayoritaria entre los comentaristas modernos de Agustín entre los cuales figuran O’Daly (1987: 89-90) y Knuuttila (2004: 155). Sin embargo, según Sorabji (2000: 378), sería incorrecto decir que las emociones aparecen antes del consentimiento, motivo por el cual piensa que Agustín cometió un error al pensar así, como se verá en la segunda parte de este trabajo.
Las acciones involuntarias
Lo más cercano a las acciones involuntarias, para Agustín, es lo que Aristóteles denomina «acciones mixtas» en la Nicomáquea, 20 es decir: acciones que ninguno elige como fin por sí mismo, aunque en ciertas circunstancias se las puede elegir como medios necesarios para alcanzar un fin más importante. Aristóteles menciona el caso de las mercancías que son arrojadas desde un barco a punto de naufragar en una tormenta. Nadie quiere, por sí misma, la merma de sus mercancías; pero, ante ciertas circunstancias, como la posibilidad de hundirse debido al exceso de peso del barco, se hace necesario deshacerse de ellas. Así como Aristóteles piensa que son más voluntarios que involuntarios, 21 así también Agustín piensa que el que actúa forzado por las circunstancias no pierde nunca su voluntariedad por completo, y solo en virtud de que la gente no está dispuesta a hacer tales cosas y desearía no haber tenido que hacerlas, se consideran involuntarios.
Agustín lo explica así:
Si examinamos esto con toda sutileza, advertiremos que, aun cuando alguno sea coaccionado a hacer alguna cosa, si la hace, aun la hace voluntariamente; más porque querría más bien hacer otra cosa, por eso se dice que obra a la fuerza, es decir, no queriendo obrar. Pues siendo coaccionado a obrar por alguna cosa mala, que quisiera evitar o rechazar de sí, en tanto la hace en cuanto que es forzado. Porque si la voluntad es tan poderosa que más quiere no ejecutar esta acción que sufrir aquella violencia, entonces indudablemente resiste a quien la coacciona y no ejecuta aquella acción. Y por eso, si obra, no obra ciertamente con plena y libre voluntad, aunque es cierto, sin embargo, que no obra sin la facultad de querer, pues como a la voluntad sigue la acción, no puede decirse que le falte el poder al que obra (spir. et litt., 31, 53: 781).
Por lo tanto, más que anular nuestra libertad, los actos procedentes de una voluntad forzada por las circunstancias, reducen la voluntariedad, pero no la suprimen por completo. Por eso, en el momento en que los marineros están arrojando las mercancías al mar para no naufragar, lo están queriendo. La prueba es que su voluntad le manda a los brazos cargar con ellas y arrojarlas. De la voluntad, pues, depende el arrojarlas o no. Agustín piensa que la voluntad decisiva de una persona se manifiesta en su conducta final. En este sentido, todos los actos con que uno rechaza algo, se puede decir que son queridos. En lugar de hablar de actos involuntarios, habría que hablar de actos elegidos «de mala gana», es decir, de manera reacia.
Entre los sentidos de lo querido ya mencionados atrás, el segundo constituye otro ejemplo de acto mixto. Está basado en la idea de que no solo los medios que conducen a un fin pueden ser aceptados con cierta resistencia, sino que el fin mismo de la voluntad hacia un bien superior puede ser aceptado con resistencia. Describe su propia conversión como una experiencia en la que, al igual que el barco a punto del naufragio, su alma se debatió internamente entre la ordenación de todos sus actos al fin que la razón evaluaba como lo más adecuado para «sobrevivir», y aquel otro fin hacia el que sus emociones le conducían (conf., 8). Estaba seguro que sería mejorar radicalmente su manera de vivir hacia una conversión plena, pero, por otro lado, su voluntad continuaba dirigiendo su vida por donde sus propios vicios arraigados le tiraban. En tal caso, ¿quería realmente el pecado? La respuesta última es que lo quería. Pues no quería caer en él, pero tampoco hacía nada para evitarlo y esto es, en cierto modo, ya quererlo.
El texto explica lo que sucede en el alma débil, aún sujeta al mal, del siguiente modo:
No es absurdo decir que uno puede querer en parte y en parte no querer, sino que de lo que se trata más bien es de una enfermedad del espíritu, porque no se levanta todo él empujado por la verdad, sino avasallado por la costumbre. Y por eso hay como dos voluntades, porque una de ellas no es total, no está completa, y lo que le falta a la una lo tiene la otra (conf., 8, 9, 21: 260).
