El político como terapeuta del carácter. Un ensayo aristotélico
Héctor Zagal Arreguín
El político como terapeuta del carácter. Un ensayo aristotélico
Revista de Filosofía Open Insight, vol. 13, núm. 29, 2022
Centro de Investigación Social Avanzada
Héctor Zagal Arreguín hzagal@up.edu.mx
Universidad Panamericana, México
Recibido: 24 febrero 2022
Aceptado: 30 mayo 2022
Resumen: Para Platón y Aristóteles, la ética es un conocimiento intrínsecamente práctico. Así como el médico calificado se preocupa por curar a los enfermos, el profesor de ética se preocupa por enseñar la virtud. Pero, a diferencia de la medicina, la ética es un saber que involucra a la comunidad. El político, según Platón y Aristóteles, debe preocuparse por el modo como se enseña la virtud a los ciudadanos.
Palabras clave: Aristóteles, ética, política, virtud.
Abstract: For Plato and Aristotle, ethics is a kind of knowledge that is intrinsically practical. Just as the physician worries about taking care of the sick, the professor of ethics worries about teaching virtue. But, unlike medicine, ethics is a knowledge that involves community. The politician, according to Plato and Aristotle, must care about how virtue is taught to citizens.
Keywords: Aristotle, ethics, politics, virtue.
De aquí pues, en primer lugar, que el cuidado [epimeleia] del cuerpo deba preceder al del alma, y venir después la disciplina del apetito, sólo que orientada a la cultura de la inteligencia, como el cuidado del cuerpo al del alma
Pol,VII.13, 1334b, 25-28
Introducción
Comenzaré con un párrafo que, imagino, desconcertará al lector. Al menos en el caso de México, me parece evidente que, desde hace años, presenciamos un divorcio entre lo que podríamos llamar la ética del scholar y del paper, por un lado, y por otro, la enseñanza de la ética a niños, niñas y adolescentes a través de los planes y programas de estudio de la Secretaría de Educación Pública del gobierno federal. No me refiero a la tensión entre lo que actualmente suele llamarse ética teórica y ética aplicada, entendida esta última como un análisis ético de situaciones precisas, dirigida a la resolución de práctica de problemas morales (Canto-Sperber, 2001). Es claro que, incluso en las obras de los autores clásicos, coexisten el nivel teórico y el nivel práctico de la ética. Un ejemplo muy claro lo tenemos en la Política de Aristóteles. El libro I de dicho texto desarrolla una teoría general de la ciudad y su relación con la felicidad, mientras que en el libro VIII se discuten puntos muy específicos, como qué tipo de música conviene enseñar a los jóvenes. En el primer caso, Aristóteles estaría hablando de ética teórica; en el segundo caso, de ética aplicada.
Sobre lo que yo quiero llamar la atención es la relación entre ética teórica y enseñanza práctica de la virtud. ¿Cómo conseguir que la ética nos haga mejores personas? Esta pregunta es el eje de buena parte de la ética clásica, muy en especial de Sócrates, Platón, Aristóteles y el estoicismo. De ahí que, en tales tradiciones filosóficas, se haya desarrollado una pedagogía de la virtud. Por el contrario, la ética teórica, al menos la elaborada en el México contemporáneo, no suele tener como eje fundamental la pedagogía de la virtud. Se piensa que es razonable hablar de ética teórica sin desarrollar, al mismo tiempo, una estrategia para promover la vida virtuosa. A esto es a lo que me refiero con el divorcio entre quienes investigan ética teórica y quienes desarrollan y despliegan estrategias para promover la ética entre la infancia y la gente joven.
Mi inquietud tiene antecedentes históricos. Durante los últimos años de su vida, ya retirado de funciones públicas, Séneca escribió a Lucilio, supuesto procurador romano de Sicilia:
El que acude a la escuela de un filósofo, es necesario que todos los días obtenga algún provecho: que regrese a casa o más sano o más sanable.Y regresará sin duda: tal es la fuerza de la filosofía que no sólo ayuda a los que se consagran a ella, sino también a los que con ella se van familiarizando. Quien va a tomar el sol, se bronceará, aunque no vaya por este motivo; quienes se han detenido en una tienda de perfumes y han permanecido un buen rato arrastran consigo la fragancia del lugar; y quienes han estado en casa de un filósofo es necesario que obtengan alguna ventaja, que puede ser útil incluso a los indiferentes. Atiende a lo que digo; indiferentes, pero no hostiles (1989: 296-297).
Así entendida, la filosofía debe impactar en la vida de quienes la escuchan, incluso si tales personas no tienen especiales intereses filosóficos. Para Séneca, las palabras del filósofo deben influir, aunque sea de una manera leve, en la vida de los humanos. No obstante, este primer optimismo de Séneca se ve acotado. Las disposiciones de quienes participan en la lección filosófica son decisivas.
