Impronta de la modernidad en el ámbito laboral de la mujer occidental y una propuesta para reconfigurar su identidad femenina

Ruth Verónica Román Martínez

Impronta de la modernidad en el ámbito laboral de la mujer occidental y una propuesta para reconfigurar su identidad femenina

Revista de Filosofía Open Insight, vol. 11, núm. 22, 2020

Centro de Investigación Social Avanzada

Ruth Verónica Román Martínez

Universidad Panamericana, México


Recibido: 18 Julio 2018

Aceptado: 24 Febrero 2020

Resumen: No obstante el evidente desarrollo que trajo consigo la Modernidad en muchas áreas del saber, la forma en que la mujer vive su feminidad se reconfiguró a partir de la concepción escindida de persona humana heredada del racionalismo. El presente análisis relaciona esta nueva concepción de mujer respecto al varón y su incidencia en el contexto del trabajo femenino y analiza las reacciones suscitadas que reconfiguraron el actuar femenino. Partiendo de la situación actual de la mujer, proponemos conjuntar los esfuerzos de los actores involucrados y la reivindicación de las labores de cuidado como elementos humanizadores en la convivencia.

Palabras clave: feminidad, labores de cuidado, modernidad, mujer, trabajo.

Abstract: However, the evident development brought about by Modernity in many areas of knowledge, the way in which women live their femininity, was reconfigured from the split conception of a human person inherited from rationalism.The present analysis relates this new conception of women with respect to men and their incidence in the context of women’s work; furthermore, it analyzes the resulting reactions that reconfigured women’s actions. Starting from the current situation of women, we propose to combine the efforts of the actors involved and the vindication of the tasks of care as humanizing elements in coexistence.

Keywords: care work, femininity, modernity, woman, work.

Situación histórica de la mujer

El ser humano se encuentra en permanente cambio: modifica su entorno, se adapta, crea, inventa, construye y convierte lo que se encuentra fuera de él, aprovecha hasta el último recurso para hacer del mundo un lugar más habitable. En este acaecer, el hombre se transforma también interiormente y altera de este modo la estructura de su pensamiento y sus relaciones sociales. De la misma manera, dichos cambios se han visto reflejados en un avance sin parangón en distintos ámbitos como la ciencia, la técnica, la economía y las comunicaciones, por mencionar solo unos cuantos.

Lo que en general se entiende por persona y, en particular por mujer, ha dado lugar a una serie de consecuencias de orden práctico que hoy en día apenas comienzan a manifestarse. El presente trabajo abordará el concepto de mujer inserto en su función social y la percepción de lo que se ha llegado a entender como condición femenina después de la serie de cambios por los que ha pasado la mujer en este último siglo.

La Modernidad rompió con el equilibrio del mundo como se concebía a finales de la Edad Media. Las funciones que desempeñaban las personas se enfocaban —dependiendo de su posición estamental— a la producción de bienes para la subsistencia o a la administración de los bienes propios y los ajenos. No existía una diferencia sustancial entre estas actividades por el hecho de ser varón o de ser mujer.

Durante la Edad Media, de hecho, la mujer alcanzó un trato similar al del hombre en lo correspondiente a la posibilidad de ejercer su autoridad y mantener una posición económica y política en la sociedad. Muchas mujeres ejercían poder en la administración de las regencias, ya fuera que se les hubiera delegado el poder en una sucesión hereditaria, o porque ellas mismas eran las propietarias de las tierras (Lagunas and Cipolla, 2011: 75).

De igual manera, durante esa época, gracias entre otras cosas a la práctica del matrimonio monógamo, se consolidó un papel de importancia social para la mujer, muy lejano a lo que consideró Roma o Grecia para sus mujeres y que asimiló la Modernidad para las suyas. Como resultado lógico, también se dignificaron la maternidad y la vida de los más pequeños. Durante la Edad Media, la mujer realizaba funciones que las equiparaba en dignidad con el varón. Tuvo, a su vez, una incursión importante en el ámbito intelectual, a tal grado que Ferreira afirma que “La mujer fue, sin duda, la gran educadora del Occidente” (Ferrerira, 2007: 139).

Después de esta etapa, surge un parteaguas en la historia del pensamiento: el Racionalismo, que pretende aplicar un método único, válido y universal para cualquier análisis que se quisiera llevar a cabo. René Descartes plantea como principio de su método una afirmación que considera será inamovible y tan convincente que ni el más sagaz de los argumentos podrá destruirla: cogito, ergo sum, esto es, “pienso, luego existo” (Descartes, 1959: 66). Esta sencilla afirmación, no exenta de dificultades, fue el cimiento en el que se ha ido construyendo el pensamiento moderno, erigido en la subjetividad y en el dualismo que presenta.

Dicho dualismo, con una reminiscencia de la escuela platónica, sostiene que el hombre es pura racionalidad, por lo que lo importante en él es el pensamiento, mientras que el cuerpo es sólo un instrumento que se tiene —y no lo que se es— y del que hay que servirse para poner en alto la máxima facultad humana. Por lo tanto, todo aquello que ate al hombre a la fragilidad de la materia, debe ser superado por el pensamiento.

Como consecuencia de la visión fragmentada de la persona propia de la Modernidad, la presencia de lo femenino se consideró un obstáculo y una amenaza al pensamiento racional moderno, pues la mujer está más sometida a la naturaleza que el varón. Es decir, el dualismo entendió a la mujer como un ser sometido en mayor medida a los ciclos naturales, ya que en su corporeidad se manifiesta plenamente esta condición, la cual debía permanecer en el ámbito de lo privado (identificado con la familia); mientras que la racionalidad se equipara con lo varonil y podía abocarse a lo espiritual, a lo público o a lo social. Por lo tanto, la mujer debía ser relegada a las funciones a las que su misma esencia le condicionaba y ello se opone a toda propuesta del espíritu moderno: la independencia, la autonomía de pensamiento, la competencia, la producción y el individualismo; que consideraría a la piedad y al cuidado de los más débiles como actividades no propias del espíritu moderno (Aparisi and Ballesteros, 2002: 17).

La filosofía racionalista incidió primero con ideas, a simple vista abstractas, que después permearon en actitudes individuales para, posteriormente, desatar los hechos sociales que dieron origen a un cambio radical en la mentalidad y en la vida de la mujer contemporánea.

Aunado a esto, la situación de la mujer comenzó a deteriorarse a partir del desarrollo de la mentalidad burguesa, así como con el proceso de industrialización, el contexto de la filosofía moderna y el código napoleónico de 1804 (Solé, 1995: 13). Todos estos hechos se conjugaron ideológicamente para considerar como algo asentado la infravaloración de la mujer, su presencia recluida en el ámbito del hogar y la concepción del trabajo masculino como concepto unívoco de lo que debía ser el trabajo.

