Reseña de La soledad, de Enrique Anrubia. Madrid: Síntesis, 2018, 269 pp.
Marcelo López Cambronero
Reseña de La soledad, de Enrique Anrubia. Madrid: Síntesis, 2018, 269 pp.
Revista de Filosofía Open Insight, vol. X, núm. 19, 2019
Centro de Investigación Social Avanzada
Marcelo López Cambronero marcelcambro@yahoo.es
Instituto de Filosofía Edith Stein, España
El libro La Soledad, del Profesor Enrique Anrubia, abre la colección sobre «Emociones, Afectos y Sentimientos» que coordina el Catedrático D. Ramón Rodríguez para la Editorial Síntesis, uno de los sellos españoles con mayor tradición en la publicación de clásicos de la Filosofía y de obras de ensayo contemporáneas.
Se trata de un texto dinámico, profundo pero de ágil lectura, que no pretende recoger una historia de la noción de soledad a lo largo de los siglos, sino más bien una explicación detallada sobre cómo la evolución social y subjetiva del ser humano (el «animal sociable», en las conocidas palabras de Aristóteles) nos ha llevado a construir un mundo que es individualista y hedonista y que, por su estructura y ausencia de sentido, casi podríamos decir que impone la soledad como forma de vida.
La cuestión, por lo tanto, está lejos de solucionarse a través de un estudio objetivo sobre el aislamiento. Mucho menos del aislamiento buscado, de la huida hacia los espacios apartados con los que soñaba el romanticismo. El asunto se centra en que nos sentimos solos, en una sensación subjetiva que acarrea consecuencias reales para nuestra madurez y felicidad. Estar solo no consiste en no tener a nadie cerca, porque es muy difícil hoy que no existan otros humanos en nuestras cercanías, a veces muy próximos a nosotros, sino carecer de la compañía de alguien en el modo —acierta a presentarnos Anrubia— de la alegría.
El volumen se estructura en tres partes bien diferenciadas. La primera se orienta a explicar la sociabilidad constitutiva del hombre y su resquebrajamiento en el tiempo a través de una extremación de la subjetividad como autonomía: las normas morales kantianas son válidas, nos dice Anrubia, “al margen del mundo, porque el aislamiento mismo es prueba de su validez” (112). Algo es verdadero para un sujeto individualista ilustrado cuando lo es al margen del mundo y de los otros. La prueba de la razón, de la libertad y de la autonomía moral serán, pues, su sostenimiento en la soledad. Si la soledad es la condición de la autonomía y ésta la condición de la libertad, ser libre y ser uno mismo exige estar solo, y la liberación del hombre consiste en construir un mundo en el que la soledad sea una exigencia, incluso una exigencia moral.
No hablamos, pues, del retiro de quien se ensimisma como forma de regresar a la realidad, sino de una estructura social, política y económica; en definitiva una cultura, elaborada cuidadosamente para fomentar e intensificar la autonomía y la libertad como soledad.
Los dioses, los monstruos, los cíclopes que imaginaba Homero pueden estar solos porque carecen de la experiencia de que el mundo es algo más de lo que se nos presenta. Es su objetividad desbordante, su falta de nostalgia y de sueños, lo que les permite mirar las cosas tal y como se les aparecen, sin darse cuenta de que los hechos nunca son la culminación de nuestra relación con la realidad, sino apenas la cima del iceberg. Si se vive así, si no hay nada ausente en la presencia ubicua de las cosas, dioses y monstruos pueden tomarse la vida demasiado en serio y sin necesidad de la risa, que sólo es alegría si es risa compartida y, entonces, humana.
No ver más allá de lo que hay, es decir, echando mano de los lúcidos ejemplos que nos presenta Anrubia (48 y ss.): comer sin más necesidad que saciar una exigencia de la naturaleza —o incluso sin tal necesidad—, yacer con otro sin buscar compañía o practicar deporte o jugar sin más utilidad que pasar el tiempo, son manifestaciones propias de los dioses y de los monstruos, pero no es la forma propiamente humana de estar con los demás. Para los hombres comer y conversar juntos son expresiones de la comunión, como lo es el sexo o el juego. Cuando no hay nada extraño en realizar este tipo de actividades —de suyo comunitarias— en ausencia de vínculos estamos ante un mundo deshumanizado.
