Las Olímpicas, de René Descartes: Su posible trasfondo ignaciano y jesuítico

José Miguel Ángeles de León

Las Olímpicas, de René Descartes: Su posible trasfondo ignaciano y jesuítico

Revista de Filosofía Open Insight, vol. XII, núm. 26, 2021

Centro de Investigación Social Avanzada

José Miguel Ángeles de León

Centro de Investigación Social Avanzada, México




A mis maestros cartesianos, Juan Carlos Moreno Romo y Francisco Ángeles Cerón, con quienes aprendí una buena filosofía…

Introducción

Pocas fechas son tan célebres en la historia de la filosofía como aquella sobre la que el joven René Descartes, que apenas tenía 23 años, escribió: “10 de noviembre de 1619, me encontraba lleno de entusiasmo y descubrí los fundamentos de una ciencia admirable…” (AT/X: 179).

De los acontecimientos aquella noche de 1619, pese a tantos comentarios que se han hecho al respecto, realmente sabemos con certeza muy poco. No sabemos, por ejemplo, cuáles fueron aquellos «fundamentos de una ciencia admirable» que, eso sí, Descartes habría descubierto durante el día, no durante el sueño a modo de revelación, como algunos han especulado (Rodis-Lewis: 1996: 59- 60). Ni siquiera sabemos dónde estaba aquella víspera de noviembre de 1619, aunque la mayoría de las lecturas consideran que se encontraba en Ulm. Según Rodis-Lewis (1996: 57) esta confusión se debe a que el libro I del primer volumen de La vie de M. Descartes de Baillet termina con la estancia de Descartes en Ulm, el encuentro con Fulhaber, el probable viaje a Praga y el posible encuentro con Tycho Brahe en 1620 (Baillet 1691: 67- 76), mientras que el primer capítulo del libro II de la misma obra (1691: 77-87) comienza con una vuelta atrás a finales de 1619, cuando Descartes se encontraba en Ulm tras asistir a la coronación del Duque de Baviera en Fráncfort en septiembre de 1619. Es también ese libro II del primer volumen de La vie de M. Descartes donde Baillet (1691) recoge la narración de las Olímpicas (80-86). 1 Según Rodis-Lewis, a inicios de noviembre de 1619, Descartes se encontraba en Neuburg (1996: 57).

Sobre los «fundamentos de una ciencia admirable», la mayoría de los comentadores clásicos consideran que Descartes se refiere al método para las ciencias (Millet: 1867: 74; Hamelin: 1921: 43-44; Milhaud: 1921, 49-50;), que dieciocho años después relataría en la segunda parte de su Discurso del método (AT/VI: 11-22). Las lecturas que sostienen que los «fundamentos de una ciencia admirable» son los descritos en la segunda parte del Discurso del método, así como que Descartes se encontraba encuartelado en algún punto de Alemania (no se sabe con certeza si en Ulm, Neuburg o en Fráncfort), se deben a esta afirmación:

Encontrábame por entonces en Alemania, a donde había ido con motivo de unas guerras que aún no han terminado, y al volver al ejército después de asistir a la coronación del Emperador, el comienzo de éstas me retuvo en un alojamiento donde, al no encontrar conversación alguna que me divirtiera y no tener tampoco, por fortuna, cuidados ni pasiones que perturbaran mi ánimo, pasaba todo el día solo y encerrado, junto a una estufa, con toda la tranquilidad necesaria para entregarme por entero a mis pensamientos (AT/VI: 11). 2

Rodis-Lewis (1996: 57-58) considera que los sueños de la noche del 10 de noviembre de 1619 no coincidirían con lo descrito en el Discurso del método (AT/VI:11), pues como ya hemos dicho, ella propone que, en aquellos días de 1619, Descartes se encontraba en Neuburg, donde no estaba encuartelado. Y también acepta que la segunda anotación, que según Baillet y Leibniz se encontraba en el margen del manuscrito y que decía: “11 de noviembre de 1620, he comenzado a comprender el fundamento de un invento admirable…” sería un añadido un año posterior a la nota del cuerpo del texto (la de 1619) (1996: 74-75). Según Bitbol-Hespériès (1995: 56), en lo que sigue a Cohen (1921: 395-396), la nota de 1620 se referiría a un hallazgo distinto al del año anterior, tal hallazgo habría sido el paso del descubrimiento de la «ciencia admirable» a su compresión y aplicación.

Rodis-Lewis también menciona (1996: 75) que algunos biógrafos de Descartes (como Borel y Milhaud) lo han situado el 10 de noviembre de 1620 en Praga, donde supuestamente habría conocido los trabajos sobre óptica de Tycho Brahe y Johannes Kepler. Esto responde a las especulaciones de Baillet (1691: 74-75). Según Rodis-Lewis. (1996: 75), en lo que sigue las especulaciones de Borel, Milhaud y Baillet) los trabajos de Brahe y Kepler le habrían maravillado sobremanera, porque en ellos encontró la comprensión del fundamento de su «ciencia admirable», que había encontrado el año anterior. Empero, los trabajos de Kepler sobre dióptrica aparecieron por primera vez publicados al año siguiente, 1621. El dato fuerte para posibilitar la teoría de que Descartes se encontraba en Praga en 1620, por lo que pudo tener noticias de los trabajos sobre dióptrica de Brahe y Kepler, se sostiene en que el 8 de noviembre de 1620 aconteció en Praga la Batalla de la Montaña Blanca, en la que pudo participar, pues por aquellos años aún era parte del ejército de Mauricio de Nassau. Siguiendo a Gaston Milhaud (1921: 102), Rodis-Lewis (1996) sostiene que el descubrimiento del 11 de noviembre no sería un hallazgo cartesiano, sino que Descartes, a partir de los trabajos de Brahe y Kepler habría presentido “la vía que hay que seguir para edificar la teoría matemática, que será su «fundamento definitivo»” (75).

Amir Aczel (2005: 65) sugiere que ambas anotaciones (la de 1619 y la de 1620) están influenciadas por una nota escrita por Johannes Kepler en 1596 en su Mysterium cosmographicum, quien al hablar de sus descubrimientos sobre los planetas empleando un método matemático, dijo que eran “un ejemplo admirable de la sabiduría de Dios” (Kepler: 1994: 70). Según Aczel (2005: 62), en lo que sigue a Lüder Gäbe (1972: 17), presuntamente Descartes conoció a Kepler el 1 de febrero de 1620 en Praga. Este mismo autor considera que Descartes pudo conocer a Kepler por Johann Faulhaber, científico, matemático y ocultista rosacruz que vivía en Ulm y que colaboró con Kepler. (2005: 63)

Si bien es dudoso que Descartes haya conocido personalmente a Brahe y a Kepler en Praga, Rodis-Lewis (1996: 56 y 74) confirma el encuentro de Descartes con Fulhaber en Ulm en 1620. Según Rodis-Lewis (1996: 74), Fulhaber fue quien inició, o por lo menos acercó a Descartes con los rosacruces de Alemania, mismos a los que les dedicó el Tesoro matemático de Polibio el cosmopolita, siendo «Polibio el cosmopolita» un seudónimo suyo (AT/X, 214). Salvi Turró (1985: 224), en cambio, niega que Descartes haya sido rosacruz o que haya conocido a algún rosacruz, porque en 1619 aún no existían como hermandad; simplemente habría conocido los textos desde los que se conformaron. Siguiendo a Turró, ni siquiera Faulhaber sería rosacruz. Según Baillet (1691), los rosacruces eran una “nueva secta de luteranos paracelsistas” (90); Turró (1985) también considera que los rosacruces eran un “conjunto de escritores (anónimos muchos de ellos) procedentes de ciertas sectas heterodoxas protestantes imbuidas en el esoterismo cabalista, que inauguraron un verdadero género literario esotérico en torno a la idea de una sabiduría universal cabalístico renacentista” (223-224).