Solo de este modo se puede comprender la concepción fragmentada de varón y mujer que se difundió en la Modernidad, ya que, como afirma Natalia Stengel Peña, “nada en la anatomía femenina o masculina parece tener el peso suficiente para sustentar la desigualdad entre hombres y mujeres” (Stengel, 2018: 19).

El filósofo y sociólogo francés Gilles Lipovetsky (1999: 190-191) considera que la mujer, antes de la modernidad, participaba como miembro más activo en los distintos ámbitos sociales y su incursión en las actividades económicamente productivas era fundamental. Según Lipovetsky, la mujer nunca ha sido exclusivamente mujer solo de casa, es decir, que históricamente solo se haya dedicado a las labores del hogar y de los hijos, puesto que través de los siglos las mujeres siempre han participado en las faenas duras a la par que sus maridos. Por ejemplo, las campesinas se dedicaban al trabajo del campo ausentándose varias horas de su hogar y del cuidado de sus hijos. De igual modo sucedía con las esposas de los comerciantes y artesanos.

Paralelamente a la situación de confinamiento de la mujer lejos de los asuntos públicos importantes a partir de la modernidad, Lipovetsky comenta que el nuevo modelo de la mujer en el interior de su casa queda marcado hacia mediados del siglo XIX, colocando a la mujer como ama de casa, consagrada a las tareas domésticas y como un «ángel del hogar» que vela por el bienestar de todos los miembros de su familia (1999: 191). El período de entreguerras contribuye con esta postura, que se ve reforzada por las políticas públicas y la influencia de los medios de comunicación. Todo esto escinde aún más la concepción predominante de «hombre público», «mujer privada» que había comenzado con la modernidad. Esta visión social sigue considerando a la mujer como un ser dependiente, inmaduro, sin autonomía de pensamiento, viviendo fuera de sí, siempre viéndose realizada en el marido y los hijos. Este es el modelo aspiracional al que se ve reducida la mujer gracias a los ideales de la modernidad (1999: 192-194).

En este contexto se van sucediendo diversas manifestaciones de mujeres, mejor conocidas como las Olas feministas, que pretendían reivindicar la situación de la mujer en distintos ámbitos. Gloria Solé (1995: 17) señala que los movimientos feministas encuentran su inspiración ideológica en la Ilustración, de donde retoman los conceptos de razón, educación y progreso. Sin embargo, cuando se proclama en Francia la Declaración de los Derechos del Hombre, efectivamente se trataba únicamente del «hombre»-varón, no se trataba de todo el ser humano (Varela, 2005: 28). Este fundamento ideológico se ve reforzado en la Revolución Francesa, el Protestantismo liberal y el Socialismo utópico. Estos hechos contribuyen a desmitificar la creencia de que la Modernidad liberó a las mujeres, pues fue ésta la que acabó recluyéndola a la esfera de lo privado.

El proceso de industrialización fruto de la Revolución Industrial trajo consigo una serie de consecuencias: se provocó la migración del campo a las ciudades y, con ello, se modificaron profundamente las estructuras sociales, comenzando por la familia. Es importante señalar que, en este proceso, la mujer fue excluida de una participación intencionada en los ámbitos político, económico y cultural.

Menciona Solé (1995) que “Hegel justificó teóricamente las causas de esa marginación. El varón debía alcanzar su realización en el servicio de las tres actividades sociales hegemónicas, ciencia, Estado y economía (justamente las tres actividades que Weber considera patrimonio de la civilización occidental), mientras el puesto de la mujer se reducía a la familia” (20). Todos estos factores influyeron decisivamente en una acentuada discriminación hacia ella.

A principios del s. XIX las mujeres estaban excluidas del voto popular (que incluía votar y ser consideradas para ocupar un cargo de elección pública), no podían ser propietarias de tierras, tampoco podían dedicarse al comercio, mucho menos tener un negocio propio, abrir una cuenta bancaria, ni obtener crédito. Tanto el Código Civil como el Código Penal en los países occidentales más representativos establecían fuertes prohibiciones para las mujeres y las consideraban como «menores de edad» ante la ley, siempre dependientes del padre o del marido, o incluso, de los hermanos o hijos.

En este contexto, los movimientos feministas que más se difundieron por Europa durante el siglo XIX fueron el liberal y el socialista. Básicamente, sus demandas se centraron en los derechos individuales y en temas laborales, respectivamente. Para los primeros movimientos dispersos en ciudades importantes de Europa y Estados Unidos las propuestas a favor de las mujeres radicaban en la independencia económica, el reconocimiento legal del divorcio y el acceso a la enseñanza secundaria y superior. En algunas ciudades las demandas incluían el derecho al voto femenino.

Posteriormente surgirán otras corrientes feministas, unas más radicales, otras católicas, que, a partir de la difusión de le encíclica Rerum Novarum (1891), buscarán la defensa de la familia y de la educación. El feminismo ya constituía un movimiento con encontradas vertientes en el que —según los intereses propios de cada grupo— sus peticiones se convertían en exigencias más o menos radicales o moderadas.

A partir de la primera Guerra Mundial, la situación para las mujeres comenzó a cambiar en forma notoria. Debido a la escasez de mano de obra masculina, se abrieron las puertas de las industrias. De aquí surge la necesidad de la adaptación del vestuario —puesto que las condiciones laborales lo requerían— y al nuevo atuendo sigue un cambio de costumbres sociales: fumar, cortarse el cabello, viajar, conducir automóviles, entre otros aspectos. Estas costumbres serán difundidas a través del cine y darán origen a la revolución de la moda y las costumbres sociales.

Dadas las condiciones que anteceden, el segundo feminismo consentía en el logro de los derechos civiles, equiparando la lucha de las mujeres con la de los judíos o los negros. Sin embargo, esta segunda ola se caracteriza por ser más radical en sus exigencias que la anterior. En esta etapa se encuentran las aportaciones teóricas de Simone de Beauvoir y el estudio de campo de Betty Friedan. En su estudio, Friedan afirma que las mujeres de clase media quedan atrapadas en estereotipos por la sociedad, lo que las priva de pensamiento propio y autonomía respecto a sus propias decisiones.

Por su parte,

Simone de Beauvoir será una de las principales inspiradoras. La mujer es la «otra»: no «nace» sino que se «hace». Es la víctima de las especies. ¿Dónde está el origen de esa subordinación radical de la mujer? A la mujer se le ha dejado en la esfera de lo corporal, de la naturaleza, en la pasividad, mientras los varones hacen la cultura y transforman el mundo. A la mujer, desde la infancia, se le idealiza y se le reduce al matrimonio y la maternidad, y ella acepta su papel. Aparecen dos causas de opresión: la decepción masculina de la feminidad por el cuerpo, y la propia relación del sexo femenino y la vida. Es preciso romper las cadenas biológicas, es decir, controlar la naturaleza y conseguir el aborto. La trampa de la maternidad —verdadera alienación de origen— excluye a las mujeres de la vida pública, pues no se trascienden por su capacidad procreativa, por lo que es preciso liberarse de la alienación femenina. Para liberarse es preciso actuar como los varones, también en su libertad sexual, y acabar con el planteamiento tradicional de la feminidad (Solé, 1995: 51-52).