Cuando se hace el mal, ¿hasta qué punto se quiere todavía el bien? Este es el problema antropológico que Agustín experimentó. Es como si hubiese dos voluntades en conflicto en el alma de Agustín, quien deseaba que su voluntad quisiese vivir de otra manera, pero lo quería ineficazmente, pues la voluntad efectiva seguía siendo la voluntad desarreglada. La voluntad de vivir con arreglo a lo que sabía que era lo mejor ciertamente existía, él quería vivir bien, pero como él confiesa, “lo quería de manera parcial e imperfecta”. Su voluntad se encontraba más al nivel de un “quisiera” o un deseo, que de un querer efectivo.
La crítica de Sorabji a la interpretación agustiniana de la tradición estoica sobre las pasiones
Ya hemos dicho en la primera parte de este trabajo que, desde la óptica agustiniana, que las pasiones puedan ser dominadas por la voluntad no significa que las emociones sean siempre voluntarias, como se desprende del planteamiento estoico, desde cuya perspectiva las pasiones no serían sino exclusivamente juicios que, equivocadamente, realiza la inteligencia cuando, ante el temor que el sabio siente, lo juzga como un mal o cuando ante la pasión sexual que pudiera llegar a sentir, la juzga como un bien.
En cambio, sabemos que para Agustín existen casos en los que las emociones se despiertan de manera espontánea. Por este motivo, las pasiones comienzan antes de que la voluntad dé su consentimiento, es decir, pueden comenzar con la delectatio y no solo a partir del consentio, como piensan los estoicos. De aquí que para Agustín, ante los malos deseos propiciados por los sentidos o la memoria, aunque no nos llevaran finalmente al acto, son parte de la pasión, aunque solo sea en su etapa inicial, como se manifiesta en el hecho de que ya hay cambios en el cuerpo y en la parte irracional del alma. Naturalmente, si consideramos que las pasiones se producen solo con el consentimiento a nivel de la parte racional del alma, como los estoicos, o si como éstos pensamos que no existe la distinción entre parte racional e irracional del alma, los malos deseos no serían pasiones, sino solo pre-pasiones.
Aquí nos encontramos ante un punto de contacto entre Agustín y los estoicos: ambos creen necesario no dejarse arrastrar por una pasión sin que haya un consentimiento previo o sin que dicho consentimiento sea razonable.
Pero también estamos ante un punto de desacuerdo en torno a en qué momento hablamos de una pasión. Los malos deseos, que para los estoicos son tan solo un primer movimiento, para Agustín son una pasión pero en etapa inicial. Esto lleva a consecuencias importantes, como el hecho de que para Agustín, si los malos deseos del corazón son ya una pasión cabe hablar de pecado (pues aunque yo no lleve al cabo el adulterio real, el adulterio «pensado» ya provoca un placer ilícito), no así en el caso de los estoicos, para los cuales dichos movimientos son completamente indiferentes. Esto lleva a autores como Sorabji a pensar que Agustín desconoció la distinción estoica entre primeros movimientos y emociones voluntarias, algo que debemos precisar. Según Sorabji, el origen de este «error» antropológico de Agustín consistió en que, para llegar a conocer lo que los estoicos pensaban acerca de las pasiones, se basó en una mala paráfrasis que Aulo Gellio habría hecho a su vez del pensamiento de Epicteto, al hacer decir a Epicteto algo que éste no dijo exactamente, con lo cual la visión que Agustín llegó a tener de los estoicos en cuanto al tema habría sido un tanto distorsionada.
La historia, en síntesis, es la siguiente. Gellio cuenta en sus Noctes Atticae (19, 1) que en cierta ocasión, mientras navegaba con un filósofo estoico, sucedió que el barco fue sacudido por una terrible tempestad, ante lo cual el filósofo sintió miedo. Pasada la tormenta, uno de los se le acercó un hombre rico procedente de Asia, quien le preguntó por qué motivo un filósofo estoico había sentido temor y había perdido el color. Entonces el filósofo le dio la respuesta que Aristipo de Cirene había dado en una ocasión similar. El filósofo respondió que le pareció natural temer por su propia alma, en lugar de estarse preocupando por el alma de un hipócrita. Y con esta respuesta tapó la boca al rico.
Entonces Gellio mismo, no satisfecho con esa respuesta, se esperó a que el navío tocara puerto, y le pidió que ampliara más su respuesta. Entonces el filósofo estoico le explicó que ese miedo era justificable según lo afirmado por Epicteto en el libro V de sus Discursos. Entonces Gellio hizo una paráfrasis de Epicteto, explicando que según éste, cuando pasan por la mente ciertas visiones negativas sobre sucesos que causan miedo, sin duda impresionan por necesidad el alma del sabio, sin que por ello se contagie necesariamente su mente del mal ni apruebe tales cosas.