Para los antiguos, la comunión tiene que ver fundamentalmente con el pasado, con la tradición, el hogar y la patria, con el compartir un espacio y un tiempo que por ser compartidos no son sólo míos y, por lo tanto, requieren que se cuente con el otro y, es más, que la propia construcción personal no pueda ser satisfactoria sin la presencia, la influencia y el abrazo de alguien.
Una de las metáforas más interesantes que encontramos en este trabajo que ahora reseñamos se encuentra en las reflexiones de Anrubia sobre el sentido del laberinto en la mitología clásica y moderna (78 y ss.). El laberinto siempre aparece como un «no lugar» porque no puede ser ni hogar ni punto de encuentro, porque su uso del espacio carece de cualquier finalidad. Como comer sin compartir, yacer sin compañía o jugar solos, no tiene más sentido que la exigencia de pasar a su través, es decir, su presencia inconveniente. El laberinto configura el espacio de la misma manera que la soledad configura el tiempo, como un obstáculo que superar porque en sí mismo no lleva a ninguna parte. Sin embargo, nuestra estructura vital está poblada de laberintos en los que acostumbramos dejar pasar el tiempo sin «estar» plenamente, sólo para que su peso —el del tiempo— no nos aplaste: se trata de aquellos lugares en los que la gente se congrega no para estar juntos, sino para consumir (cada uno lo suyo).
El proceso de la independencia necesaria de la razón respecto de los otros y de la comunidad da lugar a un mundo que denominamos modernidad y, después, a nuestro contexto actual, entendido en este sentido como ultramoderno. Los doce capítulos que componen la segunda sección del libro, titulada «hoy», todos ellos breves y precisos como el vuelo de una flecha certera, nos muestran distintos aspectos en los que aparece nuestra conciencia de vivir en una sociedad solitaria.
El clímax de esta cultura se expresa en «La sociedad del ‘estar bien’», donde se narra con detalle el programa político de Olof Palme, Primer Ministro de Suecia asesinado en 1986, que explica una de las partes esenciales de los programas políticos de las actuales socialdemocracias europeas: “tomar una sociedad ya cambiada como el modelo para la existencia donde cada persona pueda desarrollarse independientemente. Donde todos los adultos sean económicamente independientes de sus familiares, donde el principio es obvio: cada persona debe ser considerada como un individuo independiente […]. Se trata de crear condiciones económicas y sociales que lo hagan a uno independiente como individuo” (Letablier, 2003: 487). Un país de individuos independientes que, como empiezan a entender los suecos para su desgracia, crea un universo de personas solas y profundamente infelices.
Uno de los grandes aciertos del libro —diríamos que el que le da consistencia y mayor interés— es darse cuenta de que, si la soledad consiste para el hombre contemporáneo no en estar solo sino en sentirse solo, no puede entonces tratarse de una mera causa de patologías psicológicas, lo que significaría entenderla como un estado «anormal» o enfermizo. La tercera parte, titulada «Quizás» y en la que se nos explica el sistema político y cultural del Occidente contemporáneo como un proceso de difusión de soledad e insatisfacción, anima al lector a reflexionar en este sentido.
De hecho, como se nos muestra, le efervescencia del consumo de antidepresivos, ansiolíticos y opiáceos no constituye una excepción, sino el correlato químico inevitable del mundo contemporáneo. No hay gente enferma por la soledad: todos estamos solos y nos sentimos solos, todos tenemos dificultades para gestionar el sentido de la vida, pero algunos no son capaces de obviar esta cuestión en su cotidianidad y necesitan ayuda. Ayuda que irónicamente consideramos «médica» y que atendemos de la misma manera que el súper-Estado que describe Aldous Huxley en Un mundo feliz trataba las desviaciones psicológicas de la conducta. Los antidepresivos y ansiolíticos son el «soma» de nuestra cultura. Si Marx afirmaba que la religión es el opio del pueblo, en la actualidad podemos decir que todo se ha simplificado y ahora es el opio el opio del pueblo.