El posterior desarrollo del feminismo basado en esta concepción misógina de Beauvoir sostiene otra serie de fracturas antropológicas, argumentando que tanto la feminidad como la masculinidad son solamente creaciones sociales. En este mismo tenor y de acuerdo con Lipovetsky, respecto al papel social de la mujer, se desarrolló en la Modernidad esta relación entre la mujer y una supuesta incapacidad de autodeterminación y autonomía (1999: 193).

Cada vez más radicales en sus exigencias, algunos grupos feministas defienden incluso la promiscuidad sexual y el amor libre. Apoyan estos principios emancipadores, se promueve la idea de la anticoncepción y el control de la natalidad.

Julián Marías (1995: 215-216) menciona que el cambio histórico más importante que ha repercutido en consecuencias sociales y culturales tan profundas como para generar una revolución en las costumbres y la mentalidad de la gente fue la disociación del sexo con la procreación. 1 Ni los grandes inventos tecnológicos ni los informáticos causaron un impacto tan profundo en la sociedad como el uso de los anticonceptivos, que lograron garantizar todo el placer evitando la molestia de la procreación. Desuniendo ambos, se trivializó la procreación, dando pie a sucesivos desequilibrios sociales. Frente a estas opciones, las mujeres se percibieron liberadas de los «riesgos» de la fecundidad y, a cambio, pudieron decidir el modo en el que deseaban vivir su ser femenino (Hakim, 2000: 47-52, 55).

Lipovetsky explica esta disociación del sexo como secuela del liberalismo, herencia ideológica del hombre moderno:

No es en el momento en el que el valor trabajo se erosiona cuando el trabajo femenino se vuelve legítimo, sino cuando el liberalismo cultural fundamentado en la dinámica del consumo y de la comunicación de masas autonomiza el sexo respecto de la moral, generaliza el principio de libre posesión de sí y desvaloriza el esquema tradicional de subordinación de la mujer al hombre (Lipovetsky, 1999: 212).

La conclusión que se puede hacer de estas afirmaciones es tajante: al disponer de la posibilidad de engendrar o no a demanda, la mujer ejerció un control sobre la maternidad que se manifestó en el rechazo a la concepción de casi la mitad de seres humanos, hablando en números fríos.

Estos datos aseveran la crisis de la situación social de la mujer, una «despersonalización» de su misma feminidad: si lo propio de la mujer es manifestado en lo femenino y en ello se devela la impronta de la maternidad (que hay un modo concreto de vivirla como mujer), la consecuencia inmediata al prescindir de ello es el reduccionismo de la mujer a objeto de deseo y, en una secuencia lógica, la deshumanización de la sociedad. 2

Las demandas feministas reconocieron en el marxismo una posible punta de lanza para sus reivindicaciones, hecho que, aunado a la situación histórica de posguerras, trajo como consecuencia la salida de la mujer del hogar —no solo físicamente, puesto que esto ya se había hecho para cubrir la demanda de mano de obra en la Segunda Guerra Mundial— sino en una salida estereotipada por el pensamiento marxista, que pretendió ver en el hogar un «campo de concentración» que terminaba por bloquear toda capacidad intelectual en las mujeres. Hakim (2000: 47) comenta que el incremento en el uso de anticonceptivos en la década de los sesenta, de acuerdo al estudio de Murphy, se vio directamente relacionado con el incremento del trabajo femenino fuera del hogar.

Según Marías (1995: 52-53), lo que al hombre socialmente le ha pasado a lo largo de miles de años le sucedió a la mujer en una generación. La diversidad de ocupaciones, oficios y actividades en las que se ha desempeñado el varón a través del tiempo, han sido asumidas por su contraparte femenina en una sola generación. De este modo, en un período muy corto de tiempo, se ha replanteado para la mujer toda la forma de vida que durante siglos había llevado.

Dichos cambios en la vida de las mujeres fueron evolucionando hasta presentarse como una exigencia lógica la igualdad de condiciones entre ambos sexos; se trataba de un feminismo «duro»: el feminismo «igualitario» que demostraba que las mujeres y los hombres tenían la misma capacidad para desempeñar funciones similares y que ellas debían gozar de idénticos derechos que los varones. Este feminismo que se fundamentaba en la igualdad, alentaba a las mujeres a reducir su papel en la historia a simples imitadoras de los varones.

De acuerdo con esta visión antropológica fragmentada, era fundamental alejar de la mujer la concepción clásica de la feminidad. Esto implicaba una negación radical a lo más femenino que existe, aquello que había establecido una pauta conductual en las mujeres y las configura más allá de lo meramente biológico, en la reafirmación de las actividades de cuidado que espontánea e históricamente ha realizado la mujer: la maternidad.

Estos feminismos radicales colocaron a la mujer como sujeto idéntico al varón, trabajando en la defensa de sus derechos desde una posición acorde con los principios hegemónicos de la Modernidad: ciencia, Estado y economía. De ahí que, para ir por el dominio del mundo laboral, el mundo público en el que se ha desarrollado el varón, la mujer debió reconocer como valores todos aquellos que priman en el ámbito fuera del hogar: la independencia, la agresividad y la competencia. Dichos valores contrastan evidentemente con los tradicionalmente promovidos como femeninos: la interdependencia, el cuidado y la cooperación, pero resultó necesario adoptar su vivencia para competir en el ámbito de lo público —el ámbito dominado por el varón— al que tenía que incursionar la mujer (Aparisi and Ballesteros, 2002: 16).

Aunado a esto, ninguno de los feminismos anteriores invita a una verdadera comunidad integradora de vida, en donde el varón participe de las tareas del hogar y se realice —desde su particular condición masculina— ejerciendo la paternidad, sino que, o presenta como opuesta la existencia del varón frente a la de la mujer, o sencillamente anula al varón en el modelo presentado.

Situación actual de la mujer

Es en las sociedades occidentales —donde rigen las leyes del mercado y se pueden predecir los patrones de consumo, donde pareciera que las leyes de la oferta y la demanda siempre han permeado la vida de los consumidores esperando a ser descubiertas por el hombre moderno y donde cada una de las piezas que intervienen en el sistema se acoplan como un engranaje perfecto— donde parece que nadie pensó que faltaba por acomodar una pieza clave del rompecabezas del desarrollo de las sociedades modernas: el papel de la mujer como madre y como trabajadora y elemento clave en el desarrollo de las sociedades contemporáneas.