Gellio lo explica del siguiente modo:
La mente, incluso del sabio, por un momento, es impresionada, se encoge y palidece (pallescere), sin que juzgue que ello es un mal, sino debido a que rápidamente se agolpan en su mente ciertos movimientos que se anticipan a las funciones de la mente y de la razón. En ese momento, el sabio niega su aprobación a dicha clase de visiones, es decir, a esas imágenes de temor que aparecen en su mente. En otras palabras, no da su consentimiento a ellas, sino que las rechaza. Tampoco ve en ellas nada que temer. [...] Y ésta es la diferencia entre la mente del sabio y del necio. El necio piensa que las cosas que por su mente pasan como peligrosas y causa de desesperación, realmente son así, y aunque solo hayan empezado apenas a producirse, da su aprobación a las mismas como si efectivamente fueran dignas de temerse. En cambio la persona sabia, después de haber sido brevemente impresionada por ellas y de cambiarle el rostro de color ante éstas, no las aprueba, sino que mantiene firme la opinión que siempre ha tenido acerca de dichas visiones, que no han de temerse en lo más mínimo, y que causan terror, provocando bajo una falsa apariencia, una alerta inútil (Noctes Atticae, 19, 1: 376).
Al final de esta larga paráfrasis de Gellio, éste comenta como conclusión lo siguiente:
El filósofo Epicteto enseñó y predicó estas doctrinas estoicas. Pensé que debían ser registradas aquí, para que no vayamos a pensar que es signo de cobardía o necedad, si cuando llegan a suceder las cosas que aquí he mencionado, sentimos algo de temor (pavescere)...y para que cuando se presenten brevemente esos primeros movimientos, pensemos que estamos cediendo a una natural debilidad, en lugar de que juzguemos las cosas tal como las vemos (Noctes Atticae, 19, 1: 377).
Según Sorabji, la interpretación que hace Gellio de las palabras de Epicteto es inaceptable, ya que al describir la mente del sabio, en vez de decir que palideció (pallescere), cambió al final una letra en el verbo, diciendo que sintió temor (pavescere). En suma, no es lo mismo decir que empezó a sentir miedo a decir que sintió un miedo real.
Así que Sorabji critica el comentario de Gellio afirmando que en su historia debió aclarar que el sabio sintió nerviosismo, pero que nunca le acompañó el miedo como tal, por lo que la ausencia de esta distinción entre ambos estados de ánimo influyó después en Agustín, razón por la cual el Hiponense también compartió la misma opinión que Gellio sobre el sabio y su visión de la filosofía estoica. Pues cuando Agustín describe la reacción del estoico ante la tormenta (ciu 9, 4, 2), no afirmó que empezó a sentir miedo, sino que definitivamente sintió miedo. Así, el hecho de que Agustín haya afirmado que el sabio puede llegar a encogerse de tristeza, y que además haya hablado definitivamente de la existencia de pasiones en el estoico, son un signo -según Sorabji- de que Agustín fue ciego (2000: 382) a la distinción entre «primeros movimientos» y «emociones propiamente queridas». 22
Respecto a la tesis del profesor estadounidense, considero que aunque Agustín no haya hablado explícitamente de «pre-pasiones», distinguiéndolas de pasiones como tales, ello no significa que no haya logrado diferenciar entre lo que representan unas y otras. Como bien apunta Knuuttila, un comentarista finlandés del santo, las «pre-pasiones» no son manifestaciones completamente irrelevantes desde el punto de vista antropológico para Agustín:
Sorabji afirma que Agustín fue ciego a la distinción estoica entre primeros movimientos involuntarios y emociones queridas. Pienso que en vez de haber sido ciego a dicha distinción, Agustín la empleó pero con ciertas reservas. Lo que Agustín consideraba corregible en la teoría estoica era la idea de que los primeros movimientos eran en cierto modo algo tan insignificante que podrían ser considerados como «inocentes» y por eso no deberían ser considerados sólo etapas iniciales de una emoción. Desde la perspectiva de Agustín ello sería engañoso e impediría a las personas reconocer que en las emociones humanas reina cierto desorden procedente de un primer pecado de origen heredado de la primera pareja humana (2000: 172).
Desde esta perspectiva, Agustín tuvo que verse obligado a elegir entre una visión intelectualista de las emociones, como la estoica, en la que cada emoción es un acto de la voluntad, o bien elegir una visión más aristotélica en la que se puede tener una emoción independientemente de lo que la razón juzgue acerca de ella como algo bueno o malo. Y Agustín optó con toda libertad por la segunda visión.
Los estoicos no reconocieron como Aristóteles que en el alma hay niveles, y que la parte racional, que controla o permite las acciones que surgen de una emoción es diferente de aquella parte irracional como el concupiscible e irascible. Por tanto, en este esquema aristotélico que Agustín compartía, las emociones no son vistas como algo que necesite el permiso de la razón para darse, pues aunque la voluntad no quiera el miedo, ya se está efectuando en la parte irracional un movimiento emotivo (incluso orgánico) que bien puede considerarse pasión aunque después no vaya a ser consentido por la voluntad. Las pasiones no desaparecen «automáticamente» solo por dejar de pensar en ellas, ni aparecen tan solo por querer sentirlas.