En realidad, quienes necesitan medicamentos para mantenerse lúcidos son aquellos, tantísimos, que no soportan una vida pensada y orientada para que se desarrolle una constante huida de la normalidad a través del ocio, entendido ahora como estrategia de consumo orientada a escapar de la rutina, para huir del tiempo, para poder continuar día a día dentro del laberinto.
En palabras de Anrubia: “el sistema no genera la posibilidad de una mutua, natural y sana dependencia, sino que es un sistema creado para ofrecer la posibilidad camuflada como derecho de no relacionarse con nadie” (262). Y no sólo es un derecho, sino una exigencia cultural que presenta a la soledad como el criterio de la realización personal. El adulto, la persona madura, es aquella que no sólo puede estar sola, sino que se concibe a sí mismo en ausencia de los demás, de tal manera que la posibilidad se convierte en un requisito, y si entendemos toda relación como basada en la independencia radical lo que estamos haciendo, en realidad, es hacerla imposible, porque hacemos intransitable el único camino del encuentro real entre personas, que es la comunión.
La pérdida de la comunión como horizonte o fin deseable o, dicho de otra manera, como aquello que da sentido y consistencia a nuestra vida en el tiempo, se intenta solventar a través del consumo como paliativo de la melancolía: consumir no consiste en desarrollar una vida plena sino, muy al contrario y una vez que hemos asumido que esa plenitud es una quimera, en «pasar el rato», en olvidarnos de nuestra nostalgia y del deseo que nos constituye como humanos: el deseo de comunión con los otros, con la realidad y con Dios. Así, “la prefabricación ideológica de igualar autonomía, autocontrol y libertad no ha generado una liberación, en sentido estricto, sino que ha sido concebida por la posibilidad de la masificación y el alcance de los bienes de consumo. No nos ha hecho más libres, sino más dependientes de preservar, conservar y actualizar el constante cercado de nuestra autonomía” (263).
El otro se ha vuelto maldito porque es el que amenaza constantemente nuestra autonomía y nuestra libertad por una razón muy sencilla: su presencia es un riesgo constante para nuestra independencia ya que reclama, inevitablemente, un afecto que tiende siempre a hacer que el espacio cercado del «yo» se abra al «tú» y, con él, al «nosotros». Higinio Marín, que contribuye a la calidad del libro con un maravilloso prólogo y que está muy presente en los primeros capítulos, dice con frecuencia que una biografía auténtica es la que se basa en las relaciones con aquellos que han hecho del «yo» un «nosotros», los dueños de nuestros afectos. De la misma manera, quien se piensa fuera de toda comunión nunca se vuelve un verdadero hombre ni puede aspirar a una vida que merezca ser considerada como plenamente humana.
Acertaba Clive Staples Lewis en El gran divorcio, un sueño, cuando imaginaba el infierno como una inmensa ciudad en la que cada uno vivía solo en su propia casa, inmerso en su interioridad cerrada, a kilómetros de los demás. Ese infierno que hoy se especifica como «sentirse solo».
En conclusión, nos encontramos con un volumen bien construido, pensado y elaborado, en el que podemos entender la soledad y entendernos a nosotros mismos desde una mirada histórica, filosófica y cultural que nos reclama una y otra vez a reflexionar sobre la orientación de nuestro mundo y de nuestra vida. Más allá de un libro sobre la soledad, se trata de una reflexión sobre lo que es el hombre y sobre la deshumanización acelerada a la que asistimos en la actualidad.
Referencias
Anrubia, E. (2018). La Soledad. Madrid: Síntesis, 269 pp.
Huxley, A. (2000). Brave New World . New York: Rosetta Books.
Letablier, M. T. (2003). “Les politiques familiales des pays nordiques et leurs ajustements aux changements socio-économiques des années quatre-vingt-dix” en Revue française des affaires sociales, vol. 4, pp. 485-514.
Lewis, C. S. (1945). The Great Divorce. London: Geoffrey Bles.