Sin lugar a dudas, una de las herencias del feminismo igualitario resulta evidente en la creciente participación de la mujer en el ámbito laboral. Sin embargo —y por sus circunstancias particulares como madre de familia— es más propensa a laborar en puestos atípicos, tales como empleos a destajo, por trabajo determinado, con bajos ingresos, sin prestaciones, sin seguridad social, trabajos informales, ambulantaje, entre otros. Esto hace a las mujeres un grupo vulnerable en su persona y en sus derechos laborales (Arroyo, 2002: 20).

La igualdad proclamada por los feminismos no ha logrado cambiar la situación de miles de mujeres que se ven golpeadas por una economía de mercado indiferente a sus problemas. 3

Si bien no se puede negar un incremento paulatino del porcentaje del ingreso femenino respecto al masculino en estos países comparados, dicho incremento refleja que la disparidad de ingresos, dista todavía de ser un asunto resuelto. Sin embargo, esta diferencia entre mujeres y varones es solo la parte superficial de una idea de fondo más arraigada que permea en muchos aspectos de la vida. Tal como lo menciona Diana Ibarra Soto (2014), el problema no reside en comparar los ingresos masculinos con los femeninos, sino se trata de una cuestión que va más allá, que incluye aspectos como la capacidad de supervivencia, la falta de educación, de recursos económicos e incluso de reconocimiento social.

Aunado a esta situación, la mujer se enfrenta —desde el momento en el que se ha incorporado al mundo público— a un escaso reconocimiento de su labor. El auge del modernismo ha traído como consecuencia un deterioro en el concepto de trabajo que ha venido a perjudicar —en primera instancia— a la mujer. Pues está enfocada a realizar un sinnúmero de actividades que conllevan un arduo esfuerzo y que producen un bien como resultado; sin embargo, se ha pregonado por años que «la mujer no trabaja».Y, efectivamente, el esfuerzo plasmado día con día en la actividad cotidiana de la vida del hogar no se toma en cuenta para las estadísticas.

Esta situación ha redundado en una clara desventaja para la mujer, ya que si bien al comienzo de la Modernidad sólo se ocupaba de las labores domésticas y la crianza, ahora tiene que abarcar no sólo esas funciones, sino también desempeñarse en el ámbito de lo público, que no toma en cuenta su situación personal para definir sus condiciones laborales.

Otra situación común que ejemplifica esta disociación en la vida de la mujer es la combinación entre trabajo asalariado y tiempo para el cuidado de los hijos, los ancianos o el hogar, que resulta una desventaja para las mujeres, ya que normalmente no pueden elegir su horario de trabajo o, si lo eligen, terminan haciéndolo a destajo. Esto limita la actividad de la mujer y en muchas ocasiones, su desarrollo personal o intelectual. Pero lo más lamentable de esta situación es que además se priva al mundo público de aquellas cualidades ampliamente desarrolladas en las mujeres y escasamente encontradas en los varones; es decir, se priva de la feminización —y, por tanto— de la humanización de los ambientes en los que suelen predominar las características típicamente masculinas.

En este sentido, Lipovetsky afirma que la situación laboral del hombre se da por sentada, al tiempo que tiene resueltas tanto la vida personal como laboral; para la mujer, en cambio, la conciliación entre ambas facetas supone una constante interrogación que, a la larga, conduce a frecuentes insatisfacciones. Parecería que a nivel social existiera una evidente contraposición entre la feminidad y el trabajo económicamente retribuido: “Si bien los modernos sacralizaron el valor del trabajo, al mismo tiempo se aplicaron en devaluar sistemáticamente la actividad productiva femenina” (1999: 190).

Hoy por hoy, aunque las mujeres participan en las actividades económicas y van ejerciendo puestos cada vez con mayor responsabilidad, se ven obligadas a hacerlo a la manera de los hombres. Pero, cuando la mujer relega u olvida su condición femenina, no se masculiniza, sino que se despersonaliza, puesto que el género humano se expresa en dos versiones totalmente distintas. Es decir, la persona humana nunca se encuentra en la realidad como «persona» sin más, eso es solamente una conceptualización de lo que la realidad nos transmite, sino que la encontramos únicamente como «mujer» o «varón». Por eso, cuando se pretende una supuesta supresión de lo femenino o lo masculino, aquel no adquiere las características del otro sexo, no se convierte en el sexo indistinto, sino que se le despersonaliza: pierde su condición personal (Marías, 1995: 95-96). O como lo expresa Ibarra Soto:

En nombre de la construcción socio-cultural del cuerpo y la sexualidad, se termina cayendo en una suerte de sex blindness con consecuencias lamentables para la vida de las personas reales. Cuando el sexo es irrelevante por haber sido absorbido o negado por un discurso de género unilateral, quien termina pagando las consecuencias no es el «sexo» o el «género» sino las personas reales en las que ambas dimensiones conviven en unidad y con una articulación antropológica precisa (2014: 68-69).

No obstante, afirma Aparisi (2002: 16) que la inclusión de la mujer se ha hecho, pero dejando intactos los valores masculinos que le han dado forma al contexto productivo y económico de la humanidad. Dicho de otro modo, en palabras de Arroyo, la mujer es invisible en el pensamiento económico (2002: 11). Esto deja en claro que la mujer no puede ingresar como mujer en el ámbito laboral porque las reglas del mercado, fundamentadas en un pensamiento racionalista y liberal, no han sido elaboradas pensando en ella, sino pensando en el varón.

A pesar de esta cosmovisión y de lo que ha representado en la vida de la mujer, es un hecho innegable el cambio de la participación femenina en la sociedad actual, que queda demostrado con un incremento de la intervención de las mujeres, específicamente en el ámbito laboral 4 (Figura 3). Por tanto, no hay duda del papel protagónico que tiene la mujer tanto en la actividad pública como en la privada.

Por otro lado, mientras que más mujeres se incorporan al ámbito laboral y su contribución a nivel social es cada vez más significativa, la participación masculina dentro del espacio que tradicionalmente era dominado por la mujer —el hogar, el cuidado de los más pequeños y de los ancianos—, no se ha desarrollado de manera equitativa. Esto queda demostrado en la Tabla 2 (ver Anexos).

Siguiendo con esta idea, puede afirmarse que cada día se incorporan más mujeres al ámbito laboral, al mismo tiempo que siguen ejerciendo las actividades tradicionalmente femeninas. Si se trata de trabajo, la mujer tiene una especial capacidad para realizarlo: trabaja incansablemente, trabaja ejerciendo un oficio, trabaja a su regreso en el hogar, se encarga de atender a los hijos, al marido, las faenas y la administración del hogar. Porque si bien la actividad del varón dentro de la casa comienza a ser significativa, el papel de la mujer —su vocación a la maternidad— le inclina a un trabajo arduo a favor de los demás. Es decir, se ha convertido en un elemento cada vez más importante de la fuerza de trabajo y al mismo tiempo, en transmisora de valores de la sociedad (Arroyo, 2002: 72).