Como afirmamos al comienzo de este trabajo, las pasiones no son para Agustín voluntariamente elegidas. Se puede hacer un esfuerzo serio por controlarlas, pero como es obvio, cuando menos se espera, pueden surgir. Y algo igualmente para Agustín es que sería un signo de arrogancia apelar a las propias fuerzas para conseguir dicho autodominio, algo en lo que coinciden estoicos con pelagianos. Basar la eficacia en el manejo de las emociones exclusivamente en una serie de terapias de validez racional y humana puede interpretarse como signo de autosuficiencia por Agustín quien reconoce como Aristóteles que la felicidad es un “don de los dioses”. 23
Comentarios finales
Hablando de la actitud de Agustín hacia la tradición estoica en general, el Hiponense suponía como los estoicos que a las emociones se las puede sujetar a un señorío racional por parte de la voluntad y, al igual que los mismos, pensaba que se trata de movimientos de cuyo surgimiento no somos responsables, sino que su responsabilidad dependerá de lo que la voluntad haga enseguida con ellas, es decir, de si el hombre las consiente o rechaza voluntariamente. 24
Las emociones, para Agustín, son propiamente actos de la voluntad y no corresponden a la parte corpórea del hombre, ya que todo mal deseo se origina en la mente y no en el cuerpo, como suponía el maniqueísmo. Con ello se demuestra el influjo, y quizás, la fascinación que el estoicismo ejerció sobre Agustín, principalmente durante su juventud. Porque Agustín concuerda con éstos en que no se puede actuar moral ni responsablemente movido por una determinada pasión sin antes mediar un consentimiento por parte de la voluntad. Por tanto, si las pasiones nos movieran a hacer algo sin consentirlo, se trataría de una acción no libre ni responsable.
Tampoco debe dudarse del aporte de la filosofía estoica al pensamiento agustiniano en el aspecto terapéutico que esta filosofía puede aportar cuando se recurre a ella para lograr evitar una emoción intensa que debería rechazarse (o incluso cuando uno ha sucumbido a cualquier clase de tentación y se requiere hacer todo lo posible para no volver a caer en ella o para alejarse de un vicio ya arraigado). Así, por ejemplo, la idea estoica de «desprendimiento», entendido en su mejor sentido como alejamiento mental respecto de lo que no edifica la personalidad del hombre sabio, o de renuncia absoluta ante lo atractivo como un primer medio para recuperar posteriormente de modo gradual el autodominio, son compatibles con la ascética cristiana, aunque ello siempre gozará de eficacia limitada por seguir siendo un saber de tipo puramente humano en Agustín, que deja fuera a Dios, en función del cual ya dijimos que depende finalmente la felicidad.
Sin embargo, es un hecho que existen diferencias perceptibles entre Agustín y los estoicos. Aunque para ambos las pasiones son vistas como algo negativo cuando se constituyen guía de la acción, con todo, pertenece al ideal estoico la necesidad de alcanzar la liberación completa de las pasiones, lo cual incluye dejar fuera también el «amor a Dios», algo impensable para Agustín, ya que esta clase de amor está por encima de cualquier otro ideal filosófico de vida. Esto es una diferencia sustancial y no solo verbal entre Agustín y el estoicismo 25 .
Esto supone la confirmación de que en Agustín hubo sin duda una madurez intelectual en sus afirmaciones. Así, mientras que en sus primeros escritos sostuvo como los estoicos que la virtud y la felicidad son algo que depende exclusivamente del alma alcanzarlas, la opinión que prevaleció al final de su vida es que sería demasiada arrogancia decir que la virtud es condición suficiente para la felicidad, pues también está en función de Dios obtenerla. 26 Así, para Agustín, la felicidad requiere finalmente de la inmortalidad, 27 pues solo después de esta vida podremos alcanzar la virtud perfecta.
Por esto último, a medida que uno profundiza más en los textos de Agustín, se advierten mayores discrepancias que analogías respecto a los estoicos, principalmente en cuanto a dos puntos importantes:
Mientras que los estoicos juzgaban en general a las pasiones como desfavorables, para Agustín los males de la vida humana son inevitables en múltiples ocasiones, por lo que constituyen el terreno propicio para experimentar cotidianamente las cuatro pasiones básicas (deseo y alegría, miedo y tristeza), de modo que aquel que pretendiera vivir la vida al margen de dichas pasiones será desgraciado, porque ha perdido el sentimiento humano aunque siga creyendo que es feliz. 28
Aunque Agustín reconoce que algunos estoicos aceptan la posibilidad de experimentar pasiones como la misericordia, sin duda está pensando en ellos cuando critica a aquellos filósofos que prohíben que experimentemos el dolor ante la muerte de un ser querido o un amigo. En este último caso, por ejemplo, dado que dicho sufrimiento es consecuencia natural de una genuina amistad, la gente que prohíbe la tristeza estaría implícitamente prohibiendo la amistad. Lo mismo aplica ante la muerte de un ser querido, cuya aflicción es bueno sentir, y el que la prohíbe también debería prohibir amar. Y así, las pasiones siguen siendo de gran valor moral en la visión agustiniana.