Tropezamos en parte por culpa de los maestros que nos enseñan a discutir, no a vivir, en parte por culpa de los discípulos que acuden a las lecciones de sus maestros con el propósito no de cultivar su espíritu [animum], sino de cultivar su ingenio [ingenium]. Por donde lo que fue filosofía se ha convertido en filología (1989: 304).1
Mientras que el cultivo del espíritu despliega la vida virtuosa en un sentido integral, el mero cultivo del ingenio únicamente nos hace sagaces o agudos, pero no buenas personas. La filosofía nos impulsa a ser virtuosos. La filología simplemente nos enseña a explicar e interpretar los textos de otros. En el latín posterior a Augusto, el término filología tiene este sentido casi despectivo, que se percibe en el pasaje citado (Lewis y Short, 1987).
Estas líneas de Séneca resumen, me parece, el espíritu de la ética clásica. La ética tiene como finalidad promover la vida virtuosa. Al mismo tiempo, el filósofo romano advierte el riesgo que amenaza a la filosofía de convertirse en un conocimiento sofisticado, pero estéril desde el punto de vista de la vida moral. En efecto, la filosofía, o al menos cierto tipo de filosofía antigua, fue pensada como una terapia del deseo, por utilizar la feliz expresión que da nombre al libro de Martha Nussbaum: La terapia del deseo.Teoría y práctica en la ética helenística (2003). Como filósofo estoico, Séneca piensa que la lógica y la física deben estar al servicio de la ética y ésta, a su vez, al servicio de la virtud.
La tesis central del libro de Nussbaum es que estoicos, escépticos y epicúreos no cultivaban la filosofía como una disciplina puramente teórica, sino como un arte que nos enseñaba a desear correctamente. La misma Nussbaum advierte, por supuesto, que esta preocupación práctica ya se encontraba presente en Sócrates, Platón y Aristóteles.
En efecto, los filósofos de la antigüedad se dieron cuenta de que para llevar una vida plena o, cuando menos, una vida sin demasiados dolores, era necesario aprender a moderar la intensidad y objeto de nuestros deseos. El instrumento para tal propósito es la virtud que, si bien es entendida de diversas maneras por los filósofos antiguos, preserva en todos ellos el sentido de «excelencia» humana. La terapia del deseo no es sino el desarrollo de la virtud moral. Dicho de otra manera, la terapia que modela el deseo, modela el carácter. Por ello, podría decirse que, en la tradición clásica y helenística, terapia del deseo y terapia del carácter son ideas prácticamente intercambiables.
Sin embargo, entre el estoicismo y la filosofía de Platón y Aristóteles sí hay una diferencia clave. A Platón y a Aristóteles no sólo les interesa la virtud por el impacto en la vida individual, sino también por su impacto en la vida comunitaria. Por algo, Platón y Aristóteles utilizan el término política para referirse a lo que, ya desde los estoicos, se conoce como ética.
El impacto público de los deseos
«Cuidado con lo que deseas», podría ser el lema de muchas éticas antiguas, no sólo helenísticas. Sócrates, Platón y Aristóteles tuvieron muy claro que el control de nuestros apetitos es clave tanto en la vida privada como en la vida política. Algunos deseos, aparentemente privados, impactan a la comunidad:
Platón notó que la ambición desmesurada —en especial la codicia— conlleva una actitud de arrogancia y abuso: la pleonexía. El avaro y el ambicioso acaban por abusar de los más débiles […] Calicles sostiene que el derecho de dominar y de tener más (pléon échein) le corresponde al más fuerte (cf. Gorgias 486e). La pleonexía, además de codicia, queda emparentada con el abuso y la arrogancia. Por su parte, el discurso de Trasímaco en República I (344a, ss.) es un elogio de la pleonexía potenciada por la injusticia. Los hombres injustos sabrán apropiarse de dinero y honores cuando ejercen un cargo público. En República II, Glauco cuenta el mito del anillo de Giges con ocasión de la pleonexía (cf. 359c). En opinión de Glauco, los hombres tendemos naturalmente a la injusticia; la función de la ley es controlar en la polis esta tendencia (pleonexía) natural y espontánea. […] Cuando una persona no teme el castigo, la pleonexía se convierte en el criterio de nuestra conducta. Así le sucedió a Giges quien, tras encontrar un anillo mágico, que hacía invisible a su portador, se convirtió en el peor de los hombres. Finalmente, en el libro IX de República, aparece una consideración magistral sobre la pleonexía. Aquí Platón no usa el término pleonexía en su sentido restringido de codicia, sino en su sentido más amplio. La tesis de Platón es fuerte y persuasiva. La pleonexía no es sólo un impulso desordenado, es también insatisfacción permanente (Zagal, 2013: 110).