Dadas las consideraciones anteriores y pese al notable crecimiento de la presencia femenina en el mundo público, resulta importante considerar la clasificación proporcionada por la socióloga británica Catherine Hakim en su libro anteriormente citado (Hakim, 2000), en el cual aborda tres vertientes distintas, cada una en correspondencia con las posturas que, en general, la mujer europea mantiene frente al trabajo:

❖ La igualitaria, en la que se pretende que tanto la mujer como el hombre se encuentren ante la misma situación laboral: desarrollo profesional, ingresos similares, horario de trabajo completo distribuido a lo largo de todo el día y encargarse del hogar y de los niños de manera compartida.

❖ La postura de compromiso, en la que la mujer tiene un trabajo menos absorbente que el marido y puede dedicar más tiempo y atención al hogar y a los hijos.

❖ La postura de roles separados, que se refiere a una situación más tajante, en donde el hombre se encuentra enfocado en las actividades del mundo público y la mujer centrada en lo que llamamos el mundo privado.

En este sentido, y de acuerdo a los resultados de las diversas encuestas realizadas por “Eurobarometer” acerca de los estilos de vida en la Comunidad Europea ( Eurobarometer Life Styles in the European Community: Family and Employment withinthe Twelve, 1991), Hakim (2000: 90) afirma que la mayoría de las mujeres está de acuerdo con una distribución de roles separados cuando tienen niños en edad preescolar, como primera opción, dedicándose ellas a realizarse en el hogar. ¿Resulta sorprendente?

La segunda respuesta que se presenta como opción preferente para las mujeres es la postura de compromiso.

Y, como última opción, se encuentra la de dedicarse a desarrollar una carrera laboral como opción preferencial de vida frente a la familia y al hogar. Por supuesto que estas preferencias varían en períodos de tiempo y también de lugar en lugar, sin embargo, permanece como una constante que las expectativas de las mujeres jóvenes al casarse se vierten en el hogar y la familia o, motivadas por circunstancias económicas, se ven en la necesidad de compaginar las actividades del hogar y la maternidad con actividades laborales remuneradas.

Por las consideraciones anteriores, puede afirmarse que un factor determinante en la incursión femenina a la vida laboral ha sido tanto la oportunidad de un crecimiento profesional o personal como la consideración de la situación económica. Y por estas mismas razones, una postura de roles separados no es considerada invasiva del desarrollo femenino, sino una alternativa acorde con su plenitud.

Hay que hacer notar, de acuerdo con Arroyo (2002: 72), que se percibe una inquietud por las aportaciones específicas de la mujer en la sociedad, tales como la transmisión de la vida, los valores y gran parte del bagaje cultural que cada persona tiene, además de representar un soporte frente a las crisis económicas y propiciar la participación en todos los ámbitos.

Por consiguiente, la mujer debe encontrar su plenitud de acuerdo con su propia identidad, siendo quien es. A la mujer le corresponde reencontrarse a sí misma y redefinir su papel en el mundo a través de un auténtico feminismo, que lejos de buscar las funciones que la sociedad considera como superiores por una tasación inercial de lo material, redima las funciones femeninas enmarcándolas en la dignidad humana y social que las circunscribe para tenerlas en mayor estima. Dicho de otro modo, hacer femeninamente lo que hasta ahora sólo tiene una versión masculina (Marías, 1995: 96-97).

Alternativas a la condición laboral femenina

La situación social de la mujer plasmada en los apartados anteriores se presenta como un complejo de voluntades enraizadas en el que intervienen diversos factores y, puesto que la solución no depende exclusivamente de una sola de esas voluntades, sino del trabajo conjunto del gobierno, de la sociedad y de la iniciativa privada, es necesario trabajar con todos los elementos involucrados que permitan brindar alternativas socialmente eficientes.

Cambiar las estructuras sociales conlleva un cambio de pensamiento, lo cual, reviste una dificultad sustancial.

Blanca Castilla (2000) propone desembarazar la maternidad, ya que la entiende como una «prestación social de primer orden» que beneficia a todos, pero solo la mujer la paga. De acuerdo a esta autora, supone mayor flexibilidad en los trabajos implementar nuevos métodos, ofrecer planes adecuados de prestaciones sociales en las empresas, entre otros. En este campo, es necesario que intervenga la subsidiaridad del Estado. En suma, como en el contexto de esta problemática se involucran diversos actores, la solución conlleva la participación de los mismos para lograr un beneficio integral. En este aspecto, la implicación del Estado es fundamental. Contar con políticas sociales de apoyo a las madres profesionistas y a las familias representaría un eficiente alentador no solo de la empresa, sino del ámbito económico del país.

Expongo a continuación algunas políticas probadas en Europa y en Japón, países que se encuentran más desarrollados en estos aspectos y que contemplan los tres modelos de opciones que se presentan a las mujeres en la actualidad: la igualitaria, la de compromiso y la de roles separados (Hakim, 2000: 223-236). Adaptando estas iniciativas a Latinoamérica, pueden resultar alternativas adecuadas que permitan compaginar la situación laboral de la mujer con sus actividades de la vida privada.

En este mismo contexto resultaría muy conveniente la implementación de un sistema fiscal de apoyo a las familias, en el que se considere tanto los ingresos de padre como los de la madre, así como el número de hijos y las edades de los mismos, en lugar de hacerlo simplemente por cada contribuyente. Este aspecto resulta de gran importancia, ya que los gastos varían considerablemente de una edad a otra, puesto que las necesidades son distintas dependiendo de la etapa de vida (Hakim, 2000: 229-230). Un sistema así planteado representa un modo más justo de distribución fiscal, ya que en un futuro no muy lejano, nos enfrentaremos como país a la escases del dinero para las pensiones y la falta de mano de obra joven que pueda sobrellevar la carga fiscal de un sistema pensionario tan amplio. En ese sentido, no es lo mismo haber aportado con ningún hijo que con uno, dos, tres o más hijos, ya que todos ellos serán ciudadanos que puedan contribuir con su trabajo y el pago de sus impuestos para solventar las jubilaciones. No es posible pasar por alto esta problemática —que ya constituye un hecho— en las sociedades europeas y que en poco tiempo también lo será para Latinoamérica.

Existen otro tipo de políticas sociales de apoyo a la familia que se aplican en relación a los hijos, ya sea a través de una deducción de impuestos de los gastos que permiten reducir la carga fiscal, hasta beneficios en efectivo. Un buen incentivo para las empresas podrían ser también las exenciones fiscales.

Otro tipo de subsidio para la atención del hogar es el ejemplo de lugares como Japón o Países Bajos, en donde se otorga una pensión a las mujeres que han sido amas de casa de tiempo completo a la edad de la jubilación como un derecho propio, en lugar de depender del empleo y contribuciones de su marido únicamente. Este tipo de subsidios para el cuidado del hogar y la fecundidad representan una forma de reconocer la paternidad y de recobrar de alguna manera la dignidad que representa el papel social de la maternidad, que ha sido tan devaluado y atacado por los feminismos.