Más allá de las especulaciones sobre lo qué pudiera ser la «ciencia admirable» de 1619 o el «fundamento de un invento admirable» de 1620, una pista serían las fechas en la que fueron realizadas (10 de noviembre y 11 de noviembre). La fecha 10 de noviembre, previamente a 1619, es relevante en varias ocasiones en la vida de Descartes. El 10 de noviembre de 1616 (a los veinte años) presentó la tesis que lo habilitaba como bachiller y licenciado en Derecho en la Universidad de Poitiers (Rodis-Lewis, 1996: 39) y el 10 de noviembre de 1618 (a los 22 años) conoció a Isaac Beeckman en Breda, relación que fue de gran relevancia en su ciencia y, sobre todo, para su matemática (Adam, 1919: 46). Suponiendo que la datación de la nota en 10 de noviembre no sea una casualidad, tales aniversarios de momentos relevantes en su vida lo motivaron a elegir, a propósito, tal fecha para datar simbólicamente lo narrado en las Olímpicas.

Cohen (1921: 395-396) habla de una «triple gracia» asociada al 10 de noviembre que Descartes destacaba con clara intención simbólica, a partir de su encuentro con Beeckman en 1618, para datar sus hallazgos más relevantes. Sin embargo, según Gouhier (1958), Descartes parecía “no ser supersticioso con las fechas” (76).

La elección intencional del 10 de noviembre para datar la nota de 1619 adquiere un mayor sentido al leerse desde las hipótesis de Kennington (1961: 183) y de Gouhier (1956: 205-208 y 1958: 32- 41), quienes partiendo de la lectura de Paul Arnold (1955: 273- 284), sugieren que realmente el Descartes de carne y hueso jamás soñó lo relatado en las Olímpicas, y que lo ahí escrito es más bien una composición poética, una suerte de fábula, que respondería a una tradición rosacruz. Esto se completa porque según Turró (1985: 222), tras salir de Holanda (a mediados de 1619), Descartes estaba interesado en el hermetismo de los textos rosacruces, si bien no era rosacruz. Sobre la fascinación de Descartes por los rosacruces, dice Baillet (1691): “Se le dijo que se trataban de gentes que lo conocían todo y que prometían una nueva sabiduría a los hombres, esto es, la verdadera ciencia que aún no había sido descubierta” (87).

Poco diremos aquí sobre nuestra interpretación de los sueños, quizás presuntos, que se describen en las Olímpicas y que se datan en la noche del 10 de noviembre de 1619, pues al respecto ya hay bastantes estudios eruditos como los de Gouhier (1958: 32-41), Kennington (1961: 171-204), Marion (1983: 53-78) o Boss (1993: 199-216). Lo que particularmente nos interesa es enfatizar un elemento que, a nuestro parecer, no ha sido suficientemente tomado en cuenta por otros comentadores: la posible presencia ignaciana y jesuítica en las Olímpicas. Nos parece que este asunto es verdaderamente significativo para los estudios cartesianos, pues nos permitirían conocer mejor el contexto intelectual y espiritual en el que nace esta filosofía.

El trasfondo religioso de las Olímpicas

Es indudable que las Olímpicas tienen un fuerte trasfondo religioso. Sin embargo, su tema y su lenguaje, por paralelismos y por la propia formación espiritual de Descartes, podría ser influencia ignaciana. 3 Gouhier (1958: 53-56) considera que en las Olímpicas no se presenta una experiencia religiosa, sino la explicación religiosa de una experiencia. Rodis-Lewis (1997: 128-129) opina que, para interpretar el trasfondo religioso de las Olímpicas, lo más importante es comprender que el tema del entusiasmo (del griego, ἐνθουσιασμóς, que literalmente significa «soplo interior de dios», pero entendido como «lo divino en nosotros» y que es un tema central en las Olímpicas), no significa la posesión divina mística, sino un impulso estimulante (élan exaltant) que viene de lo alto. En ese sentido, el modelo de participación con la divinidad de las Olímpicas es más cercano a la gracia cristiana que al genio inspirado platónico. Rodis-Lewis (1997: 129) agrega que Leibniz asoció el entusiasmo del que se habla en las Olímpicas con el poder de la imaginación y la inspiración de los poetas.

Consideramos que Descartes interpretó la inspiración que le vino de lo alto el 10 de noviembre de 1619 como una gracia venida del cielo, tal como Baillet reconstruye en las Olímpicas: “Tuvo tres sueños consecutivos en una sola noche, que consideró que sólo podían haber venido del cielo” (AT/X: 181). Tal gracia, probablemente, la haya pedido intencionalmente. Si es verdadera nuestra hipótesis de que gran parte de la espiritualidad personal de René Descartes es deudora de los jesuitas de La Fléche, es posible que siguiera cotidianamente el «método ignaciano» de pedir a Dios «lo querido y deseado» para su mayor gloria, lo que puede ser concedido o no según su voluntad. El Espíritu de verdad que le «abre los tesoros», del que se habla posteriormente en las Olímpicas (AT/X: 185), podría significar tal concesión. Es posible también que Descartes, tal como lo sugiere san Ignacio en el «Modo de hacer examen general» de sus Ejercicios (2014: 23), haya agradecido los beneficios recibidos (la inspiración que le permitió concebir la «ciencia admirable») y que haya pedido la «gracia de conocer sus pecados». En este sentido, las Olímpicas retratarían el examen general de consciencia de Descartes donde se le presenta la necesidad de discernimiento. Sin embargo, Jean-Luc Marion (1983: 58) considera que el entusiasmo cartesiano de aquella noche de noviembre de 1619 fue el efecto de una búsqueda racional, no su causa, por lo que la interpretación cartesiana de los sueños debe hacerse sin recurrir al entusiasmo como la única explicación del sentido de las Olímpicas; antes bien, éste debe de ser leído como un pretexto literario, como un recurso hermenéutico.