Platón pintó magistralmente esta interconexión de los deseos desordenados. Un deseo desordenado deshila la trama del carácter personal y, a la larga, también incide en la urdimbre política. Lo privado acaba por hacerse público, provocando la desdicha personal y el desequilibrio político:
Los faltos de sabiduría [phronéseos] y virtud, que siempre andan en festines y otras cosas de este estilo, son arrastrados, según parece, a lo bajo y de aquí llevados nuevamente a la mitad de la subida y así están errando toda su vida; y sin rebasar este punto, jamás ven ni alcanzan la verdadera altura ni se llenan de lo realmente real [óntos toi ónti] ni gustan del firme y puro placer, sino que, a manera de bestias, miran siempre hacia abajo […] y se matan por su insatisfacción [pleonexías], porque no llenan de cosas reales su ser real (Rep, IX, 586a-b).2
Una consideración semejante a la de Platón puede encontrarse en Aristóteles al hablar de la liberalidad. Con ocasión de esta virtud, el Estagirita menciona los vicios respectivos: la prodigalidad y el derroche, por un lado, y la avaricia por el otro. El pródigo y el derrochador gastan más de lo que se debe. El avaro, por su parte, acumula bienes sin atenerse a la medida virtuosa. Tales vicios propician otros vicios. Así como los faltos de sabiduría, según Platón, terminan comportándose como bestias, perpetuamente insatisfechas, quien no vive la liberalidad, piensa Aristóteles, acabará envileciéndose. Siguiendo a su maestro Platón, Aristóteles observa que los vicios se interconectan.
Insisto, el caso de la liberalidad y sus vicios es paradigmático. La virtud llama la virtud y el vicio, al vicio. Al gastar más de lo que se debe, el pródigo y el derrochador corren el grave riesgo de convertirse en cómplices de los despojos. “No es fácil que dé a todos quien de ninguna parte recibe” (EN, IV.1, 1121a, 15), nos previene el Estagirita. A su vez, el avaro puede convertirse en ladrón por su inmoderado afán de acumulación. La liberalidad se entrelaza claramente con la justicia.Y lo mismo sucede con los vicios respectivos.
Otro tanto sucede con la fortaleza, que nos permite moderar el miedo, una virtud clave en una sociedad bélica, pues “el más temible de todos es la muerte, porque es el término final” (EN, III.6, 1115a, 25). Basta pensar, por ejemplo, en el caso de Héctor, quien modera su miedo, porque sabe que de su fortaleza depende Troya y, sobre todo, el buen ejemplo que le deja a su pequeño hijo.
Algo análogo podría decirse del resto de las virtudes aristotélicas: templanza, magnificencia, magnanimidad, recta ambición de honor, mansedumbre, amabilidad, veracidad respecto a la propia persona, buen humor, amistad, benevolencia, beneficencia, concordia ciudadana y recto amor propio. En mayor o menos medida, cada una de ellas forman la trama del carácter, donde cada hilo contribuye a dar firmeza a las demás. Una virtud especialmente importante para el buen funcionamiento de la ciudad es la concordia (homónoia), que también podría llamarse amistad política o amistad cívica. La concordia se refiere a la convergencia de intereses y pautas de comportamiento en la vida cívica (EN, IX.6, 1167b, 1). La concordia precede a la política; se encuentra en el umbral entre lo privado y lo político; supone una común elección de vida:
Es evidente, por tanto, que la ciudad no es la comunidad de lugar, con el fin de prevenir agravios recíprocos y fomentar el comercio. Estas cosas son sin duda condiciones necesarias para la existencia de la ciudad, mas no porque se den todas ellas existirá ya la ciudad, sino que ésta es una comunidad para la vida mejor entre familias y linajes, y su fin es la vida perfecta y autosuficiente. No la habrá, sin embargo, sino entre quienes habitan en un mismo lugar y pueden casarse entre sí; y por esto han surgido en las ciudades relaciones familiares, fratrías, sacrificios en común y diversiones sociales. Y todo esto es obra de la amistad, pues la amistad [philía] es el motivo de la vida en común. El fin de la ciudad es la vida mejor, y aquellas cosas son medios a este fin. La ciudad, en suma, es la comunidad [koinoía] de familias y aldeas para una vida perfecta y autosuficiente, es decir, en nuestro concepto, para una vida bella y feliz. La comunidad política tiene por causa, en suma, la práctica de las buenas acciones y no simplemente la convivencia (Pol, III.5, 1280b, 30 – 1281a, 3).
Tal práctica de buenas acciones es imposible si los deseos de los ciudadanos no son medianamente rectos y las leyes lo suficientemente fuertes como para disuadir a los injustos. La terapia del deseo es, por tanto, un asunto que concierne a la comunidad, al menos desde la perspectiva griega.
En realidad, la filosofía antigua no hizo sino reflexionar sobre una preocupación que ya había captado la atención de los legisladores y políticos griegos. Basta pensar, por ejemplo, en la rígida legislación atribuida a Licurgo que regulaba el modo de vestir, de comer, de vivir de los espartanos. La fortaleza de los guerreros era una prioridad política para un pueblo que fincaba su existencia en el cruel sometimiento de la mayoría de ilotas.