Por otro lado, sería también fructífero, después de una baja por maternidad considerablemente justa, 5 contar con la posibilidad de reducir la jornada laboral a la mitad de tiempo durante el primer año de vida del pequeño; obviamente, gozando del pago de la jornada completa. Esto ayudaría también a fomentar la lactancia materna, tan devaluada en nuestro país e imposible de llevarse a cabo cuando el período de maternidad es de tan solo seis semanas después del parto y sin las condiciones adecuadas en los centros de trabajo que permitan llevar a cabo dicha actividad. Se conocen también, como beneficios de la lactancia materna, la protección de la salud del bebé y el blindaje de su sistema inmunológico, mismo que a la larga, deberá verse reflejado en un decremento presupuestal del rubro de salud pública.

Además de estas ideas que podrían parecer descontextualizadas y desvinculadas con la realidad de las mujeres, menciono el ejemplo de los sindicatos de la Unión Europea, que, a partir del incremento del número de mujeres en el ámbito laboral, se han enfocado en atender cuatro necesidades fundamentales de las mismas: horarios de trabajo flexibles, tiempo laborable y de vacaciones, cuidado de dependientes y servicios relacionados y beneficios adicionales (Hakim, 2000: 245-251). Este ejemplo de sentido social plasmado en acciones concretas contextualiza la creación de reglas que comiencen a adecuarse a la feminidad y desestructuran un patrón cerrado, en favor de la cultura del cuidado.

En este marco, otra alternativa viable para la mujer sería una jornada laboral de seis horas diarias, la cual se muestra más compatible con las funciones del cuidado de los hijos, permea la valiosa actividad femenina en la economía y colabora de manera más estable al desarrollo social.

La tecnología representa un apoyo inconmensurable, con el que no se contaba antaño. Una opción viable para multitud de empleadas administrativas es el uso de la misma para brindar flexibilidad a las madres en los horarios de trabajo y en el sitio de labores.

Cabe señalar que si bien se ha logrado un mayor número de oportunidades para la mujer en el ámbito laboral, no deja de ser cierto que aún las condiciones de trabajo a las que se ve sometida distan de ser las idóneas para un auténtico desarrollo de su condición femenina.

En paralelo con estos planteamientos, una de las propuestas prácticas a considerar en esta reflexión se orienta a dimensionar el trabajo oculto del cuidado. En este sentido, tanto empresas, como ciudadanía y asociaciones de la sociedad civil, deben promover la dignificación de las labores del hogar —algo muy lejano al pensamiento feminista— pero que no pretende encerrar a la mujer de nuevo en su casa, sino lograr la participación activa de todos los miembros de la familia en labores que, al no ser retribuidas económicamente pero que son muy necesarias, van formando sencillos hábitos, como la reciedumbre de carácter, la constancia, la responsabilidad y el desprendimiento, entre otros.

Re-dignificar las labores sencillas constituye en sí mismo un reto en un ambiente individualista en el que prima la competencia; sin embargo, es una realidad que dichas labores son las que se transforman en hábitos que perdurarán toda la vida, además de ser representativas de un espíritu de servicio, en las que se demuestra la valía de la persona, el auténtico cuidado de la vida humana y la atención a los pequeños detalles y a los más débiles.

Dicho sea de paso, la participación de la mujer dentro de su hogar no se plantea como un espacio que limite sus capacidades; por el contrario, la mujer encuentra en el hogar un modo concreto en el cual desplegar su ser de mujer. Es decir, al estar más abocada hacia actividades de servicio, se ve en ellas realizada si se considera la trascendencia de las pequeñas acciones. Lipovetsky lo comenta cuando afirma que “Más allá de las lógicas de dominio de un sexo sobre el otro y del peso de los determinantes culturales, en la implicación doméstica de las mujeres cabe ver un fenómeno en el que está en juego una búsqueda de sentido, así como estrategias de poder y objetivos identitarios” (1999: 235).

Por otra parte, la participación masculina en las actividades de cuidado se ha incrementado en las últimas décadas, sin embargo, no dejan de verse dichas labores como algo necesario, pero poco valorado, como una carga un tanto “indigna”. Al re-dignificar las labores del hogar y considerarlas de manera objetiva como un medio de servicio a la familia y de formación en virtudes, las labores domésticas adquieren otro sentido, pues invitan al varón a participar de manera protagónica no solamente en dichas actividades, sino en todo lo que conlleva la paternidad. Ibarra Soto (2014) expresa el trasfondo de esta idea cuando menciona que “Cuidar a los niños y elegir el menú de ninguna manera son actividades menores o menospreciables, la familia es una institución que debe ser preservada y promovida. Es el confinamiento de la existencia a los límites de los otros lo que indigna” (73).

Conclusión

¿Cuál fue la impronta que plasmó la Modernidad a partir de la concepción escindida de persona humana heredada al pensamiento actual? ¿Cómo permeó ese concepto las estructuras sociales hasta transformar, entre otros muchos elementos, una concepción escindida de la persona que identificó a la mujer como un ente débil, inestable y dependiente de los ciclos de la naturaleza?

Para dar respuesta a estas preguntas, en la primera parte de este estudio quedó demostrado con datos cuantitativos y cualitativos que la situación social de la mujer ha cambiado y continúa modificándose, mencionándose algunos sucesos que contribuyeron históricamente a dichos cambios. Entre los principales destacan el racionalismo, que escindió el concepto de persona humana, separó la racionalidad de la corporeidad e identificó la situación de la mujer con la corporeidad —por estar más sometida a la naturaleza— y la del varón con la racionalidad. A partir de este momento, la modernidad, la industrialización y las consecuencias que de ellas se generaron, se encargaron de recluir a la mujer en el hogar y mantenerla al margen de cualquier decisión socialmente relevante, otorgándole un papel secundario en la historia, tal como se detalló en el primer apartado. A este proceso también contribuyeron pensadores y filósofos, como Hegel, por un lado, que enfatizaba las tres actividades sociales hegemónicas como medio de realización (como afirma Solé, 1995: 20) o Simone de Beauvoir, por el otro, que afirmaba que la mujer tenía un cuerpo molesto sometido a procesos que venían dados desde la naturaleza (1984).

Como parte de la reacción en contra de las injusticias de las que era objeto la mujer, surgieron varios tipos de feminismo, como el igualitario o el dualista que, al partir de sistemas con objetos muy distintos al suyo, se quedaron en soluciones superficiales que lo único que propiciaron fue una escisión mayor de la mujer. A partir de aquí, los feminismos se centraron en eliminar las evidentes diferencias entre varones y mujeres, apuntalando hacia la igualdad.