El primer elemento religioso que encontramos en las Olímpicas se encuentra en el primer sueño, cuando se describe la capilla de un colegio, que coincidiría con la capilla del colegio jesuita de La Flèche, donde Descartes fue alumno entre 1604 y 1615 (Rodis-Lewis, 1996: 25). Este sueño, además, está relacionado por el propio Descartes con sus pecados. Posteriormente, cuando culmina la narración, él se propone una peregrinación a Loreto para visitar a la Virgen. Moreno Romo (2010: 305-307), considera que esta es una de las pistas que nos muestran que Descartes era, sin duda, un piadosísimo católico, en contraposición con la lectura de Jacques Maritain que lo presenta como el padre de la “modernidad anticatólica” que culmina con Hegel (1982: 298-391). 4

Nuestra postura al respecto es que Descartes fue un cristiano ecléctico y heterodoxo (católico y reformador a su manera), hijo de su tiempo, formado por los jesuitas en la espiritualidad ignaciana, pero influenciado, sobre todo en su juventud, por muchas otras fuentes, entre ellas el esoterismo rosacruz. 5 Fuentes que, tal como su formación en La Flèche, tampoco satisfacían del todo su curiosidad intelectual; esta fue la razón por cual consideró necesario crear su propio método filosófico, que creyó desarrollar satisfactoriamente apenas a los veintitrés años. Empero, era temeroso de Dios al emprender sus investigaciones y de ninguna manera pretendía rivalizar con la sabiduría de las verdades reveladas, tal como lo señaló al inicio del texto intitulado Praeambula: “La sabiduría comienza por el temor a Dios” (AT/X: 8). 6 Tal eclecticismo, y su avidez de novedades, condujeron a Descartes a leer los «libros más curiosos» para complementar la formación adquirida en La Flèche, aunque con cautela y buen juicio, para no alejarse de su piedad, que bien distinguía de las apologías filosóficas que algunos cristianos hacían de ella. Dice Baillet al respecto:

Obtuvo de sus maestros la libertad de no limitarse a las lecturas y composiciones que le eran comunes a los otros. Él quería emplear esta libertad para satisfacer la pasión que sentía crecer en él por adquirir un conocimiento claro y seguro de cuanto es útil a la vida, lo cual esperaba de las bellas letras. En tal perspectiva, no satisfecho con lo que se le enseñaba en el colegio, había hojeado (si le creemos) todos los libros que tratan de las ciencias consideradas como más curiosas y extrañas (1691: 10-11).

Las «bellas letras», que podrían equipararse con la poesía, no sólo incluirían a las artes literarias, sino en un conjunto más amplio, también a aquello que, en general, se comprende en la noción griega de ποίησις, es decir, todo aquello que sea creación o producción humana, toda ars inventiva, en contraposición con la erudición estéril tan frecuentemente valorada en la filosofía, sobre todo en la escolástica. La matemática también estaría incluida en la ars inventiva y también, desde luego, la «nueva ciencia»; es decir, la matemática aplicada en relación con la física. Por estos intereses tan alejados del paradigma en el que fue formado (que no dominaba), es que Descartes, por lo menos a los veintitrés años, no pretendía ser un apologeta filosófico del catolicismo en el sentido corriente del «filósofo escolástico».

La formación escolástica de Descartes en La Flèche

Descartes, posiblemente, al ser consciente de sus propias limitaciones formativas ante el paradigma filosófico hegemónico de aquel tiempo, pero también de la potencia del método filosófico que había desarrollado, decidió no publicar sus hallazgos para evitar la precipitación en sus juicios, siguiendo su propia filosofía, tal como él mismo lo narra en el Discurso del método (AT/VI: 22). Descartes habría considerado que, por su juventud (23 años), aún le era necesario madurar intelectualmente y dejar pasar el tiempo para “desarraigar su espíritu de todas las malas opiniones que había recibido antes de tal época” (AT/VI: 22) y para ejercitarse más en su método, que, como creen la mayoría de los comentadores, sería la «ciencia admirable» de las Olímpicas. Cabe señalar que Descartes no conocía a nivel profesional a Aristóteles, ni a Tomás de Aquino, 7 ni siquiera las obras jesuitas que habría estudiado en La Flèche, según su carta a Mersenne del 30 de septiembre de 1640 (AT/III: 185): el Cursus Conimbricensis, 8 las obras de Francisco de Toledo Herrera y de Antonio Rubio. 9 Turró señala que

los egresados de los colegios jesuitas estaban más dispuestos a leer a sus contemporáneos del paradigma renacentista, dedicándose ellos mismos a los nuevos oficios y profesiones surgidas en él, que inclinados a la lectura de Aristóteles, santo Tomás o cualquier otra autoridad del aristotelismo ortodoxo, a pesar de tener amplia noticia e información de todos ellos (1985: 196).

Si bien, desde luego, pese a esta formación y a estos intereses alejados del paradigma filosófico de su tiempo, no puede ponerse en duda que Descartes haya sido un cristiano devoto que pretendía poner su filosofía al servicio de la verdad, tal como sus antecesores, los escépticos cristianos (Popkin, 1983: 82-114 y 259-316), o inclusive, los autores rosacruces (Turró, 1985: 223).

Sirven (1928: 18-19), Gilson (1979: 20-21) y Ariew (2011: 71- 72) consideran que sin duda Descartes conoció en el colegio la filosofía de Francisco Suárez, porque las Disputaciones metafísicas eran el manual de metafísica de cabecera de sus profesores en La Flèche, pero quizás no lo hizo con la suficiente profundidad y dominio, pues su estudio puntual estaba reservado para los estudiantes de filosofía, que eran aquellos alumnos que estaban en formación sacerdotal (Descartes jamás estuvo en formación sacerdotal). El punto de vista de estos pensadores contrasta con el de Kambouchner (2005: 16-21), que considera que Descartes estudió con detenimiento las Disputaciones metafísicas del filósofo granadino en el Colegio de La Flèche. El mismo Kambouchner (2005: 18), siguiendo la lectura del «giro suareciano de la filosofía» de J.-F Courtine (1989: 2), opina que la filosofía de Descartes es precursora del paradigma suareciano, en tanto que pretendía construir una metafísica más allá de la de Aristóteles. Bajo esta perspectiva, el ontologismo cartesiano no sería sino una continuación de la metafísica suareciana. Con todo, es verosímil que Descartes, en su madurez, haya estudiado la filosofía de Suárez, eso podría explicar los paralelismos que Scribano (1999: 49-66) encuentra entre la Disputatio IX (sectio II, VII) de las Disputaciones metafísicas de Francisco Suárez (1960: 195-196) y la primera de las Meditaciones metafísicas (AT/VII: 21-23).

Descartes y la «nueva ciencia»

La filosofía en relación con la teología tampoco parecía ser del interés de Descartes, en contraste con las matemáticas, como lo señala en su Discurso del método (AT/VI: 8). Según Turró (1985: 201), en La Flèche, Descartes habría estudiado ciertas nociones de matemáticas aplicadas: mecánica, óptica, geometría, topografía, música y balística. Dice en el Discurso del método: “las matemáticas tienen invenciones muy sutiles y que pueden utilizarse tanto para contentar a los curiosos como para facilitar todas las artes y disminuir el trabajo de los hombres” (AT/VI: 5). En este sentido, la instrucción filosófica de Descartes sería más bien la de un autodidacta ecléctico insatisfecho con los paradigmas científicos aceptados de su tiempo, formado a partir de retazos de la tradición y de referencias que aún no estaban legitimadas filosóficamente (la «nueva ciencia»); y de ahí su «vocación fundacional», e inclusive «reformadora», como lo considera Maritain (2013: 109-132).

