La naturaleza del signo lingüístico. Esbozos agustinianos en De dialectica y De magistro
Claudio César Calabrese, Ethel Beatriz Junco
La naturaleza del signo lingüístico. Esbozos agustinianos en De dialectica y De magistro
Revista de Filosofía Open Insight, vol. XII, núm. 24, 2021
Centro de Investigación Social Avanzada
Claudio César Calabrese ccalabrese@up.edu.mx
Universidad Panamericana, México
Ethel Beatriz Junco ejunco@up.edu.mx
Universidad Panamericana, México
Recibido: 15 Mayo 2020
Aceptado: 06 Agosto 2020
Resumen: En sus textos de juventud, san Agustín objeta el escepticismo, que niega la posibilidad de conocimiento y de enseñanza; esta negación, que tiene origen lingüístico, declara la imposibilidad de relacionar la palabra con la realidad. San Agustín extrema el análisis sobre el signo y concluye con su famoso “en ningún caso, entonces, aprende” (nusquamigitur discere). creando uno de los aspectos más originales de su pensamiento: escuchar tiene sentido si pone al receptor en contacto con la verdad interior. Esta teoría no niega la realidad del intelecto humano, sino que la supone, en los mismos términos que lo creado se distingue de lo increado.
Palabras clave: Agustín, escepticismo gramática, maestro interior, teoría del signo.
Abstract: In his youth texts, Saint Augustine objects to skepticism, which denies the possibility of knowledge and teaching; this negation, which has a linguistic origin, declares the impossibility of relating the word to reality. Saint Augustine deepens the analysis on the sign and concludes with his famous “under no circumstances then learn” (nusquam igitur discere), creating one of the most original aspects of his thought: listening makes sense if it puts the receiver in contact with the inner truth.This theory does not deny the reality of the human intellect, but rather supposes it, in the same terms that the created is distinguished from the uncreated.
Keywords: Augustine, grammar, interior master, skepticism, theory of the sign.
Introducción
En Contra academicos (en adelante, Acad.), san Agustín puso las bases de una transformación profunda del escepticismo antiguo; podemos considerar el inicio de este proceso en clave biográfica. La desavenencia profunda con el maniqueísmo se definió cuando san Agustín llegó a la convicción de que la razón no podía aprehender la esencia de lo divino, tal como enseñaban los maniqueos (Jonas, 2010: 199-249). Esto significó, por un lado, la ruptura definitiva con los seguidores de Mani, y, por otro, la crisis de sus convicciones acerca de la certeza del conocimiento, con la dificultad que supone para el progreso filosófico.Aquella crisis, en sustancia,instaló la duda acerca de la validez de las impresiones subjetivas; esta incertidumbre constituye la experiencia fundamental que san Agustín buscó transformar a partir de su conversión definitiva al cristianismo, pues la certeza de la fe sobrenatural requería certidumbres en el plano del conocimiento natural.Tal integración de verdades requería una superación del escepticismo que fuera más allá de su simple negación. Si bien la integración de la duda escéptica a la filosofía cristiana supuso un avance de gran importancia, quedaba en suspenso el desarrollo de una doctrina que efectivamente diera cuenta del conocimiento y de su transmisión.
Este proceso debía comenzar por alcanzar certezas acerca de lo que conocemos y cómo lo conocemos. Podríamos pensar y, por cierto, con algo de razón, que san Agustín recurrió a sus arraigados hábitos de gramático para iniciar una respuesta que tomara al lenguaje como un todo, pero había también un elemento puntualmente lingüístico que estaba en el centro de la escena: el escepticismo antiguo se centraba en el uso y las posibilidades del lenguaje y, de ese modo, escamoteaba que existiera algo que un maestro pudiera enseñar a un discípulo.Ya Aristóteles (Meteorologica, 1010a, 15) nos presenta la figura de Cratilo como quien sostuvo la inutilidad de los signos e incluso del hablar, porque no existía vínculo comprobable entre la cosa y la palabra, en el marco más amplio de la inestabilidad del mundo y consecuentemente de la imposibilidad de conocerlo como realidad extramental (Glidden, 1983: 228-232).
Por Cicerón, en Academica y Hortensius (O’ Daly, 2001: 159160), san Agustín había recibido lo sustancial de aquella doctrina: el lenguaje o significa algo o sencillamente nada; si la respuesta es positiva, será por naturaleza o por convención; es evidente, que no significa nada por naturaleza, pues no todos entendemos lo mismo ante las palabras, incluso dentro de un mismo idioma; si significa algo por convención, esta caducó con aquellos que establecieron los acuerdos, porque, cuando fijaron las correspondencias entre palabras y cosas, nombraron lo que todos ya conocían (Cricco, 2000: 170-190). En cualquier caso, el lenguaje no educa y consecuentemente los procesos de enseñanza y aprendizaje quedan por completo inhabilitados. Por esta razón, estaban en juego las Artes Liberales en sí mismas y, con ellas, una posibilidad real de aprender y enseñar que no fuera meramente memorística y, en última instancia, de un encuentro con la sabiduría, pues, si no resultaba posible explicar la inmanencia de todo saber mundano, perdía consistencia la posibilidad de dar razones de la fe. Insistimos en que no estamos ante textos teológicos, pues en ninguno de los dos se trata el modo en que el lenguaje determina la identidad humana ante Dios (Morgan, 2011: 8). Como trabajaremos específicamente en De magistro (en adelante, Mag.), la noción de «maestro interior» o Cristo, que torna inteligible la palabra humana, no implica que sea conocimiento al que tiene acceso el creyente en cuanto tal, sino toda persona, independientemente de sus convicciones religiosas (Ferrer, 2014: 52).
Por lo anterior, afirmamos que es un primer estado de la reflexión sobre el signo, que había quedado incompleta en De dialectica (en adelante, Dial.), acerca de los alcances del signo o análisis dialéctico de un tema gramatical o grado de verdad que se presenta en las locuciones; en ambas obras, la teoría agustiniana nos remite al lenguaje y no a los contenidos teológicos ínsitos en el lenguaje, preocupación que sí se reflejará en dos obras posteriores: De doctrina christiana (en adelante, Doct. Chris.) y De Trinitate (en adelante, Trin.).