Todas estas corrientes sociales y de pensamiento tuvieron significativos logros, tales como el ingreso de la mujer al ámbito laboral. Sin embargo, se caracterizaron por tratar de eliminar las diferencias y promover una concepción coartada de la feminidad. Al mismo tiempo, estos logros obtenidos permitieron una consideración mayor de la mujer, pero casi siempre en condiciones de desventaja respecto a su contraparte varón.

Entre las principales diferencias que se desprendieron de estos planteamiento teóricos se encuentran, por un lado, los contrastes sustanciales entre los ingresos masculinos y los femeninos; por el otro, los empleos atípicos que normalmente son desempeñados por mujeres; finalmente, las labores domésticas y la educación de los hijos que continúan recayendo generalmente en ella, que se ve en la necesidad de compaginar dichas funciones con el trabajo externo. Esto implica una doble tensión para las mujeres que trabajan fuera de casa, ya que su desempeño laboral se mide de acuerdo con parámetros masculinos.

Tomando en cuenta lo anterior, de esto se desprende que el trabajo no retribuido que realizan las mujeres es invisible en el pensamiento económico: es decir, ninguna de las actividades del hogar y las actividades de cuidado son tomadas en cuenta para las estadísticas económicas. Por lo tanto, de acuerdo a la concepción de trabajo desde el punto de vista de la modernidad, éste resultará importante solo en la medida en la que aporte datos numéricos.

En este contexto, un feminismo representativo será el que considere a la mujer en su cotidianeidad, enfocándose en las diferencias para hacer de ellas verdaderas fortalezas. La actividad del cuidado, la atención diligente por los demás, el cuidado de los detalles, la cooperación, la justicia, la no violencia y el diálogo, la capacidad de realizar diversas actividades a la vez, son sólo unos cuantos valores que a lo largo del tiempo y por su misma constitución la mujer ha desarrollado más que el varón y con ellos puede enriquecer los ambientes masculinos; en contraposición con la eficacia, el empuje, la independencia y la competencia que resultarán de mucho provecho en el ámbito de lo privado, que ha sido el dominado por la mujer.

El éxito del feminismo sólo podrá ser auténtico en la medida en la que haga de esas diferencias no un opuesto contra el que hay que competir, sino una propuesta de complementariedad, interdependencia y recíproca alteridad, contraria a la óptica bipolar que ve en la relación varón-mujer un discurso dialéctico. Los problemas que se derivan de esta situación no son de mujeres o de hombres, sino que son problemas sociales. Por eso se necesita la decidida participación de las familias, las empresas y el Estado.

Por las consideraciones anteriores, la sociedad reclama la presencia activa de la mujer, con su participación tanto en el mundo privado, donde siempre ha sido indispensable su contribución dentro de la familia, así como en el mundo público, donde debe humanizar las estructuras sociales. El hecho de que la mujer participe laboralmente en el mundo ya es una necesidad, una exigencia que nos compromete socialmente a buscar y plantear otros horizontes que sustituyan la falta de talento masculino. Esta participación no sólo atañe a las familias, sino que se convierte en una exigencia tanto para la mujer, como para la empresa, el gobierno y la sociedad civil, ya que todos estos actores se verán beneficiados con esta intervención. Por tanto, otorgar a la mujer el papel social e histórico que le corresponde permitirá al ser humano reencontrarse como persona y, con ello, dignificar todo su entorno, dotando del sentido trascendente que les corresponde a las actividades de cuidado y al hogar.

Referencias

Aparisi, A.; Ballesteros, J. (2002). Por un feminismo de la complementariedad: Nuevas perspectivas para la familia y el trabajo. Pamplona: EUNSA.

Arroyo, A. (2002). Mujeres y Economía. México: Facultad de Economía de la Universidad Nacional Autónoma de México.

Beauvoir, S. (1984). El segundo sexo. Buenos Aires: Siglo XX.

Castilla, B. (1996). Persona Femenina, Persona Masculina. Madrid: Rialp.

Castilla, B. (2000, marzo 18). “Persona femenina, persona masculina”. Conferencia pronunciada en Zayas. Recuperado de http://www.mercaba.org/Filosofia/Antropologia/persona_femenina_persona_masculina.htm).

Descartes, R. (1959). Discurso del método (Decimosexta edición). Buenos Aires: Losada.

Eurobarometer Life Styles in the European Community: Family and Employment within the Twelve (n. 34). (1991). Recuperado de https://ec.europa.eu/commfrontoffice/publicopinion/archives/ebs/ebs_052_en.pdf.

Ferrerira, M. A. (2007). “La dignidad y la valorización de la mujer: Un tributo a la Edad Media”. En Intersticios, 12 (26), pp. 133-144.

Hakim, C. (2000). Work Lifestyle Choices in the 21st Century. New York: Oxford University Press.

Hogares. (s/f). Recuperado el 11 de mayo de 2018, de https://www.inegi.org.mx/temas/hogares/

Ibarra, D. (2014). “Reflexiones sobre justicia distributiva y perspectiva de género”. Réplica a “Justicia distributiva, pobreza y género”, de Paulette Dieterlen. En Open Insight, 5 (8), 61-76.

International Labour Office and Bureau for Gender Equality. (2013). Resumen ejecutivo:Trabajo decente e igualdad de género : políticas para mejorar el acceso y la calidad del empleo de las mujeres en América Latina y el Caribe.

Lagunas, C.; Cipolla, D. (2011). “Espacios de poder femenino en el Reino de Castilla en la Baja Edad Media”. En La aljaba, 15, pp. 71-85.

Lamas, M.; Pedroza, I.; International Labour Office and United Nations Development Programme (Eds.). (2009). Trabajo y familia: Hacia nuevas formas de conciliación con corresponsabilidad social: resumen ejecutivo. Santiago de Chile: Organización Internacional del Trabajo: Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo.

Lipovetsky, G. (1999). La tercera mujer. Barcelona: Anagrama.

Marías, J. (1995). La mujer en el siglo XX. Madrid: Alianza.

Sistema de Indicadores de Género Instituto Nacional de las Mujeres. (s/f). Recuperado el 4 de mayo de 2018, de http://estadistica.inmujeres.gob.mx/formas/panorama_general.php?menu1=9&IDTema=9&pag=1.

Solé, G. (1995). Historia del feminismo (siglos XIX y XX). Pamplona: Universidad de Navarra.

Stengel, N. (2018). “De la violencia en el arte o del arte violento”. En Open Insight, 9 (16), 11-33.

United Nations, Department of Economic and Social Affairs, Population, Division and Division. (2009). World Population Prospects The 2008 Revision. Recuperado de https://www.un.org/development/desa/pd/sites/www.un.org.development.desa.pd/files/files/documents/2020/Jan/un_2008_world_population_prospects-2008_revision_volume-ii.pdf.

United Nations Inter-Agency and Expert Group on the Millennium Development and Goals Indicators and MDG Indicators Database. (2010). The Millennium Development Goals Report. Recuperado de http://mdgs.un.org/unsd/mdg/Resources/Static/Data/2010%20Stat%20Annex.pdf.