Otro ejemplo de la preocupación de los legisladores por los deseos de los ciudadanos es el funcionamiento de ciertos prostíbulos en Atenas. Se atribuye a Solón la fundación de prostíbulos populares (demotikon), con la doble intención de poner al alcance de los varones pobres el placer sexual y, simultáneamente, dar un cauce razonable a los impulsos naturales de los jóvenes (Leão, 2014).
No es raro, por ello, que el mismo Platón aluda a la dimensión terapéutica del quehacer político. La preocupación por la terapia del deseo no es exclusiva de la filosofía helenística. El tema de la terapia ocupa un lugar de cierta importancia en la obra de Platón. El diálogo más importante para este tema es el Gorgias. En él, Sócrates propone una analogía por demás sugerente. La medicina y la gimnasia, terapias del cuerpo, son análogas con la política y la legislación (Gorgias, 464b). El político y el legislador son verdaderos terapeutas del alma.
Mientras que la gastronomía y la cosmética son pseudo-terapias del cuerpo; y la retórica y la sofística son pseudo-terapias del alma (Gorgias, 465b).
Antes de proseguir, conviene hacer una pequeña precisión sobre el término griego therapeía. En sentido general, según el diccionario de Liddell y Scott (1940), se puede traducir como «asistencia» o «servicio». Sin embargo, los autores del Greek-English Lexicon documentan una diversidad de sentidos. En el Juramento Hipocrático, therapeía tiene el sentido de tratamiento médico, de donde proviene el que suele tener en español. Therapeía tiene también otros sentidos: adoración a un dios (Eurípides, Ión, 187); pago de un favor (Jenofonte, Helénica, 2, 3, 14); cultivo de plantas (Platón, Teeteto, 149e), el séquito que atiende a un personaje (Heródoto, Historia, 5, 21, 1). Si atendemos al Diccionario de la lengua española, veremos que esta variedad de sentidos del término terapia se conserva en la palabra española «curar». Curar no significa exclusivamente tratar médicamente, sino también cuidar, preparar; decimos que curamos la madera, que curamos el pescado que estamos salando. A quien monta y diseña una exposición de arte se le llama curador, y al sacerdote que tiene a su cuidado los feligreses de una parroquia se le llama cura.
Así como la gimnasia tiene cuidado del cuerpo sano, la política cuida del ciudadano moralmente sano. El profesor de gimnasia y el político procuran preservar la salud. Por su parte, así como la medicina devuelve la salud al cuerpo, así la aplicación de las leyes corrige la enfermedad del alma a través del castigo. En ambos casos estamos ante ejercicios terapéuticos. El gobernante debe ser cura del alma en los dos sentidos del término, cuidar y corregir. La terapia del deseo ha de procurar que queramos aquello que nos conviene a nosotros y a la comunidad.
Quiero insistir en que, al menos en el Gorgias de Platón, la terapia no se reduce a la restitución de un óptimo estado de salud física o moral previo. Ciertamente, la terapia médica y la terapia judicial (la aplicación de la ley), corrigen un problema del cuerpo o del alma. Pero Platón reconoce un sentido positivo de la terapia. La terapia no solo remedia un deterioro, también cuida el buen estado del ser humano y propicia su despliegue. La gimnasia no cura el cuerpo enfermo, sino que desarrolla el cuerpo sano. La política no castiga al alma viciosa, sino que hace florecer al alma justa. Precisamente por ello, me parece que el sentido culterano de curar captura el sentido platónico de terapia. La cura y la terapia son, a la vez, remedio y cuidado.
Queda fuera de cualquier duda que, para Platón, el político ha de ser un curador de almas, un terapeuta del deseo y, por tanto, un terapeuta del carácter. Para cumplir esta tarea, el político se ha de valer tanto de las leyes, que castigan, como de su conocimiento de la idea de bien, que despliega el desarrollo del alma.
Terapia del deseo y la virtud
En el corpus aristotelicum, la expresión therapeía no aparece con la contundencia y frecuencia con que se usa en Platón. En PolíticaIII.9 (1287a, 40), por ejemplo, Aristóteles utiliza el término para referirse estrictamente al tratamiento médico. En la Ética Nicomaquea VIII.1 (1155a, 14), la palabra therapeía se usa para referirse al papel de los amigos en la vejez. Al final de la vida, los amigos cuidan de nosotros y suplen nuestra debilidad. En el primer pasaje, la terapia es remedio; en el segundo pasaje, la terapia es cuidado. Es curioso, en efecto, que Aristóteles no haya utilizado el término terapia con la profusión con que Platón lo usó en su obra.
