Del político como educador a la (difícil) educación de los políticos

Rodrigo Guerra López

Del político como educador a la (difícil) educación de los políticos

Revista de Filosofía Open Insight, vol. 13, núm. 29, 2022

Centro de Investigación Social Avanzada

Rodrigo Guerra López

Centro de Investigación Social Avanzada, México


Recibido: 24 febrero 2021

Aceptado: 30 mayo 2022

Resumen: Una de las tesis más interesantes de los escritos éticos y políticos de Aristóteles es que, quien legisla —el gobernante— también es el mejor educador de los ciudadanos. A través de las leyes, regula el cuidado y la forma de vivir de todos éstos, sobre todo de los más jóvenes. Sin embargo, no siempre es sencillo saber cómo se realiza esto, más allá de la potestad coercitiva. ¿A través de la aplicación de normas universales, como en la ciencia? ¿Mediante principios descubiertos en la práctica, como en el arte? ¿O quizá tal vez por ciertas disposiciones genéricas, que se auxilian después de otros agentes educativos, inmediatos y concretos, como los padres y los amigos?

Palabras clave: ciudad ideal, prudencia, utopía, vida buena, vida práctica, virtudes.

Abstract: One of the most interesting theses of Aristotle’s ethical and political writings is that the ruler —the one who legislates — is also the best educator of the citizens. Through the laws, he regulates the way of living and the education of all the citizens, especially of the youngest. However, it is not always easy to know how this is done, beyond coercive power. Through the application of universal norms, as in science? By principles discovered in practice, as in art? Or maybe because of certain generic dispositions, which are later helped by other immediate and concrete educational agents, such as parents and friends?

Keywords: ideal city, utopia, wisdom, good life, practical life, virtues.

Introducción

Agradezco la oportunidad de responder al estudio de Héctor Zagal acerca de la ética del cuidado, la vida virtuosa y el papel del político como terapeuta del deseo de los gobernados. Sus libros y estudios sobre Aristóteles son, en la actualidad, un referente para quien pretende hacer investigación seria sobre el Estagirita, no sólo en nuestro país sino en la comunidad filosófica internacional.1 Aunque es conocido también por sus novelas históricas y por sus interesantes programas de divulgación cultural, la parte más importante de su actividad académica es precisamente de orden estrictamente filosófico, cosa que en esta ocasión ha quedado del todo manifiesto.

Zagal nos regala ahora una reflexión que nos permite ver desde un ángulo particularmente interesante los límites de la teoría de la virtud en Aristóteles. A continuación, comentaremos algunas cuestiones que nos plantea el texto y que nos parecen relevantes no sólo para eventualmente proseguir las investigaciones aristotélicas, sino también para ampliar nuestra comprensión sobre la naturaleza del hombre político en sí misma considerada.

La importancia del contexto

Al estudiar un texto como el de Zagal no es difícil hacer comparaciones y contrastes con la situación que vivimos los seres humanos a principios del siglo XXI. Al hablar del papel del gobernante como educador fácilmente podemos imaginar a algún político de la actualidad queriendo moralizar al pueblo através del discurso y la política pública. Sin embargo, vale la pena recordar que es imposible interpretar los textos de Aristóteles —o de cualquier otro autor— al margen de su contexto social, so pena de cometer graves anacronismos. Por otro lado, aprender de los contextos del pasado para pensar y actuar en el presente no es en modo alguno incorrecto, sino muy recomendable.

Sería un tanto dificil dar cuenta aquí de la sociedad ateniense que rodea a Aristóteles en la época en que escribe la Ética a Nicómaco y la Política; pero un repaso breve por su biografía puede ofrecer el contexto adecuado para comprender su trasfondo.2 Aristóteles, nacido en Estagira aproximadamente en el año 384 a. C., había ingresado a la Academia de Platón, situada en Atenas, en el año 367 a. C. y había dejado la ciudad tras la muerte de Platón en el 347 a. C. De este modo, veinte años residió nuestro Autor en aquella ciudad-estado. Organizará, junto con algunos académicos disidentes, una Escuela en Aso, cerca de Éfeso, y posteriormente, en 344 reubicará su escuela en Mitilene en la isla de Lesbos.

