Presupuestos, exigencias y efectos de la donación recíproca en Amor y responsabilidad de Karol Wojtyła.
Luz María Álvarez Villalobos
Presupuestos, exigencias y efectos de la donación recíproca en Amor y responsabilidad de Karol Wojtyła.
Revista de Filosofía Open Insight, vol. X, núm. 18, 2019
Centro de Investigación Social Avanzada
Luz María Álvarez Villalobos luzmaria.alvarez@up.edu.mx
Universidad Panamericana, México
Recibido: 27/10/2017
Aceptado: 21/11/2018
Resumen: Este artículo expone cómo Amor y reponsabilidad de Karol Wojtyła contiene los elementos necesarios para demostrar los efectos de la donación recíproca –en el amor– entre un hombre y una mujer. La primera parte, presenta los presupuestos wojtylianos: la distinción entre objeto y sujeto, el sentido del placer y el de la tendencia sexual, así como la norma personalista. La segunda parte aborda las exigencias de la mutua donación, como las expone Wojtyła. En la tercera parte, la autora despliega las reflexiones wojtylianas de los efectos de la donación mutua, llevándolas a sus últimas consecuencias.
Palabras clave: amor, fecundidad, libertad, persona, plenitud.
Abstract: This paper is an attempt to show that Karol Wojtyła’s Love and Responsibility portrayed the necessary set of elements to demonstrate the effects of mutual donation–in love–between a man and a woman. In the first part, I will state Wojtyła’s presuppositions: the distinction between object and subject, the sense of pleasure and the meaning of sexual tendency, as well as the person- alistic nor m. The second par t deals with the demands of the mutual donation, as explained by Wojtyła. Finally, in the third part, I will reflect on the unfolding of the Wojtylian reflections on mutual donation, taking them to their last consequences.
Keywords: Fecundity, Freedom, Fullness, Love, Person.
Los presupuestos wojtylianos de la donación recíproca
El libro Amor y responsabilidad, 1 de Karol Wojtyła, se inserta tanto en el realismo metafísico como en el redescubrimiento de la subjetividad de la filosofía moderna. Para Wojtyła, la verdad sobre el hombre es sinfónica (Balthasar, 1979): al conocimiento de la verdad sobre el hombre no se llega sólo por la vía de la razón, pues lo que busca no es –en términos aristotélicos– sólo επιστήμη o νόησις, sino sabiduría –σοφία–, que integre todos los saberes sobre el hombre. Su objetivo es descubrir cómo debe comportarse el hombre ante la entrega de su propia persona –φρόνησις– y para ello hace fructificar las aportaciones tanto de la filosofía de la conciencia –νόησις–, como de la filosofía del ser –επιστήμη–. No es suficiente el estudio de la sustancia aristotélicotomista para comprender al hombre, como tampoco lo ha sido la filosofía de la conciencia. Habría que ir un paso más adelante para asumir la aportación de cada una de ellas, así como para articularlas de tal manera que ayudarán a profundizar en el conocimiento sobre la persona (Weigel, 1999: 181). Por eso, al inicio de Amor y responsabilidad, Wojtyła demarca la naturaleza peculiar del objeto a estudiar, lo que le permite señalar el alcance metafísico de sus reflexiones sobre el hombre. En la primera parte, Wojtyła construye los cimientos sobre los que edificará algunas verdades del amor entre un hombre y una mujer, fruto de la experiencia de todo ser humano, que tendrá por incontrovertibles.
Wojtyła, en primer lugar, subraya la diferencia entre «objeto» y «sujeto» (Buttiglione, 1992: 104-108); al referirnos al ser humano, “sería mejor hablar de sujetos antes que de objetos” (AyR: 469-474), pues el sujeto es aquel en quien está la existencia, quien existe para y en sí y no solamente para ser advertido (AyR: 469). 2
En segundo lugar, distingue los conceptos de «gozar» y «usar» (AyR: 474-493), concluyendo que, entre personas, el uso es contrario al amor debido a la interioridad que caracteriza al ser humano y que no poseen los animales (AyR: 471-473).
En tercer lugar, analiza la definición de persona de Boecio y del Aquinate. Del primero, subraya la individualidad; 3 del segundo la subsistencia. 4 De ambos acentúa la racionalidad que, junto con la libertad, son las manifestaciones más evidentes de que, en el hombre, hay una plenitud y una perfección tan ricas y concretas, que no se le puede llamar de otra forma más que «persona» (AyR: 470).
En cuarto lugar, une los hilos anteriores con el mandamiento del amor y la norma personalista, que es el punto medular de su argumentación. Tal y como rescata las definiciones clásicas de persona, Wojtyła se apoya en la segunda fórmula del imperativo kantiano (GMS, 4: 429) pero la justifica y le da otra dirección (Ferrer, 2007). 5
La norma personalista dice que “la persona es un bien tal, que sólo el amor puede dictar la actitud apropiada con respecto de ella” (AyR: 494). Al apuntar al amor, expande sus posibilidades en la inagotable creatividad humana de hacer el bien. Esto es, la naturaleza racional permite comprender que, si el otro es persona, entonces no se le puede tratar de una manera inferior a como uno quisiera que lo trataran porque es un bien similar a lo que cada uno es. Se puede tratar a la persona como un medio, únicamente si ambos deciden libremente perseguir el mismo bien y es de verdad un bien (Wojtyła, 2005: 1026-1027). 6 La reformulación wojtyliana ordena: “Cada vez que en tu conducta una persona es el objeto de tu acción, no olvides que no has de tratarla solamente como un medio, como un instrumento, sino que debes contar con el hecho de que ella misma tiene, o por lo menos debería tener, su propio fin” (AyR: 470): usar a la persona es lo más contrario a su naturaleza, pues la persona es un bien que al mismo tiempo es fin. Si el máximo bien que posee cada ser humano es su propia persona, no hay nada mejor que pueda dar y no hay nada más valioso que pueda recibir que a otra persona; mas esto al modo de un don y no como un objeto en propiedad. Por consiguiente, nada podría justificar la donación propia sino la recepción de otra persona. La donación propia y recibir como don a la otra constituye la entrega diacrónica y dinámica de la intimidad: de lo que es, de lo que está siendo y de lo que será.