Este es el horizonte intelectual del escepticismo con el que san Agustín dialoga y sus respuestas tienen, por lo menos, dos etapas: en la primera, que podemos identificar con la época de Cassiciaco, íntegra la postura escéptica (Acad., Dial., Mag.) en dos planos: da un sentido positivo a la duda y pone los cimientos para considerar la certeza y la transmisión de los conocimientos; en la segunda (fundamentalmente Trin.) afectará aquellas certezas racionales al discernimiento de Dios. Nuestro trabajo se detiene en establecer los procesos de discernimiento de san Agustín en Dial. y Mag. (Cricco, 2000: 180-181).
El estado de la cuestión
Si bien Platón había puesto las bases del estudio del signo, al establecer que el logos está compuesto por el onoma (el nombre de quien ejecuta la acción) y rhema (el nombre de una acción),Aristóteles distinguió, por primera vez y con toda claridad, el carácter bifronte del signo, el significante y el significado (Arellano, 1979, t. 1: 43-45). El Estagirita no solo hizo propia la distinción platónica del onoma, aunque fijándola como una secuencia de sonidos asociada con un determinado significado (los sonidos en el lenguaje oral y los grafemas del lenguaje escrito, o lo que Saussure llamó posteriormente la imagen acústica o significante), sino que además estableció que la relación entre el sonido y la significación es arbitraria. Los estoicos llevarán la contraria al Estagirita, cuando, en un aporte verdaderamente original, se aplicaron a desarrollar una doctrina gramatical coherente y fecunda en resultados; en ella, en efecto, sostuvieron que la relación entre el objeto y su nombre es natural, es decir, que la esencia de la cosa está en el nombre y que, consecuentemente, las etimologías de las palabras ponen de manifiesto los sonidos con que los antiguos humanos imitaron la percepción de las realidades que salían a su paso. Respecto del estudio del signo avanzaron, a partir de Aristóteles, postulando un tercer elemento que denominaron pragma u objeto externo nominado por el signo, el cual se traduce, según la circunstancia, como «cosa» o «situación». En síntesis, el significante es la imagen fónica, el significado es la cosa misma expresada por aquella, y ambos, a juicio de los estoicos, son percibidos simultáneamente en una situación o en un objeto determinados (Arellano, 1979: t.1: 45-50; Coseriu, 1975: 63; Ramos, 2009: 9-60). Es importante señalar, en tanto nos ocupamos de san Agustín, que la tradición latina hizo propios los aportes griegos, a través de Cicerón,Varrón, Polemón y especialmente Donato, quien escribió los textos con los que enseñaban los gramáticos como el Hiponense (Taylor, 2020).
Si nos acercamos a esta temática, en la perspectiva propia de san Agustín, es decir, dejando de lado presupuestos comparatistas, comprendemos la raíz de una producción filosófica-teológica, a partir de la presencia operante (significamos, de este modo, la ausencia de un uso explícito) de la noción de nombre y de signo (Navarro 2012: 121-123; Pépin, 1976). Estos conceptos adquieren con san Agustín una precisión nueva, pues forman parte de un método de investigación; sin duda pertenecen al modelo conceptual clásico, aunque se encuentran en un nuevo horizonte especulativo, pues su respuesta ahora debe integrarse al ámbito más amplio que exige la revelación bíblica. No nos encontramos todavía en las preocupaciones del mundo medieval, pues seguimos en la geografía intelectual de la Antigüedad, más específicamente de la Antigüedad tardía; por ello, en el modelo agustiniano de superación del escepticismo, comienza a hacerse visible una teoría del conocimiento, que está connotada por una comprensión intuitiva. En efecto, la verborum notitia.Mag. 15, 1) expresa una correlación relativa a la intuición, pues está contrapuesta a procedimientos abstractivos; solo posteriormente, la pareja notitia – intuitus, en correlación con el giro cum sola cogitatione de, por ejemplo, Trin. 12, 18, dará lugar a una aproximación propiamente teológica (Bettetini, 2008: 81-86; Prada, 2015: 71-72; Schenkeveld y Barnes, 1999: 177-226; Burnyeat, 1982: 193-228).
Todo lo anterior nos lleva a trabajar sobre la siguiente hipótesis: si san Agustín concibió una teoría semiótica y consideró también su inviabilidad, entonces su modelo no se detiene específicamente en la representación conceptual o sensible, sino más bien en establecer una posición ante lo real; es efecto, no se detiene en la descripción, sino que busca superar el escepticismo, cuyos alcances han sido antes radicalizados en el propio análisis agustiniano.
La teoría del signo en san Agustín
❖ Según De dialectica
Por Retractationes (1, 6; en adelante, Retr.) sabemos que san Agustín, de regreso de Cassiciaco a Milán, a la espera de recibir el bautismo (Vigilia de Pascua del 386), dedicó su tiempo a escribir un texto sobre el conjunto de las artes liberales, como un instrumento para encontrar un camino seguro que condujera de lo corpóreo a lo incorpóreo, según el valor propedéutico que le asignó a estos estudios en su juventud; de estos libros, solo concluyó De grammatica (hasta hoy perdido) y De musica (completado ya de regreso en África; Malatesta, 1999: 272; Madec, 1996: 27-37); del resto de los textos que conformarían los tratados sobre las artes liberales (De dialectica, De rethorica, De geometria, De arithmetica, De philosophia) fueron comenzados pero no concluidos; de ellos, únicamente ha llegado hasta nosotros Dial., aunque entre las obras apócrifas y dudosas, hasta la edición Jackson-Pinborg, que tiene el mérito incuestionable de no dejar dudas razonables sobre la identificación entre el texto tradicionalmente recibido bajo este título y la obra que menciona san Agustín en Retr. 1, 6 (Jackson, 1975: 1-83).