Sin embargo, sí nos encontramos con dos pasajes donde Aristóteles retoma la analogía entre la tarea del médico y la tarea del político. Nótese cómo el pasaje distingue entre la excelencia del cuerpo y la excelencia del alma, idea de clara resonancia platónica:
Pero evidentemente la virtud que debemos considerar es la virtud humana, ya que el bien y la felicidad que buscamos son el bien humano y la humana felicidad. Y por virtud humana entendemos no la del cuerpo, sino la del alma, y por felicidad una actividad del alma. Si todo ello es así, es menester que el político posea algún saber de las cosas del alma, no de otro modo que el oculista debe conocer todo el cuerpo, y tanto más cuanto que la política es más estimada y mejor que la medicina; ahora bien, los que son reputados entre los médicos se afanan grandemente en el conocimiento del cuerpo. Es preciso, por tanto, que el político estudie lo relativo al alma, mas que lo estudie por razón de las virtudes y no más de lo que sea menester para nuestra actual investigación, pues agudizar más este examen sería tal vez de sobra laborioso para los fines antes propuestos (EN, I.13, 1102a, 14-26).
El pasaje es relevante, no sólo por la analogía entre medicina y política, sino porque Aristóteles añade dos precisiones importantes. Por un lado, afirma que el político debe estar especialmente interesado en la virtud. Y si bien este pasaje no asevera explícitamente que el propósito del político es promover la virtud, la idea se sobreentiende. Por otro lado, el pasaje nos previene contra el riesgo de teorizar excesivamente sobre la virtud. El político debe estudiar el alma, de la misma manera que el oculista debe conocer el cuerpo. Al oculista le interesa conocer la totalidad del cuerpo sólo en la medida en que ese conocimiento es necesario para curar los ojos. Análogamente, el político debe estudiar el alma, pero únicamente con el propósito de comprender qué son las virtudes. Demasiado conocimiento teórico puede ser superfluo.
Hacia el final de la Ética Nicomaquea (X.9, 1181b, 1-12), el Estagirita retoma la analogía entre medicina y tarea legislativa. El Filósofo manifiesta su preocupación por los conocimientos que debe poseer el político y el modo como los adquiere. ¿Cómo se aprende la política? Tratándose de un conocimiento práctico, la experiencia es básica, como sucede con las artes y técnicas. Pero a diferencia de la técnica que sí puede enseñarse, Aristóteles no tiene claro si la política puede serlo. Recordemos que el conocimiento técnico por excelencia es la medicina, disciplina cuya enseñanza ya estaba estandarizada para la época. No sucede así con la política. Con fina ironía, Aristóteles observa que los sofistas, que se precian de ser maestros de política, no la practican. En todo caso, sus enseñanzas se limitan al ámbito de la retórica (EN, X.9, 1181a, 14). El corazón de la política es la legislación y, por ello, ahí deberíamos concentrar los esfuerzos.
¿Cómo aprender a legislar? ¿Coleccionando legislaciones de otras ciudades? ¿Revisando constituciones? Veamos el pasaje:
Ahora bien, las leyes son, por así decirlo, las obras del arte política. ¿Cómo, pues, por la sola colección de ellas podrá uno hacerse legislador o siquiera juzgar cuáles son mejores? Pues no vemos que los médicos resulten hábiles por el sólo estudio de los recetarios. Y, sin embargo, se busca en estos no solo indicar la terapéutica [therápeuma] general, sino métodos de curación y de terapia apropiados a casos particulares, distinguiendo los diversos temperamentos. Mas todo esto, que puede estimarse de provecho para los expertos, es del todo inútil para quienes no poseen la ciencia. Así también, las compilaciones de leyes y constituciones son sin duda de gran utilidad para los que ya están en aptitud de estudiarlas y de apreciar en ellas lo que está bien o lo que está mal, así como cuáles leyes son aplicables a tales o cuales circunstancias. Pero los que sin estos hábitos recorren tales compilaciones no están en aptitud de juzgar acertadamente, a no ser por instinto, por más que puedan tal vez con dicho estudio aguzar un tanto su inteligencia política (EN, X.9, 1181b, 1-12).
Si bien el Estagirita no distingue entre política y legislación como dos tipos diferentes de terapias del alma, sí lleva la analogía entre medicina y política más allá de lo que planteaba el Gorgias de Platón. Las leyes son la obra (ergon) propia del político (EN, X.9, 1181a, 23). Es lógico, por tanto, que Aristóteles se muestre tan interesado por encontrar un método para aprender a legislar. Y continuando con la analogía entre medicina y política, ambas deben atender a las condiciones específicas. El médico diestro sabe lo que debe prescribir a cada enfermo de acuerdo con sus circunstancias y temperamento; el buen político debe saber qué ley conviene para cada caso.