Agustín también se distancia de los estoicos en cuanto a su visión acerca de los malos deseos, a los que conciben como simples pre-pasiones. Estas pre-pasiones, que para los estoicos son solo primeros movimientos, para Agustín se presentan como sugestiones, pero adquieren un papel más relevante: son el signo de que algo en nosotros no está bien, de que hay tendencias descarriadas en nuestra propia naturaleza humana que ameritan poner atención a ellas desde los comienzos. Por eso al considerarlas pasiones en etapa inicial no les resta importancia, sino al contrario, les da la importancia que merecen: no son tan decisivas como el consentimiento del mal, pero tampoco hay que subestimarlas.
Un aspecto último a tener en cuenta es que al afirmarse con Agustín que las emociones no son absolutamente elegibles en cuanto a su origen, pues mantienen aspectos espontáneos y sólo parcialmente controlables, uno se acerca a las mismas conclusiones de la psicología aristotélica, no sólo por el hecho de que para el Estagirita no siempre se ejerce dominio despótico sobre las pasiones más intensas, sino también porque en ambos autores, cuando libremente se consiente un mal deseo, el dominio de la voluntad sobre las pasiones va disminuyendo a medida que crece la fuerza del hábito, si bien es cierto que nunca desaparecería la voluntariedad por completo, ni por tanto la posibilidad de una eventual rehabilitación ante el vicio, por intensas y frecuentes que hayan sido las caídas.
Referencias bibliográficas
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Sorabji, R. (2000). Emotion and Peace of Mind: from Stoic agitation to Christian temptation. New York: Oxford University Press.
Notas
1
Para la traducción española de las obras de Agustín consultadas en este artículo, nos hemos servido de la edición bilingüe de la Biblioteca de Autores Cristianos (BAC). Por otra parte, la abreviación de las obras de Agustín a lo largo del artículo, se realiza conforme al Augustinus-Lexikon de Cornelius Petrus Mayer (2010): ciu: De civitate dei; lib. arb.: De libero arbitrio; trin.: De trinitate; spir. et litt.: De spiritu et littera ad Marcellinum; s. dom. m.: De sermone domini in monte; conf.: Confessionum; an. quant.: De animae quantitate; exp. prop. Rm.: Expositio quarundam propositionum ex Epistula apostoli ad Romanos; s.: Sermones; retr.: Retractationum.
2
Tomo indistintamente los término «pasión» y «emoción», aunque Agustín llama a las emociones «perturbaciones», para subrayar el aspecto negativo que tenía para los estoicos como opuestas a la razón, y otras veces utiliza términos más neutrales para ellas: como afecciones (affectiones), afectos (affectus) o pasiones (passiones). Cf. ciu, 9, 4, 1: Agustín, 1958: 587.
3
A esta división cuatripartita de las pasiones se refiere Agustín en al menos tres obras (ciu 14, 5-9; conf., 10, 14, 22 y trin., 6, 8; 60, 3). Está tomada de Cicerón (Tusc. Disp., 3, 84; 4, 11-22).
4
Las pasiones, según Crisipo, han de ser concebidas de modo judicativo: como “juicios erróneos sobre lo bueno y lo malo” (Plutarco, De virt. Mor., 441c; SVF I 202) que surgen cuando alguien no tiene claro lo que debe querer o no querer. Ante un inminente naufragio, el sabio puede llegar a ponerse pálido pero nunca se atreverá a juzgar que ello es un mal. Por eso las pasiones son erradicables para él, pues de que afecten al sabio no significa que afecten al alma del sabio, pues le incomodarán, pero su razón acerca de las mismas sigue siendo inconmovible (inconcussa).
5
Se puede consultar a Aristóteles (Pol., 2,11: 1254b 2) y a santo Tomás de Aquino (Sum. Theol., I, c81, a3).
6
Agustín subraya, sin embargo, que es el alma la que padece las pasiones e incluso contempla la posibilidad de que sea el hombre entero el sujeto de las mismas, pero nunca exclusivamente el cuerpo: “¿Acaso puede la carne dolerse de algo o desear algo sin el alma? Lo que se dice desear o dolerse la carne: o es el mismo hombre, como lo dejamos ya tratado, o alguna parte del alma, que se siente afectada por una pasión áspera que le causa dolor, o una agradable que le causa placer” (ciu, 14, 15, 2: 961).