El texto que recibimos es, al igual que De immortalitate animae, un conjunto de notas o borrador pendiente de una redacción definitiva, como lo advierte el hecho de que el autor solo trate, según la estructura que presentamos inmediatamente, las dos primeras subdivisiones de la primera parte (verbum y decibile); también atribuimos a la condición de esbozo de este escrito que las definiciones propuestas no resulten estrictamente homogéneas ni articuladas entre sí; ante esta situación, se ha postulado también que la redacción fue abandonada por san Agustín, debido a las dificultades de fundamentar la veracidad de los enunciados, en el examen de las propiedades del lenguaje, a partir del estudio preliminar que realiza de la noción de verbum. Esta tesis, sostenida por Baratin-Desbordes (1982: 75-89) resulta difícil de mantener, si vemos esta obra en continuidad con Mag., pues esta última amplía el análisis de la primera, sin entrar en contradicción, en cuanto al estudio del signo se refiere. Es probable que, para el tratamiento del tema, san Agustín trabajara sobre una fuente (tal vez De dialectica de Varrón, también perdido; Baratin-Desbordes, 1982: 87) junto con la traducción de textos aristotélicos (Chriti, 2011: 502-505) y con los manuales que tal vez utilizó durante la época de maestro, con citas y comentarios sobre los aportes estoicos a la teoría del signo (Ax, 2011: 331-346). La concepción de la dialéctica que nos presenta san Agustín pone en evidencia una construcción erigida con elementos dispares, pero cuya combinación lo lleva a conclusiones nuevas respecto de las tradiciones gramaticales involucradas. Como sea que estos elementos hayan concurrido a formar lo que conocemos como la teoría del signo en san Agustín, Dial. está organizado del siguiente modo, a partir de lo que podemos designar como introducción (recordemos que no estamos ante un texto orgánicamente definido; Jackson, 1975: 43-47):
De loquendo («lo que concierne al habla»): lo que se dice de manera simple (de his quae simpliciter dicuntur; Dial. 1, 4) o denominación (representación de una forma primaria, a partir de una secuencia de sonidos).
De eloquendo («lo que concierne al enunciado»): el juicio trata sobre los enunciados simples (Dial. 1, 4).
De proloquendo («tratado sobre los enunciados»): la conexión dentro del enunciado que conduce a una conclusión (Dial. 1, 4).
De proloquiorum summa («parte concerniente a la conclusión de los enunciados»): la conjunción o copulación de palabras que da lugar a una proposición completa que expresa un juicio hasta llegar a una conclusión (Dial. 1, 4).
El tratamiento de san Agustín no sobrepasa lo que denominó De eloquendo y en este ámbito, que podríamos llamar descriptivo, distingue: verbum, dicibile, dictio y res.Veamos cómo procede: si bien el texto se abre con una definición tradicional de dialéctica como «ciencia del disputar bien», agrega, poco más adelante, que «disputamos con palabras». Debido a lo anterior, el esclarecimiento de la dialéctica comienza por el examen de la palabra (verbum); este modo de iniciar el estudio de la dialéctica por el lenguaje, aun antes de saber si los enunciados son verdaderos o falsos, es claramente de cuño estoico (Ax, 2011: 500-503). San Agustín, sin embargo, no sigue paso a paso la teoría estoica, como lo verificamos en su refutación de las posibilidades de conocer hasta la raíz las etimologías de las palabras. En los tratados estoicos, por otra parte, el enunciado es aquello que otorga unidad al estudio del lenguaje, en tanto que unión del significado y del significante: el enunciado como significante que transmite un significado; esta noción llega a san Agustín profundamente reinterpretada por los gramáticos alejandrinos, a quienes les debemos la introducción del concepto de «palabra» como término técnico. En efecto, a partir de estos aportes teóricos, el análisis de la dualidad significado / significante se trasladó del enunciado a la palabra (Teichert, 1999: 90-93; Baratin, 1991: 143-216).
En el texto agustiniano, observamos, en efecto, que la palabra está en la base del estudio; evidentemente hay ecos de la fundamental distinción platónica, que leemos en el Cratilo (383a–391d), entre naturaleza y convención. Sin embargo, el contexto fundamentalmente estoico de su interpretación, la oposición entre significado y significante, hace que en consecuencia establezca una relación entre la palabra y la cosa, esencialmente a partir del alcance del significado. 1
A la luz de los comentarios de Porfirio, Ammonio y Simplicio al De interpretatione de Aristóteles (16a, 4-9: “Lo que hay en el sonido es símbolo de las afecciones del alma”), la palabra se define en términos de signo, pues ella produce signos y estos conducen a la realidad. “Un signo es lo que se manifiesta a sí mismo en el sentido y, además de sí mismo, muestra algo a la mente” (Dial. 1, 5; Chriti, 2011: 499-514; Aubenque, 2009: 101-116). Resulta evidente la originalidad agustiniana de la lectura de Aristóteles, aunque mediada por la tradición de comentaristas neoplatónicos; sobre ella descansa el conjunto de la estructura conceptual del Dial. Esta obra, más allá de las posibles fuentes que hemos mencionado, es el primer texto que explícitamente nos presenta el concepto fundamental de que las palabras son signos que se usan para representar y un paso más: la palabra produce signos y el lenguaje es, entonces, de manera intrínseca y exclusiva, un sistema de signos. La relación entre las palabras y las cosas resulta modificada desde la raíz, si nos hacemos cargo de esta definición de palabra como signo. En el análisis lingüístico de la tradición estoica, donde se había presentado la dialéctica de los significados, este problema se había resuelto en términos de sustitución, es decir, que la teoría de las representaciones, en cuyo marco se inscribe la lógica, es el «lugar» de la expresión verdadera, distinto del decir conveniente, entendido como teoría de la dicción; aquí se encuentra in nuce el principio estoico del hellenismós o corrección como principio del estilo (Mársico, 2000: 129).