En esa época, Filipo de Macedonia encarga al Estagirita educar a su hijo Alejandro, cosa que no durará más de tres años (343-340 a. C.), ya que Alejandro asumirá el puesto de regente, interrumpiendo sus estudios. En el año 335 a. C., Aristóteles regresa a Atenas y funda el Liceo, también llamado Perípato. Es aquí cuando los libros compendiados bajo el título de Ética a Nicómaco son redactados, madurando ideas que habían comenzado a aparecer en la Ética Eudemia y en la Magna moralia. En el año 323 a. C. muere Alejandro Magno, coincidiendo su deceso con la finalización de los escritos que llamamos Política.Las rebeliones antimacedónicas se extienden y Aristóteles no será ajeno al señalamiento y al juicio. En ese mismo año abandonará Atenas, refugiándose en Cálcide, y pocos meses después, es decir, en 322 a. C., morirá.

El contexto sociopolítico no era el más optimista para la población de Atenas en aquellos años. El predominio de Esparta no existe más. Tebas también ha declinado. Los macedonios son vistos por los atenienses como una maldición. El pueblo común solamente quiere vivir tranquilo y aún las apreciadas actividades filosóficas son dejadas a los extranjeros. Luego de la muerte de Platón, los intentos de reforma moral y política de las ciudades no eran muy socorridos. Aristóteles, por su parte, siempre fue un «outsider» en Atenas y en el mismo ambiente de seguidores de Platón. Su afición por el pensamiento físico propio de la escuela jónica y la fuerte influencia de la práctica médica de su padre le aportarán un aprecio por lo singular y lo experiencial que lo distingue de quienes ven en las «esencias necesarias» la realidad por excelencia.

Según Osvaldo Guariglia (1997: 220-221), Atenas no era una ciudad de productores como las ciudades medievales y modernas, sino una comunidad de consumidores. A su parecer, los gobernantes buscaban crear las condiciones para que los proveedores de alimentos pudieran vender sus productos y la ciudadanía estaba fuertemente vinculada a la posesión de la tierra. Guariglia considera que el ciudadando antiguo era un ciudadano sobre la base de un fundo (klerós), fuese éste provisto por el gobierno o por herencia. Así, la mayoría de los ciudadanos eran propietarios medianos cuyas tierras producían principalmente para la subsistencia de la familia (1997: 220-222). Tales tierras no eran trabajadas por los propietarios directamente sino por los esclavos. Los propietarios se ejercitaban de modo físico y militar ya que todo ciudadano es guerrero a la vez. La estructura de las relaciones dentro de la familia era jerárquica: el padre gobernaba a su hijo de modo monárquico y a su mujer de modo político. El varón dominaba sobre la mujer y el anciano sobre el joven (1997: 221-222).

Más aún, desde el siglo V, siempre según Guariglia, para ser ciudadano en Atenas era necesario haber nacido en la ciudad o al menos provenir de padres atenienses (1997: 222). Frente a los ciudadanos aparecen los no-ciudadanos que, por otra parte, no es de un solo tipo. Por ejemplo, unos son los libres, originarios de un mismo territorio pero desposeídos de toda propiedad; son los indigentes (thês) que se ven obligados a buscar su sustento con su propio trabajo (1997: 222). También existen como no-ciudadanos los extranjeros (griegos y no-griegos) que llegaban a Atenas —el mayor puerto comercial de la antigüedad clásica— en quienes descansa el comercio marítimo que es indispensable para la ciudad (1997: 222). Finalmente, existen otros no-ciudadanos: los esclavos, que son auténtica mercancía (1997: 222). Así, las ciudades-estado griegas tenían una fuerte jerarquía estamental con individuos que poseían todos los derechos y privilegios y otros que, excluídos de las prerrogativas de los primeros, presentaban una gradación según su condición de libres o esclavos (1997: 222-223).

Haciendo tópica la utopía

Guariglia (1997) ha apuntado que las palabras en griego con las que se referían en la época de Aristóteles a los estamentos superiores de la sociedad (áristoi, béltistoi, kaloì kaì agathoí, esthloíi eugeneîs, gennaîoi, gnorimoi, epieikeîs, chrestoí, charíentes) en oposición a la masa de los pobres (1997: 223-224), coincide en buena medida con la terminología empleada por el Estagirita para referirse a quien presenta su paradigma moral, el phrónimos (1997: 224), el hombre sabio y prudente, lo que dejaría ver un cierto trasfondo aristocrático de la ética que Aristóteles concibe (1997: 224).