También para Aristóteles, el político —artífice de leyes— es un terapeuta del alma. No obstante, el Filósofo revela cierto escepticismo sobre la eficacia para modelar la condición moral de los individuos:
Pues así también conjeturamos que todo el que quiera hacer mejores a sus semejantes mediante su cuidado [di’ epimeleias], ya se trate de muchos o de pocos, debe esforzarse por hacerse legislador, si en verdad es por las leyes como podemos hacernos hombres de bien. No es de la competencia de cualquiera conformar bien el carácter de cualquier persona que se le confíe, sino —si es que alguno puede hacerlo— del que sabe, como en la medicina y en las otras disciplinas que requieren para su ejercicio cierto cuidado [epimeleia] y prudencia (EN, X.9, 1180b, 24-28).3
La palabra epimeleia, estrechamente ligada a therapeia, puede traducirse como «cuidado diligente».Tenemos pues que, quien pretende mejorar a otras personas debe ser prudente y cuidadoso; se trata de una destreza que no cualquiera puede ejercer, de la misma manera que no cualquiera puede curar una enfermedad.
Es curioso, en efecto, que Aristóteles no retome la analogía entre terapia del alma y terapia del cuerpo, sino que recurra al término epimeleia. ¿Significa ello un distanciamiento de Platón? No me lo parece. Recordemos que, al menos en la época de Platón y de Aristóteles, epimeleia y therapeia no son términos técnicos de la filosofía, sino palabras del lenguaje ordinario.
Lo relevante es que cuidar de los deseos de la comunidad es responsabilidad del gobernante, pero, sobre todo, de cada ciudadano. Según Aristóteles, la virtud moral es el resultado de una elección deliberada. Nadie desarrolla una virtud moral en contra de su propia voluntad. Precisamente este es el reto con el que se topa el político.
La formación del deseo
Es bien sabido que Aristóteles distingue entre dos clases de virtudes; las virtudes intelectuales y las virtudes morales o del carácter.
Las virtudes intelectuales son fruto de la enseñanza (didaskalía); las virtudes morales son frutos de la habituación (EN, II.1, 1103a, 15).4 La virtud ética es un “hábito de la decisión deliberada [héxis proairetiké], que consiste en un término medio para nosotros tal y como lo determinaría el prudente.Término medio entre dos vicios; uno por exceso, el otro por defecto” (EN, II.6, 1106b, 36 – 1107a, 17). Tal descripción se ancla en cuatro ejes: 1) la virtud ética no es natural ni contra naturam, sino secundum naturam; 2) la virtud ética modela las facultades racionales abiertas a los contrarios; 3) la virtud moral no es una pasión, ni una facultad, sino un hábito, un modo de ser adquirido, un patrón de comportamiento libremente interiorizado; 4) el término medio virtuoso no es establecido por una regla rígida, sino por un cálculo prudencial, que evalúa el aquí y el ahora.
Las virtudes éticas moderan nuestras pasiones. “Son las pasiones aquello por lo que los hombres cambian y difieren para juzgar, y a las cuales sigue pena y placer; tales son la ira, compasión, temor y las demás semejantes y sus contrarias” (Ret, II.1, 1378a, 19-22). Las virtudes facilitan dirigir nuestra propia vida en la medida de lo humanamente posible. No es posible controlar todos los aspectos de nuestra existencia, pero sí está en nuestro poder (eph’hemin), dirigir nuestras pasiones y emociones.
La virtud nos permite apropiarnos de esas pasiones y emociones, hacerlas nuestras, de suerte que tales impulsos no nos muevan irracionalmente, sino que seamos nosotros quienes nos valgamos de ellos para construir nuestra existencia de acuerdo con una opción fundamental o proto-elección (prohairesis). De esta suerte, las virtudes éticas son el modo como nos hacemos dueños de nosotros mismos. El carácter no es sino el despliegue en acciones de esta proto-elección. Para que tales acciones sean verdaderamente nuestras, deben haber sido elegidas deliberadamente, al menos en su origen.
¿Qué puede hacer el político para promover la virtud? El problema, como hemos visto, es complejo. Por un lado, la virtud debe adquirirse voluntariamente y, por otro, la enseñanza misma de la política es compleja. En la Ética Nicomaquea (I.3, 1094b, 11-27), Aristóteles discute las causas de la inexactitud de la política. El Filósofo analiza estas causas desde el punto de vista del objeto de la política y desde el punto de vista del oyente de las lecciones.
1) Desde el punto de vista del objeto de la política, la inexactitud proviene de su propósito, el bien humano. La política no trata del bien abstracto, sino del bien concreto, el bien aquí y ahora. Esto impide universalizaciones y reglas rígidas.
2) Desde el punto de vista del oyente de las lecciones de política, la dificultad es doble: a) A diferencia de los conocimientos teóricos, como las matemáticas, la política requiere de experiencia. Es un caso similar al del escultor y el médico. Sin experiencia, no se puede desarrollar un conocimiento práctico o productivo; b) Las pasiones pueden afectar el juicio. Se trata de un uso práctico del entendimiento y, por ende, nuestros deseos están constitutivamente involucrados en su despliegue. Aristóteles se refiere a este entendimiento práctico como nous orektikos o órexis dianoetiké, que podría traducirse como inteligencia apetitiva o apetito inteligente (EN,VI.2, 1139b, 3).