En la tradición estoica y neoplatónica, la palabra «reemplazaba» a la cosa, siendo esta sustitución una evidencia en sí misma del proceso: no es posible argumentar sobre las cosas con cosas. Esta problemática nos regresa a la raíz de la cuestión, es decir, a la legitimidad de este proceso de sustitución o conformidad real entre palabras y cosas (Pinborg, 1962: 148-152). Con Dial., el rumbo de la interpretación de la palabra cambió drásticamente: en efecto, la definición de palabra como signo modificó el modo en que se comprendió la relación entre la palabra y la cosa, pues considerar que el humo es signo del fuego conlleva establecer una correlación o implicación (Dial. 1, 7, los usos y significados del neutro plural arma en el lenguaje cotidiano y en el verso inicial de la Eneida). Con palabras de Baratin-Desbordes (1982: 79), la novedad consiste en que se ha establecido una relación sintagmática entre objetos coexistentes y no una sustitución, cuya lógica conduce a la identificación.
¿Qué consecuencias tuvo el viraje de san Agustín? En principio, el signo es una realidad dual: es un objeto material que porta una relación permanente y no material con una cosa. Es lo que, en el texto, se denomina «fuerza de la palabra»:
Consideremos ahora brevemente, en cuanto sea posible, la fuerza de las palabras. La fuerza de una palabra es la que permite conocer cuánto vale, en cuanto es capaz de estimular (movere) al oyente. Ahora bien, la palabra estimula al oyente por sí misma (secundum se) o por lo que significa, o por lo uno y lo otro conjuntamente. Pero cuando estimula por sí misma, es incumbencia o de la sensibilidad sola, o del arte, o de lo uno y lo otro. El sentido es movido o por la naturaleza o por la costumbre (Dial. 1, 7). 2
La palabra es, entonces, un signo relacional, es siempre «signo de»; sin embargo, san Agustín no detiene aquí su análisis, pues entre los extremos res («cosa») y verbum /signum (palabra-signo) distingue vox .sonum (los utiliza indistintamente), decibile y dictio. En cuanto sonido, vox .sonum es el objeto de la gramática, en la medida en que esta trata el aspecto fónico de la lengua: la clasificación de las vocales, las consonantes y las sílabas, cada una en sí misma y según la diversidad de combinaciones realizables en el sistema. En efecto, cuando la razón distingue lo que mide el oído y le impone un nombre, como en el caso de optimus («óptimo»), reconoce inmediatamente una sílaba larga y dos breves y sabe que está ante un pie dactílico; además la palabra no solo estimula por sí misma sino también por lo que significa, cuando la mente queda pendiente del significado, al mismo tiempo que recibe el sonido;Agustín propone un ejemplo a partir de su propio nombre: “como cuando, dicho el nombre Agustín, quien me conoce solo piensa en mí, mientras que el que no me conoce o conoce a otro que se llama Agustín, le viene a la mente cualquier otro hombre” (Dial. 1, 7). Decibile es aquello que el espíritu, y no solo el oído, percibe por la palabra y que está incluido en la mente (Dial. 1, 5). Dictio es la palabra cuando se la considera a partir de su significado, no de sí misma, sino de otra cosa; la cosa misma no es ni una palabra dicha ni una palabra en la mente y por ello, se denomina simplemente cosa. Para san Agustín hay, entonces cuatro registros (Dial. 1, 5): la palabra (verbum), lo expresable (dicibile), la expresión (dictio) y la cosa (res).
Lo que se denomina, entonces, verbumes una palabra que significa «palabra»; lo expresable es también una palabra, a la que no se le ha asignado un significado concreto, pero que —cualquiera este sea— se encuentra en el alma; la expresión es un tipo de dicción que significa al mismo tiempo la palabra misma y lo que se hace presente desde el alma mediante esa misma palabra; «cosa» es una vocablo que significa todo lo que resta, además de lo dicho por los tres términos registrados anteriormente. Lo dicho hasta aquí no implica que se identifiquen los contenidos de verbum y vox; en efecto, la secuencia fónica puede considerarse desde dos perspectivas: o bien, como objeto material puramente acústico, sin otro interés que la métrica o la fonética, o bien, esta misma secuencia fónica como un objeto material que funge de soporte de una significación.
Para que esta teoría pueda ser considerada tal, el verbum debería tener una primacía de orden lógico sobre la dictio. Según lo que san Agustín ha presentado hasta aquí, en el signo, en tanto elemento relacional, puede distinguirse un elemento de base y la relación misma, lo que le permite poner de manifiesto un significado. El elemento que está en la base y que posibilita su carácter relacional es el verbum, la palabra que se distingue como signo, es decir, que existe en sí mismo (secundumse o propter se en el vocabulario agustiniano); una palabra, para que sea tal, debe ser considerada como un enunciado por sí mismo. Por esta razón, consideramos que se pone de manifiesto una tensión: si el signo es una entidad intrínsecamente dual ¿puede ser considerado en abstracción de esa dualidad? La solución que da san Agustín a esta paradoja es la fuente de la originalidad de su reflexión sobre el lenguaje; hay, en el origen, una relación del signo consigo mismo: un signo puede ser considerado más allá de su relación con aquello que expresa, sin dejar de ser lo que es, un signo; creemos que los giros secundumse o propter se le permiten considerar a san Agustín que siempre hay una relación del signo consigo mismo y a este estadio lo denomina verbum. Los ejemplos que coloca san Agustín en Dial. (1, 5) ayudan a comprender la dirección de su pensamiento.
San Agustín organiza sus ejemplos imaginando una clase en la que un gramático hace algunas preguntas a un niño: “¿Qué parte de la oración es «armas»?” (o bien “¿qué clase de palabra es «armas»”?); en el texto citado, aparecen dos expresiones a tener en cuenta propter se («por sí misma») y propter ipsum verbum («en razón de la palabra en sí misma»), que ponen de manifiesto que, en principio, la palabra conduce a sí misma: si es un signo, al igual que las otras palabras de la oración, este es un enunciado de sí mismo; en cuanto al resto de las palabras, el motivo de su presencia no está en sí mismo, sino en relación con «armas» (arma). Sin embargo, cuando el alma las percibe son «expresables» (decibilia), hasta el momento en que son pronunciadas; desde ese momento en adelante son «expresiones» (dictiones). El análisis de término arma se transforma completamente en el primer hemistiquio del verso de Virgilio, “arma virumque cano…” (“canto las armas y al varón…”); aquí es una palabra, pero pronunciada por los labios del Mantuano fue una «expresión» (no fue pronunciada en sí misma), que significó tanto las armas forjadas por Vulcano, cuanto las guerras que Eneas sostuvo en Italia.