No estamos muy ciertos de esta interpretación, debido a la fuerte crítica aristotélica a quienes renuncian a vivir bien y optan por conservar o aumentar indefinidamente la riqueza (Pol, I.9, 1257b, 38 – 1258a, 14). Por supuesto, no negamos que, para Aristóteles, las buenas familias, los mejores, se distingan de las bases populares, pero esta distinción se basa más en el idea de excelencia aristotélica que en una consideración clasista contemporánea.

Así las cosas, Zagal nos hace prestar atención a un texto de Aristóteles como el siguiente:

El fin de la ciudad es, pues, el vivir bien, y esas cosas son para ese fin. Una ciudad es la comunidad de familias y aldeas para una vida perfecta y autosuficiente, y ésta es, según decimos, la vida feliz y buena. Por consiguiente, hay que establecer que la comunidad existe con el fin de las buenas acciones y no de la convivencia (Pol, III.5, 1280b, 30 – 1281a, 3).

Debemos mirar que esta bella afirmación no se refiere a lo que Aristóteles constata en la sociedad de su tiempo, sino, más bien, es una crítica implícita que ofrece materiales para un modelo ideal de comunidad política. Según Enrico Berti (2012b), los dos últimos libros de la Política parecen estar dedicados precisamente a la ciudad ideal (2012b: 103-104). Lo interesante es que a diferencia de la República de Platón, el Estagirita describe una ciudad que considera posible, si bien requiere de un conjunto de condiciones peculiares que el legislador debe implementar para que pueda existir de hecho (2012b: 103-104). Según el estudioso italiano, “podemos decir que esta [la ciudad ideal aristotélica] posee el mismo grado de realidad que tiene para el individuo la felicidad, la cual no es una utopía, sino el fin hacia donde se encamina y, en la medida de lo posible, un objetivo por cumplir. Por tanto, la podemos llamar la «ciudad feliz»” (2012b: 104).

Esta cuestión es relevante, ya que cuando Zagal se pregunta —hacia el final de su estudio— si la virtud puede enseñarse, si el gobernante ha de contentarse con castigar al vicioso y renunciar a ser un terapeuta del deseo, la respuesta ha de ser afirmativa en lo referente a la virtud y negativa en lo que versa sobre el castigo y la renuncia a la terapia. Nuestro autor afirma que, para construir una respuesta, es preciso hacer una lectura corrida de Ética nicomaquea I y X, Política I y VIII y Retórica I, y a continuación anota varios elementos a considerar:

  1. ◆ El papel del castigo como disuasivo.

  2. ◆ La importancia de la educación gimnástica.

  3. ◆ El desarrollo de hábitos virtuosos.

  4. ◆ La misión de los discursos para «dar el último empujón» a quienes aman la belleza.

  5. ◆ La relevancia de la música.

  6. ◆ La educación regulada por las leyes e impartida por los gobernantes.

Con todo, Zagal, no duda en afirmar en su trabajo que Aristóteles es hasta cierto punto escéptico sobre la posibilidad del gobernante de incidir en la «terapia del deseo» de los gobernados. Sin embargo, añadiríamos que lo más decisivo es comprender un breve renglón del Libro VII de la Política: La felicidad de cada uno de los hombres es la misma que la de la ciudad (Pol,VII.2, 1324a, 5). Para Aristóteles esto es evidente. Sin embargo, hace un par de comparaciones malévolas en orden a mostrar la evidencia y, al final, apunta su propia postura:

En efecto, cuantos basan en la riqueza la vida feliz de un ciudadano, ésos también consideran feliz a la ciudad entera si es rica. Y los que aprecian, sobre todo, la vida de tipo tiránico, ésos dirán que la ciudad más feliz es la que manda sobre mayor número; y si alguien admite que el individuo es feliz por su virtud, también dirá que la ciudad más virtuosa es más feliz (Pol,VII.2, 1324a, 8-14).

Por eso, la cuestión para saber si la «utopía» aristotélica puede ser verdaderamente «tópica» gravita en la noción de vida feliz, esto es, de vida lograda. Dependiendo del autor que se consulte, la noción de «felicidad» aristotélica adquiere un perfil más dianoético o más ético. En nuestra opinión, Aristóteles —contrariamente a lo que suele pensarse— pone el acento en la vida práctica, entendida rectamente, más que una vida teorética, disociada de la acción política (Pol,VII, 1323a – 1337a). Aristóteles era extranjero en Atenas, y como tal, estaba excluído de la participación política; sin embargo, no se adhiere a los que creen en la absoluta superioridad de la vida puramente teorética, es decir, no se adhiere a los hedonistas, como Arístipo de Cirene, que considera que gobernar a las personas de modo despótico es grandemente injusto, y por ello detestable; pero si se les gobierna bien, también esto es un impedimento para el bienestar personal, por lo que también debe evitarse (Jenofonte, 1993: 43-44).