Tales inquietudes cartesianas también la compartirían algunos de sus predecesores y contemporáneos, entre otros, Galileo Galilei, Tycho Brahe o Johannes Kepler, y sus corresponsales Pierre Gassendi, Marin Mersenne o Pierre de Fermat, todos ellos hombres piadosos e impulsores de la «nueva ciencia». Estos hombres no representaban ya el paradigma del «genio renacentista» que intentaba reformar la cristiandad desde lo antiguo-pagano (como Cornelio Agripa o Marsilio Ficino), ni el del filósofo escolástico que consideraba que no había nada nuevo bajo el sol, y que la filosofía se reducía a la silogística. Estos hombres de finales del siglo XVI e inicios del XVII buscaban ser enanos sobre hombros de gigantes, al recuperar lo verdadero que encontraban en las explicaciones científicas anteriores; pero también eran testigos de novedades que no podían explicarse desde la erudición de la filosofía escolástica, ni desde el conocimiento naturalista-empirista, muchas veces también hermético, cuyos métodos resultaban estériles ante los desarrollos de las matemáticas aplicadas a la física. Estas ciencias, que ahora le parecían obsoletas a Descartes, habrían sido las que estudió y conoció en La Flèche; mismas que, como lo señala en el Discurso del método, no eran tan útiles y ni tan brillantes como los conocimientos del “gran libro del mundo” (AT/VI: 8-9).

Según Gouhier (1958: 9), el joven Descartes, al igual que Galileo, era parte del movimiento de «reforma científica» —análogo al de la Reforma protestante de Lutero y Calvino o al de la reforma política de Maquiavelo— contra los modelos científicos y filosóficos del Renacimiento y de la escolástica. Lo central de este reformismo era la consciencia sobre la inutilidad de la historia de la filosofía y, por lo tanto, de la erudición, frente a la fundamentación de una filosofía de la naturaleza que sirviera como la «metafísica» de la física matemática (principios), ya en acto, pero aún sin principios claros, que era lo que posibilitaba los nuevos avances tecnológicos. Descartes consideraba que todos los principios de las ciencias debían tomarse de la filosofía, aunque él no había hallado ahí ninguno que considerara verdadero (AT/VI: 21-22). En este sentido, el hallazgo de principios filosóficos (un nuevo fundamento metafísico) sería tanto el «descubrimiento de la ciencia admirable» de 1619, como la «comprensión del fundamento de la ciencia admirable» de 1620.

Más allá de su formación escolar en La Flèche, las influencias más directas de Descartes sobre la nueva ciencia vendrían, como las de todo francés buen hijo de su tiempo, de Michel de Montaigne y los escépticos (Rodis-Lewis, 1996: 69). Pero también de sus «exploraciones personales» en los «textos curiosos», donde habría conocido a Ramón Llull, 10 Cornelio Agripa y demás autores «herméticos», como el ya citado Johann Faulhaber, por quien pudo conocer a los rosacruces, y a Kepler (Turró, 1985: 78). Es indudable que los intereses intelectuales y las inquietudes filosóficas de Descartes no pueden comprenderse sin tomar en cuenta su pasión por las matemáticas y sus aplicaciones, que encontraba en la «nueva ciencia».

Estas aplicaciones, por ejemplo, los trabajos de Galileo, al tener un fundamento que Descartes juzgaba metafísico (los principios de las matemáticas), superaban la «cientificidad» de los adelantos técnicos de las artes mecánicas renacentistas, que Descartes consideraba injustificadas. La necesidad de una «nueva ciencia» fundamentada matemáticamente Descartes la habría comenzado a intuir durante sus estudios en La Flèche, tal como lo relata en el Discurso del método:

Me complacía especialmente en las matemáticas por la certeza y la evidencia de sus razonamientos, pero no había entendido aún su verdadero uso y, pensando que sólo servían para las artes mecánicas, me sorprendía que, siendo tan firmes sus fundamentos, no se hubiera construido encima nada más relevante (AT/VI: 7).

Descartes, ¿reformador o contrarreformador?

Como ya hemos dicho, los intereses intelectuales y las inquietudes filosóficas de Descartes no pueden comprenderse sin tomar en cuenta su piedad religiosa y su consciencia del temor de Dios como principio de la sabiduría, tal como lo habría señalado en el inicio de Praeambula. Este interés piadoso sería el límite de su búsqueda científica, y el trasfondo espiritual del temor religioso que es narrado en las Olímpicas (AT/X, 182). Asimismo, como hemos explorado, Descartes no encaja en el arquetipo habitual del filósofo escolástico; primero, porque no era un «filósofo profesional», es decir, no contaba con estudios formales en filosofía, ni era parte de alguna facultad católica de filosofía o de teología; segundo, porque se encontraba insatisfecho con las formas filosóficas con las cuales se pretendía fundamentar la teología cristiana, tal como también lo estaban sus «maestros culturales», el piadosísimo Michel de Montaigne y el excéntrico Cornelio Agripa, quien afirmaba que “la única fuente genuina de la Verdad es la fe” (1693: 159). El escepticismo previo al escepticismo libertino tendría su semilla en una postura piadosa «antifilosófica» que consideraba que las verdades reveladas no necesitaban explicación racional y que la filosofía (identificada con la fe) sería, inclusive, una suerte de herejía. Según Richard Popkin (1983: 22-43), este sería el trasfondo y el molde intelectual de la Reforma protestante, sintetizado en la «sola fide» de Martín Lutero. Estas posturas no se podrían considerar, sin embargo, un modelo hegemónico, por lo pronto. La «nueva ciencia» de Descartes, que precisaba igualmente de una «nueva filosofía» (su método), también intentaba responder al vacío racional que proponían los protestantes y los escépticos cristianos.

Si es que el método es la «ciencia admirable», cuya forma acabada sería la presentada en el Discurso del método (AT/VI: 18-19), este aún no estaría del todo desarrollado aquella noche del 10 de noviembre de 1619. El método fue fruto de la formación autodidáctica y, por ende, poco filosófica de Descartes, según las pautas hegemónicas de aquella época. Por esta razón, Descartes vio necesario perfeccionarlo y no publicarlo hasta que tuviera la suficiente madurez intelectual, dieciocho años después, en 1637. Si el método cartesiano es la «ciencia admirable», sería el fundamento racional de una «nueva ciencia», y también una filosofía inédita, que sería lo narrado en la segunda y tercera parte del Discurso del método. 11 Dice Descartes sobre su propio método:

[…] lo que más me satisfacía de este método era que con él estaba seguro de emplear mi razón en todo, si no perfectamente, al menos lo mejor que me fuera posible. Sin contar con que, aplicándolo, sentía que mi espíritu se acostumbraba poco a poco a concebir más clara y distintamente los objetos. Por no haber circunscrito este método a ninguna materia particular, me prometí aplicarlo a las dificultades de las demás ciencias con tanta utilidad como la había hecho a las del álgebra. No por eso me atrevía a examinar todas la que se presentasen, pues esto habría sido contrario al orden que el método prescribe; pero al advertir que todos los principios de las ciencias debían tomarse de la filosofía, donde aún no hallaba ninguno cierto, pensé que era necesario, ante todo, tratar de establecerlos en ella (AT/VI: 21-22)

Maritain (1982: 22-23) afirma que a partir de las meditaciones que realizó tras el hallazgo de la «ciencia admirable», Descartes habría encontrado su «vocación filosófica», por lo que el descubrimiento del 10 de noviembre de 1619, sea cual sea, sería el fundamento de toda la filosofía cartesiana. Maritain (1982: 23) también agrega que Descartes habría cristianizado el entusiasmo descrito en las Olímpicas, al considerar que obtuvo gratuitamente la «ciencia admirable» por intercesión de María, de ahí la peregrinación a Loreto que le prometerá en agradecimiento. Según la narración de Baillet (AT/X: 181), «la ciencia admirable» correspondería con los hallazgos del día y no con lo aparecido en los sueños del 10 de noviembre de 1619, pues Descartes «se fue a dormir lleno de entusiasmo y con la idea de haber descubierto ese día los fundamentos de una ciencia admirable». El Espíritu de Verdad no le habría revelado la «ciencia admirable» a Descartes, más bien lo habría entusiasmado e inspirado en su labor científica, filosófica y poética.