Por último, san Agustín señala que si las hubiésemos conocido (si las pudiésemos tocar o señalar), las arma no serían «palabras», «expresables» o «expresiones», sino «cosas» (res) que llevan nombre propio. Entonces arma, en cuanto palabra, nos conduce a ella misma; en cuanto dictio, es un signo o enunciado que significa algo distinto de ella misma y es res en cuanto realidad que está o puede estar en el mundo.A pesar de las indeterminaciones terminológicas, el Hiponense ha dado sustento a la coherencia de su teoría, pues ha establecido una fructífera oposición entre «signo-cosa» y «signo de la cosa», entre el signo que se manifiesta a sí mismo y el signo que sostiene la expresión de una cosa (Dial. 1, 5).
La originalidad del De dialectica consiste en haber establecido una teoría del verbum, que considera sus cuatro cuestiones principales: origen, valor, flexión, disposición, es decir, un estudio muy completo de los materiales esenciales para un dispositivo dialéctico (Ruef, 1981: 12-14). En cuanto a la posibilidad del establecimiento del origen o etimología de la palabra, san Agustín es consecuente con su concepto de signo arbitrario o no motivado: no indica nada acerca de la cosa de manera espontánea; la búsqueda de sentido es una actividad humana que se aprende. Desde esta perspectiva, resulta obvio que san Agustín rechazara la posibilidad de establecer, de manera indubitable y en todos los casos, el origen o etimología de las palabras; es posible que aquí san Agustín haya entrado en disputa con su fuente estoica, si es que esta realmente existió: rechaza que la palabra sea un «signo natural» porque únicamente puede ser comprendido como tal si se considera que la palabra es una emanación de la cosa. Este rechazo está en la base de no reconocer la posibilidad de llegar a la raíz del origen de una palabra (la oposición con los estoicos aquí es frontal: “Los estoicos sostienen […] que no hay palabra a la que no se pueda identificar un origen cierto”; Dial. 1, 6).
Como san Agustín destaca, en el mismo pasaje, el procedimiento de los gramáticos estoicos expresaba una completa confianza en poder llegar a la raíz del significado; su método descansaba en la capacidad de demostrar que las raíces etimológicas coincidían con las onomatopeyas correspondientes (D’Onofrio, 2013: 78-79). El argumento estoico expresa que se debe buscar la etimología hasta encontrar cierta semejanza entre el sonido de la palabra y la cosa considerada en el referente: el tintineo del bronce, el relincho de los caballos, el balido de las ovejas, el son de las trompetas o el estridor de las cadenas; del mismo modo se procede cuando la percepción no es sonora sino táctil (suavis, «suave», suena de manera acogedora para el oído).
Este procedimiento lleva a la siguiente conclusión: la raíz etimológica es un sonido onomatopéyico que otorga la significación. San Agustín considera que este procedimiento es un abuso, pues queda librada a la sensibilidad de cada uno y, por ello, no ofrece seguridad científica. En Dial., la etimología tiene un espacio muy limitado, pues, aunque no queda negada la posibilidad, en algunos casos, de establecerla con claridad, pone el acento en la inutilidad del método.
El valor de las palabras (vis verborum) se mide por la capacidad de afectar al oyente por sí misma (efecto que causa a los sentidos) o por lo que significa, producto —esto último— del conjunto del efecto fónico y del significado. El principio agustiniano “la sensibilidad (sensus) es afectada o bien por la naturaleza o bien por la costumbre” (Dial. 1, 7), tiene alcances de interés para nuestro tema; en efecto, si descontextualizamos una palabra o simplemente la decimos o pronunciamos de manera aislada, podríamos prever sus efectos; en este caso, cuenta únicamente el efecto del sonido de una palabra: para san Agustín, Artajerjes sonará siempre duro y Euríalo, suave, independientemente de que sepamos quiénes fueron. Como su empleo tiene un efecto eminentemente estético, lo estudia el gramático y lo emplea el orador, cuya meta es la persuasión.
La mayor parte del texto de san Agustín está dedicada a señalar que, si bien la finalidad de la dialéctica es la veracidad, la palabra puede ser el origen de muchos errores; por esta razón, su trabajo está destinado a clarificar y clasificar las palabras, a fin de minimizar el efecto negativo sobre la comprensión de las cosas. Si la meta de la dialéctica consiste en alcanzar la verdad, el discernimiento de la dictio es siempre contextual, porque hay que considerar, en cada caso, la relación verbum – res; ahora bien: ¿es posible establecer un puente entre dictio – verbum – res?
San Agustín percibe con claridad las dificultades de la cuestión. Resulta evidente que el llamado valor (vis) de la palabra genera dos dificultades o impedimenta para que el oyente perciba la verdad: la oscuridad o la ambigüedad (obscuritas aut ambiguitas). Así como los casos de oscuridad no ofrecen dificultad (una palabra desconocida o mal pronunciada), parece que toda palabra es fundamentalmente ambigua: ninguna palabra es unívoca, es decir, está indudablemente destinada a tal o cual cosa o res. Con palabras de san Agustín: “en la ambigüedad se muestran muchas cosas, de las que se ignora cuál sea preferible” (Dial. 1, 8). La palabra secundum se, el verbum, es ciertamente un signo, pero un signo puesto a disposición, es decir, plenamente potencial, pues sus valencias de significación no son unívocas: no existe bidireccionalidad entre palabra y cosa. Parece que aquí finalizara todo posible avance, pues “¿cómo entonces explicarán lo ambiguo con lo ambiguo?” (Dial. 1, 9).Aceptado que toda palabra es ambigua, no es posible explicar la ambigüedad de las palabras sino con palabras.