En quinto lugar, analiza el papel del placer en las relaciones sexuales, donde pareciera que el hombre se sirve de la mujer como medio para experimentar placer y viceversa ( AyR: 475). Wojtyła advierte que el ser humano puede elegir el placer como un fin (AyR: 485); sin embargo, el cuerpo y la sexualidad no pueden ser usados sin más, sin ir en detrimento de la persona, pues no debe ser sólo un objeto o un medio para la otra. Ser persona debe llevar a aceptar la subordinación del disfrute del placer, al amor. Una relación sexual verdaderamente humana exige que se busque el verdadero bien de la otra persona en su totalidad y no solamente su cuerpo. Buscar únicamente disfrutar del otro para conseguir placer, necesariamente excluye al amor, pues el placer no es un fin, sino un accidente inferior a la persona. La unión bilateralmente acordada de usarse es la suma de dos egoísmos que buscan, como reza el principio utilitarista, el máximo de placer y el mínimo de dolor como fin supremo. Dos egoísmos, porque en cuanto uno de los dos no sirve al otro como fuente de placer, es posible desecharlo como cualquier objeto. Quien acepta como principio la utilidad y actúa así, tendrá que concluir que “es necesario que me considere a mí mismo como instrumento y medio, puesto que así considero yo al otro” (AyR: 492-493). La búsqueda del placer como fin termina excluyendo por completo al amor. De hecho, el principio utilitarista es radicalmente opuesto al natural amor a uno mismo al permitir, en el mejor de los casos, ser usado como objeto. 7 Es lógico que, quien no se ama a sí mismo, tampoco puede amar a otro, pues quien no busca el bien para sí, menos lo buscará para alguien más. No es que suceda primero una cosa y luego la otra, sino que una lleva a la otra: no amarse impide amar y no amar impide amarse. Para poder amar a alguien es necesario amarse a uno mismo: que me traten como persona. Sin embargo, cuando una persona que no se ama a sí misma advierte que es inmerecidamente amada por alguien, experimentará el gozo de la gratuidad del amor y podrá descubrir que vale mucho más de lo que imaginaba. El profesor Ratzinger lo decía así: “Quien puede aceptarse a sí mismo, ha conseguido el sí decisivo. (...) Y quien puede aceptarse, puede aceptar también el tú (...). La razón de que un hombre no pueda aceptar el tú, es que no puede aguantar a su yo” (Ratzinger, 1985: 92).
En sexto lugar, subraya que la tendencia sexual –opuesta al instinto animal– apunta al amor de concupiscencia, como lo llamaban los medievales (AyR: 536). La sexualidad humana configura de una manera concreta a la persona: no responde simplemente a la reproducción, sino que muestra que ambos, varón y mujer, son igualmente humanos, pero su modo de ser es diferente. Es decir, no es lo mismo ser varón que ser mujer. Evidentemente, se complementan en el aspecto fisiológico, pero también ontológicamente. El ser humano es una unidualidad, una unidad de dos: ambos reflejan en plenitud la realidad del ser humano. La tendencia sexual responde al amor de concupiscencia, que es desear un bien para sí (AyR: 537), a diferencia del de benevolencia, en el que la persona le desea un bien a otra y está dispuesta a conseguírselo.
La fuerza de la tendencia sexual acerca a dos personas de distinto sexo como punto de partida del amor. Tal impulso es tan grande que puede contribuir a mantenerlas unidas a lo largo de sus vidas, siempre y cuando decidan ponerlas al servicio de la persona y no al revés (AyR: 759).
A su vez, la conciencia de esa fuerza le revela a la persona que quedarse sólo en el deseo de la concupiscencia lo alejará de la persona que despierta ese deseo (AyR: 537), pues quien se enfoca exclusivamente en los valores sexuales, terminará en una relación puramente erótica que llevará a ambos a un hastío tal que ninguno buscará el bien del otro, sino simplemente la explotación del otro como objeto de placer, hasta que termine por hastiar a ambos (AyR: 549).
Octavio Paz lo sintetiza en unas pocas, pero profundas palabras: “El erotismo es una infinita multiplicación de cuerpos finitos. El amor es el descubrimiento de un infinito en una sola criatura” (1989: 100). Si el amor no es benévolo, sólo es una apariencia que oculta el egoísmo. Así, las personas que se desean son interpelados entre sí: ¿qué me puedes ofrecer si, al desearme como el único bien digno para ti, me concibes como un bien del mismo valor que tú mismo? La única respuesta es la benevolencia: “sólo busco tu bien”, que lleva al sujeto a materializarlo con los actos acercando el auténtico bien al otro y el mayor bien que se puede ofrecer es la propia persona. Así, lo que comenzó como un deseo, pide cada vez más: tiempo, espacio, sueños, futuro, hasta el don recíproco, total y exclusivo de sí mismo.
El amor no puede ser unilateral, ni es la suma de dos egoísmos, sino la libre voluntad de ambos de buscar el bien mutuo. Entonces es posible hablar de un amor maduro que ha pasado del estado germinal. El deseo de reciprocidad afirma el carácter inviolable de la libertad del otro, que presupone una igualdad entre ambos y no una sumisión o dominio por parte de alguno. Por lo que la tendencia sexual empuja a la persona a buscar como objetivo inmediato a otra, como resultado de una necesidad ontológica de complementarse: ni la mujer tiene las características propias del varón, ni éste las de ella. De cualquier manera, el telos de la tendencia sexual desde una perspectiva netamente biológica es la procreación: ser sexualmente distintos los hace fisiológicamente complementarios: uno a la otra se hacen fecundos.
Ahora bien, el amor de concupiscencia elevado por la benevolencia ensancha y plenifica la existencia porque para realizarse necesita de la persona entera: alma y cuerpo. Más aún, eleva el placer a un auténtico éxtasis que los hace gozar con el otro, no solamente del otro. La libre renuncia del yo por el otro, hace nacer un nosotros. Ya no es un amor de ella y un amor de él, sino un amor único que los une en un nosotros. Es amor verdadero cuando las dos voluntades miran en la misma dirección hacia su bien.