7
“El dolor de la carne es... cierto desacuerdo por parte del alma con lo que le sucede al cuerpo, de la misma forma que el dolor del alma que llamamos tristeza es un desacuerdo con las cosas que nos suceden sin querer” (ciu, 14, 15: 961-962).
8
“Los estoicos han opinado que en el ánimo del sabio se dan tres perturbaciones, y excluyen de él el dolor o la tristeza, porque es incompatible, según ellos, con la virtud anímica” (ciu, 14, 8: Agustín, 1958b: 936-940). Aunque la mayoría de los autores admite que Agustín rechaza la apatheia, hay autores que rechazan dicha postura haciendo un análisis de la profunda huella que ejerció Cicerón a través de sus Disputationes Tusculanae en Agustín y según la cual éste mantuvo una visión más bien favorable hacia la apatheia. Tal es la opinión de Brachtendorf, 1997: 289-308; Byers, 2013: 248. Sobre una valoración más detenida de la apatheia nos detenemos en la segunda parte de este trabajo cuando analizamos la postura de Irwin (2003: 430-447).
9
“A los buenos y a los malos, les son comunes el deseo, el temor y la alegría; pero unos las practican bien y otros mal, según sea recta o perversa la voluntad de los hombres” (ciu, 14, 8: 939).
10
Aunque los estoicos rechazaban las emociones más de lo que Platón lo hizo (Rep., 604e-606d), no rechazaron la expresión de las emociones a través de las artes. Mientras Platón nunca pensó que a la gente podría ayudársele a controlar sus emociones mostrándole por medio de las tragedias los estragos que podrían ocasionar las pasiones desaforadas, los estoicos reconocían que las artes podían ser una herramienta educativa orientada a dicho fin. Plutarco contrasta el rechazo platónico y epicúreo de la poesía y la literatura con una visión más positiva, afín a su propia posición y la de los estoicos acerca de estas artes, al decir: “¿Vamos acaso a tapar los oídos de nuestros jóvenes con tapones duros de cera, como le ocurrió a los de Ítaca, obligándoles a hacerse a la mar en el navío epicúreo, evitando que lean poesía y guiar su camino sin el recurso a ésta? ¿No sería mejor [...] guiar y proteger su juicio, para que no llegue a apartarse de su curso por el placer hacia lo que les perjudica?” (Moralia, 15d). Agustín reconoció que antes de su conversión era afecto al teatro y la poesía (conf., 3, 2, 2), por la vida social que llevaba. Pero tras su conversión le da la razón a la crítica de Platón a los poetas (“Cuando les llega el turno de los aplausos clamorosos del pueblo, como si se tratara de un célebre y sabio maestro, ¡qué tinieblas esparcen tan oscuras, qué terror inspiran, qué pasiones encienden!” (ciu, 2, 14; 2, 7).
11
“Ciertamente no se puede negar el pecado cuando el alma se deleita en pensamientos ilícitos, aunque no se decida a ponerlos por obra, si retiene y rumia con agrado lo que rechazar debía en el instante mismo de su aparición; pero es un pecado mucho menor que si se determina llevarlo a la práctica” (trin., 12, 12: 681).
12
Por esta misma razón metafísica se explica que las emociones son propiamente actos de la voluntad y no de la parte corpórea del hombre, como pensaban los maniqueos. Para ellos, las emociones empezaban «desde abajo», es decir, procedían del «alma irracional» del hombre, y al crecer llegaban a «infectar» a la parte superior del alma, siendo a la postre causa de inmoralidad. Según Loughlin (1999: 20), Agustín rechaza esto por dos razones: 1) porque la posición maniquea se basa en una metafísica que sostiene que el cuerpo humano no es una creación de Dios sino de los ángeles caídos y, por lo tanto, es malo de por sí, algo contrario a la postura cristiana según la cual Dios lo creó todo y, además, lo creó como bueno, incluyendo el cuerpo mismo y 2) porque al situar las emociones en la parte corporal, se permite que un aspecto corporal de la persona tenga un efecto causal directo sobre el alma, algo que Agustín rechaza a partir de sus opiniones sobre la sensación, a la cual define como “algo experimentado directamente por el cuerpo de lo cual está consciente el alma ” (an. quant., 25, 48). Por tanto, la sensación es una acción del alma a través del cuerpo y no equivale a la producción de algo en la conciencia a partir de la actividad del cuerpo, ni puede por tanto influir directamente sobre el alma y sus operaciones, sino que es un efecto que procede de la voluntad, que actúa sobre el cuerpo y produce una reacción fisiológica correspondiente a la emoción en cuestión.