Varela, N. (2005). Feminismo para principiantes. Barcelona: Ediciones B.

Anexos


Figura 1

Trayectoria de la tasa de fecundidad global (número de hijos por mujer) y su principal desarrollo por grupos de 1950 a 2050.



United Nations, Department of Economic and Social Affairs, Population, Division, and Division (2009)


Tabla 1

Tasa de prevalencia anticonceptiva. Porcentaje de uso de métodos anticonceptivos entre mujeres de 15 a 49 años que están casados o en unión de 1990 y 2007



United Nations Inter-Agency and Expert Group on the Millennium Development Goals Indicators and MDG Indicators Database (2010)


Figura 2

Ingreso Laboral Promedio mensual de las mujeres respecto de los hombres, en tres décadas: 1990, 2000, 2010, en 7 países de América Latina. El ingreso masculino representa el 100%.



International Labour Office & Bureau for Gender Equality (2013)


Figura 3

Hogares con jefatura masculina y con jefatura femenina



Hogares” (s/f )

Tabla 2


Indicadores básicos respecto al uso de tiempo de acuerdo al sexo



Sistema de Indicadores de Género Instituto Nacional de las Mujeres” (s/f )

Tabla 3


Legislación nacional sobre protección de la maternidad en América Latina y el Caribe.



Lamas and Pedroza, International Labour Office, & United Nations Development Programme (2009)

Notas

1 Por ejemplo, la socióloga británica Catherine Hakim (2000: 46), menciona que, de 1965 a 1970, se incrementó considerablemente el uso de los métodos anticonceptivos: de ser usados solamente por una minoría del 37% de mujeres, pasó a ser usado por un 58% de la población femenina casada y menor de 45 años en Estados Unidos. Posteriormente, se reportó que en las décadas de los años 60’s y 70’s, la tasa de fertilidad descendió de manera muy marcada debido al control que se ejerció para evitar los nacimientos no planeados que anteriormente representaban el 43%.

2 Esto también queda corroborado en la Figura 1, de acuerdo con Naciones Unidas (United Nations, Department of Economic and Social Affairs, Population et al., 2009) la tasa de fecundidad a nivel mundial ha descendido palpablemente: desde 1950 cuando a nivel mundial se alcanzaba casi un promedio de 5 hijos por mujer, pasando por los años 70’s durante los cuales se tiene registro de que 18 de los 45 países más desarrollados en el mundo ya tenían una fertilidad por debajo del reemplazo generacional; hasta llegar a una proyección promedio en el quinquenio de 2045 a 2050 de 2.02 hijos por mujer: 1.8 hijos por mujer en las regiones del mundo más desarrolladas y 2.05 niños por mujer en las menos desarrolladas. Es decir, las estadísticas nos muestran una incapacidad para el reemplazo generacional, que coincide a la par de la popularización del uso de los anticonceptivos (ver Anexos). De acuerdo con Naciones Unidas (United Nations Inter-Agency and Expert Group on the Millennium Development & Goals Indicators and MDG Indicators Database, 2010), uno de los ocho objetivos del milenio se refiere a mejorar la salud materna. Dentro de dicho objetivo, toman relevancia algunos indicadores, tales como la tasa de prevalencia anticonceptiva. Este último índice muestra el porcentaje de uso de métodos anticonceptivos entre mujeres de 15 a 49 años que están casadas o en unión, tanto en el año de 1990, como 17 años después, en 2007 (ver Tabla 1).

3 Afirma el Informe Trabajo Decente e Igualdad de Género (2013), que la informalidad afecta más a las mujeres que a los varones, ya que, conforme a ese estudio, un 53.7% de las trabajadoras tiene un trabajo informal contra un 47.8% de varones. Es más, aunque de acuerdo a dicho informe los ingresos femeninos en relación con los masculinos se han elevado, aún hace falta un gran esfuerzo para lograr completa igualdad en la remuneración laboral: “En las últimas décadas se ha observado una tendencia hacia la disminución de la brecha de ingresos entre hombres y mujeres, en la mayoría de los países de la región. En promedio ellas ganaban en 1990 el 59% de lo percibido por los hombres; en 2000, ese porcentaje aumenta a 67% y, en 2010, llega a 78%. Sin embargo, de continuar ese ritmo a nivel mundial, se requerirían más de 75 años para cerrar la brecha” (International Labour Office & Bureau for Gender Equality, 2013: 58). Así también, la Figura 2 (ver Anexos), extraída del mismo informe, compara el ingreso laboral promedio mensual de las mujeres respecto a los hombres en tres décadas distintas: 1990, 2000 y 2010, de siete países de América Latina.

4 Según datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), la jefatura de los hogares encabezada por una mujer ha ido en aumento: para el año 2000, en toda la República Mexicana había 4,597,235 hogares encabezados por mujeres, mientras que para el año 2005, el número fue de 5,717,659 (“Hogares”, s/f ). Lo dicho anteriormente se muestra en la Figura 3, extraída del Reporte del INEGI, en donde se presentan los indicadores de la evolución socioeconómica de las mujeres y de las jefas de hogar en 1994 y 2002, haciéndose evidente una notable variación en las fechas dadas. Estas cifras demuestran el incremento de la participación económica de la mujer por quinquenios, a partir del año 2000. Indica la página de los Censos y Conteos de Población y Vivienda con la encuesta Intercensal del INEGI 2015 que el incremento de la participación femenina tan solo del año 2010 al año 2015 fue de 2,350,005. Esto equivale a un incremento de una cuarta parte de los hogares con jefatura femenina respecto al quinquenio anterior.

5 En casi todos los países de América Latina, por ejemplo, se cuenta con un permiso por maternidad de doce semanas, cuando el Convenio 183 establece un mínimo de catorce semanas. Sin embargo, también hay países como Chile, Cuba y Venezuela, con dieciocho semanas y Brasil con ciento veinte días y la opción de aplazarlo a ciento ochenta días en el sector público y para las empresas privadas, lo pueden prolongar dos meses más y lo deducen de los impuestos (Lamas and Pedroza, 2009: 113). Ver, a este respecto, la Tabla 3, extraída del Informe “Trabajo y Familia: hacia nuevas formas de conciliación con corresponsabilidad social”, que corresponde a la Legislación Nacional sobre Protección de la Maternidad en América Latina y el Caribe, en la que se pueden observar las diferencias existentes a este respecto en las legislaciones de los países Latinoamericanos.

Secciones
Cómo citar
APA
ISO 690-2
Harvard
Revista de Filosofía Open Insight
ISSN: 2007-2406
Vol. 11
Num. 22
Año. 2020

Impronta de la modernidad en el ámbito laboral de la mujer occidental y una propuesta para reconfigurar su identidad femenina

Ruth Verónica Román Martínez
Universidad Panamericana,México
Contexto
Descargar
Todas