Para Aristóteles, la «vida práctica» incluye tanto la política como las actividades teoréticas:

[…] si la felicidad debe ser considerada como prosperidad [eupraxía, obrar bien], la vida activa será la mejor, tanto para la ciudad en común, como para el individuo. Pero la vida práctica no está necesariamente orientada a otros, como piensan algunos, ni los pensamientos son exclusivamente prácticos, aquellos que formamos en orden a los resultados que surgen de la acción, sino que son mucho más las contemplaciones y las meditaciones que tienen su fin y su causa en sí mismas, ya que la prosperidad [el obrar bien] es un fin y, en consecuencia, también una actividad (Pol,VII.3, 1325b, 14-22).

Y concluye de esta manera:

Sobre todo decimos que actúan de modo supremo aun en el caso de las actividades exteriores, los que las dirigen con sus pensamientos. […] Así pues, es evidente que necesariamente la vida mejor será la misma para cada uno de los hombres y, en común, para las ciudades y para los hombres (Pol,VII.3, 1325b, 23-32).

Para que tal objetivo se realice es menester que se cumplan ciertas condiciones materiales, como el número de ciudadanos, el territorio, la ubicación de la ciudad, su composición interna, sus edificios, y otras de tipo más formal como la constitución, es decir, la distribución de las funciones de gobierno.

¿Qué tipo de ciudad es esta «ciudad ideal»? No es tanto una aristocracia, ya que para Aristóteles, si bien es deseable que «los mejores» gobiernen, siempre será difícil encontrar personas que sean superiores en «virtud». Más bien, la «ciudad ideal» es la idealización de un modelo híbrido entre democracia y oligarquía construido por ciudadanos pertenecientes a la clase media que, conforme a su edad, a su experiencia, en periodos diferentes, asumirán diversas funciones (Pol, VII.8, 1328b, 24 – 1329a, 39). Así, en general, los ciudadanos serán primero guerreros, después consejeros, y finalmente sacerdotes: nadie se mantiene para siempre en la misma responsabilidad (Pol,VII.8, 1329a, 14-17).

Todo esto lo apuntamos para hacer notar que los gobernantes en el pensamiento de Aristóteles son hombres de acción con capacidad de reflexión, provienen de la clase media, y no son perfectamente virtuosos, aunque buscan la virtud. Esto quiere decir que, aunque la «ciudad feliz» o «ideal» de Aristóteles es un «bien arduo», no es imposible de lograr. Hay en esta aproximación una gran dosis de realismo y, simultáneamente, el reconocimiento de que se requiere de hombres bien dispuestos a vivir conforme a la virtud, aunque esto, como es evidente, sea un camino gradual no excento de dificultades. Ahora bien, ¿cómo realizan los gobernantes la «terapia del deseo»? Es correcto, tal y como lo hace Zagal, recordar que para Aristóteles la pasión cede más ante la fuerza que ante la argumentación. El gobernante es legislador y puede introducir en sus iniciativas una propuesta ética para la educación y la vida social. Las leyes deben regular la educación, pues tienen fuerza obligatoria y expresan una cierta prudencia e inteligencia (EN, X.9, 1180a, 22). Esto explica por qué, quien legisla, es el mejor educador: regula por las leyes el cuidado y la manera de vivir de los jóvenes (EN, X.9, 1179b, 34-35). Da igual si las leyes a las que nos referimos son escritas o no, como también si la educación se dirige a un individuo o a la multitud. Lo relevante es educar sobre la base de las leyes apropiadas.

Ahora bien, en lo referente a que sea el gobernante–legislador quien se encargue de la educación, Aristóteles reflexiona si es mejor la educación común o la educación que tenga en cuenta los casos particulares, como lo es la educación familiar. Su postura es que la educación particular es preferible a la común y para ello utiliza una analogía basada en la medicina (EN, X.9, 1180b, 9-11). Un enfermo de fiebre puede beneficiarse de un tratamiento general, pero es posible que bajo ciertas condiciones, este tratamiento general no sea el más conveniente (EN, X.9, 1180b, 9-10). Por ello, el estagirita concluye:

Parecería, por consiguiente, que lo individual alcanzaría mayor precisión si el cuidado fuera individual, pues cada uno alcanza mejor lo que le viene bien (EN, X.9, 1180b, 11-13).