Para avanzar en la argumentación, san Agustín retoma el tema aristotélico de los sinónimos y de los homónimos, que identifican la significación con la predicación.Toma la palabra latina acies como ejemplo de las posibilidades semánticas: “Entonces, si alguien ha oído la palabra acies y si otro la ha leído, puede haber incertidumbre, a no ser que se aclare mediante un enunciado, si la palabra dicha o escrita se refiere a la tropa de soldados en formación, o a la punta afilada de la espada, o a la agudeza de la mirada”. 3 No hay, en efecto, certeza de que, cuando alguien oye o lee la palabra acies, comprenda su significado; esta se da únicamente mediante un enunciado (sententia) que establezca si se refiere a una tropa formada o a una punta afilada o la agudeza de los ojos.
A partir de aquí, consideramos que una palabra es el signo de una cosa únicamente en la medida en que pueda ser referida a una cosa. Luego del extenso análisis sobre estas dos clases de palabras, queda la sensación que, para san Agustín, siguiendo la huella de Aristóteles, la palabra-signo es un sello: una misma res puede admitir diversos sellos y su contrario, que un sello pueda aplicarse a diversas palabras-signo. Es decir que bajo la palabra «hombre», que es una palabra ambigua, mentamos tanto al niño, como al joven, como al anciano, al ciudadano y al forastero, al hombre de ciudad como al de campo; mentamos también a los muertos y a los vivos, al pobre y al rico; al que está alegre, o afligido o ni uno ni otro (Dial. 1, 9). Pero, en cada una de las menciones, no hay ninguna que no quede incluida en la definición de hombre, es decir, un cierto tipo de animal que usa la razón y que, tarde o temprano, muere. Por esta razón, la ambigüedad no resulta un obstáculo para llegar a la verdad, con la condición de que admitamos, siguiendo el razonamiento agustiniano, un significado fijo (lo que denomina definitio, Dial. 1, 9), dando una razón semántica para ordenar (y restringir) los sellos que mencionábamos poco antes. Los ejemplos de los sinónimos y de los parónimos nos enseñan que el sentido que adjudicamos a las palabras es un don maravilloso y también precario, porque el sentido no es una atribución absoluta; este, en efecto, puede ser donado de una palabra a otra, en virtud de las relaciones que en nuestra inteligencia tienen unas cosas con otras, es decir, no motivada en sí misma y, por ello, poco previsible.
❖ Según De magistro
El enfoque acerca del lenguaje y de los signos en Mag. resulta diverso, aunque complementario a Dial. Su inicio está orientado a establecer si es posible enseñar y, si la respuesta fuera positiva, cómo llevar esta tarea adelante (aquí confluyen dos realidades que contemporáneamente tendemos a concebir de manera separada: pedagogía y didáctica). Por ello, el diálogo se abre con la siguiente pregunta de san Agustín a su hijo Adeodato: “¿Qué te parece que buscamos cuando hablamos?” y la consiguiente respuesta: “Por lo que ahora se me presenta, enseñar o aprender” (Mag. 1, 1). De este modo, parece que nos introducimos de lleno en el examen de la posibilidad del conocimiento en general y de algunas de las ramas de ese árbol en particular. Pero a poco de avanzar en la lectura, comprobamos que la perspectiva es más amplia; en efecto, cuando san Agustín vuelve sobre la primera respuesta de Adeodato, aceptando la primera parte (enseñar), pero poniendo en duda la segunda (aprender), el desarrollo de la discusión toma un nuevo rumbo: Agustín: “Pero ¿cómo aprender?” Adeodato: “Y cómo te parece, sino mediante el diálogo” (Mag. 1, 1). Esto significa que, si bien no se anula la dirección de estudiar el lenguaje para fundar lo que llamaríamos una teoría del conocimiento, aquella dirección queda, en cierto sentido, subordinada a una teoría acerca de la comunicación del conocimiento, es decir, ¿cuáles son los procedimientos para que un conocimiento ser percibido como tal?
De este modo, san Agustín es estrictamente coherente con el desarrollo de la palabra-signo que seguimos en Dial. (1, 1): si no hay una relación directa e incuestionable de la palabra con el mundo, al modo que los estoicos concibieron la etimología, es necesario justificar teóricamente una relación de interlocución de un oyente que interpreta lo que un hablante dice del mundo. La tesis subyacente es radical para la Antigüedad tardía: podemos hablar sobre los signos, pero con signos no podemos conocer la realidad (la palabra-signo no posibilita un acceso real a la cosa, sino a otros signos); esto se debe a que el Hiponense ha aplicado el procedimiento de clasificación de la dialéctica al campo más bien descriptivo de la gramática. Debido a ello, ha distinguido los signos de cosas que no son signos en sí mismos y los signos que son signos de cosas. Si la palabra es signo de un nombre, el nombre (ejemplifica san Agustín en el párrafo anterior) es signo de un río y el río, a su vez, es signo de algo visible, es decir, la diferencia entre el signo-río y el nombre que es signo de ese signo.
Si el problema ahora son los signos de signos, el análisis se debe acotar a las relaciones de pertenencia de determinados signos entre sí, es decir, si son signos distintos de sí mismos o si puede significarse a sí mismo. El ejemplo de san Agustín para los signos que significan otros signos, pero que no se significan a sí mismos es el siguiente: no hay relación recíproca entre el cuatrisílabo coniunctio («conjunción») y lo que este término significa cuando decimos «pues», «sino» o «luego» (Mag. 1, 11). Coniunctio es signo de todas las conjunciones, pero no de sí misma, porque es un nomen .Mag. 1, 9).