Por último, Wojtyła dice que no puede haber amor sin libertad; o se ama libremente o no es amor. La manera de desplegar la libertad y llevarla a la plenitud es que ésta encuentre un por qué y lo único que le da sentido es el amor. El hombre desea el amor más que la libertad, porque la libertad es un medio y el amor un fin (AyR: 596). La persona desea un amor verdadero con el cual comprometerse, pero al mismo tiempo experimenta una cierta tensión entre la tendencia que los acercó y las exigencias que surgen de la verdad sobre la persona. Entonces, la libertad cobra un sentido primordial: exige responder y comprometerse. En síntesis, el telos de la libertad es el amor. La libertad está hecha para amar buscando el verdadero bien que lleve a la persona a la plenitud y la felicidad. La forma más plena de amar es desearle un bien tan grande al otro, que entregue el bien más preciado que puede ofrecer: la propia persona. La finalidad de la libertad es la donación recíproca entre dos personas de sexo distinto: tanto su corporeidad biológica como su interioridad espiritual.
En conclusión, la entrega total, exclusiva y recíproca entre personas, es la decisión más radical que puede realizar el hombre, pues es el acto libre más pleno del que es capaz pero que, como se trata de personas, no se agota en un acto en un punto del tiempo, sino que debe ser una decisión omniabarcante de todos los actos de la vida humana. Se podría afirmar que es una acción diacrónica destinada a reconfigurar a las personas que libremente lo han decidido.
Las exigencias de la donación recíproca
Wojtyła parte del valor y la centralidad de la persona para derivar de éste el deber que se desprende de la verdad acerca de la persona. La norma personalista de la acción entrelaza inseparablemente los conceptos de persona y amor a través del vínculo objetivo del bien común: entonces, la única manera justa de tratarla es el amor. El amor sólo puede ser entre personas: uno y otro se reclaman mutuamente. Articula el bien en esta misma fórmula: el amor implica el bien y el máximo bien es la persona puesto que es un fin en sí misma. A simple vista, parece un asunto sencillo; sin embargo, en la vida real no es así: es un trabajo arduo y exigente que comprende toda la vida. La capacidad de autodeterminación es un regalo y, a la vez, una tarea a realizar para llegar a la plenitud. Una tarea que está dirigida a la donación de la propia persona y a elegir a quién se le entregará, al mismo tiempo que a acoger a la otra persona que, recíprocamente, se ofrece como un don inmerecido. Hombre y mujer, al amarse y entregarse libre y recíprocamente, desean que aquello no acabe nunca, intuyen que es la decisión más trascendente de su vida y anhelan que su amor sea fecundo: que la otra persona sea feliz y que ese amor se materialice en los hijos. El amor de benevolencia es creador: ambos desean formar una familia. La realidad, incluso en las regiones del mundo donde se vive un estilo de vida hedonista y liberal, hombre y mujer buscan el matrimonio precisamente cuando quieren formar una familia.
La donación recíproca es el acto supremo de la libre voluntad: es ofrecer la propia vida y recibir la persona de otro sin merecerlo. Lo que sucede es que el don supera el mérito, porque su norma es sobreabundar (Benedicto XVI, 2009: 34). No son dos personas que se dan mutuamente su cuerpo, sino también, especialmente, su espíritu. Lo disponen libremente no para un solo acto, sino para toda la vida. Por esto, la donación no puede ser únicamente sincrónica – aunque en su origen lo es– y detenerse sólo en un acto. Es también diacrónica: comprende el pasado, el presente y el futuro de ambos, así como recibir al otro como un don, a quien debe ayudar a darle sentido al pasado y hacer fructificar el hoy en el mañana.
❖ La libertad El acto inicial de la entrega no es arrancar un programa y echarlo a andar, sino que exige la creatividad de la libertad. Es la decisión más ardua y compleja que alguien puede tomar, porque compromete la vida entera y conlleva la posibilidad intrínseca de dar fruto: llamar a la existencia a nuevas personas. Por eso debe ser libre, recíproco y sincrónico: exige que ambos den su consentimiento y que, además, lo hagan en el mismo acto. La donación mutua va mucho más lejos que la simple entrega de un objeto en el que, quien lo da, pierde toda responsabilidad sobre él aun cuando tenga garantía. La garantía de un objeto es una especie de seguro contra los vicios ocultos. Sin embargo, nos encontramos ante una paradoja: la libertad es un riesgo que supone la imposibilidad de calcular y, por tanto, de garantizar nada, en el sentido real de la palabra. En el espacio de la libertad y por lo tanto del amor, no existen cantidades ni cálculos, porque ni siquiera se conoce uno a sí mismo y no se sabe si será capaz de afrontar la palabra y el consentimiento dado. El compromiso de la entrega personal únicamente se puede expresar en el acto inicial, pero no garantizar. El compromiso no es hacer o entregar algo, sino ofrecer la propia voluntad sobre la que sí se tiene poder. Efectivamente, la libertad es un riesgo, pero es lo único que posibilita a amar.
La libertad y el amor no sólo están al principio sino también al final, pues tienen un poder que abarca y da origen a todo el ser. En el hombre, la libertad está por encima de la necesidad o la tendencia. La sobreabundancia de la libertad que muestra infinitas opciones de elección, en el amor, apunta a una sola persona y la elige entre millones. Es una elección y una renuncia porque la libertad es para el amor. De la misma manera que el pensamiento es creador cuando se dirige al amor.
La plasticidad de la persona por la libertad manifiesta el esfuerzo que se requiere de la voluntad para poder amar. El amor no es un sentimiento, sino un continuo acto de la voluntad que requiere de la inteligencia, de los sentidos y de todas las capacidades del hombre que apuntan a la entrega propia a una persona concreta. Se requiere una continua decisión de seguir amando a la persona que entregó la vida, pues ambos han llegado a este punto por una decisión libre que compromete su vida entera y toda su persona, pero a partir del acto de donación el amor exige cada vez más.
❖ La exclusividad La donación mutua exige exclusividad: una libre renuncia para entregar la propia persona a nadie más que a la persona que se eligió darse. Es una afirmación y una negación: es decir sí a una persona concreta y la negación a todas las demás para entregarle la propia persona. A partir del momento en que se da a conocer la entrega ante la comunidad, ya no es sólo lo que subjetivamente siente uno por el otro, sino que da paso a un vínculo objetivo creado libremente por ambos. Pero ¿tendrá alguna importancia hacerlo público si es un compromiso entre dos? Cuando se aman con un amor de benevolencia y se sienten seguros de querer entregarse mutuamente, ambos desean que la comunidad reconozca también el vínculo objetivo de unión y no solamente permanecer con el deseo de hacer el bien.