Esto parece ser contradictorio con la enseñanza aristotélica respecto a que la exposición de casos particulares es menos exacta que la exposición de lo general (EN, II.2, 1104a, 5-7). Sin embargo, aquí la intención de Aristóteles es otra: que lo que caracteriza la actividad del médico —como también la del legislador-educador— es la especialización en lo individual:

Pero incluso aplicarían el mejor tratamiento individualmente tanto el médico y el gimnasta, como cualquier otro «que supiera cuál es bueno, en general, para todos y cuál para los de tal condición. Pues las ciencias toman su nombre y son de lo general». Y, desde luego, nada impide, quizá, que cuide bien a un individuo uno que carece de conocimientos científicos, pero que ha observado atentamente a través de la experiencia los resultados en cada caso. Lo mismo que algunos parecen ser los mejores médicos de sí mismos, pero no podrían servir en nada para otro. Mas quizá no por ello parecería menos que el que quiere ser técnico o conocedor teórico debe acudir a lo general y debe conocer también esto en la medida que le sea posible. Pues ya se ha dicho que las ciencias versan sobre ello. Quizás, entonces, también aquel que quiere hacer mejores a los hombres —ya sean muchos o pocos— a través de un tratamiento debe intentar hacerse versado en legislación, si es que nos hacemos buenos a través de las leyes. Porque el disponer bien a cualquiera y al que se ofrece no es propio de cualquiera, sino si acaso, del que sabe, lo mismo que en Medicina y en las demás disciplinas en las que hay un tratamiento y un uso prudente (EN, X.9, 1180b, 13-25).

Aristóteles subraya que las cosas particulares, por ser indeterminadas, no caen bajo el dominio ni del arte ni del precepto (EN, II.2, 1104a, 5-7). En cambio, también considera que el énfasis está puesto en el cuidado (epimeleía) de lo particular, que requiere contar, eso sí, con una comprensión universal y con la experiencia (EN, X.9, 1180b, 13-23). El médico, al tener un conocimiento universal, puede atender mejor el caso individual.

Esto que vale para la medicina vale, asimismo, para quien desea hacer buenos a los ciudadanos a través de buenas leyes. Habrá que adquirir ciencia legislativa y prudencia sin prescindir de una o de otra. ¿Cómo se adquiere este conocimiento? Para responder a esto, Aristóteles distingue entre aquellos que enseñan un arte y lo ejercen (como los médicos), y aquellos que pretenden enseñar teoría política sin experiencia política (como los sofistas). Asimismo, también existen quienes son políticos empíricos y se apoyan en su «experiencia» pero con escasa reflexión y, por supuesto, no logran enseñar a nadie realmente. Aristóteles, concede que estos últimos al menos cuentan con experiencia, mientras que es implacable señalando la vaciedad de los sofistas: son como los que quieren ser médicos pero no cuentan con experiencia clínica (EN, X. 9, 1181b, 9-12 y 1181b, 2-6).

Tengo la impresión de que esto nos da una pista importante. Para Aristóteles, la educación impartida por el gobernante legislador requiere de alcanzar a las personas en su contexto. Por ello, la función del gobierno no puede pasar por encima de quienes cercanos a esta circunstancia concreta pueden educar mejor: la familia, los amigos, la escuela. De este modo, la función educativa del gobierno no invade el territorio de lo particular y concreto sino que reconoce el valor de quienes, en el fondo, son autoridad cercana para el individuo que requiere de educación.

Para educar políticos que eventualmente puedan educar ciudadanos

Ahora bien, desde este enfoque, las dificultades para educar a la ciudadanía en la vida moral disminuyen, aunque no se anulan. ¿Cómo puede un gobernante colaborar a la moralización de su sociedad?

Desde nuestro punto de vista, sólo se puede responder estas preguntas reconociendo que la aproximación concreta de un proyecto educativo a una persona —digamos, a un joven— no le corresponde al gobernante más que de manera general, pero las particularidades sobre cómo realizar esta propuesta, aquí y ahora, serán responsabilidad, por ejemplo, de los padres, de los maestros y de los propios amigos, que necesitan tener un cierto grado de conocimiento sobre el alma y la virtud, y experiencia real que permita un ejercicio prudencial de la práctica educativa, por ejemplo, en el seno de la familia o de la escuela.