Para continuar el progreso discursivo, san Agustín hace una consideración metalingüística.Así, en efecto, toda palabra entendida en sí misma es un nombre; a raíz de un comentario sobre Cicerón (Verr. II, 2, 104, citado en Mag. 1, 16), señala que los lógicos enseñan que una proposición completa, la que puede afirmar o negar, se compone de un nombre y de un verbo (Cicerón la llamó «enunciativa» en Tusc. 1, 7, 14) y que, cuando el verbo está en tercera persona, el nombre debe estar en nominativo, pues hay dos proposiciones (en Mag. 1, 16 ejemplifica: “un hombre está sentado”, “un caballo corre”). A partir de aquí, el Hiponense radicaliza su posición, respecto del Dial., con un criterio funcionalista avant la lettre; en el diálogo dice a su hijo Adeodato, avanzando en esta distinción de nombres y verbos: se ve un objeto tan lejos que es imposible determinar si es una piedra, un hombre o cualquier otra cosa, por lo que sería temerario aseverar: “Porque es un hombre, es un animal”; la respuesta de Adeodato es que no sería temerario de esta forma: “si es un hombre, es un animal” (Mag. 1, 16). Sobre este plano formal de la lógica (“en tu frase me resulta conveniente el «si», y a ti también, porque a ambos nos resulta inconveniente el «porque» en la mía”), el diálogo lleva a la afirmación de que «si» y «porque» funcionan como nombres (Mag. 1, 16). En este análisis, que hemos llamado «metalingüístico», todas las palabras pueden funcionar como nombres: cada signo puede estar como nombre, es decir, ya no es signo.
En este punto resulta significativo que la intervención de la dialéctica ha producido una interpretación de los signos inmanente a sí misma, porque el lenguaje no puede abrirse, en estos términos, a las cosas. Poco más adelante, la conclusión es terminante:“… en efecto, las palabras existen para que las usemos, pero para que las usemos para enseñar” (Mag. 1, 26).Toda la virtuosidad del análisis agustiniano lleva a que la dialéctica no relaciona a la persona con el mundo y, más dramáticamente, no hay conocimiento posible; en realidad, deberíamos traducir el giro ad docendum «para comunicar», en lugar de «para enseñar», pues el lenguaje no puede salir de la aporía que constituye en sí mismo, y correlativamente, no es posible enseñar mediante el lenguaje (Kirwan, 2001: 187-188).
Nos encontramos, básicamente, en el terreno del escepticismo (Glidden, 1983: 228-232): cuando se pronuncia una palabra, el interlocutor comprende el signo, pero no tiene otra información, pues comprende solo si conoce la cosa significada. A pesar de ello, debe entenderse en términos de signo, pues no toda secuencia fónica es forzosamente un signo. Aquí cambia la dirección de la argumentación, pues solo hay signo si hay algo significado; no hay otro modo, en efecto, de reconocer que una emisión fónica es un signo, si no es por la información que podamos recibir. Para sustentar este cambio en la navegación, san Agustín plantea que no toda información pasa, de manera necesaria, a través de los signos: podemos ir a lo significado sin detenernos en los signos. La condición de la captación es que la inteligencia simplemente comprenda lo que ve (Mag. 1, 32): se acaba de negar que el lenguaje sea un instrumento de validación de los datos que recibimos del mundo. En este contexto, nuestro próximo paso es discernir cuándo san Agustín considera que una afirmación es verdadera; recordemos que ha ejemplificado a favor de que no hay un vínculo entre las palabras y las cosas ni una identidad que pueda establecerse previamente entre el signo y lo significado (Baratin-Desbordes, 1982: 89).
Desde el punto de vista del conocimiento, se aprende algo cuando se conoce la realidad significada. San Agustín se vale de la palabra caput («cabeza») para determinar el estado de la cuestión: teniendo en cuenta que no sabemos si es solo un sonido o si tiene un significado, nos preguntamos: ¿Qué es caput? Si como respuesta alguien se señala su cabeza, aprendemos el signo que antes solo habíamos escuchado; si bien el procedimiento puede tener dificultades, san Agustín lo asimila al valor deíctico del adverbio «aquí». E insiste, dirigiéndose a Adeodato: “Y me esfuerzo en persuadirte, si puedo, que nosotros no aprendemos nada de esos signos que se llaman «palabras»” (Mag. 1, 34). Únicamente podemos aprender el significado de la palabra, que se oculta en el sonido, en la realidad; desde este punto de vista y en correlación con el análisis llevado hasta aquí, las palabras no pueden más que «estimular» (Mag. 1, 36) el conocimiento, pero no proporcionarlo.
Si esto es así ¿cómo se alcanza un conocimiento seguro? El proceso de comprensión de las cosas que llegan a la inteligencia se inicia con las palabras, pero solo tiene lugar cuando se consulta interiormente la verdad (Mag. 1, 38); y, en el mismo pasaje, san Agustín da un paso más: Cristo es la verdad consultada; toda alma racional, en cuanto racional, hace esta consulta y cada una recibe según su medida (del mismo modo que vemos las cosas sensibles a la luz del sol, según las capacidades de nuestros ojos). La memoria es el ámbito donde se congregan las cosas efectivamente conocidas, por ello, el que escucha no aprende de las palabras, sino por medio de las imágenes que lleva en sí mismo (Mag. 1, 39). Hablar con conocimiento significa expresar lo que está presente en la luz interior de la verdad; escuchar implica reconocer la verdad de lo escuchado en su propia contemplación y no en las palabras. Luego, no es posible que alguien enseñe a otro (Mag. 1, 40); por ello, «no saber» solo se explica por la debilidad del entendimiento o de la voluntad para consultar la luz (Cristo) que todo lo ilumina (Mag. 1, 40). Cuando el discípulo considera consigo mismo las palabras de su maestro, es decir, las examina interiormente, según sus posibilidades, recién podemos decir que aprende (Mag. 1, 45).
Desde la noción de palabra-signo que no comunica sino lo conocido y que, en su punto más alto, no es más que estímulo para conocer, hasta la teoría del maestro interior, el texto del Mag. ha seguido consecuentemente su desarrollo. Debido a ello, por los distintos caminos que tomemos, llegamos al mismo desenlace: nusquam discere. No significa, por cierto, que la enseñanza sea un sinsentido, sino más bien que los actos de enseñar y de aprender no deben ser dados por supuestos, es decir, se necesita determinar su naturaleza. En la segunda parte del Mag., cuando el diálogo se ocupa de cómo el alma adquiere conocimiento, se establece una comparación entre el modo en que hacemos propias las ideas y cómo percibimos sensaciones; se presentan así los dos lados de un único hecho: únicamente se puede enseñar un concepto, si el discípulo lo descubre en sí mismo, pero no mentar una cosa desconocida, pues el maestro debería mostrarla primero.