El amor entre un hombre y una mujer inicia con una enorme carga subjetiva enfocada a un sujeto concreto que es la persona que ejerce la atracción. Conforme madura el amor, la materia objetiva se ensancha y deja un poco de lado la subjetividad. A partir del acto inicial de la donación recíproca, se apoya en un vínculo objetivo y no solamente en lo que cada uno siente subjetivamente. Con frecuencia se observa la falsa creencia de que la expresión de la decisión de la donación recíproca a la comunidad –el matrimonio religioso o civil– afianzará una relación endeble o tambaleante. La experiencia dice que no es así. El error consiste en creer que el vínculo es la causa del amor, cuando en realidad es lo contrario: el vínculo es una consecuencia del amor benevolente.
Al inicio del amor existe una especie de inseguridad: ambos sienten intensamente el amor, pero son conscientes de la fragilidad de aquello que los une. Saben que no tienen derecho al amor de que son objeto, pues es un regalo inmerecido y que, por eso mismo, en cualquier momento puede acabar. No hay una razón por la que una persona haya elegido a la otra, pero quiere estar con ella y es recíproco. Es así que la conciencia de fragilidad lleva a ambos a desear un vínculo objetivo. No es una imposición externa que encadene a dos personas, sino su propia voluntad que los hace desear que esa unión sea para toda la vida.
Es evidente que el hombre desea un amor verdadero y, para alcanzarlo, tiene que excluir la posibilidad de que la otra persona entregue su persona a nadie más: pide ser exclusivo. Es suficiente con observar lo que sucede a las personas con filosofías de vida liberales y disolutas cuando recurren al matrimonio: expresan públicamente y con una certeza absoluta que han encontrado al «amor de su vida» y por eso contraen matrimonio. Además, desean tener hijos y formar una familia con esa persona. Quieren que esa unión se convierta en una relación objetiva que sea reconocida por la sociedad y que sea para toda la vida.
La idea de que lo uno y lo general es siempre lo más perfecto, a diferencia de lo múltiple y lo particular, que ocupa un lugar menor en la jerarquía de las sustancias, lo aprendimos de los griegos (Velázquez, 1998: 145-146). 8 Sin embargo, el amor demuestra lo contrario: lo particular, la persona, es lo supremo. La singularidad de cada persona en su actuar libre, permite inferir que esa irrepetibilidad es realmente lo excelso. El amor exige exclusividad y siempre es entre dos personas. No es verdad que una madre quiere a todos sus hijos. Estrictamente, quiere a uno y quiere a otro. Esa es una relación exclusiva entre ella y ese hijo. Entre ella y otro hijo, y otro. El verdadero amor es exclusivo, mas no excluyente. Entre un varón y una mujer, si no es exclusivo, entonces no es amor, sino únicamente erotismo o promiscuidad.
En la donación recíproca, el vínculo objetivo del bien crea una relación de amor entre esas dos personas diferentes en forma de ser, pero complementarias. La elección de una persona concreta no está determinada por el azar o por sus atributos, lo que manifiesta que es forjada por la libertad desde su inicio. Muchas veces sucede que ni siquiera se conoce el nombre de la persona que atrae; sin embargo, se le identifica perfectamente y hacia ella va dirigida la atención: no es lo mismo una que otra. Conforme el amor crece, la exclusividad se hace más patente. La persona que ejerce atracción sobre la otra ocupa cada vez más la interioridad del otro: sus pensamientos, sus deseos y su imaginación. Cuando ambos se comprometen a darse recíprocamente, lo hacen no como anónimos, sino él para ella y ella para él. Pero no se comprometen sólo a conseguir un bien común, como en la amistad, sino que ellos mismos se ofrendan como un bien para el otro y se reciben mutuamente. Una vez que lo han hecho, no se pueden conformar con que la otra persona mantenga su decisión sólo si le place o si no encuentra a alguien más en el camino.
El vínculo objetivo que ambos decidieron y aceptaron libremente pide ahora que se mantenga mientras ambos estén con vida y desean que sea fecundo.
❖ La totalidad En la donación recíproca, el amor es omniabarcante: pide la totalidad corpóreo-espiritual y la actualización diacrónica. Exige lo mejor de las personas: el continuo y mayor bien. La persona que ama y que se sabe amada, descubre que puede ser mejor para el otro; Pedro Salinas lo expresaba así:
Perdóname por ir así buscándote tan torpemente, dentro de ti. Perdóname el dolor, alguna vez. Es que quiero sacar de ti tu mejor tú. Ese que no te viste y que yo veo, nadador por tu fondo, preciosísimo (1978: 75).
La entrega total de la persona apunta a un proceso diacrónico. El amor benevolente que lleva a las personas a entregarse mutuamente, no significa pasar un tiempo con alguien ni compartir la vida, sino darse al otro. No durante unos días o cuando ambos deseen tener relaciones sexuales, sino a lo largo de la vida entera: todo lo que conforma su pasado, lo que cada uno es y lo que llegará a ser.
La libertad hace posible el acto de la voluntad de entregar incluso el incierto futuro. Es aquí donde quizás se observa que el pasado deja huella en la persona e influye en el presente y en el futuro. En el ser humano, el pasado tiene un carácter ineludible que se presenta como un factor decisivo en el desarrollo de la vida humana: de alguna manera configura el presente y el futuro. El pasado no se puede borrar ni cambiar: es constitutivo de cada persona. No es un factor determinante, pero tiene un peso específico. Las elecciones acerca de la forma de vida configuran y dejan huella en la persona formando hábitos –positivos y negativos– que difícilmente se pueden desarraigar. Sin embargo, el amor verdadero puede ayudar a la persona a modificar sus hábitos y dirigirlos al bien. Por eso, no es extraño que la intensidad propia del amor en estado germinal, provoque un cambio positivo: la persona que ama proyecta al futuro lo mejor de la persona amada y ésta es capaz de descubrirse a sí misma mejor de lo que es, a través de la mirada del otro. Cuando llega el momento de la entrega total, el amor es capaz de llevar a ambos a un verdadero éxtasis –salirse de uno mismo– que posibilita un autoconocimiento más profundo y un enriquecimiento del ser mismo (AyR: 586). Es el reconocimiento del yo a través del otro. Es por esto que el amor es afirmar a la persona: reconocerla y amarla tal como es y ayudarle a terminarse a sí misma y llegar a la plenitud.