Precisamente como el entendimiento práctico se entrelaza con los deseos, no basta con escuchar hablar de la prudencia para aprender a ser prudente. No es lo mismo aprender a demostrar teoremas de geometría que a evaluar la moralidad de una acción. La recta evaluación ética requiere del dominio de nuestras pasiones a través de la virtud. Por ello,Aristóteles concluye que generalmente las lecciones de política resultan de poco provecho para los jóvenes, pues carecen de una experiencia amplia y sus pasiones son particularmente intensas. Por tanto, no es enseñando política como se van a forjar hombres buenos. Las enseñanzas teóricas no generan virtudes morales en los oyentes. Quienes están dominados por sus pasiones, no escuchan los argumentos morales (EN, X.9, 1179b, 26).
Conviene ahora resolver una pequeña ambigüedad que hasta el momento se ha estado relegando. Aristóteles distingue entre la política y la prudencia. La prudencia aristotélica es una virtud intelectual que nos permite elegir el término medio virtuoso y que puede ejercerse tanto para evaluar las acciones privadas como para evaluar las acciones de impacto público. Tanto el ciudadano particular como el gobernante ejercen la prudencia, pero en distintos ámbitos. El político ejerce la prudencia, por ejemplo, cuando firma un tratado comercial o una alianza militar. El ciudadano particular ejerce la prudencia cuando elige con quien casarse o qué tanto conviene beber en un banquete.
La política, en cambio, es una ciencia práctica, esto es, un saber teórico dirigido a la práctica. La Ética Nicomaquea y la Políticason ejemplos de dicho conocimiento. Sin embargo, esta disciplina teórica se orienta y legitima por su utilidad práctica, es decir, promover la virtud. Precisamente por eso, la política es una ciencia práctica, por contraste con la física, las matemáticas y la metafísica, ciencias teóricas. Berti ha llamado la atención sobre la dimensión teórica de la política. En opinión de este autor, la distinción entre la ciencia política y la prudencia no ha sido vista con claridad, incluso por autores como Gadamer (Berti, 2013).
En suma, la política no se identifica con la prudencia arquitectónica y legislativa del gobernante. El político utiliza la prudencia para gobernar, pero no necesariamente sabe escribir libros de política. El político no es un filósofo político.
Conclusión
¿Podemos enseñar la virtud? ¿Debe el gobernante contentarse con contener a los viciosos a través de los castigos de la ley? ¿Debe renunciar el gobernante a ser un terapeuta del deseo?
Consideramos que la respuesta aristotélica se encuentra en una lectura corrida de Ética Nicomaquea I y X, Política I y VIII y Retórica I. Aristóteles sabe que no existe una respuesta categórica y es moderadamente escéptico sobre la posibilidad del gobernante para incidir en el carácter moral de los gobernados. No obstante, sí esboza una estrategia para la educación moral del carácter:
1) El Filósofo, como hombre de su época, considera que el castigo es un disuasivo importante y que la argumentación moral tiene un límite: “No es preciso examinar todo problema ni toda tesis, sino aquella en la que encuentre dificultad alguien que precise de un argumento y no de un corrección [kólasis] o una sensación: en efecto, los que dudan sobre si es preciso honrar a los dioses y amar a los padres o no, precisan de una corrección, y los que dudan si la nieve es blanca o no, precisan de una sensación” (Top, I.11, 105a, 2-9). Aristóteles considera que la mayoría de los hombres se apartan y evitan cometer acciones malas, no porque estas sean deshonrosas, sino por temor al castigo [timorías] (EN, X.9, 1179b, 10-13).
2) Según la Política VII.13 (1334b, 5-29), la educación moral debe comenzar por el cuerpo; pensemos, por ejemplo, en cómo se le ayuda al niño a afinar su motricidad. Después, viene la educación del deseo a través de la repetición mecánica, como cuando al niño se le enseña a comer a ciertas horas. Finalmente, se educa el deseo apelando a la inteligencia; se le explica al niño que comer apegándose a un horario le permitirá jugar, estudiar, estar sano, etcétera (Calvo, 2003). Este es uno de los motivos por los que la primera educación de los niños debe ser gimnástica; el cuerpo debe ser educado antes que el alma, y las costumbres antes que la razón (Pol, VIII.3, 1338b, 4-8).