13
“Tres cosas hemos de... distinguir... en la visión de un cuerpo cualquiera. Primero, el objeto que vemos; por ejemplo, una piedra, una llama o cualquier otro cuerpo perceptible al sentido de la vista; objeto que puede existir aun antes de ser visto. Segundo, la visión, que no existía antes de percibir el sentido el objeto. Tercero, la atención del alma (voluntad), que hace remansar la vista en el objeto contemplado mientras dura la visión” (trin., 11, 2, 2: 613).
14
“Aun cuando alguno sea coaccionado a hacer alguna cosa, si la hace, aun la hace voluntariamente; mas porque querría más bien hacer otra cosa, por eso se dice que obra a la fuerza, es decir, no queriendo obrar” (spir. et litt., 31, 53: 781).
15
“Siendo la voluntad causa del pecado, tú me preguntas por la causa de la voluntad misma, y si llegara a encontrarla, ¿no me preguntarías también por la causa de esta causa? ¿Y cuál ha de ser el módulo de tus preguntas y el término de tus investigaciones y discusiones, siendo así que no debes llevar la investigación más allá de la misma raíz de la cuestión?” (lib. arb., 3, 17, 48: 376).
16
«Concupiscencia» era un término familiar para Agustín desde antes de entrar en contacto con autores cristianos. Fue uno de los términos con que los filósofos platónicos –por él estudiados– habían traducido la palabra griega epithimia, es decir: el deseo de un bien placentero. Concupiscentia e ira representan en Platón movimientos genéricos del alma irracional. Posteriormente, la voz concupiscencia comenzó a popularizarse también entre los cristianos al aparecer la Biblia en latín. El otro término con que se tradujo epithimia al latín fue cupiditas, que a diferencia de concupiscentia, adquirió mayor popularidad entre autores latinos no cristianos (según O’Daly, 1987: 46-48). De cualquier modo, Agustín emplea concupiscentia y cupiditas en un sentido psicológico, y frecuentemente los asocia con el pecado.
17
“Pues ya no escucha el deseo del pecado, aunque todavía le soliciten las concupiscencias y le inciten al consentimiento, hasta tanto que sea vivificado el cuerpo y sea convertida la muerte en victoria. Luego, al no consentir en perversos pensamientos, nos hallamos en la gracia, y no reina el pecado en nuestro cuerpo mortal” (exp. prop. Rm., 35, 6, 24: 25).
18
Aristóteles, EN, 1150b 28-1151a 28; Aquino, In Eth., lect. 3, n. 39.
19
Según Knuutila (2004: 124), Orígenes se apoya todavía más que Agustín en los recursos filosófico-terapéuticos que la filosofía estoica había planteado para aplacar las tentaciones de todo tipo. Orígenes creía que una cura efectiva de la parte emocional demandaba un ascetismo moderado. Para un cristiano ello implicaba ayuno, vigilias y humildad, que eran llevadas a efecto de debilitar la tendencia a concebir malos pensamientos. Esto era asociado con otros métodos terapéuticos parcialmente derivados de la filosofía como: un incremento en la conciencia de aquellas emociones que debilitan al alma y que exigen tratamiento, aprender a oponer a las emociones otros pensamientos, el examen de conciencia continuo, y el control del propio avance del individuo. Al comentar la máxima socrática del “conócete a ti mismo”, Orígenes establece que el alma debe tener exacto conocimiento de sus propias inclinaciones e intenciones: “Para la perfección moral es necesario saber con respecto a cada emoción relevante si ésta ocurre frecuentemente, a veces o nunca, qué tan intensa es, en qué ocasiones surge, y si uno ha hecho progresos al controlarla o no. Todas estas prácticas de origen estoico eran continuas entre los cristianos que aspiraban a curar el alma usando medios naturales, si bien es cierto que al igual que para Agustín, tenían sólo valor instrumental, mas no eran necesarias para la perfección del cristiano como tal” (In Canticum canticorum, II, 141.17-145.15): Lawson, 1957: 128-133.
20
“Parece, pues, que cosas involuntarias son las que se hacen por fuerza o por ignorancia; es forzoso aquello cuyo principio es externo y de tal clase que en él no participa ni el agente ni el paciente; por ejemplo, si uno es llevado por el viento o por hombres que nos tienen en su poder. En cuanto a lo que se hace por temor a mayores males o por alguna causa noble (por ejemplo, si un tirano que es dueño de los padres e hijos de alguien mandara a éste hacer algo vergonzoso, amenazándole con matarlos si no lo hacía, pero salvarlos si lo hacía), es dudoso si este acto es voluntario o involuntario. Algo semejante ocurre cuando se arroja el cargamento al mar en las tempestades, nadie sin más lo hace con agrado, sino que por su propia salvación y la de los demás lo hacen todos los sensatos. Tales acciones son, pues, mixtas” (EN, 1110a, 1-12).