La libre decisión del don total de sí es la actualización permanente de la entrega: es desear, pensar y hacer en función de la persona a la que se ama, pues todos los actos y decisiones que impliquen la propia vida ya no pertenecen a uno solo, porque ha entregado su persona, buscando el bien del otro y de las personas que comiencen a existir como fruto de su amor. Por añadidura, es ser uno con el otro sin dejar de ser uno mismo: es la unidad en la pluralidad y la pluralidad en la unidad. Implica no perder la propia identidad, sino enriquecerla abriéndose al otro: es afirmar el tú y aceptar el yo. La unidad de la diferencia afirmada desde el inicio, da lugar entonces a un nosotros: la unidad que da origen a la multiplicidad. De ahí que la donación recíproca es una relación que lejos de ser accidental, revela ser una dimensión de la sustancia que es causa del ser: el amor (AyR: 575).
El amor necesita de la libertad. La esencia del amor es el compromiso de la libertad (AyR: 576). Sin embargo, la experiencia de la libertad auténtica es inseparable de la verdad acerca del hombre: que tanto la tendencia sexual como la afectividad deben estar ordenados al amor, es decir al verdadero bien de la persona. El amor engloba la existencia entera y tiene sabor de eternidad (Benedicto XVI, 2005: 6). Por eso, es posible afirmar que el amor es verdad y la verdad es amor. En definitiva, si el hombre es una unidad radical que llamamos persona, sólo el amor puede articular integralmente la realidad cuerpo/espíritu y unir a dos personas concretas que han decidido entregarse mutuamente apuntando a la plenitud de ambas.
❖ La incondicionalidad La donación recíproca exige una total incondicionalidad: a diferencia de la entrega de un objeto, que se puede usar, prestar o tirar, la entrega de una persona no puede darse sin el consentimiento pro- pio y sin una correspondencia. No es una compensación, pues no se habla de un objeto por el que se paga el precio acordado, en el que la destrucción u obsolescencia del objeto una vez que se ha llevado a cabo el trato, ya no es responsabilidad del propietario original. La donación de la propia persona supone la conciencia de que no es sólo un acto de entrega y, a partir de ahí, que se pueda desentender del don o regalo que ha hecho a la otra persona, sino que implica una actualización continua de la donación a lo largo del tiempo y mientras se tenga vida y se pueda disponer de ella. Asimismo, supone recibir a la persona del otro de la misma manera: a lo largo del tiempo hasta la muerte. Tanto la entrega como la acogida, aunque necesitan la expresión del consentimiento en un acto concreto y simultáneo, no se agotan en él. Es una especie de consentimiento retroactivo, una entrega/acogida diacrónica. Esto es, la entrega se actualiza a lo largo del tiempo en cada acto libre de ambas personas. El refrán popular “nadie da lo que no tiene” se hace patente en el acto de la donación recíproca. Es necesario poseerse para poder entregarse; no obstante, la donación del propio yo y la acogida del don de la otra persona coadyuvan en esa ardua tarea de poseerse a sí mismo: de ser dueño de sí en busca del bien del otro. La causa es que la persona es capaz de autoposeerse y, por tanto, de darse a sí misma.
La incertidumbre del propio futuro hace a ambos conscientes de que no entregan al otro «algo» con garantía, de que ignoran incluso su propio futuro y al mismo tiempo reciben a la persona del otro con su contingente realidad. Aun cuando lo que comprometen es su libertad y todo lo fortuito que ésta implica, el don de sí entraña la voluntad para siempre, porque el único garante es la palabra dada respaldada por quien la ofrece. En ese sentido, el amor es un acto de fe, de confianza en una persona concreta con rostro y nombre, con una historia única a la que está uniéndose a partir del acto de entrega mutua. Ambos comienzan a escribir una nueva biografía que, si fructifica, dará origen a nuevas biografías que nada ni nadie podrán borrar de la historia. En definitiva, la donación recíproca es el acto de fe más riesgoso y, a la vez, el más trascendente que un hombre pueda realizar. Por el contrario, condicionar la entrega supone pedir garantía: si pasa esto o si no se cumple aquello, entonces puedo devolver el producto. Sin embargo, como no hay nada que valga más que la persona, nada puede hacer de garante en la entrega de la persona más que ella misma. Si realmente es amor, la entrega no puede condicionarse a algo, porque «algo» tiene siempre un valor menor que «alguien». Los recientes acuerdos prenupciales de las sociedades del mal llamado «primer mundo» muestran que ninguno de los dos está dispuesto a un amor de benevolencia: cuando menos, alguno de los dos realiza una transacción y el otro se presta a ella. En lo más profundo de su ser, ambos perciben que no es el amor lo que los une, sino la utilidad.
❖ La indisolubilidad ¿Puede haber algo que destruya o elimine el vínculo que une a dos personas que libremente han decidido unir sus vidas? Por las re- flexiones anteriores, se podría concluir que no, pero parece haber una pequeña fisura. Si la libertad es necesaria para el amor ¿qué pasará si una de las dos personas pierde la conciencia y junto con ésta, la razón y la voluntad? Es decir, si el amor es un acto de la voluntad ¿qué pasa con el vínculo si, por una enfermedad, uno de los dos perdiera la razón o la capacidad de decidir libremente y, entonces, ya no pudiera actualizar la entrega al otro? ¿En ese momento se podría «rescindir el contrato» o prescribiría la entrega por la incapacidad real de uno de los dos?
Si, de verdad, el amor es la causa de la donación mutua, la entrega no puede estar condicionada a que la otra persona mantenga sus facultades siempre, tal y como fue al inicio de la entrega: esa es la contingente realidad del hombre. Justamente aquí aparece la profunda significación de la acogida de la otra persona como un don. A quien se recibe es a una persona y no sus atributos, ni mucho menos un objeto. Así, es el amor verdadero, incluso en estado germinal: no eran sus atributos los que acercaban al hombre a la mujer o viceversa, sino la persona entera. Esto es, a quien se recibe en el acto inicial de la entrega es a una persona y no únicamente sus cualidades. El compromiso de la libertad tiene el mismo alcance que la vida de las personas: mientras la otra persona tenga vida, uno se responsabiliza –está dispuesto a responder– por el otro. El amor es verdadero cuando realiza su esencia dirigiéndose hacia un bien auténtico y conforme a la naturaleza de ese bien (AyR: 539): nada menos que la persona misma y su naturaleza es de fin, por lo que la donación recíproca es la consecución más completa de la norma personalista. Significa hacerse cargo de la otra persona mientras tenga vida: asumir su existencia como si fuera la propia. En síntesis, la incondicionalidad es la causa de la indisolubilidad.