En este sentido, Descartes sería un reformador; o más bien, como lo señala Moreno Romo (2010: 335-346), un «contrarreformador», por su afán superacionista, a través de su método, de los escepticismos fideístas propios de las reformas protestantes. Aunque Maritain (1982: 50-51) señala que, debido a su origen «divino», la ciencia cartesiana sería una «ciencia angélica», cuya certeza se legitimaría a sí misma al ser, presuntamente, un don venido del cielo.

El discernimiento cartesiano en las Olímpicas

La vocación filosófica contrarreformadora de Descartes podría ser por sus principios y fundamentos, análogamente, la traducción de la espiritualidad y el discernimiento ignaciano en términos filosóficos. La justificación racional del discernimiento, a través de una filosofía inédita expresada en su método, no sólo pretendía ser útil a la nueva ciencia, sino que también pretendía servir para la defensa de la verdad. Según Marion (1983: 60), para Descartes la ciencia no sería admirable si ella no estuviera fundamentada filosóficamente; por ello, más que un fin para la ciencia (una aplicación), buscaba un principio que la justificara. Este método tendría que ser universal y, por ende, debería tomar en cuenta la participación de lo Divino en las posibilidades científicas humanas, lo que para Descartes sería evidente. Esto no significaría la «ciencia angélica» cartesiana que denuncia Maritain (1982: 50-51).

Estas lecturas se pueden ampliar a las Olímpicas cuando nos percatamos que el tema central de este texto es un ejercicio de discernimiento, a partir de la pregunta: «Quod vitae sectabor iter?», 12 y que a lo largo de la reconstrucción de Baillet, se narran en diversos pasajes distintas alusiones a «espíritus» buenos y malos, tal como son los criterios de discernimiento dados por san Ignacio de Loyola en sus Ejercicios espirituales, mismos que Descartes practicó en La Flèche (Rodis-Lewis, 1996: 35). Esto no es un tema menor cuando nos percatamos que en las Olímpicas aparece la expresión «mauvais génie» (genio maligno) (AT/X: 182), que según comentadores como Sánchez Ramón, sería de origen ignaciano (2010: 1001) y que es un término central de la filosofía cartesiana, pues es utilizado en el momento culmen de las Meditaciones metafísicas, es decir, en la imposibilidad del engaño divino (AT/VII: 17).

Si seguimos la narración del discernimiento que Descartes tenía que hacer en las Olímpicas, este sería, por un lado, el camino conocido que le habían dado la tradición (la filosofía escolástica) y los «libros curiosos» que había leído, y por otro, los desarrollos sobre la «nueva ciencia» y su forma personal de juzgar a ésta a partir de su descubrimiento de la «ciencia admirable». Descartes, sin embargo, estaba completamente convencido de que la tradición resultaba estéril para fundamentar a partir de ella los principios de la «nueva ciencia».

El discernimiento cartesiano de las Olímpicas pretendería distinguir en cuál de todas las posibilidades de conocimiento estaría más presente el buen espíritu (la verdad) y, por lo tanto, también averiguar si la «nueva ciencia» a la que se estaba dedicando no era un engaño del mal espíritu. En caso de que no hubiese engaño, el método cartesiano intentaba emprender la construcción de una nueva filosofía (una nueva metafísica) desde lo evidente, que tuviera la posibilidad de «cristianizar» a la «nueva ciencia» al tener justificada su veracidad. Dice el Descartes maduro en los Principios de la filosofía:

Y de aquí se sigue que la luz natural, es decir, la facultad de conocer que Dios nos ha dado, no puede alcanzar ningún objeto que no sea verdadero, en la medida en que sea alcanzado por ella misma, esto es, en la medida en que sea percibido clara y distintamente. Pues con razón llamaríamos engañador a Dios si nos hubiera dado esa facultad pervertida, de manera que tomara lo falso por verdadero. Así se elimina aquella duda suprema que se postulaba, porque ignorábamos si no seríamos de tal naturaleza que nos engañáramos incluso en las cosas que nos parecen evidentísimas. Es más, todas las otras causas de duda, antes examinadas, se suprimirán fácilmente a partir de este principio. En efecto, las verdades matemáticas ya no deben resultarnos sospechosas, porque son clarísimas. Y así advertimos qué hay de claro y distinto en las sensaciones, en la vigilia o en el sueño, y lo distinguimos de lo confuso y oscuro, fácilmente reconoceremos qué es lo debe tenerse como verdadero en cualquier cosa (AT/ IX: 38).

En las Olímpicas encontramos discernimiento cartesiano entre elementos tradicionales e innovadores, según los paradigmas de su tiempo. Quizás la cristianización de la «nueva ciencia» era la vocación que Descartes juzgaba como personal, que respondía al abuso naturalista de la ciencia de los hombres del Renacimiento, de los libertinos y de los escépticos que había devenido en hermetismo, así como a la esterilidad científica y tecnológica de las filosofías escolásticas y del propio modelo renacentista; y, también al desprecio por la razón de los protestantes y escépticos cristianos. Es posible que el drama existencial de Descartes se encontrara en su discernimiento personal que juzgaba si aquellos entusiasmos que le permitieron descubrir una «ciencia admirable» aquel 10 de noviembre de 1619 provenían de Dios (el buen espíritu) o del genio maligno (el mal espíritu): si provenían del primero, la «nueva ciencia», al ser verdadera, no podría estar en contradicción con las verdades reveladas (lo que significaría su «cristianización»); pero si provenían del segundo, serían una trampa que lo conduciría a pretender alcanzar una suerte de «sabiduría» velada para todos los hombres (hermetismo), pero que rivalizaría con la verdad revelada (a la que sin duda se adhería). Sin embargo, por más contradictorio que esto parezca, según Turró (1985: 221-225), tal posibilidad prometeica parece ser lo que en 1619 le atrajo del esoterismo rosacruz.

El esoterismo rosacruz respondería a una reformulación de la «sola fide» que tanto Lutero como Cornelio Agripa proponían como paradigma de conocimiento, y que también fue la semilla de cierto naturalismo escéptico-empirista. Si los «descubrimientos admirables» de Descartes eran verdaderos, serían evidentes, es decir, claros y distintos, según la regla cartesiana de la verdad (AT/VI: 33), por lo que, sin duda, vendrían de Dios. Por lo tanto, no podrían entrar en contradicción alguna con la verdad revelada, y serían accesibles a la razón humana, lo que mostraría el error de los escépticos.