21
“[Las acciones mixtas] se parecen más a las voluntarias, ya que cuando se realizan son objeto de elección, y el fin de la acción depende del momento. Así, cuando un hombre actúa, ha de mencionarse tanto lo voluntario como lo involuntario; pero en tales acciones obra voluntariamente, porque el principio del movimiento imprimido a los miembros instrumentales está en el mismo que las ejecuta, y si el principio de ellas está en él, también radica en él el hacerlas o no. Son, pues, tales acciones voluntarias, pero quizá en sentido absoluto sean involuntarias, ya que nadie elegiría ninguna de estas cosas por sí mismo” (EN, 1110a, 12-20).
22
En otras palabras, Sorabji defiende junto con los estoicos, que palidecer (pallescere) ante la posibilidad de perder vida o patrimonio es sólo un primer movimiento, pero no lleva implícita una pasión como el temor (pavescere), porque mientras la razón no quiera consentir esas emociones no se puede hablar de emociones. En cambio, para Agustín, cuando la voluntad decide no actuar con base en lo que esos primeros movimientos le sugieren, no es que no haya emociones, las hay, pero no son queridas. Tan hay “pasión” que se “padece” algo, pero sólo a nivel del alma sensitiva; y por ello, esa pasión en grado inicial no pueden ser causa de una acción libre y responsable, que es en lo que sí coinciden tanto Agustín como los estoicos.
23
El Estagirita dice: “si hay alguna otra dádiva que los hombres reciban de los dioses, es razonable pensar que la felicidad sea un don de los dioses, especialmente por ser la mejor de las cosas humanas” (Aristóteles, EN, 1099b, 12-14: 41).
24
Tan estrecho fue este influjo de la filosofía estoica en Agustín, que para autores como Irwin (2003: 441), la postura de Agustín no difiere sustancialmente de la postura estoica en torno a la responsabilidad ante las pasiones. La semejanza más fuerte según Irwin se da porque para Agustín y los estoicos, ante una determinada pasión no podemos actuar movidos por ella: 1) sin consentir antes a dicho movimiento; y 2) sin preguntarnos si dicho consentimiento es o no razonable.
25
También Sellars apoya esta diferenciación de planteamientos afirmando que para Agustín los estoicos tenían una visión intelectualista de las emociones, “a las que rechazaban como un subproducto de juicios erróneos efectuados por la mente, en vez de tratarlas como elementos corporales o de la parte irracional del hombre” (2000: 1775). Esta fue, según él, la razón por cual “Agustín rechazó la noción estoica de apatheia en favor de una metropatheia platónico-aristotélica, es decir, en favor de la moderación de las pasiones, no sólo al dudar de la posibilidad de escapar por completo de las emociones, sino también llegando a ver ciertas emociones como el amor en un sentido más positivo que los estoicos” (2000:1776).
26
“Pero quizá no esté fuera de lugar la disputa con los estoicos. Ved que a quien les pregunta en qué ponen la vida feliz, es decir, qué procura la vida feliz al hombre, mirad lo que responden: «No es el placer corporal, sino la virtud del alma». ¿Qué dijo de esto el Apóstol? ¿Asintió? Si asintió él, asintamos nosotros. Pero no asintió, pues la Escritura rechaza a quienes confían en su virtud. El epicúreo, al poner el sumo bien del hombre en el cuerpo, pone su esperanza en sí mismo. Pero aunque el estoico puso el sumo bien del hombre en el alma, es decir, en la parte más excelente del hombre, también él puso su esperanza en sí mismo. Tanto el estoico como el epicúreo son hombres, y dice la Escritura: Maldito todo el que pone su esperanza en el hombre. ¿Qué decir, pues? Puestos ante nuestros ojos los tres —el epicúreo, el estoico y el cristiano—, interroguemos a cada uno por separado. «Dinos, epicúreo, qué cosa hace al hombre feliz». Responde: «El placer corporal». «Dínoslo tú, estoico». —«La virtud del alma». «Habla tú, cristiano». —«El don de Dios»” (s., 150, 8).
27
“Me desagrada haber dicho que durante esta vida, la vida feliz está en el alma del sabio, cualquiera que sea el estado de su cuerpo, cuando el Apóstol espera el conocimiento perfecto de Dios, es decir, el mayor que el hombre pueda tener, en la vida futura, la única que debe llamarse vida feliz, donde el cuerpo incorruptible e inmortal se somete a su espíritu sin molestia alguna ni contradicción” (retr., 1, 2): Agustín, 1995: 652-653.
28
“Males como éstos [la guerra], tan enormes, tan horrendos, tan salvajes, cualquiera que los considere con dolor debe reconocer que son una desgracia. Pero el que llegue a sufrirlos o pensarlos sin sentir dolor en su alma, y siga creyéndose feliz, está en una desgracia mucho mayor: ha perdido hasta el sentimiento humano” (ciu, XIX, 7; Agustín, 1958b: 1386).