La trascendencia de la donación recíproca
Wojtyła subraya los aspectos sobre el amor que surgen de la realidad acerca de lo que es el hombre, a través de lo que manifiestan sus acciones y sus más profundas aspiraciones: que la donación recíproca sólo puede ser entre personas y que la libertad es una condición; que el hombre desea más el amor que la libertad, porque la libertad es un medio y el amor un fin; que cuando realmente se ama, se está dispuesto a olvidarse de sí para ver por el otro; que la voluntad de hacerlo es recíproca; que ambos saben que el otro es capaz de visualizarlo mejor de lo que es en realidad; y que la identidad de ambos se ve acrecentada porque ya no se está solo frente al mundo, sino con alguien igual pero distinto y complementario: alguien que busca su verdadero bien. Por otro lado, si el amor consiste en desear el bien al otro, ofrecer el don de sí es el mayor bien que puede dar una persona (Aquino, S. Th.: II-IIae, q. 31). Al ser la máxima manifestación de la autodeterminación, exige una correspondencia recíproca que une a ambos de la manera más permanentemente temporal y envuelve la totalidad de los dos en una relación intersubjetiva «yo-tú», lo que a su vez implica una apertura a la participación, fruto de esa singular donación plena: la paternidad y la maternidad, que da paso a un nosotros inclusivo a otros «tú» diferentes al «yo-tú» fundantes.
Decíamos que las relaciones sexuales entre personas no pueden reducirse a un acto meramente corporal porque la entrega de la propia persona implica la intimidad. Ahora bien, saber que “el otro es más importante que yo” (AyR: 759), purifica de todo egoísmo cada relación sexual e incluso lleva a ambos a dar más de sí en busca del bien del otro: no se anula el placer, sino que, cuando el otro consigue el bien, el placer se eleva a un verdadero gozo. El bien compartido es mucho más gozoso que el de uno solo: le da sentido y hondura a la vida humana. En las relaciones sexuales, ofrecerse como el mayor bien del que se puede disponer, lleva consigo y previamente, la confianza de que aquel a quien se entrega va a cuidar de él. Sólo quien está seguro tanto de su firme decisión como de la disposición de la otra persona de entregarse, es capaz de confiarle su intimidad. La confianza debida al amor elimina el pudor natural de mostrar el cuerpo: esa reacción natural a ocultar de la vista o del conocimiento de los demás aquello que forma parte de la interioridad de cada persona, ya que el pudor responde a una necesidad natural de conservar en el interior ciertos hechos y valores que no se exteriorizan ante personas que son ajenas al mundo interior de esa persona. El pudor sexual es un aspecto del cuidado de la intimidad corporal ligado a los valores que determinan el sexo de la persona, que surge de forma natural en el ser humano y es un efecto de la conciencia, no del orden moral sino en general. En el discutido fenómeno del pudor sexual se observa una cierta regularidad: los valores sexuales se muestran sólo a aquellas personas que se han ganado la confianza y nunca ante la vista de cualquiera. 9
Ahora bien, para que la entrega del cuerpo sea realmente una manifestación del amor, implica entregar no sólo el cuerpo, sino los sentimientos, los afectos, las emociones y el pensamiento, así como las huellas del pasado y las posibilidades futuras, a la otra persona. Si el amor es desear el bien del otro, el deseo de agradar y hacer feliz a la otra persona en un acto que incluye a toda la persona, entonces cada uno deberá poner todas sus capacidades en esa entrega mutua, pues el deseo de ser un bien para el otro en el acto sexual exige un arduo trabajo tanto de la inteligencia como de la voluntad para saber y hacer lo que el otro necesita y no lo que a uno le apetece con el fin de conseguir placer. Las relaciones sexuales exigen siempre dar lo mejor de sí: comprender no sólo los deseos de la otra persona, sino sus sentimientos, sus afectos, su pasado, su persona: compenetrarse en el interior de la otra persona y viceversa. Además, facilitar al otro el conocimiento propio: darse a conocer.
El amor de benevolencia engrandece al de concupiscencia. Transforma el placer deleitable, elevándolo al gozo, al advertir que se es verdaderamente un bien para la otra persona, lo que contribuye a fortalecer el vínculo entre ambos. Pero, ¿qué es lo que sucede en el caso contrario, cuando se tienen relaciones sexuales porque ambos creen amarse, pero no han decidido entregarse total, plena e incondicionalmente? Lejos de unirlos, ambos comenzarán a evidenciar la grieta entre el deseo y la realidad. Aunque crean que se aman, perciben que esa entrega que exige darse enteramente, sólo es aparente pero no real; porque no desean darse mutuamente total e incondicionalmente, sino por esa ocasión o por un tiempo, mientras los dos estén dispuestos. La forma de ser de la mujer hace presa de ella en estas situaciones de tal manera, que al finalizar la relación sexual, el placer se revierte y cede su lugar a una gran insatisfacción y una dramática sensación de vacío interior porque no hay nada que asegure el futuro. En lo más profundo de su ser, experimenta que ha sido utilizada, incluso si ella misma lo buscó. Si las relaciones sexuales son debidas a la insistencia de él y aceptadas por ella, pensando que así podrá él estar seguro de que ella lo ama, ordinariamente al cabo de poco tiempo se dará cuenta de que fue utilizada y él la desechará.
Existe un riesgo casi imperceptible, pero de suma importancia. Cuando un hombre y una mujer que creen amarse y desean unir sus vidas para siempre pero no lo han hecho y tienen relaciones sexuales, el paso del tiempo deja ver que aquello lejos de unirlos, se encarga de separarlos: responder sólo a la tendencia sexual cobra su factura. En las primeras dificultades, uno y otro se preguntarán: «Si lo hizo conmigo, ¿no lo habrá hecho o lo hará con alguien más?». El propio pasado de placer compartido se revierte contra ellos mismos.