La certeza conclusiva a tal discernimiento sería el significado de las mociones consoladoras que le llegaron en el tercer sueño, mismas que pretendía agradecerle a la Virgen de Loreto. En este punto, Sánchez Ramón (2010: 1001) ve una conversión religiosa de Descartes «tras dedicar su vida a un propósito» y encuentra un paralelismo con la conversión de san Ignacio de Loyola, quien decidió peregrinar, en agradecimiento por su iluminación, a Tierra Santa. Este autor encuentra también otros paralelismos entre Descartes e Ignacio de Loyola (2010: 1001-1002). Por ejemplo, que, así como el fundador de la Compañía de Jesús reflejó metódicamente sus experiencias místicas en sus Ejercicios, que tienen reglas muy precisas para el acompañamiento espiritual, Descartes escribió unas Reglas para la dirección del ingenio, quien, para mostrar metódicamente su práctica filosófica como una meditación, concibió las Meditaciones metafísicas. Igualmente, así como el fundador de la Compañía de Jesús contó su experiencia espiritual en su Autobiografía, Descartes lo hizo en su Discurso del método.

Estas consideraciones de Sánchez Ramón parecen demasiado libres, porque tales presuntos paralelismos pueden ser simples lugares comunes, que no son exclusivos ni de Descartes ni de san Ignacio de Loyola, tal como lo considera Rubidge (1990: 48-49), quien opina que las Meditaciones metafísicas están relacionadas con el género devocional de la meditación (del que también forman parte los Ejercicios ignacianos), y que es de ahí de donde surgen sus similitudes. Lo que sí es más verosímil es que Descartes, tal como lo marca la tradición mariana ignaciana, según lo escrito por Baillet (1691: 86), le haya pedido a la Virgen que intercediera por él para que tuviera un buen discernimiento. Y que una vez que Descartes obtuvo el fruto deseado, consolado, haya hecho un voto de peregrinaje a Loreto. 13 Dicen los Ejercicios espirituales de Ignacio de Loyola al respecto:

El que los da [los Ejercicios], si ve al que los recibe que anda consolado y con mucho hervor, debe prevenir que no haga promesa ni voto alguno inconsiderado y precipitado; y cuanto más le conociere de ligera condición, tanto más le debe prevenir y amonestar. Porque, dado que justamente puede mover uno a otro a tomar religión, en la cual se entiende hacer voto de obediencia, pobreza y castidad; y dado que la buena obra se hace con voto más meritoria que la que se hace sin él, mucho debe de mirar la propia condición y sujeto, cuanta ayuda o estorbo podrá hallar en cumplir la cosa que quisiese prometer (2014: 12).

Los arrepentimientos de los sueños que encontramos en las Olímpicas (AT/X: 186) responderían a la intención de adquirir un conocimiento aparente inspirado (entusiasmado) por una entidad maligna, lo que, desde una perspectiva cristiana, sería lo propio del hermetismo, así como la falta de temor a Dios. El «sí y no» que aparece en el Corpus Poetarum del segundo sueño (AT/X: 184) contestaría a la función primaria de la filosofía, que en gran parte es el discernimiento, pues buscaría afirmar o negar, metódicamente, lo que sea verdadero mediante un ejercicio racional. Durante el resto de su vida, Descartes insistirá en que la labor primaria de la filosofía consiste en encontrar principios claros y distintos (evidencia) que nos permitan juzgar con certeza lo verdadero de lo falso. Estos principios tendrían que ser universales y accesibles para todos los hombres, y, por ende, su conocimiento necesario para distinguir lo verdadero de lo falso. El correcto discernimiento dependería de la aplicación de tales principios.

Sin embargo, las presuntas raíces ignacianas del pensamiento cartesiano parece que siempre quedarán en meras especulaciones, pues no contamos con suficientes elementos documentales para hacer una lectura conclusiva, aunque la influencia sea por lo pronto posible. Como sea, no podemos dudar de su impronta contrarreformadora de profundo carisma jesuítico, ni de que el tema y la necesidad del discernimiento es permanente en su filosofía, y que se encuentra presente desde las Olímpicas. Sin embargo, el discernimiento cartesiano, a pesar de los lugares comunes al respecto, como lo considera Gouhier (1924: 212) es un ejercicio de la sola razón; es un discernimiento inspirado, que sopesa, vindica y demanda la participación de la gracia y de lo divino en las acciones humanas (en este caso, en el filosofar). Tampoco olvidemos, en esta tónica, que Descartes es un pensador que no puede interpretarse en un sentido unívoco y reductivo (como lo pintan la mayoría de las historias de la filosofía) y que, si bien es el padre del racionalismo moderno, también es un filósofo cristiano que es el fundador de una nueva perspectiva metafísica: el ontologismo moderno (Del Noce, 2010: 471). 14

Hay lecturas como la de Maxime Leroy (1930) que presentan a Descartes como un «filósofo enmascarado» que ocultaba sus verdaderas convicciones científicas, filosóficas y religiosas (siguiendo AT/X: 213), 15 si bien hay buenas razones para su enmascaramiento, como lo sugiere Moreno Romo (2010: 305-306). Sin embargo, deberíamos leerlo más allá de ellas. Descartes fue un pensador hijo de un «cambio de época», que, por su paradigma reformador y contrarreformador, parecía demasiado libertino para los católicos y demasiado católico para los libertinos; demasiado protestante para los católicos y demasiado católico para los protestantes; y que él mismo padecía, espiritualmente, tales paradojas. Descartes, sin duda, se sabía «reformador», o inclusive, a su modo (lo que lo hace muy «moderno»), «contrarreformador».

Es posible que, en la novedad de la propuesta filosófica, científica y hasta religiosa de Descartes, propensa a la sospecha, esté la causa de su personalidad «enmascarada» y de su constante necesidad personal de discernimiento, que es la «experiencia filosófica» que encontramos narrada en el texto fechado el 10 de noviembre de 1619. Tomar públicamente la postura cartesiana, en un tiempo tan polarizado a niveles de las ideas religiosas como aquél, sería peligroso; y tal vez esa sea la causa por la cuál en su obra no encontramos ninguna referencia explícita a la espiritualidad ignaciana, ni a ninguna otra práctica religiosa que no sea la mera expresión de su piedad; pero tampoco a alguna fuente hermética (sin embargo, tampoco olvidemos que Descartes fue un pensador que no solía citar ni referenciar). Debido a la peculiaridad del pensamiento cartesiano Moreno Romo (2010: 307) afirma que Descartes no es un cristiano a la manera de Ignacio de Loyola, Francisco de Sales o Blaise Pascal. Puede ser que aquí también esté el «origen existencial» de su célebre moral por provisión (AT: VI: 23-24), donde Descartes, como recuerda Ángeles Cerón (2017: 117), jamás pone en suspenso “la religión en la que Dios le ha hecho la gracia de ser instruido desde su infancia” (AT/VI: 23), porque de hacerlo, existencialmente, acarrearía muchas complicaciones para su espíritu.

La curiosa historia de “un pequeño cuaderno en pergamino...”

René Descartes murió en Estocolmo el 11 de febrero de 1650. Según Adam y Tannery (AT/X: 1-2) tres días después de su muerte, por petición de Pierre Chanut se elaboró un inventario de las posesiones del recién finado, que fue resguardado por su editor y albacea, Claude Clerselier (AT/X: 1). Al listado de papeles de Suecia se le conoce como el Inventario de Estocolmo. Actualmente se conservan dos copias de este inventario, uno se encuentra en la Biblioteca Nacional Francesa y el otro en la Universidad de Leiden. También fue transcrito por Adam y Tannery en el tomo X de las obras completas de Descartes (AT/X: 5-14).