3) El desarrollo de los hábitos virtuosos debe estar precedido de un acostumbramiento del carácter. Se trata de que lo malo sea aborrecible y lo bueno deleitable. Como en este periodo el niño aún no ha desarrollado las virtudes morales, sus pasiones no obedecerán a la razón, sino a la fuerza. Sin embargo, una vez que se ha adquirido la virtud moral, la ejecución de acciones bellas y buenas ya no será dolorosa, sino placentera (EN, I.8, 1099a, 5-11). Es evidente que el premio y el castigo tienen un papel fundamental en este acostumbramiento del niño y del adolescente.
4) Los discursos y teorías sólo tienen impacto moral en los jóvenes, cuyo talante natural es libre y amante de lo bello. En estos casos, los discursos contribuyen a dar forma cabal a la virtud. Son, por así decirlo, un último impulso hacia la vida virtuosa (EN, X.9, 1179b, 5-11).
5) La música juega un papel relevante en la educación moral. No es casualidad que Aristóteles dedique bastantes líneas a la educación musical en la Política VII y VIII. El uso de ciertos instrumentos musicales tiene implicaciones en la formación moral del carácter de los jóvenes. La flauta, por ejemplo, excita las pasiones e impide el uso de la palabra (Pol,VIII.6, 1341a, 17 – 1341b, 9). La música, en efecto, produce pasiones en los oyentes. Los tambores de guerra animan a los soldados en batalla y la lira tranquiliza el ánimo. En este sentido, la música puede ser una herramienta útil para el educador; puede utilizarse durante el acostumbramiento que precede a la virtud. Por este motivo, la legislación espartana regulaba el tipo de música que podían escuchar sus ciudadanos (Zagal, 2019).
6) De ahí que la educación de los niños y los jóvenes debe estar regulada por las leyes. Aristóteles, ciertamente, no propone la asfixiante regulación educativa de la República de Platón. Basta pensar, por ejemplo, en las prescripciones sobre las fábulas y narraciones poéticas que se cuentan a los niños en ciudad ideal (Rep, II, 377c) o en la regulación sobre el estudio de la astronomía (Rep, VII 528e). No obstante, el Estagirita sí es lo suficientemente meticuloso como para regular los ejercicios y dietas de los niños (Pol,VIII.4, 1338b, 39 – 1339a, 10). Aristóteles considera que la educación moral de los futuros ciudadanos es algo demasiado importante como para dejarse exclusivamente en manos de los particulares.
Aristóteles es un griego, no un liberal del siglo XIX, mucho menos un filósofo personalista del siglo XXI. Le parece razonable que el político deba ocuparse de la moralidad de los ciudadanos. Recordemos que el Estagirita afirma la anterioridad radical de la ciudad sobre el hombre. El individuo es a la ciudad, como la mano respecto al cuerpo. Una mano despegada del cuerpo sólo es «mano» por homonimia, pues despegada del cuerpo ya no puede cumplir su función específica y, por ende, ya no es mano. Análogamente, el individuo que no puede vivir en la ciudad ya no es hombre, sino una bestia o un dios (Pol, I.1, 1253a, 19-29).
La posición aristotélica tiene un antecedente en la prosopopeya de la constitución de Atenas en el Critón: “Nosotros, además de haberte engendrado, criado y educado, te hemos dado también participación en todos cuantos bienes hemos podido, a ti y a todos los demás ciudadanos”, le reprocha la ley a Sócrates, quien se pregunta si debe salvarse de una sentencia injusta escapando de la cárcel (Critón, 51c). Dado este marco, es más que razonable que la terapia de los deseos ciudadanos sea una tarea del político a través de las leyes, hasta el punto de que la educación deje de ser un asunto doméstico para convertirse en un asunto eminentemente político.
7) Aristóteles no habla de la educación moral de la mujer. Esclavos, bárbaros y mujeres no se desarrollan en el espacio político. Aunque, según el Estagirita, la mujer está por encima del esclavo, no se equipara al varón. En consecuencia, la ética aristotélica muestra poco interés hacia la mujer. Muy lejos estamos del aquel grito de Pablo: “Ya no hay diferencia entre judío y griego, ni entre esclavo y libre, ni entre varón y mujer, porque todos ustedes son uno solo en Cristo Jesús” (Gal, 3, 28).
Referencias
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Notas
1
Introduzco una pequeña modificación en la traducción citada. Roca Melía traduce ingenium por inteligencia. Yo opto por traducirlo literalmente, como ingenio.
2
Sigo, con algunas variaciones, la edición y traducción de José Manuel Pabón y Manuel Fernández-Galiano. En las citas de autores griegos, en ocasiones inserto entre corchetes el término griego original. En tales casos, translitero la palabra de una manera simplificada, tal y como aparece en el texto griego.
3
Sigo aquí la traducción de A. Gómez Robledo a la que le hago algunas pequeñas modificaciones. Gómez Robledo traduce epimeleia como educación y tratamiento, yo traduzco la palabra como cuidado.
4
Esta distinción, por cierto, es ya una respuesta a la inquietud socrática de si la virtud puede ser o no enseñada.