Las relaciones sexuales exigen de la mujer, además del deseo sexual, su disposición afectiva (AyR: 760) debido a una causa biológica: la curva de excitación es más lenta en la mujer, por lo que necesita que las relaciones sexuales se desarrollen en un clima de afecto y, dice Wojtyła, de ternura (AyR: 677). Con el paso del tiempo, al hombre le puede parecer natural que las relaciones sexuales estén desprovistas de toda manifestación afectiva, lo que lleva a un gran desasosiego a la mujer primero y, después, a ambos. Ésta parece ser una de las principales causas de la frigidez en la mujer que, al mismo tiempo, propicia una enorme inseguridad en él y es la causa de los cada vez más frecuentes problemas de erección en el varón.
La necesidad de afecto de ella se verá ensombrecida por el deseo sexual de él y la relación de ambos terminará por verse seriamente afectada.
Finalmente, cada acto sexual entraña la posibilidad de llamar a la existencia a una persona. El acto sexual es una de las acciones más sagradas que un ser humano puede realizar, porque simultáneamente entregan su persona, acogen el don de la otra y ambos pueden dar vida a una nueva persona. El amor tiene sabor de eternidad: va más allá de las personas que dieron origen al vínculo que las une, porque el bien es expansivo. En conclusión, el amor plenifica y trasciende a las personas, tanto en los hijos, como por el bien que comunican.
Los efectos de la mutua donación: la fecundidad y la plenitud de la communio personarum
El amor se rige por la lógica de la sobreabundancia que no coincide con la lógica matemática puramente racional, porque el hombre no es sólo o principalmente razón. La lógica de la sobreabundancia se manifiesta en la libertad, pero también en la biología, lo que llevaría a preguntarnos ¿por qué tanto desperdicio hormonal de la sobreabundancia de espermatozoides para que de ahí surja ordinariamente un solo ser humano?; ¿por qué para llegar a la concepción de una persona se necesita tanto tiempo y tanto esfuerzo: no será desproporcionado? La respuesta es que se trata de personas: de alguien que está llamado a la trascendencia, lo que exige todas las capacidades y posibilidades de dos personas que libremente deseen entregarse mutuamente porque quieren y saben que el bien es expansivo. Es así porque el don supera al mérito, porque su norma es sobreabundar (Benedicto XVI, 2009: 34).
La trascendencia de cada relación sexual es debida a la posibilidad de llamar a la existencia a una persona, fruto del amor de ambos: una nueva persona completamente única, parecida y diferente a ambos, que llevará los rasgos de sus padres por siempre y a su descendencia. Además, cambiará la existencia de quienes lo llamaron a la vida, pues nunca dejará de ser su hijo. Incluso, sin hacerlo conscientemente, exigirá que sus padres den todavía más de sí: que descubran que están capacitados; él, para la paternidad y ella, para la maternidad. Por si fuera poco, esa nueva persona se convierte en un vínculo tan objetivo –de carne y hueso–, que no podrá borrar nunca el lazo que une a esas personas que son sus padres. Es así que la donación mutua trasciende a las personas mismas. Esa nueva persona será para siempre un vivo recordatorio del amor y la donación recíproca entre ellos. El escritor checo Milan Kundera, subraya que “en el álgebra del amor el hijo es el signo mágico de la suma de dos seres” (1989: 76).
Ahora bien, la espera del hijo manifiesta ciertas particularidades sobre los modos de ser persona que fácilmente pueden pasarse por alto. La mujer lo lleva en su vientre y el varón parece encontrarse ajeno a esta nueva existencia de la que él también es causa. Para ella, el tiempo de espera hasta el nacimiento de ese nuevo ser que es su hijo ofrece una oportunidad única para comprender y experimentar profundamente el amor de benevolencia. Los cambios físicos a los que ella se ve sometida, que a su vez producen alteraciones afectivas y psicológicas, parecen preparar a la mujer el camino a una entrega mucho más profunda: el hijo, que sólo pide, exige involuntariamente lo mejor de ella. Ella deseará hacer partícipe de ese bien al hombre que ama, un bien a veces sumamente arduo, que ella está experimentando. Es aquí donde se manifiesta claramente tanto la diferencia como la complementariedad entre el hombre y la mujer. La realidad material –biológica– de la procreación revela las dos formas de ser persona: varón y mujer. La manera de ser de ella, que tiende natural- mente a integrar y que pareciera ser la causa de su forma de ser más subjetiva, muestra la facilidad natural que tiene de unificar realidades de diversos ámbitos y puede ayudar al varón a volver su mirada a la persona y comprenderla. La forma de ser del varón, que tiende a separar y fragmentar para poder comprender y parece ser la causa de una contrastada objetividad, ayuda a la mujer a ver las cosas en su justa dimensión y a resolver situaciones que en conjunto parecen irresolubles. La procreación permite a la mujer descubrir la capacidad que posee para acoger una nueva vida, tanto como al hombre, aunque de distintas maneras: cada una adecuada a su forma de ser.
En síntesis, cada relación sexual, ni se puede reducir a un evento puramente biológico o sentimental, como tampoco a un acto de conocimiento, aunque los presupone; en cambio, exige la integración de él y de ella y de toda la potencialidad de la persona porque de eso depende la existencia humana: al unir a dos personas por amor, da sentido a sus propias existencias y los trasciende.
El hombre llega a su plenitud únicamente a través de la comunión plena con otro ser igual pero distinto de sí. Se autodetermina y llega a la plenitud dando fruto y esto es posible a través de la maternidad/paternidad. La autodeterminación solamente es posible a través de la comunión del yo con el tú, abierto a un nosotros.
La donación mutua es lo más permanentemente temporal que puede suceder entre dos personas, pues abarca toda la vida: a partir del acto inicial hasta el fin de la vida de uno de los dos. La unidad de dos hace posible una nueva existencia. Una comunión de personas que, sin estar unidas por la sangre sino por la libertad, llaman a la existencia a nuevas personas que llevarán para siempre algo de la sangre de ambos pero que, al mismo tiempo, es diferente a ellos. Una comunión tan fuerte que fructifica en una nueva existencia. De hecho, lo accidental es la sangre, la causa sustancial es la relación.