En el Inventario de Estocolmo, las Olímpicas se mencionan como parte del «Cuaderno C» que desapareció en algún momento del siglo XVIII. Al respecto, dice el principal registro de los papeles cartesianos:

Es un pequeño cuaderno en pergamino, que dice en la portada: «Año 1619, mes de enero». Encontramos, primeramente, 18 folios con anotaciones matemáticas bajo el titulo de «Parnasus». Después, hay seis folios vacíos y otros seis escritos. Volteando el cuaderno se encuentra el discurso intitulado «Olympica», que dice en el margen: “11 de noviembre de 1620, he comenzado a comprender el fundamento de un descubrimiento admirable…”. Tornando el cuaderno a su orden original, hay dos folios escritos en los que están anotadas algunas consideraciones sobre las ciencias; después hay media página de álgebra. Luego encontramos doce páginas vacías; luego, siete u ocho líneas intituladas «Democritica». Después, girando el cuaderno, hay ocho o diez hojas en blanco, seguidas de cinco hojas y medio escritas bajo el título «Experimenta». Luego, doce hojas blancas, y, al final, cuatro páginas escritas bajo el título «Præmbula. Initium sapientiæ timor Domini». Este cuaderno nombrado «C» parecer haber sido escrito en la juventud de Descartes (AT/X: 7-8).

A pesar de su desaparición, el «Cuaderno C» del Inventario de Estocolmo ha llegado a nosotros a partir de dos textos: el primero es la Vie de M. Descartes, de Adrien Baillet, que ofrece dos fragmentos de lo que era el texto original y completo de las Olímpicas (1691: 50- 51, 80-86), así como otros pasajes de Parnasus y Experimenta (1691: 92 y 93); el segundo es la obra publicada bajo el nombre de Cartesii cogitationes privatæ, que corresponde a la copia de algunos fragmentos del «Cuaderno C» que Gottfried Wilhelm Leibniz hizo durante su estancia en París, entre el 1 y el 5 de junio de 1676. 16 Esta obra fue encontrada entre los papeles leibnizianos de Hanover por LouisAlexandre Foucher de Careil, quien también los tradujo al francés, editó y publicó (Descartes, 1859: 1-37). Ambas transcripciones fragmentarias del «Cuaderno C» fueron recopiladas y editadas por Adam y Tannery en el tomo X de las Obras Completas de Descartes (AT/X: 179-188 y 213-256).

Al analizar la descripción del «Cuaderno C», siguiendo el Inventario de Estocolmo (AT/X: 7-8), podemos percatarnos de dos cosas: que lo contenido en el cuaderno desaparecido eran meros esbozos que serían continuados en los folios vacíos; y que el cuaderno estaba escrito por el anverso y por el reverso. Gouhier (1958: 13) destaca que Baillet llama a las Olímpicas «tratado en forma de discurso» y describe que constaba de 12 páginas (1691: 92), cuando el Inventario de Estocolmo simplemente dice «discurso» y no menciona el número de páginas. Asimismo, Gouhier (1958: 14) recuerda que Baillet, además de las Olímpicas, cita algunas líneas de Parnasus y de Experimenta; y que «Olympica» —tal como Parnasus, Experimenta o Praeambula— no era el título de la obra, sino una anotación o rúbrica escrita en los folios del cuaderno para que Descartes recordara y pudiera continuar, posteriormente, con lo ya escrito (1958: 18 y 78). Las Olímpicas nunca son citadas por Descartes, y como señala Baillet (1691: 86); es probable que Descartes jamás haya pretendido publicar este cuaderno; por lo tanto, fueron concebidas, simplemente, como un texto personal escrito para recordar una noche tan importante en su vida.

Sobre la copia que hizo Leibniz del «Cuaderno C» (las Cogitationes privatæ) (AT/X: 213-256), podemos señalar que es un texto extenso, sobre todo centrado en los desarrollos tempranos de la matemática cartesiana, y que sus referencias a las Olímpicas coinciden poco con el texto de Baillet, pues en ellas no hay ninguna mención ni alusión a los sueños de la noche del 10 de noviembre de 1619. Sin embargo, las Cogitationes privatæ mencionan la existencia de este escrito cartesiano de juventud, así como la anotación de 1620 sobre el texto del año anterior, y que en ellas estaba citada la Égloga 7 de Ausonio: «Quod vitae sectabor iter?» (AT/X: 216).

El resto de los elementos copiados por Leibniz en las Cogitationes privatæ corresponden a fragmentos de los otros escritos cartesianos de juventud contenidos en el «Cuaderno C» que no son recogidos por Baillet, ni por ninguna otra fuente. Al estar desaparecido el manuscrito de estos textos, su única fuente son los papeles leibnizianos de Hanover, fechados entre el 1 y el 5 de junio de 1676 en París. Esto no le resta legitimidad a las Olímpicas presentadas por Baillet; simplemente mostraría que Leibniz hizo una transcripción selectiva de lo que consultó en el «Cuaderno C», que tomó en cuenta el contenido del texto intitulado «Olympica», pero con un interés distinto al de Baillet. Siguiendo a Rodis-Lewis (1996: 78), los textos del «Cuaderno C» presentados en AT/X, 218-219, que son parte de las Cogitationes privatæ, es decir, de la copia de Leibniz, datan de 1620. Estos textos, a su parecer, expresarían las reflexiones de Descartes sobre «descubrimiento de la ciencia admirable» acontecido el año anterior. A su parecer (1996: 78), estos textos fueron concebidos por Descartes como complemento a la narración de los sueños del 10 de noviembre de 1619, que llegó a nosotros gracias a Baillet (1691: 80-86), misma que Leibniz no copió. Según RodisLewis (1996: 58), Leibniz no habría copiado tal texto por considerarlo personal e irracional. Aczel (2005: 19-20) señala que la causa de la caótica transcripción de Leibniz se pudo deber a las celosas condiciones que Clerselier le impuso para consultar y transcribir el «cuaderno secreto».

Sobre nuestra traducción

La mayoría de las traducciones de las Olímpicas suelen reducirse al texto de Baillet. Sin embargo, hemos decidido completar esta edición en español con los fragmentos de las Cogitationes privatae que corresponden a las Olímpicas. Nuestra selección de fragmentos se basa en la recopilación hecha por Ferdinand Alquié en Œuvres philosophiques, vol. I, 1618-1637 (Descartes, 2010: 61-63).

Del francés traducimos las Olímpicas desde el volumen X de Œuvres de Descartes, editadas por Charles Adam y Paul Tannery (AT/X, 179-188). Y del latín, cotejado con las traducciones francesas de Foucher de Careil (Descartes, 1859: 1-37) y de Ferdinand Alquié (Descartes, 2010: 61-63), nuestra selección de las Cogitationes privatae, tomada de AT/X, 216-219. La secuencia numérica de esta última parte es nuestra y sólo sirve para indicar los distintos fragmentos que en las Cogitationes privatae se suceden unos a otros sin distinción, según la edición de las Olímpicas realizada por Ferdinand Alquié (Descartes, 2010: 61-63).

Agradezco profundamente a Ramón Díaz Olguín, director y editor de Open Insight, por su celo, su auxilio y sus correcciones y recomendaciones editoriales; tanto para este ensayo introductor, como para nuestra traducción. Así como a Juan Carlos Moreno Romo por su revisión y sugerencias a nuestra traducción.