Cuando se trata de conocer los objetos de la inteligencia o de los sentidos, todo conocimiento viene desde adentro. La consideración agustiniana acerca de la interioridad del pensamiento es válida para ambos órdenes. Los signos exteriores (la palabra es uno de ellos) resultan estímulos que invitan al alma a consultar la verdad en el interior de sí; no se detiene en la consideración de los signos, sino en lo que recibe a través de ellos.Aquí entra en juego cuánto le debe esta teoría a la reminiscencia platónica; si bien no están en el marco de las preocupaciones de nuestro artículo, debemos tener presente que los términos «olvido» y «reminiscencia» aparecen con cierta frecuencia en las obras ligadas a la época de Cassiciaco. Si bien estos mismos textos no dan pistas acerca de cómo san Agustín los interpretaba, es cierto que el modo en que toma distancia de estos pasajes en Retractationes nos permite considerar que los entendió platónica-mente (Gilson, 2003: 93-95). Debemos insistir, en este punto, que independientemente del modo en que entendió la reminiscencia, no hay huellas de la noción de preexistencia.
Ahora bien, si Dios es quien verdaderamente enseña ¿cómo debemos considerar la naturaleza de su enseñanza? La teoría del maestro interior supone una correlación entre el acto del pensamiento que conoce y la visión de los ojos; en efecto, así como las cosas son percibidas en cuanto iluminadas, las verdades intelectuales solo son reconocidas por una especie de luz, también de naturaleza intelectual, para que resulten aprehendidas por el pensamiento; como el sol es la fuente de luz en el mundo, así Dios es el origen de la verdad. Esta estructura de comprensión no considera que las cosas percibidas tengan luz propia; dicha intuición parece más centrada en la inteligibilidad en sí misma de las ciencias que de éstas por el pensamiento. No se niega la existencia de un intelecto humano, sino que la teoría del maestro interior lo supone; san Agustín especifica (Epistulae 147, 8) que el intelecto es una criatura distinta de Dios, como lo creado y contingente se distingue de lo increado e inmutable.
Conclusión
En nuestro trabajo hemos asistido a un conjunto de finezas argumentativas de san Agustín; también es cierto que en más de una de ellas quedamos momentáneamente varados, navegando de ida y vuelta entre verbum y res; con esta metáfora marina, tan del gusto de nuestro autor, queda claro que lo real está a la vista y que no requiere otro método que la propedéutica de las artes liberales, porque el conocimiento apodíctico no lo otorga el signo, sino estar situado en medio de lo real.
El hecho de que san Agustín haya gestado la primera teoría estrictamente semiótica y que haya también considerado su inviabilidad implica que la representación en general, y la lingüística en particular, establece una posición frente a la realidad y no una mera reproducción conceptual o sensible. La naturaleza equívoca del lenguaje es el modo de estar en lo real, una posición ante rem. Ello implica, en términos fenomenológicos, que es posible afirmar que san Agustín distingue un momento primario: la cosa aparece intuitivamente ante el que recibe información acústica, transformándose en representación mental, pero sin detenerse en ningún tipo de consideración sobre el signo; luego, eso que ha sido conocido en el interior, es guardado como tal en la memoria. Por esta razón, san Agustín no puede hacer metodológicamente otra cosa (la preocupación sobre los alcances del adverbio es más nuestra que de él) que reflexionar según el modelo dialéctico y concluir que todo conocimiento es reconocimiento. En ambas obras, el análisis del signum es llevado adelante con el simple y fundamental propósito de prestar atención a todos sus factores. Una vez que san Agustín se coloca en el objeto-lenguaje, considera que no disponemos de medios para garantizar su propia realidad, en cuanto el giro verbum propter se no es testigo más que de sí mismo, en cada hablante de manera incomunicable.
Sin embargo, san Agustín no se detiene en la descripción, por aguda y desafiante que resulte; en efecto, la teoría del maestro interior, que él identifica con Cristo, es el modo de superar el escepticismo que se mantiene en el análisis de las posibilidades humanas de conocer y que se encuentra radicalizado en el análisis agustiniano; todo lo que percibimos (incluidas las palabras que leemos o escuchamos) es reconocido por las imágenes que guarda la memoria, si es algo puramente sensible, o por la verdad interior, si se trata de realidades intelectuales. Esta verdad interior no está siempre activa, sino que depende de los recursos disponibles para percibirla; cuando existe esta condición, las palabras son verificadas en lo verdadero y en lo falso y, consecuentemente, aceptadas o rechazadas. Por ello, el acto de escuchar tiene sentido si pone al discípulo en contacto con la verdad interior, pues la innovación agustiniana consiste en establecer una interacción entre escepticismo y certeza, que hace del primero una parte fundamental de la autocomprensión de la razón. En efecto, la teoría del maestro interior se mantiene en la esfera del lumen naturale, en cuanto explicación de cómo toda persona conoce y transmite lo conocido, aunque esto dependa, en última instancia, del Verbo creador.
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Notas
1
Coseriu (1975, vol. 1: 105) advierte que san Agustín no se encuentra mencionado en las historias de filosofía del lenguaje, a pesar de ser el fundador de los estudios semióticos. Tal vez —como señala E. López (2011: 1-30)— la comprensión se encuentra en la postura del propio Coseriu, quien no descarta el contenido filosófico de la metodología lingüística. “Como él mismo señala —afirma la autora— en sus trabajos lingüísticos afloran continuamente lo que podríamos denominar, con él, «problemas de filosofía del lenguaje»…” (4).
2
Salvo que se haga mención en contrario, las traducciones de los textos de san Agustín son de nuestra autoría. Citamos el texto latino a pie de página únicamente si así lo aconseja alguna dificultad inherente al original.
3
Dial. 1, 9: “nam et si quis audierit acies et si quis legerit, potest incertum habere, nisi per sententiam clarescat, utrum acies militum an ferri an oculorum dicta vel scripta sit”.