Consideraciones finales
Los elementos que conforman el presente trabajo separados del con- junto, pueden parecer demasiado simples: cuestiones de sentido común. Sin embargo, son silogismos que respetan toda regla lógica: la persona es el mayor bien, el amor es desear el bien, la única manera justa de tratar a la persona es con amor. Los problemas comienzan cuando entra en juego la libertad. Esta es quizás, la razón por la que resulta ineludible apelar a la experiencia. Se necesitan el sentido común, la reflexión y la experiencia, pero siempre girando en torno a la verdad sobre lo que es la persona y el amor. El rigor de apelar a estas verdades permite a Wojtyła construir argumentos sólidos que facilitan la reflexión acerca de las exigencias del amor, pues logra fundamentar los principios de la donación mutua de tal manera que, aunque el motivo inicial era pastoral, no resultan ajenos a las personas que carecen del don de la fe.
La experiencia de la libertad puede llevar al hombre a creer, equivocadamente, que es un ser absolutamente autónomo. Sin embargo, como los demás seres que no son causa de sí mismos, está sometido a ciertas limitaciones y leyes que lleva inscritas en su interior y que se muestran en su acción. Cada persona puede y debe descubrir por sí misma para qué existe, por qué es libre y qué sentido tiene su propia existencia, pues la conquista del propio destino y de la libertad, es responsabilidad de cada uno. Asimismo, es necesario descubrir que el amor verdadero entraña sus propias reglas, pues la donación mutua no puede ser un contrato al gusto, ni una creación cultural o social. Posee una triple exigencia extraída de la verdad de la persona y del amor.
El hombre no se comprende solamente desde su pasado ni desde la pequeñez del presente, sino que está dirigido al amplísimo horizonte del futuro y en él, la libertad juega un papel decisivo y el amor se vislumbra con un sabor de eternidad. En definitiva, la persona no tiene sentido sin el amor, pues éste es la causa del ser: la existencia humana es debida siempre al amor y a sus exigencias intrínsecas.
La verdad sobre la persona y el amor son una triada inseparable: separar o relativizar la verdad, la persona o el amor ponen en riesgo la plenitud y la trascendencia de la persona. Sólo si el amor es verdad, es digno de la persona. La donación recíproca es la máxima expresión de la libertad y del amor verdadero y la única manera de alcanzar la plenitud y la trascendencia.
Agradecimientos
Financiamiento
La presente investigación fue financiada por el Departamento de Humanidades de la Universidad Panamericana: Prolongación Calzada Circunvalación Poniente 49, Zapopan, Jalisco, 45010, México.
Referencias
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Wojtyła, K. (2005). Metafisica della persona. Tutte le opere filosofiche e saggi integrativi. Reale, G; Styczen, T., eds. Milano: Bompiani
Notas
1
Para agilizar la lectura, las referencias a esta obra se citarán abreviadamente como AyR. Referimos la versión de Metafisica della persona: Tutte le opere filosofiche e saggi integrativi, las Obras Completas de Karol Wojtyla publicadas en 2003, autorizadas por él mismo. Usamos la reimpresión de 2005, en italiano.
2
Aristóteles dice que nosotros hacemos uso de las cosas “como si todas existieran para nuestro propio fin porque somos en cierta manera también un fin” (
Física 194a, 32-35). Para ulterior desarrollo: Guerra, 2002: 145-156.
3
En el original: “Naturæ rationalis individua substantia” (Boecio, PL MG., 64, 1343 C). La cita es de Forment (1992, 340).
4
Del original en latín: “Persona significat id quod est perfectissimum in tota natura, scili- cet subsistens in rationali natura” (Aquino: Summa Theologiae I, q. 29, a. 3).
5
Wojtyła acostumbraba nombrar a los autores que le interesaban y señalar lo dicho por otros, pero sin citas académicas. Igualmente, hace una libre adaptación del segundo imperativo kantiano, en el que recoge el espíritu. Para Kant, la fórmula es una aplicación concreta de la ley universal que responde al deber y apunta a la autonomía de la conciencia; para el polaco, es un deber que surge de la verdad objetiva de lo que es la persona, a quien Dios creó gratuitamente y ama por sí misma. La reformulación de Wojtyła no apunta a la autonomía de la conciencia, sino al amor debido a la persona, que no lo ha ganado por sus méritos, sino que tiene un origen gratuito: fue creado como fin por amor. Así, pues, la adaptación wojtyliana dice: “Actúa de tal modo que nunca trates a la persona del otro simplemente como un medio, sino siempre y al mis- mo tiempo, como el fin de tu acción” (
AyR: 479).
6
En Persona e atto, defiende que la conciencia revela la verdad sustancial del hombre como persona.
7
La segunda parte del mandamiento evangélico ilumina el análisis con respecto a la medida del amor: cuánto y cuándo se debe amar. La expresión “Ama a tu prójimo como a ti mismo” presupone, no ordena, que uno se ama a sí mismo; esto es, la persona se afirma a sí misma naturalmente. El problema actual estriba en que se presupone que primero, en el tiempo, debe amarse uno a sí mismo para poder amar a los otros después y no es así. El amor a uno mismo aumenta en la medida en que amemos a los otros y viceversa. La clave parece encontrarse precisamente en el tiempo: no es primero una cosa y luego la otra, sino que hay una especie de sincronía en el amor: al amar al otro se consigue el bien para uno, pues el verdadero bien para uno es hacer el bien al otro.
8
Sobre la idea aristotélica de lo uno y lo múltiple, se puede profundizar en los libros de la Metafísica V (1015b - 1019a, 14) y X (1052a, 15 – 1055a, 23).
9
Todo parece indicar que mostrar la desnudez corporal responde siempre a una cierta confianza. Un ejemplo de ello son los rituales de algunas tribus africanas en los que, tanto hombres como mujeres, muestran su desnudez. Independientemente del significado del ritual, los integrantes de estas tribus no aceptan observadores extraños, sino sólo a aquellos que están dispuestos a respetar todos los aspectos del ritual incluyendo la desnudez que está supeditada a un rito sagrado. Esto es, se absorbe el pudor sexual porque todos confían en que los demás comprenden el significado de aquello. Otro caso, aún más paradójico, y por ello más interesante para nuestra reflexión, es el caso de las comunidades nudistas. Los nudistas no lo son, si no se sienten protegidos por personas con las mismas costumbres: necesitan un mínimo de confianza en los otros para saber que no serán observados en su desnudez y prohíben la entrada de «curiosos» o «extraños». Además, en los hoteles nudistas, se les exige a los empleados que los atienden que mantengan su vista en sus labores y no en ellos y se prohibe el uso de cámaras fotográficas o de video.