Es precisamente así como puede entreverse que la doctrina aristotélica sobre el gobernante como terapeuta del deseo nos permite imaginar que lo más conveniente es que el propio gobernante provenga de una experiencia educativa como la que hemos descrito. Sin buena escuela y una familia que viva la virtud, un gobernante se desfonda.

En efecto, la virtud en el gobernante no se improvisa. Las virtudes que se ejercen en la vida pública se cultivan en la vida privada. La virtud del gobiernante no puede ser fruto de una «capacitación» rápida y mucho menos de un mero «trainning» con fines mercadotécnicos. Para el Estagirita, la educación es un bien arduo que requiere de paciencia. Esto aplica también para introducir al político al estudio riguroso y a la práctica de las virtudes; en especial, de la prudencia, hábito operativo indispensable para poder actuar en el aquí y en el ahora.

La prudencia no se enseña a través de clases teóricas, sino decidiendo y revisando las decisiones a través del consejo adecuado de una amistad que nos acompaña a la hora de enfrentar las visicitudes de un mundo complejo y contingente. La prudencia puede disolverse en ideología cuando se le confunde con una mera habilidad práctica para sobrevivir en los juegos y rejuegos del poder.

Conclusión

Agradezco a Héctor Zagal que haya colocado estos temas sobre la mesa. Temas de investigación filosófica y de responsabilidad social. Contextos lejanos como el de Aristóteles —con la ayuda de un filósofo tan experimentado como Héctor Zagal— nos permiten redescubrir que la inteligencia está llamada a pensar meta-contextualmente para aprender de los contextos. Y, en el fondo, para rehabilitar el valor de la racionalidad práctica y de su momento sapiencial —la prudencia— ante el pragmatismo irresponsable de quienes usan y abusan del poder. Temas, por otra parte, que requerirán de otras investigaciones.3

Referencias

Aristóteles. (2005). Ética a Nicómaco. Traducción de J. L. Calvo Martínez. Madrid: Alianza.

Aristoteles (2007). Política.Traducción de M. García Valdés. Madrid: Gredos.

Aubenque, P. (2010). La prudencia en Aristóteles. Buenos Aires: Los Cuarenta.

Barnes, J. (1999). “Life and Work”. In The Cambridge Companion to Aristotle. Cambridge: Cambridge University Press, pp. 1-26.

Berti, E. (2012a). Profilo di Aristotele. Roma: Studium.

Berti, E. (2012b). El pensamiento político de Aristóteles. Madrid: Gredos.

Düring, I. (1957). Aristotle in the Ancient Biographical Tradition. Studia Graeca et Latina Gothoburgensia,Vol.V. Gothenburg: Institute of Classical Studies.

Guariglia, O. (1997). La ética en Aristóteles o la moral de la virtud. Buenos Aires: Eudeba.

Jenofonte. (1993). Recuerdos de Sócrates. Madrid: Gredos.

Varela, L. E. (2014). Filosofía práctica y prudencia. Lo universal y lo particular en la ética de Aristóteles. Buenos Aires: Biblos.

Volpi, F. (2017). “Rehabilitación de la filosofía práctica y neo-aristotelismo”. En Anuario Filosófico, 50, n. 1, pp. 189-214.

Zagal, H. (1991). Retórica, inducción y ciencia en Aristóteles. Ciudad de México: Publicaciones Cruz O.

Zagal, H.(2005). Método y ciencia en Aristóteles. Ciudad de México: Universidad Panamericana / Publicaciones Cruz O.

Zagal, H.(2013). Fidelidad, virtud, placer. La vida buena según Aristóteles. Ciudad de México: Ariel.

Zagal, H. (2014). Amistad y felicidad en Aristóteles. Ciudad de México: Ariel.

Notas

1 Entre sus obras de cuño aristotélico, pueden verse: Zagal (1991); Zagal (2005); Zagal (2013); Zagal (2014).

2 Sobre las fuentes biográficas de Aristóteles pueden verse: Düring (1957); Barnes (1999); Berti (2012a).

3 Para proseguir con estos temas, véanse: Aubenque (2010); Volpi (2017); Varela (2014).

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ISSN: 2007-2406
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Num. 29
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