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Notas

1 Una ventaja que tiene La vie de M. Descartes de Baillet, editada por Daniel Horthemels (1691), es que en el margen de cada página señala el año en que ocurrió lo que en ella se narra, para facilitar la lectura.

2 La coronación de Fernando II de Habsburgo como emperador del Sacro Imperio Romano Germánico sucedió en Fráncfort, el 28 de agosto de 1619.

3 El primero en señalar la posible influencia ignaciana en la filosofía de Descartes fue el egipcio Naguib Balabi (1957). El primer trabajo especializado al respecto fue el de Arthur Thomson (1972). Al respecto, destacan los trabajos de Bradley Rubidge (1990) y Ramón Sánchez Ramón (2010). Estas lecturas rastrean, sin embargo, la influencia ignaciana en las Meditaciones metafísicas.

4 Jacques Maritain (2013: 111), considera que Descartes “quitó el velo del rostro del monstruo que el idealismo moderno adora bajo el nombre de Pensamiento”.

5 No sin ironía, Moreno Romo cita la hipótesis de Anthony Clifford Grayling (2005: 115) que considera que Descartes habría sido un espía al servicio los jesuitas, tanto en los ejércitos protestantes con los que viajaba (donde realmente estaba a favor de los Habsburgo), como con los rosacruces, que “apelaban a una fraternidad alternativa al movimiento jesuita” (2010: 320-322).

6 Esta es una paráfrasis a la Sagrada Escritura: (Pr. 1, 7; Sal. 111, 10). Según el Inventario de Estocolmo, Praeambula era parte del mismo cuaderno, hoy desaparecido, donde también se encontraba el manuscrito de las Olímpicas (AT/X: 8).

7 Jean Sirven (1928: 23-55) presenta de forma muy erudita los estudios filosóficos de René Descartes en el Colegio de La Flèche. En el primer año habría conocido, a partir de las obras lógicas de Toledo, Fonseca y Rubio, la Introducción de Porfirio a las Categorías de Aristóteles (Isagoge), así como el Sobre la interpretación, los cinco primeros capítulos de los Analíticos primeros y los ocho libros de los Tópicos. En el segundo año habría estudiado los ocho libros de la Física de Aristóteles, así como matemáticas, cálculo aritmético práctico, astrología, óptica, música y mecánica a partir de las obras de Christophorus Clavius, SJ. En el tercer año habría cultivado en el estudio de la metafísica aristotélica desde los Conimbricenses, así como los ocho primeros libros de la Ética a Nicómaco.

8 El Cursus Conimbrincensis, elablorado por los profesores de la Universidad de Coimbra, fue un programa compuesto por ocho libros que fungió como manual de enseñanza de filosofía, basada en Aristóteles, en los colegios jesuitas de todo el orbe, junto a las Metaphysicae disputationes de Francisco Suárez, SJ y la Logica mexicana de Antonio Rubio, SJ.

9 De Francisco de Toledo Herrera seguramente leyó en La Flèche Comentaria, una cum Quaestionibus, in octo Libros Aristotelis de Physica Auscultatione (Venecia, 1573) y Commentaria, una cum Quaestionibus, In Universam Aristotelis Logicam (Roma, 1572) y, de Antonio Rubio, la Logica Mexicana (Alcalá de Henares, 1613).

10 Cornelio Agripa escribió en 1531 un tratado intutulado Commentaria in Artem brevem Raymundi Lullii. Según Alain Guy (1992: 60), Descartes no tenía tal libro. En la carta de Descartes a Beeckman fechada el 26 de marzo de 1619 (AT/X, 56), Descartes le comenta al matemático flamenco que el leer la Ars brevis de Ramón Llull le indujo a buscar una mathesis universalis, “ciencia nueva, por la cual de una manera general podrían ser resueltas todas las cuestiones que se pueden proponer en todo género de cantidad, tanto continua como discontinua, pero cada según su género”. Llull es el único filósofo mencionado literalmente en el Discurso del método (AT/VI, 17).

11 Jacques Maritain (1982: 180) nos recuerda que el título original del Discurso del método era Proyecto de una Ciencia Universal destinada a elevar nuestra naturaleza a su más alto grado de perfección.

12 La pregunta «Quod vitae sectabor iter?» se relacionaría con la teología moral y el buen consejo de un hombre sabio a partir del discernimiento y la dirección espiritual ignaciana propia de los Ejercicios. Dice san Ignacio de Loyola sobre el sentido del ejercicio espiritual y el acompañamiento (2014: 17): “Para que así el que da los ejercicios espirituales, como el que los recibe, más ayuden y se aprovechen, se ha de presuponer que todo buen cristiano ha de ser más pronto a salvar la proposición del prójimo que a condenarla; y si no la puede salvar, inquira como la entiende; y, si mal la entiende, corríjale con amor; y, si no basta, busque todos los medios convenientes para que, bien entendiéndola, se salve”. El consejo de la teología moral es el que acompaña para la salvación desde el discernimiento.

13 Dice Baillet (1691: 120): “Estando en Venecia, Descartes pensó en desprenderse ante Dios de la obligación que se había impuesto en Alemania en el mes de noviembre del año 1619 por un voto que había hecho de ir a Loreto y que no había podido cumplir en aquel tiempo”. Adam (1919: 63-64) y Rodis-Lewis (1996: 84) también siguen a Baillet contra quienes opinan que Descartes jamás cumplió su voto. Según Rodis-Lewis (1996: 38- 39), en La Flèche, Descartes habría leído El peregrino de Loreto del jesuita Louis Richeome, que lo habría inspirado a realizar tal peregrinación. La tradición mariana-ignaciana pide la intercesión de María para el buen discernimiento, sin embargo, para decidir un voto de agradecimiento, primero se tiene que superar la consolación. Descartes hizo su voto tras los frutos recibidos en plena consolación. Descartes no hizo su discernimiento en ejercicios espirituales ignacianos formales, por lo que no tuvo un director que le advirtiera sobre prometer votos estando consolado.

14 Augusto Del Noce (1992: 591) pinta esta vía ontologista desde Descartes hasta Rosmini. A su parecer, el ontologismo es la verdadera filosofía de la modernidad y no constituye una ruptura con el paradigma greco-medieval (el agustinismo), sino más bien su continuación.

15 Dice la introducción de Praembula: “Como un actor se pone una máscara para ocultar sus mejillas ruborizadas, al igual que ellos, yo, al punto de subir al escenario del teatro del mundo, hasta ahora, no he sido más que un espectador; yo también avanzo enmascarado” (AT/X: 213).

16 Dicho sea de paso, sobre la historia de la transcripción que hizo Leibniz del «Cuaderno C», Amir D. Aczel (2005) escribió su novela-ensayo El cuaderno secreto de Descartes, donde narra las peripecias y las intrigas que Leibniz vivió en París con Claude Clerselier (albacea de Descartes) mientras estudiaba al «Descartes secreto».

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Revista de Filosofía Open Insight
ISSN: 2007-2406
Vol. XII
Num. 26
Año. 2021

Las Olímpicas, de René Descartes: Su posible trasfondo ignaciano y jesuítico

José Miguel Ángeles de León
Centro de Investigación Social Avanzada,México
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